1. LAS
MADRES DE
MALVINAS
Nélida Montoya es la mamá de José
Horacio Echave, quien murió en la
batalla final de la guerra. Sonia
Cárcamo es la mamá de José
Honorio Ortega, quien cayó en una
trinchera en Darwin. Ambos están
enterrados en las islas, pero sus
tumbas –como las de otros 120
caídos– no tienen nombre. Las placas
que los recuerdan rezan: “Soldado
argentino sólo conocido por Dios”.
Hoy, a treinta años, ruegan:
“Pedimos
que se hagan
los ADN
de los soldados
desconocidos:
necesitamos
saber dónde están
nuestros hijos”
Por Gaby Cociffi.
Fotos: Alejandro Carra y Gabriela González
Alcalde (en Malvinas).
El dolor que no cesa
Nélida y Sonia en Lobos,
provincia de Buenos Aires,
frente al monumento en
memoria de los caídos.
“Queremos tener una tumba
donde poder dejarles una flor o
una oración. Es desesperante no
saber”, coinciden.
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2. La vida de José
Verano del ’67. Nélida con los
dos varones –José y Héctor–
y dos sobrinos en Esquel. En
el Jardín de Infantes Nº 1
María Barón de Gutiérrez, en
Río Gallegos. La última foto,
el día antes de embarcar en
el rompehielos Almirante
Irízar. Estaba de novio con
Graciela, y durante la guerra
se enteró de que iba a ser
padre. Nunca supo que
esperaban mellizas. Carolina
y Melisa nacieron el 9 de
agosto del ’82; José había
muerto tres meses antes.
Sonia guarda sus cartas:
“Decía que iba a luchar hasta
el final”.
Ellas nunca supieron nada de sus hijos.
No supieron que los llevaban a una
guerra. No supieron cuánto combatie-ron
ni cuánto sufrieron. No supieron si
habían pasado frío y hambre. Después,
tampoco supieron si habían vuelto al continente o
habían quedado para siempre en las islas.
Sonia Lourdes Cárcamo (hoy 66) peregrinó durante
tres meses por hospitales y regimientos en busca de
una respuesta. “Está desaparecido”, le decían. Un
timbrazo en su casa, en una cálida mañana de sep-tiembre,
y un breve telegrama le confirmó lo que na-die
había podido decirle: que su hijo José Honorio
Ortega (18) había muerto en la guerra.
Nélida Esther Montoya (hoy 68) mantuvo la esperanza
durante mucho tiempo. “No voy a rezarlo como si hu-biese
muerto”, le respondió al cura del pueblo cuando
quiso orar por los difuntos. Dos años más tarde, tres lí-neas
en un telegrama le confirmaron la noticia que ja-más
habría querido escuchar: que su hijo Horacio Jo-sé
Echave (19) había caído en la batalla final.
La historia dice que ya pasaron treinta años de la gue-rra
de Malvinas. El corazón de estas madres desmiente
al calendario: el dolor sigue intacto. “Y lo peor de todo
es no saber”, repiten con la voz quebrada. Nélida y So-nia.
Los cuerpos de Horacio y José –como los de otros
122 soldados de los 237 que descansan en Darwin–
jamás fueron identificados. Las placas que los recuer-dan
rezan “Soldado argentino sólo conocido por
Dios”. Son nuestros héroes sin tumba y sin nombre.
“¿Sabés la tristeza que es llegar al cementerio, ver to-das
esas cruces blancas y preguntar ‘¿Dónde estás,
hijo mío?’, y que no haya respuesta, y no saber...?”. La
voz de Nélida se humedece de lágrimas que lleva
treinta años derramando.
“Yo camino entre las tumbas, acaricio las cruces,
busco a mi hijo, pero no lo encuentro. Entonces eli-jo
una cualquiera. Y le hablo: ‘Hijo, no sé si estás
acá, pero no tengo dónde dejarte mis flores’”. La voz
de Sonia se estremece de emoción y orgullo, los mis-mos
sentimientos que durante tantos años llenaron
una ausencia irreparable.
Hoy, cuando Malvinas se ha instalado en la agenda na-cional,
estas madres han tomado el coraje de comen-zar
un camino –muy difícil, pero vital para ellas– que
las lleve definitivamente a encontrar a sus hijos.
“Queremos que se reconozcan sus cuerpos, que se
hagan los ADN de los soldados desconocidos, tener
finalmente una tumba donde dejarles una flor o
una oración”, ruegan.
Para que su clamor sea escuchado y la causa se haga
pública, buscaron la ayuda de dos veteranos –Julio
Aro y José Raschia, de la fundación No Me Olvides
(ver recuadro)– como también la de esta redactora
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3. La vida
de Horacio
El 14 de mayo de 1981, toda
la familia –Horacio y cinco
hermanas; aún no había
nacido el menor, Juan
Pablo– se vistió de fiesta
para celebrar los 15 de
Marcela: Andrea, los
Horacios (padre e hijo), la
cumpleañera, Nélida y
Liliana. La primera
comunión en la Iglesia
Nuestra Señora del Carmen,
en Lobos. Siempre se lucía
como gran bailarín; aquí
junto a su prima Adriana. La
última foto, pocos meses
antes de la guerra. Y las
lágrimas de Nélida: “Lo
recuerdo cada día”.
–quien cubrió el conflicto armado y mantiene estre-cha
relación con ex combatientes–. “En 1982 no sa-bíamos
dónde preguntar, dónde pedir ayuda. Du-rante
todos estos años tampoco supimos. Pero ya
somos grandes y no nos queda demasiado tiem-po...
No queremos morir sin saber dónde están
nuestros chicos”, sintetizan con dolor.
“MI HIJO HORACIO”. Tenía el pelo largo, con ru-los.
Le gustaba el rock and roll. Había pegado pósters
de sus estrellas favoritas en el garaje de su casa de Lo-bos,
provincia de Buenos Aires, para que su mamá no
lo retara por arruinar las paredes del cuarto que com-partía
con una de sus cinco hermanas. Horacio José
Echave –nacido el 22 de junio del ’62– bailaba como
los dioses. Se había lucido en la fiesta de 15 de Mar-cela
sacando a bailar a todas las primas, sólo unos me-ses
antes de partir hacia la guerra. Quería ser ferro-viario,
como su padre –Horacio, hoy 79–, pero no
carpintero en los talleres, sino maquinista de tren.
Los recuerdos brotan en las voces de sus hermanas,
unas veces con risas, otras con lágrimas. Liliana Esther
(47), Marcela Fabiana (45), Adriana Susana (43) y
Analía Verónica (36) –todas amas de casa– cuentan
que él las acompañaba al colegio, las iba a buscar a la
salida de los bailes y jugaba a los bandidos con la más
chiquita, Nélida Vanesa (33, maestra y administradora
de un colegio). También está Juan Pablo (29, carpin-tero),
que está pintando la casa y no participa de la
charla: él no conoció a su hermano. “Horacio nunca
supo que iba a tener un hermano, porque cuando
él se fue a la guerra yo era grande y por vergüenza
me callé. Le iba a decir cuando volviera, porque
pensaba que se iba a encontrar con ‘qué gorda está
mamá’... Pero ya no pude. Juan nació el 30 de octu-bre
del ’82, el mismo año en que murió el mayor”,
susurra Nélida mientras encuentra la última foto de
Horacio, con dieciocho recién cumplidos, el pelo
muy corto y de traje nuevo.
–¿Qué te dijo Horacio antes de irse a Malvinas?
–Cuando me lo contó, yo no le creí. Para el 29 de mar-zo
llegó a casa a cenar –siempre venía y después vol-vía
al Regimiento 6 de Mercedes– y me dijo: “Mamá,
nos agarramos las Malvinas y nos vamos para
allá”. Yo estaba cocinando y le contesté: “¡Ay, Hora-cio...!
¡A vos te hacen creer cualquier cosa!”. A los
tres días se vio por televisión que habían tomado las
islas. Y te juro que yo no le creí (silencio).
–¿Lo volviste a ver?
–Sí. Fuimos al regimiento el domingo, porque era Se-mana
Santa. Llevamos rosca de Pascua y comimos to-dos
juntos. Estaba emocionado. Decía: “Uyy, ma-má...
Mirá qué ropa nos dieron: todo nuevo para
irnos”. ¡Claro, para ir a morir allá le dieron uniforme
de primera! Después no lo vi más.
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4. –¿Quería ir a luchar por la Patria?
–Era jovencito, tenía 19 años. En junio cumplía los
20, pero no alcanzó a cumplirlos... Dicen que cayó el
13 de junio, a la madrugada. Faltaban sólo nueve dí-as
para su cumpleaños.
–¿Qué pasa por el corazón de una madre cuando
sabe que su hijo está en una guerra?
–¡Ay, es terrible el dolor, el miedo, la desesperación!
No sabés si va a volver... Yo suplicaba: “No importa
que venga sin una pierna, Dios, me basta que ven-ga
vivo”. Pero no volvió... (llora).
–¿Rezaste mucho?
–Todos los días. Pero después nunca quise ir a una igle-sia;
me cansé. Antes era la primera de una procesión,
pero no fui mas. Dios no me escuchó, no escuchó mis
súplicas. Dios no ayudó a un chico bueno... Dios se es-condió
tras las nubes y lo dejó solo en la guerra.
–¿Te escribió alguna carta contándote cómo estaba?
–Me contaron otros soldados que él sufrió mucho, que
lloraba cuando llegaba la noche. Pero en las cartas nos
decía otra cosa: “Andará papá diciendo que estoy lu-chando
por la Patria”. Sentía orgullo de que su padre
pudiera pensar eso. Creo que buscaba tranquilizarnos.
Horacio era enemigo de las guerras y las armas.
–¿Dónde estaba apostado su regimiento?
–A ellos les tocó estar por Monte Longdon o Harriet,
no recuerdo bien... “Los ingleses no van a llegar has-ta
ahí, no hay peligro”, nos decían acá. Lo que menos
sabía yo era que los soldados británicos estaban pa-sando
por sobre nuestros chicos. Y me repetía cada
noche para convencerme: “Están lejos, están lejos”.
–¿Qué recordás del día en que te avisaron que tu
hijo no había vuelto?
–El 22 de junio, el mismo día de su cumpleaños, lle-garon
los chicos a Lobos. Y cuatro días después vi-nieron
a casa dos hombres del Regimiento 6. Eran
pasadas las seis de la tarde. Estábamos por comer y
yo había puesto una carne al horno cuando tocaron
el timbre. Me dijeron: “Horacio está desaparecido”.
Les contesté desesperada. “¡¿Cómo desaparecido?!
¡Ustedes no pueden no saber dónde está!”. Uno me
respondió: “Señora, se dice ‘desaparecido’ porque
él no llegó al continente”. Me tuve que sentar: “En-tonces
quedó muerto en las islas”. Me contestaron:
“No, señora. No podemos decir eso, porque era un
desbande tan grande que cuando llegamos a Bue-nos
Aires nos encontrábamos y nos decíamos: ‘Pero
si vos estabas muerto...’. Nadie sabe nada”. Fue tre-mendo...
y se me quemó la carne.
–¿Durante cuánto tiempo figuró como desaparecido?
–Dos años después de la guerra nos llegó el telegra-ma
con el certificado de defunción. Durante todo
ese tiempo yo imaginé que podía estar vivo. Mantuve
la esperanza: “¿Y si llega?”, decía. No quería creer.
Pensaba que estaba loco en alguna provincia, o deso-rientado.
Un soldado vino a contarnos que lo habían
visto. “Sáquese eso de la cabeza, porque lo agarró
una esquirla y lo mató”, me dijeron mucho des-pués.
Y ya no lo esperé más.
–¿Sabés cómo murió Horacio?
–Fue en la madrugada del 13, el último día de la gue-rra,
cuando venían replegándose hacia Puerto Argen-tino.
El coronel Lamadrid dice que le pegó una es-quirla
y no sufrió nada. Otros dicen que venían
corriendo, que a Horacio se le cayó el casco, y como
tenía plata guardada ahí, volvió a buscarlo... Enton-ces
le alcanzó una esquirla en la cabeza y lo mató.
Hay otros que cuentan que cuando cayó herido le
llevaron un rosario... ¡Mirá si van a hacer eso cuando
todos corrían! Aún hoy no sé cuál es la verdad.
“MI HIJO JOSE”. Era roncanrolero y fanático de
Boca. Deliraba por Elvis Presley y se había quedado
afónico festejando el campeonato de 1981, cuando los
xeneizes se llevaron la copa de la mano de Maradona.
A la hora del baile, José Honorio Ortega –nacido el 21
de julio del ’63 en Güer Aike, Santa Cruz– era el mejor.
Hasta se animó a enseñarles a bailar a sus hermanas
María Angela (hoy 42, ama de casa) y Adriana Marcela
(hoy 38, maestra mayor de obras y decoradora), cuan-do
todavía cursaban la primaria y preferían mirar di-bujitos
animados. Con Héctor Gabriel (hoy 47, tapice-ro)
sentían que eran más que hermanos. Tanto que
aún hoy él sufre preguntándose por qué no le tocó a
él ir a la guerra en lugar de José. Era generoso sin mi-rar
a quién, ni cómo. Había pensado seguir los pasos
de su padre, José Bernardino (76), como telegrafista
Una herida
que no cierra
El encuentro fue en la
casa de Nélida, en
Lobos. La mamá de
José viajó desde Río
Gallegos para verla.
“Cuando voy al
cementerio de Darwin,
elijo una tumba
cualquiera y allí le dejo
mis flores”, dice Sonia.
A la derecha, una de las
122 tumbas sin
identificar.
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5. “A todos les dimos
cristiana sepultura”
El coronel británico
Geoffrey Cardozo fue el
encargado de exhumar los
cuerpos de los soldados
argentinos –enterrados en
donde se libraron las más
cruentas batallas durante
la guerra–, para
transportarlos a Darwin y
buscar su identificación
antes de darles sepultura.
De los 237 cuerpos que
hoy están allí, 122 figuran
como NN. Consultado por
GENTE en Londres, en la
fundación de ayuda a ex
combatientes donde hoy
trabaja, Cardozo desplegó
su informe de 1982/83 y
explicó por qué fue tan
difícil identificar los
cuerpos: “El operativo de
exhumación duró 33 días.
A todos se les dio cristiana
sepultura con honores
militares, como lo
hubiésemos hecho con
nuestros soldados. Se hizo
el máximo esfuerzo para
identificar a los caídos,
pero muchos argentinos no
llevaban su placa
identificatoria. O estaban
en blanco, o tenían un
papel escrito –con una
tinta que se había borrado
por las malas condiciones
climáticas– y pegado a la
placa con una cinta
adhesiva. Creemos que
estas chapas les fueron
dadas a los conscriptos
antes de la invasión a las
islas, y que la instrucción
que habían recibido era
que cada hombre debía
escribir su propio número y
nombre. En los casos en
que encontramos los
discos identificatorios,
éstos fueron partidos,
dejando una mitad en el
cuerpo del soldado y
enviando la otra mitad al
UK Prisoners of War
Information Bureau
(Oficina de Información
sobre Prisioneros de
Guerra del Reino Unido)
como marca la Convención
de Ginebra. Todo dato fue
útil para identificar a los
caídos. Tomamos los
documentos y las cartas
que encontramos en sus
uniformes; cuando varias
cartas coincidían con el
nombre de un soldado, se
consideraron pruebas
suficientes. También se
encontraron cartas que
decían “A un soldado
argentino”, catecismos,
rosarios y estampitas, que
nos sirvieron para el
trabajo que teníamos
encomendado. Todos los
efectos personales de los
argentinos fueron enviados
a Whitehall, como
corresponde en una
guerra, a excepción de
aquellos que –por su
estado y condición– podían
herir los sentimientos de
los seres queridos del
soldado. Existe un plano
del cementerio, como
también una detallada lista
con las exhumaciones,
donde numeramos a cada
combatiente y a su
sepultura, especificando
en qué lugar de la isla fue
hallado. En su momento le
ofrecimos a la Argentina la
posibilidad de hacer la
identificación de sus
muertos, pero jamás
recibimos respuesta”.
en Trelew, o “portarme bien en el servicio militar pa-ra
salir como dragoneante”. Cuando embarcó para
Malvinas dejó a su novia Graciela con un beso y la pro-mesa
de volver. En las islas se enteró de que iba a ser
papá. Nunca supo que esperaba mellizas. Las bebas
–Carolina Noelia y Melisa Cristina– nacieron el 9 de
agosto de 1982. José había muerto tres meses antes
en Darwin, en una fría trinchera. Mientras lo recuerda,
Sonia abre dos gruesas carpetas. En ellas guarda todos
los papeles, fotos y cartas de su hijo. “Es mantener vi-va
la memoria”, dice, y muestra la última toma que le
hicieron, vestido con su uniforme, un día antes de
embarcar hacia la guerra.
–¿Cómo fue la despedida?
–Lo vi por última vez el 18 de marzo. Fue a las ocho de
la mañana. Me dijo, como si no pasara nada: “Vieja,
¿me hacés torta frita? Me tengo que ir a las seis de la
tarde, porque tengo que volver hoy al regimiento”.
Estaba en el Regimiento de Infantería 25 de la locali-dad
de Sarmiento, en Chubut. Y tenía que viajar de
Trelew a Comodoro y de ahí a Sarmiento, que es bas-tante
lejos. Le pregunté por qué volvía tan temprano.
“Porque estoy en una misión especial”, respondió.
Pero no me contó de qué se trataba. Los oficiales les
habían dicho que se podía armar con Chile, pero nun-ca
con el Reino Unido. De ahí ya no lo vi más.
–¿Cuándo te enteraste de que estaba en Malvinas?
–Un día nos levantamos y vimos que habían tomado
las islas. Nunca nos imaginamos que los chicos podían
estar ahí. Supusimos que iban a estar los reservistas,
los militares de carrera, no nuestros hijos... Me enteré
el 19 de abril, cuando recibí su primera carta.
–¿Qué te contó José en esa carta?
–Me di cuenta por su letra, porque escribía a borboto-nes,
que estaba emocionado. Decía: “Estamos en las
islas Malvinas defendiendo nuestra bandera, nues-tra
soberanía”. Me contaba que habían preparado los
bolsos el día anterior de esta foto (muestra una de Jo-sé
vestido de soldado) y que les habían dicho que era
“para ir a una excursión”, pero no sabían dónde. Sa-lieron
a las doce de la noche en camiones hasta el Re-gimiento
9, cerca del aeropuerto, y tomaron un mate
cocido y sándwiches de queso y dulce de batata. De
ahí los subieron al avión que los llevó a Puerto Belgra-no.
Abordaron el rompehielos Almirante Irízar y salie-ron
con rumbo desconocido. A los tres días de nave-gación,
el subteniente José Gómez Centurión les
informó a dónde y a qué iban. José tenía que desem-barcar
el 2 de abril, pero hubo una tormenta, el heli-cóptero
se rompió y todo su grupo bajó el 3. Fueron
directamente a Darwin. “Me encanta la isla. Estoy
con mis camaradas. No te hagas problema, porque
hambre no pasamos. Sólo te voy a pedir que mandes
una encomienda con algo dulce, porque acá no
hay”. No sé si escribió eso para no preocuparme...
–¿Qué sentiste?
–¡Fue tan raro! En ese momento sentí emoción, pe-ro
también me puse a pensar qué podía pasar, por-que
Inglaterra ya había mandado los barcos... Yo no
tenía idea de dónde quedaba Darwin, y eso me pre-ocupaba
mucho. Entonces busqué un mapa de las
islas y me lo estudié de memoria: dónde quedaban
Monte Longdon, Darwin, Pradera del Ganso. Necesi-taba
saber dónde estaba mi hijo.
–¿Te siguió escribiendo cuando los británicos de-sembarcaron
en las islas?
–Sí. En su segunda carta me decía: “Mis camaradas
y yo pensamos luchar hasta lo último, no rendir-nos,
porque las islas no se negocian”.
–¿Te dio orgullo o miedo?
–Muchos me decían: “¿Y si lo mandás a buscar?”.
Más allá de que no se podía, él me lo habría repro-chado.
Y eso que José tenía un motivo para volver,
porque su novia estaba embarazada. Los amigos le
propusieron que le avisara a su comandante que iba
“La primera vez
que fui a las islas
fue bravo. Me
parecía que lo
iba a encontrar
allá. ¡Qué sé yo
por qué será que
nunca me
resigné! Como
Horacio no tenía
una tumba, paré
en cada una de
las que decían
‘Soldado
argentino sólo
conocido por
Dios’ y besé las
cruces. Si no
estaba en una
podía estar en
otra...” (Nélida)
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6. Luis Fondebrider es
presidente y fundador del
Equipo Argentino de
Antropología Forense, una
ONG que desde 1983,
trabaja en el identificación
de los cuerpos de los
desaparecidos durante la
dictadura y en la
investigación de
violaciones a los derechos
humanos en América
Latina, Africa, Asia y
Europa. EL EAAF lleva
realizadas más de mil
exhumaciones. En su
oficina, el licenciado en
Antropología afirma:
“Estoy dispuesto a
reconocer los cuerpos de
los soldados en Malvinas.
Nuestro trabajo básico
siempre tiene 3 etapas.
1) La investigación
preliminar, donde se trata
de recuperar toda la
información sobre el caso.
2) La de campo, donde
utilizamos la arqueología
forense y se trata de
exhumar los cuerpos, y
cualquier evidencia que
haya asociada a ellos,
como un proyectil o
efectos personales.
3) La de laboratorio,
donde se trata de
identificar a la persona y
determinar la causa y
manera de muerte.
En el caso de Malvinas
hay que seguir las mismas
etapas. Primero, hay que
hacer la lista definitiva de
las personas que están
muertas. A partir de allí,
hay que recuperar con los
familiares lo que se
llaman datos ante
mortem; o sea, cómo era
físicamente la persona:
edad, sexo, estatura,
cuestiones odontológicas
y médicas. Al mismo
tiempo se toman las
muestras genéticas de los
familiares. Luego, se
hacen las exhumaciones.
En Darwin sería más
sencillo, por tratarse de
un cementerio ordenado.
Los análisis
antropológicos no son
complejos, y si fuera
necesario se podría
montar un laboratorio en
Malvinas. Para los
genéticos nosotros
tenemos laboratorios
propios en la provincia de
Córdoba, donde se
cruzaría la información.
Se pueden traer las
muestras al continente
–se trata sólo de un
pedacito de hueso y un
diente–, mientras los
cuerpos quedan en
Malvinas, para ser
sepultados en las mismas
tumbas. El organismo que
habitualmente media
cuando hay dos gobiernos
enfrentados es el Comité
Internacional de la Cruz
Roja, que acerca a las
partes y les pide:
‘Pónganse de acuerdo
para permitir la
investigación’. Este es un
tema de carácter
humanitario: los padres
tienen derecho a saber
dónde están sus hijos”.
a ser padre, así lo traían al continente. El les res-pondió:
“No quiero volver, vine por una causa”.
–¿Estaba dispuesto a morir luchando por la
Patria?
–Quería luchar y se había enamorado de las Mal-vinas.
Les mandó una carta a los hermanos, di-ciéndoles:
“Cuando esto termine, yo vengo a vi-vir
a la isla”. ¿Y sabés algo? De alguna manera me
tranquiliza sentir que murió en el lugar que le
gustaba... (hace silencio). Si bien su tumba no tie-ne
nombre, sé que está en algún lugar de la isla.
–¿Cómo supiste que José no había regresado?
–Me enteré de que los soldados habían vuelto al
continente, pero dijeron que había que esperar
quince días sin hacer nada, porque después los
iban a dejar ir a las casas. Pasaron diecisiete días y
no tuve noticias. Entonces fui al Comando a pre-guntar.
Nadie tenía información. Todo era muy
confuso. Una parte del Regimiento 25 había en-trado
por Montevideo, y de ahí los habían llevado
a Buenos Aires. El otro grupo había llegado en
barco, y después los trajeron en camiones a Tre-lew.
Me habían dicho: “¿Vas a ir a buscar a tu hi-jo?
Llegó un barco y están desembarcando en
Madryn”. Hacía quince días que yo estaba en una
fábrica. No me daban permiso para salir y no po-día
perder el trabajo, porque en ese momento yo
era el único sostén de mi familia. Así que recién a
la tarde fui al Comando otra vez. Ahí empezó la
odisea de que estaba desaparecido, que no sabían
si había venido en tal barco o en otro, que por ahí
había llegado a Tierra del Fuego...
–Empezó una búsqueda desesperada.
–Fue empezar a llamar a amigos en Tierra del Fue-go,
en Río Gallegos, en Buenos Aires, para saber si
habían escuchado algo, si habían llegado heridos.
Fue preguntar en los hospitales, averiguar en las
provincias... Nadie sabía nada. Hubo un veterano
que dijo: “José venía en el camión conmigo”. Me
ilusioné. Mucho después pude hablar con el jefe
del batallón: “No, señora. Muchos vinieron muy
mal con todo lo que pasaron en las islas y le pu-do
haber parecido ver a José. Pero hablamos con
otros soldados y su hijo cayó al lado de ellos. Es-tamos
tratando de que los mismos conscriptos
digan quién murió y a qué hora”.
–¿Finalmente supiste cómo cayó?
–Murió en Darwin el 28 de mayo, durante la lucha
más cruenta con los paracaidistas del teniente coro-nel
Herbert Jones. Tuvieron que pasar tres años de la
“Es un tema
estrictamente
humanitario:
los padres
tienen
derecho a
saber”
7. A Julio Aro y José María
Raschia, veteranos de
guerra, Malvinas les
marcó la vida para
siempre. Tanto, que
crearon No Me Olvides,
una fundación que busca
recordar a los caídos,
acompañar y ayudar a los
familiares, y recuperar la
identidad de los soldados
argentinos. Julio (50) –del
Regimiento 6 de
Mercedes, profesor de
educación física en Mar
del Plata, casado con
Silvia y padre de Tamara
(20) y Tania (17)– afirma:
“Viajar a las islas en 2007
me abrió la mente y el
corazón. Ver las tumbas
NN me hizo pensar que
tenía que hacer algo”.
José (49) –del Batallón de
Comunicaciones que hizo
el apoyo en el operativo
Rosario, a cargo del
Departamento de Ex
Combatientes del IOMA
en Lobos, casado con
Sandra y padre de Juan
Cruz (26), Magalí (22),
Agustín (19) y Valentín
(11)– confiesa que
“Buscando cómo ayudar a
los que volvieron con
estrés post traumático,
psicosis, depresión,
encontramos que los que
tenían mayor experiencia
eran los ingleses”. En
2008 viajaron a Londres
para reunirse con
veteranos británicos –que
trabajan en ONGs que
ayudan a ex
combatientes– y con el
coronel inglés que tuvo a
cargo la realización del
cementerio de Darwin.
“Ahí nos dimos cuenta de
que podríamos ayudar a
buscar la identidad de
nuestros soldados
desconocidos. Desde hace
años son muchos los
padres que han querido
saber dónde están
enterrados sus hijos.
Sonia y Nélida son las
primeras que se animan a
decirlo públicamente”,
resumen. Y finalizan con
emoción: “La identidad es
el derecho básico que
tenemos. Por eso, el
primer proyecto que
hicimos se llamó De
Identidad Compartida,
donde convocamos a la
mamá de un soldado
inglés y a la mamá de un
soldado argentino. Les
preguntamos quién había
ganado la guerra, y nos
dijeron: ‘Perdimos las dos,
porque perdimos a
nuestros hijos’. Lo
mismo nos pasa con los
padres de los NN de
Darwin. Cuando
recordamos a sus hijos
en charlas en las
escuelas, ellos nos dicen:
‘Si lo nombran, mi hijo no
está más muerto’.
Apoyando a Sonia y a
Nélida queremos que los
padres de los soldados
de Malvinas sientan que
sus hijos siguen vivos en
la memoria de todos los
argentinos”.
guerra para que yo supiera finalmente cómo había
muerto mi hijo. Un día, en el Centro de Veteranos me
dijeron: “Anoche estuvimos con un soldado que vio
morir a José. Estaba en la misma trinchera”. Me
contaron que los ingleses lo habían confundido con
Gómez Centurión, porque José tenía a cargo a cinco
chicos con rifle y era el telegrafista... ¡igual que su pa-dre!
(hace un largo silencio). Me dieron detalles: “Se
trabó una ametralladora y el subteniente fue a des-trabarla.
José se quedó dando órdenes, porque esta-ba
a cargo del teléfono. Como los ingleses lo veían ir
de un lado para otro, lo tomaron como el jefe del
grupo y le dispararon”.
–¿Te enojaste con Dios?
–No. Siempre le recé a Dios y a José: le pedí por
su hermano, por sus hijas, y sentí su ayuda. A la
iglesia dejé de ir, porque cuando necesité que un
sacerdote me diera una palabra de aliento tuve
que pedir audiencia, esperar... y me enojé. Yo los
necesitaba y me dejaron sola. Tampoco vinieron
cuando mi hijo murió. A la iglesia no volví, pero a
Dios no le reclamo nada.
A 30 AÑOS DE MALVINAS. “Para mí es co-mo
si hubiese sido ayer. Yo no puedo ver nada
que tenga que ver con Malvinas, ni puedo ver a
los ingleses, porque pienso: ‘Quizás vos le estabas
apuntando a mi hijo’. Además, lo sigo llorando”,
dice Nélida y se quiebra. “El tiempo no pasa
cuando las heridas no cierran. Desde que pasó
todo esto, uno lo está recordando todos los días.
En cada momento encontrás algo que lo traiga
de vuelta a tu vida”, dice Sonia y conmueve.
–¿Cuando los recuerdan duele menos la ausencia?
Sonia: Nosotros teníamos la costumbre de comer
siempre en familia. Los primeros días yo ponía to-dos
los platos en la mesa... y me sobraba uno. El do-lor
hacía que no se hablara de José en casa. Era co-mo
un tabú. Una noche, cuando nos sentamos a
comer, les dije: “Hay que hablar, hay que recor-darlo
como era, como es”. No me habría perdona-do
nunca ponerlo en el olvido... Y José volvió a es-tar
con nosotros, en nuestra memoria.
Nélida: Yo siento la presencia de mi hijo cada día de
mi vida. He soñado con él también. En la cómoda
de mi pieza tengo un marco con una foto suya, y yo
le hablo. Le cuento cómo estamos, le pido que me
ayude. “Mirá cómo ando; estuve como ocho meses
mal. Horacio, dame fuerzas, ayudame” (llora)...
Estaba quedándome ciega y recuperé la vista. Es co-mo
que él intercede por nosotros allá arriba.
“Tenemos
que buscar
la identidad
de nuestros
soldados”
8. 50
LAS TUMBAS SIN NOMBRE. Sonia y Nélida via-jaron
por primera vez a las Malvinas cuando empeza-ba
la década del noventa y las relaciones con el Reino
Unido se distendían, permitiendo que ex combatien-tes
y familiares volaran a las islas. Ambas sabían que
sus hijos no tenían una tumba con nombre. Igual lle-varon
flores y fotos para dejar en el cementerio: “Pa-ra
que no se queden allí solitos”, rememoran. Cuan-do
llegaron a Darwin, caminaron entre las 230 cruces
y eligieron una de las 122 tumbas NN, para derramar
allí sus lágrimas y sus recuerdos.
Nélida: Fui tres veces a las islas. La primera fue bravo.
Me parecía que lo iba a encontrar allá. ¡Qué sé yo por
qué será que nunca me resigné! (llora) Como Horacio
no tenía una tumba, paré en cada una de las que decí-an
“Soldado argentino sólo conocido por Dios”, y besé
las cruces. Si no estaba en una, podía estar en otra.
Sonia: La primera vez que fuimos, en el ’91, todas
las mamás nos juntamos en un baño del aeropar-que
y dijimos: “¿Qué vamos a hacer si no tienen
los nombres?”. Propusimos que cada una eligiera
una cruz cualquiera y pusiera una flor. Porque
quizás no era la tumba de tu hijo, pero era la del
hijo de otra. Fue la forma de conformarnos.
Nélida: Ir es doloroso, pero también trae paz. Y
siempre es muy triste cuando te vas de Darwin,
porque mirás para atrás y ves el cementerio hasta
que queda una cosa así de chiquita que se va per-diendo
(llora). Ahí se queda mi hijo, ¿sabés? Pero
no sé dónde.
Sonia: Cuando llego a Darwin tengo la sensación
de que el espíritu de José está ahí. Es tremendo
mirar el paisaje y saber que allí pasó sus últimos
días. En el ’98 me enteré de cuál había sido su po-sición.
Tuve la sensación física de “él estuvo acá”...
Me metí en unos zanjones, buscándolo.
–Hoy Malvinas está instalado en la agenda po-lítica.
¿Qué le pedirían a la Presidenta?
Sonia: Ella es madre y puede entendernos. Le pediría
que nos ayude a conseguir las autorizaciones para
que se puedan hacer los ADN que tantos familiares
ansiamos. Nuestros hijos dejaron su vida en las Malvi-nas.
Merecen tener una tumba con su nombre.
–Si pudieran poner una placa, ¿qué querrían
que dijera?
Sonia: Pondría “José Honorio Ortega”. Con su
nombre me alcanzaría.
Nélida: Me gustaría volver a las islas, pero el día
que una cruz diga: “Horacio José Echave”. Abrazar
esa cruz sería como volver a abrazar a mi hijo. ■
Para los familiares que quieran contactarse:
gabymcociffi@gmail.com
Por la
memoria
Nélida y Sonia junto a
Julio Aro y José María
Raschia –de la fundación
No Me Olvides–, los ex
combatientes que las
están apoyando en su
lucha. “Le queremos
pedir a la Presidenta,
que es madre y puede
entendernos, que nos
ayude a conseguir las
autorizaciones para que
se puedan hacer los
ADN. Nuestros hijos
dejaron su vida en las
Malvinas: merecen tener
una tumba con su
nombre”.