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JULIAN MARIAS
                                        Vía libre


19/08/1976


La famosa expresión «atado y bien atado», tan desafortunada literariamente, tan peli-
grosa políticamente -a fuerza de querer evitar los peligros-, gravita ominosamente -
sobre el conjunto del panorama político español. Con pocas excepciones, cuantos se
ocupan activamente de política o hablan, de ella parecen aceptarla. Unos, en su sentido
literal: pretenden continuar como si nada hubiera pasado, aunque saben muy bien que
hace nueve meses pasó lo más grave -e irreversible- que podía pasarles: haber pasado.
Otros, fascinados por tan largo tiempo de hibernación política, nutridos al despertar con
ideologías que no creen en el futuro, sienten terror a toda innovación real. Los primeros
opinan que no hay que hacer nada; los segundos creen que «ya» se sabe lo que hay que
hacer, y, por tanto, que no hay que hacer preguntas. La coincidencia, en el fondo, es
pasmosa.La verdad es estrictamente la contraria. Los cambios de la sociedad española
en cuatro decenios son enormes. Lo que pudo sostenerse a raíz de la guerra civil está
demasiado lejos. Los principios que han informado las estructuras políticas con que se
ha administrado al país han sido tres: el castigo, la prevención de la locura, la convale-
cencia. Una atmósfera compleja de cárcel, manicomio y hospital ha envuelto las institu-
ciones destinadas a hacer vivir a un pueblo y avanzar en la historia. El gran supuesto era
que los gobernantes -y sólo ellos- sabían qué conviene, qué hay que hacer, y, sobre to-
do, qué hay que no hacer. Hoy esto no lo cree nadie, empezando por los gobernantes,
que son suficientemente discretos para no caer en tan burda convicción. Pero siguen
creyéndolo -o al menos actúan como si lo creyeran- los organismos creados desde esa
convicción y para perpetuarla. Dos docenas -o unos centenares- de señores intentan pro-
ceder como los propietarios de una dehesa; pero ni España es una dehesa ni es propie-
dad suya.
La última parte de la frase que acabo de escribir la suscribiría casi todo el mundo, pero
quizá no todos estén en claro sobre la primera; algunos, aunque pocos, opinan que basta
con un cambio de dueño. Más aún: imaginan que ha cambiado ya; que la han ganado,
que la han conquistado o -quizá, más exactamente- que la han heredado. Es curioso el
aire triunfal con que hablan, gesticulan, exigen, con jactancia de nuevos propietarios. Y
anuncian los cambios, disposiciones y mejoras que van a realizar, como si todo estuvie-
se «atado y bien atado».
Todo esto son sueños, más concretamente, pesadillas. España no necesita ser castigada -
y ¿quién tendría derecho a ello?-, ni está loca (aunque una vez lo estuvo y podría volver
a estarlo), y hace largos años que convaleció de los desastres, y tiene considerable salud
y vitalidad. Ni cárcel, ni, manicomio, ni hospital, ni campo de concentración, ni dehesa
pasiva en manos de sus dueños y, capataces. Ninguna de estas imágenes conviene a la
España de 1976, y no va a tolerarlas. Y sabrá tomar nota de los que le proponen cual-
quiera de esos destinos para rayarlos de la lista de sus esperanzas.
Nadie sabe lo que España quiere, porque todavía o lo ha dicho, y va a decirlo, no va a
permitir que tales o cuales señores expliquen su silencio. Lo que sin duda quiere es vía
libre para ir a donde elija, mayoritaritamente y teniendo en cuenta a todos los hombres
que la integran, cada uno con el mismo derecho a que su voz sea escuchada y sus deseos


                                         Pág. 1
atendidos. Y ni se va a quedar donde está -es decir, donde la han puesto sin su consen-
timiento-, ni va a aceptar una solución prefabricada, un específico envasado ya y que
ella no haya imaginado, inventado, deseado, querido.
Si los hombres que integran los organismos del pasado que aún persisten tuviesen un
patriotismo del que no tengo derecho a dudar y un sentido histórico del que sí tengo
derecho, se apresurarían a renunciar a privilegios y facultades que no han recibido del
pueblo español, a devolver a éste la plenitud de sus capacidades enajenadas, con lo cual
podrían esperar seguir siendo parte viva de la política española. No se les puede pedir
que abandonen sus puntos de vista, sus preferencias, sus intereses, pero sí que dejen de
imponerlos en nombre de una representación que no tienen, que intenten conseguirla en
un juego limpio que ha de estar abierto a todos, y por tanto, también para ellos.
Si esto no ocurre así, los españoles recuperarán, más pronto o más tarde -creo que muy
pronto-, el pleno uso de su razón y de sus razones, y removerán los obstáculos que pre-
tenden cerrarles el camino. ¿Cómo? Esta es la segunda parte de la cuestión.
No con «hechos consumados». No con la ocupación por sorpresa de los órganos de opi-
nión o de los instrumentos del poder, para hacer regresar al país en otra etapa de pasivi-
dad y sometimiento a dictados ajenos. Se va a constituir, se está constituyendo ya, un
nuevo consenso, fundado, más que en el temor, en la esperanza; en la gana de vivir, en
la fruición de inventar, en la conciencia de que España es uno de los países más intere-
santes que han aparecido en la historia, capaz de haber creado las estructuras políticas
mundiales más complejas y originales de la Edad Moderna.
Ese consenso todavía no ha encontrado su expresión -son muchos los que no quieren
dejarlo-. Por eso se está produciendo el equívoco de que los españoles son como dicen
unos cuantos y otros cuantos. La sorpresa, el día que cada hombre y cada mujer tengan
una papeleta en la mano, va a ser considerable.
Pero la llegada y la fecundidad de ese día requieren el cumplimiento de algunas condi-
ciones. La primera, insisto en ello, la remoción de los obstáculos «legales» que todavía
lo estorban. La segunda, el estímulo de la imaginación nacional y el respeto a la capaci-
dad de innovación, a la originalidad de España. No va a vestirse con el prét-á-porter de
los grandes almacenes internacionales, sino con ropas que se ajusten a su cuerpo social,
permitan la libertad de sus movimientos y proyecten su figura elegida, aquella bajo la
cual se reconoce. «Sólo es buena a reinar la fantasía» -escribió Valle-Inclán medio siglo
antes de que en la Sorbona pintaran en las paredes:«L'imagination au pouvoir.» Y don
Ramón añadía, a continuación, este verso: «Y mi reino está en manos de plebeyos».
Quería decir hombres de cualquier rutina, incapaces de inventar en vista de Ias ciruns-
tancias a los que buscan siempre vía libre.


                                   JULIAN MARIAS


                               Dos imagenes del hombre

EL PAÍS - Opinión - 20-03-1979


La lengua lo distingue: algo y alguien, nada y nadie, qué y quién. Es lo que ha llevado a
la pareja de conceptos cosa y persona. La confusión de lo que es tan claro e inmediato,


                                          Pág. 2
tan inmediatamente claro, ha hecho que el pensamiento científico y aun filosófico se
obstine en la pregunta errónea «¿qué es el hombre?», en lugar de la ineludible, pero
siempre eludida, «¿quién soy yo?».Desde los comienzos de la filosofla griega se ha ido
perfilando una idea o interpretación del hombre como persona, que en su núcleo último
podría resumirse así: alguien corporal, que entiende el mundo, lo envuelve todo Con su
pensamiento, es libre -y, por tanto, responsable-, elige su Vida («como el arquero busca
el blanco», según Aristételes), puede ser bueno o malo, feliz o infeliz, y desea seguir
viviendo después de la muerte, para siempre.

Esta idea del hombre viene a converger -en sucesivas aproximaciones, con fricciones,
enfrentamientos, conciliaciones- con ,otra línea no filosófica, sino religiosa, judía y cris-
tiana, que, siendo muy distinta, muestra una extraña coherencia con la anterior. Según
esta otra imagen, el hombre ha sido creado por un acto efusivo de amor de Dios y no
como las cosas, sino «a su imagen y semejanza»; por eso es «como Dios» (sólo que
finito e imperfecto), participa en la vida divina, llama a Dios «Padre» y por ello es her-
mano de los demás hombres, de todos los demás hombres; está llamado a una vida per-
durable y sobrenatural; es tan libre y responsable que en sus manos está su destino: pue-
de salvarse o condenarse, puede elegir -más aún, tiene que elegir- ahora su realidad para
siempre. Por si faltara poco, su cuerpo está destinado a la resurrección, al esplendor, y
queda en perpetua solidaridad con los hombres, en este mundo y en el otro: por el amor
y por lo que se llama la comunión de los santos.

El resultado de esta sorprendente convergencia es la imagen del hombre, que se ha ido
perfeccionando en el pensamiento de Occidente durante unos veinticinco siglos. Como
idea, como imagen de una realidad -la nuestra- es algo admirable. Si no fuese verdad no
se nos ocurriría decir más que esto: ¡Qué lástima? Y, al mismo tiempo, surgiría una pre-
gunta asombrada, de difícil respuesta: ¿Cómo se le habrá ocurrido al hombre? ¿Cómo
habrá podido inventar algo tan rico, tan complejo y, a la vez, tan claro, tan inteligible,
tan espléndido?

Pero hay un momento en que esta manzana empieza a tener un gusano dentro. ¿Cuán-
do? No es fácil decirlo, no es cómodo de precisar. Se diría que hay repetidos intentos de
perforar la piel roja y reluciente, de penetrar en la pulpa jugosa y fresca.

El renacimiento se inicia desde el entusiasmo: Nicolás de Cusa, Copérnico, Luis Vives,
Giordano Bruno, Galileo. Pero pronto, en nombre de la «ciencia» (y por parte de los que
no la crean, de los que apenas la dominan), empieza la destrucción de la imagen perso-
nal del hombre. No hay alguien, no hay quién. Todo es «algo», tado es «qué». Olvidan-
do lo que sabe el lenguaje desde hace milenios, a golpe de los nudillos en la puerta, con-
testará esta «ciencia»: «¿Qué es?», en lugar de «¿Quién es?» (que es lo que pregunta-
mos todos cuando no nos han hecho un lavado de cerebro en alguna peluquería «cientí-
fica»).

Y ¿qué se contesta a esa pregunta, respuesta a la llamada de los nudillos humanos en la
puerta? Siempre se había dicho: "Yo.» Es decir: una persona circunstancial, única, in-
sustituible, que no se puede confundir con ninguna otra, que por eso tiene un nombre
(primariamente, un nombre vocativo, un nombre con el cual se llama). El cristiano ade-
más cree que Dios lo conoce por ese nombre propio, que lo llamará por él, que se ocupa
de él personalmente, con infinita atención inagotable, que lo tiene en sus manos, pero lo



                                           Pág. 3
quiere libre, que conservará toda su realidad, de manera que nada de lo que hace, pien-
sa, desea o quiere se perderá.

Pues, por increíble que parezca, desde el siglo XVIII se va afirmando y estableciendo
una imagen del hombre que anula todo esto y nos va acercando cada vez más a la pre-
historia. Se olvida que el hombre es persona, se lo entiende como un organismo forma-
do por azar y necesidad, sin libertad y, por tanto, sin responsabilidad (aunque nadie es
tan «juzgador» como los que así piensan), sin sentido. Algo que, lejos de elegir su vida,
está sujeto a los mecanismos de la biología, la psicología, la ecnomía. En. una palabra,
una cosa, una cosa como las demás.

La pasión de igualitarismo, que empieza a dominar hacia la misma época, ha podido
parecer un sentimiento de noble hermandad entre los hombres, pero pronto descubre un
afán de confundir: personas con cosas, hombres con organismos, organismos con la
materia inorgánica. Empieza a afirmarse y extenderse por el mundo occidental un ex-
traño rencor contra la excelencia.

La idea de que cada uno de nosotros sea único, insustituible, necesario; de que tenga
valor por sí mismo, sea libre y pueda elegir por sí mismo su destino, tenga que hacer su
vida, exista para Dios, que lo conoce por su nombre y lo llamará un día, esa idea resulta
insufrible para muchos de nuestros contemporáneos.

¿Cómo se entiende?¿Cómo se puede proponer como la última palabra de la ciencia la
destrucción de todo el refinadísimo pensamiento que va desde Sócrates, Platón y Aristó-
teles hasta Descartes, Leibniz, Newton, Kant, Bergson, Ortega?

Esta segunda imagen rencorosa del hombre, que ha ido haciendo su camino desde hace
algo más de dos siglos, con mayores recursos e insistencia en los últimos cien años, la
imagen del hombre como cosa, sin libertad, sin elección, traído y llevado por los refle-
jos psíquicos o las estructuras económico-sociales, sin horizonte ni posibilidad de inno-
vación, destinado a la destrucción orgánica, a la simple aniquilación, cuyos proyectos,
por tanto, son intrínsecamente vanos e ilusorios, esta imagen no tiene porvenir.

¿Cómo va el hombre a aceptar por largo tiempo una idea que, además de significar una
degradación de lo que había llegado a pensar de sí mismo durante un par de milenios,
contradice su evidencia? El hombre se siente alguien que no está dado y hecho, que
tiene que elegir y decidir, y, por tanto, es libre; que, para que su vida tenga sentido, ne-
cesita seguir viviendo siempre (y, sobre todo, que sigan viviendo siempre las personas
amadas).

Algún día, creo que muy pronto, los hombres y mujeres de Occidente se frotarán los
ojos como quien despierta de una pesadilla, se preguntarán, con asombro y un poco de
vergüenza, cómo han podido dejarse seducir un momento por una idea tan primitiva y
tosca, tan inverosímilm ente reaccionaria. Entonces volverán a esforzarse por entender,
a la luz de sus nuevas experiencias, ese misterio que es una persona. Y, lo que es aún
más interesante, por ser personas.


                                    JULIAN MARIAS



                                           Pág. 4
El arcaísmo en la filosofía actual


EL PAÍS - Opinión - 23-04-1978


El éxito reciente de los llamados «nuevos filósofos» se debe, sin duda, a causas acciden-
tales: propaganda editorial, deseo nacional francés de presentar un «equipo» que releve
en el prestigio social a otros anteriormente lanzados y ya desgastados, etcétera. No es
muy seguro que justifiquen plenamente el nombre de «filósofos», y su «novedad», pro-
bablemente no es tanta. Pero pienso que esa denominación, «nuevos filósofos» ha in-
fluido decisivamente en su resonancia, por ambas partes: por lo que tiene: de afirmación
o reivindicación de la filosofía, y por lo que significa invocar la novedad ¿frente a qué?
Esta es la cuestión.Hace ya doce años, en 1966, di una conferencia en la Universidad de
Valladolid sobre «Las tendencias actuales del saber y el horizonte de la filosofía» (que
puede leerse en mi libro Nuevos ensayos de filosofía, Revista de Occidente, o en el vol.
VIII de mis Obras). Allí distinguía entre las tendencias del saber, es decir, las exigen-
cias objetivas del saber filosófico, y las modas o aficiones de sus cultivadores.

MI inquietud no ha hecho sino aumentar. En 1973 publiqué un libro titulado Innovación
y arcaístno. Temo que este título sea la expresión más breve de la crisis de la época ac-
tual, de la lucha que se está librando y en la que nos jugamos, por supuesto, el futuro
próximo. Decía yo entonces: "Si tuviera que resumir en una palabra la impresión más
fuerte y persistente que me produce el contorno en estos últimos años, en cuanto se ex-
presa públicamente, diría que es la de moverme en medio de una fauna arcaica Y me
refiero en particular a la expresión pública del presente, porque la verdad es que en la
vida real, y sobre todo privada, me siento bastante a gusto entre mis contemporáneos.
Pero cuando veo lo que "pasa "(en el escenario histórico) y lo que "se dice" (en los me-
dios informativos e interpretativos, en la cultura "vigente" e institucional), no puedo
evitar una desazonante impresión de arcaísmo.»

Yo diría que el alma de nuestra époda no es arcaica, pero su expresión sí lo es; está
«secuestrada» por esa expresión que va destiñendo sobre la realidad. la va arcaizando.

Entiendo por arcaísmo la recaída en el pasado lejano. saltando sobre el cercano, olvi-
dándolo u omitiéndolo. Lo «antiguo» O «viejo» que perdura hasta hoy no es arcaico; al
revés, es la condición para evitar el arcaísmo. Es arcaico lo que «vuelve», en disconti-
nuidad, suprimiendo violentamente lo que hay entre ellos y nosotros. Es una paradójica
innovación hacia atrás.

Nuestra época comenzó a comienzos del siglo, en España con la generación del 98, cuya
fecha de entrada en la historia es en rigor 1901. Pues bien, casi todas las cosas que pa-
san por «nuevas» son defines del siglo XIX, hacia 1880, es decir, anteriores a nuestro
tiempo.

Hace pocos años se inició un carnaval en el vestido y atuendo de europeos y america-
nos, en los llamados posters, en el estilo de la decoración, en la retórica; en todo caso se
volvían los ojos al último cuarto del siglo XIX. En política, las dos concepciones que se
enfrentaron el siglo pasado fueron el nacionalismo y el iniernacionalismo marxista.


                                           Pág. 5
Hoy se recae en esos esquemas juntos: la fórmula que se impone en los países emergen-
tes de Asia y Africa, y por imitación en los países de larga tradición política, es el na-
cionalismo marxista. Cuando domina el ecumenismo, no hay hostilidad entre confesio-
nes cristianas ni aun entre distintas religiones, hay feroces luchas religiosas en Irlanda,
entre católicos y protestantes, como si estuviésemos en el siglo pasado. El lema «Patria
o muerte. Venceremos» parece carlista o garibaldino, pero los cubanos nos dicen que es
«marxista-leninista». Y lo más actual de todo parece ser la guerrilla, invención española
-como su nombre indica- de la guerra de la Independencia (1808-14) y de las guerras
carlistas. ¿No es todo ello puro arcaísmo?

En la filosofía es quizá donde el fenómeno resulta más visible. La de nuestro tiempo
comienza, bajo la inspiración de Dilthey y Brentano, con la fenomenología de Husserl,
la primera gran construcción filosófica del siglo XX (exactamente coetánea de la obra
de Bergson). A Dilthey se debe la distinción entre «ciencias de la naturaleza» (Natur-
wissenschafien) y «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschaften). la reivindicación de
la «comprensión»_o Verständnis como la manera de conocer propia de las disciplinas
humanas, el descubrimiento de la vida histórica, como irreductible a la meramente bio-
lógica. Brentano llevó al concepto de la intencionalidad y al descubrimiento de los va-
lores.

Husserl hizo una crítica definitiva del psicológismo y del naturalismo, de la tendencia a
interpretar como disciplinas psicológicas las filosóficas -lógica, ética, estética-, basada
en la confusión de los actos (ciertamente psíquicos) con los objetos (Ideales). La lógica
no trata de los actos de pensamiento, sino de sus contenidos, y no es en modo alguno
una disciplina natural.

Como si nada de esto hubiera existido, como si estos pensadores lo hubiesen nacido, se
recae hoy en diversas formas de naturalismo o psicologismo, con esos o con otros nom-
bres. Se retrocede a concepciones del valor (por ejemplo, el libro de B. F. Skinner Be-
yond Freedom and Ginity, 1971) que hubieran sido inadmisibles, no ya para Scheler,
sino para Meinong o von Ehrenfels. Se entiende la realidad humana como lo había
hecho Haeckel, tal ve La Mettrie, es decir, los suburbio de la filosofía.

Como en 1880, son hoy legión los que se proclaman «antimetafísicos», empleando esta
pala bra en un sentido incontrolable, que nadie le ha dado en el siglo XX, lo cual mues-
tra que no han leído -o entendido- ni a Bergson ni a Whitehead ni a Ortega ni a Heideg-
ger ni a Jaspers ni a Marcel.

No se trata de que no se ocupen de metafísica, lo cual es perfectamente lícito: es que
niegan el carácter de filosofía a todo lo distinto de su particular ocupación, o bien lla-
man filosofía a lo que -al menos aisladamente- no lo es, o, finalmente niegan carácter
filosófico a todo lo que han hecho los filósofos desde los presocráticos hasta ayer, sin
reparar en que sería más razonable llamar otra cosa a su ocupación y dejar el nombre
«filosofía» para esa ocupación dos veces y media milenaria.

Es decir, se salta por encima de tres cuartos de siglo de espléndida filosofía y se entron-
ca con lo que se hacía antes de nuestra época, cuando, como decía Ortega, acometió a la
filosofia un pasajero ataque de modestia y quiso ser una ciencia.




                                           Pág. 6
Nada sería más iluminador que la relectura atenta del primer volumen de las Investiga-
ciones lógicas -traducidas al español en 1929-, que contiene la crítica del psicologismo;
sobre todo si se la completase con la crítica que del idealismo fenomenológico -no de la
fenomenología como método- hizo Ortega, mostrando cómo la conciencia o Bewusst-
sein, lejos de ser la realidad absoluta (o «relativa a nada», cómo Husserl decía), no es
realidad, sino una interpretación de ésta, que sólo puede ejecutarse desde la realidad
radical, nuestra vida efectiva.

La exigencia de evidencia fue esencial a la filosofía de nuestro siglo; con ello se avanzó
en el mecanismo de la justificación, superando a la vez el viejo racionalismo del siglo
XVlll (y de Hegel) y el irracionalismo que arranca de Klerkegaard y pervive larvada-
mente en nuestros días.

Esta filosofía creadora del siglo XX comenzó con la exigencia de lafidelidad a lo real,
cuyo primer requisito es el reconocimiento de que hay muchas formas de realidad, cada
una con su propia manera de presentarse yjustificarse. Cuando Husserl pedía ir «a las
cosas mismas» (Zu den Sachen selbst !), reclaniaba el respeto para cada manera de ser
real -comenzando por la irrealidad de lo ideal-, y esto condujo a la evidencia de que hay
muchas formas de realidad que son irreductibles a la de las «cosas».

Las formas de pensamiento inmediatamente anterior. desde el positivismo, habían con-
sistido en ejercer violencia sobre la realidad, obligándola a sujetarse a ciertos esquemas:
la identificación positivista de lo «real» con lo «dado» y de lo dado con lo dado «en la
experiencia sensible» es el ejemplo de la actitud antifilosófica. La función de la Inteli-
gencia es abrirse a la realidad, sea ella como quiera, no imponerle una estructura que
no le pertenece. En este sentido, la fenomenología de Husserl era una disciplina de libe-
ración.

No quiere esto decir que . no hubiese que ir más allá. Incluso mucho más allá. Husserl
mismo no pudo superar las vigencias «antimetafísicas» de su tiempo (no se olvide que
nació en 1859), creyó poder evitar toda «tesis» o posición de realidad y construir una
fenomenología «atética» mediante la reducción o «puesta entre paréntesis».

Análogamente, la teoría de los valores o Weruheorie (Scheler, Hartmann)creyó poder-
quedarse en las nociones de gelten y Gültigkeit, de «valer» y «validez», y desentenderse
del problema de la «realidad» de los valores. La justificación de esta posición fue la
evidencia de que los valores no son cosas; de ahí se Intirió -con precipitación y preven-
ción- que los valores no son. Pero esto es mucho decir; y si se piensa en español la cosa
resulta aún más problemática, a la vez que se presenta una salida, que las posibilidades
de la lengua española ofrecen inesperadamente: ¿qué sentido tendría decir que no hay
valores? La afirmación contraria -hay valores-, claramente tética, parece indudable.
Dicho con otras palabras, el ver que los valores no son cosas debe remitir al problema
de qué son o,con mayor radicalidad, dónde radican, cuál es su lugar en la realidad. Es
decir, que tanto la filosofía fenomenológica como la teoría de los valores resultaban
insuficientes y remitían, más allá de ellas, al problema de su fundamentación metafísica,
entendiendo por estas palabras no otra cosa que la busca de una certidumbre radical. En
lugar de eso...»




                                          Pág. 7
JULIAN MARIAS
                            El horizonte hispánico de España


12/10/1976


La antigua titulación enumerativa de los Reyes de España tenía algunas ventajas. Re-
cordaba la génesis de la nación española a lo largo de una serie de incorporaciones, en
su mayoría matrimoniales, de los diversos reinos, principados, señoríos de la España
medieval. Mostraba que el Rey de España era Rey -directamente- de cada una de sus
partes por igual, desde el todo y no desde uno de los reinos ordinarios, por lo cual no
había subordinación de unos a otros, sino de todos a la nación.Pero la enumeración tra-
dicional no terminaba en España. Se extendía a las demás tierras de la Corona española,
en Italia, Francia, Flandes. Africa, América, Oceanía. Cuando se fueron desprendiendo
de la monarquía española grandes porciones de estos territorios, todavía quedaban en
1812, y así lo refleja la primera Constitución democrática de España, que de Cádiz irra-
dió a tantos países de Europa y América, los que más verdaderamente eran españoles,
los de América y Asia y Oceanía, aquellos que enviaron sus diputados a la ciudad atlán-
tica asediada por Napoleón, los «españoles de ultramar» mezclados con los «españoles
europeos». firmantes desordenadamente de la Constitución.
Estos países empezaron bien pronto a ser independientes, a no depender del Gobierno
español, a no formar parte de España. No por ello perdieron su condición hispánica, su
participación en la mayoría de los ingredientes que constituyen la sociedad española,
empezando por la lengua con todo lo que lleva consigo. Lo cual quiere decir, vistas las
cosas desde el otro lado, que al volver España a sus fronteras políticas de 1512 -después
de la incorporación de Navarra- no pudo quedar reducida a las viejas fronteras sociales.
La. sociedad española se prolonga, en un amplísimo horizonte, en todas las sociedades
hispánicas, de las cuales, como tal sociedad, es inseparable.
Esta realidad, como tantas otras, no tiene existencia «oficial» ninguna. Del mismo modo
que no hay magistraturas regionales -sólo nacionales o provinciales, lo cual es absurdo-,
no las hay «hispánicas». ¿Puede haberlas? Estatales, creo que no. Los hispanoamerica-
nos son suspicaces, celosos de cualquier injerencia del Estado español en los suyos.
Pero España no es primariamente un Estado, sino una nación. El Esta do es el instru-
mento jurídico para organizar política y administrativamente la nación; es para ella y no
al revés (toda otra cosa sería totalitarismo). Las relaciones estatales o políticas entre
España y cada una de las Repúblicas hispanoamericanas tienen que ser de igual a igual,
entre países soberanos, y no afectan al conjunto. Pero hay otras relaciones. España y
todos los países hispanoamericanos constituyen una unidad no política, sino social, no
saturada, sino tenue, sin más poder conjunto que un poder espiritual: un repertorio de
vigencias comunes, cuyo principal elemento, vehículo o excipiente de todos los demás,
es la lengua española. Probablemente la única institución que hoy responde a esta con-
cepción de la realidad es la Real Academia Española, que actúa en estrecha conexión
con las demás Academias de la Lengua Española, en toda América y en Filipinas, aso-
ciadas en una empresa común. No hay relaciones de poder ni de fuerza; hay fraternidad,
cooperación asegurada por la referencia a la realidad de la lengua, admiración mutua,
prestigio, autoridad intelectual.
Esta comunidad lingüística es probablemente lo más valioso que poseemos los países
hispánicos, incluso en términos de potencia política y valor económico. (Algún día las


                                         Pág. 8
regiones españolas que poseen además una lengua particular pedirán cuentas a los que,
en nombre de ello, tan positivo y valioso en sí mismo, están intentando despojarlas de la
lengua española, hacer que se sientan «ajenas» a ella, que no la consideren como «su-
ya», en el más colosal propósito de empobrecimiento que pueda recordar.) Es el germen
de un «mundo» real, constituido por un repertorio de vigencias sociales comunes, posi-
bilidad de acciones históricas de enorme alcance, destinado a convertirse en una de las
grandes piezas en la estructura del mundo integral.
A España le correspondería una función de convocatoria y convergencia para las activi-
dades de carácter general hispánico. No por otra razón, sino por ser el origen común, el
centro originario de la comunidad, el lugar en que los hispanoamericanos se han «en-
contrado», lo que llamé hace un cuarto de siglo «la Plaza Mayor» de ese mundo.
Pero esto no puede hacerlo el Gobierno español, ni menos aún debe depender de tal o
cual política; casi todas ellas, además, atentas a los problemas internos, han solido des-
atender o tratar con torpeza las conexiones exteriores -exteriores políticamente, internas
desde el punto de vista de esa gran sociedad hispánica-. Estas funciones son de aquéllas
que podrían ser propias del Rey, no como Jefe del Estado, sino como «cabeza de la na-
ción». Recuérdese que en algunas ocasiones el Rey de España fue nombrado árbitro por
dos países hispanoamericanos en litigio -don Ramón Menéndez Pidal fue el experto
lingüístico designado por el monarca-. Desligadas de la política, las actividades de la
comunidad histórica hispánica podrían encontrar en el Rey un punto de convergencia y
encuentro, de inspiración y fomento, de estímulo. En torno de él podrían agruparse, sin
distinción de país, menos aún de ideología política, las figuras interesadas en promover
la vitalidad de ese mundo de lengua y cultura españolas.
Las instituciones sociales -repito, no estatales- así organizadas podrían atraer coopera-
ciones que de otro modo no se conseguirán nunca. Pienso también en los recursos eco-
nómicos. En España apenas existe tradición de que se sostengan libre, privadamente,
con espontánea generosidad, empresas de interés común. Sólo la Iglesia ha sido largo
tiempo beneficiaria de la largueza -casi siempre póstuma- de los españoles (y es justo
reconocer que durante gran parte de su historia ha sido la Iglesia la que ha realizado esas
empresas, aunque con excesivas limitaciones, que en ciertos momentos casi han anulado
su eficacia social). Sería alentador que los españoles y los hispanoamericanos -sin coac-
ción estatal, sin intereses particularistas- dedicaran su talento, su esfuerzo, su inventiva,
su riqueza a favorecer lo que tienen de común, lo que prolonga la realidad de cada uno
de los países hacia su plenitud histórica, más allá de sus fronteras.
Si se hicieran cuentas de cuál es el valor global -en todos los órdenes- del mundo hispá-
nico, a lo largo de medio milenio de historia común, sin olvidar la «prehistoria» que el
milenio de España anterior al descubrimiento de América y las culturas precolombinas
significan como subsuelo de esa historia, y se comparara ese valor con su «cotización»
actual en la mente de nuestros contemporáneos, asombraría la injusticia y -lo que es más
grave- el desacierto, el error que ello supone. Y al hablar de nuestros contemporáneos
no pienso sólo en los extranjeros, sino muy principalmente en los españoles e hispa-
noamericanos.
Permítaseme soñar lo que podría ser el peso de la palabra española en el mundo de fines
del siglo XX.


                                   JULIAN MARIAS
                          El sentimiento de la vida continúa


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03/02/1977


En aquel artículo, «Cruce de miradas», que recordé hace poco, hablaba Unamuno del
«sentimiento de la vida continua», del que prometía hablar otra vez, que aconsejaba
mantener en el cimiento del alma. Sin duda, los quehaceres y las tensiones de los dos
últimos años de su vida no le dejaron holgura para ello, y la muerte vino a imponer si-
lencio a su boca, que nunca había callado. Y pienso que es urgente preguntarse hoy qué
quiere decir ese otro sentimiento nombrado por el mismo que bautizó al famoso senti-
miento trágico de la vida. ¿Acaso su reverso? ¿O el cimiento que lo hace posible, que le
da solidez, autenticidad, verdad?El niño nace en continuidad; se siente inserto en la pla-
centa familiar y social, implantado en algo más grande que él y que viene de muy atrás;
mejor dicho, que está ahí «desde siempre». El niño acude a la madre, al padre, al mundo
social, para vivir, para orientarse, para entender. La continuidad es rigurosa, envolvente.
Hasta el punto que acaso la única manera de escapar de ella es la soledad, la evasión
hacia la fantasía, hacia los mundos imaginarios.
Pero esa continuidad queda amenazada cuando se llega a la pubertad, cuando el mucha-
cho deja de ser niño y rompe con él, es decir, con el que ha sido. No se reconoce cuando
se habla del que muy poco antes era; y le da rabia -esta es la expresión adecuada y efi-
caz-. La protesta contra el mundo adulto suele ser un equívoco, porque el muy joven no
tiene otro. Contra lo que protesta es contra la interpretación que los adultos tienen de él,
y que fue probablemente verdadera unos meses o unos pocos años antes; pero ya no.
Entonces tiene la impresión de que los mayores no lo entienden, y muy pronto esa im-
presión se convierte en la idea de que no entienden. La evidencia de que no saben quién
es él (o ella), es decir, quién quiere ser, los descalifica y distancia; entonces los relega al
pasado -un pasado en que todavía eran reales, en que eran queridos y probablemente
admirados-. Esta es la impresión de «ruptura», cuyo núcleo es verdadero, necesario,
inevitable, cuya interpretación es más problemática.
El joven tiene que ver y vivir las cosas desde sí mismo; tiene que revisar sus creencias,
ideas, estimaciones, preferencias; en muchos casos, para revalidarlas, pero siempre de
otra manera: tiene que empezar de nuevo, ahora desde su mismo centro, no desde un
mundo familiar o social recibido.
Pero lo grave es que, si el joven no es muy agudo y está muy alerta, al relegar a los ma-
yores al pasado cree que el mundo empieza con él. Y, como todavía no tiene un mundo
propio -porque el mundo hay que hacerlo, y no ha tenido tiempo-, se instala en otro,
igualmente ajeno, pero que por ser otro que el recibido le parece suyo. Este es el espe-
jismo que introduce la discontinuidad.
Si se analiza el contenido concreto de la imagen que de la realidad tienen los jóvenes,
especialmente los más «rebeldes» y discontinuístas, se encuentra que en su máxima
parte es tópico, recibido, ni siquiera repensado en la familiaridad, y frecuentemente muy
antiguo, procedente de adultos bastante arcaicos, poco innovadores y que en modo al-
guno están «al día», rarísima vez creadores.
Esto explica el hecho de que la mayoría de los jóvenes «profesionales», representantes
de la discontinuidad histórica, apenas pasan de la primera juventud desaparecen de la
escena; no maduran, no son los hombres anticipadores y rectores de la etapa siguiente.
Unas veces ejecutan esa triste operación que se llama «sentar la cabeza» -como si la
cabeza fuera para eso- y se aburguesan profesionalmente; otras, y es aún más triste,


                                           Pág. 10
cuando han ido demasiado lejos, quedan invadidos por el desaliento, por la decepción, y
quedan reducidos a un despojo. Para no remontarse a otras épocas, repásense los nom-
bres de los jóvenes que iniciaron, hace ya cerca de quince años, los llamados «movi-
mientos juveniles», y averígüese qué ha sido de esos muchachos y muchachas que an-
dan ya por los 35 o cuarenta años. Y pregúntese, de paso, qué caso les han hecho los
adultos que los «inspiraban».
No, el mundo no empieza con nosotros, ni con nosotros terminará. La ruptura de la «vi-
da continua» no puede fundarse más que en la ignorancia, en cierta ignorancia que hoy
se cultiva en medio de múltiples saberes. La pregunta básica en toda educación es ésta:
¿Qué hay que saber? Si se observara con algún cuidado adónde se orienta lo más signi-
ficativo de las tendencias educativas dominantes, se descubriría que la pregunta capital
es más bien: ¿Qué hay que ignorar? Si se sabe filosofía, se ve que la realidad no está
dada y que no se la puede reducir a «datos»; que es inagotable, que no se la puede iden-
tificar con ninguna interpretación o teoría, y que por tanto el absolutismo y el fanatismo
son simplemente engaños; que hay un subsuelo de creencias sobre las que se asienta
siempre la vida, más importantes que todas las ideas, pero que cuando estas son necesa-
rias han de ser evidentes o justificadas, han de llevar consigo su prueba, la mostración
de su verdad.
Si se sabe historia, se ve la continuidad articulada en que consis te, cómo no se puede
ni volver atrás ni repetir lo vivido, pero toda innovación es algo que se hace desde el
presente y no desde cero o desde una situación fingida; si se sabe historia, no se puede
haber «historia-ficción». Siempre me ha sorprendido la hostilidad política (?) que susci-
ta, a ambos lados del espectro, la doctrina de las generaciones, cómo exaspera a todos
los que quieren manipular a la última.
Si se conoce la literatura, se sabe quién se es colectivamente, se posee una figura social,
una interpretación múltiple deja propia realidad; un pueblo que conoce su literatura no
puede ser mero detritus o material para algo. Y a la vez que conoce su figura advierte
su limitación, sus conexiones, sus parentescos, y de este modo se va tejiendo la imagen
compleja de los diversos mundos en presencia y con sus precisas articulaciones. No se
puede establecer un sistema de fobias con personas que sepan quiénes son, de dónde
vienen y adónde han querido ir y tal vez no han llegado, adónde podrán ir en el futuro
partiendo de donde están.
Se dirá que hay pueblos que no saben estas cosas, o individuos que las ignoran, dentro
de los que las saben. Así es, y este es uno de los hechos radicales con que nos encon-
tramos, quizá la más honda de todas las desigualdades. Pero se suele olvidar que hay
muchas formas de saber, y que acaso esos individuos o esos pueblos que parecen igno-
rar tantas cosas, saben otras, y quizá también las mismas, solo que de otra manera. Pero
en lugar de indagar y apreciar y comprender la sabiduría del campesino o del pueblo
aparentemente inerte y primitivo, y de tratar de enriquecerlos sin perturbarlos, sin rom-
per la figura de sus vidas, se intenta hacer tabla rasa hacia abajo de todas las diferen-
cias, en una operación inesperadamente profunda de devastación. Mientras tantas gentes
se preocupan -o fingen preocuparse- por el «medio ambiente», pasan el rastrillo o la
apisonadora por el verdadero medio ambiente humano, que en buen español se llama
circunstancia y empieza con las ideas y las creencias y la realidad psíquica y el propio
cuerpo.
Todo esto quebranta «el sentimiento de la vida continua». Al romper la continuidad,
pulveriza al hombre, sobre todo, al joven, lo deja inerme, sin raíces y, por lo tanto, sin
posibilidad de crecer. Porque esto es lo decisivo: los «conservadores» creerán que al


                                          Pág. 11
perderse el sentimiento de la vida continua se renuncia al pasado; ciertamente, pero no
es esto lo verdaderamente grave: lo que se pierde es el futuro. Y como el hombre es
futurizo, automáticamente se deshumaniza y se puede hacer con él lo que se quiera.


                                   JULIAN MARÍAS
                                       En este país
09/05/1976


Hace ciento cuarenta y tres años, el 30 de abril de 1833 -cuando Fernando VII, ya muy
enfermo, apenas gobernaba, cuando se presentía la nueva epoca que iba a empezar cinco
meses después-, publicó Larra en la Revista Española un artículo con este mismo título:
En este país. Podría reimprimirse hoy; no ha perdido valor ni actualidad; si se sustituye-
ran los nombres propios, se transpusieran las referencias concretas, podría publicarse
con cualquier firma actual, o como un editorial, y nadie sospecharía su lejana fecha.¿No
es melancólico? ¿No justifica la frase famosa -y con frecuencia, mal entendida- de La-
rra, «Escribir en Madrid es llorar»? Porque hay que pensar más que en la inquisición (en
las varias inquisiciones), en la censura, en las persecuciones, en las amenazas- en la in-
finita capacidad de no enterarse, en la impermeabilidad, en la propensión al olvido. La-
rra intentó pinchar un lugar común, un comodín para la pereza; al cabo de siglo y me-
dio, ese tópico tiene más fuerza que nunca. En esta época de estadísticas, debería hacer-
se una de las frases habladas y escritas que en España comienzan con esas palabras: «En
este país».
Sólo hay un sentido en, que, esta frase sea lícita: la afirmación de que lo que se dice
acontece efectivamente en España, sin que el que habla se atreva a generalizar más allá
de lo que conoce bien. Pero no es así como se emplea: casi siempre implica o subdice:
«sólo» en este país, en este país «y no en los demás». Y entonces, suele ser una false-
dad, por lo menos un aserto injustificado, que el que enuncia no está en condiciones de
probar..
Las razones que han llevado al uso de esa expresión son opuestas y, por tanto, muy pa-
recidas. Se trata de la suposición gratuíta de que España es un país excepcional y fuera
de serie. Tal vez lo sea; si no hay dos hombres iguales, ¿cómo va a haber dos países
equivalentes? Y entre los grandes y creadores, la unicidad es evidente, la imposibilidad
de confundirlos o intercambiarlos. Pero entonces no hay que engolar la voz, y, sobre
todo, hay que mostrar en qué es excepcional el país que lo sea. Los provincianos, que
creen, como decía Ortega, que su provincia es el mundo, se creen dispensados de cono-
cer las demás provincias, cierran los ojos y se extasían nominalmente ante la suya; y
digo nominalmente, porque no suelen conocerla, y casi siempre desconocen todo lo que
tenga de admirable.
A fuerza de hipérboles y elogios en hueco, de desconocimiento de las limitaciones, los
defectos o los males, se produce un asco a todo eso que lleva por lo general, no a su
análisis y crítica, a su corrección concreta y en vista de las cosas, sino a su inversión
automática, al desdén, al escarnio de la totalidad del país, pasado, presente y futuro, sin,
atenuantes ni esperanza. Así ocurría en tiempo de Larra, el mayor crítico de la época, y
así vuelve a ocurrir hoy, como si Larra no hubiera existido, no hubiera escrito, no hubie-
ra dado relieve y énfasis asus palabras con el signo de admiración de un pistoletazo.
Escribir para que al cabo, de siglo y medio, haya que volver a escribir lo mismo, ¿no da


                                          Pág. 12
gana de llorar? Sí, pero antes de escribir la frase de Fígaro yo me detendría a comprobar
si esto pasa solamente en Madrid.
La tesis de Keyserling, escrita hace exactamente medio siglo, de que «en lo ético Espa-
ña se encuentra a la cabeza de la actual humanidad europea», mal entendida y peor utili-
zada, ha sido desastrosa. Ha llevado a decir que España era el modelo del mundo," que
todos nos envidiaban (y odiaban), y otras inepcias semejantes le ha exaltado en hueco y
abstractamente el valor de España, a la vez que se atacaban -o destruían- sañudamente
sus valores concretos; y, sobre todo, se identificaba el nombre de España con una pe-
queña fracción de ella (a la cual ciertamente no voy a negar, como ella suele hacer con
los demás, la condición espanola, pero sí la pretensión de agotarla). Ya sabemos lo que
ha querido decir, en los discursos y artículos de los últimos de Genios, «amigo de Espa-
ña» o «enemigo de España». Esto ha engendrado, en los que se han considerado -tal vez
sin demasiado fundamento- la «oposición», un infinito desprecio por España y todo lo
que ha sido y hecho. En una revista cuyaÍ inspiración ha de buscarse en una de las cimas
de lo que fue el llamado «triunfalismo» se ventiló hace no mucho tiempo la peregrina
cuestión. «¿Existe una cultura española?», y el conjunto de las respuesta era abrumado-
ramente negativo; algunos expresaban su confianza en que esa cultura no había existido
nunca, ni existía en el presente, ni existiría en el porvenir; y después de leerlos a todos,
casi se inclinaba uno a pensar lo mismo, hasta que se doblaba la última página y se le-
vantaban los ojos a la realidad.
Hoy se da un fenómeno curioso: se niega el valor de la cultura española, pero resulta
que es maravillosa si se la considera a trozos: no se habla más que de la «cultura catala-
na», la «cultura asturiana», la «cultura vasca», la «cultura gallega», la «cultura valen-
ciana», la «cultura extremefla», la-«cultura andaluza», incluso se empieza a hablar tími-
damente de la «cultura castellano-leonesa». Por lo visto, el todo es mucho menor que la
suma de sus partes.
Dos grupos opuestos proclaman a diario que «nada ha cambiado». Poco importa que la
transformación de la sociedad española -y de la realidad física de España- sea de las
más rápidas y profundas de Europa, que la distancia entre la España de hace un cuarto
de siglo y la de hoy sea mayor que la que en ese tiempo separa el presente del pasado en
la mayoría de los países. En una pequeña ciudad de la España republicana advertían a
uno en 1939: «¡Que llegan los fascistas». Respondió desdeñosamente: «¿Qué importa?
¡Con no verlos ... » Me asombran los que en estos meses declaran con la mayor seriedad
que nada ha cambiado, cuando con su propia presencia, conducta y palabras demuestran
hasta qué punto han mudado las cosas.
Frente a los que están convencidos de antemano de que en España no son posibles las
formas. políticas que parecen normales y civilizadas en el resto de Occidente, y se nega-
rán a reconocer que se vive en ellas hasta en el día que tengan plena vigencia, están los
que, fingiendo entusiasmo por España, creen tan poco en su consistencia que están per-
suadidos de que se va a volatilizar el día que nos comportemos política y socialmente
como nuestros semejantes de Europa y América; y que somos tan poco originales que
no vamos a dar un acento personal a las normas aceptadas en todos los países en que los
hombres son libres para decidir por sí mismos cómo quieren vivir.
Como en España, durante los últimos: cuarenta años, se ha podido hablar muy poco de
ella, al menos en concreto y en detalle, y -hay que decirlo- se ha hecho mucho menos de
lo que se podía, una porción anormal de la información ha estado destinada al extranje-
ro. Se podría pensar que eso ha abierto a los españoles amplios horizontes, los ha hecho
estar enterados de otras formas de vida; pero como esa información ha solido ser ten-


                                          Pág. 13
denciosa, ha bizqueado hacia las cuestiones interiores, ha presentado casi siempre los
otros países como si apenas tuvieran que ver con España -para bien o para mal, tanto da-
, todo ello ha contribuido a crear la impresión de que nuestro país es único, especial,
teratológico. Los lectores españoles no acaban de tomar en serio lo que leen. de otros
países, como si no fuera algo real, sino una forma de ficción. ¿Quién imaginaba que lo
que contaban los periódicos estos últimos años de los Estados Unidos podría ocurrir en
Madrid o Barcelona? Las noticias de Portugal, ¿se toman como algo efectivo, que ha
sucedido o está sucediendo más cerca de Madrid que muchas ciudades españolas? ¿No
se ha introducido en la mente de los españolel una extraña «distancia» de todo lo demás,
que se parece mucho a la que establece el tiempo pasado? ¿No miran al mundo -a todo
el mundo- como quien lo hace a través del túnel del tiempo? Sólo esto, explica que sien-
tan horror a tantas, cosas excelentes, o inofensivas, que miren con impavidez o con bea-
titud y derretimiento formas de vida que les producirían espanto si las imaginaran. Pero
es que sienten que, en reafidad, nóvan con ellos.
Sería esencial que, definitivamente, se relegara al olvido el tópico que denunció Larra.
España está viva, bien viva, y es un viejo país que hasta llegado hasta hoy, -1976- y va a
seguir en el futuro, Dio! sabe hasta cuándo. En este PAÍS, al menos, yo quisiera que
nadie renunciara a entender las cosas, y a hacerlas, repitiendo: «En este país ... »


                             TRIBUNA: JULIAN MARIAS

                                España y el pensamiento




  EL PAÍS | Opinión - 18-07-1979



Se ha vuelto a remover en estos últimos tiempos la cuestión, casi siempre mal plantea-
da, de la cultura española. Más específicamente, se ha puesto en duda la contribución de
los españoles a las tareas del pensamiento, incluso su aptitud para él. Se reconoce fácil-
mente que en España haya habido, o haya, artistas, literatos, tal vez espíritus religiosos;
pero la tentación es borrar de un plumazo la significación de España, en lo que se refiere
al pensamiento.Por lo general, los que sobre estos temas escriben no tienen idea muy
clara de lo que es propiamente pensamiento, y es dudoso que se hayan tomado la moles-
tia de conocer y justipreciar lo que en España se haya pensado durante unos cuantos
siglos. Esto no sería grave, si no escribieran sobre el tema; esto último no es necesario,
pero pasa lo mismo que con las castañuelas: si se tocan, se deben tocar bien. Un discreto
amigo, residente en Alemania, me ha llamado la atención sobre algunos escritos recien-
tes; aparecidos precisamente mientras yo estaba en ese país y en Austria, y me ha ani-
mado a hablar de ellos. No voy a hacerlo, pero sí del fondo de la cuestión, a la que he
dedicado bastante atención durante unos cincuenta años, y una considerable dosis de
pensamiento.

He llegado a la conclusión de que la originalidad española, en muchos sentidos, ha sido
muy superior a lo que se esperaba, y como no se suele ver más que lo que se espera, no


                                         Pág. 14
se la ha visto. Casi todos los que han escrito de cosas españolas han mirado a ver si aquí
pasaba lo que «debía pasar» -es decir, lo que se hacía en otras partes-, y no se han ente-
rado de lo que, precisamente, en otros lugares no se hacía. Me parece dificil no ver
«pensamiento» en la creación de esa forma de sociedad y Estado que se llama la nación
-en el sentido moderno de la palabra-, y en España, hace cinco siglos justos, no es que
se escribiera sobre ello, sino que se hizo, se realizó; por si fuera poco, se inventó tam-
bién la comunidad de pueblos heterogéneos, la creación político-social más importante
y compleja que ha existido después del Imperio Romano, y que se llamó la monarquía
española; no concibo cómo puede hacerse eso sin pensamiento.

También significa una innovación considerable el usar las lenguas «vulgares», las len-
guas vivas, para la teoría, en el sigloXIII; y en España se hizo por partida doble, con el
castellano (Alfonso el Sabio) y el catalán (Ramón Llull o, latinizado, Raimundo Lulio).
Y seguramente nadie fue tan estrictamente pensador como Luis Vives entre los huma-
nistas, y, desde luego, nadie pensó tan profunda y ejecutivamente sobre lo humano con-
creto como los cronistas e historiadores de Indias, experiencia que hizo posible la re-
flexión teórica de hombres como Vitoria y Suárez, que desgraciadamente para efectos
internos españoles, escribieron en latín.

Pero renuncio a seguir explorando los filones casi intactos y desconocidos de las formas
originales y creadoras de pensamiento que en España se han alumbrado en siglos ante-
riores. Vengamos al nuestro, ya que es el presente, si no me equivoco, lo que acucia y
atosiga a nuestros comentaristas, en muchos casos con sincera preocupación y buena fe.

El siglo XX representa en España una concentración de pensamiento creador que no me
parece inferior a la de ningún otro país, a pesar de las notorias deficiencias de una cultu-
ra incompleta y fragmentaria, sin los grandes equipos que un siglo de prosperidad y
disciplina había conseguido en algunas naciones. Una de las formas supremas de pensar
la realidad humana -la novela- es creación española, entre la Celestina y el Quijote; en
nuestra época es Unamuno el que inventa la forma de novela personal que va más allá
del continente descubierto por Cervantes, explorado desde entonces hasta fines del siglo
XIX. La novela como método de conocimiento es la gran aportación de Unamuno al
pensamiento, con posibilidades que apenas se han empezado a conocer y aprovechar.

Infortunios personales han interrumpido, quién sabe si para siempre, la composición de
un libro cuyo título iba a ser El pensamiento literario en la España del siglo XX -la lite-
ratura es una forma de pensamiento irreductible a las demás y tan interesante como
ellas-; ¿se ha medido lo que significa como pensamiento la obra de Valle-Inclán, Ma-
chado, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Rosa Chacel,
etcétera? Y convendría no olvidar a Maragall o a Eugenio d'Ors.

Lo decisivo ha sido, sin embargo, la filosofía y su función en la cultura espafíola. El
balance filosófico de Unamuno -lo hice en mi libro de 1943- es impresionante, y absolu-
tamente anticipador respecto de toda Europa. Pero fue una filosofía «a regañadientes», a
pesar de la voluntad de su autor. Con ella, y con una disciplina más intensa, la filosofía
de Ortega representa, a mi juicio, el máximo esfuerzo de creación e innovación en nues-
tro tiempo. En ella ha acontecido, sencillamente, una inflexión en el camino de la filoso-
fía, el comienzo de una etapa, con el descubrimiento, esencialmente simultáneo, de una
nueva realidad y un método adecuado para aprenderla. Se trata de pensamiento puro, en



                                          Pág. 15
el sentido de absolutamente activo, en estado naciente, sin elementos inertes y de aca-
rreo.

Por eso, esta filosofia ha podido tener consecuencias que algún día se podrán medir y
evaluar. Se recordarán los nombres de Zubiri, de Gaos y algunos más; pero habrá que
tener en cuenta que ese pensamiento fue soterrado, en 1939, por un alud de arcaísmo
impuesto oficialmente, que hacia 1960 encontró su relevo en otro equipo de «enterrado-
res» no menos activos, de observancia opuesta y no tan distinta.

En gran parte por esas condiciones adversas, los españoles de vocación filosófica, en su
mayor parte, se orientaron hacia otras disciplinas menos sospechosas y combatidas, en
las que podía unirse la decencia intelectual con una carrera oficial. Si no se tiene esto
presente, no se entiende nada de lo que ha sucedido en los últimos cuarenta años. Con
todo, no me sentiría tentado a cambiar la creación filosófica española de ese período por
la de ningún otro país.

Pero, al margen de ese desdichado episodio político-social, lo interesante es la aptitud
de la filosofía española para fecundar las demás disciplinas. La filosofía, durante casi
todo el siglo XX, ha sido el centro de organización de la cultura española, lo cual basta-
ría para definirla en la perspectiva del pensamiento. Lo que la filología, la lingüística, la
sociología, la historia, la teoría del arte han tenido de original entre nosotros es que han
estado henchidas de pensamiento. No sólo información, erudición, saber riguroso, sino
pensamiento -con frecuencia metódico- encontramos en la prodigiosa obra de Menéndez
Pidal, en la cual lo de menos -con ser asombroso- es la acumulación de noticias científi-
cas y el férreo encadenamiento con que están trabadas. Y es pensamiento la obra entera
de Miguel Asín Palacios, y lo es, tan aguda y finamente, la de Emilio García Gómez. Y
-aunque unido a extremosa arbitrariedad encontramos un constante esfuerzo de pensa-
miento en Américo Castro; y en forma más sosegada y acendrada en la impresionante
obra de Dámaso Alonso, que se está publicando en gruesos volúmenes en medio de una
indiferencia que me pasma casi tanto como su extensión y calidad. ¿Y Rafael Lapesa, y
Montesinos, y tantos de sus discípulos?

¿Qué significa la obra entera de Enrique Lafuente Ferrari más que la introducción del
pensamiento, de los conceptos rigurosos y los métodos de gran calado, en el estudio del
arte? ¿Quién, en Europa o en América, entre los estudiosos de las disciplinas artísticas,
es capaz de escribir De Trajano a Picaso, Ortega y las artes visuales o el libro sobre Zu-
loaga? ¿No es pensamiento Invariantes castizos de la arquitectura española o El sem-
blante de Madrid, o los estudios de urbanismo de Fernando Chueca? La obra de Manuel
de Terán, ¿significa otra cosa que pensar la geografia? Y podría decirse otro tanto de
Manuel García Pelayo, o de Luis Valdeavellano, o de Luis Díez del Corral; o de Juan
Rof Carballo o de Juan Linz o de José Luis Pinillos (y lo que les han dejado hacer de
«escuelas»). Pienso que Pedro Laín Entralgo significa, ni más ni menos, haber llevado
el pensamiento en su forma más estricta a la historia de la medicina, con lo cual ha con-
seguido cambiar su situación, su status intelectual. Y me conmueve el caso de los viejos
que, a veces tardíamente, han ido derivando cada vez más, con recursos diversos, hacia
el pensamiento, hacia la conciencia de su necesidad: fue el caso de Madariaga, de Sán-
chez Albornoz, de Carande, de tantos otros, como lo es el de todos los investigadores
que no han sucumbido al mimetismo, a la imitación pasiva y superficial de lo que creen
que es la ciencia de otros países.



                                          Pág. 16
No he tenido más remedio que indicar algunos ejemplos, apuntar algunos nombres -
entre otros muchos que se podrían añadir, que se deberían añadir, si se tratase de estu-
diar nuestra cultura-. No era ese mi propósito, sino algo mucho más sencillo: mostrar
que, precisamente, lo que caracteriza a la cultura española del siglo en que vivimos, lo
que la hará pervivir, pese a quien pese, lo que hará que haya que recurrir a ella cuando
se quiera entender la realidad, es la función capital que en ella tiene el pensamiento.




                                  JULIAN MARIAS
                                  Examen de conciencia
07/08/1977


La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta
una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos
muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas;
rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo
se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po-
sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque
lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to-
das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri-
tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta
más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli-
groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las
graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a
cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a
ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra
de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero
decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»?
El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi-
co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten-
to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el
examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a
un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y
quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni
dio los frutos que de él podían esperarse.
***
La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en
1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo
aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la
dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal-
varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu-
cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un
enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue-
vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las
energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces-


                                         Pág. 17
muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por
la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver-
daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi-
dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran
ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis-
tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú-
blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár-
quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto,
«cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu-
sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan-
tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla-
mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu-
vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no
perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo-
nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer-
cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en
1977.)
Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los
políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran
las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se
han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de
fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo
entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron
las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli-
ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des-
truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie
estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi-
mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad»,
contra el torso mayoritario del partido socialista.
En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya
derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi-
to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el
caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable-
cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es
decir, en plena República.
Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos
sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero
no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las
tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en
1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de
esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco
que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande-
ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co-
munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas
o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal
que pronto se vio desasistida.
No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece-
nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para
quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya

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muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más
allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de
otro modo una renovada legitimidad democrática.
Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la
perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos
claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso,
aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho
consumado» no pasa de ser un hecho.
La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo
cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado-
ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales
del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin
distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi-
lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la
figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una
legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan
importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se
entiende, por sí misma y a sí misma).
En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere-
chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de
junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo
ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce-
so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le-
gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco,
ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del
pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad».
***
Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas,
conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante-
niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue-
vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz,
no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es-
tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio-
gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que
estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de
interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo-
ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante
el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos
para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no
malogrernos una espléndida posibilidad histórica.


                         La razón histórica/3 JULIAN MARIAS

                               Examen de conciencia
JULIAN MARIAS
EL PAÍS - Opinión - 07-08-1977



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La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta
una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos
muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas;
rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo
se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po-
sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque
lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to-
das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri-
tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta
más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli-
groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las
graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a
cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a
ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra
de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero
decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»?

El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi-
co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten-
to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el
examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a
un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y
quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni
dio los frutos que de él podían esperarse.

***

La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en
1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo
aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la
dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal-
varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu-
cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un
enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue-
vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las
energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces-
muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por
la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver-
daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi-
dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran
ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis-
tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú-
blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár-
quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto,
«cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu-
sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan-
tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla-
mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu-
vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no
perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo-


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nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer-
cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en
1977.)

Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los
políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran
las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se
han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de
fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo
entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron
las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli-
ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des-
truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie
estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi-
mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad»,
contra el torso mayoritario del partido socialista.

En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya
derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi-
to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el
caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable-
cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es
decir, en plena República.

Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos
sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero
no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las
tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en
1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de
esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco
que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande-
ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co-
munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas
o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal
que pronto se vio desasistida.

No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece-
nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para
quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya
muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más
allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de
otro modo una renovada legitimidad democrática.

Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la
perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos
claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso,
aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho
consumado» no pasa de ser un hecho.




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La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo
cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado-
ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales
del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin
distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi-
lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la
figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una
legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan
importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se
entiende, por sí misma y a sí misma).

En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere-
chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de
junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo
ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce-
so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le-
gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco,
ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del
pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad».

***

Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas,
conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante-
niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue-
vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz,
no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es-
tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio-
gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que
estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de
interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo-
ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante
el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos
para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no
malogrernos una espléndida posibilidad histórica.



                                   JULIAN MARIAS
                                      Figuras del 98
20/07/1976


Los hombres del 98 cruzan una y otra vez por los ojos, por el recuerdo, por la mente de
Maragall. Aunque eran de todas partes, los asocia a Castilla, porque Maragall vive apa-
sionadamente la lengua -las lenguas-, con extraordinaria sensibilidad que le hace decir
finas cosas olvidadas. En 1903 ha ido de Galicia a Madrid, treinta horas de tren, y en un
paréntesis de una carta a Pijoan nos da una intensa imagen de Castilla(«Castilla desola-
da amb els seus grans horitzons muts que aniquilen a la gent: el Guadarrama de gran
belleza a la llum de la lluna, com país de lluna ell mateix»). En el mismo año escribe


                                          Pág. 22
sobre el libro de Unamuno, En torno al casticismo, y dice de su «magnífica evocación
de la tierra de Castilla» que para el es lo mejor del libro y «revela el gran artista que hay
dentro del profesor de Salamanca».Ya en 1902 había escrito una larga reseña de Amor y
pedagogía. Maragall leía a Unamuno con la pasión y la esperanza con que era leído por
las minorías despiertas en toda España, las que estaban atentas a los nuevos astros,
cuando todavía se creía, en medio de un pesimismo más verbal que real, en la posibili-
dad del talento y aún del genio. No había surgido esa forma suprema del resentimiento
que consiste en dar por supuesto que se han acabado las figuras creadoras (sin duda
porque se está persuadido de no ser una de ellas).
Desde 1900, Unamuno y Maragall se habían escrito, y lo hicieron hasta la muerte del
segundo. Su epistolario, con algunos escritos que los comtemplan, fue publicado en
1971 por Pedro Laín Entralgo y Dionisío Ridruejo (Seminarios y Ediciones, Hora H), y
esto hace superfluo insistir en la relación entre ambos escritores, tan íntima y profunda,
con tan claras diferencias de nivel generacional y de instalación dentro de España. Pero
quiero recordar algunas interesantes referencias de Maragall a Unamuno, que no se en-
cuentran en este Epistolario.
Cuando Unamuno visitó Barcelona en 1906, de aquel viaje nacieron varios comentarios
en prosa y tres poemas: «La catedral de Barcelona» (a Juan Maragall, nobilísimo poeta),
«Tarrasa» y «L´Aplec de la Protesta». En un artículo de Maragall, «La gran setmana
d'octubre», hay una interesante semblanza del visitante bilbaíno y salmantino:
«Aquest era don Míquel de Unamuno, rector de la Universitat de Salamanca, Fespanyol
representatiu d'avui, el qui en un sentit caliliá podría ésser nomenat I'héroe de I'extrema
decadéncia castellana, el cervell d´espantosa activitat, girant entorn del misteri de la
vida i de la mort, de la idea divina i de la consciéncia individual; l´home ullprés per son
abim interior, absort en la contemplació personal, i dient la seva angúnia metafísica for-
tament, en belles paraules dures: l´últim poeta castellá.
«La seva alta, dreta, noble figura de basc recriat a Castella, travessá impertobable i des-
denyosa per aquells díes aquest vastísimo arrabal de Tarascón, (com jo sé que ell digué
an algú), sense dignar-se sinó llencar un cop d'ull a la superficie, tornant de seguida dis-
gustat l'esguard cap endins de si mateix on hi retrovaba la pau de la noble estepa innen-
sament quieta ¡deserta, pera rependre-hi en silenci la terrible batalla amb el Déu invisi-
ble de ses nits d'insomni».
«Aquest pas de don Miquel de Unamuno, pels nostres cercles monstruosament tarasco-
nesos, en un tal moment, me sembla una cosa tan... histórica, que en la seva sola con-
templació hi pressento una font de saviesa molt abundanta».
Maragall, todo ojos, que quiere otros más grandes para después de la muerte, se asom-
bra ante Unamuno en su abismo interior, que lanza una mirada desdeñosa a las cosas de
fuera y recae en su intimidad, en sus honduras, en lo que llamaría el hondón del alma. Y
unos meses después, el 5 de febrero de 1907, vuelve sobre el tema en una carta a Carles
Rahola:
«No m'estranya Fefecte que le féu aquella grandesa de la Sagrada Família; és impossí-
ble que ningú la pugui mirar amb indiferéncia, i en un esperit com el de vosté hi ha de
deixar forta senyal. Realment a l´Unamuno em sembla que no li entrá o, millor dit, que
lí entrá malament. En les cartes que m'ha escrit no me n'ha parlat; péro en l'article que
sobre Barcelona escri gué en la Nación de Buenos Aires, em sembla veurc-hi una allu-
sió verament malévola al nostre Temple. Es un home singular I'Unamuno: s'impressiona
poc o deforment, de lo que veu perqué está massa preocupat de si mateix, és dir, del


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problerna de l´ánima individual. Aquesta emsembla la seva feblesa i també la seva gran
força. Per més que aquí tothom el troba poseur, a mi emsembla un home d'una gran sin-
ceritat; si de cas és ell a si mateix que s'enganya. Jo l´he arribat a respectar i estimar
molt amb el breu tracte que vaig tenir-hi de present, i amb el més ample i efusiu que hi
he tingut per cartes: i ell també m'ha demostrat estimar-me. Lo que es que aquí no el
van saber tractar, en general, ni ell tampoc encertá en trobar l'embocadura de lo nostre.
Quelcom per l'estil deu passar amb en Silverio Lanza; pero an aquest encara li manca
bom troc per ésser I'Unamuno, em sembla».
Se impresiona poco o deformadamente por lo que ve, porque está demasiado preocupa-
do de sí mismo. Esto es lo que impresiona a Maragall. Ahí ve la debilidad y la fortaleza
de Unamuno, al mismo tiempo. La palabra «fuerte», «fortaleza», acude siempre a su
pluma cuando habla de Unamuno, aunque también adivinó su inseguridad, su flaqueza -
probablemente las suyas propias iban en sentido contrario- Unamuno confiesa que, por
comparación con los griegos, a otros «la luz nos entristece y llena de preocupaciones.
Andamos siempre a la busca de nosotros mismos y en la calle a la luz, nos perdemos».
Pero en ese artículo de La Nación, «Barcelona», que tanto había inquietado a Maragall,
Unamuno demostraba haber visto muchísimas cosas -quizá sin parecer que miraba-; y
reprochaba a los barceloneses, y en general a los catalanes, exactamente lo que Maragall
le reprochaba a él «un ensimismamiento pernicioso y fuente de toda clase de injusticias
de juicio».
Lo curioso es que en ese volumen de Epistolario y escritos complementarios falta un
texto decisivo: uno de los últimos artículos de Maragall, escrito dos meses antes de su
muerte, y que es un diálogo de fraternal polémica con Unamuno. Tendré que hablar de
él en otro contexto.
Ganivet y Baroja pasan por las páginas de Maragall. Señala el carácter específicamente
granadino del primero. Maeztu aparece, sin mucho relieve, en un par de ocasiones dis-
tantes. En 1901 le pregunta a Azorín: «¿No tiene nada publicado Maeztu, que en el bre-
ve momento que pude hablarle me interesó mucho? Tal vez en el grupo de ustedes,
habrá algún otro que tenga verdadera significación y que yo ignore en absoluto. No me
lo dejen ignorar.» Diez años después, al darle gracias a Rahola por un artículo de Una-
muno, cornenta: «M'hi sento molt a la vora, jo, de l'esperit d'aquest home; molt inés a la
vora que de l´esperit d'un Maeztu, per exemple, que em fa l'efecte d'un home que, per la
reflexió, es violenta penosament lo castís del seu sentiment».
Tempranamente, en enero de 1907, cruza un momento una carta a Frances Pujals el
nombre de Antonio Machado, que le había enviado sin duda su libro primerizo Soleda-
des, que Maragall nombra erróneamente Soledad. Pero en realidad no acaba de verlo.
«Recordo d'ell -escribe- una visió d'hivern mol viva, i una tarda d'abril amb un 'Mai
piu...'. El tinc en el cor, tot aquest jovent castellá que s'a fanya peis camins de la poesía,
el veig trist i tot sovint pervertit per en Rubén Darío. «Y después de expresar su admira-
ción por éste, por su fuerza poética, le reprocha frivolidad, jugar con una cosa tan sagra-
da como la poesía.
El que más interesa a Maragall entre los hombres del 98, después de Unamuno, es sin
duda Azorín. En 1900 publica una larga recensión de El alma castellana. Se ve que Ma-
ragall ha leído el libro con avidez, buscando en él la clave de una España quefue solo (o
principalmente) castellana -así piensa- y que debe ser, matizándose y enriqueciéndose,
otras cosas más. Y así termina con un párrafo conmovedor: «Y así como él ha sabido
revelar el alma castellana, que indudablemente ha podido llamarse velar el alma españo-
la por muchisímo tiempo, se encontrará quien supiera buscar otras, ocultas siglos ha por


                                           Pág. 24
los espacios de la península Ibérica, quizás, combinándolas, los españoles adquiriéra-
mos conciencia de un alma nueva que buena falta nos hace».
Muy poco después empieza a escribir personalmente a José Martínez Ruiz; de su libro
le dice: «Para mi tiene la mejor cualidad (y la más rara) que puede tener un libro: el ser
vivo». A comienzos del año siguiente le elogia el Diario de un enfermo, recuerda a Ba-
roja y otros escritores coetáneos, y dice que todo ello «empieza a hacerme sospechar si
ustedes, los de la nueva generación, han vuelto a encontrar, a fuerza de seriedad y since-
ridad, el espíritu inmanente del arte castellano en un nuevo sentido de su lenguaje, el
sentido de la sobriedad, cosas una y otra inconocidas o desconocidas (a mi modo de ver)
por los escritores castellanos de muchísimo tiempo (exceptuando tal vez a Pérez Gal-
dós), que, a fuerza de hacer juegos malabares con la riqueza más superficial de la lengua
castellana, acabaron por perder su sentido íntimo e hicieron traición en su arte al alma
castellana austera y poderosa por su misma austeridad. Separaron el arte de la vida que
es como hacer flores de papel y frutos de cerá, pero lo de ustedes, es vivo. »Y ahí vemos
la sensibilidad de Maragall. en vivo también, yo diría en carne viva, ante la lengua. Por-
que si Maragall fue unos ojos, su vida se realizó mediante la palabra; y ahí radicó la
clave de su vida, su manera de ser poeta y prosista, catalán y español, hombre de la re-
naixenca asomado a la nueva literatura a la nueva España del 98.


                        En el milenario de la lengua española / 1

                                   JULIAN MARIAS

                          Filosofía e instalación lingüística

EL PAÍS - Opinión - 22-11-1977


Se conmemora el milenario. -aproximado, naturalmente- de la lengua española. Como la
lengua y la sociedad son fenómenos vivos, quiero tratar ahora de algo bien reciente, que
ha sucedido a los pueblos que hablan nuestra lengua cuando ésta llevaba ya nueve si-
glos, de existencia histórica.

La filosofía, como interpretación racional explícita de la realidad, sólo es posible cuan-
do se realiza lingüísticamente. La «expresión» verbal de una doctrina filosófica es, antes
que eso y más que eso, su realización concreta. Esto quiere decir que toda filosofía par-
te de una instalación lingüística, de una lengua que es ya una interpretación de la reali-
dad. El grado de autenticidad de una filosofía depende en gran parte de su conexión con
la lengua en que se realiza y está condicionada por esa instalación previa.

El nacimiento de la filosofía occidental está ligado a la lengua griega, que sigue presen-
te en todas las formas de pensamiento que históricamente tienen su matriz en las socie-
dades helénicas; el cambio de instalación lingüística del griego al latín fue la máxima
crisis en la historia del pensamiento occidental, y ha condicionado todo el pensamiento
medieval y moderno. La fragmentación de la unidad lingüística latina en la pluralidad
de las lenguas europeas -iniciada tímidamente y sin continuidad desde el siglo XIII (Al-
fonso el Sabio, Ramón Llull, Meister Eckert), llevada a cabo desde el Renacimiento-
significó el nacimiento de las diversas filosofías «nacionales» de Occidente.



                                         Pág. 25
La diferencia fundamental entre este cambio y el anterior reside en que cuando el latín
fue sustituido por las diversas lenguas de Europa, hacía mucho tiempo que no era una
lengua viva; es decir, que se había hecho filosofía durante siglos en una lengua en que
los que la hacían no estaban vitalmente instalados, sino sólo en una dimensión relativa-
mente superficial y abstracta: la teórica. El griego y el latín habían sido las formas reales
de instalación de los que filosofaban en estas lenguas; pero desde hacía siglos ya no era
cierto; el filosofar desde las lenguas vernáculas fue un paso decisivo hacia la autentici-
dad de la filosofía, aunque durante siglos el latín había mantenido la posibilidad de una
«actitud» o Einstellung teórica que no hubiera sido posible -o sólo muy precariamente-
en las lenguas vivas; el latín fue el invernadero de la mente teórica entre San Agustín y
la Edad Moderna.

Francia, Inglaterra, Italia son los primeros países en que se hace con continuidad filoso-
fía en la lengua viva, muchos años más tarde, Alemania. Es significativo que Leibniz, a
fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, no escribe todavía en alemán, pero sus
obras principales y más representativas son francesas y no latinas; es decir, aun sin usar
su lengua propia, se adscribe al mundo de las lenguas vivas, prefiriendo una ajena, pero
próxima, al latín del mundo abstracto de la cultura pretérita. Wolff y -ya creadoramente-
Kant ejecutarán la operación de instalar laFilosofía en la lengua alemana.

Inglaterra, por su parte, que mientras había cultivado el latín había sido simplemente
parte de «la Cristiandad o Europa» (para usar la expresión de Novalis), tan pronto como
empieza a hacer filosofía en inglés se segrega del torso continental europeo y hace filo-
sofía en muchos sentidos «disidente», actitud que ha perdurado hasta hoy.

En cuanto a España, la máxima parte de su filosofía, y desde luego la más valiosa, se
había hecho en latín: Luis Vives, Francisco Suárez. Es decir, la interpretación filosófica
española del mundo no se ha intentado hasta nuestro siglo. En este sentido, toda la filo-
sofía, hasta el siglo XIX inclusive, ha sido «recibida» para los hombres que hablamos
español, lo cual quiere decir en alguna medida «escolastizada» -sea cualquiera el conte-
nido de esa escolástica-. La intelección plena de una filosofía sólo puede lograrse en la
lengua en que ha sido pensada y escrita, y si esa lengua no se conoce, se permanece
siempre marginal a esa forma de pensamiento. Pero la posesión, la apropiación de esa
filosofía, sólo puede ejecutarse en la lengua propia, insertándola en la instalación básica
lingüística sobre la cual ha de superponerse toda interpretación doctrinal. No se puede
entender plenamente a Aristóteles si no se lo lee en griego, pero un hombre de lengua
española no puede hacerlo suyo más que repensándolo en español, con palabras y giros
de esta lengua. Esta es la doble condición, aparentemente paradójica, frente a la filosofía
originariamente ajena.

Para ello es menester, naturalmente, que se pueda formular esa filosofía en la lengua
propia; lo cual no es obvio, ni en muchos casos posible: la supuesta posibilidad de «co-
municación» universal entre lenguas cualesquiera no pasa de ser un pensamiento desi-
derativo bastante demagógico. Tal vez «en principio» eso sea posible -al menos entre
lenguas de cierta complejidad y afinidad a la vez-; pero para que llegue a ser real hay
que crear las posibilidades filosóficas en una lengua dada.

Esto fue lo más valioso de Feijoo y otros ilustrados del siglo XVIII, en España y en
América; o de los krausistas desde Sanz del Río y Giner, en el siglo XIX, que recibieron
y de alguna manera adaptaron la forma del pensamiento alemán, nunca aclimatado antes


                                          Pág. 26
en nuestra lengua. Pero no lo hicieron creadoramente, y no consiguieron una auténtica
lengua filosófica española. Sólo la función creadora puede lograr la asimilación eficaz
de la cultura ajena, incorporándola a la germinación de una propia, rigurosamente origi-
nal. Esta empresa es la que llevaron a cabo Unamuno sin acabar de quererlo y casi a
pesar suyo, Ortega deliberadamente y con excepcional genialidad.

En Unamuno se dio la convergencia de su preocupación filosófica constante, su inmer-
sión en las filosofías de otras lenguas, con sus fabulosas dotes lingüísticas y literarias en
español. Aunque no pretendió hacer filosofía, vivió en español la filosofía, tuvo que
repensarla, la agitó en el fondo de su alma, instalada, anclada, en la lengua española.

Ortega hizo mucho más: filosofar creadoramente, desde el torso de la tradición intelec-
tual íntegra de Occidente, en su lengua propia, sumergido en ella, ensayando sus posibi-
lidades denominativas, expresivas, metafóricas, evitando hasta el límite de lo posible
todo tecnicismo, todo neologismo, buscando palabras de la lengua, no «términos» defi-
nidos por una estipulación, para expresar las realidades descubiertas. De sus manos sa-
lió lo que nunca había existido: la lengua filosófica española, el repertorio de posibili-
dades para hacer filosofía en español.

Conviene advertir que este planteamiento está a cien leguas de todo «nacionalismo» -
por el que hay que sentir, decía Ortega desde su juventud, «exquisito desprecio»-. Los
europeos no pueden ser nacionalistas, precisamente porque son nacionales (el naciona-
lismo, que es la inflamación o irritación de la condición nacional, se queda para los que
carecen de ella). Las naciones europeas son naciones de Europa -sociedades «de im-
plantación» dije en La estructura social-, la cual las precede y preexiste, de cuya sus-
tancia están hechas.

Análogamente, las lenguas europeas no son mutuamente ajenas, sino que han convivido
siempre, en el área de Europa (por lo menos las lenguas románicas y germánicas de Eu-
ropa centro-occidental). Han estado siempre en presencia han nacido en un suelo histó-
rico condicionado por las culturas griega y latina, con la Biblia injertada, han dialogado
durante toda su historia. Cualquier «separatismo» entre las lenguas de Europa es una
traición a cada una de ellas, a su condición profunda.

Cada lengua europea es una entre las demás. Está hecha de referencia a las otras -y a sus
orígenes- y sólo así se afirma en su peculiaridad. El que no "escucha" las demás lenguas
y se recluye maniáticamente en la propia, no acaba de oirla, y se convierte históricamen-
te en un provinciano. El filósofo occidental tiene que vivir en la herencia común, en la
tradición, dos veces y media milenaria, de la filosofía, y nutrise de ella si quiere ser él
mismo. Pero para crear, para tener su propia filosofía inevitable, para llegar de verdad a
saber a qué atenerse, necesita retraerse a su intimidad, Y la única intimidad lingüística
es la lengua propia, aquella en que se está «en casa». Viniendo de las lenguas occidenta-
les en su convivencia, histórica efectiva, el filósofo tiene que llegar al núcleo personal
de su lengua para descubrir la realidad desde sí mismo, es decir, desde su propia pers-
pectiva irreductible, desde aquella forma lingüística única en que puede decirse a sí
mismo con plenitud de sentido. La cultura española -y las hispánicas nacidas de ella,
trasladadas a otras circunstancias, con otros ingredientes, pero dentro de la misma en-
volvente instalación lingüística-, a pesar de ser una de las más creadoras e ilustres de la
historia, ha sido incompleta en un sentido muy preciso: no ha llegado a tiempo a su ex-
presión filosófica adecuada. No es, ni mucho menos, una excepción; al revés, son ex-


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La vía libre para España

  • 1. JULIAN MARIAS Vía libre 19/08/1976 La famosa expresión «atado y bien atado», tan desafortunada literariamente, tan peli- grosa políticamente -a fuerza de querer evitar los peligros-, gravita ominosamente - sobre el conjunto del panorama político español. Con pocas excepciones, cuantos se ocupan activamente de política o hablan, de ella parecen aceptarla. Unos, en su sentido literal: pretenden continuar como si nada hubiera pasado, aunque saben muy bien que hace nueve meses pasó lo más grave -e irreversible- que podía pasarles: haber pasado. Otros, fascinados por tan largo tiempo de hibernación política, nutridos al despertar con ideologías que no creen en el futuro, sienten terror a toda innovación real. Los primeros opinan que no hay que hacer nada; los segundos creen que «ya» se sabe lo que hay que hacer, y, por tanto, que no hay que hacer preguntas. La coincidencia, en el fondo, es pasmosa.La verdad es estrictamente la contraria. Los cambios de la sociedad española en cuatro decenios son enormes. Lo que pudo sostenerse a raíz de la guerra civil está demasiado lejos. Los principios que han informado las estructuras políticas con que se ha administrado al país han sido tres: el castigo, la prevención de la locura, la convale- cencia. Una atmósfera compleja de cárcel, manicomio y hospital ha envuelto las institu- ciones destinadas a hacer vivir a un pueblo y avanzar en la historia. El gran supuesto era que los gobernantes -y sólo ellos- sabían qué conviene, qué hay que hacer, y, sobre to- do, qué hay que no hacer. Hoy esto no lo cree nadie, empezando por los gobernantes, que son suficientemente discretos para no caer en tan burda convicción. Pero siguen creyéndolo -o al menos actúan como si lo creyeran- los organismos creados desde esa convicción y para perpetuarla. Dos docenas -o unos centenares- de señores intentan pro- ceder como los propietarios de una dehesa; pero ni España es una dehesa ni es propie- dad suya. La última parte de la frase que acabo de escribir la suscribiría casi todo el mundo, pero quizá no todos estén en claro sobre la primera; algunos, aunque pocos, opinan que basta con un cambio de dueño. Más aún: imaginan que ha cambiado ya; que la han ganado, que la han conquistado o -quizá, más exactamente- que la han heredado. Es curioso el aire triunfal con que hablan, gesticulan, exigen, con jactancia de nuevos propietarios. Y anuncian los cambios, disposiciones y mejoras que van a realizar, como si todo estuvie- se «atado y bien atado». Todo esto son sueños, más concretamente, pesadillas. España no necesita ser castigada - y ¿quién tendría derecho a ello?-, ni está loca (aunque una vez lo estuvo y podría volver a estarlo), y hace largos años que convaleció de los desastres, y tiene considerable salud y vitalidad. Ni cárcel, ni, manicomio, ni hospital, ni campo de concentración, ni dehesa pasiva en manos de sus dueños y, capataces. Ninguna de estas imágenes conviene a la España de 1976, y no va a tolerarlas. Y sabrá tomar nota de los que le proponen cual- quiera de esos destinos para rayarlos de la lista de sus esperanzas. Nadie sabe lo que España quiere, porque todavía o lo ha dicho, y va a decirlo, no va a permitir que tales o cuales señores expliquen su silencio. Lo que sin duda quiere es vía libre para ir a donde elija, mayoritaritamente y teniendo en cuenta a todos los hombres que la integran, cada uno con el mismo derecho a que su voz sea escuchada y sus deseos Pág. 1
  • 2. atendidos. Y ni se va a quedar donde está -es decir, donde la han puesto sin su consen- timiento-, ni va a aceptar una solución prefabricada, un específico envasado ya y que ella no haya imaginado, inventado, deseado, querido. Si los hombres que integran los organismos del pasado que aún persisten tuviesen un patriotismo del que no tengo derecho a dudar y un sentido histórico del que sí tengo derecho, se apresurarían a renunciar a privilegios y facultades que no han recibido del pueblo español, a devolver a éste la plenitud de sus capacidades enajenadas, con lo cual podrían esperar seguir siendo parte viva de la política española. No se les puede pedir que abandonen sus puntos de vista, sus preferencias, sus intereses, pero sí que dejen de imponerlos en nombre de una representación que no tienen, que intenten conseguirla en un juego limpio que ha de estar abierto a todos, y por tanto, también para ellos. Si esto no ocurre así, los españoles recuperarán, más pronto o más tarde -creo que muy pronto-, el pleno uso de su razón y de sus razones, y removerán los obstáculos que pre- tenden cerrarles el camino. ¿Cómo? Esta es la segunda parte de la cuestión. No con «hechos consumados». No con la ocupación por sorpresa de los órganos de opi- nión o de los instrumentos del poder, para hacer regresar al país en otra etapa de pasivi- dad y sometimiento a dictados ajenos. Se va a constituir, se está constituyendo ya, un nuevo consenso, fundado, más que en el temor, en la esperanza; en la gana de vivir, en la fruición de inventar, en la conciencia de que España es uno de los países más intere- santes que han aparecido en la historia, capaz de haber creado las estructuras políticas mundiales más complejas y originales de la Edad Moderna. Ese consenso todavía no ha encontrado su expresión -son muchos los que no quieren dejarlo-. Por eso se está produciendo el equívoco de que los españoles son como dicen unos cuantos y otros cuantos. La sorpresa, el día que cada hombre y cada mujer tengan una papeleta en la mano, va a ser considerable. Pero la llegada y la fecundidad de ese día requieren el cumplimiento de algunas condi- ciones. La primera, insisto en ello, la remoción de los obstáculos «legales» que todavía lo estorban. La segunda, el estímulo de la imaginación nacional y el respeto a la capaci- dad de innovación, a la originalidad de España. No va a vestirse con el prét-á-porter de los grandes almacenes internacionales, sino con ropas que se ajusten a su cuerpo social, permitan la libertad de sus movimientos y proyecten su figura elegida, aquella bajo la cual se reconoce. «Sólo es buena a reinar la fantasía» -escribió Valle-Inclán medio siglo antes de que en la Sorbona pintaran en las paredes:«L'imagination au pouvoir.» Y don Ramón añadía, a continuación, este verso: «Y mi reino está en manos de plebeyos». Quería decir hombres de cualquier rutina, incapaces de inventar en vista de Ias ciruns- tancias a los que buscan siempre vía libre. JULIAN MARIAS Dos imagenes del hombre EL PAÍS - Opinión - 20-03-1979 La lengua lo distingue: algo y alguien, nada y nadie, qué y quién. Es lo que ha llevado a la pareja de conceptos cosa y persona. La confusión de lo que es tan claro e inmediato, Pág. 2
  • 3. tan inmediatamente claro, ha hecho que el pensamiento científico y aun filosófico se obstine en la pregunta errónea «¿qué es el hombre?», en lugar de la ineludible, pero siempre eludida, «¿quién soy yo?».Desde los comienzos de la filosofla griega se ha ido perfilando una idea o interpretación del hombre como persona, que en su núcleo último podría resumirse así: alguien corporal, que entiende el mundo, lo envuelve todo Con su pensamiento, es libre -y, por tanto, responsable-, elige su Vida («como el arquero busca el blanco», según Aristételes), puede ser bueno o malo, feliz o infeliz, y desea seguir viviendo después de la muerte, para siempre. Esta idea del hombre viene a converger -en sucesivas aproximaciones, con fricciones, enfrentamientos, conciliaciones- con ,otra línea no filosófica, sino religiosa, judía y cris- tiana, que, siendo muy distinta, muestra una extraña coherencia con la anterior. Según esta otra imagen, el hombre ha sido creado por un acto efusivo de amor de Dios y no como las cosas, sino «a su imagen y semejanza»; por eso es «como Dios» (sólo que finito e imperfecto), participa en la vida divina, llama a Dios «Padre» y por ello es her- mano de los demás hombres, de todos los demás hombres; está llamado a una vida per- durable y sobrenatural; es tan libre y responsable que en sus manos está su destino: pue- de salvarse o condenarse, puede elegir -más aún, tiene que elegir- ahora su realidad para siempre. Por si faltara poco, su cuerpo está destinado a la resurrección, al esplendor, y queda en perpetua solidaridad con los hombres, en este mundo y en el otro: por el amor y por lo que se llama la comunión de los santos. El resultado de esta sorprendente convergencia es la imagen del hombre, que se ha ido perfeccionando en el pensamiento de Occidente durante unos veinticinco siglos. Como idea, como imagen de una realidad -la nuestra- es algo admirable. Si no fuese verdad no se nos ocurriría decir más que esto: ¡Qué lástima? Y, al mismo tiempo, surgiría una pre- gunta asombrada, de difícil respuesta: ¿Cómo se le habrá ocurrido al hombre? ¿Cómo habrá podido inventar algo tan rico, tan complejo y, a la vez, tan claro, tan inteligible, tan espléndido? Pero hay un momento en que esta manzana empieza a tener un gusano dentro. ¿Cuán- do? No es fácil decirlo, no es cómodo de precisar. Se diría que hay repetidos intentos de perforar la piel roja y reluciente, de penetrar en la pulpa jugosa y fresca. El renacimiento se inicia desde el entusiasmo: Nicolás de Cusa, Copérnico, Luis Vives, Giordano Bruno, Galileo. Pero pronto, en nombre de la «ciencia» (y por parte de los que no la crean, de los que apenas la dominan), empieza la destrucción de la imagen perso- nal del hombre. No hay alguien, no hay quién. Todo es «algo», tado es «qué». Olvidan- do lo que sabe el lenguaje desde hace milenios, a golpe de los nudillos en la puerta, con- testará esta «ciencia»: «¿Qué es?», en lugar de «¿Quién es?» (que es lo que pregunta- mos todos cuando no nos han hecho un lavado de cerebro en alguna peluquería «cientí- fica»). Y ¿qué se contesta a esa pregunta, respuesta a la llamada de los nudillos humanos en la puerta? Siempre se había dicho: "Yo.» Es decir: una persona circunstancial, única, in- sustituible, que no se puede confundir con ninguna otra, que por eso tiene un nombre (primariamente, un nombre vocativo, un nombre con el cual se llama). El cristiano ade- más cree que Dios lo conoce por ese nombre propio, que lo llamará por él, que se ocupa de él personalmente, con infinita atención inagotable, que lo tiene en sus manos, pero lo Pág. 3
  • 4. quiere libre, que conservará toda su realidad, de manera que nada de lo que hace, pien- sa, desea o quiere se perderá. Pues, por increíble que parezca, desde el siglo XVIII se va afirmando y estableciendo una imagen del hombre que anula todo esto y nos va acercando cada vez más a la pre- historia. Se olvida que el hombre es persona, se lo entiende como un organismo forma- do por azar y necesidad, sin libertad y, por tanto, sin responsabilidad (aunque nadie es tan «juzgador» como los que así piensan), sin sentido. Algo que, lejos de elegir su vida, está sujeto a los mecanismos de la biología, la psicología, la ecnomía. En. una palabra, una cosa, una cosa como las demás. La pasión de igualitarismo, que empieza a dominar hacia la misma época, ha podido parecer un sentimiento de noble hermandad entre los hombres, pero pronto descubre un afán de confundir: personas con cosas, hombres con organismos, organismos con la materia inorgánica. Empieza a afirmarse y extenderse por el mundo occidental un ex- traño rencor contra la excelencia. La idea de que cada uno de nosotros sea único, insustituible, necesario; de que tenga valor por sí mismo, sea libre y pueda elegir por sí mismo su destino, tenga que hacer su vida, exista para Dios, que lo conoce por su nombre y lo llamará un día, esa idea resulta insufrible para muchos de nuestros contemporáneos. ¿Cómo se entiende?¿Cómo se puede proponer como la última palabra de la ciencia la destrucción de todo el refinadísimo pensamiento que va desde Sócrates, Platón y Aristó- teles hasta Descartes, Leibniz, Newton, Kant, Bergson, Ortega? Esta segunda imagen rencorosa del hombre, que ha ido haciendo su camino desde hace algo más de dos siglos, con mayores recursos e insistencia en los últimos cien años, la imagen del hombre como cosa, sin libertad, sin elección, traído y llevado por los refle- jos psíquicos o las estructuras económico-sociales, sin horizonte ni posibilidad de inno- vación, destinado a la destrucción orgánica, a la simple aniquilación, cuyos proyectos, por tanto, son intrínsecamente vanos e ilusorios, esta imagen no tiene porvenir. ¿Cómo va el hombre a aceptar por largo tiempo una idea que, además de significar una degradación de lo que había llegado a pensar de sí mismo durante un par de milenios, contradice su evidencia? El hombre se siente alguien que no está dado y hecho, que tiene que elegir y decidir, y, por tanto, es libre; que, para que su vida tenga sentido, ne- cesita seguir viviendo siempre (y, sobre todo, que sigan viviendo siempre las personas amadas). Algún día, creo que muy pronto, los hombres y mujeres de Occidente se frotarán los ojos como quien despierta de una pesadilla, se preguntarán, con asombro y un poco de vergüenza, cómo han podido dejarse seducir un momento por una idea tan primitiva y tosca, tan inverosímilm ente reaccionaria. Entonces volverán a esforzarse por entender, a la luz de sus nuevas experiencias, ese misterio que es una persona. Y, lo que es aún más interesante, por ser personas. JULIAN MARIAS Pág. 4
  • 5. El arcaísmo en la filosofía actual EL PAÍS - Opinión - 23-04-1978 El éxito reciente de los llamados «nuevos filósofos» se debe, sin duda, a causas acciden- tales: propaganda editorial, deseo nacional francés de presentar un «equipo» que releve en el prestigio social a otros anteriormente lanzados y ya desgastados, etcétera. No es muy seguro que justifiquen plenamente el nombre de «filósofos», y su «novedad», pro- bablemente no es tanta. Pero pienso que esa denominación, «nuevos filósofos» ha in- fluido decisivamente en su resonancia, por ambas partes: por lo que tiene: de afirmación o reivindicación de la filosofía, y por lo que significa invocar la novedad ¿frente a qué? Esta es la cuestión.Hace ya doce años, en 1966, di una conferencia en la Universidad de Valladolid sobre «Las tendencias actuales del saber y el horizonte de la filosofía» (que puede leerse en mi libro Nuevos ensayos de filosofía, Revista de Occidente, o en el vol. VIII de mis Obras). Allí distinguía entre las tendencias del saber, es decir, las exigen- cias objetivas del saber filosófico, y las modas o aficiones de sus cultivadores. MI inquietud no ha hecho sino aumentar. En 1973 publiqué un libro titulado Innovación y arcaístno. Temo que este título sea la expresión más breve de la crisis de la época ac- tual, de la lucha que se está librando y en la que nos jugamos, por supuesto, el futuro próximo. Decía yo entonces: "Si tuviera que resumir en una palabra la impresión más fuerte y persistente que me produce el contorno en estos últimos años, en cuanto se ex- presa públicamente, diría que es la de moverme en medio de una fauna arcaica Y me refiero en particular a la expresión pública del presente, porque la verdad es que en la vida real, y sobre todo privada, me siento bastante a gusto entre mis contemporáneos. Pero cuando veo lo que "pasa "(en el escenario histórico) y lo que "se dice" (en los me- dios informativos e interpretativos, en la cultura "vigente" e institucional), no puedo evitar una desazonante impresión de arcaísmo.» Yo diría que el alma de nuestra époda no es arcaica, pero su expresión sí lo es; está «secuestrada» por esa expresión que va destiñendo sobre la realidad. la va arcaizando. Entiendo por arcaísmo la recaída en el pasado lejano. saltando sobre el cercano, olvi- dándolo u omitiéndolo. Lo «antiguo» O «viejo» que perdura hasta hoy no es arcaico; al revés, es la condición para evitar el arcaísmo. Es arcaico lo que «vuelve», en disconti- nuidad, suprimiendo violentamente lo que hay entre ellos y nosotros. Es una paradójica innovación hacia atrás. Nuestra época comenzó a comienzos del siglo, en España con la generación del 98, cuya fecha de entrada en la historia es en rigor 1901. Pues bien, casi todas las cosas que pa- san por «nuevas» son defines del siglo XIX, hacia 1880, es decir, anteriores a nuestro tiempo. Hace pocos años se inició un carnaval en el vestido y atuendo de europeos y america- nos, en los llamados posters, en el estilo de la decoración, en la retórica; en todo caso se volvían los ojos al último cuarto del siglo XIX. En política, las dos concepciones que se enfrentaron el siglo pasado fueron el nacionalismo y el iniernacionalismo marxista. Pág. 5
  • 6. Hoy se recae en esos esquemas juntos: la fórmula que se impone en los países emergen- tes de Asia y Africa, y por imitación en los países de larga tradición política, es el na- cionalismo marxista. Cuando domina el ecumenismo, no hay hostilidad entre confesio- nes cristianas ni aun entre distintas religiones, hay feroces luchas religiosas en Irlanda, entre católicos y protestantes, como si estuviésemos en el siglo pasado. El lema «Patria o muerte. Venceremos» parece carlista o garibaldino, pero los cubanos nos dicen que es «marxista-leninista». Y lo más actual de todo parece ser la guerrilla, invención española -como su nombre indica- de la guerra de la Independencia (1808-14) y de las guerras carlistas. ¿No es todo ello puro arcaísmo? En la filosofía es quizá donde el fenómeno resulta más visible. La de nuestro tiempo comienza, bajo la inspiración de Dilthey y Brentano, con la fenomenología de Husserl, la primera gran construcción filosófica del siglo XX (exactamente coetánea de la obra de Bergson). A Dilthey se debe la distinción entre «ciencias de la naturaleza» (Natur- wissenschafien) y «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschaften). la reivindicación de la «comprensión»_o Verständnis como la manera de conocer propia de las disciplinas humanas, el descubrimiento de la vida histórica, como irreductible a la meramente bio- lógica. Brentano llevó al concepto de la intencionalidad y al descubrimiento de los va- lores. Husserl hizo una crítica definitiva del psicológismo y del naturalismo, de la tendencia a interpretar como disciplinas psicológicas las filosóficas -lógica, ética, estética-, basada en la confusión de los actos (ciertamente psíquicos) con los objetos (Ideales). La lógica no trata de los actos de pensamiento, sino de sus contenidos, y no es en modo alguno una disciplina natural. Como si nada de esto hubiera existido, como si estos pensadores lo hubiesen nacido, se recae hoy en diversas formas de naturalismo o psicologismo, con esos o con otros nom- bres. Se retrocede a concepciones del valor (por ejemplo, el libro de B. F. Skinner Be- yond Freedom and Ginity, 1971) que hubieran sido inadmisibles, no ya para Scheler, sino para Meinong o von Ehrenfels. Se entiende la realidad humana como lo había hecho Haeckel, tal ve La Mettrie, es decir, los suburbio de la filosofía. Como en 1880, son hoy legión los que se proclaman «antimetafísicos», empleando esta pala bra en un sentido incontrolable, que nadie le ha dado en el siglo XX, lo cual mues- tra que no han leído -o entendido- ni a Bergson ni a Whitehead ni a Ortega ni a Heideg- ger ni a Jaspers ni a Marcel. No se trata de que no se ocupen de metafísica, lo cual es perfectamente lícito: es que niegan el carácter de filosofía a todo lo distinto de su particular ocupación, o bien lla- man filosofía a lo que -al menos aisladamente- no lo es, o, finalmente niegan carácter filosófico a todo lo que han hecho los filósofos desde los presocráticos hasta ayer, sin reparar en que sería más razonable llamar otra cosa a su ocupación y dejar el nombre «filosofía» para esa ocupación dos veces y media milenaria. Es decir, se salta por encima de tres cuartos de siglo de espléndida filosofía y se entron- ca con lo que se hacía antes de nuestra época, cuando, como decía Ortega, acometió a la filosofia un pasajero ataque de modestia y quiso ser una ciencia. Pág. 6
  • 7. Nada sería más iluminador que la relectura atenta del primer volumen de las Investiga- ciones lógicas -traducidas al español en 1929-, que contiene la crítica del psicologismo; sobre todo si se la completase con la crítica que del idealismo fenomenológico -no de la fenomenología como método- hizo Ortega, mostrando cómo la conciencia o Bewusst- sein, lejos de ser la realidad absoluta (o «relativa a nada», cómo Husserl decía), no es realidad, sino una interpretación de ésta, que sólo puede ejecutarse desde la realidad radical, nuestra vida efectiva. La exigencia de evidencia fue esencial a la filosofía de nuestro siglo; con ello se avanzó en el mecanismo de la justificación, superando a la vez el viejo racionalismo del siglo XVlll (y de Hegel) y el irracionalismo que arranca de Klerkegaard y pervive larvada- mente en nuestros días. Esta filosofía creadora del siglo XX comenzó con la exigencia de lafidelidad a lo real, cuyo primer requisito es el reconocimiento de que hay muchas formas de realidad, cada una con su propia manera de presentarse yjustificarse. Cuando Husserl pedía ir «a las cosas mismas» (Zu den Sachen selbst !), reclaniaba el respeto para cada manera de ser real -comenzando por la irrealidad de lo ideal-, y esto condujo a la evidencia de que hay muchas formas de realidad que son irreductibles a la de las «cosas». Las formas de pensamiento inmediatamente anterior. desde el positivismo, habían con- sistido en ejercer violencia sobre la realidad, obligándola a sujetarse a ciertos esquemas: la identificación positivista de lo «real» con lo «dado» y de lo dado con lo dado «en la experiencia sensible» es el ejemplo de la actitud antifilosófica. La función de la Inteli- gencia es abrirse a la realidad, sea ella como quiera, no imponerle una estructura que no le pertenece. En este sentido, la fenomenología de Husserl era una disciplina de libe- ración. No quiere esto decir que . no hubiese que ir más allá. Incluso mucho más allá. Husserl mismo no pudo superar las vigencias «antimetafísicas» de su tiempo (no se olvide que nació en 1859), creyó poder evitar toda «tesis» o posición de realidad y construir una fenomenología «atética» mediante la reducción o «puesta entre paréntesis». Análogamente, la teoría de los valores o Weruheorie (Scheler, Hartmann)creyó poder- quedarse en las nociones de gelten y Gültigkeit, de «valer» y «validez», y desentenderse del problema de la «realidad» de los valores. La justificación de esta posición fue la evidencia de que los valores no son cosas; de ahí se Intirió -con precipitación y preven- ción- que los valores no son. Pero esto es mucho decir; y si se piensa en español la cosa resulta aún más problemática, a la vez que se presenta una salida, que las posibilidades de la lengua española ofrecen inesperadamente: ¿qué sentido tendría decir que no hay valores? La afirmación contraria -hay valores-, claramente tética, parece indudable. Dicho con otras palabras, el ver que los valores no son cosas debe remitir al problema de qué son o,con mayor radicalidad, dónde radican, cuál es su lugar en la realidad. Es decir, que tanto la filosofía fenomenológica como la teoría de los valores resultaban insuficientes y remitían, más allá de ellas, al problema de su fundamentación metafísica, entendiendo por estas palabras no otra cosa que la busca de una certidumbre radical. En lugar de eso...» Pág. 7
  • 8. JULIAN MARIAS El horizonte hispánico de España 12/10/1976 La antigua titulación enumerativa de los Reyes de España tenía algunas ventajas. Re- cordaba la génesis de la nación española a lo largo de una serie de incorporaciones, en su mayoría matrimoniales, de los diversos reinos, principados, señoríos de la España medieval. Mostraba que el Rey de España era Rey -directamente- de cada una de sus partes por igual, desde el todo y no desde uno de los reinos ordinarios, por lo cual no había subordinación de unos a otros, sino de todos a la nación.Pero la enumeración tra- dicional no terminaba en España. Se extendía a las demás tierras de la Corona española, en Italia, Francia, Flandes. Africa, América, Oceanía. Cuando se fueron desprendiendo de la monarquía española grandes porciones de estos territorios, todavía quedaban en 1812, y así lo refleja la primera Constitución democrática de España, que de Cádiz irra- dió a tantos países de Europa y América, los que más verdaderamente eran españoles, los de América y Asia y Oceanía, aquellos que enviaron sus diputados a la ciudad atlán- tica asediada por Napoleón, los «españoles de ultramar» mezclados con los «españoles europeos». firmantes desordenadamente de la Constitución. Estos países empezaron bien pronto a ser independientes, a no depender del Gobierno español, a no formar parte de España. No por ello perdieron su condición hispánica, su participación en la mayoría de los ingredientes que constituyen la sociedad española, empezando por la lengua con todo lo que lleva consigo. Lo cual quiere decir, vistas las cosas desde el otro lado, que al volver España a sus fronteras políticas de 1512 -después de la incorporación de Navarra- no pudo quedar reducida a las viejas fronteras sociales. La. sociedad española se prolonga, en un amplísimo horizonte, en todas las sociedades hispánicas, de las cuales, como tal sociedad, es inseparable. Esta realidad, como tantas otras, no tiene existencia «oficial» ninguna. Del mismo modo que no hay magistraturas regionales -sólo nacionales o provinciales, lo cual es absurdo-, no las hay «hispánicas». ¿Puede haberlas? Estatales, creo que no. Los hispanoamerica- nos son suspicaces, celosos de cualquier injerencia del Estado español en los suyos. Pero España no es primariamente un Estado, sino una nación. El Esta do es el instru- mento jurídico para organizar política y administrativamente la nación; es para ella y no al revés (toda otra cosa sería totalitarismo). Las relaciones estatales o políticas entre España y cada una de las Repúblicas hispanoamericanas tienen que ser de igual a igual, entre países soberanos, y no afectan al conjunto. Pero hay otras relaciones. España y todos los países hispanoamericanos constituyen una unidad no política, sino social, no saturada, sino tenue, sin más poder conjunto que un poder espiritual: un repertorio de vigencias comunes, cuyo principal elemento, vehículo o excipiente de todos los demás, es la lengua española. Probablemente la única institución que hoy responde a esta con- cepción de la realidad es la Real Academia Española, que actúa en estrecha conexión con las demás Academias de la Lengua Española, en toda América y en Filipinas, aso- ciadas en una empresa común. No hay relaciones de poder ni de fuerza; hay fraternidad, cooperación asegurada por la referencia a la realidad de la lengua, admiración mutua, prestigio, autoridad intelectual. Esta comunidad lingüística es probablemente lo más valioso que poseemos los países hispánicos, incluso en términos de potencia política y valor económico. (Algún día las Pág. 8
  • 9. regiones españolas que poseen además una lengua particular pedirán cuentas a los que, en nombre de ello, tan positivo y valioso en sí mismo, están intentando despojarlas de la lengua española, hacer que se sientan «ajenas» a ella, que no la consideren como «su- ya», en el más colosal propósito de empobrecimiento que pueda recordar.) Es el germen de un «mundo» real, constituido por un repertorio de vigencias sociales comunes, posi- bilidad de acciones históricas de enorme alcance, destinado a convertirse en una de las grandes piezas en la estructura del mundo integral. A España le correspondería una función de convocatoria y convergencia para las activi- dades de carácter general hispánico. No por otra razón, sino por ser el origen común, el centro originario de la comunidad, el lugar en que los hispanoamericanos se han «en- contrado», lo que llamé hace un cuarto de siglo «la Plaza Mayor» de ese mundo. Pero esto no puede hacerlo el Gobierno español, ni menos aún debe depender de tal o cual política; casi todas ellas, además, atentas a los problemas internos, han solido des- atender o tratar con torpeza las conexiones exteriores -exteriores políticamente, internas desde el punto de vista de esa gran sociedad hispánica-. Estas funciones son de aquéllas que podrían ser propias del Rey, no como Jefe del Estado, sino como «cabeza de la na- ción». Recuérdese que en algunas ocasiones el Rey de España fue nombrado árbitro por dos países hispanoamericanos en litigio -don Ramón Menéndez Pidal fue el experto lingüístico designado por el monarca-. Desligadas de la política, las actividades de la comunidad histórica hispánica podrían encontrar en el Rey un punto de convergencia y encuentro, de inspiración y fomento, de estímulo. En torno de él podrían agruparse, sin distinción de país, menos aún de ideología política, las figuras interesadas en promover la vitalidad de ese mundo de lengua y cultura españolas. Las instituciones sociales -repito, no estatales- así organizadas podrían atraer coopera- ciones que de otro modo no se conseguirán nunca. Pienso también en los recursos eco- nómicos. En España apenas existe tradición de que se sostengan libre, privadamente, con espontánea generosidad, empresas de interés común. Sólo la Iglesia ha sido largo tiempo beneficiaria de la largueza -casi siempre póstuma- de los españoles (y es justo reconocer que durante gran parte de su historia ha sido la Iglesia la que ha realizado esas empresas, aunque con excesivas limitaciones, que en ciertos momentos casi han anulado su eficacia social). Sería alentador que los españoles y los hispanoamericanos -sin coac- ción estatal, sin intereses particularistas- dedicaran su talento, su esfuerzo, su inventiva, su riqueza a favorecer lo que tienen de común, lo que prolonga la realidad de cada uno de los países hacia su plenitud histórica, más allá de sus fronteras. Si se hicieran cuentas de cuál es el valor global -en todos los órdenes- del mundo hispá- nico, a lo largo de medio milenio de historia común, sin olvidar la «prehistoria» que el milenio de España anterior al descubrimiento de América y las culturas precolombinas significan como subsuelo de esa historia, y se comparara ese valor con su «cotización» actual en la mente de nuestros contemporáneos, asombraría la injusticia y -lo que es más grave- el desacierto, el error que ello supone. Y al hablar de nuestros contemporáneos no pienso sólo en los extranjeros, sino muy principalmente en los españoles e hispa- noamericanos. Permítaseme soñar lo que podría ser el peso de la palabra española en el mundo de fines del siglo XX. JULIAN MARIAS El sentimiento de la vida continúa Pág. 9
  • 10. 03/02/1977 En aquel artículo, «Cruce de miradas», que recordé hace poco, hablaba Unamuno del «sentimiento de la vida continua», del que prometía hablar otra vez, que aconsejaba mantener en el cimiento del alma. Sin duda, los quehaceres y las tensiones de los dos últimos años de su vida no le dejaron holgura para ello, y la muerte vino a imponer si- lencio a su boca, que nunca había callado. Y pienso que es urgente preguntarse hoy qué quiere decir ese otro sentimiento nombrado por el mismo que bautizó al famoso senti- miento trágico de la vida. ¿Acaso su reverso? ¿O el cimiento que lo hace posible, que le da solidez, autenticidad, verdad?El niño nace en continuidad; se siente inserto en la pla- centa familiar y social, implantado en algo más grande que él y que viene de muy atrás; mejor dicho, que está ahí «desde siempre». El niño acude a la madre, al padre, al mundo social, para vivir, para orientarse, para entender. La continuidad es rigurosa, envolvente. Hasta el punto que acaso la única manera de escapar de ella es la soledad, la evasión hacia la fantasía, hacia los mundos imaginarios. Pero esa continuidad queda amenazada cuando se llega a la pubertad, cuando el mucha- cho deja de ser niño y rompe con él, es decir, con el que ha sido. No se reconoce cuando se habla del que muy poco antes era; y le da rabia -esta es la expresión adecuada y efi- caz-. La protesta contra el mundo adulto suele ser un equívoco, porque el muy joven no tiene otro. Contra lo que protesta es contra la interpretación que los adultos tienen de él, y que fue probablemente verdadera unos meses o unos pocos años antes; pero ya no. Entonces tiene la impresión de que los mayores no lo entienden, y muy pronto esa im- presión se convierte en la idea de que no entienden. La evidencia de que no saben quién es él (o ella), es decir, quién quiere ser, los descalifica y distancia; entonces los relega al pasado -un pasado en que todavía eran reales, en que eran queridos y probablemente admirados-. Esta es la impresión de «ruptura», cuyo núcleo es verdadero, necesario, inevitable, cuya interpretación es más problemática. El joven tiene que ver y vivir las cosas desde sí mismo; tiene que revisar sus creencias, ideas, estimaciones, preferencias; en muchos casos, para revalidarlas, pero siempre de otra manera: tiene que empezar de nuevo, ahora desde su mismo centro, no desde un mundo familiar o social recibido. Pero lo grave es que, si el joven no es muy agudo y está muy alerta, al relegar a los ma- yores al pasado cree que el mundo empieza con él. Y, como todavía no tiene un mundo propio -porque el mundo hay que hacerlo, y no ha tenido tiempo-, se instala en otro, igualmente ajeno, pero que por ser otro que el recibido le parece suyo. Este es el espe- jismo que introduce la discontinuidad. Si se analiza el contenido concreto de la imagen que de la realidad tienen los jóvenes, especialmente los más «rebeldes» y discontinuístas, se encuentra que en su máxima parte es tópico, recibido, ni siquiera repensado en la familiaridad, y frecuentemente muy antiguo, procedente de adultos bastante arcaicos, poco innovadores y que en modo al- guno están «al día», rarísima vez creadores. Esto explica el hecho de que la mayoría de los jóvenes «profesionales», representantes de la discontinuidad histórica, apenas pasan de la primera juventud desaparecen de la escena; no maduran, no son los hombres anticipadores y rectores de la etapa siguiente. Unas veces ejecutan esa triste operación que se llama «sentar la cabeza» -como si la cabeza fuera para eso- y se aburguesan profesionalmente; otras, y es aún más triste, Pág. 10
  • 11. cuando han ido demasiado lejos, quedan invadidos por el desaliento, por la decepción, y quedan reducidos a un despojo. Para no remontarse a otras épocas, repásense los nom- bres de los jóvenes que iniciaron, hace ya cerca de quince años, los llamados «movi- mientos juveniles», y averígüese qué ha sido de esos muchachos y muchachas que an- dan ya por los 35 o cuarenta años. Y pregúntese, de paso, qué caso les han hecho los adultos que los «inspiraban». No, el mundo no empieza con nosotros, ni con nosotros terminará. La ruptura de la «vi- da continua» no puede fundarse más que en la ignorancia, en cierta ignorancia que hoy se cultiva en medio de múltiples saberes. La pregunta básica en toda educación es ésta: ¿Qué hay que saber? Si se observara con algún cuidado adónde se orienta lo más signi- ficativo de las tendencias educativas dominantes, se descubriría que la pregunta capital es más bien: ¿Qué hay que ignorar? Si se sabe filosofía, se ve que la realidad no está dada y que no se la puede reducir a «datos»; que es inagotable, que no se la puede iden- tificar con ninguna interpretación o teoría, y que por tanto el absolutismo y el fanatismo son simplemente engaños; que hay un subsuelo de creencias sobre las que se asienta siempre la vida, más importantes que todas las ideas, pero que cuando estas son necesa- rias han de ser evidentes o justificadas, han de llevar consigo su prueba, la mostración de su verdad. Si se sabe historia, se ve la continuidad articulada en que consis te, cómo no se puede ni volver atrás ni repetir lo vivido, pero toda innovación es algo que se hace desde el presente y no desde cero o desde una situación fingida; si se sabe historia, no se puede haber «historia-ficción». Siempre me ha sorprendido la hostilidad política (?) que susci- ta, a ambos lados del espectro, la doctrina de las generaciones, cómo exaspera a todos los que quieren manipular a la última. Si se conoce la literatura, se sabe quién se es colectivamente, se posee una figura social, una interpretación múltiple deja propia realidad; un pueblo que conoce su literatura no puede ser mero detritus o material para algo. Y a la vez que conoce su figura advierte su limitación, sus conexiones, sus parentescos, y de este modo se va tejiendo la imagen compleja de los diversos mundos en presencia y con sus precisas articulaciones. No se puede establecer un sistema de fobias con personas que sepan quiénes son, de dónde vienen y adónde han querido ir y tal vez no han llegado, adónde podrán ir en el futuro partiendo de donde están. Se dirá que hay pueblos que no saben estas cosas, o individuos que las ignoran, dentro de los que las saben. Así es, y este es uno de los hechos radicales con que nos encon- tramos, quizá la más honda de todas las desigualdades. Pero se suele olvidar que hay muchas formas de saber, y que acaso esos individuos o esos pueblos que parecen igno- rar tantas cosas, saben otras, y quizá también las mismas, solo que de otra manera. Pero en lugar de indagar y apreciar y comprender la sabiduría del campesino o del pueblo aparentemente inerte y primitivo, y de tratar de enriquecerlos sin perturbarlos, sin rom- per la figura de sus vidas, se intenta hacer tabla rasa hacia abajo de todas las diferen- cias, en una operación inesperadamente profunda de devastación. Mientras tantas gentes se preocupan -o fingen preocuparse- por el «medio ambiente», pasan el rastrillo o la apisonadora por el verdadero medio ambiente humano, que en buen español se llama circunstancia y empieza con las ideas y las creencias y la realidad psíquica y el propio cuerpo. Todo esto quebranta «el sentimiento de la vida continua». Al romper la continuidad, pulveriza al hombre, sobre todo, al joven, lo deja inerme, sin raíces y, por lo tanto, sin posibilidad de crecer. Porque esto es lo decisivo: los «conservadores» creerán que al Pág. 11
  • 12. perderse el sentimiento de la vida continua se renuncia al pasado; ciertamente, pero no es esto lo verdaderamente grave: lo que se pierde es el futuro. Y como el hombre es futurizo, automáticamente se deshumaniza y se puede hacer con él lo que se quiera. JULIAN MARÍAS En este país 09/05/1976 Hace ciento cuarenta y tres años, el 30 de abril de 1833 -cuando Fernando VII, ya muy enfermo, apenas gobernaba, cuando se presentía la nueva epoca que iba a empezar cinco meses después-, publicó Larra en la Revista Española un artículo con este mismo título: En este país. Podría reimprimirse hoy; no ha perdido valor ni actualidad; si se sustituye- ran los nombres propios, se transpusieran las referencias concretas, podría publicarse con cualquier firma actual, o como un editorial, y nadie sospecharía su lejana fecha.¿No es melancólico? ¿No justifica la frase famosa -y con frecuencia, mal entendida- de La- rra, «Escribir en Madrid es llorar»? Porque hay que pensar más que en la inquisición (en las varias inquisiciones), en la censura, en las persecuciones, en las amenazas- en la in- finita capacidad de no enterarse, en la impermeabilidad, en la propensión al olvido. La- rra intentó pinchar un lugar común, un comodín para la pereza; al cabo de siglo y me- dio, ese tópico tiene más fuerza que nunca. En esta época de estadísticas, debería hacer- se una de las frases habladas y escritas que en España comienzan con esas palabras: «En este país». Sólo hay un sentido en, que, esta frase sea lícita: la afirmación de que lo que se dice acontece efectivamente en España, sin que el que habla se atreva a generalizar más allá de lo que conoce bien. Pero no es así como se emplea: casi siempre implica o subdice: «sólo» en este país, en este país «y no en los demás». Y entonces, suele ser una false- dad, por lo menos un aserto injustificado, que el que enuncia no está en condiciones de probar.. Las razones que han llevado al uso de esa expresión son opuestas y, por tanto, muy pa- recidas. Se trata de la suposición gratuíta de que España es un país excepcional y fuera de serie. Tal vez lo sea; si no hay dos hombres iguales, ¿cómo va a haber dos países equivalentes? Y entre los grandes y creadores, la unicidad es evidente, la imposibilidad de confundirlos o intercambiarlos. Pero entonces no hay que engolar la voz, y, sobre todo, hay que mostrar en qué es excepcional el país que lo sea. Los provincianos, que creen, como decía Ortega, que su provincia es el mundo, se creen dispensados de cono- cer las demás provincias, cierran los ojos y se extasían nominalmente ante la suya; y digo nominalmente, porque no suelen conocerla, y casi siempre desconocen todo lo que tenga de admirable. A fuerza de hipérboles y elogios en hueco, de desconocimiento de las limitaciones, los defectos o los males, se produce un asco a todo eso que lleva por lo general, no a su análisis y crítica, a su corrección concreta y en vista de las cosas, sino a su inversión automática, al desdén, al escarnio de la totalidad del país, pasado, presente y futuro, sin, atenuantes ni esperanza. Así ocurría en tiempo de Larra, el mayor crítico de la época, y así vuelve a ocurrir hoy, como si Larra no hubiera existido, no hubiera escrito, no hubie- ra dado relieve y énfasis asus palabras con el signo de admiración de un pistoletazo. Escribir para que al cabo, de siglo y medio, haya que volver a escribir lo mismo, ¿no da Pág. 12
  • 13. gana de llorar? Sí, pero antes de escribir la frase de Fígaro yo me detendría a comprobar si esto pasa solamente en Madrid. La tesis de Keyserling, escrita hace exactamente medio siglo, de que «en lo ético Espa- ña se encuentra a la cabeza de la actual humanidad europea», mal entendida y peor utili- zada, ha sido desastrosa. Ha llevado a decir que España era el modelo del mundo," que todos nos envidiaban (y odiaban), y otras inepcias semejantes le ha exaltado en hueco y abstractamente el valor de España, a la vez que se atacaban -o destruían- sañudamente sus valores concretos; y, sobre todo, se identificaba el nombre de España con una pe- queña fracción de ella (a la cual ciertamente no voy a negar, como ella suele hacer con los demás, la condición espanola, pero sí la pretensión de agotarla). Ya sabemos lo que ha querido decir, en los discursos y artículos de los últimos de Genios, «amigo de Espa- ña» o «enemigo de España». Esto ha engendrado, en los que se han considerado -tal vez sin demasiado fundamento- la «oposición», un infinito desprecio por España y todo lo que ha sido y hecho. En una revista cuyaÍ inspiración ha de buscarse en una de las cimas de lo que fue el llamado «triunfalismo» se ventiló hace no mucho tiempo la peregrina cuestión. «¿Existe una cultura española?», y el conjunto de las respuesta era abrumado- ramente negativo; algunos expresaban su confianza en que esa cultura no había existido nunca, ni existía en el presente, ni existiría en el porvenir; y después de leerlos a todos, casi se inclinaba uno a pensar lo mismo, hasta que se doblaba la última página y se le- vantaban los ojos a la realidad. Hoy se da un fenómeno curioso: se niega el valor de la cultura española, pero resulta que es maravillosa si se la considera a trozos: no se habla más que de la «cultura catala- na», la «cultura asturiana», la «cultura vasca», la «cultura gallega», la «cultura valen- ciana», la «cultura extremefla», la-«cultura andaluza», incluso se empieza a hablar tími- damente de la «cultura castellano-leonesa». Por lo visto, el todo es mucho menor que la suma de sus partes. Dos grupos opuestos proclaman a diario que «nada ha cambiado». Poco importa que la transformación de la sociedad española -y de la realidad física de España- sea de las más rápidas y profundas de Europa, que la distancia entre la España de hace un cuarto de siglo y la de hoy sea mayor que la que en ese tiempo separa el presente del pasado en la mayoría de los países. En una pequeña ciudad de la España republicana advertían a uno en 1939: «¡Que llegan los fascistas». Respondió desdeñosamente: «¿Qué importa? ¡Con no verlos ... » Me asombran los que en estos meses declaran con la mayor seriedad que nada ha cambiado, cuando con su propia presencia, conducta y palabras demuestran hasta qué punto han mudado las cosas. Frente a los que están convencidos de antemano de que en España no son posibles las formas. políticas que parecen normales y civilizadas en el resto de Occidente, y se nega- rán a reconocer que se vive en ellas hasta en el día que tengan plena vigencia, están los que, fingiendo entusiasmo por España, creen tan poco en su consistencia que están per- suadidos de que se va a volatilizar el día que nos comportemos política y socialmente como nuestros semejantes de Europa y América; y que somos tan poco originales que no vamos a dar un acento personal a las normas aceptadas en todos los países en que los hombres son libres para decidir por sí mismos cómo quieren vivir. Como en España, durante los últimos: cuarenta años, se ha podido hablar muy poco de ella, al menos en concreto y en detalle, y -hay que decirlo- se ha hecho mucho menos de lo que se podía, una porción anormal de la información ha estado destinada al extranje- ro. Se podría pensar que eso ha abierto a los españoles amplios horizontes, los ha hecho estar enterados de otras formas de vida; pero como esa información ha solido ser ten- Pág. 13
  • 14. denciosa, ha bizqueado hacia las cuestiones interiores, ha presentado casi siempre los otros países como si apenas tuvieran que ver con España -para bien o para mal, tanto da- , todo ello ha contribuido a crear la impresión de que nuestro país es único, especial, teratológico. Los lectores españoles no acaban de tomar en serio lo que leen. de otros países, como si no fuera algo real, sino una forma de ficción. ¿Quién imaginaba que lo que contaban los periódicos estos últimos años de los Estados Unidos podría ocurrir en Madrid o Barcelona? Las noticias de Portugal, ¿se toman como algo efectivo, que ha sucedido o está sucediendo más cerca de Madrid que muchas ciudades españolas? ¿No se ha introducido en la mente de los españolel una extraña «distancia» de todo lo demás, que se parece mucho a la que establece el tiempo pasado? ¿No miran al mundo -a todo el mundo- como quien lo hace a través del túnel del tiempo? Sólo esto, explica que sien- tan horror a tantas, cosas excelentes, o inofensivas, que miren con impavidez o con bea- titud y derretimiento formas de vida que les producirían espanto si las imaginaran. Pero es que sienten que, en reafidad, nóvan con ellos. Sería esencial que, definitivamente, se relegara al olvido el tópico que denunció Larra. España está viva, bien viva, y es un viejo país que hasta llegado hasta hoy, -1976- y va a seguir en el futuro, Dio! sabe hasta cuándo. En este PAÍS, al menos, yo quisiera que nadie renunciara a entender las cosas, y a hacerlas, repitiendo: «En este país ... » TRIBUNA: JULIAN MARIAS España y el pensamiento EL PAÍS | Opinión - 18-07-1979 Se ha vuelto a remover en estos últimos tiempos la cuestión, casi siempre mal plantea- da, de la cultura española. Más específicamente, se ha puesto en duda la contribución de los españoles a las tareas del pensamiento, incluso su aptitud para él. Se reconoce fácil- mente que en España haya habido, o haya, artistas, literatos, tal vez espíritus religiosos; pero la tentación es borrar de un plumazo la significación de España, en lo que se refiere al pensamiento.Por lo general, los que sobre estos temas escriben no tienen idea muy clara de lo que es propiamente pensamiento, y es dudoso que se hayan tomado la moles- tia de conocer y justipreciar lo que en España se haya pensado durante unos cuantos siglos. Esto no sería grave, si no escribieran sobre el tema; esto último no es necesario, pero pasa lo mismo que con las castañuelas: si se tocan, se deben tocar bien. Un discreto amigo, residente en Alemania, me ha llamado la atención sobre algunos escritos recien- tes; aparecidos precisamente mientras yo estaba en ese país y en Austria, y me ha ani- mado a hablar de ellos. No voy a hacerlo, pero sí del fondo de la cuestión, a la que he dedicado bastante atención durante unos cincuenta años, y una considerable dosis de pensamiento. He llegado a la conclusión de que la originalidad española, en muchos sentidos, ha sido muy superior a lo que se esperaba, y como no se suele ver más que lo que se espera, no Pág. 14
  • 15. se la ha visto. Casi todos los que han escrito de cosas españolas han mirado a ver si aquí pasaba lo que «debía pasar» -es decir, lo que se hacía en otras partes-, y no se han ente- rado de lo que, precisamente, en otros lugares no se hacía. Me parece dificil no ver «pensamiento» en la creación de esa forma de sociedad y Estado que se llama la nación -en el sentido moderno de la palabra-, y en España, hace cinco siglos justos, no es que se escribiera sobre ello, sino que se hizo, se realizó; por si fuera poco, se inventó tam- bién la comunidad de pueblos heterogéneos, la creación político-social más importante y compleja que ha existido después del Imperio Romano, y que se llamó la monarquía española; no concibo cómo puede hacerse eso sin pensamiento. También significa una innovación considerable el usar las lenguas «vulgares», las len- guas vivas, para la teoría, en el sigloXIII; y en España se hizo por partida doble, con el castellano (Alfonso el Sabio) y el catalán (Ramón Llull o, latinizado, Raimundo Lulio). Y seguramente nadie fue tan estrictamente pensador como Luis Vives entre los huma- nistas, y, desde luego, nadie pensó tan profunda y ejecutivamente sobre lo humano con- creto como los cronistas e historiadores de Indias, experiencia que hizo posible la re- flexión teórica de hombres como Vitoria y Suárez, que desgraciadamente para efectos internos españoles, escribieron en latín. Pero renuncio a seguir explorando los filones casi intactos y desconocidos de las formas originales y creadoras de pensamiento que en España se han alumbrado en siglos ante- riores. Vengamos al nuestro, ya que es el presente, si no me equivoco, lo que acucia y atosiga a nuestros comentaristas, en muchos casos con sincera preocupación y buena fe. El siglo XX representa en España una concentración de pensamiento creador que no me parece inferior a la de ningún otro país, a pesar de las notorias deficiencias de una cultu- ra incompleta y fragmentaria, sin los grandes equipos que un siglo de prosperidad y disciplina había conseguido en algunas naciones. Una de las formas supremas de pensar la realidad humana -la novela- es creación española, entre la Celestina y el Quijote; en nuestra época es Unamuno el que inventa la forma de novela personal que va más allá del continente descubierto por Cervantes, explorado desde entonces hasta fines del siglo XIX. La novela como método de conocimiento es la gran aportación de Unamuno al pensamiento, con posibilidades que apenas se han empezado a conocer y aprovechar. Infortunios personales han interrumpido, quién sabe si para siempre, la composición de un libro cuyo título iba a ser El pensamiento literario en la España del siglo XX -la lite- ratura es una forma de pensamiento irreductible a las demás y tan interesante como ellas-; ¿se ha medido lo que significa como pensamiento la obra de Valle-Inclán, Ma- chado, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Rosa Chacel, etcétera? Y convendría no olvidar a Maragall o a Eugenio d'Ors. Lo decisivo ha sido, sin embargo, la filosofía y su función en la cultura espafíola. El balance filosófico de Unamuno -lo hice en mi libro de 1943- es impresionante, y absolu- tamente anticipador respecto de toda Europa. Pero fue una filosofía «a regañadientes», a pesar de la voluntad de su autor. Con ella, y con una disciplina más intensa, la filosofía de Ortega representa, a mi juicio, el máximo esfuerzo de creación e innovación en nues- tro tiempo. En ella ha acontecido, sencillamente, una inflexión en el camino de la filoso- fía, el comienzo de una etapa, con el descubrimiento, esencialmente simultáneo, de una nueva realidad y un método adecuado para aprenderla. Se trata de pensamiento puro, en Pág. 15
  • 16. el sentido de absolutamente activo, en estado naciente, sin elementos inertes y de aca- rreo. Por eso, esta filosofia ha podido tener consecuencias que algún día se podrán medir y evaluar. Se recordarán los nombres de Zubiri, de Gaos y algunos más; pero habrá que tener en cuenta que ese pensamiento fue soterrado, en 1939, por un alud de arcaísmo impuesto oficialmente, que hacia 1960 encontró su relevo en otro equipo de «enterrado- res» no menos activos, de observancia opuesta y no tan distinta. En gran parte por esas condiciones adversas, los españoles de vocación filosófica, en su mayor parte, se orientaron hacia otras disciplinas menos sospechosas y combatidas, en las que podía unirse la decencia intelectual con una carrera oficial. Si no se tiene esto presente, no se entiende nada de lo que ha sucedido en los últimos cuarenta años. Con todo, no me sentiría tentado a cambiar la creación filosófica española de ese período por la de ningún otro país. Pero, al margen de ese desdichado episodio político-social, lo interesante es la aptitud de la filosofía española para fecundar las demás disciplinas. La filosofía, durante casi todo el siglo XX, ha sido el centro de organización de la cultura española, lo cual basta- ría para definirla en la perspectiva del pensamiento. Lo que la filología, la lingüística, la sociología, la historia, la teoría del arte han tenido de original entre nosotros es que han estado henchidas de pensamiento. No sólo información, erudición, saber riguroso, sino pensamiento -con frecuencia metódico- encontramos en la prodigiosa obra de Menéndez Pidal, en la cual lo de menos -con ser asombroso- es la acumulación de noticias científi- cas y el férreo encadenamiento con que están trabadas. Y es pensamiento la obra entera de Miguel Asín Palacios, y lo es, tan aguda y finamente, la de Emilio García Gómez. Y -aunque unido a extremosa arbitrariedad encontramos un constante esfuerzo de pensa- miento en Américo Castro; y en forma más sosegada y acendrada en la impresionante obra de Dámaso Alonso, que se está publicando en gruesos volúmenes en medio de una indiferencia que me pasma casi tanto como su extensión y calidad. ¿Y Rafael Lapesa, y Montesinos, y tantos de sus discípulos? ¿Qué significa la obra entera de Enrique Lafuente Ferrari más que la introducción del pensamiento, de los conceptos rigurosos y los métodos de gran calado, en el estudio del arte? ¿Quién, en Europa o en América, entre los estudiosos de las disciplinas artísticas, es capaz de escribir De Trajano a Picaso, Ortega y las artes visuales o el libro sobre Zu- loaga? ¿No es pensamiento Invariantes castizos de la arquitectura española o El sem- blante de Madrid, o los estudios de urbanismo de Fernando Chueca? La obra de Manuel de Terán, ¿significa otra cosa que pensar la geografia? Y podría decirse otro tanto de Manuel García Pelayo, o de Luis Valdeavellano, o de Luis Díez del Corral; o de Juan Rof Carballo o de Juan Linz o de José Luis Pinillos (y lo que les han dejado hacer de «escuelas»). Pienso que Pedro Laín Entralgo significa, ni más ni menos, haber llevado el pensamiento en su forma más estricta a la historia de la medicina, con lo cual ha con- seguido cambiar su situación, su status intelectual. Y me conmueve el caso de los viejos que, a veces tardíamente, han ido derivando cada vez más, con recursos diversos, hacia el pensamiento, hacia la conciencia de su necesidad: fue el caso de Madariaga, de Sán- chez Albornoz, de Carande, de tantos otros, como lo es el de todos los investigadores que no han sucumbido al mimetismo, a la imitación pasiva y superficial de lo que creen que es la ciencia de otros países. Pág. 16
  • 17. No he tenido más remedio que indicar algunos ejemplos, apuntar algunos nombres - entre otros muchos que se podrían añadir, que se deberían añadir, si se tratase de estu- diar nuestra cultura-. No era ese mi propósito, sino algo mucho más sencillo: mostrar que, precisamente, lo que caracteriza a la cultura española del siglo en que vivimos, lo que la hará pervivir, pese a quien pese, lo que hará que haya que recurrir a ella cuando se quiera entender la realidad, es la función capital que en ella tiene el pensamiento. JULIAN MARIAS Examen de conciencia 07/08/1977 La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas; rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po- sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to- das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri- tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli- groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»? El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi- co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten- to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni dio los frutos que de él podían esperarse. *** La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en 1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal- varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu- cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue- vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces- Pág. 17
  • 18. muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver- daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi- dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis- tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú- blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár- quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto, «cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu- sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan- tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla- mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu- vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo- nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer- cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en 1977.) Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli- ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des- truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi- mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad», contra el torso mayoritario del partido socialista. En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi- to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable- cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es decir, en plena República. Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en 1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande- ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co- munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal que pronto se vio desasistida. No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece- nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya Pág. 18
  • 19. muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de otro modo una renovada legitimidad democrática. Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso, aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho consumado» no pasa de ser un hecho. La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado- ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi- lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se entiende, por sí misma y a sí misma). En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere- chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce- so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le- gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco, ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad». *** Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas, conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante- niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue- vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz, no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es- tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio- gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo- ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no malogrernos una espléndida posibilidad histórica. La razón histórica/3 JULIAN MARIAS Examen de conciencia JULIAN MARIAS EL PAÍS - Opinión - 07-08-1977 Pág. 19
  • 20. La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas; rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po- sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to- das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri- tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli- groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»? El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi- co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten- to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni dio los frutos que de él podían esperarse. *** La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en 1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal- varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu- cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue- vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces- muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver- daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi- dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis- tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú- blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár- quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto, «cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu- sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan- tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla- mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu- vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo- Pág. 20
  • 21. nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer- cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en 1977.) Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli- ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des- truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi- mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad», contra el torso mayoritario del partido socialista. En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi- to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable- cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es decir, en plena República. Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en 1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande- ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co- munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal que pronto se vio desasistida. No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece- nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de otro modo una renovada legitimidad democrática. Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso, aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho consumado» no pasa de ser un hecho. Pág. 21
  • 22. La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado- ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi- lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se entiende, por sí misma y a sí misma). En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere- chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce- so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le- gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco, ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad». *** Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas, conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante- niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue- vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz, no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es- tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio- gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo- ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no malogrernos una espléndida posibilidad histórica. JULIAN MARIAS Figuras del 98 20/07/1976 Los hombres del 98 cruzan una y otra vez por los ojos, por el recuerdo, por la mente de Maragall. Aunque eran de todas partes, los asocia a Castilla, porque Maragall vive apa- sionadamente la lengua -las lenguas-, con extraordinaria sensibilidad que le hace decir finas cosas olvidadas. En 1903 ha ido de Galicia a Madrid, treinta horas de tren, y en un paréntesis de una carta a Pijoan nos da una intensa imagen de Castilla(«Castilla desola- da amb els seus grans horitzons muts que aniquilen a la gent: el Guadarrama de gran belleza a la llum de la lluna, com país de lluna ell mateix»). En el mismo año escribe Pág. 22
  • 23. sobre el libro de Unamuno, En torno al casticismo, y dice de su «magnífica evocación de la tierra de Castilla» que para el es lo mejor del libro y «revela el gran artista que hay dentro del profesor de Salamanca».Ya en 1902 había escrito una larga reseña de Amor y pedagogía. Maragall leía a Unamuno con la pasión y la esperanza con que era leído por las minorías despiertas en toda España, las que estaban atentas a los nuevos astros, cuando todavía se creía, en medio de un pesimismo más verbal que real, en la posibili- dad del talento y aún del genio. No había surgido esa forma suprema del resentimiento que consiste en dar por supuesto que se han acabado las figuras creadoras (sin duda porque se está persuadido de no ser una de ellas). Desde 1900, Unamuno y Maragall se habían escrito, y lo hicieron hasta la muerte del segundo. Su epistolario, con algunos escritos que los comtemplan, fue publicado en 1971 por Pedro Laín Entralgo y Dionisío Ridruejo (Seminarios y Ediciones, Hora H), y esto hace superfluo insistir en la relación entre ambos escritores, tan íntima y profunda, con tan claras diferencias de nivel generacional y de instalación dentro de España. Pero quiero recordar algunas interesantes referencias de Maragall a Unamuno, que no se en- cuentran en este Epistolario. Cuando Unamuno visitó Barcelona en 1906, de aquel viaje nacieron varios comentarios en prosa y tres poemas: «La catedral de Barcelona» (a Juan Maragall, nobilísimo poeta), «Tarrasa» y «L´Aplec de la Protesta». En un artículo de Maragall, «La gran setmana d'octubre», hay una interesante semblanza del visitante bilbaíno y salmantino: «Aquest era don Míquel de Unamuno, rector de la Universitat de Salamanca, Fespanyol representatiu d'avui, el qui en un sentit caliliá podría ésser nomenat I'héroe de I'extrema decadéncia castellana, el cervell d´espantosa activitat, girant entorn del misteri de la vida i de la mort, de la idea divina i de la consciéncia individual; l´home ullprés per son abim interior, absort en la contemplació personal, i dient la seva angúnia metafísica for- tament, en belles paraules dures: l´últim poeta castellá. «La seva alta, dreta, noble figura de basc recriat a Castella, travessá impertobable i des- denyosa per aquells díes aquest vastísimo arrabal de Tarascón, (com jo sé que ell digué an algú), sense dignar-se sinó llencar un cop d'ull a la superficie, tornant de seguida dis- gustat l'esguard cap endins de si mateix on hi retrovaba la pau de la noble estepa innen- sament quieta ¡deserta, pera rependre-hi en silenci la terrible batalla amb el Déu invisi- ble de ses nits d'insomni». «Aquest pas de don Miquel de Unamuno, pels nostres cercles monstruosament tarasco- nesos, en un tal moment, me sembla una cosa tan... histórica, que en la seva sola con- templació hi pressento una font de saviesa molt abundanta». Maragall, todo ojos, que quiere otros más grandes para después de la muerte, se asom- bra ante Unamuno en su abismo interior, que lanza una mirada desdeñosa a las cosas de fuera y recae en su intimidad, en sus honduras, en lo que llamaría el hondón del alma. Y unos meses después, el 5 de febrero de 1907, vuelve sobre el tema en una carta a Carles Rahola: «No m'estranya Fefecte que le féu aquella grandesa de la Sagrada Família; és impossí- ble que ningú la pugui mirar amb indiferéncia, i en un esperit com el de vosté hi ha de deixar forta senyal. Realment a l´Unamuno em sembla que no li entrá o, millor dit, que lí entrá malament. En les cartes que m'ha escrit no me n'ha parlat; péro en l'article que sobre Barcelona escri gué en la Nación de Buenos Aires, em sembla veurc-hi una allu- sió verament malévola al nostre Temple. Es un home singular I'Unamuno: s'impressiona poc o deforment, de lo que veu perqué está massa preocupat de si mateix, és dir, del Pág. 23
  • 24. problerna de l´ánima individual. Aquesta emsembla la seva feblesa i també la seva gran força. Per més que aquí tothom el troba poseur, a mi emsembla un home d'una gran sin- ceritat; si de cas és ell a si mateix que s'enganya. Jo l´he arribat a respectar i estimar molt amb el breu tracte que vaig tenir-hi de present, i amb el més ample i efusiu que hi he tingut per cartes: i ell també m'ha demostrat estimar-me. Lo que es que aquí no el van saber tractar, en general, ni ell tampoc encertá en trobar l'embocadura de lo nostre. Quelcom per l'estil deu passar amb en Silverio Lanza; pero an aquest encara li manca bom troc per ésser I'Unamuno, em sembla». Se impresiona poco o deformadamente por lo que ve, porque está demasiado preocupa- do de sí mismo. Esto es lo que impresiona a Maragall. Ahí ve la debilidad y la fortaleza de Unamuno, al mismo tiempo. La palabra «fuerte», «fortaleza», acude siempre a su pluma cuando habla de Unamuno, aunque también adivinó su inseguridad, su flaqueza - probablemente las suyas propias iban en sentido contrario- Unamuno confiesa que, por comparación con los griegos, a otros «la luz nos entristece y llena de preocupaciones. Andamos siempre a la busca de nosotros mismos y en la calle a la luz, nos perdemos». Pero en ese artículo de La Nación, «Barcelona», que tanto había inquietado a Maragall, Unamuno demostraba haber visto muchísimas cosas -quizá sin parecer que miraba-; y reprochaba a los barceloneses, y en general a los catalanes, exactamente lo que Maragall le reprochaba a él «un ensimismamiento pernicioso y fuente de toda clase de injusticias de juicio». Lo curioso es que en ese volumen de Epistolario y escritos complementarios falta un texto decisivo: uno de los últimos artículos de Maragall, escrito dos meses antes de su muerte, y que es un diálogo de fraternal polémica con Unamuno. Tendré que hablar de él en otro contexto. Ganivet y Baroja pasan por las páginas de Maragall. Señala el carácter específicamente granadino del primero. Maeztu aparece, sin mucho relieve, en un par de ocasiones dis- tantes. En 1901 le pregunta a Azorín: «¿No tiene nada publicado Maeztu, que en el bre- ve momento que pude hablarle me interesó mucho? Tal vez en el grupo de ustedes, habrá algún otro que tenga verdadera significación y que yo ignore en absoluto. No me lo dejen ignorar.» Diez años después, al darle gracias a Rahola por un artículo de Una- muno, cornenta: «M'hi sento molt a la vora, jo, de l'esperit d'aquest home; molt inés a la vora que de l´esperit d'un Maeztu, per exemple, que em fa l'efecte d'un home que, per la reflexió, es violenta penosament lo castís del seu sentiment». Tempranamente, en enero de 1907, cruza un momento una carta a Frances Pujals el nombre de Antonio Machado, que le había enviado sin duda su libro primerizo Soleda- des, que Maragall nombra erróneamente Soledad. Pero en realidad no acaba de verlo. «Recordo d'ell -escribe- una visió d'hivern mol viva, i una tarda d'abril amb un 'Mai piu...'. El tinc en el cor, tot aquest jovent castellá que s'a fanya peis camins de la poesía, el veig trist i tot sovint pervertit per en Rubén Darío. «Y después de expresar su admira- ción por éste, por su fuerza poética, le reprocha frivolidad, jugar con una cosa tan sagra- da como la poesía. El que más interesa a Maragall entre los hombres del 98, después de Unamuno, es sin duda Azorín. En 1900 publica una larga recensión de El alma castellana. Se ve que Ma- ragall ha leído el libro con avidez, buscando en él la clave de una España quefue solo (o principalmente) castellana -así piensa- y que debe ser, matizándose y enriqueciéndose, otras cosas más. Y así termina con un párrafo conmovedor: «Y así como él ha sabido revelar el alma castellana, que indudablemente ha podido llamarse velar el alma españo- la por muchisímo tiempo, se encontrará quien supiera buscar otras, ocultas siglos ha por Pág. 24
  • 25. los espacios de la península Ibérica, quizás, combinándolas, los españoles adquiriéra- mos conciencia de un alma nueva que buena falta nos hace». Muy poco después empieza a escribir personalmente a José Martínez Ruiz; de su libro le dice: «Para mi tiene la mejor cualidad (y la más rara) que puede tener un libro: el ser vivo». A comienzos del año siguiente le elogia el Diario de un enfermo, recuerda a Ba- roja y otros escritores coetáneos, y dice que todo ello «empieza a hacerme sospechar si ustedes, los de la nueva generación, han vuelto a encontrar, a fuerza de seriedad y since- ridad, el espíritu inmanente del arte castellano en un nuevo sentido de su lenguaje, el sentido de la sobriedad, cosas una y otra inconocidas o desconocidas (a mi modo de ver) por los escritores castellanos de muchísimo tiempo (exceptuando tal vez a Pérez Gal- dós), que, a fuerza de hacer juegos malabares con la riqueza más superficial de la lengua castellana, acabaron por perder su sentido íntimo e hicieron traición en su arte al alma castellana austera y poderosa por su misma austeridad. Separaron el arte de la vida que es como hacer flores de papel y frutos de cerá, pero lo de ustedes, es vivo. »Y ahí vemos la sensibilidad de Maragall. en vivo también, yo diría en carne viva, ante la lengua. Por- que si Maragall fue unos ojos, su vida se realizó mediante la palabra; y ahí radicó la clave de su vida, su manera de ser poeta y prosista, catalán y español, hombre de la re- naixenca asomado a la nueva literatura a la nueva España del 98. En el milenario de la lengua española / 1 JULIAN MARIAS Filosofía e instalación lingüística EL PAÍS - Opinión - 22-11-1977 Se conmemora el milenario. -aproximado, naturalmente- de la lengua española. Como la lengua y la sociedad son fenómenos vivos, quiero tratar ahora de algo bien reciente, que ha sucedido a los pueblos que hablan nuestra lengua cuando ésta llevaba ya nueve si- glos, de existencia histórica. La filosofía, como interpretación racional explícita de la realidad, sólo es posible cuan- do se realiza lingüísticamente. La «expresión» verbal de una doctrina filosófica es, antes que eso y más que eso, su realización concreta. Esto quiere decir que toda filosofía par- te de una instalación lingüística, de una lengua que es ya una interpretación de la reali- dad. El grado de autenticidad de una filosofía depende en gran parte de su conexión con la lengua en que se realiza y está condicionada por esa instalación previa. El nacimiento de la filosofía occidental está ligado a la lengua griega, que sigue presen- te en todas las formas de pensamiento que históricamente tienen su matriz en las socie- dades helénicas; el cambio de instalación lingüística del griego al latín fue la máxima crisis en la historia del pensamiento occidental, y ha condicionado todo el pensamiento medieval y moderno. La fragmentación de la unidad lingüística latina en la pluralidad de las lenguas europeas -iniciada tímidamente y sin continuidad desde el siglo XIII (Al- fonso el Sabio, Ramón Llull, Meister Eckert), llevada a cabo desde el Renacimiento- significó el nacimiento de las diversas filosofías «nacionales» de Occidente. Pág. 25
  • 26. La diferencia fundamental entre este cambio y el anterior reside en que cuando el latín fue sustituido por las diversas lenguas de Europa, hacía mucho tiempo que no era una lengua viva; es decir, que se había hecho filosofía durante siglos en una lengua en que los que la hacían no estaban vitalmente instalados, sino sólo en una dimensión relativa- mente superficial y abstracta: la teórica. El griego y el latín habían sido las formas reales de instalación de los que filosofaban en estas lenguas; pero desde hacía siglos ya no era cierto; el filosofar desde las lenguas vernáculas fue un paso decisivo hacia la autentici- dad de la filosofía, aunque durante siglos el latín había mantenido la posibilidad de una «actitud» o Einstellung teórica que no hubiera sido posible -o sólo muy precariamente- en las lenguas vivas; el latín fue el invernadero de la mente teórica entre San Agustín y la Edad Moderna. Francia, Inglaterra, Italia son los primeros países en que se hace con continuidad filoso- fía en la lengua viva, muchos años más tarde, Alemania. Es significativo que Leibniz, a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, no escribe todavía en alemán, pero sus obras principales y más representativas son francesas y no latinas; es decir, aun sin usar su lengua propia, se adscribe al mundo de las lenguas vivas, prefiriendo una ajena, pero próxima, al latín del mundo abstracto de la cultura pretérita. Wolff y -ya creadoramente- Kant ejecutarán la operación de instalar laFilosofía en la lengua alemana. Inglaterra, por su parte, que mientras había cultivado el latín había sido simplemente parte de «la Cristiandad o Europa» (para usar la expresión de Novalis), tan pronto como empieza a hacer filosofía en inglés se segrega del torso continental europeo y hace filo- sofía en muchos sentidos «disidente», actitud que ha perdurado hasta hoy. En cuanto a España, la máxima parte de su filosofía, y desde luego la más valiosa, se había hecho en latín: Luis Vives, Francisco Suárez. Es decir, la interpretación filosófica española del mundo no se ha intentado hasta nuestro siglo. En este sentido, toda la filo- sofía, hasta el siglo XIX inclusive, ha sido «recibida» para los hombres que hablamos español, lo cual quiere decir en alguna medida «escolastizada» -sea cualquiera el conte- nido de esa escolástica-. La intelección plena de una filosofía sólo puede lograrse en la lengua en que ha sido pensada y escrita, y si esa lengua no se conoce, se permanece siempre marginal a esa forma de pensamiento. Pero la posesión, la apropiación de esa filosofía, sólo puede ejecutarse en la lengua propia, insertándola en la instalación básica lingüística sobre la cual ha de superponerse toda interpretación doctrinal. No se puede entender plenamente a Aristóteles si no se lo lee en griego, pero un hombre de lengua española no puede hacerlo suyo más que repensándolo en español, con palabras y giros de esta lengua. Esta es la doble condición, aparentemente paradójica, frente a la filosofía originariamente ajena. Para ello es menester, naturalmente, que se pueda formular esa filosofía en la lengua propia; lo cual no es obvio, ni en muchos casos posible: la supuesta posibilidad de «co- municación» universal entre lenguas cualesquiera no pasa de ser un pensamiento desi- derativo bastante demagógico. Tal vez «en principio» eso sea posible -al menos entre lenguas de cierta complejidad y afinidad a la vez-; pero para que llegue a ser real hay que crear las posibilidades filosóficas en una lengua dada. Esto fue lo más valioso de Feijoo y otros ilustrados del siglo XVIII, en España y en América; o de los krausistas desde Sanz del Río y Giner, en el siglo XIX, que recibieron y de alguna manera adaptaron la forma del pensamiento alemán, nunca aclimatado antes Pág. 26
  • 27. en nuestra lengua. Pero no lo hicieron creadoramente, y no consiguieron una auténtica lengua filosófica española. Sólo la función creadora puede lograr la asimilación eficaz de la cultura ajena, incorporándola a la germinación de una propia, rigurosamente origi- nal. Esta empresa es la que llevaron a cabo Unamuno sin acabar de quererlo y casi a pesar suyo, Ortega deliberadamente y con excepcional genialidad. En Unamuno se dio la convergencia de su preocupación filosófica constante, su inmer- sión en las filosofías de otras lenguas, con sus fabulosas dotes lingüísticas y literarias en español. Aunque no pretendió hacer filosofía, vivió en español la filosofía, tuvo que repensarla, la agitó en el fondo de su alma, instalada, anclada, en la lengua española. Ortega hizo mucho más: filosofar creadoramente, desde el torso de la tradición intelec- tual íntegra de Occidente, en su lengua propia, sumergido en ella, ensayando sus posibi- lidades denominativas, expresivas, metafóricas, evitando hasta el límite de lo posible todo tecnicismo, todo neologismo, buscando palabras de la lengua, no «términos» defi- nidos por una estipulación, para expresar las realidades descubiertas. De sus manos sa- lió lo que nunca había existido: la lengua filosófica española, el repertorio de posibili- dades para hacer filosofía en español. Conviene advertir que este planteamiento está a cien leguas de todo «nacionalismo» - por el que hay que sentir, decía Ortega desde su juventud, «exquisito desprecio»-. Los europeos no pueden ser nacionalistas, precisamente porque son nacionales (el naciona- lismo, que es la inflamación o irritación de la condición nacional, se queda para los que carecen de ella). Las naciones europeas son naciones de Europa -sociedades «de im- plantación» dije en La estructura social-, la cual las precede y preexiste, de cuya sus- tancia están hechas. Análogamente, las lenguas europeas no son mutuamente ajenas, sino que han convivido siempre, en el área de Europa (por lo menos las lenguas románicas y germánicas de Eu- ropa centro-occidental). Han estado siempre en presencia han nacido en un suelo histó- rico condicionado por las culturas griega y latina, con la Biblia injertada, han dialogado durante toda su historia. Cualquier «separatismo» entre las lenguas de Europa es una traición a cada una de ellas, a su condición profunda. Cada lengua europea es una entre las demás. Está hecha de referencia a las otras -y a sus orígenes- y sólo así se afirma en su peculiaridad. El que no "escucha" las demás lenguas y se recluye maniáticamente en la propia, no acaba de oirla, y se convierte históricamen- te en un provinciano. El filósofo occidental tiene que vivir en la herencia común, en la tradición, dos veces y media milenaria, de la filosofía, y nutrise de ella si quiere ser él mismo. Pero para crear, para tener su propia filosofía inevitable, para llegar de verdad a saber a qué atenerse, necesita retraerse a su intimidad, Y la única intimidad lingüística es la lengua propia, aquella en que se está «en casa». Viniendo de las lenguas occidenta- les en su convivencia, histórica efectiva, el filósofo tiene que llegar al núcleo personal de su lengua para descubrir la realidad desde sí mismo, es decir, desde su propia pers- pectiva irreductible, desde aquella forma lingüística única en que puede decirse a sí mismo con plenitud de sentido. La cultura española -y las hispánicas nacidas de ella, trasladadas a otras circunstancias, con otros ingredientes, pero dentro de la misma en- volvente instalación lingüística-, a pesar de ser una de las más creadoras e ilustres de la historia, ha sido incompleta en un sentido muy preciso: no ha llegado a tiempo a su ex- presión filosófica adecuada. No es, ni mucho menos, una excepción; al revés, son ex- Pág. 27