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El conocimiento
sobre cómo manejar
el conocimiento
O
mar López Mato,en su libro
titulado Ciencia y mitos en la
Alemania de Hitler, un tema
engastado en la confusa y
nefasta relación entre el poder políti-
co y la tecnociencia, concluye con lu-
cidez que los seres humanos siguen
sujetos a reacciones primarias, como
la agresión o la huida, pese al notable
desarrollo intelectual alcanzado por
nuestra especie; que el patrioterismo
es tan fuerte hoy como hace un siglo
o un milenio; y que el espíritu tribal
jamás nos abandona.Es decir,el mun-
do actual está poblado por hombres
de Cromañón que manejan compu-
tadores y arrojan misiles nucleares
en vez de piedras y flechas. En otras
palabras, el progreso tecnocientífi-
co ha ido mucho más rápido y lejos
que el progreso ético. De este modo,
no es posible afirmar que la acumu-
lación de conocimientos tecnocien-
tíficos hace que los seres humanos
de hoy sean mejores personas y que
posean una mayor autoridad moral
que nuestros lejanos antecesores. No
parece que haya genes para la moral.
Por el estilo, Michio Kaku, físico,
futurólogo y divulgador científico
estadounidense, decía en una en-
trevista televisiva que, en la ciencia
ficción, hay una clasificación de las
civilizaciones según tres tipos, a sa-
ber: las civilizaciones del tipo III, las
más avanzadas,son aquellas que han
alcanzado un manejo sabio de los re-
cursos de su galaxia; siguen las civili-
zaciones del tipo II,menos avanzadas
que las anteriores, aunque han logrado mane-
jar bien los recursos de su sistema planetario;
por último, tenemos las civilizaciones del tipo I,
menos avanzadas aún, si bien han sabido ma-
nejar con prudencia los recursos de su planeta
madre. En esta perspectiva, asevera Kaku que
nuestra civilización es del tipo cero. Es decir,
está en una fase preocupante de adolescencia
tecnológica, lo cual significa que no sabemos si
cabe o no evitar la autodestrucción o si nuestra
vieja madre Gaia perderá la paciencia y echa-
rá de su casa a los humanos por comportarse
cual gamberros. En otras palabras, la humani-
dad como un todo no cuenta con un conoci-
miento sobre cómo manejar el conocimiento,
o sea, un conocimiento que permita manejar
en forma responsable el enorme poder que la
tecnociencia ha puesto en nuestras manos. Se
denomina a tal conocimiento con un término,
surgido al iniciar la década de 1970: bioética.
Al fin y al cabo, todo gran poder exige una gran
responsabilidad.
Ahora bien,¿por qué es menester contar con
ese conocimiento crucial? Sin ambages, consi-
dero que esto obedece a un hecho incontesta-
ble: la maldad intrínseca del ser humano, una
realidad avalada tanto por la Historia como por
las modernas neurociencias. Al fin y al cabo,
Santiago Ramón y Cajal, padre de la teoría de
la neurona, afirmaba que el ser humano es un
animal de malos instintos, que lo único digno
de encomio que ha producido es la ciencia y
el arte, mientras que, en todo lo demás, sigue
Carlos Eduardo Sierra C.
revista UNIVERSIDAD
DE ANTIOQUIA
13
siendo el último animal de presa aparecido.
Significa esto que, si el ser humano fuera bue-
no por naturaleza, la ética saldría sobrando. Ni
siquiera es posible afirmar que la comunidad
científica maneja en forma responsable seme-
jante poder, máxime que, en su seno, casi no se
genera reflexión al respecto; una cuestión que
la historia demuestra con tozudez; una histo-
ria que, según hacía ver Gaston Bachelard, es
la de los defectos de la racionalidad. Después
de todo, los científicos, los ingenieros y los mé-
dicos jamás dejan de ser humanos, con sus
virtudes y defectos. Ante todo, no hemos de
olvidar que nuestro cerebro cuenta, entre sus
componentes, con el complejo reptiliano, justo
la sede de la agresión, del ritual, de la territo-
rialidad y de la jerarquía social. Por así decirlo,
siguiendo al inolvidable Carl Edward Sagan, en
lo profundo de nuestro cráneo hay algo pareci-
do al cerebro de un cocodrilo.
Cuenta Sagan en Cosmos que, entre los ca-
zadores y recolectores Kung San del desierto
del Kalahari, cuando dos hombres empiezan a
discutir, las mujeres les quitan las flechas enve-
nenadas y las ponen fuera de su alcance. Para
nuestro tiempo, según destaca Sagan:
Nuestras flechas envenenadas pueden destruir
la civilización global y, posiblemente, aniquilar
a nuestra especie. Ahora, el precio de la ambi-
güedad moral es demasiado alto. Por esta razón
—y no por su aproximación al conocimiento— la
responsabilidad ética de los científicos también
debe ser muy alta,sin precedentes.Desearía que
los programas universitarios de ciencia plantea-
ran explícita y sistemáticamente estas cuestio-
nes con científicos e ingenieros experimentados.
Y a veces me pregunto si, en nuestra sociedad,
también las mujeres —y los niños— acabarán po-
niendo las flechas envenenadas fuera de nues-
tro alcance.
Por desgracia, nuestros programas univer-
sitarios distan en mucho de satisfacer el sabio
deseo expresado por Sagan, no obstante que
Margaret Mead planteó casi lo mismo en fecha
tan lejana como 1957.
Para ilustrar lo dicho,no es menester invocar
ejemplos del Primer Mundo, que los hay a gra-
nel, acerca del uso irresponsable del poder que
el ser humano tiene, merced a la tecnociencia.
De hecho, por aquí contamos con bastantes en
este sentido. Pensemos en nuestra propia ciu-
dad, la cual tiene el curioso récord de ser la urbe
latinoamericana con el mayor parque automo-
tor, o sea, un vehículo por cada dos o tres habi-
tantes, lo cual suena, en cierto modo, a pereza
invencible para desplazarse en forma autóno-
ma,mediante el uso de los propios pies.De aquí
que se disparen con frecuencia las alertas am-
bientales en la ciudad. De pronto, acaso diríase
que una urbe que cuenta con tantos vehículos
automotores,amén de una miríada de teléfonos
celulares, fotocopiadoras, computadores, table-
tas, electrodomésticos, armas de fuego y otros
chirimbolos tecnológicos, debe ser una ciudad
en la que la ciencia forma parte de la cosmovi-
sión de sus habitantes, de su manera de com-
prender el mundo en contravía al dogma y al
principio de autoridad. Empero, el principio de
realidad nos pone un frío cable a tierra, puesto
El mundo actual está poblado
por hombres de Cromañón
que manejan computadores
y arrojan misiles nucleares
en vez de piedras y flechas.
En otras palabras, el progreso
tecnocientífico ha ido mucho más
rápido y lejos que el progreso ético.
14
que la proliferación demencial de artilugios tec-
nológicos corresponde más bien a una socie-
dad que cabe denominar, al igual que el resto
de Latinoamérica, como un feudalismo de alta
tecnología, de acuerdo con la atinada expresión
de Heinz Dieterich. Y, en tanto un feudalismo,
Medellín,como las sociedades medievales,no se
sustrae en modo alguno a la violencia extrema.
Sencillamente,los paisas consumen con frenesí
la tecnociencia, pero no suelen reflexionar so-
bre ella.Y si hay algo que cabe identificar como
el sustrato mismo de la bioética es la reflexión
acerca de los usos, positivos y negativos, de la
tecnociencia. Para colmo de ironías, el califi-
cativo de “ciudad más innovadora del mundo”
no es precisamente un elogio, habida cuenta
de que el verbo innovar, en sentido estricto, se
refiere a tomar ideas de otros para, a continua-
ción,hacerles algún cambio,no necesariamente
espectacular, y, bajo el amparo de la legislación
de marcas y patentes,obtener una patente para
la innovación sin haberse esforzado tanto como
los creadores originales. En fin, encuentro lla-
mativo que, en Bogotá, a corta distancia de la
Pontificia Universidad Javeriana, existe un ne-
gocio de fotocopias que lleva el nombre zum-
bón de El Paisa Copión de la 41.
Este ejemplo, a propósito de la prolifera-
ción demencial de chirimbolos tecnológicos en
Medellín, cae de perlas para ilustrar un rasgo
hórrido de esta civilización: su índole dominan-
te. Con esta denominación rica en imágenes, se
alude a que es una civilización que consume en
forma desmedida recursos naturales en virtud
de una visión retorcida de la tecnociencia, cu-
yos orígenes están en el siglo xii europeo, cual
medio para conquistar la naturaleza, incluidos
los seres humanos. En concreto, esta civiliza-
ción, para su funcionamiento, depende de 57
minerales, de los cuales 11 alcanzaron su máxi-
mo de extracción antes del año 2002, incluido
el fósforo, base de los fertilizantes, lo cual su-
giere que estamos ad portas de un colapso de
la agricultura mundial, máxime que entramos
hace varios años en la era del petróleo difícil, el
que no está a flor de tierra.Además, en el trans-
curso de las siguientes tres décadas, más de la
mitad de estos minerales alcanzará su punto
máximo de extracción. Es el fin mineral de la
civilización. En suma, esta es una civilización
inviable y exangüe; estamos sumidos en una
crisis sistémica, por lo que se impone la nece-
sidad de dar el paso hacia una civilización al-
ternativa, no dominante, sino convivencial. Eso
sí, no es un paso fácil. En estas condiciones, la
bioética,más que global,ha de ser radical,dados
los enormes abismos de la actual civilización.
Desde luego, lo dicho hasta aquí no es pe-
simismo apocalíptico. De facto, si revisamos lo
mejor de la ciencia ficción, el género que tra-
ta de las posibles consecuencias de los usos
de la tecnociencia, resulta llamativo que, para
mediados del siglo xx, abundaran los relatos
cuyo motivo principal es el colapso civilizato-
rio. Alguno de estos se refiere a una gran crisis
en la Tierra al llegar el año 2000, con una po-
blación de 6.000 millones. Hoy día, estamos en
el año 2017 con más de 7.400 millones de ha-
bitantes. Si extrapolamos más esta situación,
entramos en la trama de un filme reciente del
género, del año 2009, Pandorum, que inicia en
2174, con una Tierra superpoblada, casi 25.000
millones de habitantes, y una escasez peligro-
sa en las reservas de agua y comida. A raíz de
esto, los gobiernos del planeta construyen la
nave Elysium para colonizar Tanis, un plane-
ta extrasolar similar al nuestro. Tras muchas
peripecias, de los 60.000 pasajeros puestos en
hipersueño, apenas logran llegar con vida a su
destino 1.213, con los cuales la humanidad ha
de comenzar en ese nuevo mundo, mientras
que en la Tierra… todo ha acabado.
El principio de realidad nos pone
un frío cable a tierra, puesto que la
proliferación demencial de artilugios
tecnológicos corresponde más bien
a una sociedad que cabe denominar,
al igual que el resto de Latinoamérica,
como un feudalismo de alta
tecnología, de acuerdo con la atinada
expresión de Heinz Dieterich.
revista UNIVERSIDAD
DE ANTIOQUIA
15
Claro está,no hace falta llegar hasta fines del
siglo xxii para alcanzar una situación crítica. De
hecho, Van Rensselaer Potter, padre de la bioé-
tica, decía que, si no se echaban a andar antes
del año 2000 las reformas políticas necesarias
para reversar las consecuencias negativas de
los malos usos de la tecnociencia, pasaríamos
más allá del punto de no retorno. Estamos en
2017 y tales reformas siguen nonatas. Este es
nuestro hado. Para colmo, no cabe por ahora
abrigar esperanzas en cuanto a hallar un pla-
neta similar al nuestro para comenzar allí de
nuevo como civilización, una Tierra 2.0 por así
decirlo. Botón de muestra, no es promisorio el
reciente descubrimiento del sistema planeta-
rio de la estrella Trappist-1, a 39 años luz, con
7 planetas similares al nuestro. En concreto, la
actividad intensa del campo magnético de tal
estrella produce una variación constante de
las atmósferas planetarias, lo que hace impo-
sible la existencia de vida según la conocemos.
Además, la corta distancia entre esa estrella y
sus planetas implica que las llamaradas solares
correspondientes arrasen con cualquier forma
de vida que pueda haber.En pocas palabras,que
sepamos, por ahora solo contamos con nues-
tro planeta madre, el cual ha sido muy mal ad-
ministrado por parte de la humanidad. ¿A qué
esperamos para asumir el reto del paso hacia
un paradigma alternativo de civilización convi-
vencial? No esperemos que vengan a salvarnos
hombrecitos grises o verdes.
Con todo, dar este paso no es fácil, dado el
compromiso político necesario, no ya a escala
regional o nacional, sino continental cuando
menos. Para comenzar, estamos hablando de
reformas profundas tanto en la economía como
en los sistemas de justicia social, de un nuevo
pacto entre hombre y naturaleza,del hombre en
comunión con natura en vez del hombre contra
ella. Así mismo, la dificultad salta a la vista; no
en vano, llamados economistas convivencialis-
tas,comoAlain Caillé,objetores del crecimiento
económico a ultranza, buscan con sus investi-
gaciones elucidar las condiciones requeridas
para dar tan indispensable paso, que connota
superar nuestra peligrosa adolescencia tecno-
lógica. Ante todo, se trata de dejar atrás esta
civilización moribunda para iniciar una nueva,
biocéntrica como la que más. Pero ¿será posi-
ble? De nuevo, recordemos lo antedicho sobre
la maldad humana, máxime que la psicología
más reciente arroja luces poco tranquilizado-
ras, como aquellas emanadas del experimen-
to de la Universidad de Stanford de 1971, que
suscitó más preguntas que respuestas sobre la
amoralidad que hay en la psique humana, un
motivo central que encontramos también en la
literatura, como en El señor de las moscas, novela
de William Golding, y El extraño caso del doctor
Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson.
Bien lo decía Santiago Ramón y Cajal: “Estimo
que en la manoseada frase de Hobbes ‘el hom-
bre es lobo para el hombre’, se calumnia un
poco al lobo”. Todo lo demás es ilusorio, por lo
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el conocimiento.
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  • 1. 12 El conocimiento sobre cómo manejar el conocimiento O mar López Mato,en su libro titulado Ciencia y mitos en la Alemania de Hitler, un tema engastado en la confusa y nefasta relación entre el poder políti- co y la tecnociencia, concluye con lu- cidez que los seres humanos siguen sujetos a reacciones primarias, como la agresión o la huida, pese al notable desarrollo intelectual alcanzado por nuestra especie; que el patrioterismo es tan fuerte hoy como hace un siglo o un milenio; y que el espíritu tribal jamás nos abandona.Es decir,el mun- do actual está poblado por hombres de Cromañón que manejan compu- tadores y arrojan misiles nucleares en vez de piedras y flechas. En otras palabras, el progreso tecnocientífi- co ha ido mucho más rápido y lejos que el progreso ético. De este modo, no es posible afirmar que la acumu- lación de conocimientos tecnocien- tíficos hace que los seres humanos de hoy sean mejores personas y que posean una mayor autoridad moral que nuestros lejanos antecesores. No parece que haya genes para la moral. Por el estilo, Michio Kaku, físico, futurólogo y divulgador científico estadounidense, decía en una en- trevista televisiva que, en la ciencia ficción, hay una clasificación de las civilizaciones según tres tipos, a sa- ber: las civilizaciones del tipo III, las más avanzadas,son aquellas que han alcanzado un manejo sabio de los re- cursos de su galaxia; siguen las civili- zaciones del tipo II,menos avanzadas que las anteriores, aunque han logrado mane- jar bien los recursos de su sistema planetario; por último, tenemos las civilizaciones del tipo I, menos avanzadas aún, si bien han sabido ma- nejar con prudencia los recursos de su planeta madre. En esta perspectiva, asevera Kaku que nuestra civilización es del tipo cero. Es decir, está en una fase preocupante de adolescencia tecnológica, lo cual significa que no sabemos si cabe o no evitar la autodestrucción o si nuestra vieja madre Gaia perderá la paciencia y echa- rá de su casa a los humanos por comportarse cual gamberros. En otras palabras, la humani- dad como un todo no cuenta con un conoci- miento sobre cómo manejar el conocimiento, o sea, un conocimiento que permita manejar en forma responsable el enorme poder que la tecnociencia ha puesto en nuestras manos. Se denomina a tal conocimiento con un término, surgido al iniciar la década de 1970: bioética. Al fin y al cabo, todo gran poder exige una gran responsabilidad. Ahora bien,¿por qué es menester contar con ese conocimiento crucial? Sin ambages, consi- dero que esto obedece a un hecho incontesta- ble: la maldad intrínseca del ser humano, una realidad avalada tanto por la Historia como por las modernas neurociencias. Al fin y al cabo, Santiago Ramón y Cajal, padre de la teoría de la neurona, afirmaba que el ser humano es un animal de malos instintos, que lo único digno de encomio que ha producido es la ciencia y el arte, mientras que, en todo lo demás, sigue Carlos Eduardo Sierra C.
  • 2. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 13 siendo el último animal de presa aparecido. Significa esto que, si el ser humano fuera bue- no por naturaleza, la ética saldría sobrando. Ni siquiera es posible afirmar que la comunidad científica maneja en forma responsable seme- jante poder, máxime que, en su seno, casi no se genera reflexión al respecto; una cuestión que la historia demuestra con tozudez; una histo- ria que, según hacía ver Gaston Bachelard, es la de los defectos de la racionalidad. Después de todo, los científicos, los ingenieros y los mé- dicos jamás dejan de ser humanos, con sus virtudes y defectos. Ante todo, no hemos de olvidar que nuestro cerebro cuenta, entre sus componentes, con el complejo reptiliano, justo la sede de la agresión, del ritual, de la territo- rialidad y de la jerarquía social. Por así decirlo, siguiendo al inolvidable Carl Edward Sagan, en lo profundo de nuestro cráneo hay algo pareci- do al cerebro de un cocodrilo. Cuenta Sagan en Cosmos que, entre los ca- zadores y recolectores Kung San del desierto del Kalahari, cuando dos hombres empiezan a discutir, las mujeres les quitan las flechas enve- nenadas y las ponen fuera de su alcance. Para nuestro tiempo, según destaca Sagan: Nuestras flechas envenenadas pueden destruir la civilización global y, posiblemente, aniquilar a nuestra especie. Ahora, el precio de la ambi- güedad moral es demasiado alto. Por esta razón —y no por su aproximación al conocimiento— la responsabilidad ética de los científicos también debe ser muy alta,sin precedentes.Desearía que los programas universitarios de ciencia plantea- ran explícita y sistemáticamente estas cuestio- nes con científicos e ingenieros experimentados. Y a veces me pregunto si, en nuestra sociedad, también las mujeres —y los niños— acabarán po- niendo las flechas envenenadas fuera de nues- tro alcance. Por desgracia, nuestros programas univer- sitarios distan en mucho de satisfacer el sabio deseo expresado por Sagan, no obstante que Margaret Mead planteó casi lo mismo en fecha tan lejana como 1957. Para ilustrar lo dicho,no es menester invocar ejemplos del Primer Mundo, que los hay a gra- nel, acerca del uso irresponsable del poder que el ser humano tiene, merced a la tecnociencia. De hecho, por aquí contamos con bastantes en este sentido. Pensemos en nuestra propia ciu- dad, la cual tiene el curioso récord de ser la urbe latinoamericana con el mayor parque automo- tor, o sea, un vehículo por cada dos o tres habi- tantes, lo cual suena, en cierto modo, a pereza invencible para desplazarse en forma autóno- ma,mediante el uso de los propios pies.De aquí que se disparen con frecuencia las alertas am- bientales en la ciudad. De pronto, acaso diríase que una urbe que cuenta con tantos vehículos automotores,amén de una miríada de teléfonos celulares, fotocopiadoras, computadores, table- tas, electrodomésticos, armas de fuego y otros chirimbolos tecnológicos, debe ser una ciudad en la que la ciencia forma parte de la cosmovi- sión de sus habitantes, de su manera de com- prender el mundo en contravía al dogma y al principio de autoridad. Empero, el principio de realidad nos pone un frío cable a tierra, puesto El mundo actual está poblado por hombres de Cromañón que manejan computadores y arrojan misiles nucleares en vez de piedras y flechas. En otras palabras, el progreso tecnocientífico ha ido mucho más rápido y lejos que el progreso ético.
  • 3. 14 que la proliferación demencial de artilugios tec- nológicos corresponde más bien a una socie- dad que cabe denominar, al igual que el resto de Latinoamérica, como un feudalismo de alta tecnología, de acuerdo con la atinada expresión de Heinz Dieterich. Y, en tanto un feudalismo, Medellín,como las sociedades medievales,no se sustrae en modo alguno a la violencia extrema. Sencillamente,los paisas consumen con frenesí la tecnociencia, pero no suelen reflexionar so- bre ella.Y si hay algo que cabe identificar como el sustrato mismo de la bioética es la reflexión acerca de los usos, positivos y negativos, de la tecnociencia. Para colmo de ironías, el califi- cativo de “ciudad más innovadora del mundo” no es precisamente un elogio, habida cuenta de que el verbo innovar, en sentido estricto, se refiere a tomar ideas de otros para, a continua- ción,hacerles algún cambio,no necesariamente espectacular, y, bajo el amparo de la legislación de marcas y patentes,obtener una patente para la innovación sin haberse esforzado tanto como los creadores originales. En fin, encuentro lla- mativo que, en Bogotá, a corta distancia de la Pontificia Universidad Javeriana, existe un ne- gocio de fotocopias que lleva el nombre zum- bón de El Paisa Copión de la 41. Este ejemplo, a propósito de la prolifera- ción demencial de chirimbolos tecnológicos en Medellín, cae de perlas para ilustrar un rasgo hórrido de esta civilización: su índole dominan- te. Con esta denominación rica en imágenes, se alude a que es una civilización que consume en forma desmedida recursos naturales en virtud de una visión retorcida de la tecnociencia, cu- yos orígenes están en el siglo xii europeo, cual medio para conquistar la naturaleza, incluidos los seres humanos. En concreto, esta civiliza- ción, para su funcionamiento, depende de 57 minerales, de los cuales 11 alcanzaron su máxi- mo de extracción antes del año 2002, incluido el fósforo, base de los fertilizantes, lo cual su- giere que estamos ad portas de un colapso de la agricultura mundial, máxime que entramos hace varios años en la era del petróleo difícil, el que no está a flor de tierra.Además, en el trans- curso de las siguientes tres décadas, más de la mitad de estos minerales alcanzará su punto máximo de extracción. Es el fin mineral de la civilización. En suma, esta es una civilización inviable y exangüe; estamos sumidos en una crisis sistémica, por lo que se impone la nece- sidad de dar el paso hacia una civilización al- ternativa, no dominante, sino convivencial. Eso sí, no es un paso fácil. En estas condiciones, la bioética,más que global,ha de ser radical,dados los enormes abismos de la actual civilización. Desde luego, lo dicho hasta aquí no es pe- simismo apocalíptico. De facto, si revisamos lo mejor de la ciencia ficción, el género que tra- ta de las posibles consecuencias de los usos de la tecnociencia, resulta llamativo que, para mediados del siglo xx, abundaran los relatos cuyo motivo principal es el colapso civilizato- rio. Alguno de estos se refiere a una gran crisis en la Tierra al llegar el año 2000, con una po- blación de 6.000 millones. Hoy día, estamos en el año 2017 con más de 7.400 millones de ha- bitantes. Si extrapolamos más esta situación, entramos en la trama de un filme reciente del género, del año 2009, Pandorum, que inicia en 2174, con una Tierra superpoblada, casi 25.000 millones de habitantes, y una escasez peligro- sa en las reservas de agua y comida. A raíz de esto, los gobiernos del planeta construyen la nave Elysium para colonizar Tanis, un plane- ta extrasolar similar al nuestro. Tras muchas peripecias, de los 60.000 pasajeros puestos en hipersueño, apenas logran llegar con vida a su destino 1.213, con los cuales la humanidad ha de comenzar en ese nuevo mundo, mientras que en la Tierra… todo ha acabado. El principio de realidad nos pone un frío cable a tierra, puesto que la proliferación demencial de artilugios tecnológicos corresponde más bien a una sociedad que cabe denominar, al igual que el resto de Latinoamérica, como un feudalismo de alta tecnología, de acuerdo con la atinada expresión de Heinz Dieterich.
  • 4. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 15 Claro está,no hace falta llegar hasta fines del siglo xxii para alcanzar una situación crítica. De hecho, Van Rensselaer Potter, padre de la bioé- tica, decía que, si no se echaban a andar antes del año 2000 las reformas políticas necesarias para reversar las consecuencias negativas de los malos usos de la tecnociencia, pasaríamos más allá del punto de no retorno. Estamos en 2017 y tales reformas siguen nonatas. Este es nuestro hado. Para colmo, no cabe por ahora abrigar esperanzas en cuanto a hallar un pla- neta similar al nuestro para comenzar allí de nuevo como civilización, una Tierra 2.0 por así decirlo. Botón de muestra, no es promisorio el reciente descubrimiento del sistema planeta- rio de la estrella Trappist-1, a 39 años luz, con 7 planetas similares al nuestro. En concreto, la actividad intensa del campo magnético de tal estrella produce una variación constante de las atmósferas planetarias, lo que hace impo- sible la existencia de vida según la conocemos. Además, la corta distancia entre esa estrella y sus planetas implica que las llamaradas solares correspondientes arrasen con cualquier forma de vida que pueda haber.En pocas palabras,que sepamos, por ahora solo contamos con nues- tro planeta madre, el cual ha sido muy mal ad- ministrado por parte de la humanidad. ¿A qué esperamos para asumir el reto del paso hacia un paradigma alternativo de civilización convi- vencial? No esperemos que vengan a salvarnos hombrecitos grises o verdes. Con todo, dar este paso no es fácil, dado el compromiso político necesario, no ya a escala regional o nacional, sino continental cuando menos. Para comenzar, estamos hablando de reformas profundas tanto en la economía como en los sistemas de justicia social, de un nuevo pacto entre hombre y naturaleza,del hombre en comunión con natura en vez del hombre contra ella. Así mismo, la dificultad salta a la vista; no en vano, llamados economistas convivencialis- tas,comoAlain Caillé,objetores del crecimiento económico a ultranza, buscan con sus investi- gaciones elucidar las condiciones requeridas para dar tan indispensable paso, que connota superar nuestra peligrosa adolescencia tecno- lógica. Ante todo, se trata de dejar atrás esta civilización moribunda para iniciar una nueva, biocéntrica como la que más. Pero ¿será posi- ble? De nuevo, recordemos lo antedicho sobre la maldad humana, máxime que la psicología más reciente arroja luces poco tranquilizado- ras, como aquellas emanadas del experimen- to de la Universidad de Stanford de 1971, que suscitó más preguntas que respuestas sobre la amoralidad que hay en la psique humana, un motivo central que encontramos también en la literatura, como en El señor de las moscas, novela de William Golding, y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson. Bien lo decía Santiago Ramón y Cajal: “Estimo que en la manoseada frase de Hobbes ‘el hom- bre es lobo para el hombre’, se calumnia un poco al lobo”. Todo lo demás es ilusorio, por lo que urge el conocimiento sobre cómo manejar el conocimiento. Novedades Los pasos del escorpión y otros ensayos Julio César Londoño Editorial EAFIT Medellín, 2017 190 p. Cabos sueltos. La lectura como pecado capital Eduardo Escobar Editorial EAFIT Medellín, 2017 454 p.