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VICENTE BORRAGAN
LA
BIBLIA,
ELLIBRC
DE LOS
LIBROS
Vicente Borragán
JLrfd JDlUllcl.
el libro
de los libros
SAN PABLO
Vicente Borragán Mata, dominico, nació en Madrid en 1938. Hizo
sus estudios de Teología y Sagrada Escritura en la Universidad de San-
to Tomás (Roma) y en la Escuela Bíblica de Jerusalén. Es profesor
de Biblia en los Institutos de Filosofía y Teología de los Padres Do-
minicos. Es autor de Nómadas de Dios. El hombre en camino (1994),
Ríos de agua viva. El Espíritu Santo: amor, poder y vida (1998) y Se-
ducidos por la Palabra (2000), todos ellos editados en SAN PABLO.
© SAN PABLO 2001 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
© Vicente Borragán Mata 2001
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid * Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
ISBN: 84-285-2366-5
Depósito legal: M. 31.125-2001
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
Introducción
Tengo una Biblia en mis manos, una de las numerosas tra-
ducciones que se han hecho en los últimos años. La abro
por la primera página y me encuentro, de repente, con un
índice de libros, dividido en dos secciones: en primer lu-
gar, el Antiguo Testamento, que contiene 46 libros; des-
pués, el Nuevo Testamento, que contiene 27. En total, 73
libros.
La Biblia, pues, no es un libro, sino una colección de li-
bros, una biblioteca en miniatura. No es un libro como los
demás, compuesto por un solo autor y en un momento de-
terminado, sino escrito por muchos autores y en distintas
épocas de la historia. ¿Por cuántos autores? ¿A lo largo de
cuántos siglos? ¿Cuándo comenzaron a ser puestos por es-
crito estos libros? ¿Cuánto tiempo tardaron en ser com-
puestos? ¿De qué hablan esos libros? ¿Quiénes fueron sus
autores? ¿A quiénes fueron dirigidos? ¿En qué momento y
en qué circunstancias fueron escritos? ¿Por qué decimos que
la Biblia es palabra de Dios? ¿Cómo se ha formado esa co-
lección de 73 libros? ¿Cómo leerlos?, ¿cómo interpretar-
los? Esos son algunos de los interrogantes que surgen ape-
nas uno toma la Biblia en las manos y comienza a mirarla.
Muchos experimentan una sensación descorazonadora
al comenzar a leer la Biblia, sobre todo el Antiguo Testa-
mento. «Tienen la impresión de entrar en una biblioteca
atestada de libros y no saben por dónde empezar a leer, ni
cómo buscar o hallar lo que desean, ni cómo han de en-
tender lo que leen. ¿Cómo conseguir moverse con agilidad
5
en un mundo tan desconcertante? ¿Por dónde empezar?»
(A. Girlanda). «Como quien, al adentrarse en el mar en una
barquilla, se siente invadido por una enorme angustia al
confiarse en un pequeño madero a la inmensidad de las
olas, así sufrimos también nosotros al adentrarnos en tan
vasto océano de misterios» (Orígenes). Por eso es absolu-
tamente necesaria una introducción para familiarizarse con
ese mundo y con sus personajes, y para conocer las mane-
ras de expresarse de los autores sagrados.
Los libros de la Biblia están ordenados o agrupados por
afinidad de contenido: los libros históricos, con el
Pentateuco a la cabeza, forman el primer bloque; los pro-
fetas, el segundo, y los libros poéticos o sapienciales, el ter-
cero; después siguen los evangelios y un buen número de
cartas. Pero esa es una ordenación desordenada, porque los
libros no aparecieron ni en ese orden ni de esa manera. Para
hacer una lectura inteligente de la Biblia hay que hacer una
reordenación de los libros, que sitúe cada acontecimiento
y cada personaje en su momento histórico, y cada libro en
el momento preciso en el que fue escrito. Así es como vol-
vemos a contemplar, desde la distancia, el nacimiento de
la Biblia; así es como podemos coger al vivo a los patriar-
cas, a los jueces y a los reyes, a los profetas y a los sabios,
a Jesús y a sus apóstoles, y a los escritores sagrados con su
pluma en la mano, redactando esa historia de amor y de
salvación que va desde Abrahán hasta la muerte del últi-
mo apóstol; es decir, desde el s. XIX a.C. hasta finales del
s. I de nuestra era.
Llevo ya muchos años explicando la Biblia a los gru-
pos más diversos y en los ambientes más dispares. ¡De-
bería ser tan fácil explicar la palabra de Dios y que ella
entrara con la mayor naturalidad en el alma de los que
la oyen! Pero se ve que no es así. A lo largo de tantos años
de enseñanza he tenido que oír las quejas, manifiestas o
latentes, de los que asisten a los cursos bíblicos. Muchos
de ellos se sienten decepcionados por lo que reciben en
clase: «Lo que me han dicho me ha dejado frío e indife-
6
rente, no me sirve para la vida». Y los profesores nos pre-
guntamos: «¿Qué esperan los discípulos al comenzar un
curso? ¿Qué piensan que van a encontrar?». El estudio de
la Biblia es comprometido, exige esfuerzo y ascesis.
Los alumnos tienen toda la razón del mundo al pensar
que un curso de Biblia no puede ser una cosa abstracta, que
se convierta sólo en dar información, fechas, nombres,
acontecimientos, interpretaciones e interpretaciones de las
interpretaciones, dejando al corazón sin un contacto ver-
dadero con la palabra de Dios. Pero los profesores también
tienen razón al esperar que los alumnos hagan un esfuer-
zo por entrar dentro de ese mundo fascinante, que reser-
va sorpresas tan agradables para aquellos que se resignan a
caminar pacientemente por esas páginas, con frecuencia os-
curas y difíciles. Mi deseo es que estas páginas no sólo sean
un poco de cultura bíblica, sino que lleven el aliento del
Dios vivo a quienes se acerquen a ellas. El Espíritu que ani-
mó a los profetas y a los apóstoles está a nuestro lado, para
que esa palabra, pronunciada y escrita en otro tiempo, sea
ahora re-escrita en nuestro corazón; para que no sea sólo
una letra muerta, sino una palabra viva que nos lleve a un
intercambio de amistad y de amor con Dios.
Durante muchos siglos la Biblia fue un libro desconoci-
do para la mayoría de los fieles cristianos, que sólo la co-
nocían a través de los Catecismos, de algunas imágenes y
de las explicaciones de los sacerdotes. Los ejemplares de la
Biblia eran muy escasos y sólo se hallaban en las bibliote-
cas de los monasterios y en manos de algunos hombres cul-
tos. Pero, ahora, la Biblia está ahí, al alcance de todas las
manos y de todas las economías. Ella debería ser para no-
sotros el libro preferido, el más familiar, el más amado y
deseado; deberíamos conocerla como la palma de la mano,
como el camino que recorremos cada día hasta nuestro tra-
bajo. El rabino Ben Bag Bag acostumbraba a decir: «Voltéala
una y otra vez, voltea sus páginas porque todo se halla en
ella. Estudíala y envejece sobre ella y no te muevas de ella,
porque no encontrarás mejor regla de vida».
7
Dios no sólo se ha hecho carne en Jesús, ni sólo pan
en la eucaristía, sino también palabra escrita en el libro
sagrado. La Biblia está ahí: te espera y me espera. ¡Ni un
solo día sin palabra de Dios! «Que el sueño te coja con
el libro sagrado entre tus manos y que la cabeza, al caer,
caiga sobre sus páginas» (San Jerónimo).
Nunca es tarde para comenzar a ponerse en contacto
con la palabra de Dios. La siguiente anécdota, protago-
nizada por Rabí Yehudá ha-Nasí, el príncipe o el patriar-
ca, puede servir de estímulo a muchos para dar ese pri-
mer paso.
«Contaba Rabí. Un día llegó un hombre y me dijo:
—Rabí, soy un ignorante. No conozco ni siquiera los
cinco libros de Moisés.
—¿Y por qué no los has estudiado?
—Porque nuestro Padre que está en los cielos no me
ha dado suficiente inteligencia ni discernimiento.
—¿Cuál es tu ocupación?
—Soy pescador.
—¿Quién te enseñó a tejer redes y a prepararlas para
la pesca?
—El cielo me dio suficiente inteligencia para eso.
—Si Dios te ha dado suficiente inteligencia para saber
pescar, también te la ha dado para estudiar la Ley, de la
que escribió: "No es demasiado difícil, ni está demasiado
lejos... La palabra está muy cerca de ti" (Dt 30,11.14).
El pescador comenzó a suspirar y a ponerse triste.
Le dijo:
—No te aflijas. Otras personas han opinado lo mismo
que tú, pero sus ocupaciones demuestran que sus argu-
mentos no tienen validez. Nunca es tarde para comenzar
a estudiar»1
.
Durante mucho tiempo he explicado por separado la
1
Seder Eliyahu, Zutta 14.
8
introducción al Antiguo y al Nuevo Testamento2
. Pero, en
los últimos años, me he visto obligado a tener que hacer
una presentación de todos los libros de la Biblia, incluyen-
do también los temas fundamentales de la introducción
general a la Sagrada Escritura, con objeto de que los alum-
nos tuvieran, desde el principio, una visión de conjunto
de la palabra de Dios. Ellos me han hecho ver la conve-
niencia y la necesidad de recoger en un solo libro todo
lo que compartí en clase con ellos, para introducir a otros
muchos en ese mundo por el que Dios se pasea todos los
días, esperando encontrar a alguien que quiera entrar en
diálogo con Él.
Vamos a acercarnos a la Biblia de la manera más sen-
cilla, presentando muy brevemente todos y cada uno de
sus libros, provocando continuamente al lector para que
deje de lado estas páginas apenas sienta el deseo de co-
ger entre sus manos el libro de Dios. Sólo espero que el
método de exposición resulte accesible a todos y que pue-
dan disfrutar con la perspectiva que se abre ante sus ojos.
Este es un libro al alcance de todos, un libro de texto
y de bolsillo para cuantos entran por primera vez en el
estudio de la Biblia, y de repaso y actualización para los
que pasaron ya hace mucho tiempo por estos temas.
2
V BoRRAGÁN MATA, Dios se hizo palabra. Introducción histórica y teológica
al Antiguo Testamento, Sereca, Madrid 1995, 268; Y la Palabra se hizo carne.
Aproximación al Nuevo Testamento, Sereca, Madrid 2000, 267.
9
CAPÍTULO 1
La Biblia, palabra de Dios al hombre
Al principio no existió el libro escrito, sino la palabra
hablada. Lo primero de todo fue la revelación o el des-
velamiento de Dios, cuyo rostro estuvo oculto durante tan-
to tiempo. Hasta que, en un momento determinado, el que
yacía en un eterno silencio se tomó la iniciativa de entrar
en un diálogo con los hombres para iluminar toda su exis-
tencia con una claridad infinita. Podría haberse manifesta-
do de mil modos, pero lo hizo a través de unos hombres y
de unos hechos muy concretos. De una manera muy dis-
creta, como de puntillas, sin hacer ostentación de sus atri-
butos, Dios se incrustó en el tejido de nuestra vida, se ofre-
ció en su palabra y esperó nuestra acogida y respuesta.
1. El término «biblia»
La palabra biblia tiene una historia muy larga. La ciudad
de Biblos, situada en el Líbano actual, fue el puerto más
importante de comercialización y de explotación del pa-
piro, el papel de la antigüedad. Los griegos dieron el nom-
bre de byblos o biblos al papel y a la ciudad. En griego,
byblos (más tarde biblos) significa la fibra, el papel, la hoja
escrita y el libro, incluso el libro que no estaba hecho de
papel, los libros de piel, los pergaminos. Una forma
diminutiva de biblos es biblion, que designa el libro, el es-
crito, el librito, la carta. Biblion da en plural ta biblia, que
significa los libros, los escritos. Así es como pasó del grie-
11
go al latín, no ya como un nombre plural, sino como un
singular femenino: la Biblia, es decir, el Libro por exce-
lencia. En ese Libro estaban incluidos todos los libros sa-
grados del judaismo y del cristianismo. La Biblia es, pues,
un Libro integrado por un conjunto de libros, que son la
expresión de la fe del pueblo de Dios y de la comunidad
cristiana1
.
2. ¿Qué es la Biblia?
La Biblia no es un libro, sino un conjunto de libros, muy
distintos unos de otros: en ellos hay poesía, oraciones, la-
mentaciones, cantos, proverbios, enigmas, fábulas, tradi-
ciones populares, relatos históricos, cartas, leyes, palabras
proféticas... ¿Hay algo que dé unidad a ese conjunto tan
caótico a primera vista? ¿Se puede detectar algún hilo con-
ductor que dé cohesión a esos materiales tan distintos?
Muchos de los relatos de la Biblia son de tipo narrati-
vo, es decir, son como una galopada a través de una lar-
ga historia: al principio nos encontramos con el jefe de
un clan seminómada, llamado Abrahán, después con un
grupo familiar, posteriormente con un pueblo bien orga-
nizado y, por último, con la Iglesia surgida de la vida, pa-
sión y resurrección de Jesús. Es la historia y la vida de Is-
rael y de la Iglesia.
Pero la Biblia no sólo relata la historia de un pueblo,
sino que es la historia de un pueblo con el cual Dios hizo
una alianza o un pacto. Esa es la idea fundamental para
que todos esos libros hayan sido recopilados y formen un
solo Libro.
Berit es uno de los términos más importantes de toda
la Biblia. Con ese término se designa el lazo de unión, de
amistad y de vida, de amor y de sangre, que el Señor esta-
bleció con su pueblo en el monte Sinaí. Dios se unió a él
1
H. A. MESTENS, Manual de la Biblia, Herder, Barcelona 1989, 21-22.
12
con una alianza inquebrantable, para siempre jamás. Una
alianza, de amistad o de ayuda mutua, puede darse entre
hombres particulares, entre clanes, entre pueblos, entre re-
yes, entre el rey y sus subditos y, en grado sumo, entre Dios
y el hombre. En toda alianza, cada una de las partes se com-
promete a cumplir una serie de cláusulas o de obligacio-
nes. En nuestro caso, Dios se comprometió a bendecir a su
pueblo, y el pueblo se comprometió a obedecer la volun-
tad del Señor y a marchar siempre por sus caminos.
Los autores de los libros de la Biblia dan testimonio de
esa alianza hecha entre Dios y los hombres. Se trata de un
contrato forzosamente desigual por la disparidad infinita
que existe entre las partes contratantes: Dios y el hombre.
Pero la idea es muy clara: Dios tomó la iniciativa de inter-
venir en los negocios humanos y estableció relaciones de
amor con el pueblo de Israel y con la Iglesia nacida del cos-
tado de Jesús. Los libros del Antiguo Testamento son el re-
cuerdo vivo de la alianza de Dios con su pueblo, Israel, an-
tes de la venida de Cristo; los libros del Nuevo Testamento
dan testimonio del establecimiento de una nueva alianza.
En ella, las relaciones de Dios con el hombre llegaron a un
estado definitivo, a su plenitud total. Lo que Dios quiso de-
cirnos ya está dicho para siempre en esa Palabra, última y
definitiva, que es nuestro Señor Jesucristo. A través de él,
Dios mostró su rostro, su amor y su bondad, sus planes y
sus designios en favor de los hombres.
Dios podría haberse revelado de una vez y para siem-
pre, pero se acomodó al modo de ser, de vivir y de pensar
del pueblo que eligió, sin hacerle violencia. Así es como po-
demos entender las incoherencias y las imperfecciones de
tantos personajes del Antiguo Testamento, sus dudas y os-
curidades, ese camino, extraño y oscuro con frecuencia,
pero que desembocó en la luz del Nuevo Testamento.
La Biblia es el documento que recoge esas conversacio-
nes habidas entre el cielo y la tierra. Por eso, quien se acer-
que a ella sólo por pura curiosidad o por cultura corre el
riesgo de reducir la palabra de Dios a una simple expe-
13
riencia humana y de perder de vista el carácter de pala-
bra salvadora que tiene esa carta abierta que Dios ha di-
rigido a los hombres.
3. La palabra de Dios en la Biblia
Dios ha hablado al hombre. Ese es el hecho más atesti-
guado en todas las páginas de la Biblia. Pero, para poder
entender un poco mejor lo que es la palabra de Dios, de-
beríamos partir de una cierta comprensión de lo que es
la palabra humana2
.
3.1. La palabra humana
La palabra humana es un fenómeno maravilloso. Apenas
lo podemos imaginar. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si aho-
ra mismo todos quedáramos mudos? Pero la palabra está
ahí y por medio de ella el hombre sale de sí mismo, abre
su corazón y su alma, revela su intimidad, descubre sus
proyectos y sus deseos, entra en los demás y los recibe,
se expresa y se comunica'.
La palabra siempre supone un oyente, un tú que está
delante, a quien uno se dirige; es una invitación y una lla-
mada a la persona a la que es dirigida. Por eso, toda pa-
labra reclama para sí misma el derecho de ser escuchada
y acogida. Si no es escuchada ni acogida, si no suscita nin-
gún interés ni provoca ninguna atención, si nadie se ha
sentido afectado por ella, entonces se ha hablado en vano.
Por su misma esencia, la palabra tiende a convertirse
en diálogo entre un yo y un tú. Entonces la palabra va y
2
V BORRAGÁN MATA, Habla, Señor. Dios en diálogo con el hombre, San Pablo,
Madrid 1989,244.
3
DR. EDESIO SANCHE/., Descubre la Biblia, Sociedades Bíblicas Unidas, 1998,
14-16.
14
viene, fluye y refluye sin cesar, me abre hacia los demás
y me trae los otros hacia mí. Está hecha para la confesión,
para la amistad y para el amor. Entonces, la palabra es
pronunciada y acogida, hay llamada y respuesta. La co-
municación suele fracasar porque las personas que hablan
no se abren al diálogo, se ocultan detrás de las palabras
y se repliegan-sobre sí mismas.
El terreno de la palabra humana es como el subsuelo
que nos permite dar todo su valor y alcance a la afirma-
ción central de nuestra fe: Dios ha hablado al hombre.
3.2. La palabra de Dios
Si el lenguaje humano es ya una maravilla divina, ¿qué se
podrá decir de él cuando se convierte en vehículo para la
palabra de Dios?
«Cuando decimos palabra de Dios entramos en el te-
rreno de la analogía. Porque la palabra es una realidad pu-
ramente humana. Al aplicarla a Dios damos un salto casi
infinito. Porque Dios no tiene labios, ni boca, ni voz, ni
palabra como la nuestra. Pero la única manera de hablar
de él es por comparación con lo que nosotros somos. Con
ello queremos decir que lo que hay de profundo y de po-
sitivo en la palabra humana, eso es lo que se ha dado en
Dios con respecto al hombre. Sólo así podemos entender
esa realidad que llamamos palabra de Dios»4
.
La intervención de Dios en la historia está expresada
de un modo solemne con estas palabras: «Dios ha habla-
do al hombre». Podría haber permanecido en un silencio
eterno, y nada le hubiéramos podido reprochar; podría
haber utilizado también otros medios para relacionarse
con el hombre, pero ninguno tan adecuado como la pa-
labra. Con ella revela su transcendencia y manifiesta su
4
T. CABALLERO, La palabra humana y la palabra de Dios en El oficio y su cele-
bración en las comunidades religiosas, PPC, Madrid 1969, 53-66.
15
cercanía, se mete hasta lo más profundo del hombre, pero
sin avasallarlo con su grandeza.
Dios no ha sido un ser mudo y frío, apático e indife-
rente, sino cercano y entrañable: se ha revelado y mani-
festado. Si Dios no hubiera hablado, sería para nosotros
un enigma sin rostro, como una esfinge impenetrable: sin
palabra, Dios no sería Dios.
Dios ha hablado. Los profetas lo repitieron hasta la sa-
ciedad. Cientos de veces les oímos decir: «Así habJa Yavé,
esto dice el Señor, me fue dirigida la palabra del Señor, es-
cuchad la palabra del Señor». La crítica que se hace en la
Biblia contra los ídolos de las naciones es precisamente ésta:
«Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, manos y no oyen,
no hay voz en su garganta» (Sal 115,5-7). Los ídolos son
incapaces de comunicarse. El Creador del mundo es el Dios
del diálogo, de la conversación y de la palabra.
«El gesto por el cual Dios ha salido de su silencio infi-
nito no puede ser más que un gesto de amor y de amis-
tad. No podemos imaginar que El nos haya dirigido la pa-
labra con alguna intención hostil o interesada, sino todo
lo contrario: su palabra ha sido el regalo más precioso que
jamás hubiéramos podido imaginar. Dios nos ha hablado
como una madre habla a su hijo, con palabras de cariño
y de perdón. Por eso, si Dios viene hasta mí y me habla,
yo debo ir hasta Él y escucharle»5
.
La palabra de Dios, pues, es su modo de hacerse pre-
sente entre los hombres, su modo de manifestar sus pla-
nes y su vida. La revelación es el acto por el cual Dios se
quita el velo, es decir, se des-vela, y se comunica con sus
criaturas. Dios lo hizo de una manera muy discreta, con
palabras muy sencillas, desprovistas de atractivo y de be-
lleza, pero a través de ellas llegó a nuestro corazón y nos
habló de una vida sin fin.
5
A. NÉHEH,/L 'exil de la parole, Du Seuil, París 1970, 145-146.
16
3.3. La palabra de Dios en acción
Los autores inspirados pusieron en evidencia el esplendor
y la grandeza de la palabra de Dios. Por ella, en efecto,
creó el mundo entero: «Al principio creó Dios el cielo y
la tierra... Y dijo Dios: hágase la luz. Y la luz fue hecha»
(Gen l,lss). Dios habló, y su palabra se incrustó en la
nada, despertando a las cosas de su sueño eterno. Al con-
juro de Ja palabra aparecieron el cielo y la tierra, el sol,
la luna y las estrellas, los montes y los valles, los mares y
los ríos, los animales y el hombre. Todo fue hecho por la
palabra: sin esfuerzos, sin trabajos, sin ayudas, sin un ma-
terial preexistente. Si Dios retirara su palabra, todo vol-
vería al caos inicial, a la nada eterna.
Pero Dios no sólo habló por las voces grandiosas de la
creación, sino también a través de una palabra sencilla y
comprensible. En un pedazo de tierra insignificante, sin
apenas ningún encanto para los ojos, Dios comenzó a ha-
blar a un hombre llamado Abrahán, a quien hizo prome-
sas de vida y juramentos de fidelidad. El pueblo elegido
recibió aquella palabra como un aliento venido del cielo.
La palabra del Señor fue su lámpara y su luz, su gozo y
su alegría, su pasión y su vida. Israel caminó siempre guia-
do por aquella palabra, en la que Dios manifestó para
siempre sus planes a favor de los hombres.
Y cuando aquella palabra fue olvidada o burlada, Dios
puso en camino a sus siervos los profetas. Una y otra vez,
a Jo Jargo de Ja historia de aquel pueblo infiel, el Señor
dirigió la palabra a un hombre normal y corriente, llá-
mese Isaías o Jeremías, para decir a su pueblo: «Escuchad
la palabra del Señor, así habla el Señor». Dios se inclinó
hacia su pueblo por medio de su palabra, para implorar
o corregir, para consolar o confortar. Era el Dios de la
casa y de la familia, que se acercaba a los suyos en un su-
surro de los labios humanos. La palabra de Dios fue pues-
ta en la boca de los profetas como un beso de amor. Su
voz, su rostro y sus gestos, sus acentos y su vida entera
17
hicieron visible y audible la palabra que procedía del si-
lencio eterno.
Los autores inspirados se sintieron fascinados por el po-
der de la palabra de Dios y la calificaron de todos los mo-
dos y maneras. Todo lo que se diga de Dios se puede de-
cir de ella. Si Dios es eterno, ella es eterna; si Dios es
todopoderoso, ella es todopoderosa; si Dios es creador,
ella es creadora; si Dios es santo, ella es santa; si Dios es
vida, ella da la vida; si Dios es infalible, ella es infalible;
si Dios es veraz, ella es verdadera; si Dios es perfecto, ella
es perfecta; si Dios es recto, ella es recta. La palabra es
calificada como «dulce, hermosa, atractiva, apetecible,
eterna, infinita, deseable, amable, irrevocable, eficaz». Ella
da vida, conforta, alienta, alimenta, ilumina y anima. Es
la palabra que nunca pasará, la palabra que dice y hace,
anuncia y realiza, promete y cumple; es la palabra de Dios,
que nos llega desde la eternidad y que taladra el corazón;
es la palabra que habla de amores y de perdones, de vida
y de gracia, de amor y de reconciliación. Es Dios hecho
lenguaje, a la medida de nuestra comprensión y de nues-
tro alcance. En ella el Transcendente se ha hecho condes-
cendiente, el Altísimo se ha rebajado, el Silencio se ha he-
cho palabra, la Eternidad se ha hecho tiempo. Por eso, esa
palabra no conoce vicisitudes ni ocasos y llega hasta no-
sotros con la misma lozanía y frescura que en el momen-
to en que fue pronunciada. Por eso, a pesar del fracaso
aparente de la palabra, ella triunfará sobre todas las sor-
deras y apatías de los hombres e irá modelando la histo-
ria humana y conduciéndola hacia el plan que Dios ha
proyectado desde toda la eternidad; ella iluminará todas
las noches oscuras y se alzará para orientarnos en todo
momento; ella seguirá anunciando el triunfo de la vida
sobre la muerte y de la esperanza sobre la desesperación.
De eso es de lo que hablamos. Sin referencia a la palabra
de Dios, el hombre se muere sin remedio.
La palabra de Dios, dicen los padres de la Iglesia, es
un hacha que corta las piedras, una fuerza que libera a los
18
hombres de las cadenas del mal, una medicina contra to-
das las enfermedades. La palabra purifica el alma de toda
culpa, la salva de la ira, la libera de las impurezas, la ilu-
mina para que crea, la fortalece en los momentos de de-
bilidad, la enciende en el amor, la deleita en la devoción,
la consuela con la esperanza de la inmortalidad, etc.
En la Sagrada Escritura resuena la palabra de Dios: ella
es la luz que nos ilumina, el pan que nos alimenta, el agua
que nos refresca, el perfume que nos deleita, el abrigo que
nos cubre, la nube que nos protege, el mar por donde na-
vegamos y el puerto hacia el que nos dirigimos. El hom-
bre la anhela, la busca, la ama y la lleva en sus entrañas.
En ella confía y espera.
3.4. La Palabra encarnada
Dios habló de muchos modos y maneras (Heb 1,1). Pa-
triarcas y reyes, profetas y sacerdotes fueron preparando
los oídos del pueblo elegido para recibir y aceptar el úl-
timo invento de Dios en favor de los hombres: la encar-
nación de la Palabra (Jn 1,1-14). En la plenitud de los
tiempos, Dios se hizo uno de nosotros, tomó nuestro ro-
paje, habló nuestro lenguaje, se hizo palabra cercana y
amiga. ¿Quién lo hubiera podido imaginar? Aquel chiqui-
llo llamado Jesús, con quien hablaban, con quien subían
a la sinagoga, cuyos servicios utilizaban, aquel que pare-
cía uno de tantos, era Dios con nosotros, convertido en
un puñado de músculos, en un poco de carne ensangren-
tada y dolorida. Ahora, la Palabra es una persona que nos
sale al encuentro, unos ojos que nos miran, alguien que
entra por todas las ventanas de nuestra alma: es Jesús,
Dios encarnado y hablado. Por eso, su palabra poderosa
llegó al corazón de los hombres, venció a la enfermedad,
perdonó los pecados, dominó a los espíritus, derrotó a la
muerte. Por eso, su palabra jamás pasará (Me 13,31).
Cuando los discípulos de Jesús salieron al encuentro de
19
los hombres, después de su resurrección, esa palabra fue
calificada como una palabra de salvación, de reconcilia-
ción, de gracia y de vida. En ella fue anunciada la noticia
más extraordinaria para los hombres, una supernoticia que
ha cambiado la historia de la humanidad: que el Salvador
ha llegado hasta nosotros, que el pecado ya ha sido de-
rrotado y la muerte vencida. Jesús no es sólo un salvador
entre los salvadores ni el más grande de los salvadores
sino el único Salvador, fuera del cual nadie se puede sal-
var. Un año de gracia ha sido proclamado para el hom-
bre: el pecado se retira, las tinieblas dejan paso a la luz,
la muerte retrocede ante la llegada de la vida.
Fiados en esa palabra, lo dejamos todo y nos ponemos
en camino, seguros de encontrar a Dios y la vida sin fin
que en ella se anuncia.
¿Qué será de la Palabra en el mundo que se ilumina en
nuestros días? ¿Qué será de la palabra dentro de cien, de
mil o de un millón de años? ¿Conseguirán los hombres
olvidarla o reducirla al silencio? Nuestra seguridad es ab-
soluta: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán» (Mt 24,35).
4. El hombre a la escucha de la palabra
Dios ha hablado al hombre. Lo hizo de muchos modos y
maneras por medio de los profetas, de los sacerdotes y de
los sabios en el Antiguo Testamento y, en la plenitud de
los tiempos, por medio del Hijo de su amor, nuestro Se-
ñor Jesucristo. Por eso, no puede haber tarea más urgen-
te ni ocupación más importante para el hombre que es-
cuchar esa Palabra que ha rasgado los cielos y ha llegado
hasta la tierra6
.
6
V BORRAGÁN MATA, TU siervo escucha. La acogida de la palabra, San Pablo,
Madrid 1990,229.
20
4.1. La escucha de la palabra
A la palabra corresponde la escucha: no hay locutor sin
oyente, ni palabra sin escucha. Escuchar es algo muy exi-
gente: es abrir de par en par el corazón y dar acogida a la
palabra que alguien me dirige, es aceptarla y ofrecerle una
hospitalidad amistosa. Si el que habla se regala en la pala-
bra, el que la recibe se entrega en la escucha. Así, el yo y
el tú están en sintonía perfecta. El ser que escucha es como
un mendigo, con sus manos tendidas hacia la palabra del
otro. Si no hay escucha, la palabra se pierde para siempre.
Eso se aplica, en grado sumo, a la palabra de Dios. Por-
que esa palabra «no es algo que yo pueda decirme a mí
mismo o que otros puedan decirme. La palabra de Dios
es inconfundible con cualquier palabra humana. Ella me
llega desde el Absoluto y me alcanza en el corazón mis-
mo de mi existencia. Es la palabra de Dios para mí. Si él
me dirige su palabra, yo tengo que escucharle; si él se abre
y me habla, yo no puedo permanecer apático o indiferen-
te, como si todo eso no fuera conmigo. Si Dios ha deci-
dido hablar, yo tengo que decidir escuchar; si Él se diri-
ge a mí, yo tengo que dar albergue en mi corazón a la
palabra que Él ha pronunciado a mis oídos»7
.
Por eso, oír la palabra de Dios es la actitud fundamen-
tal del hombre en la Sagrada Escritura. Porque a Dios no
se le ve, sino que se le oye; no entra por los ojos, sino
por los oídos. Dios habla, y el hombre escucha; Él pone
la palabra, y el hombre la audición. Antes de decir y ha-
cer nada, lo primero de todo es esto: escuchar, escuchar
siempre, atentamente, con todo el corazón, aquí y ahora.
¡Escucha, Israel!
7
K.JÍAKrH,Dogmat¿queI, Labor et Fides, Ginebra 1953, 136-138.
21
4.2. La acogida de la palabra
La escucha resume la actitud fundamental del hombre
frente a la palabra de Dios. Pero no basta con escuchar:
hay que acoger y guardar la palabra. Guardar la palabra
es la acción de darle cabida en el corazón y de conservarla
dentro de él como un tesoro de valor infinito, de darle
la sangre de nuestra sangre y la savia de nuestra vida, de
ponerla al resguardo de todo peligro que venga del exte-
rior, para que nadie pueda arrebatárnosla. La palabra de
Dios quiere vivir dentro de nosotros, en las fuentes mis-
mas de nuestro ser, aspira a alimentar todos nuestros pen-
samientos y deseos.
La palabra guardada en el corazón ha de ser susurra-
da, masticada y rumiada sin cesar para extraer de ella
todo su jugo. Se trata de coger esa palabra entre las ma-
nos, de tenerla delante de los ojos, de meterse en ella y
dejar que ella se meta dentro de nosotros, de enraizaría
en lo más profundo del corazón, de aprenderla de memo-
ria y de recitarla en todos los momentos de nuestra vida.
Y, por encima de todo, tomar conciencia de que esa pa-
labra no es algo que fue pronunciado en aquel tiempo,
sino que se dirige a mí, aquí y ahora, que yo soy como
su primer destinatario, que la estoy estrenando ahora mis-
mo. Si no recuperamos esc carácter cuasi sacramental de
la palabra de Dios, entonces esa palabra será para noso-
tros un acontecimiento del pasado sin consecuencias para
nuestra vida. Yo no estoy allí como testigo de primera
mano; no oigo la voz de los profetas ni de los apóstoles,
no llega hasta mis oídos la voz de Jesús, sino el eco de la
palabra que ellos pronunciaron. Todo lo veo lejano y dis-
tante, como si esa palabra hubiera sido pronunciada en
otro tiempo y para otros hombres. Pero yo tengo necesi-
dad de oír de nuevo a los profetas, a los apóstoles y a Je-
sús. Y cuando yo leo o escucho sus palabras, tengo que
saber que no fueron pronunciadas hace dos mil o tres mil
años, sino que están dirigidas a mi corazón, que están di-
22
chas para mí. Isaías o Jeremías, Pedro, Pablo o el mismo
Jesús me están mirando a los ojos y me hablan directa-
mente a mí. Un rostro está volcado sobre mí y oigo su voz,
y su aliento me da en pleno rostro.
La palabra es como una obsesión. Ella debe llenar la
vida del hombre, su espacio y su tiempo, sus días y sus
noches, su trabajo y su descanso, su interior y su exterior,
su alma y su cuerpo. Dondequiera que uno esté, cualquie-
ra que sea su ocupación, en todo tiempo y lugar, la pala-
bra de Dios debe estar a su lado, como su compañera in-
separable de viaje. Si el hombre está solo, debe meditarla
y susurrarla; si está acompañado, debe hablar de ella. La
casa, la familia, los mismos miembros del cuerpo huma-
no se convirtieron en recordatorios de lo que Dios había
dicho y hecho por los hijos de los hombres.
Por eso, los profetas se sintieron horrorizados ante la
sordera y la ceguera de su pueblo. Lo que Dios le pidió
por medio de sus profetas fue muy sencillo: «Escuchad mi
voz, y yo seré vuestro Dios». Pero no escucharon ni apli-
caron el oído, se pusieron de espaldas, hombro rebelde
presentaron a la palabra de Dios, cambiaron a Dios por
la nada, el manantial de aguas vivas por las aguas de una
cisterna fangosa. La historia de Israel podría ser sinteti-
zada en estas palabras:
No han querido escuchar,
nadie ha querido escuchar,
nunca han querido escuchar.
Este es el pueblo que no ha querido escuchar.
A Dios no le queda nada por decir, pero a nosotros nos
queda todo por escuchar, sobre todo esa Palabra que, en
la plenitud de los tiempos, se hizo hombre «por nosotros
y por nuestra salvación». En Jesús se han cumplido todas
las promesas y se han realizado todos los sueños. «El que
tenga oídos para oír, que oiga».
La escena de la transfiguración (Le 9,28-36; Mt 17,1-
8; Me 9,2-8) es hermosa. Jesús subió a una montaña
23
acompañado de sus discípulos más íntimos. Y allí, su fi-
gura cambió de aspecto. Sus vestidos se convirtieron en
un blanco fulgurante, su rostro se mudó. Junto a Jesús
aparecieron, de pronto, dos grandes personajes del Anti-
guo Testamento: Moisés y Elias, la ley y los profetas.
Una nube hizo acto de presencia en la escena. Y desde
la nube salió una voz que dijo: «Ese es mi Hijo, el Hijo de
mi amor: escuchadle». Desde entonces no hay más que una
norma y una palabra: Jesús. Él es toda la ley y todos los pro-
fetas. Todas las voces deben callar ante la suya. Jesús se que-
da solo en escena. Sólo él es suficiente, sólo él tiene pala-
bras de vida eterna, sólo él es el camino, la verdad y la vida.
Sólo él. Sus ojos se clavan en los nuestros, su voz en nues-
tros oídos. Su palabra nos llega desde la eternidad, anun-
ciando una vida sin fin. Esa es la Palabra que tenemos que
escuchar y dejarnos contar por él la más bella historia de
amor: el triunfo de la vida sobre la muerte y de la esperan-
za sobre el cinismo y la desesperación. ¡Escuchar a Jesús!
Decía san Bernardo: «Excítese el oído, ejercítese el oído,
el oído reciba la verdad. Que el oído esté despierto, que el
oído esté acostumbrado, que el oído oiga y acoja la verdad».
5. La palabra escrita y leída
Israel fue un pueblo de tradición oral. Durante mucho
tiempo nadie pensó en poner por escrito los grandes he-
chos de su historia, esa tradición que se mantenía tan viva
de padres a hijos.
Pero, por más tenaz que sea la memoria, el peligro del
olvido es una amenaza constante para la palabra hablada.
Por eso, la sagrada tradición, transmitida de boca en boca,
terminó por cristalizar, casi inevitablemente, en escritura.
La palabra sagrada se convirtió en Sagrada Escritura*.
«Así es como la palabra de Dios ha llegado hasta noso-
8
V BORKAGÁN MATA, Seducidos por la palabra, San Pablo, Madrid 2000, 227.
24
tros. Nacida para ser palabra hablada y mortal, aspira a con-
vertirse en inmortal por la escritura que la sostiene y la de-
fiende del paso del tiempo. La escritura dio una vida sin fin
a la palabra y la ha hecho actual y presente para los lecto-
res de todos los tiempos. Lo que ia palabra hablada perdió
en vivacidad lo ganó en extensión. La palabra escrita es vá-
lida para todas las generaciones y para todos los hombres,
llega donde la palabra hablada no puede llegar, dura lo que
lo que ella no puede durar. La palabra hablada se dirige
siempre a un auditorio restringido, la palabra escrita pue-
de llegar al mundo entero. Por eso, la palabra escrita en la
Sagrada Escritura es un bien casi infinito. Ella ha traído has-
ta nosotros lo que fue pronunciado cuando nosotros no es-
tábamos allí ni pudimos oír. Cuando nosotros la leemos
ahora, es como si volviéramos a oír la voz de los profetas
y de los sabios, de los apóstoles y de Jesús. Por eso, si la
palabra hablada incita a la escucha, la palabra escrita pro-
voca a la lectura. No se resigna a convertirse en un mero
documento histórico que pueda caer en el olvido»9
.
La lectura nos ofrece la posibilidad de avanzar y de re-
troceder por el texto sagrado, de repetirlo una y otra vez,
de memorizarlo, «de nadar sobre la palabra como sobre
las aguas de una piscina».
«La Sagrada Escritura que tengo entre mis manos es
como la encarnación de la palabra divina. Dios no sólo
se hizo palabra, sino también escritura. Y ahora, yo soy
su destinatario inmediato. Dios me habla en esa palabra,
como habló a los antiguos por medio de los profetas. La
voz que yo oigo ahora es la misma que oyeron Abrahán,
o Moisés, o Isaías, o Pablo. Dios me la dirige a mí en es-
tos momentos. No puedo apartar los ojos del libro como
si fuera una palabra dirigida a otro. En esa palabra no sólo
se habla de Él, sino también de mí. En ella estoy convo-
cado al diálogo y a la escucha» (C. Castro Cubells).
' E. BARBOTIN, Humanité de Dieu. Approche anthropologique du mystére
chrétien, Aubier, París 1970, 170-172.
25
Sí, la palabra que fue oída antes, tiene que ser leída aho-
ra. Antes fue recogida de los labios de los profetas, ahora
de la Iglesia que la custodia y la proclama. La Iglesia la ha
copiado miles de veces y la ha leído ante cientos de millo-
nes de hombres de todos los tiempos. La palabra leída ha
alimentado la fe y la esperanza de nuestros padres y la nues-
tra. La Iglesia es la heredera y la guardiana de todas las pro-
mesas. Ella está urgiendo sin cesar a todos los fieles para
que tomen la palabra de Dios en sus manos, la lean, la es-
tudien y la mediten y se dejen transformar por ella.
La lectura individual de la palabra nos ofrece la opor-
tunidad de tener el texto sagrado en nuestras manos y de
grabarlo en el corazón. El Señor está ahí, cercano y ma-
ravilloso, hecho palabra humana para mí. «Cueste lo que
cueste, decía J. Wesley, dadme el libro de Dios».
La palabra de Dios está ahí, al alcance de todas las ma-
nos, de todos los labios, de todas las inteligencias y de to-
das las economías. Esa palabra es mi carne y mi sangre,
mi pan y mi vino, mi alimento y mi alegría, mi compañe-
ra de viaje y mi amiga del alma. Ella es la que da sentido
a todos los acontecimientos de mi vida. Por ella, Dios en-
tra misteriosamente en mí y hace estremecer mi corazón
con su presencia.
«La Escritura, decía el E Alberione, es la carta que el
Padre eterno nos ha enviado. No acudamos al tribunal de
Dios sin haber leído toda la carta del Padre del cielo, por-
que nos dirá: no has demostrado respeto ni amor hacia
lo que te he escrito».
La Biblia es el libro de nuestra fe. No es un libro es-
crito hace dos mil o tres mil años, sino que es un libro
escrito para ti y para mí, es la palabra que Dios dirige aho-
ra mismo a tu corazón. No es posible entender lo que
creemos sin asomarnos a esa página sagrada, escrita por
el dedo de Dios. ¡Ni un solo día sin palabra de Dios! Ni
un solo día sin ponernos a los pies del Señor, para decir-
le: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Hay que acer-
carse todos los días a esa tierra santa, con los pies descal-
26
zos y con los oídos bien abiertos. Decía san Jerónimo: «Sé
muy asiduo en la lectura y aprende lo más posible. Que
el sueño te coja con el libro en las manos y que tu ros-
tro, al caer rendido, caiga sobre la página escrita. Porque
ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». «Nunca se apar-
te el sagrado libro de tu mano ni de tus ojos». «¿Queréis
penetrar en la intimidad de Dios? Escuchad su palabra, es-
tudiad y meditad cada día la Sagrada Escritura» (San
Gregorio Magno). «Señor, Dios mío, decía san Agustín, tus
Escrituras sean mis castas delicias».
«Se quiere más al amigo del que se está más seguro.
Tengo que dirigirte una queja, ilustre hijo Teodoro. Reci-
biste gratuitamente de la Santísima Trinidad la inteligen-
cia y los bienes temporales, la misericordia y el amor, pero
estás constantemente inmerso en los asuntos materiales,
obligado a frecuentes viajes y dejas de leer diariamente las
palabras de tu Redentor. ¿No es la Sagrada Escritura una
carta del Dios todopoderoso a su criatura? Si te alejaras
por un tiempo del emperador y recibieras de él una car-
ta, no descansarías ni te dormirías hasta no haber leído
lo que te ha escrito un emperador de la tierra. El empe-
rador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles,
te ha dirigido una carta en la que se refiere a tu vida y tú
no te ocupas de leerla con fervor. Aplícate, te lo ruego, a
meditar cada día la palabra de tu creador. Aprende a co-
nocer el corazón de Dios para que tiendas con mayor ar-
dor a las cosas eternas, para que tu mente se encienda en
mayores deseos de esos goces celestiales. Porque sólo en-
tonces alcanzaremos el máximo descanso si ahora no nos
damos, por amor de nuestro Creador, reposo alguno»10
.
De eso se trata: de leer la palabra de Dios, de día y de
noche, todos los días y en todas las circunstancias. Un día
preguntaron a un hombre de negocios que leía asiduamen-
te la Biblia: «¿Cómo puede permitirse el lujo de gastar
todo ese tiempo con la Biblia?» Y aquel hombre respon-
SAN GREGORIO MAGNO, PL 77, 706.
27
dio: «Lo que no puedo permitirme es el lujo de no gas-
tar ese tiempo en la palabra de Dios. Y ninguno puede
permitírselo. Es preciso dar al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios. Ese tiempo es de Dios, sólo
de Dios. Nadie se lo puede robar».
Cada uno puede hacer su propio compromiso para
obligarse a leer la Biblia. Por ejemplo: «Si no hay un rato
de lectura de la palabra, no hay cigarrillo, o no hay tele-
visión, o no hay salida, o no me acuesto». Una santa pa-
sión debería llevarnos hacia ella. No basta con ser hon-
rados ni con tener buenas intenciones. Dios no sólo se ha
hecho carne, ni sólo pan: se ha hecho palabra escrita. En
ella nos habla de amor y de vida sin fin.
Es el tiempo de leer y meditar, de orar y contemplar;
tiempo de escucha, de paciencia, de atención, de esperan-
za; de estar ahí, a los pies del libro sagrado, dejando que
la palabra de Dios nos hable, aunque no entendamos mu-
chas cosas.
«El me ha garantizado su protección, no me apoyo en
mis fuerzas. Tengo en mis manos su palabra escrita. Este
es mi báculo, esta es mi seguridad, este es mi puerto tran-
quilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta pa-
labra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro
y mi defensa»".
6. La palabra vivida
La palabra de Dios, escuchada y acogida, leída y estudia-
da, nos lleva, por un proceso tan sencillo como inevita-
ble, a ponerla en práctica y a hacerla vida de nuestra vida.
Tiene que pasar de los oídos al corazón y a la vida ente-
ra. «Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las
entrañas de tu alma, a tus afectos y a tu conducta»12
.
11
SAN JUAN CRISÓSTOMO, PG 52, 427-430.
12
SAN BERNARDO, Sermón Ven el Adviento, 1-3.
28
La palabra de Dios afecta al hombre por entero: cuer-
po y alma, afectos e impulsos, ahora y después. Llega has-
ta el fondo del alma y determina una nueva forma de ser
y de vivir. «No me causa admiración el que conoce la pa-
labra de Dios, sino el que la cumple. Que nadie se sienta
satisfecho por saber muchas cosas de la Escritura, sino por
guardar las ya conocidas»13
.
A la escucha de la palabra sigue, con toda la normali-
dad, el hacer la palabra. La palabra es una fuerza que des-
pierta y arranca a los hombres de su sueño y de su pasi-
vidad, los urge y los sacude y los obliga a caminar en la
dirección marcada por ella. Después de oír a Dios ya no
puedo vivir como antes, como si nada hubiera pasado. Al
dirigirme su palabra, Él me mete en su campo y me obli-
ga a responder. La palabra de Dios me solicita y espera
mi respuesta.
Pasó el tiempo de la escucha y llegó el momento de la
fidelidad y de la acción, el de saber si la escucha ha sido
atenta, de veras, con todo el corazón; el de saber si la aco-
gida y la guarda de la palabra, la meditación interiorizada
y la memorización repetida, no ha sido darle vueltas a una
idea: el momento de hacer vida la palabra escuchada.
La palabra de Dios se levanta ante el hombre para de-
cirle: «Así has de vivir», «vive de acuerdo con esa pala-
bra», «cúmplela, realízala», «hazla carne de tu carne, vida
de tu vida y amor de tus amores». En la vida de cada día
es donde se ve quién es el que ha escuchado de verdad la
palabra de Dios, «porque la vida es el espejo del oído del
hombre». «Padre misericordioso, rezaban cada día los ju-
díos piadosos, usa misericordia y concédenos entender,
conocer, aprender, escuchar y poner en práctica todo lo
que dice y enseña tu ley, por amor».
La sabiduría cristiana de todos los tiempos lo ha en-
tendido perfectamente: hay que vivir la palabra. El hom-
bre que dice y no hace, que cree y no practica, que dice
13
SAN GREGORIO MAGNO, PG 76, 217.
29
una cosa y hace otra, ese hombre ni oye, ni cree, ni vive.
No puede haber divorcio entre la palabra y la vida, entre
lo que se cree y lo que se vive. La palabra tiene que estar
de acuerdo con las obras, la acción con la palabra, el obrar
con el decir, el ser con el hacer. Si la palabra es bella, pero
la vida es fea, se introduce una falsa nota que todos los
hombres detectan.
Reinold Schneider narra lo que le ocurrió en unas Na-
vidades. En su estado de abandono consultó la Biblia y
dice que, después de haber leído unos capítulos, salió co-
rriendo a la calle oscura y fría. Sus ojos se llenaron de luz:
«No basta con leer este libro. Es una fuerza vital. Y es im-
posible leer siquiera una línea del mismo sin la decisión
de llevarlo a la práctica».
El lema programático de las Sociedades bíblicas inter-
nacionales es este: «No basta poseer una Biblia, hay que
leerla y estudiarla; no basta leer y estudiar la Biblia, hay
que prestarla fe; no basta prestar fe a la Biblia, hay que
vivirla».
«Mi madre y mis hermanos son los que oyen la pala-
bra de Dios y la cumplen» (Le 8,19-21; Me 3,31-35; cf
Sant 1,19-25).
7. La palabra proclamada
La palabra de Dios ha entrado en el mundo como una
fuerza dinámica y explosiva, como una potencia bienhe-
chora y salvadora. En ella nos han llegado las noticias más
alegres y decisivas para los hombres: Dios ha hecho en
Jesús un despliegue de gracia y de misericordia y en él nos
ha regalado su amor infinito y la vida sin fin. Esa es la
palabra que ha llegado del cielo a la tierra, de Dios a no-
sotros. Eso es lo que tenemos que acoger en nuestro co-
razón.
Por eso, la palabra de Dios no llega a nosotros como
un sedante, sino como un aguijón; no ha sido pronunciada
30
para nuestro sosiego y reposo, sino para nuestra intran-
quilidad y desasosiego. Se diría que uno no ha escucha-
do hasta que no siente una necesidad biológica de comu-
nicarla a los demás. El hombre que ha sido alcanzado por
la palabra ya no conoce el reposo, el silencio le resulta
imposible y culpable, la palabra le quema los huesos. Y por
un proceso, tan sencillo como inevitable, se convierte de
sedentario en caminante, de oyente en proclamador de
buenas noticias14
.
La palabra de Dios no nos ha sido confiada para guar-
darla en un cofre, sino para «arrojarla a voleo en el gran
campo del mundo». Ha sido puesta en los oídos para es-
cucharla, en el corazón para guardarla, en los pies para lle-
varla y en los labios para proclamarla. No puede haber ta-
rea más hermosa, ni más agradable a los ojos de Dios, que
el anuncio de esa palabra que ha llenado de esperanza la
marcha de esta caravana humana. Sólo cuando esa palabra
haya llegado al mundo entero y haya ganado el corazón de
todos los hombres se podrá encontrar reposo y sosiego.
Así es como los hombres entramos en acción. En la
Confesión Helvética posterior (1566) se hace esta pregun-
ta: «¿Por qué no escogió Dios a los ángeles? ¿Por qué no
les encargó esta misión?» ¡Hubiera sido todo tan fácil!
Pero la Confesión responde de este modo tan admirable:
«Dios ha preferido tratar con los hombres sirviéndose de
los hombres». Somos nosotros, efectivamente, los encar-
gados de dar a conocer al mundo su plan de salvación.
Esa es la deuda que nosotros hemos contraído con nues-
tros hermanos: se la tenemos que pagar. Así es como han
aparecido en la historia los profetas, los sacerdotes, los
apóstoles, los maestros, los catequistas, todos esos hom-
bres que han dedicado su vida al servicio de la palabra de
Dios. Así es como tú y yo tenemos que entrar ahora en
escena. Es nuestra hora. No podemos guardar para noso-
H
V BORRAGÁN MATA, Proclamar la palabra. Mensajeros de alegres noticias,
Sereca, Madrid 1992,221.
31
tros la palabra que hemos recibido. Esa palabra ha sido
dicha para ser re-dicha, está hecha para el avance y la con-
quista; no se resigna a ser silenciada, sino que despliega
todos los medios que están a su alcance para superar to-
das las distancias y llegar a todos los hombres.
En Maratón se entabló una batalla tremenda entre per-
sas y griegos. La joven Grecia defendía su libertad frente
a los poderosos persas. La batalla sufrió diversas alterna-
tivas, pero, en un determinado momento, los griegos co-
menzaron a prevalecer y los persas iniciaron la retirada.
Un soldado salió disparado desde Maratón hacia Atenas,
donde el pueblo estaba esperando, con el alma en vilo, el
resultado de la batalla. Corrió algo más de cuarenta y dos
kilómetros sin parar, llegó a Atenas, entró en la plaza y
sólo pudo pronunciar estas palabras: «Atenienses, hemos
vencido». Y cayó reventado y muerto ante la vista de to-
dos. Esa es la imagen auténtica del mensajero de la pala-
bra de Dios: caer con ella en los labios, llenando el mun-
do de alegres noticias.
Lo primero de todo, pues, es la lectura y el estudio, el
conocimiento sabroso y afectuoso de la palabra de Dios.
Antes de dar cualquier paso hay que conocerla y saber lo
que Dios nos ha dicho en ella.
Pero la Biblia no es sólo una fuente de conocimiento,
sino también de vida. La palabra de Dios no sólo llega a
nosotros para ser conocida y contemplada, estudiada y
analizada, sino también para ser vivida, para cambiar nues-
tras vidas según su voluntad. El creyente necesita de un
tiempo para estar a solas con Dios, para dejarle hablar y
para que su palabra cale hasta el fondo de su alma. En el
silencio, la palabra germina en vida.
Y desde la quietud del alma, la palabra se convierte en
un torbellino que agita al hombre y le saca de su silencio
para compartir con los demás esa palabra que él ha leído
y estudiado, meditado y guardado en su alma, y que ha
transformado su vida. Ella tiene que cambiar la vida de los
demás y llevarlos a un encuentro personal con el Señor.
32
El modo concreto de leer la Escritura es optativo: de-
pende de gustos, de posibilidades, de situaciones. Lo que
no es optativo es leerla, porque sólo ella puede alimen-
tar nuestra esperanza durante el duro camino.
33
CAPÍTULO 2
Los libros del Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento es un mundo inmenso: más de mil
ochocientos años de historia, cuarenta y seis libros, miles
de nombres y de acontecimientos. Una historia hecha de
fidelidades y rebeldías, de amores y traiciones, guiada por
un Dios incansable en bendecir a los hombres y unos hom-
bres que se resistieron constantemente a su acción. Estas
páginas serán como un paseo por esa historia apasionan-
te, acompañando a Dios y a su pueblo. Cada personaje
será situado en ese momento original, único e irrepetible
en el que hizo su aparición; cada libro será colocado en
el lugar que le corresponde dentro de la marcha de la re-
velación de Dios. Es un estudio que seduce y fascina. Ape-
nas puede uno imaginar, cuando comienza el viaje, las sor-
presas que le esperan en el camino.
El Antiguo Testamento plantea muchos problemas. ¡Cuán-
tas páginas que hablan de guerras y de violencias! ¡Qué os-
cura es, en muchos casos, la palabra de Dios! ¿Por qué es-
cogió ese pueblo, ese tiempo, esa tierra, esa lengua? ¿Por qué
no otro pueblo, otro tiempo, otra tierra, otras lenguas? Si
quería salvar al hombre, ¿por qué no utilizó medios más con-
vincentes, más seguros y eficaces, sin necesidad de correr ries-
gos innecesarios? Pero a todos nuestros interrogantes Dios
opone esa tierra, esa lengua, esos hombres, ese momento
determinado. Dios se hizo palabra en esa tierra, en ese tiem-
po y en medio de esos hombres. Lo único que podemos ha-
cer es tratar de descubrir ese país donde Dios vive y donde
nos sale al encuentro con palabras de vida.
i 5
I. APROXIMACIÓN AL ANTIGUO TESTAMENTO
Antes de entrar en contacto directo con cada uno de los
libros del Antiguo Testamento quiero hacer algunas con-
sideraciones para situarnos mejor en el mundo que vamos
a contemplar.
1. Los libros del Antiguo Testamento
Los libros del Antiguo Testamento están distribuidos en
varios bloques y agrupados por afinidad de contenido:
aparece, en primer lugar, el Pentateuco, y siguen los libros
históricos, los libros sapienciales o poéticos y los libros
proféticos. Sería interesante que el lector dedicara unos
minutos a aprender de memoria la colocación de cada uno
de los libros, para que, cuando tenga que ir a buscar al-
guno de ellos, lo haga de una manera rápida.
Esta es la distribución completa de los libros:
1) Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio.
2) Los libros históricos: Josué, Jueces, Rut, 1-2 Samuel, 1-
2 Reyes, 1-2 Crónicas, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit,
Ester, 1 Macabeos, 2 Macabeos.
3) Libros poéticos y sapienciales: Job, Salmos, Proverbios,
Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiás-
tico.
4) Libros proféticos: Isaías, Jeremías, Lamentaciones,
Baruc, Ezequiel, Daniel, Óseas, Joel, Amos, Abdías,
Jonás, Miqueas, Nahún, Habacuc, Sofonías, Ageo,
Zacarías, Malaquías.
El Antiguo Testamento contiene, pues, 46 libros. En la
Biblia hebrea faltan los libros de Judit, Tobías, Eclesiásti-
co, Baruc, 1 y 2 de los Macabeos y Sabiduría, que no fue-
36
ron admitidos por los rabinos judíos como palabra de
Dios. En recuerdo de antiguas discusiones en torno a su
inspiración son llamados deuterocanónicos. Tampoco apa-
recen en las Biblias protestantes, que han adoptado la co-
lección de libros sagrados admitida por los judíos.
2. El Antiguo Testamento en nuestro tiempo
Lo que nos impulsa al estudio de la Biblia es, como ya he-
mos dicho, una preocupación de orden teológico: Dios se
ha revelado al hombre. Lo que sucede es que esa revela-
ción tuvo lugar en unas circunstancias y en un ambiente
social, político, religioso y cultural, que es casi completa-
mente desconocido para la mayoría de los lectores de nues-
tro tiempo. Para nosotros, el Antiguo Testamento se ha que-
dado muy lejano. La tierra de la que habla, Palestina, con
sus montes, sus valles, sus ríos, su paisaje general nos pa-
rece como un país irreal. La historia que relata, repleta de
referencias a reyes, pueblos, ciudades y dioses, es algo que
sucedió hace ya muchos siglos y que hoy casi nadie cono-
ce. El modo de vivir, de pensar y de escribir de los hom-
bres que protagonizaron la historia del Antiguo Testamen-
to contrasta notablemente con los de nuestro tiempo. Así
se explica la sensación de desánimo y desconcierto que in-
vade a muchos de los que se acercan a leer los libros sa-
grados. Y de ahí la necesidad de una introducción, que con-
vierta ese mundo tan alejado en algo familiar y accesible.
Una presentación histórica de los libros del Antiguo Tes-
tamento sólo ha sido posible en nuestros días. La sinagoga
judía y la iglesia cristiana conocieron, desde el principio, eta-
pas muy florecientes en el estudio del Antiguo Testamento.
El s. XIII fue el de las grandes construcciones teológicas, ba-
sadas en el conocimiento de la palabra de Dios. Los prime-
ros reformadores de los ss. XIV-XV trataron de poner la
Biblia al alcance del pueblo. El Renacimiento y la Reforma
protestante fueron como una época de oro en el estudio de
37
la Biblia. Pero los métodos de aproximación avanzaron muy
poco. La aparición de la crítica bíblica (s. XVII), que apli-
có al estudio de la Biblia los métodos científicos empleados
en la historia y la literatura profana, supuso una auténtica
revolución. Pero sobre todo a partir del año 1870 se pro-
dujo un cambio asombroso e inesperado en el estudio de
la Escritura. La arqueología comenzó a funcionar brillan-
temente e iluminó el mundo en el que vivieron los prime-
ros destinatarios de la palabra de Dios. Lenguas y civiliza-
ciones muertas durante miles de años fueron ganadas para
la historia; las ciudades que protagonizaron la historia del
antiguo Oriente fueron desenterradas del polvo; nombres
de reyes, de ciudades y de pueblos, descritos pálidamente
en las páginas de la Biblia, comenzaron a palpitar llenos de
vida en crónicas escritas por los escribas reales. La Biblia
dejó de ser como un meteorito caído del cielo, para ser una
historia profundamente enraizada en nuestra tierra, vivida
en un marco geográfico e histórico muy preciso, que hoy
nos resulta bastante familiar. Egipto ha aportado un arse-
nal impresionante de monumentos históricos. Ahí están sus
templos, sus obeliscos, sus estatuas gigantescas, sus pirámi-
des asombrosas, sus tumbas reales. Ahí están también las
ruinas de los templos y de los palacios de la tierra de
Mesopotamia, sus inmensas torres o ziggurats. La arqueo-
logía ha desenterrado miles y miles de tablillas y documen-
tos, a través de los cuales conocemos la vida y la historia
de los pueblos antiguos, su manera de pensar y de escribir,
su religiosidad. En ese sentido, la aportación de la arqueo-
logía ha sido decisiva para iluminar el mundo en el que na-
cieron los libros del Antiguo Testamento: nos ha ayudado
a situar al pueblo de Dios en el medio ambiente cultural,
religioso e histórico de su tiempo. Usos y costumbres que
aparecen en la Biblia han sido iluminados y confirmados por
los descubrimientos arqueológicos; las lenguas próximas al
hebreo han aclarado muchas palabras oscuras, etc.
La arqueología, por otra parte, suscitó unos problemas
que hasta entonces habían sido completamente ignorados.
38
La Biblia fue estudiada apasionadamente, pero como cual-
quier otro documento profano. La imagen que dio la in-
vestigación fue horrible. Los especialistas católicos estuvie-
ron desorientados y durante mucho tiempo se mantuvieron
al margen de lo que se estaba gestando en el mundo bíbli-
co. Desde finales del s XIX hubo una etapa de recelos y
de acusaciones contra los estudiosos progresistas como no
se había conocido nunca. La encíclica Providentissimus Deus
(1893), de León XIII, y la Pascendi (1907), de Pío X, tra-
taron de orientar la investigación bíblica católica. Pío X
creó la Pontificia Comisión Bíblica para asesorarle en estas
materias. Sólo con la publicación de la encíclica Divino
affiante Spiritu (1943), de Pío XII, llegó la calma y la se-
renidad al campo católico. A los cien años de la publica-
ción de la Providentissimus Deus y a los cincuenta de la
Divino afflante Spiritu se ha venido a sumar el último do-
cumento sobre materia bíblica: La interpretación de la Bi-
blia en la Iglesia (1993), publicado por la Pontificia Comi-
sión Bíblica. Es una preciosa síntesis del estado actual de
los estudios bíblicos en la Iglesia.
3. Las lenguas de la Biblia
Los libros de la Biblia fueron escritos en tres lenguas di-
ferentes: el hebreo, el arameo y el griego.
El hebreo es la lengua en la que fueron escritos la ma-
yoría de los libros del Antiguo Testamento. El arameo está
representado únicamente en unos capítulos del libro de
Esdras (Esd 4,8-6,18; 7,12-26) y de Daniel (Dan 2,4-7,28).
En griego nos ha llegado el texto de siete libros: Tobías,
Judit, Eclesiástico, Sabiduría, Baruc y 1-2 de los Macabeos,
más algunas adiciones que aparecen en los libros de Ester
y de Daniel.
El pueblo de Dios habló el hebreo hasta los días del
destierro en Babilonia (años 587-539 a.C). Pero, poco a
poco, el hebreo fue suplantado por el arameo. En el s. IV
39
a.C. el arameo era ya la lengua ordinaria del hombre de
la calle. El hebreo quedó como lengua sagrada y como len-
gua literaria. En Palestina se habló el arameo hasta el s.
VII de nuestra era.
El griego de la Biblia es el que se habló en el mundo des-
de las conquistas de Alejandro Magno (años 336-323 an-
tes de Cristo). Se lo conoce con el término de koiné, o grie-
go común, el que hablaba el pueblo sin cultura. En esa
lengua koiné fueron escritos todos los libros del Nuevo Tes-
tamento.
4. El arte de la escritura
«Los sumerios ya escribían sobre tablillas de arcilla fresca
desde aproximadamente el año 3500 a.C. Por medio de
un estilete de madera o de metal grababan sobre ellas el
texto que deseaban; después las dejaban secar al sol o las
cocían como ladrillos. Hasta nosotros han llegado milla-
res de esas tablillas, encontradas en las excavaciones de
Ebla, Nínive, Mari, Ugarit, etc.
Los egipcios utilizaron, ya desde el año 3000 a.C, otro
material, más práctico, pero más deteriorable: el papiro.
El papiro es una planta que crece en el delta del Nilo y
que puede alcanzar una altura de hasta cuatro metros y
un grosor del tamaño de un brazo humano. Con sus fi-
bras se tejían cestas y esteras y con la pulpa de su tallo,
cortado en láminas y alisadas y pulidas convenientemen-
te, se fabricaban hojas de papel. Los folios podían ser pe-
gados o cosidos unos con otros, obteniendo así tiras de
varios metros de Jargo. Colocando Juego dos listones en
las extremidades, la larga tira de papiro podía ser enro-
llada. Así surgía el rollo de papiro. Ese fue el material más
corriente y más barato para la escritura.
En épocas más recientes se conoció otro material, más
resistente pero mucho más costoso: el pergamino, hecho
de pieles de ovejas y de cabras. La ciudad de Pérgamo, en
40
Asia Menor, fue el centro principal en la preparación de
pergaminos, y de ella recibió su nombre, allá por el año 100
a.C. También los folios de pergamino solían ser cosidos en-
tre sí, formando un largo rollo. La forma de códice o de
libro empezó a usarse a partir del s. I de nuestra era.
El instrumento que se utilizaba para escribir era la plu-
ma o cálamo, es decir, una cañita de junco de papiro, afi-
lada en punta como una pluma de ave. Se conocía la tin-
ta negra y la roja. Utensilios auxiliares eran la piedra
pómez para borrar lo escrito y alisar las membranas, en-
grudo para pegar las hojas de papiro y los cordones para
cerrar los rollos»1
.
La técnica antigua de escribir era muy precaria. El he-
breo no tenía vocales. No había ninguna señal de separa-
ción entre las palabras, ni puntos ni comas ni puntos y
aparte ni párrafos ni títulos. Todo iba seguido2
.
Para facilitar el manejo de la Biblia, el cardenal Langton
hizo, en el s. XIII de nuestra era, la división de los libros
en capítulos; en el s. XVI cada capítulo fue dividido en
frases cortas, llamadas versículos, que aparecen numera-
dos en todas las traducciones actuales.
5. Los manuscritos del Antiguo Testamento
Hasta hace unos años los manuscritos más antiguos que
poseíamos del Antiguo Testamento se remontaban al s. IX
de nuestra era. Las ediciones críticas de la Biblia hebrea
reproducen como texto base el manuscrito de Leningrado,
que data del año 1008 ó 1009 de nuestra era.
En Ja primavera del año 1947 un pastor beduino reali-
zó, por azar, un descubrimiento sensacional en una de las
muchas cuevas que existen en un lugar llamado Qumrán,
1
J. A. DK SOBRINO, Así fue la Iglesia primitiva, BAC, Madrid 1976, 208-209.
1
L. ALONSO SCHÓKEL-J.L. SICRK, Profetas. Comentario I, Cristiandad, Madrid
1989,26
4J
cerca de Jericó, en Israel, a unos dos kilómetros de distan-
cia del mar Muerto. En una de las grutas halló ocho vasi-
jas que contenían pergaminos viejísimos. En años posterio-
res fueron apareciendo numerosos manuscritos en otras
grutas de los alrededores. En la actualidad suman un total
de unos 600. Se los conoce con el nombre de Manuscritos
del mar Muerto, célebres ya en todo el mundo. Se cree que
todos esos manuscritos pertenecían a una biblioteca de un
monasterio de esenios, especie de monjes judíos, que vivían
cerca de aquellas grutas.
Algunos de esos manuscritos pueden remontar al s. III
antes de Cristo. Pero incluso los que son un poco más tar-
díos nos han hecho conocer el texto del Antiguo Testamen-
to en mil años anterior al que conocíamos hasta ahora.
El texto hebreo del Antiguo Testamento sufrió algunos
retoques en el transcurso del tiempo. Desde finales del s. I
de nuestra era los rabinos judíos intentaron poner fin a to-
das las diferencias existentes. Entre los años 500-900 el tex-
to hebreo alcanzó su estabilidad definitiva. Ese trabajo de
fijación del texto fue obra de los masoretas, es decir, los
hombres de la tradición. Para que no se perdiera nada del
texto sagrado ellos contaron las palabras e incluso las le-
tras de cada libro. Así, por ejemplo, calcularon que el
Pentateuco contenía 79.856 palabras y 400.845 letras3
.
II. EL PENTATEUCO
A partir de este momento, el lector deberá tener la Biblia
muy cerca de él, verla con sus ojos, tocarla con sus manos
y empezar a caminar por sus páginas. No hay ningún co-
mentario que pueda suplir el contacto directo con la pala-
3
V MANNUCCI, La Biblia como palabra de Dios. Introducción general a la Sagrada
Escritura, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, 93-108.
42
bra; no hay explicación, por más brillante que sea, que pue-
da suplantar a una sencilla lectura creyente del texto sagra-
do. Seguramente muchas cosas seguirán siendo oscuras,
pero la palabra de Dios, que es eficaz por sí misma, comen-
zará a hacer su obra en el alma del que se acerque a ella.
La Biblia comienza con una gran obra en cinco volúme-
nes, conocida con nombres distintos a lo largo de los si-
glos. Los judíos la llamaron la Tora o la Ley, o libro de la
Ley de Moisés. El nombre de Pentateuco fue popularizado
por los Santos Padres de Alejandría en el s. II de nuestra
era. Pentateuco es un nombre compuesto de dos palabras
griegas: penta, que significa cinco, y teuchós, que significa
el estuche donde eran guardados los libros y después los
mismos libros. Pentateuco significa libro en cinco rollos, li-
bro en cinco volúmenes. Los libros que lo componen son:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. La
obra fue dividida en cinco partes, con objeto de no hacer
el rollo demasiado largo e inmanejable.
El lector entra seguramente en un mundo donde hay
muchos problemas que le son desconocidos, como por
ejemplo: ¿Quién fue el autor de esa obra en cinco volú-
menes? ¿Cómo fue compuesta? ¿En qué época sucedieron
los acontecimientos narrados en ella? ¿Cómo entender
tantas cosas como se dicen en ella?4
.
A. EL PERÍODO PATRIARCAL (años 1850-1700 a.C.)
La historia narrada en los cinco primeros libros de la Bi-
blia, es decir, en el Pentateuco, abarca dos grandes perío-
dos: el de los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob, junto con
1
Y BORRAGÁN MATA, Dios se hizo palabra. Introducción histórica y teológica al
Antiguo Testamento, Sereca, Madrid 1995, 268; H. CAZELLES, Introducción crítica al
Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1981, 915; HEINRICH A. MKRTENS, Manual
de la Biblia, Herder, Barcelona 1989, 950; A. GONZÁLEZ NÚÑEZ, La Biblia: los au-
tores, los libros, el mensaje, San Pablo, Madrid 1989.
43
sus hijos, cuya historia es narrada en el libro del Génesis;
y la historia de la esclavitud en Egipto, de la liberación,
de la alianza y de la marcha por el desierto hasta la lle-
gada del pueblo de Dios enfrente de la tierra prometida
y la despedida de Moisés, narrada en los libros del Éxo-
do, Levítico, Números y Deuteronomio5
.
1. Historia
La historia del pueblo de Dios es relativamente reciente. Los
primeros pasos son narrados en el primer libro de la Biblia,
que lleva por título Génesis, palabra que significa origen.
El Génesis es el libro de los comienzos: del mundo, de la
humanidad y del pueblo de Dios. Los primeros capítulos
(Gen 1-11) presentan un vasto panorama de la historia de
la creación, del pecado, de la expulsión de los primeros
hombres del paraíso, del mal creciente de la humanidad, del
diluvio decretado por Dios y del intento de los primeros
hombres por construir una torre cuya cúspide llegara has-
ta el cielo. El hombre, creado a imagen y semejanza de
Dios, quiso ser "como Dios", independiente y
autosuficiente, dueño de su destino y de su vida. Así se pro-
dujo la ruptura entre Dios y el hombre, entre el hombre y
su semejante, entre la especie humana y el resto de los se-
res de la creación. Pero la historia del hombre no terminó:
las aguas del diluvio no pudieron anegar el plan de Dios.
Un hombre, llamado Abrahán, fue escogido para llevar
adelante el designio de Dios en favor de los hombres. Dios
le hizo promesas inauditas: una tierra y una descendencia
en la que serían bendecidas todas las naciones. El Dios del
mundo se convirtió, por expresarlo de un modo muy plás-
5
Casi todas las fechas que se dan en esta visión del Antiguo Testamento co-
rresponden a los siglos anteriores a la venida de Jesús. Conviene notar, por con-
siguiente, que los números van de más a menos, desde lo más lejano a lo más
próximo.
44
tico, en el Dios de la casa y de la familia, de las marchas y
de los caminos. Podemos seguir fácilmente las andanzas de
Abrahán desde Ur hasta Jarán, de Jarán hasta Palestina, su
bajada a Egipto, su intercesión apasionada por las ciuda-
des de Sodoma y Gomorra, el nacimiento de Isaac, el hijo
de la promesa, su sacrificio, la muerte del viejo patriarca.
Isaac fue el heredero de todas las promesas y bendiciones.
La vida de Jacob, su hijo, estuvo llena de engaños y de as-
tucias, pero fue conducida en todo momento por la pre-
sencia del Señor. Él fue el padre de las doce tribus de Is-
rael. La historia de José es apasionante, pero es mejor leerla
que contarla. Hijo preferido de Jacob, José suscitó la envi-
dia de sus hermanos, que le vendieron como esclavo a unos
mercaderes que viajaban hacia Egipto. El faraón tuvo un
sueño misterioso, en el que vio siete vacas gordas y siete
flacas, siete espigas gordas y siete flacas. Sólo José fue ca-
paz de interpretarlo: siete años de gran abundancia serían
seguidos de otros siete años de gran carestía. Era preciso
hacer provisiones durante los años de abundancia para ha-
cer frente a los años de carestía. El hambre llegó a todos
los países. Jacob mandó a sus hijos a Egipto para buscar gra-
no. José reconoció a sus hermanos y les pidió que, si al-
gún día regresaban, trajeran con ellos a Benjamín, el her-
mano menor. Jacob volvió a mandar a sus hijos, y Benjamín
bajó con ellos. Y en medio de una escena impresionante,
José se identificó ante sus hermanos. El faraón invitó a
Jacob y a sus hijos a establecerse en Egipto. Allí se salva-
ron del hambre, pero sus descendientes conocieron una
dura esclavitud (Gen 12-50).
Los primeros capítulos del libro del Génesis (Gen 1-11)
pertenecen a la pre-historia. Sólo con la aparición de
Abrahán entramos ya en terreno relativamente firme.
¿Cuándo vivieron los patriarcas Abrahán, Isaac, Jacob y sus
hijos? No se ha encontrado, ni hay esperanza alguna de que
se pueda encontrar, algún vestigio que nos hable de la exis-
tencia y de las gestas de los patriarcas hebreos. Los deta-
lles precisos de su historia son difíciles de determinar. La
45
arqueología, sin embargo, ha iluminado el mundo en el que
vivieron. Los nombres de los patriarcas fueron bastante co-
rrientes en los ss. XX-XVII a.C, pero después desaparecie-
ron; las costumbres que estaban en vigor en sus días (Gen
16,1-2; 30,3) eran las que aparecen en los códigos legales
de la época (código de Hammurabí, s. XVIII a.C; código
de Nuzi, s. XV a.C); el género de vida de los patriarcas
coincide plenamente con el medio ambiente de los ss. XX-
XVII a.C. Esa debe ser la época en la que vivieron los pa-
triarcas, con un margen de error que puede ser superior a
los cien años. Si me viera forzado a tener que precisar más,
me inclinaría por una fecha en torno al año 1850 antes de
Cristo. Algunos especialistas la rebajan incluso hasta el s.
XV a.C.
2. Escritos
Si los patriarcas vivieron hacia el s. XIX a.C, podría es-
perarse que su historia, al ser tan importante, hubiera sido
escrita en los años inmediatamente posteriores. Pero la
realidad es que nadie pensó en poner por escrito aque-
llas anécdotas en torno a Abrahán, Isaac y Jacob, sino que
fueron transmitidas de boca en boca, de padres a hijos,
de hijos a nietos y así nunca cayeron en el olvido. La ley
de la boca fue el único libro que conoció Israel durante
muchos siglos. Estamos todavía muy lejos del momento
de empezar a escribir.
B. EL ÉXODO Y LA MARCHA POR EL DESIERTO
(años 1250-1200 a.C.)
Entre los sucesos narrados en el libro del Génesis y del
Éxodo se produjo un vacío de varios siglos, de los cuales
no sabemos prácticamente nada. Los hijos de Jacob vivie-
ron en Egipto como pastores.
46
1. Historia
El libro del Éxodo nos narra lo que allí sucedió. El faraón
Ramsés II, que reinó durante los años 1290-1224 a.C, so-
metió a los israelitas a una esclavitud cruel. Los hijos de Is-
rael volvieron sus ojos hacia el Dios de los padres, y Dios
suscitó a Moisés. Se le apareció en el monte Sinaí, le en-
cargó la misión de ir a liberar a su pueblo, y se le reveló
con un nombre grandioso, que lo dice todo: Yavé, es de-
cir, «el que es, el que era, el que será; el primero y el últi-
mo, el eterno y el novísimo». Moisés regresó a Egipto y pi-
dió al faraón la liberación de su pueblo. Pero la resistencia
del faraón fue terrible. Dios castigó al país con una serie
de plagas, hasta que el faraón fue vencido. Los hijos de Is-
rael salieron de Egipto, cruzaron de una manera milagro-
sa el mar Rojo, avanzaron hasta la montaña del Sinaí y allí
Dios hizo con su pueblo una alianza de amor y de sangre:
El se comprometió a bendecir y a proteger a Israel en to-
dos los momentos, y el pueblo se comprometió a observar
el Decálogo, es decir, los diez mandamientos. En ellos se
describe la actitud fundamental del hombre frente a Dios:
«no tendrás otros dioses delante de mí», y frente a los hom-
bres: «no matarás, no robarás, no cometerás adulterio, no
maldecirás ni a tu padre ni a tu madre, no darás falso tes-
timonio»; es decir, respeto a la vida, a la propiedad, a la
honra y a la fama. Así es como Israel se convirtió en el pue-
blo de Dios y en una nación santa, es decir, separada y con-
sagrada por completo al Señor (Éx 1-20). La alianza fue
sellada con un rito de sangre, que unió a Dios y a su pue-
blo en un pacto de amor inquebrantable (Éx 24). Fue el
hecho más importante de toda su historia. ¿Qué habría su-
cedido si Israel hubiera cumplido esa alianza a la perfec-
ción? Un código de leyes muy hermosas (Ex 20-23), el re-
lato de la primera infidelidad de Israel (Éx 32-34) y las
órdenes de Dios para construir el arca de la alianza cons-
tituyen la parte final de este libro (Éx 25-31; 35-40).
El libro del Levítico, el tercero de la Biblia, contiene
47
las leyes dadas por Moisés a su pueblo en torno a los sa-
crificios (1-7); el ritual para la consagración e investidu-
ra de los sacerdotes (8-10); las leyes relativas a la pureza
o la impureza legal (11-15); el ritual del día de la Expia-
ción, o Yom Kippur (16) y, finalmente, el Código de san-
tidad (17-26): inmolaciones y sacrificios, santidad de los
sacerdotes, ritual para las fiestas del año, blasfemia y ley
del talión, año sabático y año jubilar... Los hijos de la
alianza son llamados a la santidad: «Sed santos, porque
yo soy santo». Es un libro difícil de leer, pero fascinante
para quien entre en su dinámica.
El libro de los Números relata la organización del pue-
blo de Dios y los preparativos para hacer ordenadamente
la marcha por el desierto, desde el Sinaí hasta la tierra de
la promesa (1-10). El viaje fue largo y lleno de dificulta-
des: hambre y sed, cansancios y fatigas, rebeldías sin cesar.
Pero el Señor fue llevando aquella marcha y confortando
a su pueblo: el maná le alimentó y las rocas dieron agua
para calmar su sed. Desde el desierto, Moisés envió explo-
radores a la tierra, que la recorrieron de arriba abajo: era
una tierra fértil, pero sus habitantes imponían respeto. Los
israelitas intentaron conquistarla atacando por el sur, pero
fueron derrotados. Después de una larga estancia en el oasis
de Cades, Moisés envió embajadores al rey de los edomitas
para que los dejara pasar por su territorio, pero el rey de
Edom se negó y esto obligó a los israelitas a dar un largo
rodeo, por el este del desierto. Entraron en el reino de
Moab, subieron hasta el norte y conquistaron las regiones
de TransJordania. Las tribus de Rubén, de Gad y la mitad
de la tribu de Manases pidieron al resto de las tribus que-
darse en aquel territorio, con la promesa de ayudar al res-
to de las tribus cuando entraran en la tierra prometida. Una
lista de las etapas del éxodo y de las ciudades levíticas po-
nen punto final al libro (11-36).
El quinto libro del Pentateuco es el Deuteronomio, que
contiene tres grandes discursos, en los que Moisés se des-
pidió de su pueblo, cuando ya estaba enfrente de la tie-
48
rra prometida. En el primer discurso recordó a los suyos
la maravillosa revelación de Dios en el Sinaí y los acon-
tecimientos de la marcha por el desierto (1-4); en el se-
gundo les exhortó, con palabras bellísimas, a ser fieles al
Señor en todos los momentos, y les dio una serie de le-
yes que habrían de regular la vida de cada día (5-28); en
el tercero, Moisés puso ante los ojos del pueblo las con-
secuencias que habrían de seguirse del cumplimiento o del
incumplimiento de la alianza: vida o muerte, felicidad o
desgracia, bendición o maldición.
Allí, en las montañas de Moab, contemplando con sus
ojos la tierra prometida, pero sin poder entrar en ella,
Moisés consagró a Josué como su sucesor en la empresa
de conquistar la tierra prometida con juramento a los pa-
dres, y murió en lo alto del monte. Los hijos de Israel hi-
cieron duelo por él durante treinta días. Todo estaba pre-
parado para entrar en la tierra de la promesa.
Pero, ¿cuándo tuvieron lugar los sucesos relativos a la
esclavitud en Egipto y la salida, el paso del mar, la alianza
en el Sinaí y la marcha por el desierto, hasta la llegada a
la tierra de la promesa? ¿En qué momento histórico situar
a Moisés y todos los acontecimientos que él protagonizó?
No disponemos de ningún documento extrabíblico que
nos indique cuándo ocurrieron los sucesos del éxodo y de
la marcha por el desierto. Pero la aportación de la arqueo-
logía ha sido, de nuevo, decisiva. Todos los indicios apun-
tan a una fecha en el s. XIII, es decir, en torno a los años
1250-1200 a.C. Las grandes construcciones efectuadas por
Ramsés II (1290-1224) necesitaron mucha mano de obra
barata. Los clanes israelitas que pastoreaban por la región
de Gosén fueron sometidos a trabajos forzados. Ese fue
el origen de la persecución y de la esclavitud. Ramsés II
habría sido el faraón de la persecución y Merneptah
(1224-1215), el del éxodo. Pero no se puede precisar más.
La tradición israelita conservó el recuerdo de varios
éxodos, pero sólo uno de ellos, el que tuvo lugar alrededor
de los años 1250-1200 a.C, es el que se impuso a todos.
49
Cuando el lector se acerque al libro del Génesis y lea
la historia patriarcal, debe situarse mentalmente en los ss.
XIX-XVII a.C.; cuando lea el libro del Éxodo y el de los
Números, debe situarse entre los años 1250-1200.
2. Escritos
Los sucesos narrados en el libro del Éxodo, Levítico, Nú-
meros y Deuteronomio, es decir, la esclavitud, la salida, el
paso del mar, la alianza y la marcha por el desierto, no fue-
ron puestos por escrito en el momento mismo en el que
sucedieron. Durante mucho tiempo fueron transmitidos
oralmente, de boca en boca, contados de padres a hijos.
Moisés, sin embargo, dio a su pueblo el primer con-
junto de leyes, que fueron la norma de vida para aquel
pueblo recién nacido y la base de los escritos jurídicos pos-
teriores. De él puede proceder, aunque haya sido retoca-
do y ampliado por la tradición, el Decálogo, es decir, los
Diez mandamientos, conservados en dos recensiones di-
ferentes (Éx 20,2-17; Dt 5,6-21), y algunas de las leyes
contenidas en el Código de la alianza, una legislación que
desarrolla los preceptos del decálogo (Éx 20,22-23,19).
Algunos cantos muy antiguos (Éx 15,21; Núm 10,35-36,
etc.) pueden remontarse también a esta época.
2.1. Análisis crítico del Pentateuco
El lector del Pentateuco entra ahora en un terreno de are-
nas movedizas, pero tiene que hacer un esfuerzo para com-
prender, porque es muy gratificante. ¿Cómo fue escrita esta
obra? ¿Quién la escribió? Durante muchos siglos nadie
pudo sospechar el complejo proceso de su formación.
La tradición judía y cristiana atribuyó a Moisés la com-
posición del Pentateuco. Pero, a partir del s. XVI de nues-
tra era, el Pentateuco comenzó a ser leído directamente
50
en hebreo y pudieron constatarse una serie de irregulari-
dades, de diferencias y de contradicciones que una lectu-
ra, hecha en latín, apenas podía detectar. Las dudas se
incrementaron a lo largo de los ss. XVII y XVIII.
Efectivamente, cuando uno se acerca al Pentateuco con
los ojos bien abiertos, puede observar cómo algunos epi-
sodios son contados dos o más veces. Basta abrir la Biblia
por la primera página y ya nos encontramos dos relatos dis-
tintos de la creación (Gen 1,1-2,4a y 2,4b-25); después, dos
versiones del diluvio (Gen 6,5-8,22), dos veces Sara es pre-
sentada como hermana de Abrahán (Gen 12,10-20; 20,1-
18), dos relatos de la expulsión de Agar (Gen 16,4-16 y
21,9-21), dos de la vocación de Moisés (Éx 3,1-4 y 6,2-
8), dos versiones del Decálogo (Éx 20 y Dt 5), dos narra-
ciones sobre las codornices y el maná, etc. El estilo y el vo-
cabulario de esos relatos duplicados es muy distinto: Dios
es llamado en unos textos Elobim y en otros Yavé; el monte
sagrado es llamado en unos textos Sinaí y en otros Horeb;
el suegro de Moisés es llamado Ragüel en unos textos, Jetró
en otros; el padre de las tribus es llamado Jacob o Israel;
los habitantes de Canaán son llamados amorreos o
cananeos. La lectura del Pentateuco nos hace asistir a un
auténtico desfile de estilos literarios: algunos relatos son
vivos y maravillosos, otros son monótonos y repetitivos. Las
leyes se encuentran más desarrolladas en unos textos que
en otros y fueron escritas en unas circunstancias que no co-
rresponden al mundo en el que vivió Moisés, sino a épo-
cas muy posteriores. ¿Cómo es posible que un autor pue-
da escribir de tantas y tan diversas maneras? ¿Qué sucedió
en la composición del Pentateuco? Los especialistas están
unánimemente de acuerdo en afirmar que Moisés no pudo
escribirlo en la forma en que nosotros lo leemos ahora.
El trabajo de los especialistas se ha centrado en tratar
de dar una explicación satisfactoria a esos interrogantes.
Muchos de ellos han pasado su vida entera sobre estas pá-
ginas, analizándolas frase por frase, palabra por palabra.
Sus conclusiones no son definitivas, ni algo que tengamos
51
que aceptar forzosamente, pero merecen toda nuestra
atención y respeto.
El trabajo decisivo en esta cuestión fue el de un médi-
co católico, llamado J. Astruc (1766). Leyendo el libro del
Génesis tuvo una intuición muy sencilla, pero genial: co-
gió dos bloques de cuartillas y fue escribiendo en el pri-
mero todos los textos que llaman a Dios con el nombre
de Yavé y en el segundo los que le designan con el nom-
bre de Elobim. Y halló como dos narraciones distintas y
paralelas que contaban la misma historia. Astruc pensó
que Moisés habría utilizado por lo menos dos documen-
tos distintos y anteriores a él para componer el libro del
Génesis. Así nació lo que se llamó con el nombre de Hi-
pótesis de los documentos. El camino de la investigación
estaba abierto. Los textos fueron sometidos a un análisis
continuo y apretado. Y fueron apareciendo las teorías más
diversas para explicar todos esos fenómenos que hemos
constatado. Pero la Hipótesis de los documentos se fue
imponiendo poco a poco. Los especialistas fueron agru-
pando los textos del Pentateuco por la semejanza de su
estilo y de su mentalidad y llegaron a una conclusión muy
importante: que el Pentateuco era una obra relativamen-
te reciente en la vida del pueblo de Dios, y que había sido
compuesto mediante la utilización o mezcla de cuatro do-
cumentos anteriores, independientes entre sí, escritos en
distintos momentos, y que fueron llamados con estos
nombres: Javista, Elohísta, Deuteronómico y Sacerdotal.
Las siglas que sirvieron para identificarlos fueron estas: J
(para el Javista), E (para el Elohísta), D (para el Deutero-
nomio), P (primera letra de la palabra Priester, que en ale-
mán significa sacerdote, para el Sacerdotal). Después pa-
saron a determinar la época en la que cada una de esas
tradiciones habría sido compuesta: la primera de todas fue
la tradición javista, que habría sido escrita en el s. IX (ha-
cia el año 850 a.C.); la segunda, la Elohísta, en s. VIII (ha-
cia el año 750 a.C.); en el s. VII, en conexión con la re-
forma del rey Josías (año 622 a.C.) habría aparecido la
52
tradición Deuteronómica, y en el s. V (hacia el año 450
a.C), la Sacerdotal. Así, pues, lo que llamamos Pentateuco
no sería más que el resultado final de un larguísimo pro-
ceso, en el que todo ese material, relativo a los patriar-
cas y a los días del éxodo y de la marcha por el desierto,
habría sido recogido y redactado. De la mezcla o de la
yuxtaposición de esas cuatro tradiciones, JEDP, habría sur-
gido la obra tal como nosotros la leemos ahora.
En su estado actual, y en su forma más moderada, la
Teoría de los documentos podría ser expuesta en los si-
guientes términos:
Las tradiciones sagradas de Israel fueron transmitidas
de boca en boca, de padres a hijos, y conservadas celosa-
mente por parte de los sacerdotes. En los santuarios se
fueron formando las colecciones de leyes, que fueron
adaptadas continuamente a las nuevas situaciones en que
vivía el pueblo de Dios.
Parte de esas tradiciones históricas y legales fueron es-
critas, por primera vez, durante el reinado de Salomón,
en el s. X a.C, con bastante probabilidad en la ciudad de
Jerusalén. El autor que puso por escrito esa síntesis de tra-
diciones sagradas, es desconocido. Porque designa siem-
pre a Dios con el nombre de Yavé fue llamado el Javista,
y su obra es conocida como la tradición o el documento
javista (sigla J).
Hacia el año 930 a.C, el reino de Israel, como tendre-
mos oportunidad de ver, se dividió en dos partes. Las tri-
bus del norte del país siguieron transmitiendo oralmente las
tradiciones sagradas. Hacia el s. VIII, probablemente duran-
te el reinado de Jeroboán II (años 783-743 a.C), un hom-
bre desconocido para nosotros recogió y escribió esas tra-
diciones. Llamó a Dios con el nombre de Elobim (al menos
para los sucesos anteriores a la revelación del nombre de
Yavé) [Ex 3,14]; por eso, es conocido con el nombre de
Elohísta y su obra como la tradición Elohísta (sigla E).
El reino del norte fue destruido el año 722 a.C. por
los asirios. Muchos sacerdotes de Samaría debieron bajar
53
hacia Jerusalén y con ellos llevaron la tradición Elohísta,
escrita unos años antes en su reino. Y en Jerusalén, pro-
bablemente durante el reinado del rey Ezequías (años 716-
687 a.C), debió de hacerse la fusión de las tradiciones
Javista y Elohísta, que contaban la misma historia. Así sur-
gió el llamado documento Jeovista.
Esos mismos sacerdotes debieron poner por escrito los
usos y costumbres jurídicas de su reino, en un documen-
to que nosotros conocemos como tradición deuteronómi-
ca o Deuteronomio (sigla D). Esto debió de suceder a fi-
nales del s. VIII o principios del s. VII a.C, con bastante
probabilidad durante el reinado de Ezequías.
El año 587 a.C, Jerusalén fue destruida y la población
deportada. Durante el destierro de la comunidad en
Babilonia (años 587-539 a.C.) es probable que los sacer-
dotes de Jerusalén pusieran por escrito algunas de sus tra-
diciones legales y cultuales.
En los años posteriores al destierro, quizá ya en el s.
V a.C, la tradición sacerdotal fue adquiriendo su forma
definitiva, en un documento que conocemos con el nom-
bre de Sacerdotal (sigla P).
Poco tiempo después, quizá durante los días de Esdras
(s. V-IV a.C), las cuatro tradiciones JEDP fueron fusio-
nadas, dando como resultado el Pentateuco en la forma
en que nosotros lo leemos ahora. Hacia el año 330 a.C,
el Pentateuco habría adquirido, con toda seguridad, su
forma definitiva.
La Hipótesis de los documentos ha sido examinada una
y mil veces. Una y otra vez se ha entonado la oración fú-
nebre por ella. Pero no ha sido sustituida por ninguna otra
explicación satisfactoria. No se ve una nueva teoría que
se imponga. El trabajo de los especialistas se está orien-
tando hacia una concepción menos libresca, más próxima
a las realidades vivas. Se buscan nuevas salidas.
54
2.2. Los géneros literarios del Pentateuco
El Pentateuco no es un libro como los que estamos acos-
tumbrados a leer. No fue compuesto por un solo autor,
ni de una sola vez, sino por varios autores y en distintos
tiempos. ¿Cómo habrá que leerlo e interpretarlo? ¿Cómo
creó Dios el mundo? ¿Hay que aceptar que lo hizo en seis
días de 24 horas? ¿Cómo entender el pecado de los pri-
meros padres, el diluvio universal, el episodio de la torre
de Babel? ¿Cómo leer los relatos patriarcales, la esclavi-
tud, las plagas de Egipto, el paso del mar Rojo, la mar-
cha por el desierto, el maná, la nube, las leyes? ¿Son un
relato rigurosamente histórico? ¿Tenemos que aceptar
todo tal como está escrito?
Para poder entender a un autor hay que determinar con
la mayor precisión posible cuál es la forma o el género lite-
rario escogido por él para componer su obra: si es una his-
toria real, o una novela, o una novela histórica, o un ensa-
yo, o una reflexión. Sólo así estaremos en condiciones de
interpretar correctamente el alcance y el significado de sus
afirmaciones. «Hoy no se escribe como ayer, ni se piensa
como ayer, ni el oriental lo hace como el occidental. Varían
los modos de expresarse de país a país, de generación a ge-
neración, de padres a hijos»6
. Los autores de la Biblia, en
concreto los que redactaron los acontecimientos narrados
en el Pentateuco, se expresaron a su manera, acomodándose
a sus lectores, a sus gustos y a su comprensión. Por eso, te-
nemos que hacer el máximo esfuerzo por llegar a compren-
der las formas utilizadas por ellos, porque sólo si lo logra-
mos, estaremos en condiciones de captar su mensaje.
Los once primeros capítulos del Génesis (Gen 1-11) de-
ben ser leídos con sumo cuidado. El autor que escribió la
mayor parte de esos capítulos, lo hizo en el s. X a.C, du-
rante el reinado de Salomón. Por consiguiente, son relatos
' J. SAN CLEMENTE, Iniciación a la Biblia para seglares, Desclée de Brouwer, Bil-
bao 1986, 42-44.
55
muy tardíos, en los que el autor quiso dar una respuesta a
los interrogantes más profundos que se plantea el hombre.
Si todo fue creado muy bueno por Dios, ¿por qué produ-
ce la tierra abrojos y espinas? ¿Por qué misteriosa razón el
hombre y la mujer se atraen tan poderosamente? Y, sobre
todo, ¿por qué la enfermedad, por qué el pecado, por qué
la muerte? ¿Por qué el hombre, creado a imagen y seme-
janza de Dios, se negó a vivir como criatura? ¿Por qué esa
marcha ascendente del pecado? Los relatos de los prime-
ros capítulos del Génesis responden a esas cuestiones, uti-
lizando un lenguaje lleno de imágenes y de símbolos, que
los primeros destinatarios debieron entender muy bien. No
es una historia rigurosa, sino una teología de la historia; no
es la historia de los hombres, sino del hombre, es decir, de
la condición humana considerada en sí misma. En esa his-
toria de los orígenes el autor sagrado puso en evidencia que
todo lo que existe ha sido creado por Dios y que el hom-
bre rompió con El desde el principio.
La mayoría de los relatos del Pentateuco pertenecen al
género literario de las tradiciones folclóricas o populares. Es
un tipo de narración bien conocido en todas las literaturas
antiguas. Los sucesos protagonizados por Abrahán, Isaac,
Jacob y sus hijos (recogidos en el libro del Génesis), los que
relatan la esclavitud, las plagas de Egipto, la salida, el paso
del mar, la alianza en el Sinaí y la marcha por el desierto
hasta la llegada a la tierra de la promesa (recogidos en los
libros del Éxodo y de los Números) no fueron redactados,
como ya hemos visto, inmediatamente después de acaecidos,
sino que fueron transmitidos de boca en boca, de padres a
hijos, durante varios siglos. Los autores que escribieron esos
relatos no quisieron, ni pudieron, escribir una historia rigu-
rosa ni una crónica detallada de todos los sucesos. Recogie-
ron su material de la tradición oral. Ahora bien, lo propio
y específico de la tradición oral es contar hechos realmente
sucedidos, pero que han sido adornados, embellecidos y exa-
gerados con el paso del tiempo. Bastaría pensar en el rela-
to de las plagas de Egipto. ¿Es posible que el autor sagrado
56
haya querido decirnos que el Nilo se convirtió realmente en
sangre? ¿O que el país se quedó en una oscuridad total en
pleno día? Si el relato fuera una historia pura, tendríamos
que aceptarlo así. Pero no lo es. Es una tradición popular.
Los primeros destinatarios de esos relatos no se llamaron a
engaño, sabían cómo leerlos e interpretarlos. También no-
sotros deberíamos saberlo y tratar de detectar en ellos la en-
señanza que el autor sagrado quiso transmitir.
Una buena parte del libro del Éxodo, todo el libro del
Levítico, muchas secciones del libro de los Números y una
gran sección del libro del Deuteronomio contienen las le-
yes fundamentales que inspiraron el comportamiento del
pueblo de Dios. El género jurídico es predominante en el
Pentateuco.
A lo largo de la trama del Pentateuco aparecen relatos
etiológicos (de la palabra griega aitia, que significa causa o
razón), que tratan de dar explicación de un uso, de una cos-
tumbre o del nombre de una persona o de un lugar. Para
entender de qué se trata, baste pensar en un solo caso: el
nombre de los primeros padres. Según el relato del Géne-
sis se llamaron Adán y Eva. ¿En algún lugar de la tierra
pudo recordarse el nombre de los primeros padres, después
de tantos miles de años? Pero la cuestión es fácil de solu-
cionar si admitimos que estamos ante una explicación del
todo normal, hecha por el autor sagrado. El texto dice: «Y
Yavé formó al hombre (ha-adam) con polvo del suelo (min
ha-adam-ah) [Gen 2,7]. El hombre, adam, viene de la tie-
rra, adam-ah. No se trata de un hombre particular, sino del
hombre en general, que por haber sido hecho de tierra,
adam-ah, es llamado adam. Lo mismo puede decirse del
nombre de Eva. El texto dice: «El hombre llamó a su mu-
jer Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes» (Gen
3,20). El nombre de Eva (en hebreo javvah) es explicado
por la raíz jayah, que significa vivir. Por eso hay que ser
muy cautos, para no hacer pasar por histórico lo que pue-
de ser un mero adorno del autor sagrado.
En los primeros capítulos del Génesis tenemos dos ge-
57
nealogtas: en la primera de ellas aparecen los nombres que
separan a Adán de Noé (Gen 5,1-32), la segunda recubre
el espacio entre Noé y Abrahán (Gen 11,10-26). Si hu-
biera que interpretar esas dos listas genealógicas como un
dato rigurosamente histórico, tendríamos que entre Adán
y Abrahán sólo habrían existido veinte generaciones, es
decir, unos 600 años. Eso querría decir que la creación
del hombre hubiera tenido lugar unos dos mil cuatrocien-
tos cincuenta años a.C. Pero la antropología muestra hasta
la saciedad que ese dato no es verdadero. Las genealogías
no son un documento histórico, sino más bien teológico
y jurídico: señalan la línea de las promesas.
Los números que aparecen en los textos bíblicos han
de ser interpretados con cautela. Frecuentemente tienen
un significado simbólico. El número siete es casi siempre
un número perfecto: significa la plenitud de una cosa.
También el 4 es un número perfecto. Pero, sobre todo, el
número 4, multiplicado por 10, que da el número 40, el
que más veces aparece en los textos bíblicos: 40 días y 40
noches de lluvia con ocasión del diluvio, 40 días pasó
Moisés en el Sinaí, 40 años de marcha por el desierto, 40
días duró la exploración de Canaán... Se trata siempre de
un período largo, de un número redondo, que no hay que
tomar en su literalidad.
Gen 5,1-32 atribuye edades verdaderamente impresio-
nantes a los patriarcas anteriores al diluvio: todos ellos vi-
vieron una edad media de más de 800 años. Pero la an-
tropología prueba que los hombres nunca han vivido
tantos años. ¿Podría tratarse, no de años solares, de 365
días, sino de años lunares, de 28 días? Si así fuera, las ci-
fras tendrían sentido. Los patriarcas habrían vivido en tor-
no a los 80 años. Ténganse en cuenta estas observaciones
al hablar del número de soldados de un ejército, del nú-
mero de israelitas salidos de Egipto, del número de muer-
tos en un combate o por un castigo del Señor7
.
7
H. A. MERTENS, Manual de la Biblia, Herder, Barcelona 1990, 69-72.
58
Después de estas rápidas reflexiones el Pentateuco co-
mienza a ser para nosotros algo familiar. Ya podemos ca-
minar tranquilamente por él.
III. LA TIERRA PROMETIDA.
CONQUISTA E INSTALACIÓN
LIBRO DE JOSUÉ Y DE LOS JUECES
En medio de un mundo casi infinito existe un pequeño pla-
neta azul y en él un trozo de tierra semidesértica y de pro-
porciones diminutas: unos 240 kilómetros de largo por 150
de ancho y una extensión muy poco superior a los 23.000
km. cuadrados (unas 22 veces menos que España). Esa tie-
rra es conocida con muchos nombres: Canaán o tierra de
Canaán, tierra de Israel, tierra de Yavé, tierra prometida, tie-
rra santa (Zac 2,16). El nombre de Palestina está relacio-
nado con la palabra filisteos (palastu). Esa fue la tierra que
Dios prometió a Abrahán y a sus descendientes. De ella
iban a tomar posesión aquel grupo de clanes que llegaban
del desierto, unidos por la fe en el único Dios.
Dos libros bíblicos relatan la conquista y la instalación
de las tribus israelitas en el país de Canaán: Josué (la con-
quista), Jueces (la instalación).
A. LA CONQUISTA DE LA TIERRA: LIBRO DE JOSUÉ
(años 1200-1180 a.C.)
1. Historia
Josué sucedió a Moisés en el gobierno del pueblo de Dios.
Él recibió del Señor el encargo de conquistar la tierra pro-
metida con juramento a los padres. El libro de Josué cuen-
ta cómo sucedieron las cosas.
59
La biblia el libro de los libros  de Vicente Borragán
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La biblia el libro de los libros de Vicente Borragán

  • 2. Vicente Borragán JLrfd JDlUllcl. el libro de los libros SAN PABLO
  • 3. Vicente Borragán Mata, dominico, nació en Madrid en 1938. Hizo sus estudios de Teología y Sagrada Escritura en la Universidad de San- to Tomás (Roma) y en la Escuela Bíblica de Jerusalén. Es profesor de Biblia en los Institutos de Filosofía y Teología de los Padres Do- minicos. Es autor de Nómadas de Dios. El hombre en camino (1994), Ríos de agua viva. El Espíritu Santo: amor, poder y vida (1998) y Se- ducidos por la Palabra (2000), todos ellos editados en SAN PABLO. © SAN PABLO 2001 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 © Vicente Borragán Mata 2001 Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid * Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 ISBN: 84-285-2366-5 Depósito legal: M. 31.125-2001 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España Introducción Tengo una Biblia en mis manos, una de las numerosas tra- ducciones que se han hecho en los últimos años. La abro por la primera página y me encuentro, de repente, con un índice de libros, dividido en dos secciones: en primer lu- gar, el Antiguo Testamento, que contiene 46 libros; des- pués, el Nuevo Testamento, que contiene 27. En total, 73 libros. La Biblia, pues, no es un libro, sino una colección de li- bros, una biblioteca en miniatura. No es un libro como los demás, compuesto por un solo autor y en un momento de- terminado, sino escrito por muchos autores y en distintas épocas de la historia. ¿Por cuántos autores? ¿A lo largo de cuántos siglos? ¿Cuándo comenzaron a ser puestos por es- crito estos libros? ¿Cuánto tiempo tardaron en ser com- puestos? ¿De qué hablan esos libros? ¿Quiénes fueron sus autores? ¿A quiénes fueron dirigidos? ¿En qué momento y en qué circunstancias fueron escritos? ¿Por qué decimos que la Biblia es palabra de Dios? ¿Cómo se ha formado esa co- lección de 73 libros? ¿Cómo leerlos?, ¿cómo interpretar- los? Esos son algunos de los interrogantes que surgen ape- nas uno toma la Biblia en las manos y comienza a mirarla. Muchos experimentan una sensación descorazonadora al comenzar a leer la Biblia, sobre todo el Antiguo Testa- mento. «Tienen la impresión de entrar en una biblioteca atestada de libros y no saben por dónde empezar a leer, ni cómo buscar o hallar lo que desean, ni cómo han de en- tender lo que leen. ¿Cómo conseguir moverse con agilidad 5
  • 4. en un mundo tan desconcertante? ¿Por dónde empezar?» (A. Girlanda). «Como quien, al adentrarse en el mar en una barquilla, se siente invadido por una enorme angustia al confiarse en un pequeño madero a la inmensidad de las olas, así sufrimos también nosotros al adentrarnos en tan vasto océano de misterios» (Orígenes). Por eso es absolu- tamente necesaria una introducción para familiarizarse con ese mundo y con sus personajes, y para conocer las mane- ras de expresarse de los autores sagrados. Los libros de la Biblia están ordenados o agrupados por afinidad de contenido: los libros históricos, con el Pentateuco a la cabeza, forman el primer bloque; los pro- fetas, el segundo, y los libros poéticos o sapienciales, el ter- cero; después siguen los evangelios y un buen número de cartas. Pero esa es una ordenación desordenada, porque los libros no aparecieron ni en ese orden ni de esa manera. Para hacer una lectura inteligente de la Biblia hay que hacer una reordenación de los libros, que sitúe cada acontecimiento y cada personaje en su momento histórico, y cada libro en el momento preciso en el que fue escrito. Así es como vol- vemos a contemplar, desde la distancia, el nacimiento de la Biblia; así es como podemos coger al vivo a los patriar- cas, a los jueces y a los reyes, a los profetas y a los sabios, a Jesús y a sus apóstoles, y a los escritores sagrados con su pluma en la mano, redactando esa historia de amor y de salvación que va desde Abrahán hasta la muerte del últi- mo apóstol; es decir, desde el s. XIX a.C. hasta finales del s. I de nuestra era. Llevo ya muchos años explicando la Biblia a los gru- pos más diversos y en los ambientes más dispares. ¡De- bería ser tan fácil explicar la palabra de Dios y que ella entrara con la mayor naturalidad en el alma de los que la oyen! Pero se ve que no es así. A lo largo de tantos años de enseñanza he tenido que oír las quejas, manifiestas o latentes, de los que asisten a los cursos bíblicos. Muchos de ellos se sienten decepcionados por lo que reciben en clase: «Lo que me han dicho me ha dejado frío e indife- 6 rente, no me sirve para la vida». Y los profesores nos pre- guntamos: «¿Qué esperan los discípulos al comenzar un curso? ¿Qué piensan que van a encontrar?». El estudio de la Biblia es comprometido, exige esfuerzo y ascesis. Los alumnos tienen toda la razón del mundo al pensar que un curso de Biblia no puede ser una cosa abstracta, que se convierta sólo en dar información, fechas, nombres, acontecimientos, interpretaciones e interpretaciones de las interpretaciones, dejando al corazón sin un contacto ver- dadero con la palabra de Dios. Pero los profesores también tienen razón al esperar que los alumnos hagan un esfuer- zo por entrar dentro de ese mundo fascinante, que reser- va sorpresas tan agradables para aquellos que se resignan a caminar pacientemente por esas páginas, con frecuencia os- curas y difíciles. Mi deseo es que estas páginas no sólo sean un poco de cultura bíblica, sino que lleven el aliento del Dios vivo a quienes se acerquen a ellas. El Espíritu que ani- mó a los profetas y a los apóstoles está a nuestro lado, para que esa palabra, pronunciada y escrita en otro tiempo, sea ahora re-escrita en nuestro corazón; para que no sea sólo una letra muerta, sino una palabra viva que nos lleve a un intercambio de amistad y de amor con Dios. Durante muchos siglos la Biblia fue un libro desconoci- do para la mayoría de los fieles cristianos, que sólo la co- nocían a través de los Catecismos, de algunas imágenes y de las explicaciones de los sacerdotes. Los ejemplares de la Biblia eran muy escasos y sólo se hallaban en las bibliote- cas de los monasterios y en manos de algunos hombres cul- tos. Pero, ahora, la Biblia está ahí, al alcance de todas las manos y de todas las economías. Ella debería ser para no- sotros el libro preferido, el más familiar, el más amado y deseado; deberíamos conocerla como la palma de la mano, como el camino que recorremos cada día hasta nuestro tra- bajo. El rabino Ben Bag Bag acostumbraba a decir: «Voltéala una y otra vez, voltea sus páginas porque todo se halla en ella. Estudíala y envejece sobre ella y no te muevas de ella, porque no encontrarás mejor regla de vida». 7
  • 5. Dios no sólo se ha hecho carne en Jesús, ni sólo pan en la eucaristía, sino también palabra escrita en el libro sagrado. La Biblia está ahí: te espera y me espera. ¡Ni un solo día sin palabra de Dios! «Que el sueño te coja con el libro sagrado entre tus manos y que la cabeza, al caer, caiga sobre sus páginas» (San Jerónimo). Nunca es tarde para comenzar a ponerse en contacto con la palabra de Dios. La siguiente anécdota, protago- nizada por Rabí Yehudá ha-Nasí, el príncipe o el patriar- ca, puede servir de estímulo a muchos para dar ese pri- mer paso. «Contaba Rabí. Un día llegó un hombre y me dijo: —Rabí, soy un ignorante. No conozco ni siquiera los cinco libros de Moisés. —¿Y por qué no los has estudiado? —Porque nuestro Padre que está en los cielos no me ha dado suficiente inteligencia ni discernimiento. —¿Cuál es tu ocupación? —Soy pescador. —¿Quién te enseñó a tejer redes y a prepararlas para la pesca? —El cielo me dio suficiente inteligencia para eso. —Si Dios te ha dado suficiente inteligencia para saber pescar, también te la ha dado para estudiar la Ley, de la que escribió: "No es demasiado difícil, ni está demasiado lejos... La palabra está muy cerca de ti" (Dt 30,11.14). El pescador comenzó a suspirar y a ponerse triste. Le dijo: —No te aflijas. Otras personas han opinado lo mismo que tú, pero sus ocupaciones demuestran que sus argu- mentos no tienen validez. Nunca es tarde para comenzar a estudiar»1 . Durante mucho tiempo he explicado por separado la 1 Seder Eliyahu, Zutta 14. 8 introducción al Antiguo y al Nuevo Testamento2 . Pero, en los últimos años, me he visto obligado a tener que hacer una presentación de todos los libros de la Biblia, incluyen- do también los temas fundamentales de la introducción general a la Sagrada Escritura, con objeto de que los alum- nos tuvieran, desde el principio, una visión de conjunto de la palabra de Dios. Ellos me han hecho ver la conve- niencia y la necesidad de recoger en un solo libro todo lo que compartí en clase con ellos, para introducir a otros muchos en ese mundo por el que Dios se pasea todos los días, esperando encontrar a alguien que quiera entrar en diálogo con Él. Vamos a acercarnos a la Biblia de la manera más sen- cilla, presentando muy brevemente todos y cada uno de sus libros, provocando continuamente al lector para que deje de lado estas páginas apenas sienta el deseo de co- ger entre sus manos el libro de Dios. Sólo espero que el método de exposición resulte accesible a todos y que pue- dan disfrutar con la perspectiva que se abre ante sus ojos. Este es un libro al alcance de todos, un libro de texto y de bolsillo para cuantos entran por primera vez en el estudio de la Biblia, y de repaso y actualización para los que pasaron ya hace mucho tiempo por estos temas. 2 V BoRRAGÁN MATA, Dios se hizo palabra. Introducción histórica y teológica al Antiguo Testamento, Sereca, Madrid 1995, 268; Y la Palabra se hizo carne. Aproximación al Nuevo Testamento, Sereca, Madrid 2000, 267. 9
  • 6. CAPÍTULO 1 La Biblia, palabra de Dios al hombre Al principio no existió el libro escrito, sino la palabra hablada. Lo primero de todo fue la revelación o el des- velamiento de Dios, cuyo rostro estuvo oculto durante tan- to tiempo. Hasta que, en un momento determinado, el que yacía en un eterno silencio se tomó la iniciativa de entrar en un diálogo con los hombres para iluminar toda su exis- tencia con una claridad infinita. Podría haberse manifesta- do de mil modos, pero lo hizo a través de unos hombres y de unos hechos muy concretos. De una manera muy dis- creta, como de puntillas, sin hacer ostentación de sus atri- butos, Dios se incrustó en el tejido de nuestra vida, se ofre- ció en su palabra y esperó nuestra acogida y respuesta. 1. El término «biblia» La palabra biblia tiene una historia muy larga. La ciudad de Biblos, situada en el Líbano actual, fue el puerto más importante de comercialización y de explotación del pa- piro, el papel de la antigüedad. Los griegos dieron el nom- bre de byblos o biblos al papel y a la ciudad. En griego, byblos (más tarde biblos) significa la fibra, el papel, la hoja escrita y el libro, incluso el libro que no estaba hecho de papel, los libros de piel, los pergaminos. Una forma diminutiva de biblos es biblion, que designa el libro, el es- crito, el librito, la carta. Biblion da en plural ta biblia, que significa los libros, los escritos. Así es como pasó del grie- 11
  • 7. go al latín, no ya como un nombre plural, sino como un singular femenino: la Biblia, es decir, el Libro por exce- lencia. En ese Libro estaban incluidos todos los libros sa- grados del judaismo y del cristianismo. La Biblia es, pues, un Libro integrado por un conjunto de libros, que son la expresión de la fe del pueblo de Dios y de la comunidad cristiana1 . 2. ¿Qué es la Biblia? La Biblia no es un libro, sino un conjunto de libros, muy distintos unos de otros: en ellos hay poesía, oraciones, la- mentaciones, cantos, proverbios, enigmas, fábulas, tradi- ciones populares, relatos históricos, cartas, leyes, palabras proféticas... ¿Hay algo que dé unidad a ese conjunto tan caótico a primera vista? ¿Se puede detectar algún hilo con- ductor que dé cohesión a esos materiales tan distintos? Muchos de los relatos de la Biblia son de tipo narrati- vo, es decir, son como una galopada a través de una lar- ga historia: al principio nos encontramos con el jefe de un clan seminómada, llamado Abrahán, después con un grupo familiar, posteriormente con un pueblo bien orga- nizado y, por último, con la Iglesia surgida de la vida, pa- sión y resurrección de Jesús. Es la historia y la vida de Is- rael y de la Iglesia. Pero la Biblia no sólo relata la historia de un pueblo, sino que es la historia de un pueblo con el cual Dios hizo una alianza o un pacto. Esa es la idea fundamental para que todos esos libros hayan sido recopilados y formen un solo Libro. Berit es uno de los términos más importantes de toda la Biblia. Con ese término se designa el lazo de unión, de amistad y de vida, de amor y de sangre, que el Señor esta- bleció con su pueblo en el monte Sinaí. Dios se unió a él 1 H. A. MESTENS, Manual de la Biblia, Herder, Barcelona 1989, 21-22. 12 con una alianza inquebrantable, para siempre jamás. Una alianza, de amistad o de ayuda mutua, puede darse entre hombres particulares, entre clanes, entre pueblos, entre re- yes, entre el rey y sus subditos y, en grado sumo, entre Dios y el hombre. En toda alianza, cada una de las partes se com- promete a cumplir una serie de cláusulas o de obligacio- nes. En nuestro caso, Dios se comprometió a bendecir a su pueblo, y el pueblo se comprometió a obedecer la volun- tad del Señor y a marchar siempre por sus caminos. Los autores de los libros de la Biblia dan testimonio de esa alianza hecha entre Dios y los hombres. Se trata de un contrato forzosamente desigual por la disparidad infinita que existe entre las partes contratantes: Dios y el hombre. Pero la idea es muy clara: Dios tomó la iniciativa de inter- venir en los negocios humanos y estableció relaciones de amor con el pueblo de Israel y con la Iglesia nacida del cos- tado de Jesús. Los libros del Antiguo Testamento son el re- cuerdo vivo de la alianza de Dios con su pueblo, Israel, an- tes de la venida de Cristo; los libros del Nuevo Testamento dan testimonio del establecimiento de una nueva alianza. En ella, las relaciones de Dios con el hombre llegaron a un estado definitivo, a su plenitud total. Lo que Dios quiso de- cirnos ya está dicho para siempre en esa Palabra, última y definitiva, que es nuestro Señor Jesucristo. A través de él, Dios mostró su rostro, su amor y su bondad, sus planes y sus designios en favor de los hombres. Dios podría haberse revelado de una vez y para siem- pre, pero se acomodó al modo de ser, de vivir y de pensar del pueblo que eligió, sin hacerle violencia. Así es como po- demos entender las incoherencias y las imperfecciones de tantos personajes del Antiguo Testamento, sus dudas y os- curidades, ese camino, extraño y oscuro con frecuencia, pero que desembocó en la luz del Nuevo Testamento. La Biblia es el documento que recoge esas conversacio- nes habidas entre el cielo y la tierra. Por eso, quien se acer- que a ella sólo por pura curiosidad o por cultura corre el riesgo de reducir la palabra de Dios a una simple expe- 13
  • 8. riencia humana y de perder de vista el carácter de pala- bra salvadora que tiene esa carta abierta que Dios ha di- rigido a los hombres. 3. La palabra de Dios en la Biblia Dios ha hablado al hombre. Ese es el hecho más atesti- guado en todas las páginas de la Biblia. Pero, para poder entender un poco mejor lo que es la palabra de Dios, de- beríamos partir de una cierta comprensión de lo que es la palabra humana2 . 3.1. La palabra humana La palabra humana es un fenómeno maravilloso. Apenas lo podemos imaginar. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si aho- ra mismo todos quedáramos mudos? Pero la palabra está ahí y por medio de ella el hombre sale de sí mismo, abre su corazón y su alma, revela su intimidad, descubre sus proyectos y sus deseos, entra en los demás y los recibe, se expresa y se comunica'. La palabra siempre supone un oyente, un tú que está delante, a quien uno se dirige; es una invitación y una lla- mada a la persona a la que es dirigida. Por eso, toda pa- labra reclama para sí misma el derecho de ser escuchada y acogida. Si no es escuchada ni acogida, si no suscita nin- gún interés ni provoca ninguna atención, si nadie se ha sentido afectado por ella, entonces se ha hablado en vano. Por su misma esencia, la palabra tiende a convertirse en diálogo entre un yo y un tú. Entonces la palabra va y 2 V BORRAGÁN MATA, Habla, Señor. Dios en diálogo con el hombre, San Pablo, Madrid 1989,244. 3 DR. EDESIO SANCHE/., Descubre la Biblia, Sociedades Bíblicas Unidas, 1998, 14-16. 14 viene, fluye y refluye sin cesar, me abre hacia los demás y me trae los otros hacia mí. Está hecha para la confesión, para la amistad y para el amor. Entonces, la palabra es pronunciada y acogida, hay llamada y respuesta. La co- municación suele fracasar porque las personas que hablan no se abren al diálogo, se ocultan detrás de las palabras y se repliegan-sobre sí mismas. El terreno de la palabra humana es como el subsuelo que nos permite dar todo su valor y alcance a la afirma- ción central de nuestra fe: Dios ha hablado al hombre. 3.2. La palabra de Dios Si el lenguaje humano es ya una maravilla divina, ¿qué se podrá decir de él cuando se convierte en vehículo para la palabra de Dios? «Cuando decimos palabra de Dios entramos en el te- rreno de la analogía. Porque la palabra es una realidad pu- ramente humana. Al aplicarla a Dios damos un salto casi infinito. Porque Dios no tiene labios, ni boca, ni voz, ni palabra como la nuestra. Pero la única manera de hablar de él es por comparación con lo que nosotros somos. Con ello queremos decir que lo que hay de profundo y de po- sitivo en la palabra humana, eso es lo que se ha dado en Dios con respecto al hombre. Sólo así podemos entender esa realidad que llamamos palabra de Dios»4 . La intervención de Dios en la historia está expresada de un modo solemne con estas palabras: «Dios ha habla- do al hombre». Podría haber permanecido en un silencio eterno, y nada le hubiéramos podido reprochar; podría haber utilizado también otros medios para relacionarse con el hombre, pero ninguno tan adecuado como la pa- labra. Con ella revela su transcendencia y manifiesta su 4 T. CABALLERO, La palabra humana y la palabra de Dios en El oficio y su cele- bración en las comunidades religiosas, PPC, Madrid 1969, 53-66. 15
  • 9. cercanía, se mete hasta lo más profundo del hombre, pero sin avasallarlo con su grandeza. Dios no ha sido un ser mudo y frío, apático e indife- rente, sino cercano y entrañable: se ha revelado y mani- festado. Si Dios no hubiera hablado, sería para nosotros un enigma sin rostro, como una esfinge impenetrable: sin palabra, Dios no sería Dios. Dios ha hablado. Los profetas lo repitieron hasta la sa- ciedad. Cientos de veces les oímos decir: «Así habJa Yavé, esto dice el Señor, me fue dirigida la palabra del Señor, es- cuchad la palabra del Señor». La crítica que se hace en la Biblia contra los ídolos de las naciones es precisamente ésta: «Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, manos y no oyen, no hay voz en su garganta» (Sal 115,5-7). Los ídolos son incapaces de comunicarse. El Creador del mundo es el Dios del diálogo, de la conversación y de la palabra. «El gesto por el cual Dios ha salido de su silencio infi- nito no puede ser más que un gesto de amor y de amis- tad. No podemos imaginar que El nos haya dirigido la pa- labra con alguna intención hostil o interesada, sino todo lo contrario: su palabra ha sido el regalo más precioso que jamás hubiéramos podido imaginar. Dios nos ha hablado como una madre habla a su hijo, con palabras de cariño y de perdón. Por eso, si Dios viene hasta mí y me habla, yo debo ir hasta Él y escucharle»5 . La palabra de Dios, pues, es su modo de hacerse pre- sente entre los hombres, su modo de manifestar sus pla- nes y su vida. La revelación es el acto por el cual Dios se quita el velo, es decir, se des-vela, y se comunica con sus criaturas. Dios lo hizo de una manera muy discreta, con palabras muy sencillas, desprovistas de atractivo y de be- lleza, pero a través de ellas llegó a nuestro corazón y nos habló de una vida sin fin. 5 A. NÉHEH,/L 'exil de la parole, Du Seuil, París 1970, 145-146. 16 3.3. La palabra de Dios en acción Los autores inspirados pusieron en evidencia el esplendor y la grandeza de la palabra de Dios. Por ella, en efecto, creó el mundo entero: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra... Y dijo Dios: hágase la luz. Y la luz fue hecha» (Gen l,lss). Dios habló, y su palabra se incrustó en la nada, despertando a las cosas de su sueño eterno. Al con- juro de Ja palabra aparecieron el cielo y la tierra, el sol, la luna y las estrellas, los montes y los valles, los mares y los ríos, los animales y el hombre. Todo fue hecho por la palabra: sin esfuerzos, sin trabajos, sin ayudas, sin un ma- terial preexistente. Si Dios retirara su palabra, todo vol- vería al caos inicial, a la nada eterna. Pero Dios no sólo habló por las voces grandiosas de la creación, sino también a través de una palabra sencilla y comprensible. En un pedazo de tierra insignificante, sin apenas ningún encanto para los ojos, Dios comenzó a ha- blar a un hombre llamado Abrahán, a quien hizo prome- sas de vida y juramentos de fidelidad. El pueblo elegido recibió aquella palabra como un aliento venido del cielo. La palabra del Señor fue su lámpara y su luz, su gozo y su alegría, su pasión y su vida. Israel caminó siempre guia- do por aquella palabra, en la que Dios manifestó para siempre sus planes a favor de los hombres. Y cuando aquella palabra fue olvidada o burlada, Dios puso en camino a sus siervos los profetas. Una y otra vez, a Jo Jargo de Ja historia de aquel pueblo infiel, el Señor dirigió la palabra a un hombre normal y corriente, llá- mese Isaías o Jeremías, para decir a su pueblo: «Escuchad la palabra del Señor, así habla el Señor». Dios se inclinó hacia su pueblo por medio de su palabra, para implorar o corregir, para consolar o confortar. Era el Dios de la casa y de la familia, que se acercaba a los suyos en un su- surro de los labios humanos. La palabra de Dios fue pues- ta en la boca de los profetas como un beso de amor. Su voz, su rostro y sus gestos, sus acentos y su vida entera 17
  • 10. hicieron visible y audible la palabra que procedía del si- lencio eterno. Los autores inspirados se sintieron fascinados por el po- der de la palabra de Dios y la calificaron de todos los mo- dos y maneras. Todo lo que se diga de Dios se puede de- cir de ella. Si Dios es eterno, ella es eterna; si Dios es todopoderoso, ella es todopoderosa; si Dios es creador, ella es creadora; si Dios es santo, ella es santa; si Dios es vida, ella da la vida; si Dios es infalible, ella es infalible; si Dios es veraz, ella es verdadera; si Dios es perfecto, ella es perfecta; si Dios es recto, ella es recta. La palabra es calificada como «dulce, hermosa, atractiva, apetecible, eterna, infinita, deseable, amable, irrevocable, eficaz». Ella da vida, conforta, alienta, alimenta, ilumina y anima. Es la palabra que nunca pasará, la palabra que dice y hace, anuncia y realiza, promete y cumple; es la palabra de Dios, que nos llega desde la eternidad y que taladra el corazón; es la palabra que habla de amores y de perdones, de vida y de gracia, de amor y de reconciliación. Es Dios hecho lenguaje, a la medida de nuestra comprensión y de nues- tro alcance. En ella el Transcendente se ha hecho condes- cendiente, el Altísimo se ha rebajado, el Silencio se ha he- cho palabra, la Eternidad se ha hecho tiempo. Por eso, esa palabra no conoce vicisitudes ni ocasos y llega hasta no- sotros con la misma lozanía y frescura que en el momen- to en que fue pronunciada. Por eso, a pesar del fracaso aparente de la palabra, ella triunfará sobre todas las sor- deras y apatías de los hombres e irá modelando la histo- ria humana y conduciéndola hacia el plan que Dios ha proyectado desde toda la eternidad; ella iluminará todas las noches oscuras y se alzará para orientarnos en todo momento; ella seguirá anunciando el triunfo de la vida sobre la muerte y de la esperanza sobre la desesperación. De eso es de lo que hablamos. Sin referencia a la palabra de Dios, el hombre se muere sin remedio. La palabra de Dios, dicen los padres de la Iglesia, es un hacha que corta las piedras, una fuerza que libera a los 18 hombres de las cadenas del mal, una medicina contra to- das las enfermedades. La palabra purifica el alma de toda culpa, la salva de la ira, la libera de las impurezas, la ilu- mina para que crea, la fortalece en los momentos de de- bilidad, la enciende en el amor, la deleita en la devoción, la consuela con la esperanza de la inmortalidad, etc. En la Sagrada Escritura resuena la palabra de Dios: ella es la luz que nos ilumina, el pan que nos alimenta, el agua que nos refresca, el perfume que nos deleita, el abrigo que nos cubre, la nube que nos protege, el mar por donde na- vegamos y el puerto hacia el que nos dirigimos. El hom- bre la anhela, la busca, la ama y la lleva en sus entrañas. En ella confía y espera. 3.4. La Palabra encarnada Dios habló de muchos modos y maneras (Heb 1,1). Pa- triarcas y reyes, profetas y sacerdotes fueron preparando los oídos del pueblo elegido para recibir y aceptar el úl- timo invento de Dios en favor de los hombres: la encar- nación de la Palabra (Jn 1,1-14). En la plenitud de los tiempos, Dios se hizo uno de nosotros, tomó nuestro ro- paje, habló nuestro lenguaje, se hizo palabra cercana y amiga. ¿Quién lo hubiera podido imaginar? Aquel chiqui- llo llamado Jesús, con quien hablaban, con quien subían a la sinagoga, cuyos servicios utilizaban, aquel que pare- cía uno de tantos, era Dios con nosotros, convertido en un puñado de músculos, en un poco de carne ensangren- tada y dolorida. Ahora, la Palabra es una persona que nos sale al encuentro, unos ojos que nos miran, alguien que entra por todas las ventanas de nuestra alma: es Jesús, Dios encarnado y hablado. Por eso, su palabra poderosa llegó al corazón de los hombres, venció a la enfermedad, perdonó los pecados, dominó a los espíritus, derrotó a la muerte. Por eso, su palabra jamás pasará (Me 13,31). Cuando los discípulos de Jesús salieron al encuentro de 19
  • 11. los hombres, después de su resurrección, esa palabra fue calificada como una palabra de salvación, de reconcilia- ción, de gracia y de vida. En ella fue anunciada la noticia más extraordinaria para los hombres, una supernoticia que ha cambiado la historia de la humanidad: que el Salvador ha llegado hasta nosotros, que el pecado ya ha sido de- rrotado y la muerte vencida. Jesús no es sólo un salvador entre los salvadores ni el más grande de los salvadores sino el único Salvador, fuera del cual nadie se puede sal- var. Un año de gracia ha sido proclamado para el hom- bre: el pecado se retira, las tinieblas dejan paso a la luz, la muerte retrocede ante la llegada de la vida. Fiados en esa palabra, lo dejamos todo y nos ponemos en camino, seguros de encontrar a Dios y la vida sin fin que en ella se anuncia. ¿Qué será de la Palabra en el mundo que se ilumina en nuestros días? ¿Qué será de la palabra dentro de cien, de mil o de un millón de años? ¿Conseguirán los hombres olvidarla o reducirla al silencio? Nuestra seguridad es ab- soluta: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). 4. El hombre a la escucha de la palabra Dios ha hablado al hombre. Lo hizo de muchos modos y maneras por medio de los profetas, de los sacerdotes y de los sabios en el Antiguo Testamento y, en la plenitud de los tiempos, por medio del Hijo de su amor, nuestro Se- ñor Jesucristo. Por eso, no puede haber tarea más urgen- te ni ocupación más importante para el hombre que es- cuchar esa Palabra que ha rasgado los cielos y ha llegado hasta la tierra6 . 6 V BORRAGÁN MATA, TU siervo escucha. La acogida de la palabra, San Pablo, Madrid 1990,229. 20 4.1. La escucha de la palabra A la palabra corresponde la escucha: no hay locutor sin oyente, ni palabra sin escucha. Escuchar es algo muy exi- gente: es abrir de par en par el corazón y dar acogida a la palabra que alguien me dirige, es aceptarla y ofrecerle una hospitalidad amistosa. Si el que habla se regala en la pala- bra, el que la recibe se entrega en la escucha. Así, el yo y el tú están en sintonía perfecta. El ser que escucha es como un mendigo, con sus manos tendidas hacia la palabra del otro. Si no hay escucha, la palabra se pierde para siempre. Eso se aplica, en grado sumo, a la palabra de Dios. Por- que esa palabra «no es algo que yo pueda decirme a mí mismo o que otros puedan decirme. La palabra de Dios es inconfundible con cualquier palabra humana. Ella me llega desde el Absoluto y me alcanza en el corazón mis- mo de mi existencia. Es la palabra de Dios para mí. Si él me dirige su palabra, yo tengo que escucharle; si él se abre y me habla, yo no puedo permanecer apático o indiferen- te, como si todo eso no fuera conmigo. Si Dios ha deci- dido hablar, yo tengo que decidir escuchar; si Él se diri- ge a mí, yo tengo que dar albergue en mi corazón a la palabra que Él ha pronunciado a mis oídos»7 . Por eso, oír la palabra de Dios es la actitud fundamen- tal del hombre en la Sagrada Escritura. Porque a Dios no se le ve, sino que se le oye; no entra por los ojos, sino por los oídos. Dios habla, y el hombre escucha; Él pone la palabra, y el hombre la audición. Antes de decir y ha- cer nada, lo primero de todo es esto: escuchar, escuchar siempre, atentamente, con todo el corazón, aquí y ahora. ¡Escucha, Israel! 7 K.JÍAKrH,Dogmat¿queI, Labor et Fides, Ginebra 1953, 136-138. 21
  • 12. 4.2. La acogida de la palabra La escucha resume la actitud fundamental del hombre frente a la palabra de Dios. Pero no basta con escuchar: hay que acoger y guardar la palabra. Guardar la palabra es la acción de darle cabida en el corazón y de conservarla dentro de él como un tesoro de valor infinito, de darle la sangre de nuestra sangre y la savia de nuestra vida, de ponerla al resguardo de todo peligro que venga del exte- rior, para que nadie pueda arrebatárnosla. La palabra de Dios quiere vivir dentro de nosotros, en las fuentes mis- mas de nuestro ser, aspira a alimentar todos nuestros pen- samientos y deseos. La palabra guardada en el corazón ha de ser susurra- da, masticada y rumiada sin cesar para extraer de ella todo su jugo. Se trata de coger esa palabra entre las ma- nos, de tenerla delante de los ojos, de meterse en ella y dejar que ella se meta dentro de nosotros, de enraizaría en lo más profundo del corazón, de aprenderla de memo- ria y de recitarla en todos los momentos de nuestra vida. Y, por encima de todo, tomar conciencia de que esa pa- labra no es algo que fue pronunciado en aquel tiempo, sino que se dirige a mí, aquí y ahora, que yo soy como su primer destinatario, que la estoy estrenando ahora mis- mo. Si no recuperamos esc carácter cuasi sacramental de la palabra de Dios, entonces esa palabra será para noso- tros un acontecimiento del pasado sin consecuencias para nuestra vida. Yo no estoy allí como testigo de primera mano; no oigo la voz de los profetas ni de los apóstoles, no llega hasta mis oídos la voz de Jesús, sino el eco de la palabra que ellos pronunciaron. Todo lo veo lejano y dis- tante, como si esa palabra hubiera sido pronunciada en otro tiempo y para otros hombres. Pero yo tengo necesi- dad de oír de nuevo a los profetas, a los apóstoles y a Je- sús. Y cuando yo leo o escucho sus palabras, tengo que saber que no fueron pronunciadas hace dos mil o tres mil años, sino que están dirigidas a mi corazón, que están di- 22 chas para mí. Isaías o Jeremías, Pedro, Pablo o el mismo Jesús me están mirando a los ojos y me hablan directa- mente a mí. Un rostro está volcado sobre mí y oigo su voz, y su aliento me da en pleno rostro. La palabra es como una obsesión. Ella debe llenar la vida del hombre, su espacio y su tiempo, sus días y sus noches, su trabajo y su descanso, su interior y su exterior, su alma y su cuerpo. Dondequiera que uno esté, cualquie- ra que sea su ocupación, en todo tiempo y lugar, la pala- bra de Dios debe estar a su lado, como su compañera in- separable de viaje. Si el hombre está solo, debe meditarla y susurrarla; si está acompañado, debe hablar de ella. La casa, la familia, los mismos miembros del cuerpo huma- no se convirtieron en recordatorios de lo que Dios había dicho y hecho por los hijos de los hombres. Por eso, los profetas se sintieron horrorizados ante la sordera y la ceguera de su pueblo. Lo que Dios le pidió por medio de sus profetas fue muy sencillo: «Escuchad mi voz, y yo seré vuestro Dios». Pero no escucharon ni apli- caron el oído, se pusieron de espaldas, hombro rebelde presentaron a la palabra de Dios, cambiaron a Dios por la nada, el manantial de aguas vivas por las aguas de una cisterna fangosa. La historia de Israel podría ser sinteti- zada en estas palabras: No han querido escuchar, nadie ha querido escuchar, nunca han querido escuchar. Este es el pueblo que no ha querido escuchar. A Dios no le queda nada por decir, pero a nosotros nos queda todo por escuchar, sobre todo esa Palabra que, en la plenitud de los tiempos, se hizo hombre «por nosotros y por nuestra salvación». En Jesús se han cumplido todas las promesas y se han realizado todos los sueños. «El que tenga oídos para oír, que oiga». La escena de la transfiguración (Le 9,28-36; Mt 17,1- 8; Me 9,2-8) es hermosa. Jesús subió a una montaña 23
  • 13. acompañado de sus discípulos más íntimos. Y allí, su fi- gura cambió de aspecto. Sus vestidos se convirtieron en un blanco fulgurante, su rostro se mudó. Junto a Jesús aparecieron, de pronto, dos grandes personajes del Anti- guo Testamento: Moisés y Elias, la ley y los profetas. Una nube hizo acto de presencia en la escena. Y desde la nube salió una voz que dijo: «Ese es mi Hijo, el Hijo de mi amor: escuchadle». Desde entonces no hay más que una norma y una palabra: Jesús. Él es toda la ley y todos los pro- fetas. Todas las voces deben callar ante la suya. Jesús se que- da solo en escena. Sólo él es suficiente, sólo él tiene pala- bras de vida eterna, sólo él es el camino, la verdad y la vida. Sólo él. Sus ojos se clavan en los nuestros, su voz en nues- tros oídos. Su palabra nos llega desde la eternidad, anun- ciando una vida sin fin. Esa es la Palabra que tenemos que escuchar y dejarnos contar por él la más bella historia de amor: el triunfo de la vida sobre la muerte y de la esperan- za sobre el cinismo y la desesperación. ¡Escuchar a Jesús! Decía san Bernardo: «Excítese el oído, ejercítese el oído, el oído reciba la verdad. Que el oído esté despierto, que el oído esté acostumbrado, que el oído oiga y acoja la verdad». 5. La palabra escrita y leída Israel fue un pueblo de tradición oral. Durante mucho tiempo nadie pensó en poner por escrito los grandes he- chos de su historia, esa tradición que se mantenía tan viva de padres a hijos. Pero, por más tenaz que sea la memoria, el peligro del olvido es una amenaza constante para la palabra hablada. Por eso, la sagrada tradición, transmitida de boca en boca, terminó por cristalizar, casi inevitablemente, en escritura. La palabra sagrada se convirtió en Sagrada Escritura*. «Así es como la palabra de Dios ha llegado hasta noso- 8 V BORKAGÁN MATA, Seducidos por la palabra, San Pablo, Madrid 2000, 227. 24 tros. Nacida para ser palabra hablada y mortal, aspira a con- vertirse en inmortal por la escritura que la sostiene y la de- fiende del paso del tiempo. La escritura dio una vida sin fin a la palabra y la ha hecho actual y presente para los lecto- res de todos los tiempos. Lo que ia palabra hablada perdió en vivacidad lo ganó en extensión. La palabra escrita es vá- lida para todas las generaciones y para todos los hombres, llega donde la palabra hablada no puede llegar, dura lo que lo que ella no puede durar. La palabra hablada se dirige siempre a un auditorio restringido, la palabra escrita pue- de llegar al mundo entero. Por eso, la palabra escrita en la Sagrada Escritura es un bien casi infinito. Ella ha traído has- ta nosotros lo que fue pronunciado cuando nosotros no es- tábamos allí ni pudimos oír. Cuando nosotros la leemos ahora, es como si volviéramos a oír la voz de los profetas y de los sabios, de los apóstoles y de Jesús. Por eso, si la palabra hablada incita a la escucha, la palabra escrita pro- voca a la lectura. No se resigna a convertirse en un mero documento histórico que pueda caer en el olvido»9 . La lectura nos ofrece la posibilidad de avanzar y de re- troceder por el texto sagrado, de repetirlo una y otra vez, de memorizarlo, «de nadar sobre la palabra como sobre las aguas de una piscina». «La Sagrada Escritura que tengo entre mis manos es como la encarnación de la palabra divina. Dios no sólo se hizo palabra, sino también escritura. Y ahora, yo soy su destinatario inmediato. Dios me habla en esa palabra, como habló a los antiguos por medio de los profetas. La voz que yo oigo ahora es la misma que oyeron Abrahán, o Moisés, o Isaías, o Pablo. Dios me la dirige a mí en es- tos momentos. No puedo apartar los ojos del libro como si fuera una palabra dirigida a otro. En esa palabra no sólo se habla de Él, sino también de mí. En ella estoy convo- cado al diálogo y a la escucha» (C. Castro Cubells). ' E. BARBOTIN, Humanité de Dieu. Approche anthropologique du mystére chrétien, Aubier, París 1970, 170-172. 25
  • 14. Sí, la palabra que fue oída antes, tiene que ser leída aho- ra. Antes fue recogida de los labios de los profetas, ahora de la Iglesia que la custodia y la proclama. La Iglesia la ha copiado miles de veces y la ha leído ante cientos de millo- nes de hombres de todos los tiempos. La palabra leída ha alimentado la fe y la esperanza de nuestros padres y la nues- tra. La Iglesia es la heredera y la guardiana de todas las pro- mesas. Ella está urgiendo sin cesar a todos los fieles para que tomen la palabra de Dios en sus manos, la lean, la es- tudien y la mediten y se dejen transformar por ella. La lectura individual de la palabra nos ofrece la opor- tunidad de tener el texto sagrado en nuestras manos y de grabarlo en el corazón. El Señor está ahí, cercano y ma- ravilloso, hecho palabra humana para mí. «Cueste lo que cueste, decía J. Wesley, dadme el libro de Dios». La palabra de Dios está ahí, al alcance de todas las ma- nos, de todos los labios, de todas las inteligencias y de to- das las economías. Esa palabra es mi carne y mi sangre, mi pan y mi vino, mi alimento y mi alegría, mi compañe- ra de viaje y mi amiga del alma. Ella es la que da sentido a todos los acontecimientos de mi vida. Por ella, Dios en- tra misteriosamente en mí y hace estremecer mi corazón con su presencia. «La Escritura, decía el E Alberione, es la carta que el Padre eterno nos ha enviado. No acudamos al tribunal de Dios sin haber leído toda la carta del Padre del cielo, por- que nos dirá: no has demostrado respeto ni amor hacia lo que te he escrito». La Biblia es el libro de nuestra fe. No es un libro es- crito hace dos mil o tres mil años, sino que es un libro escrito para ti y para mí, es la palabra que Dios dirige aho- ra mismo a tu corazón. No es posible entender lo que creemos sin asomarnos a esa página sagrada, escrita por el dedo de Dios. ¡Ni un solo día sin palabra de Dios! Ni un solo día sin ponernos a los pies del Señor, para decir- le: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Hay que acer- carse todos los días a esa tierra santa, con los pies descal- 26 zos y con los oídos bien abiertos. Decía san Jerónimo: «Sé muy asiduo en la lectura y aprende lo más posible. Que el sueño te coja con el libro en las manos y que tu ros- tro, al caer rendido, caiga sobre la página escrita. Porque ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo». «Nunca se apar- te el sagrado libro de tu mano ni de tus ojos». «¿Queréis penetrar en la intimidad de Dios? Escuchad su palabra, es- tudiad y meditad cada día la Sagrada Escritura» (San Gregorio Magno). «Señor, Dios mío, decía san Agustín, tus Escrituras sean mis castas delicias». «Se quiere más al amigo del que se está más seguro. Tengo que dirigirte una queja, ilustre hijo Teodoro. Reci- biste gratuitamente de la Santísima Trinidad la inteligen- cia y los bienes temporales, la misericordia y el amor, pero estás constantemente inmerso en los asuntos materiales, obligado a frecuentes viajes y dejas de leer diariamente las palabras de tu Redentor. ¿No es la Sagrada Escritura una carta del Dios todopoderoso a su criatura? Si te alejaras por un tiempo del emperador y recibieras de él una car- ta, no descansarías ni te dormirías hasta no haber leído lo que te ha escrito un emperador de la tierra. El empe- rador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles, te ha dirigido una carta en la que se refiere a tu vida y tú no te ocupas de leerla con fervor. Aplícate, te lo ruego, a meditar cada día la palabra de tu creador. Aprende a co- nocer el corazón de Dios para que tiendas con mayor ar- dor a las cosas eternas, para que tu mente se encienda en mayores deseos de esos goces celestiales. Porque sólo en- tonces alcanzaremos el máximo descanso si ahora no nos damos, por amor de nuestro Creador, reposo alguno»10 . De eso se trata: de leer la palabra de Dios, de día y de noche, todos los días y en todas las circunstancias. Un día preguntaron a un hombre de negocios que leía asiduamen- te la Biblia: «¿Cómo puede permitirse el lujo de gastar todo ese tiempo con la Biblia?» Y aquel hombre respon- SAN GREGORIO MAGNO, PL 77, 706. 27
  • 15. dio: «Lo que no puedo permitirme es el lujo de no gas- tar ese tiempo en la palabra de Dios. Y ninguno puede permitírselo. Es preciso dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ese tiempo es de Dios, sólo de Dios. Nadie se lo puede robar». Cada uno puede hacer su propio compromiso para obligarse a leer la Biblia. Por ejemplo: «Si no hay un rato de lectura de la palabra, no hay cigarrillo, o no hay tele- visión, o no hay salida, o no me acuesto». Una santa pa- sión debería llevarnos hacia ella. No basta con ser hon- rados ni con tener buenas intenciones. Dios no sólo se ha hecho carne, ni sólo pan: se ha hecho palabra escrita. En ella nos habla de amor y de vida sin fin. Es el tiempo de leer y meditar, de orar y contemplar; tiempo de escucha, de paciencia, de atención, de esperan- za; de estar ahí, a los pies del libro sagrado, dejando que la palabra de Dios nos hable, aunque no entendamos mu- chas cosas. «El me ha garantizado su protección, no me apoyo en mis fuerzas. Tengo en mis manos su palabra escrita. Este es mi báculo, esta es mi seguridad, este es mi puerto tran- quilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta pa- labra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa»". 6. La palabra vivida La palabra de Dios, escuchada y acogida, leída y estudia- da, nos lleva, por un proceso tan sencillo como inevita- ble, a ponerla en práctica y a hacerla vida de nuestra vida. Tiene que pasar de los oídos al corazón y a la vida ente- ra. «Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las entrañas de tu alma, a tus afectos y a tu conducta»12 . 11 SAN JUAN CRISÓSTOMO, PG 52, 427-430. 12 SAN BERNARDO, Sermón Ven el Adviento, 1-3. 28 La palabra de Dios afecta al hombre por entero: cuer- po y alma, afectos e impulsos, ahora y después. Llega has- ta el fondo del alma y determina una nueva forma de ser y de vivir. «No me causa admiración el que conoce la pa- labra de Dios, sino el que la cumple. Que nadie se sienta satisfecho por saber muchas cosas de la Escritura, sino por guardar las ya conocidas»13 . A la escucha de la palabra sigue, con toda la normali- dad, el hacer la palabra. La palabra es una fuerza que des- pierta y arranca a los hombres de su sueño y de su pasi- vidad, los urge y los sacude y los obliga a caminar en la dirección marcada por ella. Después de oír a Dios ya no puedo vivir como antes, como si nada hubiera pasado. Al dirigirme su palabra, Él me mete en su campo y me obli- ga a responder. La palabra de Dios me solicita y espera mi respuesta. Pasó el tiempo de la escucha y llegó el momento de la fidelidad y de la acción, el de saber si la escucha ha sido atenta, de veras, con todo el corazón; el de saber si la aco- gida y la guarda de la palabra, la meditación interiorizada y la memorización repetida, no ha sido darle vueltas a una idea: el momento de hacer vida la palabra escuchada. La palabra de Dios se levanta ante el hombre para de- cirle: «Así has de vivir», «vive de acuerdo con esa pala- bra», «cúmplela, realízala», «hazla carne de tu carne, vida de tu vida y amor de tus amores». En la vida de cada día es donde se ve quién es el que ha escuchado de verdad la palabra de Dios, «porque la vida es el espejo del oído del hombre». «Padre misericordioso, rezaban cada día los ju- díos piadosos, usa misericordia y concédenos entender, conocer, aprender, escuchar y poner en práctica todo lo que dice y enseña tu ley, por amor». La sabiduría cristiana de todos los tiempos lo ha en- tendido perfectamente: hay que vivir la palabra. El hom- bre que dice y no hace, que cree y no practica, que dice 13 SAN GREGORIO MAGNO, PG 76, 217. 29
  • 16. una cosa y hace otra, ese hombre ni oye, ni cree, ni vive. No puede haber divorcio entre la palabra y la vida, entre lo que se cree y lo que se vive. La palabra tiene que estar de acuerdo con las obras, la acción con la palabra, el obrar con el decir, el ser con el hacer. Si la palabra es bella, pero la vida es fea, se introduce una falsa nota que todos los hombres detectan. Reinold Schneider narra lo que le ocurrió en unas Na- vidades. En su estado de abandono consultó la Biblia y dice que, después de haber leído unos capítulos, salió co- rriendo a la calle oscura y fría. Sus ojos se llenaron de luz: «No basta con leer este libro. Es una fuerza vital. Y es im- posible leer siquiera una línea del mismo sin la decisión de llevarlo a la práctica». El lema programático de las Sociedades bíblicas inter- nacionales es este: «No basta poseer una Biblia, hay que leerla y estudiarla; no basta leer y estudiar la Biblia, hay que prestarla fe; no basta prestar fe a la Biblia, hay que vivirla». «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la pala- bra de Dios y la cumplen» (Le 8,19-21; Me 3,31-35; cf Sant 1,19-25). 7. La palabra proclamada La palabra de Dios ha entrado en el mundo como una fuerza dinámica y explosiva, como una potencia bienhe- chora y salvadora. En ella nos han llegado las noticias más alegres y decisivas para los hombres: Dios ha hecho en Jesús un despliegue de gracia y de misericordia y en él nos ha regalado su amor infinito y la vida sin fin. Esa es la palabra que ha llegado del cielo a la tierra, de Dios a no- sotros. Eso es lo que tenemos que acoger en nuestro co- razón. Por eso, la palabra de Dios no llega a nosotros como un sedante, sino como un aguijón; no ha sido pronunciada 30 para nuestro sosiego y reposo, sino para nuestra intran- quilidad y desasosiego. Se diría que uno no ha escucha- do hasta que no siente una necesidad biológica de comu- nicarla a los demás. El hombre que ha sido alcanzado por la palabra ya no conoce el reposo, el silencio le resulta imposible y culpable, la palabra le quema los huesos. Y por un proceso, tan sencillo como inevitable, se convierte de sedentario en caminante, de oyente en proclamador de buenas noticias14 . La palabra de Dios no nos ha sido confiada para guar- darla en un cofre, sino para «arrojarla a voleo en el gran campo del mundo». Ha sido puesta en los oídos para es- cucharla, en el corazón para guardarla, en los pies para lle- varla y en los labios para proclamarla. No puede haber ta- rea más hermosa, ni más agradable a los ojos de Dios, que el anuncio de esa palabra que ha llenado de esperanza la marcha de esta caravana humana. Sólo cuando esa palabra haya llegado al mundo entero y haya ganado el corazón de todos los hombres se podrá encontrar reposo y sosiego. Así es como los hombres entramos en acción. En la Confesión Helvética posterior (1566) se hace esta pregun- ta: «¿Por qué no escogió Dios a los ángeles? ¿Por qué no les encargó esta misión?» ¡Hubiera sido todo tan fácil! Pero la Confesión responde de este modo tan admirable: «Dios ha preferido tratar con los hombres sirviéndose de los hombres». Somos nosotros, efectivamente, los encar- gados de dar a conocer al mundo su plan de salvación. Esa es la deuda que nosotros hemos contraído con nues- tros hermanos: se la tenemos que pagar. Así es como han aparecido en la historia los profetas, los sacerdotes, los apóstoles, los maestros, los catequistas, todos esos hom- bres que han dedicado su vida al servicio de la palabra de Dios. Así es como tú y yo tenemos que entrar ahora en escena. Es nuestra hora. No podemos guardar para noso- H V BORRAGÁN MATA, Proclamar la palabra. Mensajeros de alegres noticias, Sereca, Madrid 1992,221. 31
  • 17. tros la palabra que hemos recibido. Esa palabra ha sido dicha para ser re-dicha, está hecha para el avance y la con- quista; no se resigna a ser silenciada, sino que despliega todos los medios que están a su alcance para superar to- das las distancias y llegar a todos los hombres. En Maratón se entabló una batalla tremenda entre per- sas y griegos. La joven Grecia defendía su libertad frente a los poderosos persas. La batalla sufrió diversas alterna- tivas, pero, en un determinado momento, los griegos co- menzaron a prevalecer y los persas iniciaron la retirada. Un soldado salió disparado desde Maratón hacia Atenas, donde el pueblo estaba esperando, con el alma en vilo, el resultado de la batalla. Corrió algo más de cuarenta y dos kilómetros sin parar, llegó a Atenas, entró en la plaza y sólo pudo pronunciar estas palabras: «Atenienses, hemos vencido». Y cayó reventado y muerto ante la vista de to- dos. Esa es la imagen auténtica del mensajero de la pala- bra de Dios: caer con ella en los labios, llenando el mun- do de alegres noticias. Lo primero de todo, pues, es la lectura y el estudio, el conocimiento sabroso y afectuoso de la palabra de Dios. Antes de dar cualquier paso hay que conocerla y saber lo que Dios nos ha dicho en ella. Pero la Biblia no es sólo una fuente de conocimiento, sino también de vida. La palabra de Dios no sólo llega a nosotros para ser conocida y contemplada, estudiada y analizada, sino también para ser vivida, para cambiar nues- tras vidas según su voluntad. El creyente necesita de un tiempo para estar a solas con Dios, para dejarle hablar y para que su palabra cale hasta el fondo de su alma. En el silencio, la palabra germina en vida. Y desde la quietud del alma, la palabra se convierte en un torbellino que agita al hombre y le saca de su silencio para compartir con los demás esa palabra que él ha leído y estudiado, meditado y guardado en su alma, y que ha transformado su vida. Ella tiene que cambiar la vida de los demás y llevarlos a un encuentro personal con el Señor. 32 El modo concreto de leer la Escritura es optativo: de- pende de gustos, de posibilidades, de situaciones. Lo que no es optativo es leerla, porque sólo ella puede alimen- tar nuestra esperanza durante el duro camino. 33
  • 18. CAPÍTULO 2 Los libros del Antiguo Testamento El Antiguo Testamento es un mundo inmenso: más de mil ochocientos años de historia, cuarenta y seis libros, miles de nombres y de acontecimientos. Una historia hecha de fidelidades y rebeldías, de amores y traiciones, guiada por un Dios incansable en bendecir a los hombres y unos hom- bres que se resistieron constantemente a su acción. Estas páginas serán como un paseo por esa historia apasionan- te, acompañando a Dios y a su pueblo. Cada personaje será situado en ese momento original, único e irrepetible en el que hizo su aparición; cada libro será colocado en el lugar que le corresponde dentro de la marcha de la re- velación de Dios. Es un estudio que seduce y fascina. Ape- nas puede uno imaginar, cuando comienza el viaje, las sor- presas que le esperan en el camino. El Antiguo Testamento plantea muchos problemas. ¡Cuán- tas páginas que hablan de guerras y de violencias! ¡Qué os- cura es, en muchos casos, la palabra de Dios! ¿Por qué es- cogió ese pueblo, ese tiempo, esa tierra, esa lengua? ¿Por qué no otro pueblo, otro tiempo, otra tierra, otras lenguas? Si quería salvar al hombre, ¿por qué no utilizó medios más con- vincentes, más seguros y eficaces, sin necesidad de correr ries- gos innecesarios? Pero a todos nuestros interrogantes Dios opone esa tierra, esa lengua, esos hombres, ese momento determinado. Dios se hizo palabra en esa tierra, en ese tiem- po y en medio de esos hombres. Lo único que podemos ha- cer es tratar de descubrir ese país donde Dios vive y donde nos sale al encuentro con palabras de vida. i 5
  • 19. I. APROXIMACIÓN AL ANTIGUO TESTAMENTO Antes de entrar en contacto directo con cada uno de los libros del Antiguo Testamento quiero hacer algunas con- sideraciones para situarnos mejor en el mundo que vamos a contemplar. 1. Los libros del Antiguo Testamento Los libros del Antiguo Testamento están distribuidos en varios bloques y agrupados por afinidad de contenido: aparece, en primer lugar, el Pentateuco, y siguen los libros históricos, los libros sapienciales o poéticos y los libros proféticos. Sería interesante que el lector dedicara unos minutos a aprender de memoria la colocación de cada uno de los libros, para que, cuando tenga que ir a buscar al- guno de ellos, lo haga de una manera rápida. Esta es la distribución completa de los libros: 1) Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. 2) Los libros históricos: Josué, Jueces, Rut, 1-2 Samuel, 1- 2 Reyes, 1-2 Crónicas, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester, 1 Macabeos, 2 Macabeos. 3) Libros poéticos y sapienciales: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiás- tico. 4) Libros proféticos: Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Baruc, Ezequiel, Daniel, Óseas, Joel, Amos, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías. El Antiguo Testamento contiene, pues, 46 libros. En la Biblia hebrea faltan los libros de Judit, Tobías, Eclesiásti- co, Baruc, 1 y 2 de los Macabeos y Sabiduría, que no fue- 36 ron admitidos por los rabinos judíos como palabra de Dios. En recuerdo de antiguas discusiones en torno a su inspiración son llamados deuterocanónicos. Tampoco apa- recen en las Biblias protestantes, que han adoptado la co- lección de libros sagrados admitida por los judíos. 2. El Antiguo Testamento en nuestro tiempo Lo que nos impulsa al estudio de la Biblia es, como ya he- mos dicho, una preocupación de orden teológico: Dios se ha revelado al hombre. Lo que sucede es que esa revela- ción tuvo lugar en unas circunstancias y en un ambiente social, político, religioso y cultural, que es casi completa- mente desconocido para la mayoría de los lectores de nues- tro tiempo. Para nosotros, el Antiguo Testamento se ha que- dado muy lejano. La tierra de la que habla, Palestina, con sus montes, sus valles, sus ríos, su paisaje general nos pa- rece como un país irreal. La historia que relata, repleta de referencias a reyes, pueblos, ciudades y dioses, es algo que sucedió hace ya muchos siglos y que hoy casi nadie cono- ce. El modo de vivir, de pensar y de escribir de los hom- bres que protagonizaron la historia del Antiguo Testamen- to contrasta notablemente con los de nuestro tiempo. Así se explica la sensación de desánimo y desconcierto que in- vade a muchos de los que se acercan a leer los libros sa- grados. Y de ahí la necesidad de una introducción, que con- vierta ese mundo tan alejado en algo familiar y accesible. Una presentación histórica de los libros del Antiguo Tes- tamento sólo ha sido posible en nuestros días. La sinagoga judía y la iglesia cristiana conocieron, desde el principio, eta- pas muy florecientes en el estudio del Antiguo Testamento. El s. XIII fue el de las grandes construcciones teológicas, ba- sadas en el conocimiento de la palabra de Dios. Los prime- ros reformadores de los ss. XIV-XV trataron de poner la Biblia al alcance del pueblo. El Renacimiento y la Reforma protestante fueron como una época de oro en el estudio de 37
  • 20. la Biblia. Pero los métodos de aproximación avanzaron muy poco. La aparición de la crítica bíblica (s. XVII), que apli- có al estudio de la Biblia los métodos científicos empleados en la historia y la literatura profana, supuso una auténtica revolución. Pero sobre todo a partir del año 1870 se pro- dujo un cambio asombroso e inesperado en el estudio de la Escritura. La arqueología comenzó a funcionar brillan- temente e iluminó el mundo en el que vivieron los prime- ros destinatarios de la palabra de Dios. Lenguas y civiliza- ciones muertas durante miles de años fueron ganadas para la historia; las ciudades que protagonizaron la historia del antiguo Oriente fueron desenterradas del polvo; nombres de reyes, de ciudades y de pueblos, descritos pálidamente en las páginas de la Biblia, comenzaron a palpitar llenos de vida en crónicas escritas por los escribas reales. La Biblia dejó de ser como un meteorito caído del cielo, para ser una historia profundamente enraizada en nuestra tierra, vivida en un marco geográfico e histórico muy preciso, que hoy nos resulta bastante familiar. Egipto ha aportado un arse- nal impresionante de monumentos históricos. Ahí están sus templos, sus obeliscos, sus estatuas gigantescas, sus pirámi- des asombrosas, sus tumbas reales. Ahí están también las ruinas de los templos y de los palacios de la tierra de Mesopotamia, sus inmensas torres o ziggurats. La arqueo- logía ha desenterrado miles y miles de tablillas y documen- tos, a través de los cuales conocemos la vida y la historia de los pueblos antiguos, su manera de pensar y de escribir, su religiosidad. En ese sentido, la aportación de la arqueo- logía ha sido decisiva para iluminar el mundo en el que na- cieron los libros del Antiguo Testamento: nos ha ayudado a situar al pueblo de Dios en el medio ambiente cultural, religioso e histórico de su tiempo. Usos y costumbres que aparecen en la Biblia han sido iluminados y confirmados por los descubrimientos arqueológicos; las lenguas próximas al hebreo han aclarado muchas palabras oscuras, etc. La arqueología, por otra parte, suscitó unos problemas que hasta entonces habían sido completamente ignorados. 38 La Biblia fue estudiada apasionadamente, pero como cual- quier otro documento profano. La imagen que dio la in- vestigación fue horrible. Los especialistas católicos estuvie- ron desorientados y durante mucho tiempo se mantuvieron al margen de lo que se estaba gestando en el mundo bíbli- co. Desde finales del s XIX hubo una etapa de recelos y de acusaciones contra los estudiosos progresistas como no se había conocido nunca. La encíclica Providentissimus Deus (1893), de León XIII, y la Pascendi (1907), de Pío X, tra- taron de orientar la investigación bíblica católica. Pío X creó la Pontificia Comisión Bíblica para asesorarle en estas materias. Sólo con la publicación de la encíclica Divino affiante Spiritu (1943), de Pío XII, llegó la calma y la se- renidad al campo católico. A los cien años de la publica- ción de la Providentissimus Deus y a los cincuenta de la Divino afflante Spiritu se ha venido a sumar el último do- cumento sobre materia bíblica: La interpretación de la Bi- blia en la Iglesia (1993), publicado por la Pontificia Comi- sión Bíblica. Es una preciosa síntesis del estado actual de los estudios bíblicos en la Iglesia. 3. Las lenguas de la Biblia Los libros de la Biblia fueron escritos en tres lenguas di- ferentes: el hebreo, el arameo y el griego. El hebreo es la lengua en la que fueron escritos la ma- yoría de los libros del Antiguo Testamento. El arameo está representado únicamente en unos capítulos del libro de Esdras (Esd 4,8-6,18; 7,12-26) y de Daniel (Dan 2,4-7,28). En griego nos ha llegado el texto de siete libros: Tobías, Judit, Eclesiástico, Sabiduría, Baruc y 1-2 de los Macabeos, más algunas adiciones que aparecen en los libros de Ester y de Daniel. El pueblo de Dios habló el hebreo hasta los días del destierro en Babilonia (años 587-539 a.C). Pero, poco a poco, el hebreo fue suplantado por el arameo. En el s. IV 39
  • 21. a.C. el arameo era ya la lengua ordinaria del hombre de la calle. El hebreo quedó como lengua sagrada y como len- gua literaria. En Palestina se habló el arameo hasta el s. VII de nuestra era. El griego de la Biblia es el que se habló en el mundo des- de las conquistas de Alejandro Magno (años 336-323 an- tes de Cristo). Se lo conoce con el término de koiné, o grie- go común, el que hablaba el pueblo sin cultura. En esa lengua koiné fueron escritos todos los libros del Nuevo Tes- tamento. 4. El arte de la escritura «Los sumerios ya escribían sobre tablillas de arcilla fresca desde aproximadamente el año 3500 a.C. Por medio de un estilete de madera o de metal grababan sobre ellas el texto que deseaban; después las dejaban secar al sol o las cocían como ladrillos. Hasta nosotros han llegado milla- res de esas tablillas, encontradas en las excavaciones de Ebla, Nínive, Mari, Ugarit, etc. Los egipcios utilizaron, ya desde el año 3000 a.C, otro material, más práctico, pero más deteriorable: el papiro. El papiro es una planta que crece en el delta del Nilo y que puede alcanzar una altura de hasta cuatro metros y un grosor del tamaño de un brazo humano. Con sus fi- bras se tejían cestas y esteras y con la pulpa de su tallo, cortado en láminas y alisadas y pulidas convenientemen- te, se fabricaban hojas de papel. Los folios podían ser pe- gados o cosidos unos con otros, obteniendo así tiras de varios metros de Jargo. Colocando Juego dos listones en las extremidades, la larga tira de papiro podía ser enro- llada. Así surgía el rollo de papiro. Ese fue el material más corriente y más barato para la escritura. En épocas más recientes se conoció otro material, más resistente pero mucho más costoso: el pergamino, hecho de pieles de ovejas y de cabras. La ciudad de Pérgamo, en 40 Asia Menor, fue el centro principal en la preparación de pergaminos, y de ella recibió su nombre, allá por el año 100 a.C. También los folios de pergamino solían ser cosidos en- tre sí, formando un largo rollo. La forma de códice o de libro empezó a usarse a partir del s. I de nuestra era. El instrumento que se utilizaba para escribir era la plu- ma o cálamo, es decir, una cañita de junco de papiro, afi- lada en punta como una pluma de ave. Se conocía la tin- ta negra y la roja. Utensilios auxiliares eran la piedra pómez para borrar lo escrito y alisar las membranas, en- grudo para pegar las hojas de papiro y los cordones para cerrar los rollos»1 . La técnica antigua de escribir era muy precaria. El he- breo no tenía vocales. No había ninguna señal de separa- ción entre las palabras, ni puntos ni comas ni puntos y aparte ni párrafos ni títulos. Todo iba seguido2 . Para facilitar el manejo de la Biblia, el cardenal Langton hizo, en el s. XIII de nuestra era, la división de los libros en capítulos; en el s. XVI cada capítulo fue dividido en frases cortas, llamadas versículos, que aparecen numera- dos en todas las traducciones actuales. 5. Los manuscritos del Antiguo Testamento Hasta hace unos años los manuscritos más antiguos que poseíamos del Antiguo Testamento se remontaban al s. IX de nuestra era. Las ediciones críticas de la Biblia hebrea reproducen como texto base el manuscrito de Leningrado, que data del año 1008 ó 1009 de nuestra era. En Ja primavera del año 1947 un pastor beduino reali- zó, por azar, un descubrimiento sensacional en una de las muchas cuevas que existen en un lugar llamado Qumrán, 1 J. A. DK SOBRINO, Así fue la Iglesia primitiva, BAC, Madrid 1976, 208-209. 1 L. ALONSO SCHÓKEL-J.L. SICRK, Profetas. Comentario I, Cristiandad, Madrid 1989,26 4J
  • 22. cerca de Jericó, en Israel, a unos dos kilómetros de distan- cia del mar Muerto. En una de las grutas halló ocho vasi- jas que contenían pergaminos viejísimos. En años posterio- res fueron apareciendo numerosos manuscritos en otras grutas de los alrededores. En la actualidad suman un total de unos 600. Se los conoce con el nombre de Manuscritos del mar Muerto, célebres ya en todo el mundo. Se cree que todos esos manuscritos pertenecían a una biblioteca de un monasterio de esenios, especie de monjes judíos, que vivían cerca de aquellas grutas. Algunos de esos manuscritos pueden remontar al s. III antes de Cristo. Pero incluso los que son un poco más tar- díos nos han hecho conocer el texto del Antiguo Testamen- to en mil años anterior al que conocíamos hasta ahora. El texto hebreo del Antiguo Testamento sufrió algunos retoques en el transcurso del tiempo. Desde finales del s. I de nuestra era los rabinos judíos intentaron poner fin a to- das las diferencias existentes. Entre los años 500-900 el tex- to hebreo alcanzó su estabilidad definitiva. Ese trabajo de fijación del texto fue obra de los masoretas, es decir, los hombres de la tradición. Para que no se perdiera nada del texto sagrado ellos contaron las palabras e incluso las le- tras de cada libro. Así, por ejemplo, calcularon que el Pentateuco contenía 79.856 palabras y 400.845 letras3 . II. EL PENTATEUCO A partir de este momento, el lector deberá tener la Biblia muy cerca de él, verla con sus ojos, tocarla con sus manos y empezar a caminar por sus páginas. No hay ningún co- mentario que pueda suplir el contacto directo con la pala- 3 V MANNUCCI, La Biblia como palabra de Dios. Introducción general a la Sagrada Escritura, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, 93-108. 42 bra; no hay explicación, por más brillante que sea, que pue- da suplantar a una sencilla lectura creyente del texto sagra- do. Seguramente muchas cosas seguirán siendo oscuras, pero la palabra de Dios, que es eficaz por sí misma, comen- zará a hacer su obra en el alma del que se acerque a ella. La Biblia comienza con una gran obra en cinco volúme- nes, conocida con nombres distintos a lo largo de los si- glos. Los judíos la llamaron la Tora o la Ley, o libro de la Ley de Moisés. El nombre de Pentateuco fue popularizado por los Santos Padres de Alejandría en el s. II de nuestra era. Pentateuco es un nombre compuesto de dos palabras griegas: penta, que significa cinco, y teuchós, que significa el estuche donde eran guardados los libros y después los mismos libros. Pentateuco significa libro en cinco rollos, li- bro en cinco volúmenes. Los libros que lo componen son: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. La obra fue dividida en cinco partes, con objeto de no hacer el rollo demasiado largo e inmanejable. El lector entra seguramente en un mundo donde hay muchos problemas que le son desconocidos, como por ejemplo: ¿Quién fue el autor de esa obra en cinco volú- menes? ¿Cómo fue compuesta? ¿En qué época sucedieron los acontecimientos narrados en ella? ¿Cómo entender tantas cosas como se dicen en ella?4 . A. EL PERÍODO PATRIARCAL (años 1850-1700 a.C.) La historia narrada en los cinco primeros libros de la Bi- blia, es decir, en el Pentateuco, abarca dos grandes perío- dos: el de los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob, junto con 1 Y BORRAGÁN MATA, Dios se hizo palabra. Introducción histórica y teológica al Antiguo Testamento, Sereca, Madrid 1995, 268; H. CAZELLES, Introducción crítica al Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1981, 915; HEINRICH A. MKRTENS, Manual de la Biblia, Herder, Barcelona 1989, 950; A. GONZÁLEZ NÚÑEZ, La Biblia: los au- tores, los libros, el mensaje, San Pablo, Madrid 1989. 43
  • 23. sus hijos, cuya historia es narrada en el libro del Génesis; y la historia de la esclavitud en Egipto, de la liberación, de la alianza y de la marcha por el desierto hasta la lle- gada del pueblo de Dios enfrente de la tierra prometida y la despedida de Moisés, narrada en los libros del Éxo- do, Levítico, Números y Deuteronomio5 . 1. Historia La historia del pueblo de Dios es relativamente reciente. Los primeros pasos son narrados en el primer libro de la Biblia, que lleva por título Génesis, palabra que significa origen. El Génesis es el libro de los comienzos: del mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios. Los primeros capítulos (Gen 1-11) presentan un vasto panorama de la historia de la creación, del pecado, de la expulsión de los primeros hombres del paraíso, del mal creciente de la humanidad, del diluvio decretado por Dios y del intento de los primeros hombres por construir una torre cuya cúspide llegara has- ta el cielo. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, quiso ser "como Dios", independiente y autosuficiente, dueño de su destino y de su vida. Así se pro- dujo la ruptura entre Dios y el hombre, entre el hombre y su semejante, entre la especie humana y el resto de los se- res de la creación. Pero la historia del hombre no terminó: las aguas del diluvio no pudieron anegar el plan de Dios. Un hombre, llamado Abrahán, fue escogido para llevar adelante el designio de Dios en favor de los hombres. Dios le hizo promesas inauditas: una tierra y una descendencia en la que serían bendecidas todas las naciones. El Dios del mundo se convirtió, por expresarlo de un modo muy plás- 5 Casi todas las fechas que se dan en esta visión del Antiguo Testamento co- rresponden a los siglos anteriores a la venida de Jesús. Conviene notar, por con- siguiente, que los números van de más a menos, desde lo más lejano a lo más próximo. 44 tico, en el Dios de la casa y de la familia, de las marchas y de los caminos. Podemos seguir fácilmente las andanzas de Abrahán desde Ur hasta Jarán, de Jarán hasta Palestina, su bajada a Egipto, su intercesión apasionada por las ciuda- des de Sodoma y Gomorra, el nacimiento de Isaac, el hijo de la promesa, su sacrificio, la muerte del viejo patriarca. Isaac fue el heredero de todas las promesas y bendiciones. La vida de Jacob, su hijo, estuvo llena de engaños y de as- tucias, pero fue conducida en todo momento por la pre- sencia del Señor. Él fue el padre de las doce tribus de Is- rael. La historia de José es apasionante, pero es mejor leerla que contarla. Hijo preferido de Jacob, José suscitó la envi- dia de sus hermanos, que le vendieron como esclavo a unos mercaderes que viajaban hacia Egipto. El faraón tuvo un sueño misterioso, en el que vio siete vacas gordas y siete flacas, siete espigas gordas y siete flacas. Sólo José fue ca- paz de interpretarlo: siete años de gran abundancia serían seguidos de otros siete años de gran carestía. Era preciso hacer provisiones durante los años de abundancia para ha- cer frente a los años de carestía. El hambre llegó a todos los países. Jacob mandó a sus hijos a Egipto para buscar gra- no. José reconoció a sus hermanos y les pidió que, si al- gún día regresaban, trajeran con ellos a Benjamín, el her- mano menor. Jacob volvió a mandar a sus hijos, y Benjamín bajó con ellos. Y en medio de una escena impresionante, José se identificó ante sus hermanos. El faraón invitó a Jacob y a sus hijos a establecerse en Egipto. Allí se salva- ron del hambre, pero sus descendientes conocieron una dura esclavitud (Gen 12-50). Los primeros capítulos del libro del Génesis (Gen 1-11) pertenecen a la pre-historia. Sólo con la aparición de Abrahán entramos ya en terreno relativamente firme. ¿Cuándo vivieron los patriarcas Abrahán, Isaac, Jacob y sus hijos? No se ha encontrado, ni hay esperanza alguna de que se pueda encontrar, algún vestigio que nos hable de la exis- tencia y de las gestas de los patriarcas hebreos. Los deta- lles precisos de su historia son difíciles de determinar. La 45
  • 24. arqueología, sin embargo, ha iluminado el mundo en el que vivieron. Los nombres de los patriarcas fueron bastante co- rrientes en los ss. XX-XVII a.C, pero después desaparecie- ron; las costumbres que estaban en vigor en sus días (Gen 16,1-2; 30,3) eran las que aparecen en los códigos legales de la época (código de Hammurabí, s. XVIII a.C; código de Nuzi, s. XV a.C); el género de vida de los patriarcas coincide plenamente con el medio ambiente de los ss. XX- XVII a.C. Esa debe ser la época en la que vivieron los pa- triarcas, con un margen de error que puede ser superior a los cien años. Si me viera forzado a tener que precisar más, me inclinaría por una fecha en torno al año 1850 antes de Cristo. Algunos especialistas la rebajan incluso hasta el s. XV a.C. 2. Escritos Si los patriarcas vivieron hacia el s. XIX a.C, podría es- perarse que su historia, al ser tan importante, hubiera sido escrita en los años inmediatamente posteriores. Pero la realidad es que nadie pensó en poner por escrito aque- llas anécdotas en torno a Abrahán, Isaac y Jacob, sino que fueron transmitidas de boca en boca, de padres a hijos, de hijos a nietos y así nunca cayeron en el olvido. La ley de la boca fue el único libro que conoció Israel durante muchos siglos. Estamos todavía muy lejos del momento de empezar a escribir. B. EL ÉXODO Y LA MARCHA POR EL DESIERTO (años 1250-1200 a.C.) Entre los sucesos narrados en el libro del Génesis y del Éxodo se produjo un vacío de varios siglos, de los cuales no sabemos prácticamente nada. Los hijos de Jacob vivie- ron en Egipto como pastores. 46 1. Historia El libro del Éxodo nos narra lo que allí sucedió. El faraón Ramsés II, que reinó durante los años 1290-1224 a.C, so- metió a los israelitas a una esclavitud cruel. Los hijos de Is- rael volvieron sus ojos hacia el Dios de los padres, y Dios suscitó a Moisés. Se le apareció en el monte Sinaí, le en- cargó la misión de ir a liberar a su pueblo, y se le reveló con un nombre grandioso, que lo dice todo: Yavé, es de- cir, «el que es, el que era, el que será; el primero y el últi- mo, el eterno y el novísimo». Moisés regresó a Egipto y pi- dió al faraón la liberación de su pueblo. Pero la resistencia del faraón fue terrible. Dios castigó al país con una serie de plagas, hasta que el faraón fue vencido. Los hijos de Is- rael salieron de Egipto, cruzaron de una manera milagro- sa el mar Rojo, avanzaron hasta la montaña del Sinaí y allí Dios hizo con su pueblo una alianza de amor y de sangre: El se comprometió a bendecir y a proteger a Israel en to- dos los momentos, y el pueblo se comprometió a observar el Decálogo, es decir, los diez mandamientos. En ellos se describe la actitud fundamental del hombre frente a Dios: «no tendrás otros dioses delante de mí», y frente a los hom- bres: «no matarás, no robarás, no cometerás adulterio, no maldecirás ni a tu padre ni a tu madre, no darás falso tes- timonio»; es decir, respeto a la vida, a la propiedad, a la honra y a la fama. Así es como Israel se convirtió en el pue- blo de Dios y en una nación santa, es decir, separada y con- sagrada por completo al Señor (Éx 1-20). La alianza fue sellada con un rito de sangre, que unió a Dios y a su pue- blo en un pacto de amor inquebrantable (Éx 24). Fue el hecho más importante de toda su historia. ¿Qué habría su- cedido si Israel hubiera cumplido esa alianza a la perfec- ción? Un código de leyes muy hermosas (Ex 20-23), el re- lato de la primera infidelidad de Israel (Éx 32-34) y las órdenes de Dios para construir el arca de la alianza cons- tituyen la parte final de este libro (Éx 25-31; 35-40). El libro del Levítico, el tercero de la Biblia, contiene 47
  • 25. las leyes dadas por Moisés a su pueblo en torno a los sa- crificios (1-7); el ritual para la consagración e investidu- ra de los sacerdotes (8-10); las leyes relativas a la pureza o la impureza legal (11-15); el ritual del día de la Expia- ción, o Yom Kippur (16) y, finalmente, el Código de san- tidad (17-26): inmolaciones y sacrificios, santidad de los sacerdotes, ritual para las fiestas del año, blasfemia y ley del talión, año sabático y año jubilar... Los hijos de la alianza son llamados a la santidad: «Sed santos, porque yo soy santo». Es un libro difícil de leer, pero fascinante para quien entre en su dinámica. El libro de los Números relata la organización del pue- blo de Dios y los preparativos para hacer ordenadamente la marcha por el desierto, desde el Sinaí hasta la tierra de la promesa (1-10). El viaje fue largo y lleno de dificulta- des: hambre y sed, cansancios y fatigas, rebeldías sin cesar. Pero el Señor fue llevando aquella marcha y confortando a su pueblo: el maná le alimentó y las rocas dieron agua para calmar su sed. Desde el desierto, Moisés envió explo- radores a la tierra, que la recorrieron de arriba abajo: era una tierra fértil, pero sus habitantes imponían respeto. Los israelitas intentaron conquistarla atacando por el sur, pero fueron derrotados. Después de una larga estancia en el oasis de Cades, Moisés envió embajadores al rey de los edomitas para que los dejara pasar por su territorio, pero el rey de Edom se negó y esto obligó a los israelitas a dar un largo rodeo, por el este del desierto. Entraron en el reino de Moab, subieron hasta el norte y conquistaron las regiones de TransJordania. Las tribus de Rubén, de Gad y la mitad de la tribu de Manases pidieron al resto de las tribus que- darse en aquel territorio, con la promesa de ayudar al res- to de las tribus cuando entraran en la tierra prometida. Una lista de las etapas del éxodo y de las ciudades levíticas po- nen punto final al libro (11-36). El quinto libro del Pentateuco es el Deuteronomio, que contiene tres grandes discursos, en los que Moisés se des- pidió de su pueblo, cuando ya estaba enfrente de la tie- 48 rra prometida. En el primer discurso recordó a los suyos la maravillosa revelación de Dios en el Sinaí y los acon- tecimientos de la marcha por el desierto (1-4); en el se- gundo les exhortó, con palabras bellísimas, a ser fieles al Señor en todos los momentos, y les dio una serie de le- yes que habrían de regular la vida de cada día (5-28); en el tercero, Moisés puso ante los ojos del pueblo las con- secuencias que habrían de seguirse del cumplimiento o del incumplimiento de la alianza: vida o muerte, felicidad o desgracia, bendición o maldición. Allí, en las montañas de Moab, contemplando con sus ojos la tierra prometida, pero sin poder entrar en ella, Moisés consagró a Josué como su sucesor en la empresa de conquistar la tierra prometida con juramento a los pa- dres, y murió en lo alto del monte. Los hijos de Israel hi- cieron duelo por él durante treinta días. Todo estaba pre- parado para entrar en la tierra de la promesa. Pero, ¿cuándo tuvieron lugar los sucesos relativos a la esclavitud en Egipto y la salida, el paso del mar, la alianza en el Sinaí y la marcha por el desierto, hasta la llegada a la tierra de la promesa? ¿En qué momento histórico situar a Moisés y todos los acontecimientos que él protagonizó? No disponemos de ningún documento extrabíblico que nos indique cuándo ocurrieron los sucesos del éxodo y de la marcha por el desierto. Pero la aportación de la arqueo- logía ha sido, de nuevo, decisiva. Todos los indicios apun- tan a una fecha en el s. XIII, es decir, en torno a los años 1250-1200 a.C. Las grandes construcciones efectuadas por Ramsés II (1290-1224) necesitaron mucha mano de obra barata. Los clanes israelitas que pastoreaban por la región de Gosén fueron sometidos a trabajos forzados. Ese fue el origen de la persecución y de la esclavitud. Ramsés II habría sido el faraón de la persecución y Merneptah (1224-1215), el del éxodo. Pero no se puede precisar más. La tradición israelita conservó el recuerdo de varios éxodos, pero sólo uno de ellos, el que tuvo lugar alrededor de los años 1250-1200 a.C, es el que se impuso a todos. 49
  • 26. Cuando el lector se acerque al libro del Génesis y lea la historia patriarcal, debe situarse mentalmente en los ss. XIX-XVII a.C.; cuando lea el libro del Éxodo y el de los Números, debe situarse entre los años 1250-1200. 2. Escritos Los sucesos narrados en el libro del Éxodo, Levítico, Nú- meros y Deuteronomio, es decir, la esclavitud, la salida, el paso del mar, la alianza y la marcha por el desierto, no fue- ron puestos por escrito en el momento mismo en el que sucedieron. Durante mucho tiempo fueron transmitidos oralmente, de boca en boca, contados de padres a hijos. Moisés, sin embargo, dio a su pueblo el primer con- junto de leyes, que fueron la norma de vida para aquel pueblo recién nacido y la base de los escritos jurídicos pos- teriores. De él puede proceder, aunque haya sido retoca- do y ampliado por la tradición, el Decálogo, es decir, los Diez mandamientos, conservados en dos recensiones di- ferentes (Éx 20,2-17; Dt 5,6-21), y algunas de las leyes contenidas en el Código de la alianza, una legislación que desarrolla los preceptos del decálogo (Éx 20,22-23,19). Algunos cantos muy antiguos (Éx 15,21; Núm 10,35-36, etc.) pueden remontarse también a esta época. 2.1. Análisis crítico del Pentateuco El lector del Pentateuco entra ahora en un terreno de are- nas movedizas, pero tiene que hacer un esfuerzo para com- prender, porque es muy gratificante. ¿Cómo fue escrita esta obra? ¿Quién la escribió? Durante muchos siglos nadie pudo sospechar el complejo proceso de su formación. La tradición judía y cristiana atribuyó a Moisés la com- posición del Pentateuco. Pero, a partir del s. XVI de nues- tra era, el Pentateuco comenzó a ser leído directamente 50 en hebreo y pudieron constatarse una serie de irregulari- dades, de diferencias y de contradicciones que una lectu- ra, hecha en latín, apenas podía detectar. Las dudas se incrementaron a lo largo de los ss. XVII y XVIII. Efectivamente, cuando uno se acerca al Pentateuco con los ojos bien abiertos, puede observar cómo algunos epi- sodios son contados dos o más veces. Basta abrir la Biblia por la primera página y ya nos encontramos dos relatos dis- tintos de la creación (Gen 1,1-2,4a y 2,4b-25); después, dos versiones del diluvio (Gen 6,5-8,22), dos veces Sara es pre- sentada como hermana de Abrahán (Gen 12,10-20; 20,1- 18), dos relatos de la expulsión de Agar (Gen 16,4-16 y 21,9-21), dos de la vocación de Moisés (Éx 3,1-4 y 6,2- 8), dos versiones del Decálogo (Éx 20 y Dt 5), dos narra- ciones sobre las codornices y el maná, etc. El estilo y el vo- cabulario de esos relatos duplicados es muy distinto: Dios es llamado en unos textos Elobim y en otros Yavé; el monte sagrado es llamado en unos textos Sinaí y en otros Horeb; el suegro de Moisés es llamado Ragüel en unos textos, Jetró en otros; el padre de las tribus es llamado Jacob o Israel; los habitantes de Canaán son llamados amorreos o cananeos. La lectura del Pentateuco nos hace asistir a un auténtico desfile de estilos literarios: algunos relatos son vivos y maravillosos, otros son monótonos y repetitivos. Las leyes se encuentran más desarrolladas en unos textos que en otros y fueron escritas en unas circunstancias que no co- rresponden al mundo en el que vivió Moisés, sino a épo- cas muy posteriores. ¿Cómo es posible que un autor pue- da escribir de tantas y tan diversas maneras? ¿Qué sucedió en la composición del Pentateuco? Los especialistas están unánimemente de acuerdo en afirmar que Moisés no pudo escribirlo en la forma en que nosotros lo leemos ahora. El trabajo de los especialistas se ha centrado en tratar de dar una explicación satisfactoria a esos interrogantes. Muchos de ellos han pasado su vida entera sobre estas pá- ginas, analizándolas frase por frase, palabra por palabra. Sus conclusiones no son definitivas, ni algo que tengamos 51
  • 27. que aceptar forzosamente, pero merecen toda nuestra atención y respeto. El trabajo decisivo en esta cuestión fue el de un médi- co católico, llamado J. Astruc (1766). Leyendo el libro del Génesis tuvo una intuición muy sencilla, pero genial: co- gió dos bloques de cuartillas y fue escribiendo en el pri- mero todos los textos que llaman a Dios con el nombre de Yavé y en el segundo los que le designan con el nom- bre de Elobim. Y halló como dos narraciones distintas y paralelas que contaban la misma historia. Astruc pensó que Moisés habría utilizado por lo menos dos documen- tos distintos y anteriores a él para componer el libro del Génesis. Así nació lo que se llamó con el nombre de Hi- pótesis de los documentos. El camino de la investigación estaba abierto. Los textos fueron sometidos a un análisis continuo y apretado. Y fueron apareciendo las teorías más diversas para explicar todos esos fenómenos que hemos constatado. Pero la Hipótesis de los documentos se fue imponiendo poco a poco. Los especialistas fueron agru- pando los textos del Pentateuco por la semejanza de su estilo y de su mentalidad y llegaron a una conclusión muy importante: que el Pentateuco era una obra relativamen- te reciente en la vida del pueblo de Dios, y que había sido compuesto mediante la utilización o mezcla de cuatro do- cumentos anteriores, independientes entre sí, escritos en distintos momentos, y que fueron llamados con estos nombres: Javista, Elohísta, Deuteronómico y Sacerdotal. Las siglas que sirvieron para identificarlos fueron estas: J (para el Javista), E (para el Elohísta), D (para el Deutero- nomio), P (primera letra de la palabra Priester, que en ale- mán significa sacerdote, para el Sacerdotal). Después pa- saron a determinar la época en la que cada una de esas tradiciones habría sido compuesta: la primera de todas fue la tradición javista, que habría sido escrita en el s. IX (ha- cia el año 850 a.C.); la segunda, la Elohísta, en s. VIII (ha- cia el año 750 a.C.); en el s. VII, en conexión con la re- forma del rey Josías (año 622 a.C.) habría aparecido la 52 tradición Deuteronómica, y en el s. V (hacia el año 450 a.C), la Sacerdotal. Así, pues, lo que llamamos Pentateuco no sería más que el resultado final de un larguísimo pro- ceso, en el que todo ese material, relativo a los patriar- cas y a los días del éxodo y de la marcha por el desierto, habría sido recogido y redactado. De la mezcla o de la yuxtaposición de esas cuatro tradiciones, JEDP, habría sur- gido la obra tal como nosotros la leemos ahora. En su estado actual, y en su forma más moderada, la Teoría de los documentos podría ser expuesta en los si- guientes términos: Las tradiciones sagradas de Israel fueron transmitidas de boca en boca, de padres a hijos, y conservadas celosa- mente por parte de los sacerdotes. En los santuarios se fueron formando las colecciones de leyes, que fueron adaptadas continuamente a las nuevas situaciones en que vivía el pueblo de Dios. Parte de esas tradiciones históricas y legales fueron es- critas, por primera vez, durante el reinado de Salomón, en el s. X a.C, con bastante probabilidad en la ciudad de Jerusalén. El autor que puso por escrito esa síntesis de tra- diciones sagradas, es desconocido. Porque designa siem- pre a Dios con el nombre de Yavé fue llamado el Javista, y su obra es conocida como la tradición o el documento javista (sigla J). Hacia el año 930 a.C, el reino de Israel, como tendre- mos oportunidad de ver, se dividió en dos partes. Las tri- bus del norte del país siguieron transmitiendo oralmente las tradiciones sagradas. Hacia el s. VIII, probablemente duran- te el reinado de Jeroboán II (años 783-743 a.C), un hom- bre desconocido para nosotros recogió y escribió esas tra- diciones. Llamó a Dios con el nombre de Elobim (al menos para los sucesos anteriores a la revelación del nombre de Yavé) [Ex 3,14]; por eso, es conocido con el nombre de Elohísta y su obra como la tradición Elohísta (sigla E). El reino del norte fue destruido el año 722 a.C. por los asirios. Muchos sacerdotes de Samaría debieron bajar 53
  • 28. hacia Jerusalén y con ellos llevaron la tradición Elohísta, escrita unos años antes en su reino. Y en Jerusalén, pro- bablemente durante el reinado del rey Ezequías (años 716- 687 a.C), debió de hacerse la fusión de las tradiciones Javista y Elohísta, que contaban la misma historia. Así sur- gió el llamado documento Jeovista. Esos mismos sacerdotes debieron poner por escrito los usos y costumbres jurídicas de su reino, en un documen- to que nosotros conocemos como tradición deuteronómi- ca o Deuteronomio (sigla D). Esto debió de suceder a fi- nales del s. VIII o principios del s. VII a.C, con bastante probabilidad durante el reinado de Ezequías. El año 587 a.C, Jerusalén fue destruida y la población deportada. Durante el destierro de la comunidad en Babilonia (años 587-539 a.C.) es probable que los sacer- dotes de Jerusalén pusieran por escrito algunas de sus tra- diciones legales y cultuales. En los años posteriores al destierro, quizá ya en el s. V a.C, la tradición sacerdotal fue adquiriendo su forma definitiva, en un documento que conocemos con el nom- bre de Sacerdotal (sigla P). Poco tiempo después, quizá durante los días de Esdras (s. V-IV a.C), las cuatro tradiciones JEDP fueron fusio- nadas, dando como resultado el Pentateuco en la forma en que nosotros lo leemos ahora. Hacia el año 330 a.C, el Pentateuco habría adquirido, con toda seguridad, su forma definitiva. La Hipótesis de los documentos ha sido examinada una y mil veces. Una y otra vez se ha entonado la oración fú- nebre por ella. Pero no ha sido sustituida por ninguna otra explicación satisfactoria. No se ve una nueva teoría que se imponga. El trabajo de los especialistas se está orien- tando hacia una concepción menos libresca, más próxima a las realidades vivas. Se buscan nuevas salidas. 54 2.2. Los géneros literarios del Pentateuco El Pentateuco no es un libro como los que estamos acos- tumbrados a leer. No fue compuesto por un solo autor, ni de una sola vez, sino por varios autores y en distintos tiempos. ¿Cómo habrá que leerlo e interpretarlo? ¿Cómo creó Dios el mundo? ¿Hay que aceptar que lo hizo en seis días de 24 horas? ¿Cómo entender el pecado de los pri- meros padres, el diluvio universal, el episodio de la torre de Babel? ¿Cómo leer los relatos patriarcales, la esclavi- tud, las plagas de Egipto, el paso del mar Rojo, la mar- cha por el desierto, el maná, la nube, las leyes? ¿Son un relato rigurosamente histórico? ¿Tenemos que aceptar todo tal como está escrito? Para poder entender a un autor hay que determinar con la mayor precisión posible cuál es la forma o el género lite- rario escogido por él para componer su obra: si es una his- toria real, o una novela, o una novela histórica, o un ensa- yo, o una reflexión. Sólo así estaremos en condiciones de interpretar correctamente el alcance y el significado de sus afirmaciones. «Hoy no se escribe como ayer, ni se piensa como ayer, ni el oriental lo hace como el occidental. Varían los modos de expresarse de país a país, de generación a ge- neración, de padres a hijos»6 . Los autores de la Biblia, en concreto los que redactaron los acontecimientos narrados en el Pentateuco, se expresaron a su manera, acomodándose a sus lectores, a sus gustos y a su comprensión. Por eso, te- nemos que hacer el máximo esfuerzo por llegar a compren- der las formas utilizadas por ellos, porque sólo si lo logra- mos, estaremos en condiciones de captar su mensaje. Los once primeros capítulos del Génesis (Gen 1-11) de- ben ser leídos con sumo cuidado. El autor que escribió la mayor parte de esos capítulos, lo hizo en el s. X a.C, du- rante el reinado de Salomón. Por consiguiente, son relatos ' J. SAN CLEMENTE, Iniciación a la Biblia para seglares, Desclée de Brouwer, Bil- bao 1986, 42-44. 55
  • 29. muy tardíos, en los que el autor quiso dar una respuesta a los interrogantes más profundos que se plantea el hombre. Si todo fue creado muy bueno por Dios, ¿por qué produ- ce la tierra abrojos y espinas? ¿Por qué misteriosa razón el hombre y la mujer se atraen tan poderosamente? Y, sobre todo, ¿por qué la enfermedad, por qué el pecado, por qué la muerte? ¿Por qué el hombre, creado a imagen y seme- janza de Dios, se negó a vivir como criatura? ¿Por qué esa marcha ascendente del pecado? Los relatos de los prime- ros capítulos del Génesis responden a esas cuestiones, uti- lizando un lenguaje lleno de imágenes y de símbolos, que los primeros destinatarios debieron entender muy bien. No es una historia rigurosa, sino una teología de la historia; no es la historia de los hombres, sino del hombre, es decir, de la condición humana considerada en sí misma. En esa his- toria de los orígenes el autor sagrado puso en evidencia que todo lo que existe ha sido creado por Dios y que el hom- bre rompió con El desde el principio. La mayoría de los relatos del Pentateuco pertenecen al género literario de las tradiciones folclóricas o populares. Es un tipo de narración bien conocido en todas las literaturas antiguas. Los sucesos protagonizados por Abrahán, Isaac, Jacob y sus hijos (recogidos en el libro del Génesis), los que relatan la esclavitud, las plagas de Egipto, la salida, el paso del mar, la alianza en el Sinaí y la marcha por el desierto hasta la llegada a la tierra de la promesa (recogidos en los libros del Éxodo y de los Números) no fueron redactados, como ya hemos visto, inmediatamente después de acaecidos, sino que fueron transmitidos de boca en boca, de padres a hijos, durante varios siglos. Los autores que escribieron esos relatos no quisieron, ni pudieron, escribir una historia rigu- rosa ni una crónica detallada de todos los sucesos. Recogie- ron su material de la tradición oral. Ahora bien, lo propio y específico de la tradición oral es contar hechos realmente sucedidos, pero que han sido adornados, embellecidos y exa- gerados con el paso del tiempo. Bastaría pensar en el rela- to de las plagas de Egipto. ¿Es posible que el autor sagrado 56 haya querido decirnos que el Nilo se convirtió realmente en sangre? ¿O que el país se quedó en una oscuridad total en pleno día? Si el relato fuera una historia pura, tendríamos que aceptarlo así. Pero no lo es. Es una tradición popular. Los primeros destinatarios de esos relatos no se llamaron a engaño, sabían cómo leerlos e interpretarlos. También no- sotros deberíamos saberlo y tratar de detectar en ellos la en- señanza que el autor sagrado quiso transmitir. Una buena parte del libro del Éxodo, todo el libro del Levítico, muchas secciones del libro de los Números y una gran sección del libro del Deuteronomio contienen las le- yes fundamentales que inspiraron el comportamiento del pueblo de Dios. El género jurídico es predominante en el Pentateuco. A lo largo de la trama del Pentateuco aparecen relatos etiológicos (de la palabra griega aitia, que significa causa o razón), que tratan de dar explicación de un uso, de una cos- tumbre o del nombre de una persona o de un lugar. Para entender de qué se trata, baste pensar en un solo caso: el nombre de los primeros padres. Según el relato del Géne- sis se llamaron Adán y Eva. ¿En algún lugar de la tierra pudo recordarse el nombre de los primeros padres, después de tantos miles de años? Pero la cuestión es fácil de solu- cionar si admitimos que estamos ante una explicación del todo normal, hecha por el autor sagrado. El texto dice: «Y Yavé formó al hombre (ha-adam) con polvo del suelo (min ha-adam-ah) [Gen 2,7]. El hombre, adam, viene de la tie- rra, adam-ah. No se trata de un hombre particular, sino del hombre en general, que por haber sido hecho de tierra, adam-ah, es llamado adam. Lo mismo puede decirse del nombre de Eva. El texto dice: «El hombre llamó a su mu- jer Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes» (Gen 3,20). El nombre de Eva (en hebreo javvah) es explicado por la raíz jayah, que significa vivir. Por eso hay que ser muy cautos, para no hacer pasar por histórico lo que pue- de ser un mero adorno del autor sagrado. En los primeros capítulos del Génesis tenemos dos ge- 57
  • 30. nealogtas: en la primera de ellas aparecen los nombres que separan a Adán de Noé (Gen 5,1-32), la segunda recubre el espacio entre Noé y Abrahán (Gen 11,10-26). Si hu- biera que interpretar esas dos listas genealógicas como un dato rigurosamente histórico, tendríamos que entre Adán y Abrahán sólo habrían existido veinte generaciones, es decir, unos 600 años. Eso querría decir que la creación del hombre hubiera tenido lugar unos dos mil cuatrocien- tos cincuenta años a.C. Pero la antropología muestra hasta la saciedad que ese dato no es verdadero. Las genealogías no son un documento histórico, sino más bien teológico y jurídico: señalan la línea de las promesas. Los números que aparecen en los textos bíblicos han de ser interpretados con cautela. Frecuentemente tienen un significado simbólico. El número siete es casi siempre un número perfecto: significa la plenitud de una cosa. También el 4 es un número perfecto. Pero, sobre todo, el número 4, multiplicado por 10, que da el número 40, el que más veces aparece en los textos bíblicos: 40 días y 40 noches de lluvia con ocasión del diluvio, 40 días pasó Moisés en el Sinaí, 40 años de marcha por el desierto, 40 días duró la exploración de Canaán... Se trata siempre de un período largo, de un número redondo, que no hay que tomar en su literalidad. Gen 5,1-32 atribuye edades verdaderamente impresio- nantes a los patriarcas anteriores al diluvio: todos ellos vi- vieron una edad media de más de 800 años. Pero la an- tropología prueba que los hombres nunca han vivido tantos años. ¿Podría tratarse, no de años solares, de 365 días, sino de años lunares, de 28 días? Si así fuera, las ci- fras tendrían sentido. Los patriarcas habrían vivido en tor- no a los 80 años. Ténganse en cuenta estas observaciones al hablar del número de soldados de un ejército, del nú- mero de israelitas salidos de Egipto, del número de muer- tos en un combate o por un castigo del Señor7 . 7 H. A. MERTENS, Manual de la Biblia, Herder, Barcelona 1990, 69-72. 58 Después de estas rápidas reflexiones el Pentateuco co- mienza a ser para nosotros algo familiar. Ya podemos ca- minar tranquilamente por él. III. LA TIERRA PROMETIDA. CONQUISTA E INSTALACIÓN LIBRO DE JOSUÉ Y DE LOS JUECES En medio de un mundo casi infinito existe un pequeño pla- neta azul y en él un trozo de tierra semidesértica y de pro- porciones diminutas: unos 240 kilómetros de largo por 150 de ancho y una extensión muy poco superior a los 23.000 km. cuadrados (unas 22 veces menos que España). Esa tie- rra es conocida con muchos nombres: Canaán o tierra de Canaán, tierra de Israel, tierra de Yavé, tierra prometida, tie- rra santa (Zac 2,16). El nombre de Palestina está relacio- nado con la palabra filisteos (palastu). Esa fue la tierra que Dios prometió a Abrahán y a sus descendientes. De ella iban a tomar posesión aquel grupo de clanes que llegaban del desierto, unidos por la fe en el único Dios. Dos libros bíblicos relatan la conquista y la instalación de las tribus israelitas en el país de Canaán: Josué (la con- quista), Jueces (la instalación). A. LA CONQUISTA DE LA TIERRA: LIBRO DE JOSUÉ (años 1200-1180 a.C.) 1. Historia Josué sucedió a Moisés en el gobierno del pueblo de Dios. Él recibió del Señor el encargo de conquistar la tierra pro- metida con juramento a los padres. El libro de Josué cuen- ta cómo sucedieron las cosas. 59