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LA PATRULLA SN
Llueve. Llueve sin cesar desde que ha amanecido.
Revuelvo el café con mala gana. Su sabor es como el agua de fregar. Si no fuera
porque es el bar cercano a la comisaría, ni siquiera pondría un pie aquí.
No creo que hoy sea un día tan bueno como ayer, porque el homicidio no era para
nosotros. Tenemos muchos casos sobre la mesa como para tener que ocuparnos de uno
más. Menos mal que al pobre diablo se lo había cargado un vampiro. A Jennifer, de la
Brigada Sobrenatural, no le hizo gracia cuando se lo pasamos.
Jennifer me miró con el labio superior tembloroso, un tic que le sale cuando está
enfadada. Quizá tuviera que ver el que yo se lo dijera con una sonrisa enorme,
soltándole algo así como:
—El fiambre es de los tuyos, reina.
Creo que quiso darme una bofetada.
Harson por fin se digna a aparecer. Raro es el día que llega a la hora en que hemos
quedado. Sí, entiendo que, para los habitantes de otras ciudades, es extraño pensar que
los policías no tengamos turnos asignados: nuestra jornada es... libre. Ciudad Baldía es
así.
—¿Has pasado por el taller? —le pregunto a Harson. Su coche es viejo, viejísimo, y el
otro día nos dejó tirados en mitad de una persecución.
—Tranqui, no te preocupes —responde—. Era la batería. La cambié y arreglado.
Cada vez que Harson arregla algo, hay problemas, pero…
Aunque no he probado el café, dejo una generosa propina. Betty, la camarera, es
amable y siempre luce una amplia sonrisa en su rostro pecoso. El vehículo gime, como
siledoliera, cuando mi compañero gira lallavede contacto. Sí. En Ciudad Baldía,usamos
nuestros coches para patrullar.
—¿Tenemos algún aviso?
—No —respondo—. Ha sido una noche tranquila.
—Eso es raro. Será por la lluvia.
Harson tiene razón. Ha diluviado, y hasta los criminales han preferido quedarse en
casa. Lo normal es comenzar el turno con dos sitios a los que ir para investigar un
homicidio en cada uno de ellos.
La alegría me dura poco, muy poco. En el segundo semáforo, me suena el móvil con
el tono que tengo asignado a las llamadas de comisaría. La nada hermosa voz del jefe
inunda el coche, como si tuviera puesto el altavoz. Siempre parece estar gritando.
—Tres cuerpos —dice—. En la calle Terrence Stomp, número 6, cuarto A.
—¿Tres? —pregunto. No me lo puedo creer.
—Sí, tres. Tres. ¿Está sordo? Vaya cagando leches, que ya hay un par de patrulleros
acordonando el piso.
Y cuelga.
Por un momento, me siento un maldito esclavo, como esos que hace un par de siglos
dieron forma a la ciudad oscura y sombría en la que vivimos y cuyos huesos, sangre y
carne reposan entre innumerables cimientos de los edificios que nos rodean.
Esclavos que, de vez en cuando, lanzan sus aullidos de almas condenadas avagar para
siempre entre este mundo y el otro.
—Siempre es un placerescucharlo —comenta Harson socarrón. Asiento con lacabeza
y enciendo un pitillo; le ofrezco otro a mi compañero, que acepta.
El humo forma remolinos en torno a nuestras cabezas, cargando el ambiente. Para
cuando llegamos al lugar del crimen, el coche parece un fumadero de opio.
El edificio es sombrío, lo cual tampoco está fuera de lo normal en esta parte de la
ciudad. O, mejor dicho, en cualquier parte de Ciudad Baldía, salvo en los Altos
Turquesas, la urbanización fortificada y aislada en la que viven los ricos y poderosos.
Esos mismos ricos y poderosos que marcan las reglas que Harson y yo seguimos, por
supuesto, porque no queda otra siquieres seguir vivo un día más. Subimos los escalones
cubiertos de orín, vómito y mierda.
La suciedad se filtra entre las baldosas rotas y las paredes agrietadas, y solo gracias a
que es de día podemos ver algo en las escaleras, evitando que tropecemos y nos
rompamos la crisma o acabemos con la cara hundida en algo en lo que es mejor no
pensar.
Como ha dicho el jefe, dos policías aburridos, centrados en las pantallas de sus
móviles, están junto a la puerta; sobre ella han colocado, de manera desmañada, un par
de cintas amarillas. Los saludo con un breve ademán de la cabeza y paso al interior,
seguido por Harson.
Mi compañero ahoga de inmediato una arcada al oler la terrible peste que reina en
el minúsculo apartamento.
—¡Por Dios! —exclama—. ¿Cuánto tiempo llevan muertos estos tipos?
Se refiere a los tres cadáveres desmembrados y podridos, cuyas partes seencuentran
desperdigadas por la habitación como si hubieran sido serrados y esparcidos por un
demente. La sangre domina la escena. Un trueno retumba en el exterior, añadiendo
fantasmagoría al macabro cuadro.
No puedo decir que tenga más aguante que Harson, pero cualquiera que nos
compare podría decir que la tétrica visiónno me haafectado en absoluto: mi compañero
está blanco como la tiza, pero yo me agacho junto al trozo de cuerpo humano más
cercano y, aunque lo que sí hago es taparme boca y nariz con el pañuelo para intentar
mitigar el hedor, observo todo con profesionalidad, casi con frialdad.
Meneo la cabeza y suspiro, porque la identidad del culpable está clara como el agua
del Lago Sordo, allá en el gran parque que las familias que dominan el cotarro utilizan
para su ocio y esparcimiento.
—Un franki —digo, aún arrodillado.
—¿Sí? ¿Seguro? —pregunta Harson con tono anhelante. Estoy seguro de que quiere
salir de la casa cuanto antes.
—Del todo.
No soy un experto en los monstruos que caza la Patrulla Sobrenatural, pero, como
todos en la ciudad, me interesa saber qué puto bicho puede salir de alguna esquina e
intentar chuparme la sangre, arrancarme los brazos o sorberme el cerebro por la nariz.
Es una cuestión de autodefensa: si conoces qué es lo que quiere matarte, puedes
defenderte, o intentarlo al menos.
La brutalidad, la fuerza necesaria para desmembrar a estos pobres diablos de la
habitación solo se da en una criatura del bestiario monstruoso de Ciudad Baldía. Los
frankis son criaturas nacidas de la alquimia, repugnantes trozos de seres cosidos,
pegados y grapados mediante maléficos conocimientos a los que se ha insuflado vida de
diversas maneras, pero que siempre producen el mismo tipo de ser: matones
irracionales empleados como músculo brutal por las organizaciones mafiosas que, tras
un tiempo, se liberan del control que sus empleadores ejercen sobre ellos, desatando
una tormenta de muerte y destrucción a su paso.
Saco el teléfono para decir al jefe que el caso no es nuestro, pero no llego a pulsar la
pantalla para informar, pues mis ojos se ven atraídos por lo que, en un principio, había
tomado por una salpicadura de sangre.
No es algo informe, es…
—Mierda —mascullo—. ¿Ves eso? —pregunto a Harson, señalando a la pared.
—Sí. ¿Qué…? ¡Oh! —exclama al darse cuenta de lo que quiero decir.
Es un símbolo que reconocemos ambos.
Es el símbolo heráldico de la familia Setegui, la más poderosa y rica de toda Ciudad
Baldía, dibujado con sangre.
En el despacho del comisario, parece que el jefe ha tragado una pastilla de veneno.
Tiene la cara que le va del azul al verde, sin acabar de digerir las malas noticias que
Harson y yo le hemos llevado.
Por fin, tras un rato de fijar la vista en el techo, mirar el reloj, pasar unas cuantas
hojas de expedientes y removerse inquieto en la silla, dice:
—Han hecho bien, detectives.
Sacudo la cabeza en agradecimiento. Es raro que suelte un halago, así que supongo
que tiene que estar muy preocupado. Acojonado.
—Me encargaré personalmente de avisar a la Patrulla SN —añade—. Y, en cuanto a
ustedes, ni una palabra. Nada de esto puede salir de aquí. Las implicaciones…
—Lo entendemos, jefe —digo con rapidez. No quiero meterme en una tormenta de
mierda y hago el saludo, dispuesto a salir de ahí lo antes posible.
Harson asiente y el comisario se muerde la uña del pulgar.
—Pueden retirarse —nos despide.
Y eso es todo. Casi corriendo, vamos a nuestro escritorio con la intención de coger
uno de nuestros casos normales por resolver y olvidar el asunto.
Lo cual, por supuesto, no pasa.
Mi casa es una ratonera. No tiene sentido decir otra cosa. Es un cuchitril con cocina,
baño y un dormitorio en el que, cuando me cambio de ropa, tengo que contorsionarme
para no darme de hostias contra las paredes. Un cuarto piso,por supuesto, sin ascensor,
de ventanas sucias,paredes de papel pintado descolorido y un olor permanente ahumo,
hollín que procede de los grasientos bares de la calle y se cuela para pegarse al suelo, al
techo, a los muebles.
Es comprensible que pase poco tiempo en ella, lo justo para echar una cabezada y
volver a patear las calles. Cuando no estoy currando, voy de bar en bar tomando vodkas
con hielo hasta que el sentido se me embota y la vida me parece menos asquerosa.
Dando traspiés mientras subo los escalones casi a las doce de la noche, saco las llaves y
las hago chocar para intentar el ruido de las discusiones de la pareja del primero y la
música estruendosa que sale del tercero. Me muevo con dificultad y tengo que
apoyarme bastantes veces en el pasamanos para no dar con mis huesos en elsuelo, pero
consigo, como todas las noches, llegar a mi rellano.
Y, entonces, como una visión surgida de un sueño lleno de luz, como una hermosa
sirena de canto amable y hechizante, está ahí, delante de mi maldita puerta, una mujer
como nunca he visto en mi vida. Lleva puesto un vestido verde que deja al descubierto
tan solo sus tobillos, apenas entrevistos entre los pliegues de la falda y los zapatos de
color crema con alto tacón. La cintura la tiene ceñida por un cinturón de círculos
dorados, y en el busto destacan sus senos elevados y generosos, que asoman entre el
escote que seabre desde sus hermosos y blancos hombros. Pero, ¡ah, elcuello! Elcuello
es lo que me atrae: delicado como el de una garza, esbelto y níveo, un faro de pureza
alba rodeado por la suciedad de la casa, rematado por unas hermosas facciones
cubiertas de maquillaje provocativo adivinado tras un leve velo que le cubre el rostro.
Su melena, ondulada y de gran volumen, es del color de la miel recién cosechada, y me
llega un olor delicado, suave, de lilas y rosas.
Da un par de pasos hacia mí, que me yergo como puedo y compongo mi desaliñado
aspecto con poco éxito, y extiende la mano cubierta por un guante de terciopelo que le
llega hasta el codo. La poca piel al descubierto es de ese color blanco que resulta
hermoso, como el alabastro, sin llegar a resultar pálido y enfermizo, aunque, entre las
brumas del vodka, me doy cuenta de que desprende la misma frialdad que una estatua.
Incluso aunque estuviera borracho como una cuba —que no lo estoy tanto—, la
reconocería en cualquier sitio; estrechándole la mano con más fuerza de la necesaria para
disimular mi nerviosismo, digo:
—Señora Julia Setegui. ¿Qué puedo hacer por usted?
Tener frente a mí, en un agujero como este, a la mujer del hombre más rico y poderosode
Ciudad Baldía hace que me tiemblen las rodillas.
—¿No va a invitarme a entrar? —pregunta con una sonrisa triste.Sus ojos azulesse clavan
enmí,traspasándome.Tieneloscuarentaycincocumplidos,peropareceunamujermuchomás
joven, de cuerpo modelado con ejercicio y alimentación orgánica, de esa que solo los ricos
pueden permitirse, y se mueve con una gracia felina y sensual.
—Sí, claro, por supuesto —balbuceo tras carraspear.
En un abrir y cerrar de ojos, estoy quitando una pila de periódicos amarillentos sobre una
silla.Ellacierralapuerta,de gozneschirriantes,yechaunamiradaami cueva.Parami sorpresa,
cuanto se echa el velohaciaatrás y lodejareposarcon cuidadosobre su cabeza,ensus ojosno
hay reprobación ni asco.
Localizounvasomáslimpioqueel restoyabroel armariodonde guardomiingenteprovisión
de bebida.
—¿Güisqui? ¿Ginebra? —Me pregunto qué puede beber una dama tan distinguida. Desde
luego, la mierda que tengo en casa, no creo.
—Ginebra, por favor —responde. Se sienta y cruza las piernas sin dejar de mirarme con
atención mientras vierto la bebida.
Al ofrecérsela, nuestros dedos se rozan un instante y siento la electricidad recorriendo mi
cuerpo.Vuelvoacarraspeary, dandoun largotrago para intentarencontrarel valor,pregunto:
—¿En qué puedo ayudarla, señora?
—Julia. Solo Julia. —Asiento.Doy otro trago—. Necesito que siga investigando las muertes
de la calle Stomp.
Mis cejas se elevan de forma desmesurada sin querer y replico:
—Julia, me temo que eso es imposible. El triple homicidio es competencia de la SN.
—LosSinNombre. —Frunzoelceño.Esel moteque lospolicíasordinariosdamosalapatrulla
Sobrenatural,peroesmuy raro oírlo enboca de alguienque nosea del cuerpo—.Sé muy bien
que no van a hacer nada.
—Bueno, señora… —Me veo obligado, con cierto sentimiento de profesionalidad
endogámica,adefenderlos—.Aunque losmuertoshayansidounosyonquissinimportancia,mis
compañeros de la SN…
—Ahí se equivoca —interrumpe—. Uno de ellos era mi amante.
Por tercera vez en pocos minutos, mi cara es la viva expresión de la confusión.Las revistas
que cotillean sobre la gente guapa levantaron la liebre hace un par de años sobre una posible
aventurade JuliaSetegui,pero,trasunademanda muy mediática,se lesobligóapedirdisculpas
«porel honorvulnerado» yapublicarunreportaje encontrariodonde se loabalaidílicavidade
pareja de los Setegui.
Ahoraque lo pienso,unode losperiodistillasque escribiósobre el asunto,bastantefamoso,
no ha vuelto a decir ni esta boca es mía…
—Su… ¿amante?
—Perdone que seaasíde franca,perono puedoandarme con rodeos.Es esencial que actúe
con rapidez, antes de que borren todas las huellas y…
—¡Alto,alto! —exclamo,decididoadirigirlaconversación,porque nome gustahaciadonde
se dirige—. ¿Qué le hace pensar que voy a ayudarla?
Sinunapalabra,saca de su lujosobolsode piel negrouncheque,lodesdoblaconparsimonia
y me lo da. Ver tantos ceros juntos me provoca mareos y acabo mi vaso de un trago.
—Mi comisario me ha ordenado que deje estar el asunto —protesto, pero con debilidad.
Para mi sorpresa,ellase levantaycomienza,conunalentitudexasperanteydeliciosa,asubirsu
falda, descubriendo las medias negras que cubren sus espectaculares piernas.
—Nosoloesdineroloque puedodarle enpago —dice,antesde hundirme enunmundode
desatado placer.
Recapitulo lo que,antes de dormirse con la cabeza apoyada en mi pecho y el pelo cayendo
en cascada sobre mi piel y las sucias sábanas de mi cochambrosa cama, me ha contado.
Fascinadoy agotadopor el sexo,he escuchadotodasy cada una de suspalabras,me he bebido
su maravillosa voz y he asentido como un autómata.
En pocaspalabras,Juliame haexplicadoque sumaridose hahartadode que siguieraviendo
a suamante.Despuésdelrevuelo que secausóenprensa,ellahabíaidoconpiesde plomo,pero
se había negadoa dejarde verlo.Me ha dicho,entre lágrimas,que sumaridoeraun monstruo,
un tipoque la dominay usa y desechaa su antojo,que ellaloengañabapor merodespecho —
másque porauténticoamorhaciaconquienquedaba—,parasentirunsentimiento,porridículo
que fuera, de venganza, de control de su propia vida.
Me lo he creídoa piesjuntillas:estoysegurode que esosricachonessonunosbastardossin
corazón.
Tampoco me ha sorprendido cuando ha soltado la bomba. La he dejado hablar sin
interrumpirla mientras acariciaba sus buclescastaños y seguía sintiendo el roce y el olor de su
cuerpo mojado por el sudor. Había una furia helada en su voz cuando me ha contado que su
marido tiene mucha influencia entre las organizaciones criminales de Ciudad Baldía, que lo
consideran casi un padrino generoso que puede protegerlos ante cualquier problema. Tengo
que reconocer que es un acuerdo sencillo, pero exquisito: el poderoso reina en la parte alta y
deja reinar a la gentuza que le interesa sobre el resto de la ciudad.
De ahí que fuera un puto franki el que se cargara al amante de Julia —los otros dos tipos
tuvieron la mala suerte de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
Tengo muy, muy claro, que voy a investigar esto. Aunque me cueste el trabajo.
Eso sí, hay algo que me da vueltasenla cabeza:¿para qué demoniospintaronconsangre el
símbolo de los Setegui en la escena del crimen? Quizá, me respondo mientras oigo el suave
sonidode larespiraciónde lamujer,losmafiososlodejaronparadaruntoque de atencióna su
patrón; quizá se hayan envalentonado y hayan decidido que son algo más que meros
correveidiles y sicarios a los que llamar cuando se les necesita.
No lo sé.
Perotengoque investigarlo,yloharé. Me loprometoa mí mismoviendodanzarlapequeña
llama del mechero que avanza hacia la punta de mi cigarrillo.
Han pasado tres días desde que Julia y yo hicimos el amor. Tres días intensos, de
investigaciones bajo la maldita lluvia que no cesa, de paquetes de cigarrillos consumidos con
frenesímientrasrevolvíael avisperode losbajosfondosde CiudadBaldía,de algunapeleaque
otra que me han dejadolosnudillosvendados,unascuantastiritasyun ojohinchado, así como
un par de balas menos en la pistola.
Tres días satisfactorios.
Me he encaminadoala parte alta de laciudad y,para mi sorpresa,losagentesde seguridad
privada que hay en el perímetro de Altos Turquesas me han dejado entrar conduciendo mi
ruinoso coche sin una pregunta, tan solo con ver mi identificación policial. Ni siquiera lospolis
tenemos paso franco al barrio de los ricos, pero no voy a ser yo quien me queje.
En cuanto llegué a la casa de los Setegui,descubrí la razón de ello: Julia me esperaba en la
puerta de su mansión de tres plantas rodeada por un jardín en el que cabrían todas las
comisarías de Ciudad Baldía. Llevaba una copa de cóctel en la mano y dio un delicado sorbo
cuandobajé del coche tras aparcar en el caminode grava, frente a la puertade entrada.La rica
bata con que cubría su camisónde seda estabaentreabierta,dejandoversuhermosapiel bajo
el cálidosol matutino.Me fascinaronlosdibujosestampados —obordados,noestoysegurodel
proceso de creación de la pieza— en gris plateado sobre negro, unos pavos reales estilizados
que recorrían la superficieyparecíanmoverse ondulantes cuando ella contoneaba su cuerpo.
Cruzamosapenas un par de palabras,un saludocordial entre lo que parecían dos extraños,
como si no hubiéramos compartido la cama, y un criado de tez morena me hizo pasar al
despacho del mandamás.
Así que aquí estoy,respirandohondo,apuntode soltartoda lahistoriaa JuanJosé Setegui.
Espero que no me mande matar y dé de comer a los perros.
—Señor Setegui —comienzo—, el caso no ha sido fácil de resolver, porque había algunas
cuantaspistascolocadasde formatal quellevaranlainvestigaciónporderroterosqueconvenían
a quien lo hizo. Me refiero a la carnicería de la calle Stomp, por supuesto.
—Por supuesto —dice él—. Continúe.
Me pregunto por qué este tipo, tan poderoso y peligroso, ha accedido a escuchar lo que
tengo que decir, sobre todo,cuando es posible que le acuse de asesinato… Bien mirado, quizá
le haga gracia que un pies planos se plante en sudespachoytengala poca vergüenzade decirle
un par de cosas. Incluso puede que se ría justo antes de mandar a un sicario que me corte la
garganta. Sí, es posible.
Sigo hablando:
—No sé hasta qué punto está usted enterado de lo que ocurrió, pero se lo resumo. —Él
accede con un leve asentimiento, dándome permiso—. Tres tipos aparecieron despedazados
por un franki en la calle Stomp, lo cual no es raro cuando un franki se escapa de sus dueños,
pero lo chocante era que habían dibujado el logo de su familia en la pared con sangre.
—El blasón —corrige él con tono ofendido y recalca—: el blasón familiar.
—Así que, la primera pregunta está clara: ¿a santo de qué un franki va a pintar eso? Sobre
todo, teniendo en cuenta que tienen las neuronas justas para matar sin cagarse encima. —Mi
gruesabroma no le hace ni puta gracia, así que carraspeoy me envaro.Esperoque,así, resulte
más profesional y no un payaso de feria.
»Es decir, ahí había gato encerrado. Era demasiado obvio que era un cebo para que los
capullos de la policía diéramos tumbos de un lado a otro, porque nadie,y recalco nadie, tiene
los huevos de venir a molestar a Juan José Setegui.
—Menos usted, por lo que se ve —comenta entre dientes, con ojos entrecerrados.
Me encojode hombrosyme detengouninstante.Considerolaopciónde mencionarlavisita
—sin los detalles físicos, por supuesto— de Julia, pero es mejor dejarlo estar. Por ahora, al
menos.
—No me pregunte por qué, pero decidí seguir con el caso, pese a que era competencia de
losSN. Cuandoalgo no me cuadra, soy como un perrocomo un hueso:lo tengoque roer hasta
que le saco el tuétano.
»¡Y vaya si losaqué!Tuve una corazonaday la seguí. Hablé —digo,marcandocon énfasislo
de hablar— con varios mendas de los bajos fondos,ya sabe: chulos,yonquis, putas, algún que
otro chorizo…, y uno a uno me fueron confirmando lo que pensaba.
—¿Y qué es, agente? —pregunta con un deje de impaciencia.
—Que alguien está preparando un golpe de mano contra usted, señor Setegui.
La revelaciónnolosorprende.Al menos,node forma visible.Se limitaa cruzarse de brazos
y dice:
—Supongamos que lo creo. ¿Qué saca usted de esto? No, no me responda —ordena, y se
contestaa sí mismo—:dinero,imagino.Lossueldosde lapolicíasonunamiseria,asíque quiere
un buen fajo por sus servicios. O, quizá… ¿Quizá quiere usted entrar en nómina?
—No, señor Setegui. Ni lo uno ni lo otro —replico cruzando las piernas para adoptar una
postura despreocupada—. ¿No le interesa saber quién intenta hacerse con su negocio?
—Un hombre como yo tiene muchos enemigos, agente. No me sorprende…
Se interrumpe al escucharel sonidode lapuerta.Juliaentraenel despachoconrostrolívido
y la copa de cóctel ya terminada aún en la mano. Supongo que ha debido escucharlo todo
mediante… no sé, quizá algún mecanismo, trampilla o, sencillamente, pegando la oreja a la
puerta.
—¿Julia? —pregunta el jefazo—. Estamos hablando, querida…
—Insisto —le interrumpo. Alzo la mano izquierda para desviar la atención de mi mano
derecha, que se introduce bajo mi chaqueta—. ¿Noquiere saber quiénintenta hacerse con su
tinglado? Porque la respuesta la tiene frente a usted.
Sin dejar tiempo a nada más, desenfundo con rapidez y disparo.
Un cerco carmesí se extiende enel pechode JuanJosé Setegui;lamancha tiñe el blancode
seda de la camisa y chasco la lengua, casi molesto por el desperdiciode una buena prenda. El
estampidohaasustadoa la mujer,quienhasoltadola copa. Esta cae al suelo y se hace añicos.
—¿Por qué? —dice Julia abrazándose para intentar darse calor—. ¿Por qué lo has hecho?
Me levantoyalisolacamisa.Mientrascamino,conpasolentoyfirme,haciaella,enfundomi
arma y le dedico una sonrisa. La cojo de los hombros con cariño y digo:
—Porque nome gusta tu marido:nuncame ha gustadoaunque no loconocieraenpersona.
Porque creo que tú puedes quererme a tu lado para ayudarte con el imperio de tu difunto
esposo.
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La patrulla sn

  • 1. LA PATRULLA SN Llueve. Llueve sin cesar desde que ha amanecido. Revuelvo el café con mala gana. Su sabor es como el agua de fregar. Si no fuera porque es el bar cercano a la comisaría, ni siquiera pondría un pie aquí. No creo que hoy sea un día tan bueno como ayer, porque el homicidio no era para nosotros. Tenemos muchos casos sobre la mesa como para tener que ocuparnos de uno más. Menos mal que al pobre diablo se lo había cargado un vampiro. A Jennifer, de la Brigada Sobrenatural, no le hizo gracia cuando se lo pasamos. Jennifer me miró con el labio superior tembloroso, un tic que le sale cuando está enfadada. Quizá tuviera que ver el que yo se lo dijera con una sonrisa enorme, soltándole algo así como: —El fiambre es de los tuyos, reina.
  • 2. Creo que quiso darme una bofetada. Harson por fin se digna a aparecer. Raro es el día que llega a la hora en que hemos quedado. Sí, entiendo que, para los habitantes de otras ciudades, es extraño pensar que los policías no tengamos turnos asignados: nuestra jornada es... libre. Ciudad Baldía es así. —¿Has pasado por el taller? —le pregunto a Harson. Su coche es viejo, viejísimo, y el otro día nos dejó tirados en mitad de una persecución. —Tranqui, no te preocupes —responde—. Era la batería. La cambié y arreglado. Cada vez que Harson arregla algo, hay problemas, pero… Aunque no he probado el café, dejo una generosa propina. Betty, la camarera, es amable y siempre luce una amplia sonrisa en su rostro pecoso. El vehículo gime, como siledoliera, cuando mi compañero gira lallavede contacto. Sí. En Ciudad Baldía,usamos nuestros coches para patrullar. —¿Tenemos algún aviso? —No —respondo—. Ha sido una noche tranquila. —Eso es raro. Será por la lluvia. Harson tiene razón. Ha diluviado, y hasta los criminales han preferido quedarse en casa. Lo normal es comenzar el turno con dos sitios a los que ir para investigar un homicidio en cada uno de ellos. La alegría me dura poco, muy poco. En el segundo semáforo, me suena el móvil con el tono que tengo asignado a las llamadas de comisaría. La nada hermosa voz del jefe inunda el coche, como si tuviera puesto el altavoz. Siempre parece estar gritando. —Tres cuerpos —dice—. En la calle Terrence Stomp, número 6, cuarto A. —¿Tres? —pregunto. No me lo puedo creer. —Sí, tres. Tres. ¿Está sordo? Vaya cagando leches, que ya hay un par de patrulleros acordonando el piso. Y cuelga. Por un momento, me siento un maldito esclavo, como esos que hace un par de siglos dieron forma a la ciudad oscura y sombría en la que vivimos y cuyos huesos, sangre y carne reposan entre innumerables cimientos de los edificios que nos rodean. Esclavos que, de vez en cuando, lanzan sus aullidos de almas condenadas avagar para siempre entre este mundo y el otro.
  • 3. —Siempre es un placerescucharlo —comenta Harson socarrón. Asiento con lacabeza y enciendo un pitillo; le ofrezco otro a mi compañero, que acepta. El humo forma remolinos en torno a nuestras cabezas, cargando el ambiente. Para cuando llegamos al lugar del crimen, el coche parece un fumadero de opio. El edificio es sombrío, lo cual tampoco está fuera de lo normal en esta parte de la ciudad. O, mejor dicho, en cualquier parte de Ciudad Baldía, salvo en los Altos Turquesas, la urbanización fortificada y aislada en la que viven los ricos y poderosos. Esos mismos ricos y poderosos que marcan las reglas que Harson y yo seguimos, por supuesto, porque no queda otra siquieres seguir vivo un día más. Subimos los escalones cubiertos de orín, vómito y mierda. La suciedad se filtra entre las baldosas rotas y las paredes agrietadas, y solo gracias a que es de día podemos ver algo en las escaleras, evitando que tropecemos y nos rompamos la crisma o acabemos con la cara hundida en algo en lo que es mejor no pensar. Como ha dicho el jefe, dos policías aburridos, centrados en las pantallas de sus móviles, están junto a la puerta; sobre ella han colocado, de manera desmañada, un par de cintas amarillas. Los saludo con un breve ademán de la cabeza y paso al interior, seguido por Harson. Mi compañero ahoga de inmediato una arcada al oler la terrible peste que reina en el minúsculo apartamento. —¡Por Dios! —exclama—. ¿Cuánto tiempo llevan muertos estos tipos? Se refiere a los tres cadáveres desmembrados y podridos, cuyas partes seencuentran desperdigadas por la habitación como si hubieran sido serrados y esparcidos por un demente. La sangre domina la escena. Un trueno retumba en el exterior, añadiendo fantasmagoría al macabro cuadro. No puedo decir que tenga más aguante que Harson, pero cualquiera que nos compare podría decir que la tétrica visiónno me haafectado en absoluto: mi compañero está blanco como la tiza, pero yo me agacho junto al trozo de cuerpo humano más cercano y, aunque lo que sí hago es taparme boca y nariz con el pañuelo para intentar mitigar el hedor, observo todo con profesionalidad, casi con frialdad.
  • 4. Meneo la cabeza y suspiro, porque la identidad del culpable está clara como el agua del Lago Sordo, allá en el gran parque que las familias que dominan el cotarro utilizan para su ocio y esparcimiento. —Un franki —digo, aún arrodillado. —¿Sí? ¿Seguro? —pregunta Harson con tono anhelante. Estoy seguro de que quiere salir de la casa cuanto antes. —Del todo. No soy un experto en los monstruos que caza la Patrulla Sobrenatural, pero, como todos en la ciudad, me interesa saber qué puto bicho puede salir de alguna esquina e intentar chuparme la sangre, arrancarme los brazos o sorberme el cerebro por la nariz. Es una cuestión de autodefensa: si conoces qué es lo que quiere matarte, puedes defenderte, o intentarlo al menos. La brutalidad, la fuerza necesaria para desmembrar a estos pobres diablos de la habitación solo se da en una criatura del bestiario monstruoso de Ciudad Baldía. Los frankis son criaturas nacidas de la alquimia, repugnantes trozos de seres cosidos, pegados y grapados mediante maléficos conocimientos a los que se ha insuflado vida de diversas maneras, pero que siempre producen el mismo tipo de ser: matones irracionales empleados como músculo brutal por las organizaciones mafiosas que, tras un tiempo, se liberan del control que sus empleadores ejercen sobre ellos, desatando una tormenta de muerte y destrucción a su paso. Saco el teléfono para decir al jefe que el caso no es nuestro, pero no llego a pulsar la pantalla para informar, pues mis ojos se ven atraídos por lo que, en un principio, había tomado por una salpicadura de sangre. No es algo informe, es… —Mierda —mascullo—. ¿Ves eso? —pregunto a Harson, señalando a la pared. —Sí. ¿Qué…? ¡Oh! —exclama al darse cuenta de lo que quiero decir. Es un símbolo que reconocemos ambos. Es el símbolo heráldico de la familia Setegui, la más poderosa y rica de toda Ciudad Baldía, dibujado con sangre.
  • 5. En el despacho del comisario, parece que el jefe ha tragado una pastilla de veneno. Tiene la cara que le va del azul al verde, sin acabar de digerir las malas noticias que Harson y yo le hemos llevado. Por fin, tras un rato de fijar la vista en el techo, mirar el reloj, pasar unas cuantas hojas de expedientes y removerse inquieto en la silla, dice: —Han hecho bien, detectives. Sacudo la cabeza en agradecimiento. Es raro que suelte un halago, así que supongo que tiene que estar muy preocupado. Acojonado. —Me encargaré personalmente de avisar a la Patrulla SN —añade—. Y, en cuanto a ustedes, ni una palabra. Nada de esto puede salir de aquí. Las implicaciones… —Lo entendemos, jefe —digo con rapidez. No quiero meterme en una tormenta de mierda y hago el saludo, dispuesto a salir de ahí lo antes posible. Harson asiente y el comisario se muerde la uña del pulgar. —Pueden retirarse —nos despide. Y eso es todo. Casi corriendo, vamos a nuestro escritorio con la intención de coger uno de nuestros casos normales por resolver y olvidar el asunto. Lo cual, por supuesto, no pasa. Mi casa es una ratonera. No tiene sentido decir otra cosa. Es un cuchitril con cocina, baño y un dormitorio en el que, cuando me cambio de ropa, tengo que contorsionarme para no darme de hostias contra las paredes. Un cuarto piso,por supuesto, sin ascensor, de ventanas sucias,paredes de papel pintado descolorido y un olor permanente ahumo, hollín que procede de los grasientos bares de la calle y se cuela para pegarse al suelo, al techo, a los muebles. Es comprensible que pase poco tiempo en ella, lo justo para echar una cabezada y volver a patear las calles. Cuando no estoy currando, voy de bar en bar tomando vodkas con hielo hasta que el sentido se me embota y la vida me parece menos asquerosa. Dando traspiés mientras subo los escalones casi a las doce de la noche, saco las llaves y las hago chocar para intentar el ruido de las discusiones de la pareja del primero y la música estruendosa que sale del tercero. Me muevo con dificultad y tengo que apoyarme bastantes veces en el pasamanos para no dar con mis huesos en elsuelo, pero consigo, como todas las noches, llegar a mi rellano.
  • 6. Y, entonces, como una visión surgida de un sueño lleno de luz, como una hermosa sirena de canto amable y hechizante, está ahí, delante de mi maldita puerta, una mujer como nunca he visto en mi vida. Lleva puesto un vestido verde que deja al descubierto tan solo sus tobillos, apenas entrevistos entre los pliegues de la falda y los zapatos de color crema con alto tacón. La cintura la tiene ceñida por un cinturón de círculos dorados, y en el busto destacan sus senos elevados y generosos, que asoman entre el escote que seabre desde sus hermosos y blancos hombros. Pero, ¡ah, elcuello! Elcuello es lo que me atrae: delicado como el de una garza, esbelto y níveo, un faro de pureza alba rodeado por la suciedad de la casa, rematado por unas hermosas facciones cubiertas de maquillaje provocativo adivinado tras un leve velo que le cubre el rostro. Su melena, ondulada y de gran volumen, es del color de la miel recién cosechada, y me llega un olor delicado, suave, de lilas y rosas. Da un par de pasos hacia mí, que me yergo como puedo y compongo mi desaliñado aspecto con poco éxito, y extiende la mano cubierta por un guante de terciopelo que le llega hasta el codo. La poca piel al descubierto es de ese color blanco que resulta hermoso, como el alabastro, sin llegar a resultar pálido y enfermizo, aunque, entre las brumas del vodka, me doy cuenta de que desprende la misma frialdad que una estatua. Incluso aunque estuviera borracho como una cuba —que no lo estoy tanto—, la reconocería en cualquier sitio; estrechándole la mano con más fuerza de la necesaria para disimular mi nerviosismo, digo: —Señora Julia Setegui. ¿Qué puedo hacer por usted? Tener frente a mí, en un agujero como este, a la mujer del hombre más rico y poderosode Ciudad Baldía hace que me tiemblen las rodillas. —¿No va a invitarme a entrar? —pregunta con una sonrisa triste.Sus ojos azulesse clavan enmí,traspasándome.Tieneloscuarentaycincocumplidos,peropareceunamujermuchomás joven, de cuerpo modelado con ejercicio y alimentación orgánica, de esa que solo los ricos pueden permitirse, y se mueve con una gracia felina y sensual. —Sí, claro, por supuesto —balbuceo tras carraspear. En un abrir y cerrar de ojos, estoy quitando una pila de periódicos amarillentos sobre una silla.Ellacierralapuerta,de gozneschirriantes,yechaunamiradaami cueva.Parami sorpresa, cuanto se echa el velohaciaatrás y lodejareposarcon cuidadosobre su cabeza,ensus ojosno hay reprobación ni asco.
  • 7. Localizounvasomáslimpioqueel restoyabroel armariodonde guardomiingenteprovisión de bebida. —¿Güisqui? ¿Ginebra? —Me pregunto qué puede beber una dama tan distinguida. Desde luego, la mierda que tengo en casa, no creo. —Ginebra, por favor —responde. Se sienta y cruza las piernas sin dejar de mirarme con atención mientras vierto la bebida. Al ofrecérsela, nuestros dedos se rozan un instante y siento la electricidad recorriendo mi cuerpo.Vuelvoacarraspeary, dandoun largotrago para intentarencontrarel valor,pregunto: —¿En qué puedo ayudarla, señora? —Julia. Solo Julia. —Asiento.Doy otro trago—. Necesito que siga investigando las muertes de la calle Stomp. Mis cejas se elevan de forma desmesurada sin querer y replico: —Julia, me temo que eso es imposible. El triple homicidio es competencia de la SN. —LosSinNombre. —Frunzoelceño.Esel moteque lospolicíasordinariosdamosalapatrulla Sobrenatural,peroesmuy raro oírlo enboca de alguienque nosea del cuerpo—.Sé muy bien que no van a hacer nada. —Bueno, señora… —Me veo obligado, con cierto sentimiento de profesionalidad endogámica,adefenderlos—.Aunque losmuertoshayansidounosyonquissinimportancia,mis compañeros de la SN… —Ahí se equivoca —interrumpe—. Uno de ellos era mi amante. Por tercera vez en pocos minutos, mi cara es la viva expresión de la confusión.Las revistas que cotillean sobre la gente guapa levantaron la liebre hace un par de años sobre una posible aventurade JuliaSetegui,pero,trasunademanda muy mediática,se lesobligóapedirdisculpas «porel honorvulnerado» yapublicarunreportaje encontrariodonde se loabalaidílicavidade pareja de los Setegui. Ahoraque lo pienso,unode losperiodistillasque escribiósobre el asunto,bastantefamoso, no ha vuelto a decir ni esta boca es mía… —Su… ¿amante? —Perdone que seaasíde franca,perono puedoandarme con rodeos.Es esencial que actúe con rapidez, antes de que borren todas las huellas y… —¡Alto,alto! —exclamo,decididoadirigirlaconversación,porque nome gustahaciadonde se dirige—. ¿Qué le hace pensar que voy a ayudarla? Sinunapalabra,saca de su lujosobolsode piel negrouncheque,lodesdoblaconparsimonia y me lo da. Ver tantos ceros juntos me provoca mareos y acabo mi vaso de un trago.
  • 8. —Mi comisario me ha ordenado que deje estar el asunto —protesto, pero con debilidad. Para mi sorpresa,ellase levantaycomienza,conunalentitudexasperanteydeliciosa,asubirsu falda, descubriendo las medias negras que cubren sus espectaculares piernas. —Nosoloesdineroloque puedodarle enpago —dice,antesde hundirme enunmundode desatado placer. Recapitulo lo que,antes de dormirse con la cabeza apoyada en mi pecho y el pelo cayendo en cascada sobre mi piel y las sucias sábanas de mi cochambrosa cama, me ha contado. Fascinadoy agotadopor el sexo,he escuchadotodasy cada una de suspalabras,me he bebido su maravillosa voz y he asentido como un autómata. En pocaspalabras,Juliame haexplicadoque sumaridose hahartadode que siguieraviendo a suamante.Despuésdelrevuelo que secausóenprensa,ellahabíaidoconpiesde plomo,pero se había negadoa dejarde verlo.Me ha dicho,entre lágrimas,que sumaridoeraun monstruo, un tipoque la dominay usa y desechaa su antojo,que ellaloengañabapor merodespecho — másque porauténticoamorhaciaconquienquedaba—,parasentirunsentimiento,porridículo que fuera, de venganza, de control de su propia vida. Me lo he creídoa piesjuntillas:estoysegurode que esosricachonessonunosbastardossin corazón. Tampoco me ha sorprendido cuando ha soltado la bomba. La he dejado hablar sin interrumpirla mientras acariciaba sus buclescastaños y seguía sintiendo el roce y el olor de su cuerpo mojado por el sudor. Había una furia helada en su voz cuando me ha contado que su marido tiene mucha influencia entre las organizaciones criminales de Ciudad Baldía, que lo consideran casi un padrino generoso que puede protegerlos ante cualquier problema. Tengo que reconocer que es un acuerdo sencillo, pero exquisito: el poderoso reina en la parte alta y deja reinar a la gentuza que le interesa sobre el resto de la ciudad. De ahí que fuera un puto franki el que se cargara al amante de Julia —los otros dos tipos tuvieron la mala suerte de estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Tengo muy, muy claro, que voy a investigar esto. Aunque me cueste el trabajo. Eso sí, hay algo que me da vueltasenla cabeza:¿para qué demoniospintaronconsangre el símbolo de los Setegui en la escena del crimen? Quizá, me respondo mientras oigo el suave sonidode larespiraciónde lamujer,losmafiososlodejaronparadaruntoque de atencióna su patrón; quizá se hayan envalentonado y hayan decidido que son algo más que meros correveidiles y sicarios a los que llamar cuando se les necesita. No lo sé.
  • 9. Perotengoque investigarlo,yloharé. Me loprometoa mí mismoviendodanzarlapequeña llama del mechero que avanza hacia la punta de mi cigarrillo. Han pasado tres días desde que Julia y yo hicimos el amor. Tres días intensos, de investigaciones bajo la maldita lluvia que no cesa, de paquetes de cigarrillos consumidos con frenesímientrasrevolvíael avisperode losbajosfondosde CiudadBaldía,de algunapeleaque otra que me han dejadolosnudillosvendados,unascuantastiritasyun ojohinchado, así como un par de balas menos en la pistola. Tres días satisfactorios. Me he encaminadoala parte alta de laciudad y,para mi sorpresa,losagentesde seguridad privada que hay en el perímetro de Altos Turquesas me han dejado entrar conduciendo mi ruinoso coche sin una pregunta, tan solo con ver mi identificación policial. Ni siquiera lospolis tenemos paso franco al barrio de los ricos, pero no voy a ser yo quien me queje. En cuanto llegué a la casa de los Setegui,descubrí la razón de ello: Julia me esperaba en la puerta de su mansión de tres plantas rodeada por un jardín en el que cabrían todas las comisarías de Ciudad Baldía. Llevaba una copa de cóctel en la mano y dio un delicado sorbo cuandobajé del coche tras aparcar en el caminode grava, frente a la puertade entrada.La rica bata con que cubría su camisónde seda estabaentreabierta,dejandoversuhermosapiel bajo el cálidosol matutino.Me fascinaronlosdibujosestampados —obordados,noestoysegurodel proceso de creación de la pieza— en gris plateado sobre negro, unos pavos reales estilizados que recorrían la superficieyparecíanmoverse ondulantes cuando ella contoneaba su cuerpo. Cruzamosapenas un par de palabras,un saludocordial entre lo que parecían dos extraños, como si no hubiéramos compartido la cama, y un criado de tez morena me hizo pasar al despacho del mandamás. Así que aquí estoy,respirandohondo,apuntode soltartoda lahistoriaa JuanJosé Setegui. Espero que no me mande matar y dé de comer a los perros. —Señor Setegui —comienzo—, el caso no ha sido fácil de resolver, porque había algunas cuantaspistascolocadasde formatal quellevaranlainvestigaciónporderroterosqueconvenían a quien lo hizo. Me refiero a la carnicería de la calle Stomp, por supuesto. —Por supuesto —dice él—. Continúe. Me pregunto por qué este tipo, tan poderoso y peligroso, ha accedido a escuchar lo que tengo que decir, sobre todo,cuando es posible que le acuse de asesinato… Bien mirado, quizá le haga gracia que un pies planos se plante en sudespachoytengala poca vergüenzade decirle un par de cosas. Incluso puede que se ría justo antes de mandar a un sicario que me corte la garganta. Sí, es posible.
  • 10. Sigo hablando: —No sé hasta qué punto está usted enterado de lo que ocurrió, pero se lo resumo. —Él accede con un leve asentimiento, dándome permiso—. Tres tipos aparecieron despedazados por un franki en la calle Stomp, lo cual no es raro cuando un franki se escapa de sus dueños, pero lo chocante era que habían dibujado el logo de su familia en la pared con sangre. —El blasón —corrige él con tono ofendido y recalca—: el blasón familiar. —Así que, la primera pregunta está clara: ¿a santo de qué un franki va a pintar eso? Sobre todo, teniendo en cuenta que tienen las neuronas justas para matar sin cagarse encima. —Mi gruesabroma no le hace ni puta gracia, así que carraspeoy me envaro.Esperoque,así, resulte más profesional y no un payaso de feria. »Es decir, ahí había gato encerrado. Era demasiado obvio que era un cebo para que los capullos de la policía diéramos tumbos de un lado a otro, porque nadie,y recalco nadie, tiene los huevos de venir a molestar a Juan José Setegui. —Menos usted, por lo que se ve —comenta entre dientes, con ojos entrecerrados. Me encojode hombrosyme detengouninstante.Considerolaopciónde mencionarlavisita —sin los detalles físicos, por supuesto— de Julia, pero es mejor dejarlo estar. Por ahora, al menos. —No me pregunte por qué, pero decidí seguir con el caso, pese a que era competencia de losSN. Cuandoalgo no me cuadra, soy como un perrocomo un hueso:lo tengoque roer hasta que le saco el tuétano. »¡Y vaya si losaqué!Tuve una corazonaday la seguí. Hablé —digo,marcandocon énfasislo de hablar— con varios mendas de los bajos fondos,ya sabe: chulos,yonquis, putas, algún que otro chorizo…, y uno a uno me fueron confirmando lo que pensaba. —¿Y qué es, agente? —pregunta con un deje de impaciencia. —Que alguien está preparando un golpe de mano contra usted, señor Setegui. La revelaciónnolosorprende.Al menos,node forma visible.Se limitaa cruzarse de brazos y dice: —Supongamos que lo creo. ¿Qué saca usted de esto? No, no me responda —ordena, y se contestaa sí mismo—:dinero,imagino.Lossueldosde lapolicíasonunamiseria,asíque quiere un buen fajo por sus servicios. O, quizá… ¿Quizá quiere usted entrar en nómina? —No, señor Setegui. Ni lo uno ni lo otro —replico cruzando las piernas para adoptar una postura despreocupada—. ¿No le interesa saber quién intenta hacerse con su negocio? —Un hombre como yo tiene muchos enemigos, agente. No me sorprende… Se interrumpe al escucharel sonidode lapuerta.Juliaentraenel despachoconrostrolívido y la copa de cóctel ya terminada aún en la mano. Supongo que ha debido escucharlo todo
  • 11. mediante… no sé, quizá algún mecanismo, trampilla o, sencillamente, pegando la oreja a la puerta. —¿Julia? —pregunta el jefazo—. Estamos hablando, querida… —Insisto —le interrumpo. Alzo la mano izquierda para desviar la atención de mi mano derecha, que se introduce bajo mi chaqueta—. ¿Noquiere saber quiénintenta hacerse con su tinglado? Porque la respuesta la tiene frente a usted. Sin dejar tiempo a nada más, desenfundo con rapidez y disparo. Un cerco carmesí se extiende enel pechode JuanJosé Setegui;lamancha tiñe el blancode seda de la camisa y chasco la lengua, casi molesto por el desperdiciode una buena prenda. El estampidohaasustadoa la mujer,quienhasoltadola copa. Esta cae al suelo y se hace añicos. —¿Por qué? —dice Julia abrazándose para intentar darse calor—. ¿Por qué lo has hecho? Me levantoyalisolacamisa.Mientrascamino,conpasolentoyfirme,haciaella,enfundomi arma y le dedico una sonrisa. La cojo de los hombros con cariño y digo: —Porque nome gusta tu marido:nuncame ha gustadoaunque no loconocieraenpersona. Porque creo que tú puedes quererme a tu lado para ayudarte con el imperio de tu difunto esposo. »Y porque tú, querida, seguro que eres mucho mejor en la cama que él.