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Capítulo 4




                  Salvación:
            Don de la gracia divina

    “Todos somos unos bastardos». Quizá pocas declaraciones suenen
tan ofensivas como la que acaba de leer. Quien dijera esta frase es Will
Campbell, profesor d« Teología y uno de los principales activistas de
los derechos civiles en los Estados Unidos durante la década de 1960. Él
dedicó gran parte de su ministerio a ayudar a cristianos blancos que se
oponían tajantemente a que personas de otras razas formaran parte de
sus congregaciones. Mientras llevaba a cabo esta ardua tarea, Campbell
conoció a un joven prominente, estudiante de Teología en la Universi-
dad de Harvard, su nombre: Jonathan Daniels.
    En cierta ocasión P. D. East, un agnóstico, editor de un periódico an-
ticristiano, le preguntó a Campbell:
    —Si pudiera, ¿cómo resumiría el mensaje cristiano en diez palabras
o menos?
    —Dios nos ama a pesar de que todos seamos unos bastardos, —
respondió Campbell. 1
    Poco después de este incidente, Jonathan Daniels, el amigo de
Campbell, fue asesinado por Thomas Coleman, un policía de Alabama,
que se negaba a aceptar la igualdad de condiciones entre negros y
blancos. Una vez más P. D. East se encontró con Campbell y lo confron-
tó:
    —Campbell, si todos somos bastardos, tu amigo Daniels también lo
era, ¿verdad?
    —Sí, lo era, puesto que a pesar de que era un hombre muy bonda-
doso, no puedo decir que no fuera pecador.
    East volvió a la carga:
    —Y su asesino, el señor Coleman, era otro bastardo, ¿no es cierto?
    —Por supuesto —replicó Campbell.

                        © Recursos Escuela Sabática
Entonces, East, mirándolo fijamente a los ojos, le hizo la pregunta fi-
nal:
   —¿A cuál de esos dos bastardos ama más Dios?
   ¿Qué respuesta daría usted? El mismo Campbell confesó que le re-
sultaba difícil aceptar que Dios pudiera amar, perdonar y redimir a una
persona que entró a una tienda y segó la vida de un ser indefenso. Pero
así es el evangelio. Dios nos ama a todos por igual, aunque todos so-
mos unos bastardos. 2 ¡A ojos humanos, que Dios nos ame a pesar de
nuestra maldad parece una locura! (ver 1 Corintios 1:18-25).
   Creo que la declaración de Campbell es verdadera de principio a fin:
1) Dios nos ama, y 2) todos somos bastardos. Es más, según Elena G. de
White, el pecado nos ha llevado a convertimos «en una contradicción
de la voluntad de Dios» (Manuscript Releases, tomo 5, p. 348).

                                                Nuestro mayor problema
    Aunque en nuestra época la palabra “pecado” ya no suele formar
parte del vocabulario común, sigue siendo algo tan real como lo fue
cuando se introdujo en el mundo por el desatino de nuestros primeros
padres (Génesis 3:1-13; Romanos 5:12-21). Sin embargo, hemos de reco-
nocer que en nuestra sociedad el pecado ha dejado de ser pecado. Aho-
ra se ha convertido en un delito o en un trastorno de la conducta. Por
ejemplo, robar ya no es pecado, es una fechoría. Ser mentirosos com-
pulsivos ya no es pecado, es una enfermedad. A la luz de estas nuevas
definiciones, los responsables de corregir a los nuevos pecadores, es
decir a los malhechores y a los enfermos, son la justicia y los médicos.
De ahí que el pecado, a pesar de ser un concepto concretamente religio-
so, ha perdido su dimensión espiritual.
    Esta falsa concepción respecto a qué es pecado, nos conduce a una
comprensión incorrecta de lo que implica la salvación del pecado. Por eso,
si de verdad queremos saber cuán grande es la salvación que hemos re-
cibido, debemos tener una idea bastante clara de la naturaleza del pe-
cado. Como dijo Anselmo de Canterbury: «El que ha reflexionado se-
riamente en el peso de la cruz, ha pensado en serio en el peso del peca-
do». 3 Siguiendo a Anselmo, vamos a estudiar primero «el peso del pe-
cado», y luego veremos cuál fue la solución divina a dicha contrarie-
dad.
    La Biblia expresa sin ningún tipo de ambages que los seres humanos
somos proclives, de forma natural, a hacer lo malo. El mismo Dios

                        © Recursos Escuela Sabática
afirmó esta realidad cuando admitió que «el corazón del hombre se in-
clina al mal desde su juventud» (Génesis 8:21). El profeta Jeremías va
en la misma dirección al decir que «no hay nada tan engañoso y per-
verso como el corazón humano» (Jeremías 17:9, DHH). La podredum-
bre moral y espiritual nos cubre «desde la planta de los pies hasta la
cabeza» (Isaías 1:6). No hay nada en nosotros que no haya sido conta-
minado por el pecado.
   El Nuevo Testamento también describe la depravación total que nos
afecta. De acuerdo con el apóstol Pablo, el poder del pecado sobre el ser
humano ha sido tan absoluto «que hasta su mente y su conciencia están
corrompidas»; incluso los que dicen «conocer a Dios», en realidad,
también «son abominables y rebeldes» (Tito 1:15, 16). En el libro de
Romanos, Pablo nos dice que todos estamos «bajo pecado» puesto que
«no hay justo ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque
a Dios [...]. No hay quien haga lo bueno»; por tanto, todos estamos
«destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:9-12, 23). Como bien lo
expresa Atilio Dupertuis, en Romanos 3 se pone de manifiesto que el
pecado corrompió: «La mente: no hay quien entienda. El corazón: No
hay quien busque a Dios. La voluntad: no hay quien haga lo bueno». 4
En otras palabras, el pecado ha inundado con su agua pestilente aun
los lugares más recónditos de nuestras almas.
   Elena G. de White está en sintonía con los escritores bíblicos al de-
clarar que «el pecado [...] ha descompuesto todo el organismo humano,
pervertido la mente y corrompido la imaginación. El pecado ha degra-
dado las facultades del alma. Las tentaciones del exterior hallan eco en
el corazón, y los pies se dirigen imperceptiblemente hacia el mal» (El
ministerio de curación, capítulo 38, p. 323).

                                                      Esclavos del pecado
   Volvamos a Romanos 3. Allí Pablo fue categórico al afirmar que to-
dos estamos «bajo el pecado» (Romanos 3:9). En realidad, lo que el
apóstol está diciendo en este pasaje es que todos nos hallamos bajo el
dominio del pecado. Como dice el Comentario bíblico adventista, Roma-
nos 3:9 «denota sujeción al pecado como un poder que rige en la vida
de todos los hombres». 5 Pablo dice «todos». Según Lutero, este pasaje
incluye «a los malhechores manifiestos» y a los que «tienen apariencia
de buenos». 6 Como el pecado se ha enseñoreado de todo nuestro ser,
los escritores bíblicos solían usar la metáfora de que el ser humano era

                        © Recursos Escuela Sabática
«esclavo del pecado» (Juan 8:34; cf. Gálatas 4:4-8; Tito 3:3). Por ello el
pecado es personificado como si fuera un rey (Romanos 5:21; 6:12). En
consecuencia, nuestro mayor dilema no es que simplemente comete-
mos actos pecaminosos, sino que, como bien lo dijo el teólogo Douglas
Moo, somos «prisioneros indefensos del pecado». 7
    A fin de que comprendamos mejor este asunto, resultará necesario
que examinemos, aunque sea someramente, algunos hechos relaciona-
dos con la esclavitud en los tiempos bíblicos. 8 Aunque sabemos que la
esclavitud es de lo peor que puede haber, el principal problema del es-
clavo no radicaba en su condición, sino en el amo al que sirviera. Por
ejemplo, el criado de Abraham recibía tan buen trato que «era quien le
administraba todos sus bienes» (Génesis 24:2). Cuando José fue vendi-
do y llevado como prisionero a Egipto (Génesis 37:28), fue a parar a la
casa de Potifar, quien «lo hizo mayordomo de su casa y entregó en su
poder todo lo que tenía» (Génesis 39:4). La Biblia hace mención de hijas
que se casaban con el esclavo de la casa (1 Crónicas 2:34, 35). La misma
ley de Moisés prescribía que el esclavo no debía ser oprimido (Deute-
ronomio 23:15, 16). En el mundo romano del Nuevo Testamento tam-
bién había amos que trataban con bondad a sus esclavos. Lucas men-
ciona a un centurión romano que «quería mucho» a su siervo (Lucas
7:2). Séneca, un contemporáneo del apóstol Pablo, le escribió a Lucilo,
quizá el procurador de la provincia romana de Cilicia: «He sabido con
satisfacción por los que han estado contigo, que vives en familia con tus
esclavos. Esto está de acuerdo con tu sabiduría y tu enseñanza. Son es-
clavos, pero aún más, son personas». 9
    ¿Podía quedar libre el esclavo? Según las ordenanzas del Antiguo
Testamento, un esclavo podía ser liberado si cumplía cierta cantidad de
años (Deuteronomio 15:12). Otra forma de obtener la libertad consistía
en que un «pariente cercano» (hebreo go'el) pagara el precio por su res-
cate (Levítico 25:47-49). Esta costumbre también formaba parte del
mundo grecorromano. Una inscripción encontrada en el templo de
Apolo, en Delfos, relata el momento en que este dios le pagó a Sosibio
de Anfisa por la libertad de una esclava llamada Nicaea. La liberación a
través de la compra pone de manifiesto que el esclavo no puede hacer
nada para quedar libre y que debe ser hecha por alguien que no se ha-
lle en cautividad.
    La esclavitud del pecado es mucho peor que la física. El pecado es
un patrón tan despiadado que la única paga que otorga a sus siervos es
la muerte (Romanos 6:23). Por otro lado, la esclavitud del pecado no

                        © Recursos Escuela Sabática
tiene fecha de caducidad: es para «toda la vida» (Hebreos 2:15). Por
tanto, la única opción que tenemos para quedar libres del pecado es
que alguien, que no sea esclavo del pecado, pague el precio por nuestra li-
bertad. Ahí es donde entra Jesús, nuestro redentor.

                                                       Salvación del pecado
   Sin duda alguna una de las frases más impactantes de Cristo es esta:
«El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y para
dar su vida en rescate por todos» (Marcos 10:45; cf. Mateo 20:28). Fíjese
que Jesús no vino a recibir, vino a dar su vida en favor de nuestro res-
cate. Pablo se hace eco de estas palabras del Señor cuando escribe que
«Jesucristo hombre» «se dio a sí mismo en rescate por todos» (1 Timo-
teo 2:5, 6). La palabra griega traducida como «rescate» es lutrón. En do-
cumentos antiguos este vocablo y términos afines se usaban para refe-
rirse al precio que se pagaba para adquirir la libertad de un esclavo,
por lo general, prisioneros de guerra o cautivos que se hallaban bajo
pena de muerte. 10
   No hemos de olvidar que para los escritores bíblicos la liberación de
la esclavitud, es decir, la redención, era un término equivalente e inter-
cambiable con la salvación. Por ello, cuando Dios sacó a Israel del yugo
de esclavitud en Egipto, Moisés lo entendió como la «salvación que
Jehová» les había otorgado (Éxodo 14:13). Cuando Sansón liberó a Is-
rael de los filisteos, en Jueces 15:18 se nos dice: «Tú [el Señor] has dado
esta grande salvación». La liberación de los amonitas también fue con-
siderado un acto salvífico de parte del Señor (2 Samuel 11:9, 13). Israel
quedó libre de Asiría porque «dio Jehová un salvador que los sacó del
poder de los sirios» (2 Reyes 13:5). Por todo esto Jehová se proclamaba
como «tu Salvador, tu Redentor» (Isaías 49:26; Isaías 60:16).
   Este aspecto salvífico desempeña un papel principal en la obra de
redención que sería llevada a cabo a través de Cristo. Desde antes de su
nacimiento, el ángel había anunciado que su misión consistiría en sal-
var «a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:21). Él era «el poderoso Sal-
vador» que Dios enviaría (Lucas 1:69). La mujer samaritana lo recono-
ció como «el Salvador del mundo» (Juan 4:42; cf. 1 Juan 4:14). La obra
salvadora de Cristo fue una misión de rescate en el pleno sentido de la
palabra. Él vino a nuestro mundo para «pregonar libertad a los cauti-
vos, [...] poner en libertad a los oprimidos» (Lucas 4:18).



                         © Recursos Escuela Sabática
Para lograr el rescate, nuestro Salvador tuvo que padecer los horro-
res de la cruz. El apóstol Pedro describe esto con vividas palabras:
«Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir (la cual recibisteis
de vuestros padres) no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino
con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin
contaminación» (1 Pedro 1:18). Cristo nos liberó del poder del pecado
sufriendo en sí mismo las consecuencias que nuestra transgresión había
provocado. Con el fin de obtener nuestra salvación, él murió en nuestro
lugar. Según Elena G. de White «los pecados y la culpa del mundo, que
simbólicamente son "rojos como el carmesí", fueron imputados sobre el
Garante divino» (Manuscrito 84, 1897). El rescate llevado a cabo por
Cristo no solo implicaba nuestra liberación, sino también su muerte.
   ¿Qué tuvo que hacer Jesús para poder ser nuestro Redentor? Según
las leyes levíticas el redentor tendría que ser nuestro «pariente», nues-
tro hermano más cercano, nuestro go'el. Por tanto, Cristo no podía lle-
var a cabo nuestra redención a menos que fuera partícipe de nuestra
humanidad. Por ello el Dios creador tuvo que encamarse y habitar en-
tre nosotros, despojarse de su condición divina y venir a la tierra como
un hombre (Juan 1:14; Filipenses 2:7, 8). De esta manera, «por cuanto
los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo
mismo» (Hebreos 2; 14). Al hacerse hombre, Jesús estableció un vínculo
con la raza humana que nadie podrá destruir. Él se hizo nuestro parien-
te más cercano, él no se avergüenza de consideramos sus hermanos
(Hebreos 2:11). De hecho, ante él somos sus hermanos más pequeños
(Mateo 25:40). No escatimó esfuerzo alguno para liberarnos del poder
del pecado. Como nuestro Salvador, y pariente más cercano, pagó el
precio de nuestra redención.
   La redención conlleva «la identificación de Dios con la humanidad
en su condición, y la seguridad de la liberación de la humanidad a tra-
vés de la obediencia, el sufrimiento, la muerte y resurrección del Hijo
encarnado». 11 Por ello Jesús es el único camino para obtener la salva-
ción (Juan 14:6). «Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro
nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos»
(Hechos 4:12; cf. Isaías 43:11). Elena G. de White fue muy clara cuando
dijo: «No hay otra fuente en el cielo de quien podamos recibir libertad
y vida, sino por medio de Jesucristo, nuestra justicia» (Sermones escogi-
dos, capítulo 14, p. 108). Por más abyecta que sea nuestra esclavitud, en
Cristo tenemos la ayuda que necesitamos para liberamos de ella.


                        © Recursos Escuela Sabática
Una verdad axiomática que se desprende de la metáfora de la re-
dención establece que nosotros no podemos obrar nuestra liberación.
Aunque trabajemos duro para liberarnos del pecado, todo lo que ha-
gamos por nuestra propia cuenta, por bueno que sea, lo único que con-
seguirá será profundizar nuestra servidumbre. La redención del peca-
do es un proceso que se inicia fuera de nosotros. Es otro el que tiene
que redimimos. Basándose en su sacrificio sustitutivo, cuando Cristo
derramó su sangre en la cruz, obtuvo el derecho de reclamar nuestra li-
beración. 12 Como dijo Elena G. de White, «nuestro rescate ha sido pa-
gado por nuestro Salvador. Nadie está forzado a ser esclavizado por
Satanás. Cristo está entre nosotros como nuestro poderoso ayudador»
(Mensajes selectos, tomo 1, p. 364). Ahora podemos decir que «tenemos
redención por medio de su sangre» (Efesios 1:7), que recibimos la justi-
ficación «gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús» (Romanos 3:24). «Por gracia sois salvos, por medio de la
fe; y esto no de vosotros, pues es un don de Dios» (Efesios 2:8). ¡Dios
nos regaló la liberación!
    Siempre que leo estás palabras de Charles R. Swindoll quedo con
una agradable sensación de paz interior al saber que mi liberación del
pecado es una obra de gracia de principio a fin:
    «En el cielo no habrá testimonios que suenen muy espirituales y que
captan la atención hacia los logros supercolosales de alguna persona.
    ¡Nada de eso! Todos tendrán escrito en su vida la palabra 'gracia'.
    –¿Cómo llegaste aquí?
    –¡Por gracia!
    –¿Qué lo hizo posible?
    –La gracia». 13
    No hay méritos en nosotros. Somos libres del pecado por la gracia
de Dios. Existimos para enseñar a otros el milagro de gracia que Cristo
ha operado en nuestra vida. Como bien lo dijo Elena G. de White, «to-
do lo debemos a la gracia gratuita y soberana. En el pacto, la gracia or-
denó nuestra adopción; en el Salvador, la gracia efectuó nuestra reden-
ción, nuestra regeneración y nuestra adopción» (Testimonios para la igle-
sia, tomo 6, p. 271).
    ¿Pero a quién liberó Cristo? ¿Acaso su muerte en la cruz solo es pro-
vechosa para gente supuestamente buena como Jonathan Daniels?
¿Qué sucede con aquellos que son asesinos como Thomas Coleman?
Así como el pecado nos esclavizó a «todos»; Cristo también «murió por
todos» (2 Corintios 5:14, 15). Por tanto, no importa lo grave que haya

                        © Recursos Escuela Sabática
sido nuestro yerro, su sangre es capaz de cubrirlo y perdonarlo. En
Cristo «tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados»
(Colosenses 1:14). Resulta oportuno que para Pablo esta redención o
perdón de pecados equivalga a ser librado del «poder de las tinieblas»
(Colosenses 1:13). Cuando Dios salva, también libera. Y esta obra de li-
beración nos alcanza a todos. Por lo tanto, en lugar de vivir aferrados al
concepto de que tenemos que hacer algo para salvamos, disfrutemos de
esta gran verdad: Cristo ya hizo todo lo necesario para nuestra salva-
ción. Ahora nuestro papel es creer en ello y permanecer «firmes en la
libertad con que Cristo nos hizo libres» (Gálatas 5:1).

           La experiencia de la salvación y el crecimiento en Cristo
   Eduardo Galeano escribió un breve relato que captó mi atención
desde el primer momento en que me lo leyó un amigo. Tanto me gustó
que ese amigo no tuvo más remedio que regalarme el libro. Cuenta Ga-
leano que en cierta ocasión un pastor llamado Miguel Brun tuvo una
conversación muy interesante con un cacique de los indios del Chaco,
en Paraguay. El cacique tenía fama de ser un personaje muy sabio. Los
misioneros llegaron para compartir con la tribu el mensaje cristiano.
«El cacique, un gordo quieto y callado, escuchó sin pestañear» el men-
saje que le leyeron en su propia lengua. Luego de un momento de re-
flexión, emitió su opinión sobre las palabras de los misioneros. Les dijo:
«"Eso rasca. Y rasca mucho, y rasca muy bien". Y sentenció: "Pero rasca
donde no pica"». 14
   Probablemente, muchos mensajes cristianos están centrados en as-
pectos periféricos de la fe; dicen la verdad, son buenos, pero mucha ve-
ces rascan donde realmente no nos pica. En cambio, la salvación por
medio de Cristo siempre rasca, y rasca bien, y rasca donde más nos pi-
ca. La salvación por gracia echa por tierra nuestro orgullo y pone de
manifiesto nuestra inmensa necesidad: somos grandes pecadores que
precisan de un gran Salvador. La sangre de Cristo rascará en los ámbi-
tos más recónditos de nuestras almas. Ella penetrará donde nada ni
nadie podrá hacerlo. No vale la pena seguir negando nuestra verdade-
ra condición, ni escondernos detrás de un mera religiosidad; la sangre
de Jesús puede, no solo «perdonar nuestros pecados», sino también
«limpiamos de toda maldad» (1 Juan 1:9).
   Elena G. de White resumió todo esto diciendo: «Cristo murió por
nosotros. Satanás dice: "Eres pecador y no puedes mejorarte a ti mis-

                        © Recursos Escuela Sabática
mo". Sí, soy pecador, y necesito un Salvador. Me aferró a los méritos de
Jesucristo para que me libre de toda transgresión. Nos lavamos en la
fuente que ha sido preparada para nosotros y somos limpiados de toda
impureza de pecado» (Sermones escogidos, tomo 1, capítulo 26, p. 218).
Esto puede ser una realidad ahora, en este instante, tal como lo indica
una de mis declaraciones favoritas del Espíritu de Profecía cuando dice:
«Si crees que estás perdonado y limpiado, Dios lo da por hecho [...]. Di:
"Lo creo, así es, no porque yo lo sienta, sino porque Dios lo ha prome-
tido» (El camino a Cristo, ed. 2005, capítulo 6, p. 78). Creer en Cristo, esa
es la cuestión.
    Como editor de libros he sido cautivado por la imagen que usa
Thomas Gataker para describir nuestra triste condición. Según este teó-
logo puritano, el hombre es como «un libro que se ha echado a perder
por los errores y faltas». 15 Hace poco una de mis compañeras me co-
mentaba sobre un libro cuyo contenido le pareció muy interesante, pe-
ro luego dijo algo que parecía contradictorio: «Comencé a leerlo, pero
no he podido disfrutar la lectura debido a la mala edición del texto».
    Lamentablemente, el texto de nuestra vida ha sido manchado por el
pecado, ¿acaso habrá algún editor que pueda corregir todos los errores
y faltas que han llegado a formar parte de la redacción de nuestra exis-
tencia? Pablo identifica a los que han recibido la salvación por gracia
como la «carta de Cristo» que ha sido escrita «con el Espíritu del Dios
vivo» (2 Corintios 3:3). Con razón, de manera simbólica, al Espíritu se
lo llama «el dedo de Dios» (Lucas 11:20; cf. Mateo 12:28). Cuando acep-
tamos la redención por medio de la fe en Jesús, nuestra vida comienza
a ser editada, corregida, guiada por Dios. Él se encargará de ir corri-
giendo todas nuestras faltas. Puesto que disfrutamos en toda su pleni-
tud los beneficios redentores de la muerte de Cristo, el mundo podrá
leer el mensaje de salvación que Dios ha escrito en nuestros corazones
y que se hace visible en nuestra vida diaria.
   Pensándolo bien, en un sentido Campbell tenía razón: como conse-
cuencia del pecado, todos somos unos bastardos, pero Dios nos ama
tanto que envió «a su Hijo [...] a fin de recibiéramos la adopción de hi-
jos» (Gálatas 4:4, 5). Por esta razón podemos decir: «¡Abba, Padre!»
(Romanos 8:15). Querido lector: solo si disfrutamos diariamente de la
experiencia de la salvación por fe en Cristo, llegaremos a «alcanzar la
plenitud de la estatura de Cristo» (Efesios 4:13).



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Referencias
1 Philip Yancey con Brenda Quinn, Gracia divina vs. condena humana (Miami, Florida: Vida, 1998), p.
164.
2 Ibid., pp. 165, 166.
3 Citado por George R. Knight, Guía del fariseo para una santidad perfecta (Miami, Florida: APIA,

1998, p. 66.
4 Atilio René Dupertuis, Romanos: El poder transformador de la gracia (Berrien Springs, Michigan:

Pioneer Publications, 2009), p. 54. La negrita es del autor.
5 Francis D. Nichol, ed. Comentario bíblico adventista, tomo 6 (Buenos Aires: ACES, 1996), p. 494.
6 Martín Lutero, Romanos, (Terrassa: CUE, 1998), p. 122.
7 Douglas J. Moo, Romans. The NIV Application Commentary to Contemporary Life (Grand Rap-

ids, Michigan: Zondervan, 2000), p. 122.
8 Para más detalles sobre este tema ver R. de Vaux, Las instituciones del Antiguo Testamento (Barce-

lona: Herder, 1976), pp. 124-138; James S. Jeffers, The Greco-Roman World of the New Testament Era
(Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 2000), pp. 220-236; J. A. Harril, «Slavery» en Diction-
ary of New Testament Background (Downers Grove, Illinois: InterVarsity, 1999, pp. 1124-1126.
9 Séneca, Epístola 47, citado por Joaquín González Echegaray, Los hechos de los apóstoles y el mundo

romano (Estella: Verbo Divino, 2002), p. 58.
10 León Morris, New Testament Theology (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1986), p. 110.
11 R. David Rightmire, «Redimir, redención» en Walter A. Elwell, ed. Diccionario teológico de la Bi-

blia (Nashville, Tennessee: Editorial Caribe, 2005), p. 722.
12 Para más detalles sobre la relación entre la redención y la sustitución ver Ángel Manuel Rodrí-

guez, «Salvation by Sacrificial Substitution», Journal of the Adventist Theological Society (vol. 3, n° 2),
pp. 49-77.
13 Charles R. Swindoll, El despertar de la gracia (Nashville, Tennessee: Caribe, 1990), p. 35.
14 Eduardo Galeano, El libro de los abrazos (Guatemala: Siglo XXI, 2010), p. 16.
15 Citado en Brian W. Ball, The English Connection: The Puritan Roots of Seventh-day Adventist Belief

(Cambrigde, Gran Bretaña: James Clarke, 1981), p. 68.




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  • 1. Capítulo 4 Salvación: Don de la gracia divina “Todos somos unos bastardos». Quizá pocas declaraciones suenen tan ofensivas como la que acaba de leer. Quien dijera esta frase es Will Campbell, profesor d« Teología y uno de los principales activistas de los derechos civiles en los Estados Unidos durante la década de 1960. Él dedicó gran parte de su ministerio a ayudar a cristianos blancos que se oponían tajantemente a que personas de otras razas formaran parte de sus congregaciones. Mientras llevaba a cabo esta ardua tarea, Campbell conoció a un joven prominente, estudiante de Teología en la Universi- dad de Harvard, su nombre: Jonathan Daniels. En cierta ocasión P. D. East, un agnóstico, editor de un periódico an- ticristiano, le preguntó a Campbell: —Si pudiera, ¿cómo resumiría el mensaje cristiano en diez palabras o menos? —Dios nos ama a pesar de que todos seamos unos bastardos, — respondió Campbell. 1 Poco después de este incidente, Jonathan Daniels, el amigo de Campbell, fue asesinado por Thomas Coleman, un policía de Alabama, que se negaba a aceptar la igualdad de condiciones entre negros y blancos. Una vez más P. D. East se encontró con Campbell y lo confron- tó: —Campbell, si todos somos bastardos, tu amigo Daniels también lo era, ¿verdad? —Sí, lo era, puesto que a pesar de que era un hombre muy bonda- doso, no puedo decir que no fuera pecador. East volvió a la carga: —Y su asesino, el señor Coleman, era otro bastardo, ¿no es cierto? —Por supuesto —replicó Campbell. © Recursos Escuela Sabática
  • 2. Entonces, East, mirándolo fijamente a los ojos, le hizo la pregunta fi- nal: —¿A cuál de esos dos bastardos ama más Dios? ¿Qué respuesta daría usted? El mismo Campbell confesó que le re- sultaba difícil aceptar que Dios pudiera amar, perdonar y redimir a una persona que entró a una tienda y segó la vida de un ser indefenso. Pero así es el evangelio. Dios nos ama a todos por igual, aunque todos so- mos unos bastardos. 2 ¡A ojos humanos, que Dios nos ame a pesar de nuestra maldad parece una locura! (ver 1 Corintios 1:18-25). Creo que la declaración de Campbell es verdadera de principio a fin: 1) Dios nos ama, y 2) todos somos bastardos. Es más, según Elena G. de White, el pecado nos ha llevado a convertimos «en una contradicción de la voluntad de Dios» (Manuscript Releases, tomo 5, p. 348). Nuestro mayor problema Aunque en nuestra época la palabra “pecado” ya no suele formar parte del vocabulario común, sigue siendo algo tan real como lo fue cuando se introdujo en el mundo por el desatino de nuestros primeros padres (Génesis 3:1-13; Romanos 5:12-21). Sin embargo, hemos de reco- nocer que en nuestra sociedad el pecado ha dejado de ser pecado. Aho- ra se ha convertido en un delito o en un trastorno de la conducta. Por ejemplo, robar ya no es pecado, es una fechoría. Ser mentirosos com- pulsivos ya no es pecado, es una enfermedad. A la luz de estas nuevas definiciones, los responsables de corregir a los nuevos pecadores, es decir a los malhechores y a los enfermos, son la justicia y los médicos. De ahí que el pecado, a pesar de ser un concepto concretamente religio- so, ha perdido su dimensión espiritual. Esta falsa concepción respecto a qué es pecado, nos conduce a una comprensión incorrecta de lo que implica la salvación del pecado. Por eso, si de verdad queremos saber cuán grande es la salvación que hemos re- cibido, debemos tener una idea bastante clara de la naturaleza del pe- cado. Como dijo Anselmo de Canterbury: «El que ha reflexionado se- riamente en el peso de la cruz, ha pensado en serio en el peso del peca- do». 3 Siguiendo a Anselmo, vamos a estudiar primero «el peso del pe- cado», y luego veremos cuál fue la solución divina a dicha contrarie- dad. La Biblia expresa sin ningún tipo de ambages que los seres humanos somos proclives, de forma natural, a hacer lo malo. El mismo Dios © Recursos Escuela Sabática
  • 3. afirmó esta realidad cuando admitió que «el corazón del hombre se in- clina al mal desde su juventud» (Génesis 8:21). El profeta Jeremías va en la misma dirección al decir que «no hay nada tan engañoso y per- verso como el corazón humano» (Jeremías 17:9, DHH). La podredum- bre moral y espiritual nos cubre «desde la planta de los pies hasta la cabeza» (Isaías 1:6). No hay nada en nosotros que no haya sido conta- minado por el pecado. El Nuevo Testamento también describe la depravación total que nos afecta. De acuerdo con el apóstol Pablo, el poder del pecado sobre el ser humano ha sido tan absoluto «que hasta su mente y su conciencia están corrompidas»; incluso los que dicen «conocer a Dios», en realidad, también «son abominables y rebeldes» (Tito 1:15, 16). En el libro de Romanos, Pablo nos dice que todos estamos «bajo pecado» puesto que «no hay justo ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios [...]. No hay quien haga lo bueno»; por tanto, todos estamos «destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:9-12, 23). Como bien lo expresa Atilio Dupertuis, en Romanos 3 se pone de manifiesto que el pecado corrompió: «La mente: no hay quien entienda. El corazón: No hay quien busque a Dios. La voluntad: no hay quien haga lo bueno». 4 En otras palabras, el pecado ha inundado con su agua pestilente aun los lugares más recónditos de nuestras almas. Elena G. de White está en sintonía con los escritores bíblicos al de- clarar que «el pecado [...] ha descompuesto todo el organismo humano, pervertido la mente y corrompido la imaginación. El pecado ha degra- dado las facultades del alma. Las tentaciones del exterior hallan eco en el corazón, y los pies se dirigen imperceptiblemente hacia el mal» (El ministerio de curación, capítulo 38, p. 323). Esclavos del pecado Volvamos a Romanos 3. Allí Pablo fue categórico al afirmar que to- dos estamos «bajo el pecado» (Romanos 3:9). En realidad, lo que el apóstol está diciendo en este pasaje es que todos nos hallamos bajo el dominio del pecado. Como dice el Comentario bíblico adventista, Roma- nos 3:9 «denota sujeción al pecado como un poder que rige en la vida de todos los hombres». 5 Pablo dice «todos». Según Lutero, este pasaje incluye «a los malhechores manifiestos» y a los que «tienen apariencia de buenos». 6 Como el pecado se ha enseñoreado de todo nuestro ser, los escritores bíblicos solían usar la metáfora de que el ser humano era © Recursos Escuela Sabática
  • 4. «esclavo del pecado» (Juan 8:34; cf. Gálatas 4:4-8; Tito 3:3). Por ello el pecado es personificado como si fuera un rey (Romanos 5:21; 6:12). En consecuencia, nuestro mayor dilema no es que simplemente comete- mos actos pecaminosos, sino que, como bien lo dijo el teólogo Douglas Moo, somos «prisioneros indefensos del pecado». 7 A fin de que comprendamos mejor este asunto, resultará necesario que examinemos, aunque sea someramente, algunos hechos relaciona- dos con la esclavitud en los tiempos bíblicos. 8 Aunque sabemos que la esclavitud es de lo peor que puede haber, el principal problema del es- clavo no radicaba en su condición, sino en el amo al que sirviera. Por ejemplo, el criado de Abraham recibía tan buen trato que «era quien le administraba todos sus bienes» (Génesis 24:2). Cuando José fue vendi- do y llevado como prisionero a Egipto (Génesis 37:28), fue a parar a la casa de Potifar, quien «lo hizo mayordomo de su casa y entregó en su poder todo lo que tenía» (Génesis 39:4). La Biblia hace mención de hijas que se casaban con el esclavo de la casa (1 Crónicas 2:34, 35). La misma ley de Moisés prescribía que el esclavo no debía ser oprimido (Deute- ronomio 23:15, 16). En el mundo romano del Nuevo Testamento tam- bién había amos que trataban con bondad a sus esclavos. Lucas men- ciona a un centurión romano que «quería mucho» a su siervo (Lucas 7:2). Séneca, un contemporáneo del apóstol Pablo, le escribió a Lucilo, quizá el procurador de la provincia romana de Cilicia: «He sabido con satisfacción por los que han estado contigo, que vives en familia con tus esclavos. Esto está de acuerdo con tu sabiduría y tu enseñanza. Son es- clavos, pero aún más, son personas». 9 ¿Podía quedar libre el esclavo? Según las ordenanzas del Antiguo Testamento, un esclavo podía ser liberado si cumplía cierta cantidad de años (Deuteronomio 15:12). Otra forma de obtener la libertad consistía en que un «pariente cercano» (hebreo go'el) pagara el precio por su res- cate (Levítico 25:47-49). Esta costumbre también formaba parte del mundo grecorromano. Una inscripción encontrada en el templo de Apolo, en Delfos, relata el momento en que este dios le pagó a Sosibio de Anfisa por la libertad de una esclava llamada Nicaea. La liberación a través de la compra pone de manifiesto que el esclavo no puede hacer nada para quedar libre y que debe ser hecha por alguien que no se ha- lle en cautividad. La esclavitud del pecado es mucho peor que la física. El pecado es un patrón tan despiadado que la única paga que otorga a sus siervos es la muerte (Romanos 6:23). Por otro lado, la esclavitud del pecado no © Recursos Escuela Sabática
  • 5. tiene fecha de caducidad: es para «toda la vida» (Hebreos 2:15). Por tanto, la única opción que tenemos para quedar libres del pecado es que alguien, que no sea esclavo del pecado, pague el precio por nuestra li- bertad. Ahí es donde entra Jesús, nuestro redentor. Salvación del pecado Sin duda alguna una de las frases más impactantes de Cristo es esta: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos» (Marcos 10:45; cf. Mateo 20:28). Fíjese que Jesús no vino a recibir, vino a dar su vida en favor de nuestro res- cate. Pablo se hace eco de estas palabras del Señor cuando escribe que «Jesucristo hombre» «se dio a sí mismo en rescate por todos» (1 Timo- teo 2:5, 6). La palabra griega traducida como «rescate» es lutrón. En do- cumentos antiguos este vocablo y términos afines se usaban para refe- rirse al precio que se pagaba para adquirir la libertad de un esclavo, por lo general, prisioneros de guerra o cautivos que se hallaban bajo pena de muerte. 10 No hemos de olvidar que para los escritores bíblicos la liberación de la esclavitud, es decir, la redención, era un término equivalente e inter- cambiable con la salvación. Por ello, cuando Dios sacó a Israel del yugo de esclavitud en Egipto, Moisés lo entendió como la «salvación que Jehová» les había otorgado (Éxodo 14:13). Cuando Sansón liberó a Is- rael de los filisteos, en Jueces 15:18 se nos dice: «Tú [el Señor] has dado esta grande salvación». La liberación de los amonitas también fue con- siderado un acto salvífico de parte del Señor (2 Samuel 11:9, 13). Israel quedó libre de Asiría porque «dio Jehová un salvador que los sacó del poder de los sirios» (2 Reyes 13:5). Por todo esto Jehová se proclamaba como «tu Salvador, tu Redentor» (Isaías 49:26; Isaías 60:16). Este aspecto salvífico desempeña un papel principal en la obra de redención que sería llevada a cabo a través de Cristo. Desde antes de su nacimiento, el ángel había anunciado que su misión consistiría en sal- var «a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:21). Él era «el poderoso Sal- vador» que Dios enviaría (Lucas 1:69). La mujer samaritana lo recono- ció como «el Salvador del mundo» (Juan 4:42; cf. 1 Juan 4:14). La obra salvadora de Cristo fue una misión de rescate en el pleno sentido de la palabra. Él vino a nuestro mundo para «pregonar libertad a los cauti- vos, [...] poner en libertad a los oprimidos» (Lucas 4:18). © Recursos Escuela Sabática
  • 6. Para lograr el rescate, nuestro Salvador tuvo que padecer los horro- res de la cruz. El apóstol Pedro describe esto con vividas palabras: «Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir (la cual recibisteis de vuestros padres) no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:18). Cristo nos liberó del poder del pecado sufriendo en sí mismo las consecuencias que nuestra transgresión había provocado. Con el fin de obtener nuestra salvación, él murió en nuestro lugar. Según Elena G. de White «los pecados y la culpa del mundo, que simbólicamente son "rojos como el carmesí", fueron imputados sobre el Garante divino» (Manuscrito 84, 1897). El rescate llevado a cabo por Cristo no solo implicaba nuestra liberación, sino también su muerte. ¿Qué tuvo que hacer Jesús para poder ser nuestro Redentor? Según las leyes levíticas el redentor tendría que ser nuestro «pariente», nues- tro hermano más cercano, nuestro go'el. Por tanto, Cristo no podía lle- var a cabo nuestra redención a menos que fuera partícipe de nuestra humanidad. Por ello el Dios creador tuvo que encamarse y habitar en- tre nosotros, despojarse de su condición divina y venir a la tierra como un hombre (Juan 1:14; Filipenses 2:7, 8). De esta manera, «por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo» (Hebreos 2; 14). Al hacerse hombre, Jesús estableció un vínculo con la raza humana que nadie podrá destruir. Él se hizo nuestro parien- te más cercano, él no se avergüenza de consideramos sus hermanos (Hebreos 2:11). De hecho, ante él somos sus hermanos más pequeños (Mateo 25:40). No escatimó esfuerzo alguno para liberarnos del poder del pecado. Como nuestro Salvador, y pariente más cercano, pagó el precio de nuestra redención. La redención conlleva «la identificación de Dios con la humanidad en su condición, y la seguridad de la liberación de la humanidad a tra- vés de la obediencia, el sufrimiento, la muerte y resurrección del Hijo encarnado». 11 Por ello Jesús es el único camino para obtener la salva- ción (Juan 14:6). «Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12; cf. Isaías 43:11). Elena G. de White fue muy clara cuando dijo: «No hay otra fuente en el cielo de quien podamos recibir libertad y vida, sino por medio de Jesucristo, nuestra justicia» (Sermones escogi- dos, capítulo 14, p. 108). Por más abyecta que sea nuestra esclavitud, en Cristo tenemos la ayuda que necesitamos para liberamos de ella. © Recursos Escuela Sabática
  • 7. Una verdad axiomática que se desprende de la metáfora de la re- dención establece que nosotros no podemos obrar nuestra liberación. Aunque trabajemos duro para liberarnos del pecado, todo lo que ha- gamos por nuestra propia cuenta, por bueno que sea, lo único que con- seguirá será profundizar nuestra servidumbre. La redención del peca- do es un proceso que se inicia fuera de nosotros. Es otro el que tiene que redimimos. Basándose en su sacrificio sustitutivo, cuando Cristo derramó su sangre en la cruz, obtuvo el derecho de reclamar nuestra li- beración. 12 Como dijo Elena G. de White, «nuestro rescate ha sido pa- gado por nuestro Salvador. Nadie está forzado a ser esclavizado por Satanás. Cristo está entre nosotros como nuestro poderoso ayudador» (Mensajes selectos, tomo 1, p. 364). Ahora podemos decir que «tenemos redención por medio de su sangre» (Efesios 1:7), que recibimos la justi- ficación «gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Romanos 3:24). «Por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es un don de Dios» (Efesios 2:8). ¡Dios nos regaló la liberación! Siempre que leo estás palabras de Charles R. Swindoll quedo con una agradable sensación de paz interior al saber que mi liberación del pecado es una obra de gracia de principio a fin: «En el cielo no habrá testimonios que suenen muy espirituales y que captan la atención hacia los logros supercolosales de alguna persona. ¡Nada de eso! Todos tendrán escrito en su vida la palabra 'gracia'. –¿Cómo llegaste aquí? –¡Por gracia! –¿Qué lo hizo posible? –La gracia». 13 No hay méritos en nosotros. Somos libres del pecado por la gracia de Dios. Existimos para enseñar a otros el milagro de gracia que Cristo ha operado en nuestra vida. Como bien lo dijo Elena G. de White, «to- do lo debemos a la gracia gratuita y soberana. En el pacto, la gracia or- denó nuestra adopción; en el Salvador, la gracia efectuó nuestra reden- ción, nuestra regeneración y nuestra adopción» (Testimonios para la igle- sia, tomo 6, p. 271). ¿Pero a quién liberó Cristo? ¿Acaso su muerte en la cruz solo es pro- vechosa para gente supuestamente buena como Jonathan Daniels? ¿Qué sucede con aquellos que son asesinos como Thomas Coleman? Así como el pecado nos esclavizó a «todos»; Cristo también «murió por todos» (2 Corintios 5:14, 15). Por tanto, no importa lo grave que haya © Recursos Escuela Sabática
  • 8. sido nuestro yerro, su sangre es capaz de cubrirlo y perdonarlo. En Cristo «tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados» (Colosenses 1:14). Resulta oportuno que para Pablo esta redención o perdón de pecados equivalga a ser librado del «poder de las tinieblas» (Colosenses 1:13). Cuando Dios salva, también libera. Y esta obra de li- beración nos alcanza a todos. Por lo tanto, en lugar de vivir aferrados al concepto de que tenemos que hacer algo para salvamos, disfrutemos de esta gran verdad: Cristo ya hizo todo lo necesario para nuestra salva- ción. Ahora nuestro papel es creer en ello y permanecer «firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres» (Gálatas 5:1). La experiencia de la salvación y el crecimiento en Cristo Eduardo Galeano escribió un breve relato que captó mi atención desde el primer momento en que me lo leyó un amigo. Tanto me gustó que ese amigo no tuvo más remedio que regalarme el libro. Cuenta Ga- leano que en cierta ocasión un pastor llamado Miguel Brun tuvo una conversación muy interesante con un cacique de los indios del Chaco, en Paraguay. El cacique tenía fama de ser un personaje muy sabio. Los misioneros llegaron para compartir con la tribu el mensaje cristiano. «El cacique, un gordo quieto y callado, escuchó sin pestañear» el men- saje que le leyeron en su propia lengua. Luego de un momento de re- flexión, emitió su opinión sobre las palabras de los misioneros. Les dijo: «"Eso rasca. Y rasca mucho, y rasca muy bien". Y sentenció: "Pero rasca donde no pica"». 14 Probablemente, muchos mensajes cristianos están centrados en as- pectos periféricos de la fe; dicen la verdad, son buenos, pero mucha ve- ces rascan donde realmente no nos pica. En cambio, la salvación por medio de Cristo siempre rasca, y rasca bien, y rasca donde más nos pi- ca. La salvación por gracia echa por tierra nuestro orgullo y pone de manifiesto nuestra inmensa necesidad: somos grandes pecadores que precisan de un gran Salvador. La sangre de Cristo rascará en los ámbi- tos más recónditos de nuestras almas. Ella penetrará donde nada ni nadie podrá hacerlo. No vale la pena seguir negando nuestra verdade- ra condición, ni escondernos detrás de un mera religiosidad; la sangre de Jesús puede, no solo «perdonar nuestros pecados», sino también «limpiamos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Elena G. de White resumió todo esto diciendo: «Cristo murió por nosotros. Satanás dice: "Eres pecador y no puedes mejorarte a ti mis- © Recursos Escuela Sabática
  • 9. mo". Sí, soy pecador, y necesito un Salvador. Me aferró a los méritos de Jesucristo para que me libre de toda transgresión. Nos lavamos en la fuente que ha sido preparada para nosotros y somos limpiados de toda impureza de pecado» (Sermones escogidos, tomo 1, capítulo 26, p. 218). Esto puede ser una realidad ahora, en este instante, tal como lo indica una de mis declaraciones favoritas del Espíritu de Profecía cuando dice: «Si crees que estás perdonado y limpiado, Dios lo da por hecho [...]. Di: "Lo creo, así es, no porque yo lo sienta, sino porque Dios lo ha prome- tido» (El camino a Cristo, ed. 2005, capítulo 6, p. 78). Creer en Cristo, esa es la cuestión. Como editor de libros he sido cautivado por la imagen que usa Thomas Gataker para describir nuestra triste condición. Según este teó- logo puritano, el hombre es como «un libro que se ha echado a perder por los errores y faltas». 15 Hace poco una de mis compañeras me co- mentaba sobre un libro cuyo contenido le pareció muy interesante, pe- ro luego dijo algo que parecía contradictorio: «Comencé a leerlo, pero no he podido disfrutar la lectura debido a la mala edición del texto». Lamentablemente, el texto de nuestra vida ha sido manchado por el pecado, ¿acaso habrá algún editor que pueda corregir todos los errores y faltas que han llegado a formar parte de la redacción de nuestra exis- tencia? Pablo identifica a los que han recibido la salvación por gracia como la «carta de Cristo» que ha sido escrita «con el Espíritu del Dios vivo» (2 Corintios 3:3). Con razón, de manera simbólica, al Espíritu se lo llama «el dedo de Dios» (Lucas 11:20; cf. Mateo 12:28). Cuando acep- tamos la redención por medio de la fe en Jesús, nuestra vida comienza a ser editada, corregida, guiada por Dios. Él se encargará de ir corri- giendo todas nuestras faltas. Puesto que disfrutamos en toda su pleni- tud los beneficios redentores de la muerte de Cristo, el mundo podrá leer el mensaje de salvación que Dios ha escrito en nuestros corazones y que se hace visible en nuestra vida diaria. Pensándolo bien, en un sentido Campbell tenía razón: como conse- cuencia del pecado, todos somos unos bastardos, pero Dios nos ama tanto que envió «a su Hijo [...] a fin de recibiéramos la adopción de hi- jos» (Gálatas 4:4, 5). Por esta razón podemos decir: «¡Abba, Padre!» (Romanos 8:15). Querido lector: solo si disfrutamos diariamente de la experiencia de la salvación por fe en Cristo, llegaremos a «alcanzar la plenitud de la estatura de Cristo» (Efesios 4:13). © Recursos Escuela Sabática
  • 10. Referencias 1 Philip Yancey con Brenda Quinn, Gracia divina vs. condena humana (Miami, Florida: Vida, 1998), p. 164. 2 Ibid., pp. 165, 166. 3 Citado por George R. Knight, Guía del fariseo para una santidad perfecta (Miami, Florida: APIA, 1998, p. 66. 4 Atilio René Dupertuis, Romanos: El poder transformador de la gracia (Berrien Springs, Michigan: Pioneer Publications, 2009), p. 54. La negrita es del autor. 5 Francis D. Nichol, ed. Comentario bíblico adventista, tomo 6 (Buenos Aires: ACES, 1996), p. 494. 6 Martín Lutero, Romanos, (Terrassa: CUE, 1998), p. 122. 7 Douglas J. Moo, Romans. The NIV Application Commentary to Contemporary Life (Grand Rap- ids, Michigan: Zondervan, 2000), p. 122. 8 Para más detalles sobre este tema ver R. de Vaux, Las instituciones del Antiguo Testamento (Barce- lona: Herder, 1976), pp. 124-138; James S. Jeffers, The Greco-Roman World of the New Testament Era (Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 2000), pp. 220-236; J. A. Harril, «Slavery» en Diction- ary of New Testament Background (Downers Grove, Illinois: InterVarsity, 1999, pp. 1124-1126. 9 Séneca, Epístola 47, citado por Joaquín González Echegaray, Los hechos de los apóstoles y el mundo romano (Estella: Verbo Divino, 2002), p. 58. 10 León Morris, New Testament Theology (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1986), p. 110. 11 R. David Rightmire, «Redimir, redención» en Walter A. Elwell, ed. Diccionario teológico de la Bi- blia (Nashville, Tennessee: Editorial Caribe, 2005), p. 722. 12 Para más detalles sobre la relación entre la redención y la sustitución ver Ángel Manuel Rodrí- guez, «Salvation by Sacrificial Substitution», Journal of the Adventist Theological Society (vol. 3, n° 2), pp. 49-77. 13 Charles R. Swindoll, El despertar de la gracia (Nashville, Tennessee: Caribe, 1990), p. 35. 14 Eduardo Galeano, El libro de los abrazos (Guatemala: Siglo XXI, 2010), p. 16. 15 Citado en Brian W. Ball, The English Connection: The Puritan Roots of Seventh-day Adventist Belief (Cambrigde, Gran Bretaña: James Clarke, 1981), p. 68. Material facilitado por RECURSOS ESCUELA SABATICA © www.escuela-sabatica.com http://ar.groups.yahoo.com/group/Comentarios_EscuelaSabatica http://groups.google.com.ar/group/escuela–sabatica?hl=es Suscríbase para recibir gratuitamente recursos para la Escuela Sabática © Recursos Escuela Sabática