El documento describe la relación del autor con su vecina ciudad de Guayaquil a lo largo de su vida. De niño visitaba Guayaquil mensualmente y disfrutaba explorando la ciudad. En la adolescencia pasaba más tiempo en Guayaquil, donde conoció amigos y presenció los cambios en la ciudad. Actualmente vive en Durán pero pasa la mayor parte del tiempo en Guayaquil para sus estudios y trabajo, sintiéndose un visitante constante aunque no residente oficial.
1. MI VECINO
Cuando tenía 5 años, era toda una aventura cruzar al otro lado. Llegar hasta esa tierra llena
de luces, parques, cientos y cientos de personas en las calles, era un recorrido obligatorio
mes a mes pero de lo más entretenido. Acompañando a mis padres (mas bien, no tenían con
quién dejarme) los trámites de adultos eran ajenos para mí, yo solo estaba pendiente del
dulce pacificador y de ir siquiera un momento a ver a las iguanas que vivían en los árboles
frente a la enorme Iglesia del centro.
La escuela en Durán ocupó gran parte de mi niñez y las visitas se volvieron cada vez más
esporádicas y espaciadas, pero productivas. Mi padre, criado entre el peloteo de chineritos
del Cerro del Carmen, solía mostrarme cada vez que visitábamos a mi abuela los recovecos
por donde betunaba zapatos siendo pelado. Las historias de los 70´s y la curiosidad propia
del infante me hicieron conocer caminos y encrucijadas en esa zona cuna de glorias y
compinches, sitio que años después, con la llamada Regeneración, sería centro de atracción
turística y bohemia local.
Esas visitas a la loma terminaban en una suculenta hamburguesa que vendían en el Gran
Pasaje. No recuerdo nombres pero si el sabor. ¡Cómo olvidar para un chico de 12 años la
golosina que llegaba cada tres meses! Un día, simplemente ese local cerró. Así como mi
peluquero juvenil que atendía frente al cementerio, en la intersección de Santa Elena y
Piedrahita, la competencia, la misma Regeneración (tiene de cal y de arena) y el nuevo
milenio les ganaron. Yo solo gané añoranzas.
El sur tampoco me era extraño. Las Acacias fueron sitio predilecto de juegos y arrebatos.
La má de mi mamá me acogió por largas temporadas antes de mi primer lustro. Eran
tiempos de disfraces, matinés y gusanito alrededor del parque de la cuadra. Mi memoria no
registra instante más feliz que las largas charlas con mi abuela hasta la 25 de Julio para
dejar a mi tío embarcado a su trabajo. Parte de lo que soy se formó en ese trayecto, mientras
descubría una ciudad al otro extremo del cerro.
En la adolescencia y con el colegio como reto, mi vecino volvió a acogerme con los brazos
abiertos. Mi tiempo lo dividía entre mi hogar y este gran patio de juegos. Guayaquil me
permitió conocer a amigos para toda la vida de distintas partes: Wacho de la Huancavilca y
la 13, Leslie desde la Vernaza Norte, Elías de la Sopeña y más allá. Junto a nuestras
hormonas convulsionadas, vivimos el cambio paulatino de Sauces, en la gloriosa
ANG. Cuando comencé primer año, la prolongación de la Av. de las Américas era un
terreno baldío de polvo y piedras. Para cuando me gradué, se había convertido en una de las
vías más rápidas y equipadas de la urbe.
Con la universidad, mi estadía era cada vez más duradera y placentera. Mi primer beso,
cita, empleo, sueldo, sexo, chupa, protesta, partido, puñetiza fueron acá, del otro lado de la
Unidad Nacional. Durán se convirtió en hotel y sitio de paso. La tierra donde vivía destronó
a donde solo dormía. Era forastero constante y empedernido, descubridor de cada hueca y
romántico de malecones. Las situaciones más inverosímiles se quedaron en Miraflores, de
largo por la Víctor Emilio, sentadas en el Policentro. No hubo ruta busetera que no me
2. acolite, ni caramelero sospechoso que me limite a recorrerme de rabo a rabo la gran ciudad.
Fue la época de transitar de Los Ceibos al Estero, El Guasmo y la Nigeria. Mapasingue no
tuvo excusa como tampoco Las Esclusas.
Actualmente, miro hacia la San Francisco por la ventana de lunes a viernes. Mi carrera me
tiene anclado en esta maravillosa ciudad y no tengo queja alguna. La dejo por las noches y
regreso cual amante en las mañanas, siempre contento de tenerla a mi lado, aunque no sea
su dueño, no necesito serlo para tener su alma: la gente que vive aquí es mi gente y son los
que le dan sentido a una ciudad, no el mapa.
No creo que mi vivienda este alojada acá, no es mi destino. Mi camino es ser vecino
constante, visitante continuo y conchudo. Estoy acostumbrado a ese sistema. El no sentirme
parte por completo de esta ciudad, el no votar siquiera aquí, me permite una mirada crítica
externa y una alabanza propia de turista. Prefiero seguir viendo a la Gloriosa desde lejos,
contemplando con suspiros sus detalles desde el puente. Admiro y extraño día a día a Mi
Vecino, ese Guayaquil contiguo que siempre estará conmigo, cuando la necesite, a dos ríos
de distancia.