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Orfeo en los infiernos
Andrea Camba Mirás
Una tarde, en la orilla del río, Orfeo conoció a la ninfa
Eurídice y, desde aquel instante, vivió para quererla.
En el reino de
Tracia, entre
encinares vírgenes
y cascadas
rugientes, vivía un
hombre llamado
Orfeo que
manejaba como
nadie el poder de
la música.
El mismo día de la boda, Eurídice pisó sin darse
cuenta una víbora que estaba agazapada en la
hierba. El animal saltó sobre su pie y le clavó en el
talón sus letales colmillos. El veneno se dispersó por
todo el cuerpo y su cadáver quedó tumbado en la
tierra como una rosa cortada a destiempo.
Cuando Orfeo se casó con
Eurídice, se sintió en la
cumbre de la felicidad. Su
alegría, sin embargo, fue
fugaz como el rocío que trae
la mañana.
Cuando Orfeo supo lo que había pasado, no volvió a
ser el mismo. Se pasaba la vida vagando por el
bosque, con los ojos bañados en lágrimas, llorando
sin tregua por el amor perdido. Ni comía ni
dormía, incluso dejó de cantar, pues el placer de la
música le parecía inconcebible lejos de Eurídice.
Cada día, Orfeo suplicaba a los dioses que le
devolvieran a Eurídice, pero sus ruegos se
desvanecían sin obtener respuesta. Al
final, empujado por su amor invencible, concibió
una idea casi suicida: decidió bajar a los infiernos a
rescatar a su esposa.
Durante días, Orfeo caminó sin descanso con rumbo
a las entrañas de la Tierra. Cuando ya se sentía al
límite de sus fuerzas, Orfeo divisó a lo lejos una
inmensa extensión de aguas negras. Se trataba de la
laguna Estigia, que separa el mundo de los vivos del
reino de los muertos. En la orilla, alto y solitario, se
encontraba Caronte, el anciano que se dedicaba a
trasladar a las almas hacia el infierno.
Cuando Orfeo le pidió a Caronte que lo llevase a la
otra orilla, el barquero lo miró asombrado y soltó
una horrorosa carcajada.
Caronte le dijo que los vivos no podían cruzar, así
que Orfeo, en vez de suplicar, alzó su lira y cantó.
Caronte se sintió trasladado a los días más queridos
de su niñez. En sus ojos de viejo barquero, tan
castigados por el paso de los siglos, centelleó el
brillo tembloroso de las lágrimas. Tierno por una
vez, Caronte murmuró:
- Has ganado, Orfeo. Sube a mi barca y te llevaré a la
orilla.
Avanzando entre gritos ahogados y aullidos de
pena, Orfeo llegó por fin ante Plutón, el dios de los
infiernos.
Con el corazón roto de dolor, Orfeo se situó ante su
trono y empezó a suplicarle que le devolviera la
vida a Eurídice, y que sino le otorgaba ese don que
le dejara quedar en su reino, que no quería vivir ni
un día más lejos de la mujer que amaba.
Orfeo sintió un nudo de angustia en la garganta y
entonces rompió a cantar. Su voz sonó tan nítida y
emotiva que las almas lloraron, e incluso Plutón
quedó sobrecogido y decidió faltar por una vez a su
ley inflexible.
Platón dejó que se llevara a su esposa, pero con la
condición de que no volviera la cabeza para mirarla
hasta que saliera a la luz del día. De lo contrario, su
mujer volvería de inmediato y para siempre al reino
donde todo se acaba.
Orfeo sonrió
entusiasmado. Le
parecía tan fácil cumplir
aquella condición, que
su alma resucitó la
esperanza. Sin perder
un instante, dio media
vuelta y emprendió el
regreso al mundo de los
vivos. Como la senda era
difícil, Orfeo iba
cantando para guiar a
Eurídice.
Al fin apareció la claridad y el alma de Orfeo
vibró de júbilo. El amor por el que tanto había
sufrido estaba a punto de comenzar de nuevo.
Pero, justo entonces, cuando las manos de Orfeo
ya acariciaban la felicidad, una duda
insoportable arraigó en su corazón. Había
caminado durante días sin mirar atrás, sin oír ni
siquiera la voz de Eurídice, así que ¿cómo podía
estar seguro de que ella lo seguía? Empujado por
el mismo amor que lo había llevado al infierno,
Orfeo volvió la cabeza.
Fue un error catastrófico.
Al mirar atrás, el músico
vio a su querida
esposa, pero le bastó
notarla con los ojos para
que un viento
sobrehumano la
arrastrara de nuevo hacia
lo más hondo del
infierno.
Eurídice intentó aferrarse a Orfeo, pero sus manos
se quedaron temblando en el aire. La muerte, que
no sabe de amores, había vencido de nuevo la
partida. Porque la muerte siempre gana.
Orfeo se sintió al borde de un precipicio. Al dolor
de haber perdido a Eurídice se sumó a un
insoportable sentimiento de culpa.
Consternado por su torpeza, incapaz de
aceptar la realidad, Orfeo decidió volver a los
infiernos para rescatar por segunda vez a
Eurídice. Sin embargo, esta vez el viejo
Caronte se negó a aceptarlo en su barca.
Durante siete días, Orfeo permaneció sentado
en la orilla de la laguna. Se distinguía muy
poco de los muertos que pasaban. No regresó
a los bosques donde había vivido
siempre, sino que se refugió en la cima de una
montaña.
De vez en cuando cantaba y los animales
acudían a su lado para escucharle. A veces, las
mujeres de la tribu de los cícones
abandonaban sus hogares y subían la ladera,
llenas de curiosidad, para verlo de cerca.
Cuando ellas le declaraban su amor, el músico
las rechazaba. No podía dar otra respuesta,
pues Orfeo conservaba en carne viva el
recuerdo de la ninfa llevada por la muerte.
Las cícones, sin embargo, se enfadaron, así
que se reunieron y decidieron atacarlo hasta
matarlo.
Al cesar la música de
Orfeo los animales
huyeron y ellas
empezaron a rodear a su
víctima y a golpearlo. El
crimen fue un acto tan
abominable que los
árboles rompieron a
llorar con un sollozo
mudo, y los arroyos se
desbordaron, aumentad
os por sus propias
lágrimas.
La cabeza de Orfeo
fue arrastrada por
el río Hebro, y
mientras se
deslizaba, iba
murmurando una
cantinela con su
lengua desanimada
y lenta, que llegaba
rezagada hacia la
muerte.
La cabeza fue arrastrada por el mar hasta la
isla de Lesbos. Las olas la dejaron sobre la
arena y una serpiente se acercó a devorarla.
Estaba a punto de devorarla cuando un
prodigio divino impidió la infamia. Apolo, el
dios de la música, vio desde el Olimpo lo que
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Orfeo en los infiernos

  • 1. Orfeo en los infiernos Andrea Camba Mirás
  • 2. Una tarde, en la orilla del río, Orfeo conoció a la ninfa Eurídice y, desde aquel instante, vivió para quererla. En el reino de Tracia, entre encinares vírgenes y cascadas rugientes, vivía un hombre llamado Orfeo que manejaba como nadie el poder de la música.
  • 3. El mismo día de la boda, Eurídice pisó sin darse cuenta una víbora que estaba agazapada en la hierba. El animal saltó sobre su pie y le clavó en el talón sus letales colmillos. El veneno se dispersó por todo el cuerpo y su cadáver quedó tumbado en la tierra como una rosa cortada a destiempo. Cuando Orfeo se casó con Eurídice, se sintió en la cumbre de la felicidad. Su alegría, sin embargo, fue fugaz como el rocío que trae la mañana.
  • 4. Cuando Orfeo supo lo que había pasado, no volvió a ser el mismo. Se pasaba la vida vagando por el bosque, con los ojos bañados en lágrimas, llorando sin tregua por el amor perdido. Ni comía ni dormía, incluso dejó de cantar, pues el placer de la música le parecía inconcebible lejos de Eurídice.
  • 5. Cada día, Orfeo suplicaba a los dioses que le devolvieran a Eurídice, pero sus ruegos se desvanecían sin obtener respuesta. Al final, empujado por su amor invencible, concibió una idea casi suicida: decidió bajar a los infiernos a rescatar a su esposa.
  • 6. Durante días, Orfeo caminó sin descanso con rumbo a las entrañas de la Tierra. Cuando ya se sentía al límite de sus fuerzas, Orfeo divisó a lo lejos una inmensa extensión de aguas negras. Se trataba de la laguna Estigia, que separa el mundo de los vivos del reino de los muertos. En la orilla, alto y solitario, se encontraba Caronte, el anciano que se dedicaba a trasladar a las almas hacia el infierno. Cuando Orfeo le pidió a Caronte que lo llevase a la otra orilla, el barquero lo miró asombrado y soltó una horrorosa carcajada.
  • 7. Caronte le dijo que los vivos no podían cruzar, así que Orfeo, en vez de suplicar, alzó su lira y cantó. Caronte se sintió trasladado a los días más queridos de su niñez. En sus ojos de viejo barquero, tan castigados por el paso de los siglos, centelleó el brillo tembloroso de las lágrimas. Tierno por una vez, Caronte murmuró: - Has ganado, Orfeo. Sube a mi barca y te llevaré a la orilla.
  • 8. Avanzando entre gritos ahogados y aullidos de pena, Orfeo llegó por fin ante Plutón, el dios de los infiernos. Con el corazón roto de dolor, Orfeo se situó ante su trono y empezó a suplicarle que le devolviera la vida a Eurídice, y que sino le otorgaba ese don que le dejara quedar en su reino, que no quería vivir ni un día más lejos de la mujer que amaba.
  • 9. Orfeo sintió un nudo de angustia en la garganta y entonces rompió a cantar. Su voz sonó tan nítida y emotiva que las almas lloraron, e incluso Plutón quedó sobrecogido y decidió faltar por una vez a su ley inflexible. Platón dejó que se llevara a su esposa, pero con la condición de que no volviera la cabeza para mirarla hasta que saliera a la luz del día. De lo contrario, su mujer volvería de inmediato y para siempre al reino donde todo se acaba.
  • 10. Orfeo sonrió entusiasmado. Le parecía tan fácil cumplir aquella condición, que su alma resucitó la esperanza. Sin perder un instante, dio media vuelta y emprendió el regreso al mundo de los vivos. Como la senda era difícil, Orfeo iba cantando para guiar a Eurídice.
  • 11. Al fin apareció la claridad y el alma de Orfeo vibró de júbilo. El amor por el que tanto había sufrido estaba a punto de comenzar de nuevo. Pero, justo entonces, cuando las manos de Orfeo ya acariciaban la felicidad, una duda insoportable arraigó en su corazón. Había caminado durante días sin mirar atrás, sin oír ni siquiera la voz de Eurídice, así que ¿cómo podía estar seguro de que ella lo seguía? Empujado por el mismo amor que lo había llevado al infierno, Orfeo volvió la cabeza.
  • 12. Fue un error catastrófico. Al mirar atrás, el músico vio a su querida esposa, pero le bastó notarla con los ojos para que un viento sobrehumano la arrastrara de nuevo hacia lo más hondo del infierno.
  • 13. Eurídice intentó aferrarse a Orfeo, pero sus manos se quedaron temblando en el aire. La muerte, que no sabe de amores, había vencido de nuevo la partida. Porque la muerte siempre gana. Orfeo se sintió al borde de un precipicio. Al dolor de haber perdido a Eurídice se sumó a un insoportable sentimiento de culpa.
  • 14. Consternado por su torpeza, incapaz de aceptar la realidad, Orfeo decidió volver a los infiernos para rescatar por segunda vez a Eurídice. Sin embargo, esta vez el viejo Caronte se negó a aceptarlo en su barca.
  • 15. Durante siete días, Orfeo permaneció sentado en la orilla de la laguna. Se distinguía muy poco de los muertos que pasaban. No regresó a los bosques donde había vivido siempre, sino que se refugió en la cima de una montaña.
  • 16. De vez en cuando cantaba y los animales acudían a su lado para escucharle. A veces, las mujeres de la tribu de los cícones abandonaban sus hogares y subían la ladera, llenas de curiosidad, para verlo de cerca.
  • 17. Cuando ellas le declaraban su amor, el músico las rechazaba. No podía dar otra respuesta, pues Orfeo conservaba en carne viva el recuerdo de la ninfa llevada por la muerte. Las cícones, sin embargo, se enfadaron, así que se reunieron y decidieron atacarlo hasta matarlo.
  • 18. Al cesar la música de Orfeo los animales huyeron y ellas empezaron a rodear a su víctima y a golpearlo. El crimen fue un acto tan abominable que los árboles rompieron a llorar con un sollozo mudo, y los arroyos se desbordaron, aumentad os por sus propias lágrimas.
  • 19. La cabeza de Orfeo fue arrastrada por el río Hebro, y mientras se deslizaba, iba murmurando una cantinela con su lengua desanimada y lenta, que llegaba rezagada hacia la muerte.
  • 20. La cabeza fue arrastrada por el mar hasta la isla de Lesbos. Las olas la dejaron sobre la arena y una serpiente se acercó a devorarla. Estaba a punto de devorarla cuando un prodigio divino impidió la infamia. Apolo, el dios de la música, vio desde el Olimpo lo que estaba pasando, entonces bajó a las playas de Lesbos y lanzó contra la serpiente un hechizo que la dejó convertida en una dura estatua de piedra gris.