1. Otra vez: una profecía que se autocumple
Llevo varios años en la Universidad de Antioquia y por lo tanto se me han
hecho familiares algunos acontecimientos: el ruido de las papa-bombas, el olor
de gases lacrimógenos, los semestres que se programan pero que
necesariamente hay que reprogramar, algunas salidas apresuradas que hacen
cortar de tajo el trabajo que se estaba realizando, la incertidumbre de si es
posible realizar el evento que con tanta anticipación se había preparado, etc.
No es ciertamente el mundo ideal pero tiene unas compensaciones, que se
aprovechan oportunistamente: es el tiempo para leer el libro que le habíamos
hecho hacer fila durante semanas, o para entregar esos conceptos y esas
opiniones que nos piden, que una jornada normal no da espacio para eso o,
simplemente, para enterarse adecuadamente de los problemas de la
universidad que el afán diario no permite captar en toda su dimensión.
Sería difícil hacer el inventario del aporte que esos acontecimientos contribuyen
a construir el talante de los universitarios de la Universidad de Antioquia. Y por
eso, a pesar de que las autoridades (que hace algún tiempo eran sólo las
universitarias) daban orden de evacuación, se buscaba la manera de dilatar su
cumplimiento para informarse adecuadamente o, simplemente para “novelear”.
¡Curioso que es uno!.
Pero el 31 de marzo todo fue distinto. Antes de que nadie avisara sobre una
evacuación, los gritos de pánico llegaron al cuarto piso y algo indicaba que era
la hora de salir sin mayores miramientos. En ese momento los gases
lacrimógenos dificultaban la respiración y producían una gran molestia en estos
ojos viejos y recién operados. Logramos llegar al frente de la biblioteca en
búsqueda de la salida por la Avenida del Ferrocarril, cuando nos vimos
acorralados por centenares o tal vez de miles de estudiantes que corrían en
direcciones contrarias porque la policía acosaba por la entrada de Barranquilla
y otros muchos aparecieron en dirección hacia nosotros desde la cafetería
aledaña al teatro Camilo Torres Restrepo. A paso ligero, llegamos hasta el
parqueadero del edificio de la rectoría pero las bombas lacrimógenas no
cesaban de sonar y de afectarnos las vías respiratorias, los oídos y los ojos.
2. Tengo que admitir que en ese preciso momento sentí una gran alegría: hacía
muchos años que nadie me pedía un cigarrillo y mucho menos que la gente
alrededor no nos mirara a los fumadores con ese desprecio y ese asco, que
supongo eran con los que se miraban los leprosos hace algunos siglos. Me
reconfortó ese instante efímero de tolerancia, en un mundo en que se cree que
la libertad consiste en tener un mundo sin humo, sin asambleas, sin
discusiones, sin gente reunida, sin grafitis, sin gritos y sin un largo etcétera. Mi
goce fue interrumpido por otro pelotón del Esmad que entraba por la portería
del Ferrocarril. Algunos los pudimos esquivar y ganamos la calle. Parece que
otros no corrieron la misma suerte.
Desolado, con una rabia contenida porque ya no tengo la fuerza física para
desahogarla con gritos o coreando consignas como lo hacían muchos de los
estudiantes, caminé hasta que pude encontrar transporte público para regresar
a la casa.
Como no tengo la capacidad de meterme en twitters, facebooks o redes
sociales, me tuve que conformar con los noticieros de la radio y la televisión,
que como todo el mundo sabe, primero califican los hechos y después dan una
precaria información sobre los mismos. En la página de la Universidad pude
enterarme, a las siete y media de la noche, que las actividades estaban
suspendidas desde las tres y treinta de la tarde.
No me molestó siquiera enterarme un poco tarde de la suspensión de las
actividades; lo que me preocupa y me hace escribir estas líneas, después de
haber visto el pánico y el terror en tantos rostros que usualmente veo en estas
aulas, estos pasillos, estas cafeterías, estas oficinas, esta biblioteca y en tantas
otras partes de la Universidad, es: ¿esta es la manera en que nos están
protegiendo el derecho al trabajo, al estudio, nos están garantizando nuestra
libertad y todos esos derechos que mis compañeros los constitucionalistas nos
han explicado con tanta lucidez?. ¿Sería simplemente un uso desmesurado de
la fuerza o la constatación que un cuerpo de choque, que no conoce la
Universidad, jamás debería ser invitado a actuar entre cientos o miles de
3. personas, porque su propia naturaleza le impide hacer sutiles distinciones entre
enfermos, incapacitados para movilizarse, personas asustadas o entusiastas
estudiantes? Por lo menos de una cosa sí estoy seguro: los gases
lacrimógenos no tienen la menor posibilidad de distinguir y recordando la
famosa anécdota del que va hacia al despeñadero, es tal vez mejor que
quedemos como estábamos, a que nos protejan de esta manera.
Julio González Z.
Profesor
Facultad de Derecho y Ciencias Políticas.
Medellín, Abril 4 de 2011.