4. Desde el día en que empecé a ser periodista, supe que mi lugar era el de testigo, no el de
protagonista.
Y parado ahí, cerca pero nunca en el centro, vivencié cientos de historias.
Por eso Recuentos.
Porqueestánagrupadasenunsololugar.Lashereunido.
También porque alguna vez las he contado y aquí vuelvo a contarlas: son repasadas. Se
re-cuentan.
Yfinalmente,porquesientoqueestánmuy buenas.Sonre-lindas.
Soncuentosbuenos,sonre-cuentos.
Quelasdisfruten.
5. Dedicado con amor a mis padres y a mis hijos.
También a León Gieco.
Y a Bob Dylan por su arte eterno.
Come mothers and fathers
Throughout the land
And don't criticize
What you can't understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Your old road is rapidly agin'
Please get out of the new one
If you can't lend your hand
For the times they are a-changin'
Gracias a mis maestros.
A Miguel Grinberg, Pipo Lernoud, Alfredo Rosso,
Martín Graziano.
A Gonzalo Puig y César Pucheta.
A quienes siguen soñando, a pesar de los pesares.
Gracias a Omar y a todo Ecoval por creer que estas
historias merecían quedar contadas
It's not dark yet, but it's getting there
6. No es. Pero si este prólogo fuera la sinopsis de una serie de Netflix, tene-
mos el camino asfaltado y coronado con luces de led. Recuentos tiene todos
los condimentos de las sagas dedicadas al self-made man: el chico del inte-
rior que llega a la capital con una mano atrás y otra adelante pero al cabo
de unos meses está sentado a la diestra en la gran mesa de la realeza an-
drajosa de la música popular. No es poco. De hecho, como se dice ahora, es un
montón. Pero la historia de Víctor Pintos es mucho más que eso.
A comienzos de los ochenta, en el preciso momento en el que el rock argen-
tino comenzaba su postergado proceso de profesionalización, Pintos tomó
la posta del periodismo contracultural ahí donde la había dejado la
célebre tapa del Expreso Imaginario con Atahualpa Yupanqui. Era el mejor
momento y era el peor momento. Por un lado, el ojo cosmopolita de la new
wave miraba por encima del hombro a cualquiera que se atreviera a decir en
público palabras como “morral” o “bombo legüero”. Por el otro, el regreso de
la democracia no solo habilitaba la serie de Mercedes Sosa en el Ópera sino
también la formación de toda una escena a su alrededor. Pintos no señaló el
puente: lo construyó.
Desde las páginas del Expreso y Humor hasta el Cerro Colorado, pasando por
las mil redacciones de trinchera, Pintos avanza hacia el punto cero de su
propia historia con una sonrisa en los labios. Se deja sorprender pero no
se deja embaucar: ahí está la clave. Creo, mientras hojeo las páginas de este
libro, que exactamente esa es la razón por la que corremos a su lado en la
trastienda de cada festival. Esa es la razón por la que nos subimos a los
colectivos con el café quemado o nos metemos, con el mismo arrojo, en
pensiones de mala muerte y hoteles cinco estrellas.
A ver. Si esto es ser periodista, es espectacular.
Martín E. Graziano
7. Era el otoño de 1980, llevaba dos
meses viviendo en Buenos Aires. Ya había
tenido que dejar mi primer departamento
de Castelli a media cuadra de Rivadavia, en
pleno barrio del Once, porque el dueño, que
nos había ofrecido su propiedad gratis con
la sola condición de que la pusiéramos
habitable, sorpresivamente había decidido
venderla. Allí nos habíamos instalado con
mi amigo Badi, luego de que nuestras
madres trabajaran duro durante una
agobiante semana de verano, acondicio-
nándolo para que allí vivieran sus hijos
que habían decidido dejar Olavarría e
instalarse en la gran ciudad. Uno, Badi,
para estudiar Economía; el otro, yo, en
principio para estudiar Derecho y también
para hacer periodismo. Por entonces decía
y creía que ése era el orden de mis cosas;
poco tiempo después, reconocería que mis
prioridades eran al revés, e incluso ter-
minaría abandonando la carrera univer-
sitaria. Sabía que quería ser periodista y
no abogado.
Después del desalojo, y de que Badi deci-
diera volverse, conseguí que otro amigo de
Olavarría, Johnny Ocampo, me alojara en su
departamento de un ambiente y medio que
tenía alquilado en Sarmiento y Uriburu, a
seis cuadras. Con Johnny habíamos hecho
tándem en un programa de radio nocturno
de Radio Olavarría, Bienvenidos al tren
–él como operador, yo como conductor-,
hasta que nos fuimos a Buenos Aires, y a su
casa me mudé con las pocas cosas que tenía.
En cuatro viajes a pie, solo y feliz, trasla-
dé una cama de una plaza, un colchón, una
mesa y una valija.
Una mañana del otoño de ese año 80, que
debe haber sido martes, leí en la cartelera
de Clarín que en el Cine Arte de Diagonal
Sur a media cuadra del Obelisco daban en
tres funciones la película Esta tierra es
mi tierra, que contaba la vida de Woody
Guthrie, el folk singer que había sido el
gran inspirador de Bob Dylan.
Recuerdo que fui a la primera función, a
las dos de la tarde, por temor a que una
película como ésa, que contaba la vida de un
cantante comprometido socialmente, no
llegara a ser exhibida en una segunda y
tercera función. Eran tiempos duros de
censura, todavía, y una precaución como ésa
era parte del entrenamiento que teníamos
para no sufrir con malas sorpresas.
8. En octubre de 1988, con una
diferencia de horas entre uno y otro,
presencié dos conciertos emocionantes, los
Amnesty que se hicieron en la Argentina.
Uno, en Mendoza, por Chile; el otro, en
Buenos Aires, que fue el cierre de la gira
mundial Human Rights Now.
Como en todos los otros que se celebraron
en distintos lugares del planeta, en los
dos estuvieron Sting, Peter Gabriel, Bruce
Springsteen, Tracy Chapman y Youssou
N'Dour. Dos ingleses, dos norteamericanos
y un senegalés, o sea africano; cuatro
hombres y (al menos) una mujer; tres
blancos y dos negros. Nunca se había
reunido y nunca se volvería a reunir, para
una gira mundial, un grupo así, tan
compacto, tan equilibrado y tan decidido a
levantar una misma bandera, y una tan
importante como ésta, que pedía por el
respeto universal a los Derechos Humanos.
La revista El Periodista, que era el
semanario político de la editorial La
Urraca, la misma de Humor, me designó para
que fuera su enviado especial a Mendoza el
14 de octubre del 88. Por entonces yo
escribía las columnas de música en la
sección final de la publicación, editado
por Claudia Pasquini, y así hice el viaje, y
al otro día volví a Buenos Aires y asistí al
otro concierto, en la cancha de River.
De ida, haciendo la cola para el check in en
Aeroparque, me encontré con León Gieco.
-¡Vamos a Mendoza!
-Sí, me invitaron los de Amnesty, voy para
conocer a la monada. Buenísimo, no.
Hicimos el trámite juntos y al rato nos
cruzamos con Andrés Calamaro, que iría en
el mismo vuelo.
-Miren esto.
Andrés llevaba en la mano una vieja
campera de cuero en cuya espalda había
escrito, con pintura blanca, una frase que
era algo así como Larga Vida al
Rock'n'Roll.
-La voy a usar cuando cante con Bruce
Springsteen.
Con León festejamos su decisión. Andrés no
tenía invitación ni acreditación ni ticket
para entrar, pero sabía que entraría y
estaba seguro de que llegaría hasta El
Jefe.
Ya en Mendoza, durante la conferencia de
prensa que se hizo en el Plaza, un hotel del
centro de la ciudad, Andrés consiguió que
Gloria Guerrero, periodista de rock de
Humor y encargada de prensa del concierto,
le diera una credencial de periodista, con
R E C U E N T O S
R E C U E N T O S
Entré a la sala cuando ya habían apagado
las luces pero alcancé a ver que había no
más de cinco o seis espectadores. Efectiva-
mente, la película –era una biopic-
recorría la vida de Guthrie. La protagoni-
zaba David Carradine, el actor de Kung Fú,
y la había dirigido Hal Ashby, quien poco
después haría el documental Let's Spend
The Night Together con los Rolling Stones.
Como era habitual por entonces, la censura
había hecho su trabajo, por lo cual estaba
cortada la película que vi. Le habían dado
muchos tijeratazos: en un momento Guthrie
(Carradine) se aprestaba a cantar en una
estación de tren para los desocupados, en
los días de la Gran Depresión, y antes de
las canciones, trac, tijera; luego del corte,
el relato seguía con, pongamos, un
amanecer, y el cantante otra vez viajando…
Muy patético.
Pero ahí estaba Woody Guthrie, guitarra y
armónica, cantando eso que daría firmes
pistas al jovencito Bob Dylan sobre qué
hacer. Entonces cuando se acercaba el
final de la película, pensé: -Tengo que
avisarle a León para que venga. Quién sabe
si mañana vuelven a darla.
Por entonces, León Gieco era el único amigo
porteño que tenía. Es más, él había sido
puntualmente quien me empujó a dar ese
gran paso que fue dejar Olavarría, adonde
tenía trabajo como periodista, en la radio
y en el diario, un autito y una novia. En ese
primer tiempo mío en Buenos Aires, solía
ir seguido a su casa, que por entonces era
un departamento en Avenida La Plata a
tres cuadras de Rivadavia. Allí vivía León
con sus dos chicas, Alicia y Liza, quien por
entonces tenía cuatro años. Joana
llegaría después, en el 82.
Unas semanas atrás, había aceptado la
invitación de León para acompañarlo, de
monitor nomás, a sus shows de carnaval de
ese año. En una de esas noches, luego de una
actuación suya en Huracán de San Justo,
fuimos en el auto de Conejo García, su
manager por entonces, a otra que debía
hacer en el club Regatas de Avellaneda, y
para eso usamos el camino más rápido y
sencillo, que era cruzar Buenos Aires por
fuera, digamos, rodeando la ciudad por la
General Paz y luego acercarnos al sur
entrando por Udaondo, en paralelo al río,
hasta llegar a Retiro; y así fue como
pasamos en un momento por detrás de la
Escuela de Mecánica de la Armada, y ahí fue
cuando León me dijo: -Mirá, en ese lugar
están los detenidos de los militares. Yo
sabía de eso, aunque ningún medio
periodístico lo había contado, pero nunca
había visto en persona ese edificio militar.
Ya sobre el final de Esta tierra es mi tierra,
me levanté de la butaca decidido a buscar un
teléfono público desde el cual llamar a León
para avisarle de la película, cuando
cortaron los títulos finales y encendieron
las luces de la sala… Y ahí vi que uno de los
asistentes a la función era él.
Salimos juntos riéndonos de la casualidad
que nos había encontrado, y yo sentí que ir
a ver esa película y coincidir con él sin
que lo hubiéramos planeado no había sido
una casualidad, sino que estaba empezando
a hacer bien las cosas en Buenos Aires.
9. lo cual se aseguró el ingreso al estadio, y
luego, a fuerza de simpatía y decisión,
lograría su otro objetivo. Hay una foto del
final del concierto en la que están todos
los artistas que habían actuado –los
notables visitantes y los anfitriones, Los
Prisioneros, los Inti Illimani y los
Markama, más León- cantando Get Up, Stand
Up de Bob Marley… y abrazado a
Springsteen está Calamaro. Coladísimo
pero ahí. Un campeón.
Cuando estaba terminando su set el
africano Youssou N'Dour, el primero del
concierto, vino León a la sala de prensa
para buscarme.
-Todos los controles son mendocinos, vení
que te hago pasar.
Fue así, colado por León, que llegué a la
zona llamada de hospitalidad: un gran
salón detrás del escenario donde estaban
todos los artistas esperando el momento de
salir al escenario. Así pude tener cerca a
Springsteen, a Sting, a Peter Gabriel, a
todos. Me puse en un rincón y traté de
hacerme lo más pequeño posible. Si hubiera
podido invisibilizarme, lo habría hecho.
Me sentía el intruso más descarado del
mundo, y a la vez no podía de la felicidad:
las más grandes estrellas del rock
mundial, mis héroes, estaban ahí,
bromeaban entre ellos, hablaban y se
movían como cualquier mortal.
Tracy Chapman estaba terminando su
actuación cuando León me propuso salir de
la sala en la que estábamos, para ver el
show de Peter Gabriel. Así hicimos y nos
instalamos en unas butacas de la platea
vacía que estaba detrás del escenario, y
desde allí vimos una actuación tan
formidable que fue, realmente, de no creer.
Desde una posición tan privilegiada como
ésa vimos cuando, al borde del escenario,
Gabriel abrió sus brazos de espaldas al
público y se dejó caer. La banda tocaba Lay
Your Hands On Me (Pon tus manos en mí) y
Gabriel, acostado sobre las manos de la
multitud, sonreía mientras su adrenalina
–calculo- alcanzaba picos inéditos en un
ser humano como él y nosotros. Con León
nos miramos y no dijimos nada.
Gabriel terminó su actuación y con León
buscamos volver al camarín por la misma
rampa que usaban los músicos, y ahí,
mientras el estadio había quedado a
oscuras y rugía el público, nos llevó por
delante alguien que venía corriendo desde
el escenario. Era Gabriel. Oh.
Peter Gabriel, a pesar de que estaba todo a
oscuras, reconoció a León, porque se lo
habían presentado un rato antes, en el
ensayo para el tema final, y lo saludó, to-
mándolo de la mano y diciéndole en
español: -Muchas gracias. Yo fui testigo, a
sólo medio metro, de ese saludo. Y ahí fue
cuando Gabriel advirtió que había alguien
al lado de ellos dos –yo- y también me dio
la mano y me dijo:
-Gracias.
Y se fue.
Con la naturalidad que tiene para comentar
hasta sucesos tan increíbles como ése que
acabábamos de vivir, León me dio una palmada
en la espalda y me dijo: -Viste, si te hubieras
quedado en Olavarría, esto no te pasaba.
10. raya al costado, formalito, sin barba aún,
muy medido.
-Mirá, yo escucho música como ésta, me dijo
Pettinato y me mostró un disco del Art
Ensamble of Chicago. A mí no me interesa
la música nacional ni en lo más mínimo. Yo
quiero saber si vos podrías hacerte cargo
de esa parte de la revista.
Dije que sí, obviamente. Y en 10 minutos
tenía nuevo trabajo, el soñado, y el campo
libre para hacer lo que quisiera con la mú-
sica y los músicos que más me interesaban.
Después me enteré cómo había sido todo. Yo
había hecho para el suplemento joven del
diario El Popular de Olavarría una
cobertura importante del regreso de
Almendra en Obras en el final del 79, y los
recortes de esas publicaciones habían
llegado un tiempo después a manos de
Alberto Ohanian, productor de esos
conciertos y también dueño del Expreso.
Laura, su secretaria y también encargada
de prensa de Almendra, había comentado
que conocía personalmente a quien no sólo
R E C U E N T O S
Mis compañeros de las inferiores de
Estudiantes soñaban con jugar en la
primera de Boca o de River. O algo por el
estilo. Yo, cuando tenía 17 años, soñaba con
escribir en el Expreso Imaginario.
En Olavarría se vendían dos o tres ejem-
plares del Expreso. No más. Era tan perso-
nalizado el asunto, y tanta mi ansiedad
también por tener el ejemplar del mes en
mis manos, que no esperaba que llegara al
kiosco: iba a El Inca (la distribuidora
mayorista) para comprarlo ni bien habían
llegado los paquetes de novedades del mes a
la ciudad. Llegó un momento en que el
encargado del lugar sabía tanto de mi
inquietud, que ni bien me veía entrar, sin
que yo le preguntara nada, me decía si el
Expreso había llegado o no.
Recuerdo sin pudor que cuando tuve en mis
manos el ejemplar que mostraba a Atahual-
pa Yupanqui en la tapa, anunciando una
memorable entrevista a don Ata hecha por
Pipo Lernoud y Héctor Olmos, me saltaron
las lágrimas de la emoción. Qué imagen más
particular: el muchacho que meses atrás
había esperado con tanta ansiedad en su
ciudad del interior los ejemplares de esa
revista, ahora caminaba por una calle de
su nueva ciudad, Buenos Aires, apretando
fuerte con sus manos… esa misma revista
de rock que tenía a Yupanqui en la tapa.
Esa vez, ya solo en la gran ciudad, sentí
que no estaba equivocado, que se podía ser
del rock y venerar a Yupanqui. Que esos dos
mundos no eran contrapuestos.
Un mediodía del invierno del 81 recibí un
llamado en mi departamento de Sarmiento y
Uriburu.
-Hola, sí, soy Víctor Pintos.
-Ah, mirá. Quería hablar con vos, hemos
leído notas tuyas y nos interesaría
invitarte a escribir en la revista que voy
a dirigir de ahora en más, que es el
Expreso Imaginario, entiendo que la
conocés. Yo me llamo Roberto Pettinato.
Nunca pensé que fuera una broma, la
verdad. Entendí desde el primer momento
que ésa era una llamada en serio y claro,
dije que sí al instante.
Esa misma tarde me reuní con Pettinato,
que era un muchacho joven con el cabello
largo y una barba extraña, de dos puntas,
que vestía un mameluco igual que aquel
naranja que después le viéramos muchas
veces en los shows de Sumo.
Quién sabe qué impresión le causé yo, que
era por entonces un morocho de pelo corto,