1. Saliendo de la iglesia un Domingo de Ramos, con mi abuela, como ella era consentidora, nos
llevó a comprar helados en la plaza. En medio de la algarabía infantil, escuchamos una
bullaranga distinta. Empezamos a afinar los oídos, hasta que lo vimos: en la rama de un árbol
había un loro. Sí, un loro. Mi abuela que era campesina, dijo ¿cómo vino a parar este 'loro real'
aquí? Los niñitos empezamos a gritar, a correr y hacerle bulla al lorito, que parecía darse por
vencido y voló a otra rama.
Mi abuelita, que estaba sentada en un banco tenía la mirada entristecida y mi hermano y yo lo
notamos. "¿Qué te pasa abuelita?", preguntamos.
-Que cuando yo tenía la edad de ustedes, me encontré un lorito así en el campo y le puse Luis.
No sé, me acordé de eso", respondió nostálgica y perdida en sus recuerdos de infancia.
Al rato nos fuimos del parque. Por la tarde, ya en la casa, que quedaba a varias calles de allí.
Escuchamos una gritería en un ventanal muy alto que había en mi casa. El loro estaba allí.
Mi hermano y yo empezamos a gritarle, él no se asutó. Le tomó un tiempo, pero entró. En
menos de lo que canta un gallo, aquel loro había hecho de nuestra casa su hogar. Le pusimos
Luis y vivió con nosotros catorce años.
Cuando tocaban la puerta él gritaba "¿Quién es?" , caminaba libre y estaba junto a mi abuela
todo el tiempo. Parecía más un perrito que un pájaro de plumas verdes. Cuando Luis murió de
viejito, yo ya era una jovencita y lo lloramos como si hubiese muerto alguien muy cercano.
Cuando estábamos haciendo la fosa en el jardín para enterrarlo, mi abuelita, en su eterna
sabiduría nos dijo: “no lloren más a Luis. Él fue un regalo que Dios nos hizo un Domingo de
Ramos. Así que era un ángel con plumas y le llegó su hora de regresar al cielo"