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EL PRINCIPE
QUE HA DE VENIR
LA MARAVILLOSA PROFECIA
DE LAS SETENTA SEMANAS
DE DANIEL, CON RESPECTO
AL ANTICRISTO.
Por
Sir Robert Anderson
Prologo
Evis L. Carballosa
PUBLICACIONES PORTAVOZ EVANGÉLICO
2
Índice
Prólogo — Evis L. Carballosa ............................................... 2
Prefacio a la décima edición inglesa ..................................... 4
Prefacio a la quinta edición inglesa....................................... 8
1. INTRODUCCIÓN............................................................... 23
2. DANIEL Y SU ÉPOCA .................................................... 30
3. EL SUEÑO DEL REY Y LAS VISIONES DEL PRO-
FETA ....................................................................... 33
4. LA VISION JUNTO AL RIO ULAY............................... 38
5. EL MENSAJE DEL ÁNGEL ........................................... 41
6. EL AÑO PROFETICO ..................................................... 47
7. EL TIEMPO MÍSTICO DE LAS SEMANAS .................. 50
8. «EL MESÍAS PRINCIPE»............................................... 54
9. LA CENA PASCUAL...................................................... 60
10. EL CUMPLIMIENTO DE LA PROFECÍA …………… 64
11. PRINCIPIOS DE INTERPRETACIÓN............................ 68
12. LA PLENITUD DE LOS GENTILES............................. 75
13. EL SEGUNDO SERMÓN DEL MONTE ...................... 79
14. LAS VISIONES DE PATMOS........................................ 84
15. EL PRINCIPE QUE HA DE VENIR ……………….... 90
Prólogo
«CUANDO SE PUBLICA un libro nuevo, lee uno viejo.» Ese
pensamiento de la pluma de un literato que vivió hace más de un
siglo es, en cierto sentido, apropiado para la obra El Príncipe que ha
de Venir. Dicha obra es vieja porque vio la luz por primera vez en el
idioma inglés en el año 1882, pero es nueva porque su contenido es
tan pertinente en nuestros días como lo fue hace un siglo.
Sir Robert Anderson, autor de El Príncipe que ha de Venir, fue, sin
duda, un hombre extraordinario. Nacido en Inglaterra en el año
1841, Anderson procede de un trasfondo presbiteriano. Su
instrucción no fue en el campo de la teología, sino más bien en
asuntos legales. Trabajó como abogado en Dublín y en Londres.
Entre los años 1868-1888 fue consejero de la oficina británica de
Asuntos Internos en el área de crímenes políticos. También trabajó
como comisionado asistente de la policía metropolitana de Londres y
como jefe del departamento de investigación criminal de Scotland
Yard de 1888 a 1901.
Aunque Sir Robert Anderson no podría clasificarse como un teólogo
profesional, no cabe duda que fue un estudiante ferio de la Palabra
de Dios. En medio de sus ocupaciones fue un conferenciante muy
solicitado y un escritor de pluma ágil.
Sus trabajos trataron principalmente temas de apologética y profecía
bíblica, aunque dio atención también a otros temas. Las obras más
conocidas de Anderson fueron El Evangelio y sus ministerios (1876),
3
El Príncipe que ha de Venir (1882), El Silencio de Dios (1897), La
Biblia y la Crítica Moderna (1902) y Racionalismo Cristianizado y la
Alta Crítica,* escrito poco antes de su muerte, en 1918.
El lector de habla castellana, no importa su persuasión teológica,
debe sentirse complacido con la publicación de El Príncipe que ha de
Venir. Esta obra consiste de un estudio esmerado y sobrio de la
profecía de Daniel 9:24-27, con particular énfasis en lo relacionado
a la septuagésima semana y más concretamente las enseñanzas
tocantes a la persona del Anticristo.
Varios son los méritos del trabajo de Sir Robert Anderson.
Primeramente, el hecho de que vivió y escribió en una época en que
el mundo teológico estaba embriagado con el vino que llenaba el
cáliz de la alta crítica y que era ávidamente ingerido por los
racionalistas europeos. Es muy notable que Anderson no cayera
víctima del desatino teológico de su tiempo sino que defendió con
valentía la integridad las Sagradas Escrituras.
En segundo lugar, el autor de El Príncipe que ha de Venir aboga por
un sistema congruente de interpretación 'bíblica. Un método que sea
aplicable de manera consecuente a la totalidad de la Palabra de
Dios sin exceptuar la profecía. O como él mismo afirma: «No hay
una sola profecía cuyo cumplimiento se registre en las Escrituras,
que no se haya cumplido con absoluta exactitud, y en cada detalle; y
es totalmente injustificable asumir que un nuevo sistema de
cumplimiento haya sido inaugurado después de haberse cerrado el
canon sagrado» (p. 147).
Además, Sir Robert Anderson estaba interesado en exponer el Texto
Sagrado. De modo que su trabajo es eminentemente exegético. Es
evidente que Anderson estaba interesado en descubrir qué enseña la
Palabra de Dios. Su mente analítica e investigadora lo llevó también
a trazar una cronología de las setenta semanas de Daniel, trabajo
éste que ha servido de base para muchos estudiosos de temas
proféticos
* Estos libros han sido editados en inglés por Kregel Publications,
Grand Rapids, Michigan, EE.UU.
Puede observarse, además, que Sir Robert Anderson estaba
compenetrado tanto con la historia bíblica como con la historia
secular. Prueba de esto es el uso constante de fuentes bibliográficas
apropiadas y los apéndices cronológicos al final de la obra. Sin
embargo, su obra está saturada de un tinte pastoral y a veces hasta
devocional.
Finalmente, debe recordarse que la obra El Príncipe que ha de Venir
fue escrita originalmente en el año 1882. Es decir, hace casi un
siglo. Su autor murió en 1918, o sea hace más de seis décadas.
Muchas cosas han pasado desde entonces. Algunas como el
establecimiento del estado moderno de Israel, la situación en él
Oriente Medio y la formación de cuatro esferas de influencia
mundial han fortalecido lo que Sir Robert Anderson escribió hace
más de medio siglo. Seguramente si viviese, Anderson hubiese
revisado y aclarado algunos de los detalles de su obra. Pero general-
mente hablando hubiese podido decir lo mismo que escribió hace un
siglo.
Recomendamos, pues, a todos los estudiosos de la Biblia en él mundo
de habla castellana la obra El Príncipe que ha de Venir. No importa
la persuasión teológica del lector, debe prestar atención cuidadosa a
este trabajo. Nuestra felicitación sincera a Publicaciones Portavoz
Evangélico por él esfuerzo realizado. Quiera Dios usar esta obra
para estimular a muchos a un estudio más profundo del Texto
Sagrado.
Evis L. CARBALLOSA
Guatemala, C A., 14 de julio de 1980
4
Prefacio a la décima edición inglesa
EL PRÍNCIPE QUE HA DE VENIR ha estado agotado por más de un año;
no parecía adecuado reimprimirlo durante la guerra 1. Pero la guerra
parece haber creado un mayor interés hacia las profecías de Daniel; y
como este libro está en demanda, se ha decidido publicar una nueva
edición sin más tardanza. No es debido a que estas páginas contengan
ninguna teoría sensacional respecto a «Armagedón». Porque «el
lugar que en hebreo se llama Armagedón» no está situado
Ni en Francia ni en Flandes, sino en Palestina; y el futuro de la tierra
y del pueblo del pacto será el asunto principal en la gran batalla que
todavía debe librarse en aquella histórica llanura.
Los estudiosos de la profecía son susceptibles de adherirse a una u
otra de las escuelas rivales de interpretación.
La enseñanza de los «futuristas» sugiere que esta dispensación
cristiana es un blanco completo en el esquema divino de la profecía.
Y los «historicistas» desacreditan las Escrituras frivolizando con el
significado de palabras llanas a fin de hallar el cumplimiento de las
mismas en la historio. Evitando los errores de ambas escuelas, este
volumen ha sido escrito siguiendo el aforismo de Lord Bacon, de que
«las profecías divinas tienen cumplimiento inicial y germinal a lo
largo de muchas épocas, aunque su cumbre o plenitud pueda
pertenecer a una época determinada».
1. Se refiere a la Primera Guerra Mundial. (N. del T.)
5
Y esta guerra mundial pertenece, indudablemente, al esquema
profético, aunque no constituya el cumplimiento de ningún pasaje
especial de las Escrituras.
Hace ya muchos años que mi atención fue atraída hacia un volumen
de sermones de un devoto rabí judío de la sinagoga de Londres, en el
cual él intentaba desacreditar la interpretación cristiana de ciertas
profecías mesiánicas. Y al tratar de Daniel 9, acusaba a los
expositores cristianos de entremeterse no ya tan sólo con la
cronología, sino con las mismas Escrituras, en sus esfuerzos de
aplicar la profecía de las Setenta Semanas al Nazareno. Mi
indignación ante tan grave acusación dio paso al dolor cuando el
proceso de estudio al que me abocó me proveyó de pruebas de que no
se trataba en absoluto de un libelo infundado. Mi fe en el libro de
Daniel, ya perturbada por la incrédula cruzada alemana de la «Alta
Crítica», fue así más socavada. Y decidí asumir el estudio de este
asunto con la fija determinación de aceptar sin reserva alguna no
solamente el lenguaje de las Escrituras, sino también las fechas
normativas de la historia tal como han sido establecidas por nuestros
mejores cronólogos.2
Lo que sigue a continuación es un breve resumen de los resultados de
mi indagación por lo que respecta a la gran profecía de las «Setenta
Semanas». Empecé con la asunción, basada en la lectura de muchas
obras clásicas, de que la era en cuestión se refería a los setenta años
de la cautividad de Judá, y que tenía que finalizar con la Venida del
Mesías. Pero pronto hice el sorprendente descubrimiento de que esto
era totalmente erróneo.
2. No obstante, por lo que se refiere a los años de reinado de los reyes judíos, las
fechas de los meses de Fynes Clinton quedan aquí modificadas siguiendo la
Mishná hebrea, que era un libro cerrado, para los lectores ingleses cuando el Fasti
Hellenici fue escrito. Por lo que respecta a una fecha de importancia fundamental
estoy especialmente en deuda con el difunto canónigo Rawlinson y con el difunto
Sir George Airey.
Porque la Cautividad duró tan sólo sesenta y dos años; y las setenta
semanas estaban relacionadas con el juicio totalmente distinto de las
Desolaciones3
en Jerusalén. Y además de ello, el período «hasta el
Mesías Príncipe», como Daniel 9:25 afirma de una manera tan llana,
no era de setenta semanas, sino de 7 + 62 semanas.
El fallo de no distinguir entre los diversos juicios de la Servidumbre,
de la Cautividad y de las Desolaciones, constituye una fructífera
fuente de error en el estudio de Daniel y de los libros históricos de las
Escrituras. Y es extraño que esta distinción sea ignorada, no tan sólo
por parte de los críticos, sino también por parte de los cristianos.
Debido a su pecado nacional, Judá fue sometido a servidumbre bajo
Babilonia durante setenta años; esto sucedió en el tercer año del rey
Joacim (606 a.C). Pero el pueblo continuó endurecido, y en el año
598 a.C. cayó sobre ellos el juicio mucho más severo de la
Cautividad. En la primera conquista de Jerusalén, Nabucodonosor
dejó intocada la ciudad y sus habitantes, siendo sus únicos
prisioneros Daniel y otros jóvenes de familias principales. Pero en
esta segunda ocasión deportó a la masa de los habitantes a Caldea.
No obstante, los judíos permanecían impenitentes a pesar de las
amonestaciones divinas por boca de Jeremías en Jerusalén y por
medio de Ezequiel entre los cautivos; y después de un lapso de otros
nueve años, Dios trajo sobre ellos el terrible juicio de «las
Desolaciones», que fueron decretadas para una duración de setenta
años. Así, para el año 589 a.C. los ejércitos babilónicos invadieron
Judea de nuevo, y la ciudad fue devastada e incendiada.
Ahora bien, tanto la «Servidumbre» como la «Cautividad»
finalizaron con el decreto de Ciro en 536 a.C, que permitía el retorno
de los expatriados. Pero como bien claramente lo indica el lenguaje
de Daniel 9:2, fueron los setenta años de «las Desolaciones» que
sirvieron de base a la profecía de las setenta semanas.
3. A lo largo de este libro, y siempre que aparezca, se utilizará «el juicio de las
Desolaciones» como un término técnico. Este término no aparece en la versión
Reina-Valera en Jeremías 25:11-12, pero sí en la Versión Moderna, y naturalmente
en la versión inglesa Revised Versión de la que se sirvió el autor. (N. del T.)
6
Y la época de los setenta años se inició en el día en que Jerusalén fue
sitiado —el décimo de Tabeth en el noveno año de Sedequías— día
éste que se observa desde entonces como día de ayuno por los judíos
en todos los países en que están (2° Reyes 25:1). Daniel y el
Apocalipsis indican definitivamente que el año profético es un año de
360 días. Así, además, era el año sagrado del calendario judío; y,
como es bien sabido, así era el año antiguamente en las naciones del
Oriente. (Ver el capítulo 6: El año profético). Pero setenta años de
360 días consisten exactamente de 25.200 días; y como el Año
Nuevo judío dependía de la luna equinoccial, podemos asignar el 13
de diciembre como la «fecha Juliana» del décimo de Tabeth del 589
a.C. Y 25.200 días contados a partir de esta fecha finalizaron el 17 de
diciembre del 520 a.C, que fue el día veinticuatro del mes noveno del
segundo año del rey Darío de Persia —el mismo día en que se
echaron los cimientos del segundo Templo (Hag. 2:18-19. Ver pp. 94
y ss.).
Aquí hay algo que debería hacer pensar tanto a críticos como a
cristianos. Un decreto de un rey persa era tenido como divino, y
cualquier intento de obstaculizarlo era objeto generalmente de un
castigo rápido y drástico; y, no obstante, el decreto que ordenaba la
reconstrucción del Templo, emitido por el rey Ciro en el cénit de su
poder, fue frustrado durante diecisiete años por insignificantes
gobernadores locales. ¿Cómo piulo ser esto? La explicación es que
hasta que no hubiera expirado el último día de «las Desolaciones»,
Dios no iba a permitir que se pusiera piedra sobre piedra en el monte
Moriah.
Así, pues, apartando de nuestras mentes todas las meras teorías
respecto a este asunto, llegamos a los siguientes hechos
definitivamente averiguados:
1. La época de las Setenta Semanas arranca de la emisión de un
decreto para restaurar y edificar a Jerusalén. (Dn. 9:25.)
2. Nunca ha habido más de un decreto para la reconstrucción de
Jerusalén. (Ver p. 94.)
3. El dicho decreto fue emitido por Artajerjes, rey de Persia, en el
mes de Nisán en el año 20 de su remado, o sea, en el 445 a.C. (Ver
pp. 95-97.)
4. La ciudad fue realmente construida en obediencia a la orden
dada.
5. La fecha juliana del 1° de Nisán del 445 fue el 14 de marzo. (Ver
p. 140.)
6. Sesenta y nueve semanas de años —o sea, 173.880 días—
contados a partir del 14 de marzo del 445 a.C. finalizaron el 6 de
abril del 32 d.C. (Ver p. 143.)
7. Aquel día, en el que tuvieron su fin las sesenta y nueve semanas,
fue el día fatal en que el Señor Jesús cabalgó a Jerusalén en
cumplimiento de la profecía de Zacarías 9:9; cuando por primera y
única vez en toda su peregrinación terrena lúe aclamado como
«Mesías, Príncipe, el Rey, el Hijo de David». (Ver p. 142.)
Y aquí, de nuevo, debemos limitarnos a las Escrituras. Aunque Dios
no ha registrado en ningún sitio la fecha del nacimiento de Cristo en
Belén, ninguna fecha en la historia, sea ésta sagrada o profana, está
fijada con mayor precisión que la del año en el que el Señor empezó
Su ministerio público. Me refiero, naturalmente, a Lucas 3:1-2. (Ver
pp. 117-118.) Afirmo esto enfáticamente, debido a que expositores
cristianos han intentado de manera persistente establecer una fecha
lie Licia para el reino de Tiberio. Por lo tanto, la primera Pascua del
ministerio del Señor cayó en Nisán del 29 d.C; y podemos fijar la
fecha de la Pasión como Nisán del 32 d.C. con certeza total. Que
escritores incrédulos o judíos se dedicaran a confundir y corromper la
cronología de estos períodos no sería de sorprender. Pero es a
expositores cristianos a quien debemos esta mala obra. Felizmente,
empero, podemos apelar a las labores de historiadores y cronólogos
seculares para la demostración de la divina exactitud de las Sagradas
Escrituras.
El ataque general contra el libro de Daniel, brevemente considerado
en el «Prefacio a la quinta edición», es tratado con más detalle en la
reimpresión de 1902 de Daniel in the Critic's Den (Daniel en el foso
de los críticos). El lector hallará allí una respuesta a los ataques de la
Alta Crítica a Daniel, basada en la filología y la historia; y hallará
también que los críticos quedan refutados por sus propias admisiones
con respecto al Carón del Antiguo Testamento.
7
La mayor parte de los «errores históricos» de Daniel, que el profesor
Samuel R. Driver copió de la obra de Bertholdt del siglo pasado4
han
sido mostrados no ser tales errores gracias a la erudición e
investigación de nuestros propios días. Pero, al escribir sobre este
asunto, me di cuenta de que la identidad de Darío el Meda era todavía
una dificultad. Pero desde entonces he hallado una solución de esta
dificultad en un versículo en Esdras, utilizado hasta ahora por
Voltaire y otros para desacreditar las Escrituras.
Esdras 5 nos dice que en el reino de Darío Histaspes los judíos
solicitaron al trono, apelando al decreto por el cual Ciro había
autorizado la reconstrucción del Templo. La fraseología de la
petición indica claramente que, por lo que los líderes judíos sabían, el
decreto había sido archivado en la casa de los archivos en Babilonia.
Pero la búsqueda que se hizo allí no dio frutos, y al final se encontró
en Ecbatana (o Acmeta: Esdras 6:2). ¿Cómo fue posible que un
documento de estado fuera transferido a la capital de Media?
La única explicación razonable de este extraordinario hecho completa
el conjunto de pruebas de que el rey vasallo a quien Daniel denomina
Darío de Media fue Gobryas (o Gubaru), que llevó al ejército de Ciro
a Babilonia. Como varios autores han señalado, el testimonio de las
inscripciones señala hacia esta conclusión. Por ejemplo, la tablilla de
los Anales de Ciro registra que, después de tomar la ciudad, fue
Gobryas quien designó a los gobernadores o sátrapas; designaciones
que Daniel afirma haber sido hechas por Darío. El hecho de que era
un príncipe de la casa real de Media, y presumiblemente bien
conocido por Ciro, que había residido en la corte de Media,
explicaría el que se le tuviera en tan alta consideración. Fue el que
gobernó Media como Virrey cuando aquel país fue reducido a la
posición de provincia; y para cualquier persona acostumbrada a tratar
con evidencias, parecería natural inferir que, por una u otra razón, fue
enviado de nuevo a su trono provincial y que, al volver a Ecbatana,
se llevó consigo los archivos de su breve reinado en Babilonia.
4. O sea, el siglo XVIII, pues la obra está escrita a fines del siglo XIX. (N del T.)
En el intervalo entre la ascensión de Ciro y la de Darío Histaspes, el
decreto referente al Templo pudo haber quedado olvidado por todos
menos para los mismos judíos. Y a pesar de que era algo muy grave
impedir la ejecución de una orden dada por el rey de Persia (Esdras
6:11), no obstante n esta ocasión, como ya se ha señalado, un decreto
divino se sobre impuso al decreto de Ciro, y vetó su toma de acción
referente a él.
La elucidación de la visión de las Setenta Semanas, tal como se
desarrolla en las siguientes páginas, es mi personal contribución a la
controversia sobre Daniel. Y ya que la investigación crítica a la que
ha sido sujeto ha sido incapaz de detectar en él un solo error o
defecto5
se puede aceptar en la actualidad sin dudas ni reservas.
5. Un punto puede ser digno de una nota de pie de página. La traducción de la R.
V. de Hechos 13:20 parece eliminar mi solución del perturbador problema de los
480 años de 1." Reyes 6:1 (ver pp. 111-112). Pero aquí, siguiendo (los revisores de
la versión inglesa) sus prácticas acostumbradas, y negligiendo los principios por los
cuales los expertos se guían en caso de evidencias en conflicto, los Revisores han
seguido servilmente a ciertos de los MSS (manuscritos) más antiguos. Y el efecto
■obre este pasaje es desastroso. Porque lo cierto es que ni el apóstol dijo, ni el
evangelista escribió, que el disfrute de la tierra por parte de Israel estuviera
limitado a 450 años, ni que transcurrieran 450 años antes de la época de los Jueces.
El texto adoptado por los Revisores es, por ello, claramente erróneo.
(Desafortunadamente, esta lectura errónea se halla también en nuestra excelente
Versión Moderna y en la encomiable Versión 1977 de Reina-Valera, que siguen
este punto la misma línea que los Revisores de la versión inglesa. (N. del T.) Dean
Alford lo considera como «un intento de corregir la difícil cronología del versí-
culo»; y, añade, «si se toman las palabras tal como son, no se puede dar otro
sentido que el que el tiempo de los Jueces duró 450 años». Esta es, como sigue
explicando, la era dentro de la cual tuvo lugar el gobierno de los Jueces. No
significa que los Jueces gobernaran durante 450 años —en cuyo caso se utilizaría el
acusativo, como en el versículo 18— sino, como implica la utilización del dativo,
que el período hasta Saúl, caracterizado por el gobierno de los Jueces, duró 450
años.
Apenas necesito señalar la objeción de que en la página dejo de tener en cuenta la
servidumbre mencionada en Jueces 10:7-8. Esta servidumbre afectó solamente a las
tribus más allá del Jordán.
8
El único comentario despreciativo que el profesor Driver ha podido
ofrecer acerca de el en su Book of Daniel es que es «un
reavivamiento en una forma ligeramente modificada» del esquema de
Julio Africano, y que deja la septuagésima semana sin explicar. Pero
lo cierto es que el hecho de que mi esquema esté en la misma línea
que la del «padre de los cronólogos cristianos» crea una muy fuerte
presunción en su favor. Y bien en contra de dejar la Septuagésima
semana sin explicación, la he tratado según la creencia de los padres
primitivos. Porque ellos contemplaban la semana ésta como futura,
siendo así que esperaban al Anticristo de las Escrituras —«una
persona individual, la en carnación y concentración del pecado».6
R. ANDERSON
6. Alford's Greek Testament, prólogo a 2 Tesalonicenses, n.° 5
Prefacio a la quinta edición inglesa
Una defensa del libro de Daniel
contra la «Alta Crítica»
ESTE LIBRO ha sido menospreciado en algunos círculos debido a que,
según se afirma, ignora la crítica destructiva que supuestamente ha
conducido a «todas las personas con discernimiento» a abandonar la
creencia en las visiones de Daniel.
La acusación no es completamente justa. No tan solamente se da
respuesta a algunas de las principales objeciones de los críticos desde
estas páginas, sino que al demostrar la genuinidad de la gran profecía
central de este libro, se establece la autenticidad del todo. Y puede
explicarse la ausencia de un capítulo especial sobre este asunto. La
práctica, demasiado Común en controversia religiosa, de dar una
representación ex parte de los puntos de vista de los oponentes, en
lugar de Aceptar la propia afirmación de ellos, nunca es satisfactoria,
y pocas veces honesta. Y no había ningún tratado disponible de parte
de los críticos que fuera lo suficientemente conciso como para
permitir una consideración detallada, aunque breve, y lo
suficientemente plena y autorizada como para permitir su aceptación
como adecuada.
No obstante, esta falta ha sido suplida desde entonces por la
Introduction to the Literatura of the Old Testament,1
del profesor
Driver, obra ésta que incorpora los resultados de la denominada
«Alta Crítica» tal como son aceptados por el sobrio juicio del autor.
Evitando siempre la maliciosa extravagancia de los racionalistas
alemanes y de sus imitadores ingleses, no omite nada que la
erudición pueda presentar como honestidad en contra de la
9
autenticidad del Libro de Daniel. Y si se puede demostrar que los
argumentos hostiles que el aduce son erróneos y no convincentes, el
lector puede aceptar el resultado, sin ningún tipo de temores, como
un «punto final a la controversia» sobre este asunto.2
Aquí tenemos la tesis que el autor intenta establecer:
En vista de los hechos presentados por el libro de Da niel, la
opinión de que éste sea obra del mismo Daniel m puede sustentarse.
La evidencia interna muestra, con una fuerza irresistible, que no
puede haber sido escrito antes dj c. 300 a.C., y eso en Palestina y es
como mínimo probable que fuera compuesto bajo la persecución de
Antíoco Epífanes, el 168 ó 167 a.C.
El profesor Dríver ordena sus pruebas bajo tres títulos:
1) hechos de naturaleza histórica; 2) la evidencia lingüística de
Daniel; y 3) la teología del Libro.
1. An Introduction to the Lilerature of the Old Testament, por S. R. Driver, D.
D., Profesor Regius de Hebreo, y Canónigo de Christ Church, Oxford. 3a
edición
(T. & T. Clark, 1892). Deseo, desde aquí re conocer la cortesía del profesor Driver
al darme respuesta a varias preguntas que rne aventuré a dirigirle.
2. De acuerdo con el plan de la obra, el capítulo 11 empieza con un examen del
contenido de Daniel, juntamente con unas nota* exegéticas. Estas notas no son de
mi incumbencia, aunque parecen pensadas para preparar al lector para la secuela.
Las dejaré de lado con solamente un par de comentarios. Primero, en su crítica de
Dn. 9:24-271 él ignora el esquema de interpretación que yo he seguido, aunque es
adoptado por algunos escritores de mayor eminencia que algunos de, los que él
cita; y los cuatro puntos que enumera en contra de la interpretación mesiánica
«comúnmente comprendida» son ampliamente, considerados en estas páginas. Y en
segundo lugar, su comentario acerca del cap. 9, de que «difícilmente puede ser
legítimo, en una descripción continua, sin cambio aparente de sujeto, referir una
parte al tipo y otra parte al antitipo»; deja de lado con una extraordinaria superficia-
lidad ¡un canon de interpretación profética aceptado casi universalmente desde los
días de los Padres post-Apostólicos hasta nuestros días!
Bajo (1) él enumera los siguientes puntos:
(a) «La posición del Libro en el canon judío, no entre los profetas
sino en la colección miscelánea de escritos llamados Hagiografa, y
entre los últimos de éstos, cerca de Ester. Aunque es poca cosa
definida lo que se sabe con respecto a la formación del canon, la
división conocida como de «los Profetas» fue indudablemente
formada antes que la de la Hagiografa; y si el libro de Daniel hubiera
existido en aquel tiempo, es razonable suponer que hubiera tenido el
rango de la obra de un profeta, y que hubiera sido incluido en la
dicha clasificación.»
(b) «Jesús, el hijo de Sirac (escribiendo alrededor del 200 a.C), en
su enumeración de dignidades israelitas, capítulos 44-50, en la que
menciona a Isaías, Jeremías, Ezequiel y (colectivamente) a los doce
profetas menores, no obstante, guarda silencio con respecto a
Daniel.»
(c) «Que Nabucodonosor cercara Jerusalén y se llevara parte de
los utensilios sagrados en "el año tercero del reinado de Joacim" (Dn.
1:1 ss) es —aunque no pueda, hablando estrictamente, demostrarse
falso— altamente improbable: no solamente guarda silencio sobre
ello el libro de los Reyes, sino que Jeremías, al año siguiente (cap.
25, etc.), habla de los caldeos en una manera que parece implicar de
una manera clara que sus armas no habían sido todavía vistas por
Judá.»
(d) «Los "caldeos" son sinónimos en Daniel con la casta de
magos. Este sentido "es desconocido en el lenguaje asirio-babilónico,
y, allí donde aparece, ha surgido después del fin del imperio
babilónico, y es por ello una indicación de la redacción post-exílica
del Libro" (Schrader).»
(e) «Se presenta a Belsasar como rey de Babilonia; y se menciona
a Nabucodonosor por el capítulo 5 como su padre (vv. 2, 11, 13, 18,
22).»
(f) «Darío, hijo de Asuero, un Medo, es —después de la muerte
de Balsasar— "hecho rey sobre el reino de los caldeos". No parece
haber sitio para este gobernante. Según todas las otras autoridades,
Ciro es el inmediato sucesor de Nabunahid, y gobernante de todo el
imperio persa.»
10
(g) «En 9:2 se afirma que Daniel "miró atentamente en los libros"
el número de años que, según Jeremías, Jerusalén debía estar
arruinada. La expresión utilizada implica que las profecías de
Jeremías formaban parte de una colección de libros sagrados que, no
obstante, se puede afirmar con seguridad que no se formó con
anterioridad a; 536 a.C.»
(h) «Otras indicaciones aducidas para mostrar que el libro no es
obra de un contemporáneo son como las que siguen»: los puntos son
la improbabilidad, primero, de que un judío estricto hubiera entrado
en la clase de los «magos», o de que él hubiera sido admitido por los
mismos magos; segundo, la locura de Nabucodonosor y su edicto;
tercero, los términos absolutos en los que él y Darío reconocen a
Dios, todo y manteniéndose en su idolatría.
Desecho (f) y (h) dé inmediato, pues el mismo autor con su
acostumbrada honestidad, renuncia a imponerlas. «Deberían —
admite— ser utilizadas con reserva.» La mención de Darío el Medo
es quizá la mayor dificultad a que se enfrenta el estudiante de Daniel,
y el problema que ella implica espera todavía su solución.3
El rechazo incondicional de la narración por parte de muchos autores
eminentes demuestra tan sólo la incapacidad, incluso por parte de
resultados eruditos de suspender el juicio ante cuestiones de este tipo.
La historia de aquella época es demasiado incierta y confusa para
justificar dogmatismos, y, como muy justamente remarca el profesor
Driver, «una crítica cauta no edificará demasiado sobre el silencio de
las inscripciones, campo éste en la que ciertamente muchas esperan
aún ver la luz» (p. 469). En la reciente obra del señor Sayce4
se
descuida esta precaución. Aún más, el señor Sayce acepta, con una fe
indebidamente simple, todo lo que Ciro dijo acerca de sí mismo.
Evidentemente, le interesaba a Ciro representar la adquisición de
Babilonia como una revolución pacífica, y no como una conquista
militar.
3. Esta solución ya ha llegado. Ver Prefacio a la décima edición en esta misma
obra, y el amplio estudio de J. C. Whitcomb: Darius the Mede (Reformed and
Presbyterian Pub. Co., Nutley, N. J., 1977). (N. del T.)
4. The Higher Criticism and the Verdict of the Monuments, A. H. Sayce.
Pero es que el libro de Daniel no entra en conflicto con ninguna de
estas hipótesis. Aquí el señor Sayce «introduce sus preconcepciones
en la lectura», como tan constantemente se hace, leyendo ahí lo que
de ninguna manera se afirma, ni tan siquiera se implica. No se dice ni
una palabra con respecto a un cerco ni una captura. Belsasar «fue
muerto», y Darío «tomó el reino»; pero la forma en que estos eventos
toman lugar tenemos que aprenderlas de otras fuentes. El profesor
Driver admite aquí de una manera expresa «que Darío el Medo"
puede mostrarse, después de todo, como personaje histórico»5
y esto
es ya suficiente para nuestro propósito presente.
Y paso a considerar los puntos que quedan, por orden:
(a) Este punto está correctamente colocado en primer lugar, al ser
el más importante. Pero su aparente importancia disminuye más y
más cuando se examina más de cerca. Nuestra Biblia inglesa (y la
castellana), siguiendo a la Vulgata, divide al Antiguo Testamento en
treinta y nueve libros. El canon judío reconocía solamente
veinticuatro. Estos estaban clasificados bajo tres encabezamientos —
la Torah, los Neveeim, v los Kethuvim (La Ley, los Profetas y los
Otros Escritos). El primero contenía el Pentateuco.
5. Página 479, nota. Pero la apelación del autor bajo (f) a «todas las otras
autoridades» es difícilmente honesta, ya que Daniel es el único historiador
contemporáneo, y ya que la exploración de las ruinas de Babilonia ha de efectuarse
aún.
Por lo que respecta a (h), es poco lo que precisa decirse. El profesor Driver admite
cándidamente que «existen buenas razones para suponer que la licantropía descansa
sobre una base de hecho». Ningún estudiante de la naturaleza humana hallará nada
extraño en la acción registrada de estos reyes paganos cuando se enfrentaban con
pruebas de la presencia y del poder de Dios. Vemos la contrapartida actual, cada
día, en la conducta de los hombres impíos cuando les acontecen sucesos que ellos
consideran como juicios divinos. Y nadie que esté acostumbrado a tratar con
evidencias entretendrá la sugerencia de que la historia de Daniel viniendo a ser un
«Caldeo» sería inventada por un judío educado bajo el estricto ritual de los días del
post-exilio. Y la sugerencia de que habría rehusado la admisión en el círculo a
Daniel frente a la orden del gran rey de que se le admitiese no merece ninguna
respuesta.
11
El segundo contenía ocho libros, que de nuevo se clasificaban en dos
grupos. Los primeros cuatro —esto es, Josué, Jueces, Samuel y
Reyes— recibían el nombre de los «Profetas Primeros»; y los otros
cuatro —esto es, Isaías, Jeremías, Ezequiel y «los Doce» (o sea los
profetas menores, que se contaban como un solo libro) — recibían el
nombre de los «Profetas Postreros». La tercera división contenía once
libros —esto es, Salmos, Proverbios, Job, el Cantar de los Cantares,
Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras y Nehemías
(que se contaban como uno solo), y Crónicas. Ahora bien, el examen
de la lista hace que sea imposible dejar de aceptar una de las
siguientes dos posiciones. O el canon fue confeccionado bajo
dirección divina, o la clasificación de los libros entre la segunda y la
tercera división fue arbitraria. Si alguien adopta la primera
alternativa, la inclusión de Daniel en el canon decide la cuestión. Si,
por otra parte, se asume que el arreglo fue humano y arbitrario, el
hecho de que Daniel esté en el tercer grupo demuestra —no que el
libro fuera mirado como de dudosa reputación, pues en tal caso
habría quedado excluido del canon, sino— que el gran expatriado de
la Cautividad no era considerado un «profeta».
A personas superficiales esto podrá parecerles un completo abandono
del caso. Pero si se utiliza la palabra «profeta» en su sentido aceptado
ordinario, Daniel no pretende en absoluto a este título, y si no fuera
por Mateo 24:15 es probable que nunca se le hubiera aplicado. Sus
visiones tienen su contra partida en el Nuevo Testamento, pero a
pesar de ello nadie habla del «profeta Juan». Según 2.a
de Pedro 1:21
loa profetas «hablaron siendo inspirados (griego: movidos) por el
Espíritu Santo». Esto caracterizó las declaraciones de Isaías,
Jeremías, Ezequiel y «los Doce». Fueron las palabras de Jehová por
boca de los hombres que las proclamaron. Los profetas se mantenían
aparte del pueblo como testigos da parte de Dios; pero la posición y
el ministerio de Daniel eran totalmente diferentes. «No hemos
obedecido a tus siervos loa profetas, que en Tu Nombre hablaron»:
tal era su humilde actitud. La alta crítica puede desdeñar la distinción
en qua aquí insistimos; pero la cuestión es, cómo era él considerado
por los hombres que establecieron el canon; y en el juicio de ellos era
de inmensa importancia. Daniel contiene el registro, no de palabras
inspiradas por Dios proclamadas por el vidente, sino de palabras
dichas a él, y de sueños y visiones que le fueron concedidos. Y las
visiones de la última mitad del libro le fueron concedidas después de
más de sesenta años empleados en asuntos de estado-años que
hubieran registrado en la mente popular su fama como estadista y go-
bernante.
El lector reconocerá así que la posición de Daniel en el canon es
precisamente la que sería de esperar. El crítico habla de su posición
«en la colección miscelánea de escritos llamada la Hagiografa, y
entre los últimos de éstos, cerca de Ester». Pero, al adoptar este punto
de otros autores anteriores el autor citado es culpable de lo que se
podría denominar como deshonestidad inintencionada. Daniel está
situado antes que Esdras, Nehemías, y Crónicas, en un grupo de
libros que incluye a los Salmos —aquellos Salmos que los judíos
apreciaban más que ninguna otra parte de su canon— aquellos
Salmos, muchos de los cuales, muy correctamente, consideraban
como proféticos en el sentido más elevado y estricto.6
Pero Daniel, se nos dice, fue colocado «próximo a Ester». ¿Qué
quiere decir el crítico con esto? No puede querer sugerir con esto que
Ester esté teñido en baja reputación por los judíos, pues él mismo
declara que llegó a ser «considerado por ellos como superior tanto a
los escritos de los profetas como a las otras partes de la Hagiografa»
(p. 452). Por lo que respecta al libro de Ester estando situado antes
que el de Daniel, no puede habérsele pasado por alto que está
incluido en el canon con los cuatro libros que le preceden —el
Megilloth. No puede significar la implicación de que los libros de los
Kethuvim estén dispuestos de manera cronológica; y ciertamente no
puede querer crear un ignorante prejuicio. Por lo tanto su afirmación
constituye un enigma, y la consideración bajo este título puede
cerrarse con la siguiente consideración general de que (a) implica que
los judíos estimaban los libros en la tercera división de su canon
como menos sagrada que «los profetas».
6. Como los Salmos eran el primer libro en los Kethuvim, dieron su nombre a
toda la sección; como, por ejemplo, cuando nuestro Señor hablaba de «la ley de
Moisés, los Profetas, y los Salmos» (Lc. 24:44), se refería a todas, las escrituras.
12
Pero esto no tiene base alguna. Juntamente con el resto, se aceptaban,
como nos dice Josefo, «justamente creídos ser divinos, por lo que,
antes que hablar en contra de ellos, estaban prontos a sufrir tortura, o
incluso la muerte».7
(b) Poco es lo que tiene que decirse con respecto a esto. El canónigo
Driver admite que este argumento es tal «que, si estuviera solo, sería
arriesgado adelantarlo», y esto es precisamente lo que sucede si la
posición (a) queda refutada. Si el asunto consistiera en la omisión de
Daniel de una lista formal de los profetas, todo lo que se ha dicho
antes se podría aplicar aquí con la misma fuerza; pero el lector no
debe suponer que el hijo de Sirac da ninguna lista de este tipo. Los
hechos son los siguientes: El libro apócrifo del Eclesiástico que es el
que aquí se cita, finaliza con una rapsodia en alabanza a «varones
gloriosos». Este panegírico, esto es cierto omite el nombre de Daniel.
Pero, ¿en relación a qué se incluiría aquí su nombre? Daniel era un
expatriado en Babilonia desde su temprana juventud, y nunca pasó un
solo día de su larga vida entre su pueblo, nunca se asoció
abiertamente en sus luchas ni en sus tristezas. Además, el crítico deja
de mencionar que el hijo de Sirac deja también de mencionar no sólo
a dignidades como Abel, y Melquisedec, y Job, y Gedeón y Sansón,
sino también a Esdras, que, a diferencia de Daniel, jugó un papel de
capital importancia en la vida nacional, y que también dio su nombre
a uno de los libros del canon.
Que el mismo lector decida después de leer por sí mismo el pasaje en
que deberían aparecer los nombres de Daniel y de Esdras.8
Si alguien
está constituido mentalmente de tal manera que la omisión le guía a
decidirse en contra la autenticidad de estos dos libros, ninguna
palabra mía será capaz de influenciarle.
(c) Se declara improbable la afirmación histórica con que se inicia
el libro de Daniel, sobre dos bases: primero, a causa de que «el libro
de los Reyes guarda silencio» sobre ello; y segundo, porque Jeremías
25 parece inconsistente con ella.
7. Contra Apión, i. 8.
8. Esta sección de Eclesiástico empieza con el capítulo 44, pero el pasaje en
cuestión es 49:6-16.
El primer punto parece que está señalado de manera equivocada,
puesto que 2° Reyes 24:1 afirma, de manera explícita, en los días de
Joacím, Nabucodonosor vino contra Jerusalén, y que el rey judío
pasó a ser vasallo suyo.9
Y el segundo punto está exagerado. Jeremías 25 guarda silencio
sobre el asunto, y esto es todo lo que se puede decir. Ahora bien, el
peso que se le dé al silencio de un testigo o documento dado con
respecto a cualquier asunto es un problema familiar al tratar con
evidencias. Depende totalmente de circunstancias el que cuente
mucho, o poco, o nada. Siendo el libro de los Reyes un registro
histórico, su silencio aquí significaría algo. Pero ¿por qué una
admonición y una profecía como el capítulo 25 de Jeremías, debería
contener el relato de un suceso anterior en unos meses, suceso que
nadie en Jerusalén podría nunca olvidar?10
Pero es innecesario discutir más en esta línea, pues la exactitud de la
afirmación de Daniel puede establecerse sobre bases que el crítico
ignora completamente. Me refiero a la cronología de las épocas de la
«servidumbre» y de las «desolaciones». Ambas son comúnmente
confundidas con «la cautividad», que solamente en parte se solapaba
con ellas. Estas varias épocas representaron tres juicios sucesivos de
Judá (ver p. 92). La cronología de éstas queda completamente
explicada en la secuela, y el examen de la detallada consideración de
las pp. 216-224, o incluso un solo vistazo a las tablas que siguen (pp.
225-230),
9. Posiblemente el crítico quiere poner en duda el que Jerusalén hubiera sido
realmente tomada, esto es, asaltada, en esta ocasión. Yo, lo admito, lo he asumido
en estas páginas. Pero las Escrituras no lo dicen en ningún lugar. Reuniendo todos
los relatos, podemos solamente afirmar que Nabucodonosor vino contra Jerusalén,
y que la sitió, que, de alguna manera, Joacim cayó en sus manos y fue encadenado
para llevarlo a Babilonia, y que Nabucodonosor cambió su propósito y lo dejó
como rey vasallo en Judea. Puede ser que saliese a encontrarse con el rey caldeo,
como su hijo y sucesor hizo más tarde (2° R. 24:12); y es muy probable que la
acción de Joaquín a este respecto hubiera sido sugerida por la leniencia mostrada
hacia su padre.
10. las palabras «como hasta hoy», en el versículo 18, parecen ser una alusión a
la subyugación acabada de Judea. Según el versículo 19, Egipto era el siguiente a
caer bajo Nabucodonosor; y el capítulo 46:2 registra la victoria sobre el ejército
egipcio en aquel mismo año.
13
suministrará prueba absoluta y completa de que la servidumbre
empezó en el año tercero de Joacím, precisamente como lo certifica
el libro de Daniel.
(d) Me referiré a este tema de la cuestión filológica aquí involucrada
en el segundo capítulo del cuerpo de la obra. No es en ningún
sentido, una dificultad histórica.
(e) El lector hallará este punto tratado a partir de la página 211 y ss.
El canónigo Driver remarca: «Se puede admitir como probable que
Bel-sar-usur mantuviera el mando de su padre en Babilonia;... pero es
difícil pensar que esto podría darle derecho a ser mencionado como
rey por un contemporáneo», Si Belsasar era regente, como indica la
narración, es difícil que un cortesano hablara de él de otra manera
que como rey. Si hubiera dejado de darle el título ¡ello hubiera
podido costarle la cabeza! Daniel 5:7, 16, 29 lo corrobora de una
manera más notable de lo que pueda parecer debido a que no está
preparado intencionadamente. Nabucodonosor había hecho a Daniel
el segundo hombre en el reino: ¿por qué Belsasar le hace el tercero?
Presumiblemente, porque el mismo sólo poseía el segundo lugar.
Para evitar esto, los críticos, manejando una posible traducción
alternativa del arameo (como la que se da en el margen de la Revised
Versión), conjeturan un «Buró de tres». Pero asumiendo que las
palabras puedan significar un triunvirato en el sentido del capítulo
6:2, la cuestión de si éste es su verdadero significado debe ser
apelando a la historia. Y la historia no da una sola indicación de que
un tal sistema de gobierno prevaleciera en el Imperio Babilónico.
Una verdadera exégesis, por tanto, debe decidirse en favor de la
alternativa más natural, de que Daniel debía gobernar como tercero,
siendo el primero el rey ausente, y el rey regente el segundo.
Pero Belsasar es llamado el hijo de Nabucodonosor. El lector hallará
esta objeción plenamente contestada por el Dr. Pusey (Daniel, pp.
406-4Ü8). El remarca con mucha justicia que «el enlace matrimonial
con la familia de un monarca conquistado, o con una línea lateral, es
evidentemente una manera de fortalecer el trono recientemente
adquirido y es probable a priori que Nabunahit reforzara así su pre
tensión», y el profesor Driver mismo admite (p. 468) que
posiblemente el rey se hubiera casado con una hija de
Nabucodonosor, «en cuyo caso este último podría ser mencionado
como padre de Belsasar (= abuelo, por costumbre hebrea)». Añadiré
tan sólo dos observaciones: primera, los críticos olvidan que incluso
desde el propio punto de vista de Daniel la existencia de una
tradición es prueba prima facie de su verdad; y la segunda, si el
usurpador hubiera elegido ser llamado hijo de Nabucodonosor, aun
sin ninguna base para el título, nadie en Babilonia hubiera osado
impedírselo.
(g) Aquí están las palabras de Daniel 9:2: «Yo Daniel llegué a
entender por medio de los libros, la cuenta de los años de que había
revelado Jehová al profeta Jeremías, que hubiesen de cumplirse
setenta años de las desolaciones de Jerusalén». Reconocidamente, la
profecía que aquí se menciona es Jeremías 25:11-12. Ahora bien, la
palabra sepher, traducida «libros» en Daniel 9:2, significa
simplemente un rollo. Puede denotar un libro, como es tan a menudo
el caso en las Escrituras, o meramente una carta. Ver, a guisa de
ejemplo, en Jeremías 29:1 (la carta que Jeremías escribió a los
expatriados en Babilonia), o Isaías 37:14 (la carta de Senaquerib al
rey Ezequías). De nuevo, Jeremías 36:1-2 registra que en el cuarto
año del rey Joacím, el mismo año en que se proclamó la profecía de
Jeremías 25, se registraron todas las profecías dadas hasta aquel
tiempo en «un libro». Y en Jeremías 51:60-61 hallamos que unos
diez años más tarde se escribió otro libro, y fue enviado a Babilonia.
¿Dónde, pues, se halla la dificultad? Además, el profesor Driver
mismo da una completa respuesta a su propia crítica al adoptar «la
suposición de que en algunos casos los escritos de Jeremías
estuvieron en circulación durante un tiempo como profecías aisladas,
o como pequeños grupos de profecías» (p. 254). Estos pueden haber
sido los rollos o «libros» de Daniel 9. Pero supongamos, por amor
del argumento, que admitamos que «los libros» tiene que significar
los escritos sagrados hasta aquel período, ¿qué justificación existe
para poder afirmar que no existía una «colección» tal en el año 536
a.C.? Nunca se ha hecho una afirmación más arbitraria, ni dentro del
campo de la controversia. ¿No es absolutamente increíble que los
rollos de la Ley no se guardaran juntos? Y considerando la intensa
piedad de Daniel, y los extraordinarios medios y recursos que tenía a
14
su disposición bajo Nabucodonosor, ¿no se puede «afirmar con
seguridad» que no había hombre sobre la tierra con más posibilidades
que el de tener copias de todos los escritos sagrados?11
Paso ahora al segundo argumento del crítico, que está basado en el
lenguaje del libro de Daniel. El apela, primero, al número de palabras
persas que contiene; segundo, a la presencia de palabras griegas;
tercero, al carácter del árame en que está escrito parte del libro; y,
por último, al carácter del hebreo.
Sosteniendo el argumento basado en la presencia de palabras
extranjeras está en realidad la asunción implícita de que los judíos
eran una tribu inculta que había vivido hasta entonces en rústico
aislamiento. Y ello, no obstante, cuatro siglos antes de Daniel se
hablaba de la sabiduría y de las riquezas de Salomón por todo el
mundo entonces conocido Era un naturalista, botánico, filósofo y
poeta. ¿Y por qué no también un lingüista? ¿O es que todas sus
comunicaciones con sus esposas extranjeras fueron efectuadas por
medio de intérpretes? Comerció con naciones cercanas y distantes, y
cada uno de nosotros sabe cómo el lenguaje es influenciado por el
comercio. ¿Y podemos dudar que la fama de Nabucodonosor atrajera
extranjeros a Babilonia? Lo que sus relaciones con las cortes
extranjeras fueran, no lo sabemos. ¿Por qué no pudo Daniel haber
sido un erudito persa? La posición que se le asignó bajo el gobierno
persa muestra que ello es extremadamente probable. Según el
profesor Driver, el número de palabras persas en el libro es de
«probablemente de quince por lo menos»; y aquí tenemos su
comentario acerca de ellas:
Que tales palabras se tengan que hallar en libros escritos
después de la organización del Imperio Persa, y cuando la influencia
Persa prevalecía, no es más de lo que sería de esperar (p. 470).
Pero fue precisamente en estas circunstancias que se escribió el libro
11. La sugerencia del profesor Bevan en este punto es, en mi opinión, Insostenible. Pero
me refiero a ella para mostrar cómo un avanzado exponente de la Alta Crítica puede
desechar (g). Commentary on Daniel, p. 146, No tengo ninguna duda de que si Daniel tuvo
ante sí el libro de Levítico, como, bien pudiera haber sido, era la ley de los años sabáticos lo
que tenía en mente, y no 26:18, etc.
de Daniel. La visión del capítulo 10 fue dada cinco años después del
establecimiento de la dominación Persa, y estas visiones fueron la
base del libro. Indudablemente, el autor tenía registros y notas de las
porciones anteriores e históricas; pero constituye una razonable
asunción que el todo fuera redactado después que le fueran
concedidas las visiones.
Por lo que respecta al arameo y al hebreo de Daniel, naturalmente no
puedo expresar ninguna opinión mía propia. Pero mi posición no
quedará en absoluto prejuzgada por mi incompetencia a este respecto.
En primer lugar, no tenemos aquí nada nuevo. El crítico nos sirve
simplemente de una manera condensada lo que los alemanes han
instado ya; todo este terreno ha sido ya cubierto por el Dr. Pusey y
otros que, habiéndolo examinado con igual erudición y cuidado han
llegado a conclusiones totalmente diferentes. Pero, en segundo lugar,
es innecesario; porque la notable honestidad con que el profesor
Driver afirma los resultados de su argumento me posibilita aceptar
todo lo que él dice a este respecto, y dejar la discusión de ello a la
secuela. Aquí están sus palabras:
Así, el veredicto del lenguaje de Daniel es claro. Las palabras
persas presuponen un período después del establecimiento del
Imperio Persa de una manera firme; las palabras griegas demandan,
el hebreo apoya, y el arameo permite, una fecha posterior a la
conquista de Palestina por Alejandro el Grande (332 a.C). Con
nuestro conocimiento actual esto es todo lo que el lenguaje nos
autoriza a afirmar de manera definitiva (p. 476).
¿Puedo afirmarlo en otras palabras? Los términos persas suscitan una
presunción de que Daniel estaba escribiendo después de una cierta
época. El hebreo fortalece esta presunción, el arameo es consistente
con ella, y se utilizan las palabras griegas para establecerla con
certeza. Precisamente problemas similares a éste exigen decisión
cada día en nuestros tribunales.12
12. Será interesante hacer notar en este punto que el autor, Sir Robert Anderson,
caballero comandante de la Orden del Baño (K. C. B.) era doctor en Leyes, y fue
durante muchos años director de Scotland Yard, (N. del T.)
15
Toda la fuerza del caso depende del último punto afirmado.
Cualquier número de presunciones argumentables pueden ser
rechazadas; pero aquí se alega que tenemos una prueba irrefutable:
Las palabras griegas demandan una fecha que destruye la
autenticidad de Daniel.
¿Podrá el lector creer que la única base sobre la que descansa esta
superestructura es la afirmación de que se hallan dos palabras griegas
en la lista de instrumentos musicales que se halla en el tercer
capítulo? En un bazar que se celebró hace un cierto tiempo en una de
nuestras ciudades diocesanas, bajo el patrocinio del obispo de la
diócesis, se dio la alarma de que un ladrón estaba operando entre los
presentes, y que dos damas presentes habían perdido sus bolsos. En
la confusión consiguiente se hallaron los bolsos robados, vaciados de
sus contenidos, ¡en el bolsillo del obispo! ¡La «Alta Crítica» le habría
entregado a la policía! Quizá debería pedir perdón por esta
divagación; pero, con sobria seriedad, lo cierto es que es oportuno
investigar si es que estos críticos comprenden las mismas bases del
arte de ponderar evidencias. La presencia de los dos bolsos robados
no «demandaban» la culpabilidad del obispo. Ni tampoco la
presencia de dos palabras griegas debería decidir la suerte de
Daniel.13
La cuestión todavía permanecería: ¿Cómo llegaron a estar
allí? Según el profesor Sayce, quien era una autoridad hostil, la
evidencia proveniente de monumentos ha refutado enteramente este
argumento de los críticos.14
13. Hablo solamente de dos palabras griegas, porque kitharos está prácticamente
abandonada. El doctor Pusey niega que estas palabras sean de origen griego.
(Daniel, pp. 27-30.) El doctor Driver argumenta que en el siglo V a.C. «las artes y
los inventos de la vida civilizada fluyeron así hacia Grecia desde Oriente, y no
desde Grecia hacia Oriente) Pero lo cierto es que la figura que él utiliza aquí
distorsiona su juicio. Las influencias de la civilización no «fluyen» en el sentido en
que el agua «fluye». Hay, y siempre debe haber, un intercambio; y las arte y los
inventos que pasan de un país a otro llevan consigo sus nombres Estoy obligado a
repasar de manera rápida estas cuestiones filológicas pero el lector las hallará
plenamente discutidas por Pusey y otros. E doctor Pusey señala: «Tanto las
palabras arameas como las asirías son apropiadas a su verdadera edad», y, «su
hebreo es, precisamente, el que sería de esperar en la época en la que él vivió» (p.
578).
Ahora parece ser que había colonias griegas en Palestina en tiempos
tan tempranos como los de Ezequías, y que había relaciones entre
Grecia y Canaán en períodos aún más tempranos.
Pero admitamos, por amor del argumento, que las palabras son
realmente griegas, y que no se conociesen tales palabras en Babilonia
en los días del exilio. ¿Es legítima la inferencia hecha basada en su
presencia en el libro? Mientras que algunos apologistas de Daniel han
insistido indebidamente en la hipótesis de una revisión, tal hipótesis
provee una explicación muy razonable de las dificultades de este tipo
particular. ¿Por qué deberíamos dudar de la veracidad de la tradición
judía de que «los hombres de la gran sinagoga escribieron» (esto es:
editaron) el libro de Daniel? Y si ello es cierto, estas palabras griegas
pueden ser fácilmente explicadas. Si en la lista de instrumentos
musicales, y en el título de «magos», los editores hallaron términos
que les eran extraños, cuan natural les sería sustituirlos por palabras
que les fueran familiares a los judíos de Palestina.15
Cuan natural,
también, escribir los nombres de Nabucodosor y de Abed-nego de la
manera que ha venido a ser normal. Este es precisamente el tipo de
cambio que ellos adoptarían; cambios de ninguna importancia vital,
pero adecuados para hacer que el libro fuera más apropiado para
aquellos para quienes estaban revisando el libro.
La última base de ataque del crítico es la teología del libro de Daniel.
Esta, señala el Dr. Driver, «apunta a una época más tardía que la del
exilio». No se sugiere ninguna acusación de error, pues el profesor
Driver tiene cuidado desde el principio de repudiar lo que él
denomina las «exageraciones» de los racionalistas alemanes y de sus
imitadores ingleses. Pero su alianza con hombres así, distorsiona su
juicio y le obliga a adoptar afirmaciones engendradas de su mescla de
ignorancia y malicia. Un solo ejemplo será suficiente «Es asimismo
notable —dice él—, que Daniel —tan distinto de la generalidad de
los profetas— no exhiba ningún interés en el bienestar o esperanzas
de sus contemporáneos».
14. Higher Criticism and the Monuments, pp. 424 y 494.
15. Sobre este asunto, ver el artículo del Obispo de Durham en el Smith Bible
Dictionary.
16
Ahora la cuestión aquí es, no si la doctrina del libro es verdadera,
porque esto no está bajo discusión, sino si una verdad de un carácter
tan avanzado y definido podría haber sido revelada en un período tan
temprano en el esquema de la revelación. No es fácil fijar los
principios sobre los que deba ser considerada esta cuestión. Y la
discusión puede ser evitada suscitando otra, la respuesta de la cual
decidirá todo el asunto en discusión. Conocemos la «posición
ortodoxa» del libro de Daniel. ¿Cuál es la alternativa que propone el
crítico a nuestra aceptación? Aquí él hablará por sí mismo, y las dos
citas siguientes serán suficientes:
Daniel, esto es indudable, fue una persona histórica, uno de los
judíos expatriados a Babilonia que, juntamente con sus tres
compañeros, sobresalió de su fiel adhesión a los principios de su
religión, que consiguió una posición de influencia en la corte de
Babilonia, que interpretó los sueños de Nabucodonosor, y que
predijo como vidente algo de la suerte futura de los imperios
caldeo y persa (p; 479).
Por otra parte, si el autor hubiera sido un profeta viviendo en la
época misma de los infortunios, se pueden explicar de manera
consistente todas las características de libro. Él vive en la época por
la que manifiesta su interés y que necesita los consuelos que tiene
que proveerle. No escribe después del final de las persecuciones (en
cuyo caso las profecías no tendrían objeto), sino al principio, cuando
su mensaje de aliento tendría valor para los judíos piadosos en el
tiempo de su aflicción. Así, él proclama: predicciones genuinas; y la
llegada de la era mesiánica sigue de cerca al final de Antíoco, así
como en Isaías o Miqueas sigue de cerca a la caída del Asirio: en
ambos casos el futuro es abreviado (p. 478).
La primera de estas citas se refiere a Daniel mismo, el doble del
supuesto autor del libro que lleva su nombre. En esta primera cita
pasamos por un momento afuera de la niebla de meras teorías y
argumentos a la clara y transparente luz del hecho. «Esto es
indudable», o, en otras palabras, es absolutamente cierto, que no tan
sólo Daniel fue «una persona histórica» sino además «un vidente» —
esto es, un profeta—. Pero volviendo de nuevo a las oscuridades,
vamos a conjeturar la existencia de otro profeta en los días de
Antíoco —un profeta real—, porque «proclama predicciones
genuinas» para alentar a «los judíos piadosos en el tiempo de su
aflicción».
Ahora, la posición del escéptico es, en cierto sentido, inacatable. Es
como el individuo del jurado que arrima su espalda contra la pared y
rehúsa aceptar la evidencia. Pero obsérvese lo que este compromiso
aquí sugerido involucra. Como ya se ha señalado, Daniel no tenía
pretensiones al manto del profeta en el sentido en que Jeremías y
Ezequiel lo llevaron. El mismo no hizo ninguna pretensión de serlo
(ver Dn. 9:10). Además, su vida transcurrió en el espléndido
aislamiento de la corte de Babilonia, mientras que ellos eran figuras
centrales entre su pueblo —uno de ellos en medio de aflicciones de
Jerusalén, el otro entre los expatriados. No sería extraño, por ello, si
el nombre y la fama de Daniel no tenían el mismo lugar que el de
ellos en la memoria popular. Pero aquí se nos pide que creamos que
otro profeta, surgido en tiempos históricos, cuyo «mensaje de
aliento» puede haber estado en boca de todos a través de la noble
lucha macabea, quedó limpiamente olvidado de la memoria de la
nación. El historiador de esta lucha no puede haber vivido más que
una generación después, y a pesar de ello ignora su existencia,
aunque se refiere en los términos más concretos al Daniel de la
Cautividad.16
La voz del profeta había estado callada durante siglos.
¡Con qué desenfrenado y apasionado entusiasmo la nación no habría
saludado el surgimiento de un nuevo vidente en un momento tal! Y
cuando el resultado de aquella fiera lucha colocó el sello de la verdad
sobre sus palabras, su fama hubiera eclipsado la de los viejos profetas
de la antigüedad. Pero el hecho es que no sobrevivió ni un vestigio de
su fama ni de su nombre. Ningún escritor, sagrado o secular, parece
haber oído hablar de él. No quedó ninguna tradición referente a él.
¿Se ha visto una invención más insostenible que ésta?
No es posible un compromiso tal entre fe e incredulidad. No hay
escape posible a aceptar una de las dos alternativas.
16. 1° Mac. 2:60; ver también 1:51. El primer libro de los Macabeos es una
historia de la mejor reputación, y su exactitud es universalmente admitida.
17
O el libro de Daniel es lo que proclama ser, o es totalmente inválido.
«Tiene que ser o todo verdad o todo impostura.»
Es en vano hablar de él como constituyendo la obra de algún profeta
de una época posterior. Data de Babilonia en los días de la
Deportación, o es un fraude literario, forjado después de la época de
Antíoco Epífanes. Pero entonces, ¿Cómo llegó a ser citado en el
libro de los Macabeos —y ello no de una manera incidental, sino en
uno de los pasajes más solemnes y notables de todo el libro— las
últimas palabras del viejo Matatías antes de su muerte? ¿Y cómo
llegó a quedar incluido en el canon? Los críticos hablan mucho de su
posición en el canon: ¿cómo explican ante todo el que tenga su lugar
allí?
Es razonablemente cierto que las primeras dos divisiones del canon
fueron establecidas por la Gran Sinagoga mucho antes de los
macabeos, y que su finalización fue la obra del Gran Sanedrín, no
más tarde que el segundo siglo antes de Cristo. Y se nos pide que
supongamos que esta gran institución, compuesta de los más eruditos
varones de la nación habría aceptado un fraude literario de reciente
factura, o que podría haber sido engañada por él. Esta es una de las
hipótesis más desenfrenada y arbitrarias que se pueda imaginar. Y
tampoco queda este argumento debilitado si los críticos insistieran
que el canon podría haber quedado abierto todavía durante unos
cien años después de la muerte Antíoco.17
Si hubiera quedado así
abierto, el hecho hubiese constituido otra prenda y prueba de que
hubieran estado ejerciendo el cuidado más vigilante y celoso de
manera incesante. La presencia del libro de Daniel en el canon es un
hecho de más peso que todas las críticas de los críticos. Son miles
los que se adhieren al libro de Daniel, y que a pesar de ello sienten
espanto de tener que enfrentarse a esta crítica destructiva, por temor
de que la fe sucumbiera ante su influencia. Y a pesar de ello, esto es
todo lo que los críticos pueden exponer, tal y como lo formula
17. El Sanedrín, aunque dispersado durante la revuelta macabea fue reconstituido
a su finalización. Ver los artículos del doctor Ginsburg «Sanedrín» y «Sinagoga»
en la Cyclopedia de Kitto.
uno de sus mejores portavoces. De todos estos argumentos no hay ni
siquiera uno que no pueda quedar refutado en cualquier momento por
el descubrimiento de más inscripciones. En presencia de algún
cilindro que pueda descubrirse pronto de las aún inexploradas ruinas
de Babilonia18
todas estas teorizaciones acerca de improbabilidades y
frivolidades acerca de palabras pudieran ser acalladas en un solo día.
Y siendo así, es evidente, en cualquiera que no le falte la facultad de
juzgar, que los críticos exageran la importancia de su crítica. Incluso
si todo lo que ellos alegan fuera verdadero y tuviera entidad, sólo
debería guiarnos a suspender el veredicto. Pero los críticos son
especialistas, y es cosa proverbial que los especialistas son malos
jueces. Y aquí es posible que alguien que no pueda alardear de ser
teólogo o erudito pueda enfrentarse con ellos sobre mejores bases que
la de la igualdad. Para ellos es suficiente con que la evidencia de un
cierto tipo señale en una dirección. Pero en aquellos en quienes se ha
desarrollado la facultad judicial se detendrán y pedirán, «y ¿qué es lo
que se puede decir desde el otro lado?» y « ¿la decisión propuesta
armoniza con todos los hechos?» No obstante, las cuestiones de este
tipo no existen para los críticos. Y si jamás se han presentado en la
mente del profesor Driver, es de lamentar que dejara de tenerlas en
cuenta al afirmar los resultados generales de sus investigaciones. Y si
fueron ignoradas por un autor tan dispuesto a llegar a la verdad, es
inútil tratar de verlas mencionadas en los escritos de los escépticos y
de los apóstatas.
Hasta aquí he estado tratando con presunciones, inferencias y
argumentos. Negar que tengan entidad sería a la vez deshonesto e
inútil. Se podría conceder que si el libro de Daniel hubiera salido a
luz dentro de la era cristiana, podrían ser suficientes para impedir su
admisión al canon. Pero para el cristiano el libro de Daniel está
acreditado por el mismo Señor Jesús; y ante este hecho toda la fuerza
de estas críticas se desvanece como la niebla ante el sol.
18. Las ruinas de Borsippa están prácticamente inexploradas; y considerando el
carácter de las inscripciones halladas en otras localidades caldeas, podemos esperar
hallar en el futuro registros estatales muy completos de la capital.
18
La misma predicción ante la cual los racionalistas presentan tantos
reparos, la adopta El en aquel discurso que es la clave a toda la
profecía pendiente de cumplimiento;19
y si se puede demostrar que
Daniel es un fraude, Aquel a quien reconocemos Señor queda
también desacreditado por lo mismo.
Los racionalistas de la escuela alemana desprecian este tipo de
razonamiento. Y para ellos no cuenta para nada el lecho de que
Daniel esté mencionado en el libro de Ezequiel, aunque según sus
propios cánones debería contrapesar en mucho la evidencia negativa
que ellos aducen. Daniel no es mencionado por otros profetas; por lo
tanto, argumentan, Daniel es un mito. En tres ocasiones hablan de él
las profecías de Ezequiel; por lo tanto, se está tratando de algún otro
Daniel. Su argumento está basado en el silencio de los libros
sagrados, y otros, de los judíos. Un hombre tan eminente como el
Daniel del exilio no habría sido ignorado de esta manera, adelantan
ellos. Y a pesar de ello ¡conjeturan la carrera de otro Daniel de igual,
o mayor, eminencia, cuya mismísima existencia ha quedado
olvidada! No es fácil tratar con casuistas como ellos. Pero hay un
argumento, por lo menos que no nos pueden arrebatar.
Ellos se han librado del segundo capítulo y del séptimo y de la visión
que cierra el libro, pero la gran profecía de las Setenta Semanas
permanece; y ésta da prueba de la autoridad divina de Daniel, que no
puede ser destruida. Que fijen la fecha del libro cuando quieran, no
pueden dar cuenta de ella, no pueden explicarla. Porque a partir de un
suceso histórico definitivamente registrado —el edicto de reconstruir
Jerusalén, hasta otro suceso histórico definitivamente registrado— la
manifestación pública del Mesías, hay un intervalo de tiempo que fue
predicho de antemano; y es con total exactitud y día por día se
cumplió la predicción. Este volumen se ha escrito con el fin de
dilucidar esta profecía, y como el resultado constituye mi
contribución personal a la controversia, se me podrá perdonar que
explique los pasos por medio de los cuales he llegado a él. La visión
se refiere a 70 hebdómadas de años, pero trataré aquí solamente de
las 69 «semanas» del versículo veinticinco. Aquí están las palabras:
19. Mateo 24.
Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para
restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete
semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el
muro, pero esto en tiempo angustiosos.
Ahora bien, es un hecho indiscutido que Jerusalén fue reconstruida
por Nehemías, bajo un edicto emitido por Artajerjes (Longimano), en
el año vigésimo de su reinado. Por lo tanto, a pesar de las dudas que
la controversia arroja sobre todo, la conclusión es obvia e irresistible
que ésta era la época del período profético. Pero el mes era el de
Nisán y el año sagrado de los judíos empezaba con la fase de la luna
pascual. Solicité entonces al Astrónomo Real, el difunto George
Airy, que me calculase la posición de la luna en marzo del año en
cuestión, y conseguí así la fecha que precisaba, 14 de marzo del 445
a.C.
Teniendo esto establecido, tan sólo quedaba una cuestión pendiente:
¿de qué tipo de años consiste la era? Y la respuesta a ello es
definitiva y clara. Es el antiguo año de 360 dias,20
lo que puede
quedar llanamente probado de dos maneras. Primero, porque según
Daniel y el Apocalipsis, 3 años y medio proféticos equivalen a 1.260
días; y segundo, porque se puede demostrar que los 70 años de las
«Desolaciones» tienen este carácter; y la conexión entre el período de
las «Desolaciones» y la era de las «semanas» es uno de los pocos
hechos universalmente admitidos en esta controversia.
Las «Desolaciones» tuvieron su comienzo en 10 de Tebeth de 589
a.C. (un día que ha sido conmemorado por los judíos durante
veinticuatro siglos con ayunos), y finalizaron el 24 de Quisleu de 520
a.C.21
Habiendo así establecido el terminas a quo de las «semanas», y el
tipo de año de que están compuestas, tan sólo queda calcular la
duración de la era. Así, se puede calcular con certeza su terminus ad
quem. Ahora bien, 483 años de 360 días contienen 173.880 días.
20. Ver p. 102. .
21. Ver pp. 91, 103-104, 222.
19
Y un período de 173.880 días, principiando el 14 de marzo del 445
a.C, finalizan en aquel domingo de la semana de la crucifixión
cuando, por primera y última vez a lo largo de Su ministerio, el Señor
Jesucristo, en cumplimiento de la profecía de Zacarías, hizo una
entrada pública en Jerusalén, e hizo que su mesiazgo fuera
proclamado abiertamente por «toda la multitud de los discipulos».22
No es necesario discutir más este asunto de momento.
En los siguientes capítulos se considera cada cuestión que
Incide en este asunto, y se da respuesta a cada objeción.23
Es suficiente repetir que en presencia de los hechos y de las cifras así
detalladas no es posible la mera negación de creer. Estos tienen que
explicarse de alguna manera. «Existe un punto más allá del cual la
incredulidad es imposible, y la mente al rehusar la verdad, tiene que
buscar refugio en un tipo de incredulidad que constituye una mera
credulidad.»
No fue hasta después de tener las páginas anteriores en prensa que
llegó a mis manos el libro Daniel del arcediano Farrar. Quizá se
deben pedir excusas al profesor Driver por poner juntamente con el
suyo una obra tal, pero The Expositor's Bible será leído por muchos
para los que The Introduction (libro escrito por el doctor Driver) es
un libro desconocido. Ambos autores concuerdan en impugnar la au-
tenticidad del libro de Daniel; pero sus posiciones relativas son
ampliamente diferentes, y no lo son menos sus argumentos y sus
métodos. El erudito cristiano escribe para eruditos, deseoso tan sólo
de determinar la verdad. El teólogo popular escribe detalladamente
las extravagancias del escepticismo alemán para la ilustración de un
público fácilmente engañado. Al pasar de un libro al otro, nos viene a
la mente la diferencia entre un proceso criminal cuando está a cargo
de un fiscal responsable de la Corona, y cuando lo promueve un
acusador privado vengativo.
En el primer ejemplo el único propósito del abogado es el de asistir al
tribunal a llegar a un veredicto justo. En el segundo ejemplo podemos
prepararnos a oír argumentos temerarios, o incluso desaprensivos.
22. Lucas 19. ,
23. Ver capítulos 5-10, especialmente, pp. 138-143.
Y aquí es donde debemos trazar la distinción entre la Alta Crítica
cuando es utilizada legítimamente por eruditos cristianos en interés
de la verdad, y el movimiento racionalista que se atribuye este
nombre. Si este movimiento lleva a la incredulidad, es obedeciendo a
la ley de que «de tal palo tal astilla». Es en sí mismo hijo del
escepticismo. Su reconocido fundador lo inició con el deliberado
designio de eliminar a Dios de la Biblia. Desde el punto de vista del
escéptico las teorías de Eichorn eran inadecuadas, y De Wette y otros
las han mejorado. Pero su intención y objetivo son los mismos. Se
tiene que dar cuenta de la Biblia, y se tiene que explicar la existencia
del cristianismo, en base a principios naturales. Los milagros, por
ello, tenían que ser eliminados, y la profecía es el mayor de los
milagros. En el caso de la mayor parte de las Escrituras Mesiánicas el
escepticismo que se había depositado como una niebla nocturna
sobre Alemania hizo que la tarea fuera cosa fácil; pero Daniel
constituía una dificultad. Pasajes tales como los del capítulo
cincuenta y tres de Isaías se podían eliminar a la ligera, pero el
incrédulo no podía hacer nada con las visiones de Daniel. El libro
permanece como testigo de Dios, y tiene que ser silenciado no
importa por qué medios, limpios o sucios. Y hay tan sólo un método
para conseguirlo. Los conspiradores se impusieron la tarea de
demostrar que fue escrito después de los sucesos que predice. La
evidencia que han reunido es de un tipo que no sería suficiente para
demostrar la culpabilidad de un reconocido ladrón de un pequeño
latrocinio —y desde luego, muchas de estas «evidencias» han sido ya
descartadas—; pero cualquier tipo de evidencias serán suficientes
para un tribunal prejuiciado, y desde el primer momento el libro de
Daniel estaba ya sentenciado.
El libro del doctor Farrar reproduce cada fragmento de estas
evidencias en su forma más desnuda y cruda. Su contribución
original a la controversia se limita a la retórica que cubre la debilidad
de argumentos falaces, y el dogmatismo con que a veces deja de lado
resultados acreditados por el juicio de autoridades de la mayor
eminencia. Dos ejemplos típicos de ello serán suficientes. El primero
se relaciona con una cuestión de pura erudición. Refiriéndose al
quinto capítulo de Daniel, escribe así:
20
Agarrándose a un clavo ardiendo, aquellos que intentan vindicar
la exactitud del autor ... creen que mejoran el caso al adelantar que
Daniel fue hecho «el tercer gobernante del reino» —¡siendo
Nabunaid el primero, y Belsasar el segundo! Desdichadamente para
su muy precaria hipótesis, la traducción «tercer gobernante» se
presenta sin fundamento alguno. El significado es «uno de un
triunvirato».
«¡Sin fundamento alguno!» En vista de la decisión de la compañía
de Revisiones del Antiguo Testamento, la afirmación denota un
extraordinario descuido o una arrogancia intolerable. Y estoy
completamente autorizado a afirmar que los revisores dieron a esta
cuestión una exhaustiva consideración, y que fue tan sólo en la última
revisión que se admitió en el margen la versión alternativa, «gobernar
dentro de un triunvirato». En ningún momento se consideró la
posibilidad de aceptar esta versión en el texto.24
La correcta traducción de 5:29 es, admitidamente, «el tercer
gobernante» en el reino; pero las autoridades difieren con respecto a
los versículos 7 y 16. El profesor Driver me dice que, en su opinión,
la traducción absolutamente literal allí es «gobernar como una tercera
parte en el reino», o parafraseando ligeramente las palabras
«gobernar dentro de un triunvirato» (como en el margen de la
Versión Revisada). El profesor Kirkpatrick, de Cambridge, ha sido lo
bastante amable como para referirme al Die Heilige schrift des alten
Testaments, de Kautzsch, como representante de la mejor y más
reciente erudición alemana, y su traducción del versículo 7 es «el
tercer gobernante en el reino», con la nota, «esto es, ya como uno
entre tres sobre todo el reino (cp. 6:3), o como tercero al lado del rey
y de la reina madre». Y el Gran Rabino (cuya cortesía hacia mí
quiero aquí reconocer) escribe:
No puedo encontrar ninguna falta en absoluto con-----
por traducir las palabras «la tercera parte del reino», ya que sigue
con ello a dos de nuestros comentaristas hebreos de gran reputación,
Rashi y Ibn Ezra.
24. Al haber asumido este asunto como uno de ensayo crucial, lo he investigado
con sumo cuidado.
Por otra parte, otros de los comentaristas, como Saadia, Jachja, etc.,
traducen el pasaje como «él será el tercer gobernante en el reino».
Esta traducción parece estar más estrictamente de acuerdo con el
significado literal de las palabras, como lo muestra el doctor Winer
en su Grammatik des Cháldaismus. También recibe confirmación
gracias al notable descubrimiento de Sir Henry Rawlinson, por la
cual Belsasar era el hijo mayor del rey Nabónido, y que estaba
asociado con él en el gobierno, por lo que la persona que le siguiera
en honor sería la tercera
Queda así perfectamente claro que la afirmación del doctor Farrar es
totalmente injustificable. ¿Se tiene que atribuir a falta de erudición o
a falta de integridad? De nuevo, y refiriéndose a la tercera visión del
profeta el arcediano Farrar escribe:
El intento de relacionar la profecía de las setenta semanas
primaria o directamente a la venida y muerte de Cristo... se puede
apoyar solamente por medio de inmensas manipulaciones, y por
hipótesis tan crudamente imposibles que hubieran conducido a una
profecía prácticamente sin significado tanto para Daniel como para
el lector posterior (p. 287).
No es fácil tratar con esta afirmación siquiera con un respecto
convencional. Ninguna persona honesta negará que, ya sea que el
noveno capítulo de Daniel sea profecía o fraude, las bendiciones
especificadas en el versículo 24 son mesiánicas. En este punto
coinciden todos los expositores cristianos. Y a pesar de que los
puntos de vista de algunos de ellos están marcados por chocantes
excentricidades incluso el más desatinado de ellos contrastará
favorablemente frente a la exégesis de Kuenen que, en toda su cruda
extravagancia, adopta el arcediano Farrar.25
25. Su capítulo acerca de Las Setenta Semanas provoca la exclamación ¡Esto es a
dónde ha venido a parar la teología inglesa! No aludo a los vulgares fallos de
llamar a Gabriel «el Arcángel» (p. 275), ni a su confusión de la era de la
Servidumbre con la de las Desolaciones (p. 289), «sino al estilo y al espíritu de
estudio como un todo. Ningún tratado reciente inglés se puede comparar con éste
con respecto a «inmensas manipulaciones» y a «hipótesis crudamente imposibles».
21
Las opiniones del profesor Driver son de la mayor autoridad dentro
de la esfera en la que él posee una tal erudición.26
Pero aquí he
aventurado la sugerencia de que su eminencia como erudito da un
peso indebido a sus declaraciones sobre las generalidades
involucradas, y que él sufre de la proverbial incapacidad de los
expertos al tratar con una masa de evidencia aparentemente en
conflicto. El tono y manera en que su investigación ha sido efectuada
muestran una prontitud a reconsiderar su posición a la luz de
cualquier tipo de descubrimientos posteriores. En contraste a ello no
hay reserva alguna en las denuncias de Farrar. Para él es imposible la
retirada, sin importar lo que el futuro pueda descubrir. Pero no es mi
propósito analizar su libro. Ya se ha pasado revista a lo único que
cuenta seriamente en la acusación contra Daniel. No obstante, su
tratado suscita una cuestión general de importancia trascendente, y a
ella me quiero referir para concluir.
Para él el libro de Daniel es una mera ficción, difiriendo de otras
ficciones del mismo tipo sólo en razón de la multiplicidad de sus
inexactitudes y errores. Su historia es una vana leyenda. Sus milagros
son tan sólo fábulas sin fundamento. Es, en cada sección, una obra de
la imaginación. «Ficción reconocida» (p. 43), la llama, porque es tan
evidentemente un romance que la acusación de fraude es debida tan
sólo a la estupidez de la Iglesia Cristiana al no reconocer el propósito
del «santo y dotado judío» (p. 119) que lo escribió.
Tal es el resultado de su crítica. ¿Qué acción debemos tomar en vista
de ello? ¿No deberíamos, tristemente, pero con firme propósito,
arrancar el libro de Daniel del sagrado canon? No, en absoluto.
26. Aludo a su intento de fijar la fecha del libro por el carácter de su hebreo y
arameo. Este es, además, un punto en el que los eruditos disienten. Ya he citado la
afirmación del doctor Pusey. El profesor Cheyne afirma: «No se puede hacer
ninguna inferencia importante a partir del hebreo del libro de Daniel con respecto a
su edad con alguna certeza» (Encyc Brit., «Daniel», p. 804); y una de las más
eminentes autoridades en Inglaterra, que ha sido citado en favor de la asignación de
una fecha tardía para el libro de Daniel, escribe, en respuesta a una pregunta que le
dirigí: «Soy ahora de la opinión de que es muy difícil establecer la edad de
cualquier porción de este libro por medio de su lenguaje. No creo, por lo tanto, que
debiera citar más mi nombre en esta discusión.»
Estos resultados —afirma el doctor Farrar— no son en absoluto
detractores de la preciosidad de este Apocalipsis del Antiguo
Testamento. Ninguna palabra mía puede describir el alto valor que
asigno a esta porción de nuestras Escrituras Canónicas... Su derecho
a un puesto en el canon es indiscutible e indiscutido, y apenas hay un
solo libro del Antiguo Testamento que pueda hacerse más ricamente
aprovechable para enseñar, para redargüir, para corregir, para
instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios se enteramente
apto, bien pertrechado para toda buena obra (p. 4).
Esta no es una afirmación aislada que la caridad pudiera atribuir a un
desliz del pensamiento. Parecidas palabras son utilizadas una y otra
vez en alabanza de este libro.27
¡Daniel no es nada más que una
novela religiosa, y con todo y esto «apenas hay un solo libro del
Antiguo Testamento» que sea de más valía!
La cuestión aquí no es la de la autenticidad de Daniel, sino del
carácter y valor de las Sagradas Escrituras. Los eruditos cristianos
cuyos estudios les guíen a rechazar alguna porción del canon tienen
que actúan confesando que, al hacer esto, aumentan la autoridad, y
subrayan la valía del resto.
Pero el arcediano de Westminster, al impugnar el libro de Daniel,
aprovecha la ocasión para degradar y menospreciar la Biblia como un
todo.
El obispo Westcott afirma que ningún escrito del Antiguo
Testamento tuvo una parte tan importante en el desarrollo del
cristianismo como Daniel.28
O, citando a un testigo hostil, el
profesor Bevan escribe: «En el Antiguo Testamento se menciona a
Daniel en una sola ocasión, pero la Influencia de su libro es evidente
casi en todas partes.»29
«Son pocos los libros --dice Hengstenberg--
cuya autoridad divina queda tan plenamente establecida por el
testimonio del Nuevo Testamento, y en particular por nuestro mismo
Señor, como la del libro de Daniel.»
27. Ver ex. gr., pp. 36-37, 90, 118, 125.
28. Smith, Bible Dictionary, «Daniel».
29. Commentary on Daniel, p. 15.
22
Así como la niebla y la tormenta pueden esconder la roca sólida de la
vista, así esta verdad puede quedar oscurecida por el casuismo y la
retórica; pero cuando éstos se han agotado aquélla se mantiene llana
y clara. En toda esta controversia se pasa comúnmente por alto, o se
esconde muy estudiadamente, uno de los resultados del rechazo del
libro de Daniel. Si «el Apocalipsis del Antiguo Testamento» es
excluido del canon, el Apocalipsis del Nuevo debe participar en esta
exclusión. Las visiones de san Juan están tan inseparablemente
entrelazadas con las visiones del gran profeta expatriado que se
mantienen o caen juntas. El crítico tiene el derecho de ignorar este
resultado, pero el predicador no puede ignorarlo en absoluto. Y ello
da importancia al hecho, tan a menudo olvidado, de que la Alta
Crítica pretende una posición que no se le puede acordar en absoluto.
Su verdadero puesto no está en el sitial del juez, sino en el estrado de
los testigos. El teólogo cristiano tiene que tomar en cuenta muchas
cosas que la crítica no puede sin abandonar enteramente su esfera y
función legítimas.
Nadie se apropia de esta posición con más libertades que el arcediano
Farrar. El evade el testimonio del capítulo 24 de san Mateo al rehusar
creer que nuestro Señor pronunciara las palabras que se le atribuyen a
Él. Pero esto socava el cristianismo; porque, repito, el cristianismo
reposa sobre la Encarnación, y si los Evangelios no son inspirados, la
Encarnación es un mito. ¿Cuál es su respuesta a esto? Cito sus
palabras:
Pero nuestra fe en la Encarnación, y en los milagros de Cristo,
descansa sobre una evidencia que, después de repetidos exámenes,
es para nosotros abrumadora. Aparte de todas las cuestiones de
verificación personal, o del Testimonio Interno del Espíritu, podemos
mostrar que esta evidencia está apoyada, no solamente por los
registros existentes, sino, además, por miríadas de testimonios
externos e independientes.
Esto merece una atención más cuidadosa, no solamente a causa de su
relevancia con respecto a lo que se está considerando en este
momento, sino como una buena muestra del razonamiento de este
autor en esta extraordinaria contribución a nuestra literatura
teológica. Aquí tenemos el argumento cristiano: «El Nazareno era
reconocidamente el hijo de María. Los judíos declararon que Él era
hijo de José; el cristiano le adora como el Hijo de Dios. El fundador
de Roma fue declarado ser el hijo divinamente engendrado de una
virgen vestal. Y en los antiguos misterios babilónicos se adscribía
una paternidad similar al hijo martirizado de Semíramis, proclamada
Reina del Cielo. ¿Qué base tenemos entonces para distinguir entre el
milagroso nacimiento en Belén de estas y otras leyendas parecidas
del mundo antiguo? Señalar la resurrección es una petición de
principio transparente. Apelar al testimonio humano sería una total
necedad. En este punto nos encontramos cara a cara con aquello que
ningún mero testimonio humano podría proveernos siquiera con una
probabilidad a priori.»30
¿Sobre qué, entonces, basamos nuestra fe en el gran hecho central del
sistema cristiano? Aquí el dilema es inexorable: el desprecio de los
Evangelios, como el que este autor evidencia, implica la admisión de
que el fundamento de nuestra fe es simplemente una leyenda galilea.
En absoluto, nos dice el doctor Farrar, tenemos solamente la
«verificación personal, y el Testimonio Interno del Espíritu, sino que
además tenemos miríadas de testigos externos e independientes».
Ningún cristiano ignorará el Testimonio del Espíritu. Pero
recordemos que la cuestión aquí es una de hechos. Todo el sistema
cristiano depende de la veracidad del último versículo del primer
capítulo de san Mateo —no lo voy a citar. ¿De qué otra manera
puede el Espíritu Santo impartirme el conocimiento del hecho allí
afirmado, si no es por la Palabra escrita? Acepto este hecho porque
acepto el registro como la escritura inspirada de Dios, una revelación
autorizada y verdadera que procede del cielo. Pero hablar de
verificación personal, o apelar a algún instinto trascendental, o de
decenas de millares de testigos externos, es divorciar las palabras de
los conceptos, y salir de la esfera de la afirmación inteligente y del
sentido común.31
R. ANDERSON
30. A Doubter's Doubts, p. 76.
31. El profesor Driver me ha llamado la atención, desde entonces, a una nota en
la «Addenda» a la tercera edición de su Introduction, en la que condiciona sus
23
admisiones con respecto a Belsasar. Me ha informado también que el profesor
Sayce es la «eminente autoridad en Asiriología» a que allí se refiere. Esto nos
permite descontar su retractación. Cuando estaba escribiendo mis comentarios
acerca de (e) en este Prefacio, tenía ante mí las páginas 524-529 del Higher
Criticism and the monuments, y me impresionó la fuerza de los argumentos que se
adelantaban allí en contra de la historia de Belsasar en Daniel. Fue grande la
reacción de mis sentimientos cuando descubrí que los argumentos del profesor
Sayce dependían de su mala lectura de la tablilla Ánnalística de Ciro, Es cosa
reconocida que la tablilla se refiere continuamente a Belsasar como «el hijo del
rey», pero cuando registra su muerte en la toma de Babilonia, el profesor Sayce lee
«esposa del rey» en lugar de «hijo del rey», y de aquí pasa a argumentar que, como
Belsasar no está mencionado en este pasaje, ¡no puede haber estado en Babilonia
en aquella ocasión! Que las tablillas de contratos estén fechadas con referencia al
reinado del rey, y no del regente, es precisamente lo que sería de esperar.
He tratado exhaustivamente la cuestión de Belsasar en mi libro Daniel in the
Critics' Den, al que quisiera referir para una réplica más completa al libro del Deán
Farrar. Si se considera el testimonio de la tablilla Annalística, se puede considerar
el caso como cerrado. Y si, al escribir esta obra, hubiera tenido ante mí lo que el
Rev. J. Urquart saca a luz en su Inspiration and Accuracy of Holy Scripture,
debería haber considerado que ésta, la única dificultad que permanecía en pie en la
controversia acerca de Daniel, ya no lo era más de una manera seria
.
1
Introducción
PARA LOS HOMBRES VIVIENTES ningún momento puede ser tan
solemne como «el presente vivo» sean cuales sean sus características;
y esta solemnidad queda inmensamente ahondada en una época de
progreso sin paralelo en la historia del mundo. Pero surge la cuestión
de si estos días en que vivimos ¿son sin comparación, por causa de
ser, en el sentido más estricto, los últimos? ¿Está a punto de cerrarse
la historia del mundo? ¿Está casi agotada la arena de su reloj, y está a
mano el choque final de todas las cosas?
Los pensadores profundos no permitirán que las disparatadas
afirmaciones de los alarmistas, ni las extravagancias de los traficantes
de profecías, les separen de una investigación que es a la vez tan
solemne y tan razonable. Es solamente el incrédulo que duda que
haya un límite predeterminado a este «presente siglo malo». Que
Dios impondrá un día Su poder para asegurar el triunfo del bien es,
en cierto sentido, digo evidente. El misterio de la revelación es, no
que Él lo hará, sino que espera hacerlo. Si juzgáramos por los hechos
que vemos a nuestro alrededor, Él es un espectador indiferente de la
desigual lucha entre el bien y el mal sobre la tierra. «Me volví y vi
todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las
lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza
estaba en la mano de sus opresores, y para ellos no había
consolador.»1
¿Y cómo pueden ser estas cosas así, si realmente el
Dios que rige sobre todo es todopoderoso y totalmente bueno?
1. Ec. 4:1.
24
El vicio, la impiedad, la violencia y la injusticia crecen lozanos por
todas partes, y a pesar de ello los cielos arriba guardan silencio.
El incrédulo apela a ello como prueba de que el Dios de los cristianos
es tan sólo un mito.2
El cristiano halla en ello prueba adicional de
que el Dios a quien adora es paciente y lento para la ira —«paciente
porque Él es eterno»— y lento para la ira porque Él es todopoderoso,
y porque la ira es un último recurso del poder.
Pero se está acercando el día cuando «vendrá nuestra Dios, y no
callará»?3
Esta no es una opinión, sino un asunto de fe. El que lo
ponga en tela de juicio no puede tener pretensión alguna al nombre
de cristiano, pues es una verdad tan esencial del cristianismo como lo
es el registro de la vida y de la muerte del Hijo de Dios. Las viejas
escrituras rebosan de ello, y de todos los escritores del Nuevo
Testamento no hay ni siquiera uno que no hable explícitamente de
ello. Fue el asunto de que trató la primera proclamación profética que
las Sagradas Escrituras registran;4
y el libro que cierra el sagrado
canon, desde el primer capítulo hasta el último, confirma y amplifica
el testimonio.
Así, la única investigación que nos concierne se refiere a la
naturaleza de la crisis y a la época de su cumplimiento.
2. Según Mill, el curso del mundo da prueba de que tanto el poder como la
bondad de Dios están limitadas. Sus Essays on Religión muestran de una manera
evidente que el escepticismo es una actitud mental prácticamente imposible de
mantener. Incluso con un razonador tan claro y capaz como Mill, degenera
inevitablemente a una forma degradante de fe. «La actitud racional de una mente
pensante hacia lo sobrenatural» (dice Mili) «es la de escepticismo, distinguiéndose
éste de la creencia, por una parte, y del ateísmo por otra»; y a pesar de ello procede
a continuación a formular un credo: no es que no haya un Dios, pues ello es tan
sólo probable, pero si hubiera un Dios Él no es todopoderoso, y su bondad hacia el
hombre es limitada (Essays. etc., pp. 242-243). El no da una demostración a este
credo, naturalmente. Su verdad es evidente a «una mente pensante». Es también
evidente que el sol se mueve alrededor de la tierra. Un hombre sólo necesita
ignorar tanto de astronomía como el incrédulo del cristianismo, ¡y hallará la más
indiscutible prueba de este hecho cada vez que examine los cielos!
3. Sal. 50:3.
Así, la única investigación que nos concierne se refiere a la
naturaleza de la crisis y a la época de su cumplimiento. Y la clave de
esta investigación es la visión de las Setenta Semanas del profeta
Daniel. No es que una correcta comprensión de la profecía nos
capacitará a profetizar. Este no el propósito para el cual fue dada.5
Pero demostrará ser una suficiente salvaguardia durante el estudio.
Lo notable es que nos librará de los desatinos a que inevitablemente
conducen los falsos sistemas de cronología profética a aquellos que
los siguen. No es solamente en nuestra época que se ha predicho el
fin del mundo. Se esperaba su consumación con mucha más certeza a
principio del siglo vi. Toda Europa vibraba de ello durante los días
del papa Gregorio el Grande. Y al final del siglo x la aprensión llegó
a desembocar en un verdadero pánico general «Fue entonces
predicho a menudo, y escuchado por multitudes sin aliento; el asunto
en que todos meditaban, y de que todos conversaban» «Bajo esta
impresión, innumerables multitudes —dice Mosheim—, habiendo
donado sus propiedades a monasterios o Iglesias, viajaron a
Palestina, donde esperaban que Cristo descendiera en juicio. Otros se
ataron a sí mismos con solemnes juramentos a ser siervos de las
iglesias o de los sacerdotes, con la esperanza de una sentencia más
suave al ser siervos de los siervos de Cristo. En muchos lugares se
dejaron edificios a perder, como cosas que en el futuro ya no serían
necesarias. Y en las ocasiones de eclipses de sol y de luna, la gente
huía a esconderse a las cavernas y a las rocas.»6
Y así en años recientes, fecha tras fecha ha sido emitido de manera
confiada como la de la crisis suprema; pero el mundo continúa. El
año 581 d.C. fue una de las primeras fechas determinadas para este
evento,7
y 1881 entre las últimas.
4. Jud. 14.
5. «La profecía no nos es dada para profetizar, sino como testigo de Dios cuando
venga el tiempo.» Pusey, Daniel, p. 80.
6. Elliot, Horae Apoc. (3.a
ed.), I, 446; ver también cap. iii, pp. 362-376.
7. Elliot, op. cit., p. 373. Hipólito predijo el año 500 d.C.
25
Estas páginas no llevan el designio de perpetuar los dislates de este
tipo de predicciones, sino de intentar de una manera humilde la
elucidación del significado de una profecía que debería librarnos de
todos estos errores y rescatar esta área de estudio del descrédito que
le ha sido impuesto.
No sería necesario tener que decir nada para reforzar la importancia
de este asunto, y a pesar de todo el descuido de las Escrituras
proféticas, incluso por parte de aquellos que profesan creer que toda
la Escritura está inspirada, es cosa proverbial. Poniendo el argumento
en su nivel más elemental, se podría mencionar que si es necesario un
conocimiento del pasado, un conocimiento del futuro tiene que ser
aún de mayor valor, al ampliar los horizontes de la mente y al
remontarla por encima de la estrechez producida por una
contemplación limitada y sin luz del presente. Si Dios ha concedido
una revelación a los hombres, su estudio debería ciertamente producir
un interés entusiasta, y atraer el ejercicio de todos nuestros talentos
que puedan ser útiles en su aprovechamiento.
Y esto sugiere otro terreno sobre el cual, en nuestros días especial-
mente, el estudio profético proclama especial prominencia; esto es, el
testimonio que provee al carácter divino y al origen de las Escrituras.
A pesar de que la infidelidad fue muy grande en tiempos pretéritos,
entonces tenía sus propias banderas en su propio terreno, y chocaba
contra la masa de la humanidad que, aunque ignorante del poder
espiritual de la religión, no obstante, se aferraba con gran tenacidad a
sus dogmas. Pero la especial característica de nuestra época, —y muy
apropiada para provocar ansiedad y alarma a todos los hombres que
piensen— es el surgir de lo que podría ser denominado escepticismo
religioso, un cristianismo que niega la revelación --una forma de
piedad que niega aquello que es el poder de la piedad.8
La fe no es la actitud normal de la mente humana hacia las cosas de
Dios; por lo tanto, el que duda honestamente merece respeto y
simpatía. Pero, ¿de qué calificación serán dignos aquellos que se
deleitan en proclamarse personas que dudan, afirmando a la vez ser
ministros de una religión en la que la FE es la característica esencial?
8. 2.' Ti. 3:5.
No son pocos en la actualidad aquellos cuya fe en la biblia es aún
más profunda y firme precisamente porque han tomado parte en la
revuelta general en contra del clericalismo y de la superstición; y
para éstos no hay discusión real de tomar ningún lado en la lucha
entre la libertad de pensamiento y la servidumbre de los credos y de
los clérigos. Pero en el conflicto entre fe y escepticismo dentro de la
cristiandad, sus simpatías no están tan divididas. Por un lado puede
haber mojigatería, pero, por lo menos, hay honestidad; y en un caso
así ciertamente se ha de considerar el elemento moral procediendo a
las pretensiones de vigor mental e independencia. Además, cualquier
pretensión de este tipo precisa de investigación. La persona que
afirma su libertad de recibir y de enseñar lo que él considera la
verdad, sea la que ésta sea, no debe ser acusado a la ligera de vanidad
ni de ser voluntarioso. Sus motivos pueden ser rectos y veraces, y
dignos de alabanza. Pero si él se ha suscrito a un credo, debería ser
muy cuidadoso al afirmar un terreno tal. No es precisamente en el
terreno de las vaguedades que nuestros credos británicos tienen sus
fallos, y los hombres que se vanaglorian de ser librepensadores
merecerían más respeto si mostraran su independencia rehusando
suscribirse a ellos, en lugar de socavar las doctrinas a las que se han
comprometido defender, y por lo cual reciben un sueldo para
enseñarlas. Pero lo que aquí nos concierne es el indiscutible hecho
de que el racionalismo, en su forma más sutil, está leudando la
sociedad. Las universidades son sus principales seminarios. Los
pulpitos le sirven de plataforma. Algunos de los líderes religiosos
más populares están entre sus discípulos. Ninguna clase está libre de
su influencia. E incluso si se pudiera fijar el presente, estaría bien así;
pero hemos entrado en una pendiente, y tienen que ser ciegos los que
no ven a donde ella lleva. Si no se socava la autoridad de las
Escrituras se pueden perder verdades vitales por una generación, y la
siguiente recobrarlas; pero si se toca ésta, se socava el fundamento de
toda verdad, y se pierde todo el poder de recuperación. El escéptico
cristianizado de hoy dará lugar al incrédulo cristianizado, cuyos
discípulos y sucesores serán incrédulos a su vez, pero sin ningún
barniz de cristianismo sobre ellos. Algunos, indudablemente,
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  • 1. EL PRINCIPE QUE HA DE VENIR LA MARAVILLOSA PROFECIA DE LAS SETENTA SEMANAS DE DANIEL, CON RESPECTO AL ANTICRISTO. Por Sir Robert Anderson Prologo Evis L. Carballosa PUBLICACIONES PORTAVOZ EVANGÉLICO
  • 2. 2 Índice Prólogo — Evis L. Carballosa ............................................... 2 Prefacio a la décima edición inglesa ..................................... 4 Prefacio a la quinta edición inglesa....................................... 8 1. INTRODUCCIÓN............................................................... 23 2. DANIEL Y SU ÉPOCA .................................................... 30 3. EL SUEÑO DEL REY Y LAS VISIONES DEL PRO- FETA ....................................................................... 33 4. LA VISION JUNTO AL RIO ULAY............................... 38 5. EL MENSAJE DEL ÁNGEL ........................................... 41 6. EL AÑO PROFETICO ..................................................... 47 7. EL TIEMPO MÍSTICO DE LAS SEMANAS .................. 50 8. «EL MESÍAS PRINCIPE»............................................... 54 9. LA CENA PASCUAL...................................................... 60 10. EL CUMPLIMIENTO DE LA PROFECÍA …………… 64 11. PRINCIPIOS DE INTERPRETACIÓN............................ 68 12. LA PLENITUD DE LOS GENTILES............................. 75 13. EL SEGUNDO SERMÓN DEL MONTE ...................... 79 14. LAS VISIONES DE PATMOS........................................ 84 15. EL PRINCIPE QUE HA DE VENIR ……………….... 90 Prólogo «CUANDO SE PUBLICA un libro nuevo, lee uno viejo.» Ese pensamiento de la pluma de un literato que vivió hace más de un siglo es, en cierto sentido, apropiado para la obra El Príncipe que ha de Venir. Dicha obra es vieja porque vio la luz por primera vez en el idioma inglés en el año 1882, pero es nueva porque su contenido es tan pertinente en nuestros días como lo fue hace un siglo. Sir Robert Anderson, autor de El Príncipe que ha de Venir, fue, sin duda, un hombre extraordinario. Nacido en Inglaterra en el año 1841, Anderson procede de un trasfondo presbiteriano. Su instrucción no fue en el campo de la teología, sino más bien en asuntos legales. Trabajó como abogado en Dublín y en Londres. Entre los años 1868-1888 fue consejero de la oficina británica de Asuntos Internos en el área de crímenes políticos. También trabajó como comisionado asistente de la policía metropolitana de Londres y como jefe del departamento de investigación criminal de Scotland Yard de 1888 a 1901. Aunque Sir Robert Anderson no podría clasificarse como un teólogo profesional, no cabe duda que fue un estudiante ferio de la Palabra de Dios. En medio de sus ocupaciones fue un conferenciante muy solicitado y un escritor de pluma ágil. Sus trabajos trataron principalmente temas de apologética y profecía bíblica, aunque dio atención también a otros temas. Las obras más conocidas de Anderson fueron El Evangelio y sus ministerios (1876),
  • 3. 3 El Príncipe que ha de Venir (1882), El Silencio de Dios (1897), La Biblia y la Crítica Moderna (1902) y Racionalismo Cristianizado y la Alta Crítica,* escrito poco antes de su muerte, en 1918. El lector de habla castellana, no importa su persuasión teológica, debe sentirse complacido con la publicación de El Príncipe que ha de Venir. Esta obra consiste de un estudio esmerado y sobrio de la profecía de Daniel 9:24-27, con particular énfasis en lo relacionado a la septuagésima semana y más concretamente las enseñanzas tocantes a la persona del Anticristo. Varios son los méritos del trabajo de Sir Robert Anderson. Primeramente, el hecho de que vivió y escribió en una época en que el mundo teológico estaba embriagado con el vino que llenaba el cáliz de la alta crítica y que era ávidamente ingerido por los racionalistas europeos. Es muy notable que Anderson no cayera víctima del desatino teológico de su tiempo sino que defendió con valentía la integridad las Sagradas Escrituras. En segundo lugar, el autor de El Príncipe que ha de Venir aboga por un sistema congruente de interpretación 'bíblica. Un método que sea aplicable de manera consecuente a la totalidad de la Palabra de Dios sin exceptuar la profecía. O como él mismo afirma: «No hay una sola profecía cuyo cumplimiento se registre en las Escrituras, que no se haya cumplido con absoluta exactitud, y en cada detalle; y es totalmente injustificable asumir que un nuevo sistema de cumplimiento haya sido inaugurado después de haberse cerrado el canon sagrado» (p. 147). Además, Sir Robert Anderson estaba interesado en exponer el Texto Sagrado. De modo que su trabajo es eminentemente exegético. Es evidente que Anderson estaba interesado en descubrir qué enseña la Palabra de Dios. Su mente analítica e investigadora lo llevó también a trazar una cronología de las setenta semanas de Daniel, trabajo éste que ha servido de base para muchos estudiosos de temas proféticos * Estos libros han sido editados en inglés por Kregel Publications, Grand Rapids, Michigan, EE.UU. Puede observarse, además, que Sir Robert Anderson estaba compenetrado tanto con la historia bíblica como con la historia secular. Prueba de esto es el uso constante de fuentes bibliográficas apropiadas y los apéndices cronológicos al final de la obra. Sin embargo, su obra está saturada de un tinte pastoral y a veces hasta devocional. Finalmente, debe recordarse que la obra El Príncipe que ha de Venir fue escrita originalmente en el año 1882. Es decir, hace casi un siglo. Su autor murió en 1918, o sea hace más de seis décadas. Muchas cosas han pasado desde entonces. Algunas como el establecimiento del estado moderno de Israel, la situación en él Oriente Medio y la formación de cuatro esferas de influencia mundial han fortalecido lo que Sir Robert Anderson escribió hace más de medio siglo. Seguramente si viviese, Anderson hubiese revisado y aclarado algunos de los detalles de su obra. Pero general- mente hablando hubiese podido decir lo mismo que escribió hace un siglo. Recomendamos, pues, a todos los estudiosos de la Biblia en él mundo de habla castellana la obra El Príncipe que ha de Venir. No importa la persuasión teológica del lector, debe prestar atención cuidadosa a este trabajo. Nuestra felicitación sincera a Publicaciones Portavoz Evangélico por él esfuerzo realizado. Quiera Dios usar esta obra para estimular a muchos a un estudio más profundo del Texto Sagrado. Evis L. CARBALLOSA Guatemala, C A., 14 de julio de 1980
  • 4. 4 Prefacio a la décima edición inglesa EL PRÍNCIPE QUE HA DE VENIR ha estado agotado por más de un año; no parecía adecuado reimprimirlo durante la guerra 1. Pero la guerra parece haber creado un mayor interés hacia las profecías de Daniel; y como este libro está en demanda, se ha decidido publicar una nueva edición sin más tardanza. No es debido a que estas páginas contengan ninguna teoría sensacional respecto a «Armagedón». Porque «el lugar que en hebreo se llama Armagedón» no está situado Ni en Francia ni en Flandes, sino en Palestina; y el futuro de la tierra y del pueblo del pacto será el asunto principal en la gran batalla que todavía debe librarse en aquella histórica llanura. Los estudiosos de la profecía son susceptibles de adherirse a una u otra de las escuelas rivales de interpretación. La enseñanza de los «futuristas» sugiere que esta dispensación cristiana es un blanco completo en el esquema divino de la profecía. Y los «historicistas» desacreditan las Escrituras frivolizando con el significado de palabras llanas a fin de hallar el cumplimiento de las mismas en la historio. Evitando los errores de ambas escuelas, este volumen ha sido escrito siguiendo el aforismo de Lord Bacon, de que «las profecías divinas tienen cumplimiento inicial y germinal a lo largo de muchas épocas, aunque su cumbre o plenitud pueda pertenecer a una época determinada». 1. Se refiere a la Primera Guerra Mundial. (N. del T.)
  • 5. 5 Y esta guerra mundial pertenece, indudablemente, al esquema profético, aunque no constituya el cumplimiento de ningún pasaje especial de las Escrituras. Hace ya muchos años que mi atención fue atraída hacia un volumen de sermones de un devoto rabí judío de la sinagoga de Londres, en el cual él intentaba desacreditar la interpretación cristiana de ciertas profecías mesiánicas. Y al tratar de Daniel 9, acusaba a los expositores cristianos de entremeterse no ya tan sólo con la cronología, sino con las mismas Escrituras, en sus esfuerzos de aplicar la profecía de las Setenta Semanas al Nazareno. Mi indignación ante tan grave acusación dio paso al dolor cuando el proceso de estudio al que me abocó me proveyó de pruebas de que no se trataba en absoluto de un libelo infundado. Mi fe en el libro de Daniel, ya perturbada por la incrédula cruzada alemana de la «Alta Crítica», fue así más socavada. Y decidí asumir el estudio de este asunto con la fija determinación de aceptar sin reserva alguna no solamente el lenguaje de las Escrituras, sino también las fechas normativas de la historia tal como han sido establecidas por nuestros mejores cronólogos.2 Lo que sigue a continuación es un breve resumen de los resultados de mi indagación por lo que respecta a la gran profecía de las «Setenta Semanas». Empecé con la asunción, basada en la lectura de muchas obras clásicas, de que la era en cuestión se refería a los setenta años de la cautividad de Judá, y que tenía que finalizar con la Venida del Mesías. Pero pronto hice el sorprendente descubrimiento de que esto era totalmente erróneo. 2. No obstante, por lo que se refiere a los años de reinado de los reyes judíos, las fechas de los meses de Fynes Clinton quedan aquí modificadas siguiendo la Mishná hebrea, que era un libro cerrado, para los lectores ingleses cuando el Fasti Hellenici fue escrito. Por lo que respecta a una fecha de importancia fundamental estoy especialmente en deuda con el difunto canónigo Rawlinson y con el difunto Sir George Airey. Porque la Cautividad duró tan sólo sesenta y dos años; y las setenta semanas estaban relacionadas con el juicio totalmente distinto de las Desolaciones3 en Jerusalén. Y además de ello, el período «hasta el Mesías Príncipe», como Daniel 9:25 afirma de una manera tan llana, no era de setenta semanas, sino de 7 + 62 semanas. El fallo de no distinguir entre los diversos juicios de la Servidumbre, de la Cautividad y de las Desolaciones, constituye una fructífera fuente de error en el estudio de Daniel y de los libros históricos de las Escrituras. Y es extraño que esta distinción sea ignorada, no tan sólo por parte de los críticos, sino también por parte de los cristianos. Debido a su pecado nacional, Judá fue sometido a servidumbre bajo Babilonia durante setenta años; esto sucedió en el tercer año del rey Joacim (606 a.C). Pero el pueblo continuó endurecido, y en el año 598 a.C. cayó sobre ellos el juicio mucho más severo de la Cautividad. En la primera conquista de Jerusalén, Nabucodonosor dejó intocada la ciudad y sus habitantes, siendo sus únicos prisioneros Daniel y otros jóvenes de familias principales. Pero en esta segunda ocasión deportó a la masa de los habitantes a Caldea. No obstante, los judíos permanecían impenitentes a pesar de las amonestaciones divinas por boca de Jeremías en Jerusalén y por medio de Ezequiel entre los cautivos; y después de un lapso de otros nueve años, Dios trajo sobre ellos el terrible juicio de «las Desolaciones», que fueron decretadas para una duración de setenta años. Así, para el año 589 a.C. los ejércitos babilónicos invadieron Judea de nuevo, y la ciudad fue devastada e incendiada. Ahora bien, tanto la «Servidumbre» como la «Cautividad» finalizaron con el decreto de Ciro en 536 a.C, que permitía el retorno de los expatriados. Pero como bien claramente lo indica el lenguaje de Daniel 9:2, fueron los setenta años de «las Desolaciones» que sirvieron de base a la profecía de las setenta semanas. 3. A lo largo de este libro, y siempre que aparezca, se utilizará «el juicio de las Desolaciones» como un término técnico. Este término no aparece en la versión Reina-Valera en Jeremías 25:11-12, pero sí en la Versión Moderna, y naturalmente en la versión inglesa Revised Versión de la que se sirvió el autor. (N. del T.)
  • 6. 6 Y la época de los setenta años se inició en el día en que Jerusalén fue sitiado —el décimo de Tabeth en el noveno año de Sedequías— día éste que se observa desde entonces como día de ayuno por los judíos en todos los países en que están (2° Reyes 25:1). Daniel y el Apocalipsis indican definitivamente que el año profético es un año de 360 días. Así, además, era el año sagrado del calendario judío; y, como es bien sabido, así era el año antiguamente en las naciones del Oriente. (Ver el capítulo 6: El año profético). Pero setenta años de 360 días consisten exactamente de 25.200 días; y como el Año Nuevo judío dependía de la luna equinoccial, podemos asignar el 13 de diciembre como la «fecha Juliana» del décimo de Tabeth del 589 a.C. Y 25.200 días contados a partir de esta fecha finalizaron el 17 de diciembre del 520 a.C, que fue el día veinticuatro del mes noveno del segundo año del rey Darío de Persia —el mismo día en que se echaron los cimientos del segundo Templo (Hag. 2:18-19. Ver pp. 94 y ss.). Aquí hay algo que debería hacer pensar tanto a críticos como a cristianos. Un decreto de un rey persa era tenido como divino, y cualquier intento de obstaculizarlo era objeto generalmente de un castigo rápido y drástico; y, no obstante, el decreto que ordenaba la reconstrucción del Templo, emitido por el rey Ciro en el cénit de su poder, fue frustrado durante diecisiete años por insignificantes gobernadores locales. ¿Cómo piulo ser esto? La explicación es que hasta que no hubiera expirado el último día de «las Desolaciones», Dios no iba a permitir que se pusiera piedra sobre piedra en el monte Moriah. Así, pues, apartando de nuestras mentes todas las meras teorías respecto a este asunto, llegamos a los siguientes hechos definitivamente averiguados: 1. La época de las Setenta Semanas arranca de la emisión de un decreto para restaurar y edificar a Jerusalén. (Dn. 9:25.) 2. Nunca ha habido más de un decreto para la reconstrucción de Jerusalén. (Ver p. 94.) 3. El dicho decreto fue emitido por Artajerjes, rey de Persia, en el mes de Nisán en el año 20 de su remado, o sea, en el 445 a.C. (Ver pp. 95-97.) 4. La ciudad fue realmente construida en obediencia a la orden dada. 5. La fecha juliana del 1° de Nisán del 445 fue el 14 de marzo. (Ver p. 140.) 6. Sesenta y nueve semanas de años —o sea, 173.880 días— contados a partir del 14 de marzo del 445 a.C. finalizaron el 6 de abril del 32 d.C. (Ver p. 143.) 7. Aquel día, en el que tuvieron su fin las sesenta y nueve semanas, fue el día fatal en que el Señor Jesús cabalgó a Jerusalén en cumplimiento de la profecía de Zacarías 9:9; cuando por primera y única vez en toda su peregrinación terrena lúe aclamado como «Mesías, Príncipe, el Rey, el Hijo de David». (Ver p. 142.) Y aquí, de nuevo, debemos limitarnos a las Escrituras. Aunque Dios no ha registrado en ningún sitio la fecha del nacimiento de Cristo en Belén, ninguna fecha en la historia, sea ésta sagrada o profana, está fijada con mayor precisión que la del año en el que el Señor empezó Su ministerio público. Me refiero, naturalmente, a Lucas 3:1-2. (Ver pp. 117-118.) Afirmo esto enfáticamente, debido a que expositores cristianos han intentado de manera persistente establecer una fecha lie Licia para el reino de Tiberio. Por lo tanto, la primera Pascua del ministerio del Señor cayó en Nisán del 29 d.C; y podemos fijar la fecha de la Pasión como Nisán del 32 d.C. con certeza total. Que escritores incrédulos o judíos se dedicaran a confundir y corromper la cronología de estos períodos no sería de sorprender. Pero es a expositores cristianos a quien debemos esta mala obra. Felizmente, empero, podemos apelar a las labores de historiadores y cronólogos seculares para la demostración de la divina exactitud de las Sagradas Escrituras. El ataque general contra el libro de Daniel, brevemente considerado en el «Prefacio a la quinta edición», es tratado con más detalle en la reimpresión de 1902 de Daniel in the Critic's Den (Daniel en el foso de los críticos). El lector hallará allí una respuesta a los ataques de la Alta Crítica a Daniel, basada en la filología y la historia; y hallará también que los críticos quedan refutados por sus propias admisiones con respecto al Carón del Antiguo Testamento.
  • 7. 7 La mayor parte de los «errores históricos» de Daniel, que el profesor Samuel R. Driver copió de la obra de Bertholdt del siglo pasado4 han sido mostrados no ser tales errores gracias a la erudición e investigación de nuestros propios días. Pero, al escribir sobre este asunto, me di cuenta de que la identidad de Darío el Meda era todavía una dificultad. Pero desde entonces he hallado una solución de esta dificultad en un versículo en Esdras, utilizado hasta ahora por Voltaire y otros para desacreditar las Escrituras. Esdras 5 nos dice que en el reino de Darío Histaspes los judíos solicitaron al trono, apelando al decreto por el cual Ciro había autorizado la reconstrucción del Templo. La fraseología de la petición indica claramente que, por lo que los líderes judíos sabían, el decreto había sido archivado en la casa de los archivos en Babilonia. Pero la búsqueda que se hizo allí no dio frutos, y al final se encontró en Ecbatana (o Acmeta: Esdras 6:2). ¿Cómo fue posible que un documento de estado fuera transferido a la capital de Media? La única explicación razonable de este extraordinario hecho completa el conjunto de pruebas de que el rey vasallo a quien Daniel denomina Darío de Media fue Gobryas (o Gubaru), que llevó al ejército de Ciro a Babilonia. Como varios autores han señalado, el testimonio de las inscripciones señala hacia esta conclusión. Por ejemplo, la tablilla de los Anales de Ciro registra que, después de tomar la ciudad, fue Gobryas quien designó a los gobernadores o sátrapas; designaciones que Daniel afirma haber sido hechas por Darío. El hecho de que era un príncipe de la casa real de Media, y presumiblemente bien conocido por Ciro, que había residido en la corte de Media, explicaría el que se le tuviera en tan alta consideración. Fue el que gobernó Media como Virrey cuando aquel país fue reducido a la posición de provincia; y para cualquier persona acostumbrada a tratar con evidencias, parecería natural inferir que, por una u otra razón, fue enviado de nuevo a su trono provincial y que, al volver a Ecbatana, se llevó consigo los archivos de su breve reinado en Babilonia. 4. O sea, el siglo XVIII, pues la obra está escrita a fines del siglo XIX. (N del T.) En el intervalo entre la ascensión de Ciro y la de Darío Histaspes, el decreto referente al Templo pudo haber quedado olvidado por todos menos para los mismos judíos. Y a pesar de que era algo muy grave impedir la ejecución de una orden dada por el rey de Persia (Esdras 6:11), no obstante n esta ocasión, como ya se ha señalado, un decreto divino se sobre impuso al decreto de Ciro, y vetó su toma de acción referente a él. La elucidación de la visión de las Setenta Semanas, tal como se desarrolla en las siguientes páginas, es mi personal contribución a la controversia sobre Daniel. Y ya que la investigación crítica a la que ha sido sujeto ha sido incapaz de detectar en él un solo error o defecto5 se puede aceptar en la actualidad sin dudas ni reservas. 5. Un punto puede ser digno de una nota de pie de página. La traducción de la R. V. de Hechos 13:20 parece eliminar mi solución del perturbador problema de los 480 años de 1." Reyes 6:1 (ver pp. 111-112). Pero aquí, siguiendo (los revisores de la versión inglesa) sus prácticas acostumbradas, y negligiendo los principios por los cuales los expertos se guían en caso de evidencias en conflicto, los Revisores han seguido servilmente a ciertos de los MSS (manuscritos) más antiguos. Y el efecto ■obre este pasaje es desastroso. Porque lo cierto es que ni el apóstol dijo, ni el evangelista escribió, que el disfrute de la tierra por parte de Israel estuviera limitado a 450 años, ni que transcurrieran 450 años antes de la época de los Jueces. El texto adoptado por los Revisores es, por ello, claramente erróneo. (Desafortunadamente, esta lectura errónea se halla también en nuestra excelente Versión Moderna y en la encomiable Versión 1977 de Reina-Valera, que siguen este punto la misma línea que los Revisores de la versión inglesa. (N. del T.) Dean Alford lo considera como «un intento de corregir la difícil cronología del versí- culo»; y, añade, «si se toman las palabras tal como son, no se puede dar otro sentido que el que el tiempo de los Jueces duró 450 años». Esta es, como sigue explicando, la era dentro de la cual tuvo lugar el gobierno de los Jueces. No significa que los Jueces gobernaran durante 450 años —en cuyo caso se utilizaría el acusativo, como en el versículo 18— sino, como implica la utilización del dativo, que el período hasta Saúl, caracterizado por el gobierno de los Jueces, duró 450 años. Apenas necesito señalar la objeción de que en la página dejo de tener en cuenta la servidumbre mencionada en Jueces 10:7-8. Esta servidumbre afectó solamente a las tribus más allá del Jordán.
  • 8. 8 El único comentario despreciativo que el profesor Driver ha podido ofrecer acerca de el en su Book of Daniel es que es «un reavivamiento en una forma ligeramente modificada» del esquema de Julio Africano, y que deja la septuagésima semana sin explicar. Pero lo cierto es que el hecho de que mi esquema esté en la misma línea que la del «padre de los cronólogos cristianos» crea una muy fuerte presunción en su favor. Y bien en contra de dejar la Septuagésima semana sin explicación, la he tratado según la creencia de los padres primitivos. Porque ellos contemplaban la semana ésta como futura, siendo así que esperaban al Anticristo de las Escrituras —«una persona individual, la en carnación y concentración del pecado».6 R. ANDERSON 6. Alford's Greek Testament, prólogo a 2 Tesalonicenses, n.° 5 Prefacio a la quinta edición inglesa Una defensa del libro de Daniel contra la «Alta Crítica» ESTE LIBRO ha sido menospreciado en algunos círculos debido a que, según se afirma, ignora la crítica destructiva que supuestamente ha conducido a «todas las personas con discernimiento» a abandonar la creencia en las visiones de Daniel. La acusación no es completamente justa. No tan solamente se da respuesta a algunas de las principales objeciones de los críticos desde estas páginas, sino que al demostrar la genuinidad de la gran profecía central de este libro, se establece la autenticidad del todo. Y puede explicarse la ausencia de un capítulo especial sobre este asunto. La práctica, demasiado Común en controversia religiosa, de dar una representación ex parte de los puntos de vista de los oponentes, en lugar de Aceptar la propia afirmación de ellos, nunca es satisfactoria, y pocas veces honesta. Y no había ningún tratado disponible de parte de los críticos que fuera lo suficientemente conciso como para permitir una consideración detallada, aunque breve, y lo suficientemente plena y autorizada como para permitir su aceptación como adecuada. No obstante, esta falta ha sido suplida desde entonces por la Introduction to the Literatura of the Old Testament,1 del profesor Driver, obra ésta que incorpora los resultados de la denominada «Alta Crítica» tal como son aceptados por el sobrio juicio del autor. Evitando siempre la maliciosa extravagancia de los racionalistas alemanes y de sus imitadores ingleses, no omite nada que la erudición pueda presentar como honestidad en contra de la
  • 9. 9 autenticidad del Libro de Daniel. Y si se puede demostrar que los argumentos hostiles que el aduce son erróneos y no convincentes, el lector puede aceptar el resultado, sin ningún tipo de temores, como un «punto final a la controversia» sobre este asunto.2 Aquí tenemos la tesis que el autor intenta establecer: En vista de los hechos presentados por el libro de Da niel, la opinión de que éste sea obra del mismo Daniel m puede sustentarse. La evidencia interna muestra, con una fuerza irresistible, que no puede haber sido escrito antes dj c. 300 a.C., y eso en Palestina y es como mínimo probable que fuera compuesto bajo la persecución de Antíoco Epífanes, el 168 ó 167 a.C. El profesor Dríver ordena sus pruebas bajo tres títulos: 1) hechos de naturaleza histórica; 2) la evidencia lingüística de Daniel; y 3) la teología del Libro. 1. An Introduction to the Lilerature of the Old Testament, por S. R. Driver, D. D., Profesor Regius de Hebreo, y Canónigo de Christ Church, Oxford. 3a edición (T. & T. Clark, 1892). Deseo, desde aquí re conocer la cortesía del profesor Driver al darme respuesta a varias preguntas que rne aventuré a dirigirle. 2. De acuerdo con el plan de la obra, el capítulo 11 empieza con un examen del contenido de Daniel, juntamente con unas nota* exegéticas. Estas notas no son de mi incumbencia, aunque parecen pensadas para preparar al lector para la secuela. Las dejaré de lado con solamente un par de comentarios. Primero, en su crítica de Dn. 9:24-271 él ignora el esquema de interpretación que yo he seguido, aunque es adoptado por algunos escritores de mayor eminencia que algunos de, los que él cita; y los cuatro puntos que enumera en contra de la interpretación mesiánica «comúnmente comprendida» son ampliamente, considerados en estas páginas. Y en segundo lugar, su comentario acerca del cap. 9, de que «difícilmente puede ser legítimo, en una descripción continua, sin cambio aparente de sujeto, referir una parte al tipo y otra parte al antitipo»; deja de lado con una extraordinaria superficia- lidad ¡un canon de interpretación profética aceptado casi universalmente desde los días de los Padres post-Apostólicos hasta nuestros días! Bajo (1) él enumera los siguientes puntos: (a) «La posición del Libro en el canon judío, no entre los profetas sino en la colección miscelánea de escritos llamados Hagiografa, y entre los últimos de éstos, cerca de Ester. Aunque es poca cosa definida lo que se sabe con respecto a la formación del canon, la división conocida como de «los Profetas» fue indudablemente formada antes que la de la Hagiografa; y si el libro de Daniel hubiera existido en aquel tiempo, es razonable suponer que hubiera tenido el rango de la obra de un profeta, y que hubiera sido incluido en la dicha clasificación.» (b) «Jesús, el hijo de Sirac (escribiendo alrededor del 200 a.C), en su enumeración de dignidades israelitas, capítulos 44-50, en la que menciona a Isaías, Jeremías, Ezequiel y (colectivamente) a los doce profetas menores, no obstante, guarda silencio con respecto a Daniel.» (c) «Que Nabucodonosor cercara Jerusalén y se llevara parte de los utensilios sagrados en "el año tercero del reinado de Joacim" (Dn. 1:1 ss) es —aunque no pueda, hablando estrictamente, demostrarse falso— altamente improbable: no solamente guarda silencio sobre ello el libro de los Reyes, sino que Jeremías, al año siguiente (cap. 25, etc.), habla de los caldeos en una manera que parece implicar de una manera clara que sus armas no habían sido todavía vistas por Judá.» (d) «Los "caldeos" son sinónimos en Daniel con la casta de magos. Este sentido "es desconocido en el lenguaje asirio-babilónico, y, allí donde aparece, ha surgido después del fin del imperio babilónico, y es por ello una indicación de la redacción post-exílica del Libro" (Schrader).» (e) «Se presenta a Belsasar como rey de Babilonia; y se menciona a Nabucodonosor por el capítulo 5 como su padre (vv. 2, 11, 13, 18, 22).» (f) «Darío, hijo de Asuero, un Medo, es —después de la muerte de Balsasar— "hecho rey sobre el reino de los caldeos". No parece haber sitio para este gobernante. Según todas las otras autoridades, Ciro es el inmediato sucesor de Nabunahid, y gobernante de todo el imperio persa.»
  • 10. 10 (g) «En 9:2 se afirma que Daniel "miró atentamente en los libros" el número de años que, según Jeremías, Jerusalén debía estar arruinada. La expresión utilizada implica que las profecías de Jeremías formaban parte de una colección de libros sagrados que, no obstante, se puede afirmar con seguridad que no se formó con anterioridad a; 536 a.C.» (h) «Otras indicaciones aducidas para mostrar que el libro no es obra de un contemporáneo son como las que siguen»: los puntos son la improbabilidad, primero, de que un judío estricto hubiera entrado en la clase de los «magos», o de que él hubiera sido admitido por los mismos magos; segundo, la locura de Nabucodonosor y su edicto; tercero, los términos absolutos en los que él y Darío reconocen a Dios, todo y manteniéndose en su idolatría. Desecho (f) y (h) dé inmediato, pues el mismo autor con su acostumbrada honestidad, renuncia a imponerlas. «Deberían — admite— ser utilizadas con reserva.» La mención de Darío el Medo es quizá la mayor dificultad a que se enfrenta el estudiante de Daniel, y el problema que ella implica espera todavía su solución.3 El rechazo incondicional de la narración por parte de muchos autores eminentes demuestra tan sólo la incapacidad, incluso por parte de resultados eruditos de suspender el juicio ante cuestiones de este tipo. La historia de aquella época es demasiado incierta y confusa para justificar dogmatismos, y, como muy justamente remarca el profesor Driver, «una crítica cauta no edificará demasiado sobre el silencio de las inscripciones, campo éste en la que ciertamente muchas esperan aún ver la luz» (p. 469). En la reciente obra del señor Sayce4 se descuida esta precaución. Aún más, el señor Sayce acepta, con una fe indebidamente simple, todo lo que Ciro dijo acerca de sí mismo. Evidentemente, le interesaba a Ciro representar la adquisición de Babilonia como una revolución pacífica, y no como una conquista militar. 3. Esta solución ya ha llegado. Ver Prefacio a la décima edición en esta misma obra, y el amplio estudio de J. C. Whitcomb: Darius the Mede (Reformed and Presbyterian Pub. Co., Nutley, N. J., 1977). (N. del T.) 4. The Higher Criticism and the Verdict of the Monuments, A. H. Sayce. Pero es que el libro de Daniel no entra en conflicto con ninguna de estas hipótesis. Aquí el señor Sayce «introduce sus preconcepciones en la lectura», como tan constantemente se hace, leyendo ahí lo que de ninguna manera se afirma, ni tan siquiera se implica. No se dice ni una palabra con respecto a un cerco ni una captura. Belsasar «fue muerto», y Darío «tomó el reino»; pero la forma en que estos eventos toman lugar tenemos que aprenderlas de otras fuentes. El profesor Driver admite aquí de una manera expresa «que Darío el Medo" puede mostrarse, después de todo, como personaje histórico»5 y esto es ya suficiente para nuestro propósito presente. Y paso a considerar los puntos que quedan, por orden: (a) Este punto está correctamente colocado en primer lugar, al ser el más importante. Pero su aparente importancia disminuye más y más cuando se examina más de cerca. Nuestra Biblia inglesa (y la castellana), siguiendo a la Vulgata, divide al Antiguo Testamento en treinta y nueve libros. El canon judío reconocía solamente veinticuatro. Estos estaban clasificados bajo tres encabezamientos — la Torah, los Neveeim, v los Kethuvim (La Ley, los Profetas y los Otros Escritos). El primero contenía el Pentateuco. 5. Página 479, nota. Pero la apelación del autor bajo (f) a «todas las otras autoridades» es difícilmente honesta, ya que Daniel es el único historiador contemporáneo, y ya que la exploración de las ruinas de Babilonia ha de efectuarse aún. Por lo que respecta a (h), es poco lo que precisa decirse. El profesor Driver admite cándidamente que «existen buenas razones para suponer que la licantropía descansa sobre una base de hecho». Ningún estudiante de la naturaleza humana hallará nada extraño en la acción registrada de estos reyes paganos cuando se enfrentaban con pruebas de la presencia y del poder de Dios. Vemos la contrapartida actual, cada día, en la conducta de los hombres impíos cuando les acontecen sucesos que ellos consideran como juicios divinos. Y nadie que esté acostumbrado a tratar con evidencias entretendrá la sugerencia de que la historia de Daniel viniendo a ser un «Caldeo» sería inventada por un judío educado bajo el estricto ritual de los días del post-exilio. Y la sugerencia de que habría rehusado la admisión en el círculo a Daniel frente a la orden del gran rey de que se le admitiese no merece ninguna respuesta.
  • 11. 11 El segundo contenía ocho libros, que de nuevo se clasificaban en dos grupos. Los primeros cuatro —esto es, Josué, Jueces, Samuel y Reyes— recibían el nombre de los «Profetas Primeros»; y los otros cuatro —esto es, Isaías, Jeremías, Ezequiel y «los Doce» (o sea los profetas menores, que se contaban como un solo libro) — recibían el nombre de los «Profetas Postreros». La tercera división contenía once libros —esto es, Salmos, Proverbios, Job, el Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras y Nehemías (que se contaban como uno solo), y Crónicas. Ahora bien, el examen de la lista hace que sea imposible dejar de aceptar una de las siguientes dos posiciones. O el canon fue confeccionado bajo dirección divina, o la clasificación de los libros entre la segunda y la tercera división fue arbitraria. Si alguien adopta la primera alternativa, la inclusión de Daniel en el canon decide la cuestión. Si, por otra parte, se asume que el arreglo fue humano y arbitrario, el hecho de que Daniel esté en el tercer grupo demuestra —no que el libro fuera mirado como de dudosa reputación, pues en tal caso habría quedado excluido del canon, sino— que el gran expatriado de la Cautividad no era considerado un «profeta». A personas superficiales esto podrá parecerles un completo abandono del caso. Pero si se utiliza la palabra «profeta» en su sentido aceptado ordinario, Daniel no pretende en absoluto a este título, y si no fuera por Mateo 24:15 es probable que nunca se le hubiera aplicado. Sus visiones tienen su contra partida en el Nuevo Testamento, pero a pesar de ello nadie habla del «profeta Juan». Según 2.a de Pedro 1:21 loa profetas «hablaron siendo inspirados (griego: movidos) por el Espíritu Santo». Esto caracterizó las declaraciones de Isaías, Jeremías, Ezequiel y «los Doce». Fueron las palabras de Jehová por boca de los hombres que las proclamaron. Los profetas se mantenían aparte del pueblo como testigos da parte de Dios; pero la posición y el ministerio de Daniel eran totalmente diferentes. «No hemos obedecido a tus siervos loa profetas, que en Tu Nombre hablaron»: tal era su humilde actitud. La alta crítica puede desdeñar la distinción en qua aquí insistimos; pero la cuestión es, cómo era él considerado por los hombres que establecieron el canon; y en el juicio de ellos era de inmensa importancia. Daniel contiene el registro, no de palabras inspiradas por Dios proclamadas por el vidente, sino de palabras dichas a él, y de sueños y visiones que le fueron concedidos. Y las visiones de la última mitad del libro le fueron concedidas después de más de sesenta años empleados en asuntos de estado-años que hubieran registrado en la mente popular su fama como estadista y go- bernante. El lector reconocerá así que la posición de Daniel en el canon es precisamente la que sería de esperar. El crítico habla de su posición «en la colección miscelánea de escritos llamada la Hagiografa, y entre los últimos de éstos, cerca de Ester». Pero, al adoptar este punto de otros autores anteriores el autor citado es culpable de lo que se podría denominar como deshonestidad inintencionada. Daniel está situado antes que Esdras, Nehemías, y Crónicas, en un grupo de libros que incluye a los Salmos —aquellos Salmos que los judíos apreciaban más que ninguna otra parte de su canon— aquellos Salmos, muchos de los cuales, muy correctamente, consideraban como proféticos en el sentido más elevado y estricto.6 Pero Daniel, se nos dice, fue colocado «próximo a Ester». ¿Qué quiere decir el crítico con esto? No puede querer sugerir con esto que Ester esté teñido en baja reputación por los judíos, pues él mismo declara que llegó a ser «considerado por ellos como superior tanto a los escritos de los profetas como a las otras partes de la Hagiografa» (p. 452). Por lo que respecta al libro de Ester estando situado antes que el de Daniel, no puede habérsele pasado por alto que está incluido en el canon con los cuatro libros que le preceden —el Megilloth. No puede significar la implicación de que los libros de los Kethuvim estén dispuestos de manera cronológica; y ciertamente no puede querer crear un ignorante prejuicio. Por lo tanto su afirmación constituye un enigma, y la consideración bajo este título puede cerrarse con la siguiente consideración general de que (a) implica que los judíos estimaban los libros en la tercera división de su canon como menos sagrada que «los profetas». 6. Como los Salmos eran el primer libro en los Kethuvim, dieron su nombre a toda la sección; como, por ejemplo, cuando nuestro Señor hablaba de «la ley de Moisés, los Profetas, y los Salmos» (Lc. 24:44), se refería a todas, las escrituras.
  • 12. 12 Pero esto no tiene base alguna. Juntamente con el resto, se aceptaban, como nos dice Josefo, «justamente creídos ser divinos, por lo que, antes que hablar en contra de ellos, estaban prontos a sufrir tortura, o incluso la muerte».7 (b) Poco es lo que tiene que decirse con respecto a esto. El canónigo Driver admite que este argumento es tal «que, si estuviera solo, sería arriesgado adelantarlo», y esto es precisamente lo que sucede si la posición (a) queda refutada. Si el asunto consistiera en la omisión de Daniel de una lista formal de los profetas, todo lo que se ha dicho antes se podría aplicar aquí con la misma fuerza; pero el lector no debe suponer que el hijo de Sirac da ninguna lista de este tipo. Los hechos son los siguientes: El libro apócrifo del Eclesiástico que es el que aquí se cita, finaliza con una rapsodia en alabanza a «varones gloriosos». Este panegírico, esto es cierto omite el nombre de Daniel. Pero, ¿en relación a qué se incluiría aquí su nombre? Daniel era un expatriado en Babilonia desde su temprana juventud, y nunca pasó un solo día de su larga vida entre su pueblo, nunca se asoció abiertamente en sus luchas ni en sus tristezas. Además, el crítico deja de mencionar que el hijo de Sirac deja también de mencionar no sólo a dignidades como Abel, y Melquisedec, y Job, y Gedeón y Sansón, sino también a Esdras, que, a diferencia de Daniel, jugó un papel de capital importancia en la vida nacional, y que también dio su nombre a uno de los libros del canon. Que el mismo lector decida después de leer por sí mismo el pasaje en que deberían aparecer los nombres de Daniel y de Esdras.8 Si alguien está constituido mentalmente de tal manera que la omisión le guía a decidirse en contra la autenticidad de estos dos libros, ninguna palabra mía será capaz de influenciarle. (c) Se declara improbable la afirmación histórica con que se inicia el libro de Daniel, sobre dos bases: primero, a causa de que «el libro de los Reyes guarda silencio» sobre ello; y segundo, porque Jeremías 25 parece inconsistente con ella. 7. Contra Apión, i. 8. 8. Esta sección de Eclesiástico empieza con el capítulo 44, pero el pasaje en cuestión es 49:6-16. El primer punto parece que está señalado de manera equivocada, puesto que 2° Reyes 24:1 afirma, de manera explícita, en los días de Joacím, Nabucodonosor vino contra Jerusalén, y que el rey judío pasó a ser vasallo suyo.9 Y el segundo punto está exagerado. Jeremías 25 guarda silencio sobre el asunto, y esto es todo lo que se puede decir. Ahora bien, el peso que se le dé al silencio de un testigo o documento dado con respecto a cualquier asunto es un problema familiar al tratar con evidencias. Depende totalmente de circunstancias el que cuente mucho, o poco, o nada. Siendo el libro de los Reyes un registro histórico, su silencio aquí significaría algo. Pero ¿por qué una admonición y una profecía como el capítulo 25 de Jeremías, debería contener el relato de un suceso anterior en unos meses, suceso que nadie en Jerusalén podría nunca olvidar?10 Pero es innecesario discutir más en esta línea, pues la exactitud de la afirmación de Daniel puede establecerse sobre bases que el crítico ignora completamente. Me refiero a la cronología de las épocas de la «servidumbre» y de las «desolaciones». Ambas son comúnmente confundidas con «la cautividad», que solamente en parte se solapaba con ellas. Estas varias épocas representaron tres juicios sucesivos de Judá (ver p. 92). La cronología de éstas queda completamente explicada en la secuela, y el examen de la detallada consideración de las pp. 216-224, o incluso un solo vistazo a las tablas que siguen (pp. 225-230), 9. Posiblemente el crítico quiere poner en duda el que Jerusalén hubiera sido realmente tomada, esto es, asaltada, en esta ocasión. Yo, lo admito, lo he asumido en estas páginas. Pero las Escrituras no lo dicen en ningún lugar. Reuniendo todos los relatos, podemos solamente afirmar que Nabucodonosor vino contra Jerusalén, y que la sitió, que, de alguna manera, Joacim cayó en sus manos y fue encadenado para llevarlo a Babilonia, y que Nabucodonosor cambió su propósito y lo dejó como rey vasallo en Judea. Puede ser que saliese a encontrarse con el rey caldeo, como su hijo y sucesor hizo más tarde (2° R. 24:12); y es muy probable que la acción de Joaquín a este respecto hubiera sido sugerida por la leniencia mostrada hacia su padre. 10. las palabras «como hasta hoy», en el versículo 18, parecen ser una alusión a la subyugación acabada de Judea. Según el versículo 19, Egipto era el siguiente a caer bajo Nabucodonosor; y el capítulo 46:2 registra la victoria sobre el ejército egipcio en aquel mismo año.
  • 13. 13 suministrará prueba absoluta y completa de que la servidumbre empezó en el año tercero de Joacím, precisamente como lo certifica el libro de Daniel. (d) Me referiré a este tema de la cuestión filológica aquí involucrada en el segundo capítulo del cuerpo de la obra. No es en ningún sentido, una dificultad histórica. (e) El lector hallará este punto tratado a partir de la página 211 y ss. El canónigo Driver remarca: «Se puede admitir como probable que Bel-sar-usur mantuviera el mando de su padre en Babilonia;... pero es difícil pensar que esto podría darle derecho a ser mencionado como rey por un contemporáneo», Si Belsasar era regente, como indica la narración, es difícil que un cortesano hablara de él de otra manera que como rey. Si hubiera dejado de darle el título ¡ello hubiera podido costarle la cabeza! Daniel 5:7, 16, 29 lo corrobora de una manera más notable de lo que pueda parecer debido a que no está preparado intencionadamente. Nabucodonosor había hecho a Daniel el segundo hombre en el reino: ¿por qué Belsasar le hace el tercero? Presumiblemente, porque el mismo sólo poseía el segundo lugar. Para evitar esto, los críticos, manejando una posible traducción alternativa del arameo (como la que se da en el margen de la Revised Versión), conjeturan un «Buró de tres». Pero asumiendo que las palabras puedan significar un triunvirato en el sentido del capítulo 6:2, la cuestión de si éste es su verdadero significado debe ser apelando a la historia. Y la historia no da una sola indicación de que un tal sistema de gobierno prevaleciera en el Imperio Babilónico. Una verdadera exégesis, por tanto, debe decidirse en favor de la alternativa más natural, de que Daniel debía gobernar como tercero, siendo el primero el rey ausente, y el rey regente el segundo. Pero Belsasar es llamado el hijo de Nabucodonosor. El lector hallará esta objeción plenamente contestada por el Dr. Pusey (Daniel, pp. 406-4Ü8). El remarca con mucha justicia que «el enlace matrimonial con la familia de un monarca conquistado, o con una línea lateral, es evidentemente una manera de fortalecer el trono recientemente adquirido y es probable a priori que Nabunahit reforzara así su pre tensión», y el profesor Driver mismo admite (p. 468) que posiblemente el rey se hubiera casado con una hija de Nabucodonosor, «en cuyo caso este último podría ser mencionado como padre de Belsasar (= abuelo, por costumbre hebrea)». Añadiré tan sólo dos observaciones: primera, los críticos olvidan que incluso desde el propio punto de vista de Daniel la existencia de una tradición es prueba prima facie de su verdad; y la segunda, si el usurpador hubiera elegido ser llamado hijo de Nabucodonosor, aun sin ninguna base para el título, nadie en Babilonia hubiera osado impedírselo. (g) Aquí están las palabras de Daniel 9:2: «Yo Daniel llegué a entender por medio de los libros, la cuenta de los años de que había revelado Jehová al profeta Jeremías, que hubiesen de cumplirse setenta años de las desolaciones de Jerusalén». Reconocidamente, la profecía que aquí se menciona es Jeremías 25:11-12. Ahora bien, la palabra sepher, traducida «libros» en Daniel 9:2, significa simplemente un rollo. Puede denotar un libro, como es tan a menudo el caso en las Escrituras, o meramente una carta. Ver, a guisa de ejemplo, en Jeremías 29:1 (la carta que Jeremías escribió a los expatriados en Babilonia), o Isaías 37:14 (la carta de Senaquerib al rey Ezequías). De nuevo, Jeremías 36:1-2 registra que en el cuarto año del rey Joacím, el mismo año en que se proclamó la profecía de Jeremías 25, se registraron todas las profecías dadas hasta aquel tiempo en «un libro». Y en Jeremías 51:60-61 hallamos que unos diez años más tarde se escribió otro libro, y fue enviado a Babilonia. ¿Dónde, pues, se halla la dificultad? Además, el profesor Driver mismo da una completa respuesta a su propia crítica al adoptar «la suposición de que en algunos casos los escritos de Jeremías estuvieron en circulación durante un tiempo como profecías aisladas, o como pequeños grupos de profecías» (p. 254). Estos pueden haber sido los rollos o «libros» de Daniel 9. Pero supongamos, por amor del argumento, que admitamos que «los libros» tiene que significar los escritos sagrados hasta aquel período, ¿qué justificación existe para poder afirmar que no existía una «colección» tal en el año 536 a.C.? Nunca se ha hecho una afirmación más arbitraria, ni dentro del campo de la controversia. ¿No es absolutamente increíble que los rollos de la Ley no se guardaran juntos? Y considerando la intensa piedad de Daniel, y los extraordinarios medios y recursos que tenía a
  • 14. 14 su disposición bajo Nabucodonosor, ¿no se puede «afirmar con seguridad» que no había hombre sobre la tierra con más posibilidades que el de tener copias de todos los escritos sagrados?11 Paso ahora al segundo argumento del crítico, que está basado en el lenguaje del libro de Daniel. El apela, primero, al número de palabras persas que contiene; segundo, a la presencia de palabras griegas; tercero, al carácter del árame en que está escrito parte del libro; y, por último, al carácter del hebreo. Sosteniendo el argumento basado en la presencia de palabras extranjeras está en realidad la asunción implícita de que los judíos eran una tribu inculta que había vivido hasta entonces en rústico aislamiento. Y ello, no obstante, cuatro siglos antes de Daniel se hablaba de la sabiduría y de las riquezas de Salomón por todo el mundo entonces conocido Era un naturalista, botánico, filósofo y poeta. ¿Y por qué no también un lingüista? ¿O es que todas sus comunicaciones con sus esposas extranjeras fueron efectuadas por medio de intérpretes? Comerció con naciones cercanas y distantes, y cada uno de nosotros sabe cómo el lenguaje es influenciado por el comercio. ¿Y podemos dudar que la fama de Nabucodonosor atrajera extranjeros a Babilonia? Lo que sus relaciones con las cortes extranjeras fueran, no lo sabemos. ¿Por qué no pudo Daniel haber sido un erudito persa? La posición que se le asignó bajo el gobierno persa muestra que ello es extremadamente probable. Según el profesor Driver, el número de palabras persas en el libro es de «probablemente de quince por lo menos»; y aquí tenemos su comentario acerca de ellas: Que tales palabras se tengan que hallar en libros escritos después de la organización del Imperio Persa, y cuando la influencia Persa prevalecía, no es más de lo que sería de esperar (p. 470). Pero fue precisamente en estas circunstancias que se escribió el libro 11. La sugerencia del profesor Bevan en este punto es, en mi opinión, Insostenible. Pero me refiero a ella para mostrar cómo un avanzado exponente de la Alta Crítica puede desechar (g). Commentary on Daniel, p. 146, No tengo ninguna duda de que si Daniel tuvo ante sí el libro de Levítico, como, bien pudiera haber sido, era la ley de los años sabáticos lo que tenía en mente, y no 26:18, etc. de Daniel. La visión del capítulo 10 fue dada cinco años después del establecimiento de la dominación Persa, y estas visiones fueron la base del libro. Indudablemente, el autor tenía registros y notas de las porciones anteriores e históricas; pero constituye una razonable asunción que el todo fuera redactado después que le fueran concedidas las visiones. Por lo que respecta al arameo y al hebreo de Daniel, naturalmente no puedo expresar ninguna opinión mía propia. Pero mi posición no quedará en absoluto prejuzgada por mi incompetencia a este respecto. En primer lugar, no tenemos aquí nada nuevo. El crítico nos sirve simplemente de una manera condensada lo que los alemanes han instado ya; todo este terreno ha sido ya cubierto por el Dr. Pusey y otros que, habiéndolo examinado con igual erudición y cuidado han llegado a conclusiones totalmente diferentes. Pero, en segundo lugar, es innecesario; porque la notable honestidad con que el profesor Driver afirma los resultados de su argumento me posibilita aceptar todo lo que él dice a este respecto, y dejar la discusión de ello a la secuela. Aquí están sus palabras: Así, el veredicto del lenguaje de Daniel es claro. Las palabras persas presuponen un período después del establecimiento del Imperio Persa de una manera firme; las palabras griegas demandan, el hebreo apoya, y el arameo permite, una fecha posterior a la conquista de Palestina por Alejandro el Grande (332 a.C). Con nuestro conocimiento actual esto es todo lo que el lenguaje nos autoriza a afirmar de manera definitiva (p. 476). ¿Puedo afirmarlo en otras palabras? Los términos persas suscitan una presunción de que Daniel estaba escribiendo después de una cierta época. El hebreo fortalece esta presunción, el arameo es consistente con ella, y se utilizan las palabras griegas para establecerla con certeza. Precisamente problemas similares a éste exigen decisión cada día en nuestros tribunales.12 12. Será interesante hacer notar en este punto que el autor, Sir Robert Anderson, caballero comandante de la Orden del Baño (K. C. B.) era doctor en Leyes, y fue durante muchos años director de Scotland Yard, (N. del T.)
  • 15. 15 Toda la fuerza del caso depende del último punto afirmado. Cualquier número de presunciones argumentables pueden ser rechazadas; pero aquí se alega que tenemos una prueba irrefutable: Las palabras griegas demandan una fecha que destruye la autenticidad de Daniel. ¿Podrá el lector creer que la única base sobre la que descansa esta superestructura es la afirmación de que se hallan dos palabras griegas en la lista de instrumentos musicales que se halla en el tercer capítulo? En un bazar que se celebró hace un cierto tiempo en una de nuestras ciudades diocesanas, bajo el patrocinio del obispo de la diócesis, se dio la alarma de que un ladrón estaba operando entre los presentes, y que dos damas presentes habían perdido sus bolsos. En la confusión consiguiente se hallaron los bolsos robados, vaciados de sus contenidos, ¡en el bolsillo del obispo! ¡La «Alta Crítica» le habría entregado a la policía! Quizá debería pedir perdón por esta divagación; pero, con sobria seriedad, lo cierto es que es oportuno investigar si es que estos críticos comprenden las mismas bases del arte de ponderar evidencias. La presencia de los dos bolsos robados no «demandaban» la culpabilidad del obispo. Ni tampoco la presencia de dos palabras griegas debería decidir la suerte de Daniel.13 La cuestión todavía permanecería: ¿Cómo llegaron a estar allí? Según el profesor Sayce, quien era una autoridad hostil, la evidencia proveniente de monumentos ha refutado enteramente este argumento de los críticos.14 13. Hablo solamente de dos palabras griegas, porque kitharos está prácticamente abandonada. El doctor Pusey niega que estas palabras sean de origen griego. (Daniel, pp. 27-30.) El doctor Driver argumenta que en el siglo V a.C. «las artes y los inventos de la vida civilizada fluyeron así hacia Grecia desde Oriente, y no desde Grecia hacia Oriente) Pero lo cierto es que la figura que él utiliza aquí distorsiona su juicio. Las influencias de la civilización no «fluyen» en el sentido en que el agua «fluye». Hay, y siempre debe haber, un intercambio; y las arte y los inventos que pasan de un país a otro llevan consigo sus nombres Estoy obligado a repasar de manera rápida estas cuestiones filológicas pero el lector las hallará plenamente discutidas por Pusey y otros. E doctor Pusey señala: «Tanto las palabras arameas como las asirías son apropiadas a su verdadera edad», y, «su hebreo es, precisamente, el que sería de esperar en la época en la que él vivió» (p. 578). Ahora parece ser que había colonias griegas en Palestina en tiempos tan tempranos como los de Ezequías, y que había relaciones entre Grecia y Canaán en períodos aún más tempranos. Pero admitamos, por amor del argumento, que las palabras son realmente griegas, y que no se conociesen tales palabras en Babilonia en los días del exilio. ¿Es legítima la inferencia hecha basada en su presencia en el libro? Mientras que algunos apologistas de Daniel han insistido indebidamente en la hipótesis de una revisión, tal hipótesis provee una explicación muy razonable de las dificultades de este tipo particular. ¿Por qué deberíamos dudar de la veracidad de la tradición judía de que «los hombres de la gran sinagoga escribieron» (esto es: editaron) el libro de Daniel? Y si ello es cierto, estas palabras griegas pueden ser fácilmente explicadas. Si en la lista de instrumentos musicales, y en el título de «magos», los editores hallaron términos que les eran extraños, cuan natural les sería sustituirlos por palabras que les fueran familiares a los judíos de Palestina.15 Cuan natural, también, escribir los nombres de Nabucodosor y de Abed-nego de la manera que ha venido a ser normal. Este es precisamente el tipo de cambio que ellos adoptarían; cambios de ninguna importancia vital, pero adecuados para hacer que el libro fuera más apropiado para aquellos para quienes estaban revisando el libro. La última base de ataque del crítico es la teología del libro de Daniel. Esta, señala el Dr. Driver, «apunta a una época más tardía que la del exilio». No se sugiere ninguna acusación de error, pues el profesor Driver tiene cuidado desde el principio de repudiar lo que él denomina las «exageraciones» de los racionalistas alemanes y de sus imitadores ingleses. Pero su alianza con hombres así, distorsiona su juicio y le obliga a adoptar afirmaciones engendradas de su mescla de ignorancia y malicia. Un solo ejemplo será suficiente «Es asimismo notable —dice él—, que Daniel —tan distinto de la generalidad de los profetas— no exhiba ningún interés en el bienestar o esperanzas de sus contemporáneos». 14. Higher Criticism and the Monuments, pp. 424 y 494. 15. Sobre este asunto, ver el artículo del Obispo de Durham en el Smith Bible Dictionary.
  • 16. 16 Ahora la cuestión aquí es, no si la doctrina del libro es verdadera, porque esto no está bajo discusión, sino si una verdad de un carácter tan avanzado y definido podría haber sido revelada en un período tan temprano en el esquema de la revelación. No es fácil fijar los principios sobre los que deba ser considerada esta cuestión. Y la discusión puede ser evitada suscitando otra, la respuesta de la cual decidirá todo el asunto en discusión. Conocemos la «posición ortodoxa» del libro de Daniel. ¿Cuál es la alternativa que propone el crítico a nuestra aceptación? Aquí él hablará por sí mismo, y las dos citas siguientes serán suficientes: Daniel, esto es indudable, fue una persona histórica, uno de los judíos expatriados a Babilonia que, juntamente con sus tres compañeros, sobresalió de su fiel adhesión a los principios de su religión, que consiguió una posición de influencia en la corte de Babilonia, que interpretó los sueños de Nabucodonosor, y que predijo como vidente algo de la suerte futura de los imperios caldeo y persa (p; 479). Por otra parte, si el autor hubiera sido un profeta viviendo en la época misma de los infortunios, se pueden explicar de manera consistente todas las características de libro. Él vive en la época por la que manifiesta su interés y que necesita los consuelos que tiene que proveerle. No escribe después del final de las persecuciones (en cuyo caso las profecías no tendrían objeto), sino al principio, cuando su mensaje de aliento tendría valor para los judíos piadosos en el tiempo de su aflicción. Así, él proclama: predicciones genuinas; y la llegada de la era mesiánica sigue de cerca al final de Antíoco, así como en Isaías o Miqueas sigue de cerca a la caída del Asirio: en ambos casos el futuro es abreviado (p. 478). La primera de estas citas se refiere a Daniel mismo, el doble del supuesto autor del libro que lleva su nombre. En esta primera cita pasamos por un momento afuera de la niebla de meras teorías y argumentos a la clara y transparente luz del hecho. «Esto es indudable», o, en otras palabras, es absolutamente cierto, que no tan sólo Daniel fue «una persona histórica» sino además «un vidente» — esto es, un profeta—. Pero volviendo de nuevo a las oscuridades, vamos a conjeturar la existencia de otro profeta en los días de Antíoco —un profeta real—, porque «proclama predicciones genuinas» para alentar a «los judíos piadosos en el tiempo de su aflicción». Ahora, la posición del escéptico es, en cierto sentido, inacatable. Es como el individuo del jurado que arrima su espalda contra la pared y rehúsa aceptar la evidencia. Pero obsérvese lo que este compromiso aquí sugerido involucra. Como ya se ha señalado, Daniel no tenía pretensiones al manto del profeta en el sentido en que Jeremías y Ezequiel lo llevaron. El mismo no hizo ninguna pretensión de serlo (ver Dn. 9:10). Además, su vida transcurrió en el espléndido aislamiento de la corte de Babilonia, mientras que ellos eran figuras centrales entre su pueblo —uno de ellos en medio de aflicciones de Jerusalén, el otro entre los expatriados. No sería extraño, por ello, si el nombre y la fama de Daniel no tenían el mismo lugar que el de ellos en la memoria popular. Pero aquí se nos pide que creamos que otro profeta, surgido en tiempos históricos, cuyo «mensaje de aliento» puede haber estado en boca de todos a través de la noble lucha macabea, quedó limpiamente olvidado de la memoria de la nación. El historiador de esta lucha no puede haber vivido más que una generación después, y a pesar de ello ignora su existencia, aunque se refiere en los términos más concretos al Daniel de la Cautividad.16 La voz del profeta había estado callada durante siglos. ¡Con qué desenfrenado y apasionado entusiasmo la nación no habría saludado el surgimiento de un nuevo vidente en un momento tal! Y cuando el resultado de aquella fiera lucha colocó el sello de la verdad sobre sus palabras, su fama hubiera eclipsado la de los viejos profetas de la antigüedad. Pero el hecho es que no sobrevivió ni un vestigio de su fama ni de su nombre. Ningún escritor, sagrado o secular, parece haber oído hablar de él. No quedó ninguna tradición referente a él. ¿Se ha visto una invención más insostenible que ésta? No es posible un compromiso tal entre fe e incredulidad. No hay escape posible a aceptar una de las dos alternativas. 16. 1° Mac. 2:60; ver también 1:51. El primer libro de los Macabeos es una historia de la mejor reputación, y su exactitud es universalmente admitida.
  • 17. 17 O el libro de Daniel es lo que proclama ser, o es totalmente inválido. «Tiene que ser o todo verdad o todo impostura.» Es en vano hablar de él como constituyendo la obra de algún profeta de una época posterior. Data de Babilonia en los días de la Deportación, o es un fraude literario, forjado después de la época de Antíoco Epífanes. Pero entonces, ¿Cómo llegó a ser citado en el libro de los Macabeos —y ello no de una manera incidental, sino en uno de los pasajes más solemnes y notables de todo el libro— las últimas palabras del viejo Matatías antes de su muerte? ¿Y cómo llegó a quedar incluido en el canon? Los críticos hablan mucho de su posición en el canon: ¿cómo explican ante todo el que tenga su lugar allí? Es razonablemente cierto que las primeras dos divisiones del canon fueron establecidas por la Gran Sinagoga mucho antes de los macabeos, y que su finalización fue la obra del Gran Sanedrín, no más tarde que el segundo siglo antes de Cristo. Y se nos pide que supongamos que esta gran institución, compuesta de los más eruditos varones de la nación habría aceptado un fraude literario de reciente factura, o que podría haber sido engañada por él. Esta es una de las hipótesis más desenfrenada y arbitrarias que se pueda imaginar. Y tampoco queda este argumento debilitado si los críticos insistieran que el canon podría haber quedado abierto todavía durante unos cien años después de la muerte Antíoco.17 Si hubiera quedado así abierto, el hecho hubiese constituido otra prenda y prueba de que hubieran estado ejerciendo el cuidado más vigilante y celoso de manera incesante. La presencia del libro de Daniel en el canon es un hecho de más peso que todas las críticas de los críticos. Son miles los que se adhieren al libro de Daniel, y que a pesar de ello sienten espanto de tener que enfrentarse a esta crítica destructiva, por temor de que la fe sucumbiera ante su influencia. Y a pesar de ello, esto es todo lo que los críticos pueden exponer, tal y como lo formula 17. El Sanedrín, aunque dispersado durante la revuelta macabea fue reconstituido a su finalización. Ver los artículos del doctor Ginsburg «Sanedrín» y «Sinagoga» en la Cyclopedia de Kitto. uno de sus mejores portavoces. De todos estos argumentos no hay ni siquiera uno que no pueda quedar refutado en cualquier momento por el descubrimiento de más inscripciones. En presencia de algún cilindro que pueda descubrirse pronto de las aún inexploradas ruinas de Babilonia18 todas estas teorizaciones acerca de improbabilidades y frivolidades acerca de palabras pudieran ser acalladas en un solo día. Y siendo así, es evidente, en cualquiera que no le falte la facultad de juzgar, que los críticos exageran la importancia de su crítica. Incluso si todo lo que ellos alegan fuera verdadero y tuviera entidad, sólo debería guiarnos a suspender el veredicto. Pero los críticos son especialistas, y es cosa proverbial que los especialistas son malos jueces. Y aquí es posible que alguien que no pueda alardear de ser teólogo o erudito pueda enfrentarse con ellos sobre mejores bases que la de la igualdad. Para ellos es suficiente con que la evidencia de un cierto tipo señale en una dirección. Pero en aquellos en quienes se ha desarrollado la facultad judicial se detendrán y pedirán, «y ¿qué es lo que se puede decir desde el otro lado?» y « ¿la decisión propuesta armoniza con todos los hechos?» No obstante, las cuestiones de este tipo no existen para los críticos. Y si jamás se han presentado en la mente del profesor Driver, es de lamentar que dejara de tenerlas en cuenta al afirmar los resultados generales de sus investigaciones. Y si fueron ignoradas por un autor tan dispuesto a llegar a la verdad, es inútil tratar de verlas mencionadas en los escritos de los escépticos y de los apóstatas. Hasta aquí he estado tratando con presunciones, inferencias y argumentos. Negar que tengan entidad sería a la vez deshonesto e inútil. Se podría conceder que si el libro de Daniel hubiera salido a luz dentro de la era cristiana, podrían ser suficientes para impedir su admisión al canon. Pero para el cristiano el libro de Daniel está acreditado por el mismo Señor Jesús; y ante este hecho toda la fuerza de estas críticas se desvanece como la niebla ante el sol. 18. Las ruinas de Borsippa están prácticamente inexploradas; y considerando el carácter de las inscripciones halladas en otras localidades caldeas, podemos esperar hallar en el futuro registros estatales muy completos de la capital.
  • 18. 18 La misma predicción ante la cual los racionalistas presentan tantos reparos, la adopta El en aquel discurso que es la clave a toda la profecía pendiente de cumplimiento;19 y si se puede demostrar que Daniel es un fraude, Aquel a quien reconocemos Señor queda también desacreditado por lo mismo. Los racionalistas de la escuela alemana desprecian este tipo de razonamiento. Y para ellos no cuenta para nada el lecho de que Daniel esté mencionado en el libro de Ezequiel, aunque según sus propios cánones debería contrapesar en mucho la evidencia negativa que ellos aducen. Daniel no es mencionado por otros profetas; por lo tanto, argumentan, Daniel es un mito. En tres ocasiones hablan de él las profecías de Ezequiel; por lo tanto, se está tratando de algún otro Daniel. Su argumento está basado en el silencio de los libros sagrados, y otros, de los judíos. Un hombre tan eminente como el Daniel del exilio no habría sido ignorado de esta manera, adelantan ellos. Y a pesar de ello ¡conjeturan la carrera de otro Daniel de igual, o mayor, eminencia, cuya mismísima existencia ha quedado olvidada! No es fácil tratar con casuistas como ellos. Pero hay un argumento, por lo menos que no nos pueden arrebatar. Ellos se han librado del segundo capítulo y del séptimo y de la visión que cierra el libro, pero la gran profecía de las Setenta Semanas permanece; y ésta da prueba de la autoridad divina de Daniel, que no puede ser destruida. Que fijen la fecha del libro cuando quieran, no pueden dar cuenta de ella, no pueden explicarla. Porque a partir de un suceso histórico definitivamente registrado —el edicto de reconstruir Jerusalén, hasta otro suceso histórico definitivamente registrado— la manifestación pública del Mesías, hay un intervalo de tiempo que fue predicho de antemano; y es con total exactitud y día por día se cumplió la predicción. Este volumen se ha escrito con el fin de dilucidar esta profecía, y como el resultado constituye mi contribución personal a la controversia, se me podrá perdonar que explique los pasos por medio de los cuales he llegado a él. La visión se refiere a 70 hebdómadas de años, pero trataré aquí solamente de las 69 «semanas» del versículo veinticinco. Aquí están las palabras: 19. Mateo 24. Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro, pero esto en tiempo angustiosos. Ahora bien, es un hecho indiscutido que Jerusalén fue reconstruida por Nehemías, bajo un edicto emitido por Artajerjes (Longimano), en el año vigésimo de su reinado. Por lo tanto, a pesar de las dudas que la controversia arroja sobre todo, la conclusión es obvia e irresistible que ésta era la época del período profético. Pero el mes era el de Nisán y el año sagrado de los judíos empezaba con la fase de la luna pascual. Solicité entonces al Astrónomo Real, el difunto George Airy, que me calculase la posición de la luna en marzo del año en cuestión, y conseguí así la fecha que precisaba, 14 de marzo del 445 a.C. Teniendo esto establecido, tan sólo quedaba una cuestión pendiente: ¿de qué tipo de años consiste la era? Y la respuesta a ello es definitiva y clara. Es el antiguo año de 360 dias,20 lo que puede quedar llanamente probado de dos maneras. Primero, porque según Daniel y el Apocalipsis, 3 años y medio proféticos equivalen a 1.260 días; y segundo, porque se puede demostrar que los 70 años de las «Desolaciones» tienen este carácter; y la conexión entre el período de las «Desolaciones» y la era de las «semanas» es uno de los pocos hechos universalmente admitidos en esta controversia. Las «Desolaciones» tuvieron su comienzo en 10 de Tebeth de 589 a.C. (un día que ha sido conmemorado por los judíos durante veinticuatro siglos con ayunos), y finalizaron el 24 de Quisleu de 520 a.C.21 Habiendo así establecido el terminas a quo de las «semanas», y el tipo de año de que están compuestas, tan sólo queda calcular la duración de la era. Así, se puede calcular con certeza su terminus ad quem. Ahora bien, 483 años de 360 días contienen 173.880 días. 20. Ver p. 102. . 21. Ver pp. 91, 103-104, 222.
  • 19. 19 Y un período de 173.880 días, principiando el 14 de marzo del 445 a.C, finalizan en aquel domingo de la semana de la crucifixión cuando, por primera y última vez a lo largo de Su ministerio, el Señor Jesucristo, en cumplimiento de la profecía de Zacarías, hizo una entrada pública en Jerusalén, e hizo que su mesiazgo fuera proclamado abiertamente por «toda la multitud de los discipulos».22 No es necesario discutir más este asunto de momento. En los siguientes capítulos se considera cada cuestión que Incide en este asunto, y se da respuesta a cada objeción.23 Es suficiente repetir que en presencia de los hechos y de las cifras así detalladas no es posible la mera negación de creer. Estos tienen que explicarse de alguna manera. «Existe un punto más allá del cual la incredulidad es imposible, y la mente al rehusar la verdad, tiene que buscar refugio en un tipo de incredulidad que constituye una mera credulidad.» No fue hasta después de tener las páginas anteriores en prensa que llegó a mis manos el libro Daniel del arcediano Farrar. Quizá se deben pedir excusas al profesor Driver por poner juntamente con el suyo una obra tal, pero The Expositor's Bible será leído por muchos para los que The Introduction (libro escrito por el doctor Driver) es un libro desconocido. Ambos autores concuerdan en impugnar la au- tenticidad del libro de Daniel; pero sus posiciones relativas son ampliamente diferentes, y no lo son menos sus argumentos y sus métodos. El erudito cristiano escribe para eruditos, deseoso tan sólo de determinar la verdad. El teólogo popular escribe detalladamente las extravagancias del escepticismo alemán para la ilustración de un público fácilmente engañado. Al pasar de un libro al otro, nos viene a la mente la diferencia entre un proceso criminal cuando está a cargo de un fiscal responsable de la Corona, y cuando lo promueve un acusador privado vengativo. En el primer ejemplo el único propósito del abogado es el de asistir al tribunal a llegar a un veredicto justo. En el segundo ejemplo podemos prepararnos a oír argumentos temerarios, o incluso desaprensivos. 22. Lucas 19. , 23. Ver capítulos 5-10, especialmente, pp. 138-143. Y aquí es donde debemos trazar la distinción entre la Alta Crítica cuando es utilizada legítimamente por eruditos cristianos en interés de la verdad, y el movimiento racionalista que se atribuye este nombre. Si este movimiento lleva a la incredulidad, es obedeciendo a la ley de que «de tal palo tal astilla». Es en sí mismo hijo del escepticismo. Su reconocido fundador lo inició con el deliberado designio de eliminar a Dios de la Biblia. Desde el punto de vista del escéptico las teorías de Eichorn eran inadecuadas, y De Wette y otros las han mejorado. Pero su intención y objetivo son los mismos. Se tiene que dar cuenta de la Biblia, y se tiene que explicar la existencia del cristianismo, en base a principios naturales. Los milagros, por ello, tenían que ser eliminados, y la profecía es el mayor de los milagros. En el caso de la mayor parte de las Escrituras Mesiánicas el escepticismo que se había depositado como una niebla nocturna sobre Alemania hizo que la tarea fuera cosa fácil; pero Daniel constituía una dificultad. Pasajes tales como los del capítulo cincuenta y tres de Isaías se podían eliminar a la ligera, pero el incrédulo no podía hacer nada con las visiones de Daniel. El libro permanece como testigo de Dios, y tiene que ser silenciado no importa por qué medios, limpios o sucios. Y hay tan sólo un método para conseguirlo. Los conspiradores se impusieron la tarea de demostrar que fue escrito después de los sucesos que predice. La evidencia que han reunido es de un tipo que no sería suficiente para demostrar la culpabilidad de un reconocido ladrón de un pequeño latrocinio —y desde luego, muchas de estas «evidencias» han sido ya descartadas—; pero cualquier tipo de evidencias serán suficientes para un tribunal prejuiciado, y desde el primer momento el libro de Daniel estaba ya sentenciado. El libro del doctor Farrar reproduce cada fragmento de estas evidencias en su forma más desnuda y cruda. Su contribución original a la controversia se limita a la retórica que cubre la debilidad de argumentos falaces, y el dogmatismo con que a veces deja de lado resultados acreditados por el juicio de autoridades de la mayor eminencia. Dos ejemplos típicos de ello serán suficientes. El primero se relaciona con una cuestión de pura erudición. Refiriéndose al quinto capítulo de Daniel, escribe así:
  • 20. 20 Agarrándose a un clavo ardiendo, aquellos que intentan vindicar la exactitud del autor ... creen que mejoran el caso al adelantar que Daniel fue hecho «el tercer gobernante del reino» —¡siendo Nabunaid el primero, y Belsasar el segundo! Desdichadamente para su muy precaria hipótesis, la traducción «tercer gobernante» se presenta sin fundamento alguno. El significado es «uno de un triunvirato». «¡Sin fundamento alguno!» En vista de la decisión de la compañía de Revisiones del Antiguo Testamento, la afirmación denota un extraordinario descuido o una arrogancia intolerable. Y estoy completamente autorizado a afirmar que los revisores dieron a esta cuestión una exhaustiva consideración, y que fue tan sólo en la última revisión que se admitió en el margen la versión alternativa, «gobernar dentro de un triunvirato». En ningún momento se consideró la posibilidad de aceptar esta versión en el texto.24 La correcta traducción de 5:29 es, admitidamente, «el tercer gobernante» en el reino; pero las autoridades difieren con respecto a los versículos 7 y 16. El profesor Driver me dice que, en su opinión, la traducción absolutamente literal allí es «gobernar como una tercera parte en el reino», o parafraseando ligeramente las palabras «gobernar dentro de un triunvirato» (como en el margen de la Versión Revisada). El profesor Kirkpatrick, de Cambridge, ha sido lo bastante amable como para referirme al Die Heilige schrift des alten Testaments, de Kautzsch, como representante de la mejor y más reciente erudición alemana, y su traducción del versículo 7 es «el tercer gobernante en el reino», con la nota, «esto es, ya como uno entre tres sobre todo el reino (cp. 6:3), o como tercero al lado del rey y de la reina madre». Y el Gran Rabino (cuya cortesía hacia mí quiero aquí reconocer) escribe: No puedo encontrar ninguna falta en absoluto con----- por traducir las palabras «la tercera parte del reino», ya que sigue con ello a dos de nuestros comentaristas hebreos de gran reputación, Rashi y Ibn Ezra. 24. Al haber asumido este asunto como uno de ensayo crucial, lo he investigado con sumo cuidado. Por otra parte, otros de los comentaristas, como Saadia, Jachja, etc., traducen el pasaje como «él será el tercer gobernante en el reino». Esta traducción parece estar más estrictamente de acuerdo con el significado literal de las palabras, como lo muestra el doctor Winer en su Grammatik des Cháldaismus. También recibe confirmación gracias al notable descubrimiento de Sir Henry Rawlinson, por la cual Belsasar era el hijo mayor del rey Nabónido, y que estaba asociado con él en el gobierno, por lo que la persona que le siguiera en honor sería la tercera Queda así perfectamente claro que la afirmación del doctor Farrar es totalmente injustificable. ¿Se tiene que atribuir a falta de erudición o a falta de integridad? De nuevo, y refiriéndose a la tercera visión del profeta el arcediano Farrar escribe: El intento de relacionar la profecía de las setenta semanas primaria o directamente a la venida y muerte de Cristo... se puede apoyar solamente por medio de inmensas manipulaciones, y por hipótesis tan crudamente imposibles que hubieran conducido a una profecía prácticamente sin significado tanto para Daniel como para el lector posterior (p. 287). No es fácil tratar con esta afirmación siquiera con un respecto convencional. Ninguna persona honesta negará que, ya sea que el noveno capítulo de Daniel sea profecía o fraude, las bendiciones especificadas en el versículo 24 son mesiánicas. En este punto coinciden todos los expositores cristianos. Y a pesar de que los puntos de vista de algunos de ellos están marcados por chocantes excentricidades incluso el más desatinado de ellos contrastará favorablemente frente a la exégesis de Kuenen que, en toda su cruda extravagancia, adopta el arcediano Farrar.25 25. Su capítulo acerca de Las Setenta Semanas provoca la exclamación ¡Esto es a dónde ha venido a parar la teología inglesa! No aludo a los vulgares fallos de llamar a Gabriel «el Arcángel» (p. 275), ni a su confusión de la era de la Servidumbre con la de las Desolaciones (p. 289), «sino al estilo y al espíritu de estudio como un todo. Ningún tratado reciente inglés se puede comparar con éste con respecto a «inmensas manipulaciones» y a «hipótesis crudamente imposibles».
  • 21. 21 Las opiniones del profesor Driver son de la mayor autoridad dentro de la esfera en la que él posee una tal erudición.26 Pero aquí he aventurado la sugerencia de que su eminencia como erudito da un peso indebido a sus declaraciones sobre las generalidades involucradas, y que él sufre de la proverbial incapacidad de los expertos al tratar con una masa de evidencia aparentemente en conflicto. El tono y manera en que su investigación ha sido efectuada muestran una prontitud a reconsiderar su posición a la luz de cualquier tipo de descubrimientos posteriores. En contraste a ello no hay reserva alguna en las denuncias de Farrar. Para él es imposible la retirada, sin importar lo que el futuro pueda descubrir. Pero no es mi propósito analizar su libro. Ya se ha pasado revista a lo único que cuenta seriamente en la acusación contra Daniel. No obstante, su tratado suscita una cuestión general de importancia trascendente, y a ella me quiero referir para concluir. Para él el libro de Daniel es una mera ficción, difiriendo de otras ficciones del mismo tipo sólo en razón de la multiplicidad de sus inexactitudes y errores. Su historia es una vana leyenda. Sus milagros son tan sólo fábulas sin fundamento. Es, en cada sección, una obra de la imaginación. «Ficción reconocida» (p. 43), la llama, porque es tan evidentemente un romance que la acusación de fraude es debida tan sólo a la estupidez de la Iglesia Cristiana al no reconocer el propósito del «santo y dotado judío» (p. 119) que lo escribió. Tal es el resultado de su crítica. ¿Qué acción debemos tomar en vista de ello? ¿No deberíamos, tristemente, pero con firme propósito, arrancar el libro de Daniel del sagrado canon? No, en absoluto. 26. Aludo a su intento de fijar la fecha del libro por el carácter de su hebreo y arameo. Este es, además, un punto en el que los eruditos disienten. Ya he citado la afirmación del doctor Pusey. El profesor Cheyne afirma: «No se puede hacer ninguna inferencia importante a partir del hebreo del libro de Daniel con respecto a su edad con alguna certeza» (Encyc Brit., «Daniel», p. 804); y una de las más eminentes autoridades en Inglaterra, que ha sido citado en favor de la asignación de una fecha tardía para el libro de Daniel, escribe, en respuesta a una pregunta que le dirigí: «Soy ahora de la opinión de que es muy difícil establecer la edad de cualquier porción de este libro por medio de su lenguaje. No creo, por lo tanto, que debiera citar más mi nombre en esta discusión.» Estos resultados —afirma el doctor Farrar— no son en absoluto detractores de la preciosidad de este Apocalipsis del Antiguo Testamento. Ninguna palabra mía puede describir el alto valor que asigno a esta porción de nuestras Escrituras Canónicas... Su derecho a un puesto en el canon es indiscutible e indiscutido, y apenas hay un solo libro del Antiguo Testamento que pueda hacerse más ricamente aprovechable para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios se enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra (p. 4). Esta no es una afirmación aislada que la caridad pudiera atribuir a un desliz del pensamiento. Parecidas palabras son utilizadas una y otra vez en alabanza de este libro.27 ¡Daniel no es nada más que una novela religiosa, y con todo y esto «apenas hay un solo libro del Antiguo Testamento» que sea de más valía! La cuestión aquí no es la de la autenticidad de Daniel, sino del carácter y valor de las Sagradas Escrituras. Los eruditos cristianos cuyos estudios les guíen a rechazar alguna porción del canon tienen que actúan confesando que, al hacer esto, aumentan la autoridad, y subrayan la valía del resto. Pero el arcediano de Westminster, al impugnar el libro de Daniel, aprovecha la ocasión para degradar y menospreciar la Biblia como un todo. El obispo Westcott afirma que ningún escrito del Antiguo Testamento tuvo una parte tan importante en el desarrollo del cristianismo como Daniel.28 O, citando a un testigo hostil, el profesor Bevan escribe: «En el Antiguo Testamento se menciona a Daniel en una sola ocasión, pero la Influencia de su libro es evidente casi en todas partes.»29 «Son pocos los libros --dice Hengstenberg-- cuya autoridad divina queda tan plenamente establecida por el testimonio del Nuevo Testamento, y en particular por nuestro mismo Señor, como la del libro de Daniel.» 27. Ver ex. gr., pp. 36-37, 90, 118, 125. 28. Smith, Bible Dictionary, «Daniel». 29. Commentary on Daniel, p. 15.
  • 22. 22 Así como la niebla y la tormenta pueden esconder la roca sólida de la vista, así esta verdad puede quedar oscurecida por el casuismo y la retórica; pero cuando éstos se han agotado aquélla se mantiene llana y clara. En toda esta controversia se pasa comúnmente por alto, o se esconde muy estudiadamente, uno de los resultados del rechazo del libro de Daniel. Si «el Apocalipsis del Antiguo Testamento» es excluido del canon, el Apocalipsis del Nuevo debe participar en esta exclusión. Las visiones de san Juan están tan inseparablemente entrelazadas con las visiones del gran profeta expatriado que se mantienen o caen juntas. El crítico tiene el derecho de ignorar este resultado, pero el predicador no puede ignorarlo en absoluto. Y ello da importancia al hecho, tan a menudo olvidado, de que la Alta Crítica pretende una posición que no se le puede acordar en absoluto. Su verdadero puesto no está en el sitial del juez, sino en el estrado de los testigos. El teólogo cristiano tiene que tomar en cuenta muchas cosas que la crítica no puede sin abandonar enteramente su esfera y función legítimas. Nadie se apropia de esta posición con más libertades que el arcediano Farrar. El evade el testimonio del capítulo 24 de san Mateo al rehusar creer que nuestro Señor pronunciara las palabras que se le atribuyen a Él. Pero esto socava el cristianismo; porque, repito, el cristianismo reposa sobre la Encarnación, y si los Evangelios no son inspirados, la Encarnación es un mito. ¿Cuál es su respuesta a esto? Cito sus palabras: Pero nuestra fe en la Encarnación, y en los milagros de Cristo, descansa sobre una evidencia que, después de repetidos exámenes, es para nosotros abrumadora. Aparte de todas las cuestiones de verificación personal, o del Testimonio Interno del Espíritu, podemos mostrar que esta evidencia está apoyada, no solamente por los registros existentes, sino, además, por miríadas de testimonios externos e independientes. Esto merece una atención más cuidadosa, no solamente a causa de su relevancia con respecto a lo que se está considerando en este momento, sino como una buena muestra del razonamiento de este autor en esta extraordinaria contribución a nuestra literatura teológica. Aquí tenemos el argumento cristiano: «El Nazareno era reconocidamente el hijo de María. Los judíos declararon que Él era hijo de José; el cristiano le adora como el Hijo de Dios. El fundador de Roma fue declarado ser el hijo divinamente engendrado de una virgen vestal. Y en los antiguos misterios babilónicos se adscribía una paternidad similar al hijo martirizado de Semíramis, proclamada Reina del Cielo. ¿Qué base tenemos entonces para distinguir entre el milagroso nacimiento en Belén de estas y otras leyendas parecidas del mundo antiguo? Señalar la resurrección es una petición de principio transparente. Apelar al testimonio humano sería una total necedad. En este punto nos encontramos cara a cara con aquello que ningún mero testimonio humano podría proveernos siquiera con una probabilidad a priori.»30 ¿Sobre qué, entonces, basamos nuestra fe en el gran hecho central del sistema cristiano? Aquí el dilema es inexorable: el desprecio de los Evangelios, como el que este autor evidencia, implica la admisión de que el fundamento de nuestra fe es simplemente una leyenda galilea. En absoluto, nos dice el doctor Farrar, tenemos solamente la «verificación personal, y el Testimonio Interno del Espíritu, sino que además tenemos miríadas de testigos externos e independientes». Ningún cristiano ignorará el Testimonio del Espíritu. Pero recordemos que la cuestión aquí es una de hechos. Todo el sistema cristiano depende de la veracidad del último versículo del primer capítulo de san Mateo —no lo voy a citar. ¿De qué otra manera puede el Espíritu Santo impartirme el conocimiento del hecho allí afirmado, si no es por la Palabra escrita? Acepto este hecho porque acepto el registro como la escritura inspirada de Dios, una revelación autorizada y verdadera que procede del cielo. Pero hablar de verificación personal, o apelar a algún instinto trascendental, o de decenas de millares de testigos externos, es divorciar las palabras de los conceptos, y salir de la esfera de la afirmación inteligente y del sentido común.31 R. ANDERSON 30. A Doubter's Doubts, p. 76. 31. El profesor Driver me ha llamado la atención, desde entonces, a una nota en la «Addenda» a la tercera edición de su Introduction, en la que condiciona sus
  • 23. 23 admisiones con respecto a Belsasar. Me ha informado también que el profesor Sayce es la «eminente autoridad en Asiriología» a que allí se refiere. Esto nos permite descontar su retractación. Cuando estaba escribiendo mis comentarios acerca de (e) en este Prefacio, tenía ante mí las páginas 524-529 del Higher Criticism and the monuments, y me impresionó la fuerza de los argumentos que se adelantaban allí en contra de la historia de Belsasar en Daniel. Fue grande la reacción de mis sentimientos cuando descubrí que los argumentos del profesor Sayce dependían de su mala lectura de la tablilla Ánnalística de Ciro, Es cosa reconocida que la tablilla se refiere continuamente a Belsasar como «el hijo del rey», pero cuando registra su muerte en la toma de Babilonia, el profesor Sayce lee «esposa del rey» en lugar de «hijo del rey», y de aquí pasa a argumentar que, como Belsasar no está mencionado en este pasaje, ¡no puede haber estado en Babilonia en aquella ocasión! Que las tablillas de contratos estén fechadas con referencia al reinado del rey, y no del regente, es precisamente lo que sería de esperar. He tratado exhaustivamente la cuestión de Belsasar en mi libro Daniel in the Critics' Den, al que quisiera referir para una réplica más completa al libro del Deán Farrar. Si se considera el testimonio de la tablilla Annalística, se puede considerar el caso como cerrado. Y si, al escribir esta obra, hubiera tenido ante mí lo que el Rev. J. Urquart saca a luz en su Inspiration and Accuracy of Holy Scripture, debería haber considerado que ésta, la única dificultad que permanecía en pie en la controversia acerca de Daniel, ya no lo era más de una manera seria . 1 Introducción PARA LOS HOMBRES VIVIENTES ningún momento puede ser tan solemne como «el presente vivo» sean cuales sean sus características; y esta solemnidad queda inmensamente ahondada en una época de progreso sin paralelo en la historia del mundo. Pero surge la cuestión de si estos días en que vivimos ¿son sin comparación, por causa de ser, en el sentido más estricto, los últimos? ¿Está a punto de cerrarse la historia del mundo? ¿Está casi agotada la arena de su reloj, y está a mano el choque final de todas las cosas? Los pensadores profundos no permitirán que las disparatadas afirmaciones de los alarmistas, ni las extravagancias de los traficantes de profecías, les separen de una investigación que es a la vez tan solemne y tan razonable. Es solamente el incrédulo que duda que haya un límite predeterminado a este «presente siglo malo». Que Dios impondrá un día Su poder para asegurar el triunfo del bien es, en cierto sentido, digo evidente. El misterio de la revelación es, no que Él lo hará, sino que espera hacerlo. Si juzgáramos por los hechos que vemos a nuestro alrededor, Él es un espectador indiferente de la desigual lucha entre el bien y el mal sobre la tierra. «Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba en la mano de sus opresores, y para ellos no había consolador.»1 ¿Y cómo pueden ser estas cosas así, si realmente el Dios que rige sobre todo es todopoderoso y totalmente bueno? 1. Ec. 4:1.
  • 24. 24 El vicio, la impiedad, la violencia y la injusticia crecen lozanos por todas partes, y a pesar de ello los cielos arriba guardan silencio. El incrédulo apela a ello como prueba de que el Dios de los cristianos es tan sólo un mito.2 El cristiano halla en ello prueba adicional de que el Dios a quien adora es paciente y lento para la ira —«paciente porque Él es eterno»— y lento para la ira porque Él es todopoderoso, y porque la ira es un último recurso del poder. Pero se está acercando el día cuando «vendrá nuestra Dios, y no callará»?3 Esta no es una opinión, sino un asunto de fe. El que lo ponga en tela de juicio no puede tener pretensión alguna al nombre de cristiano, pues es una verdad tan esencial del cristianismo como lo es el registro de la vida y de la muerte del Hijo de Dios. Las viejas escrituras rebosan de ello, y de todos los escritores del Nuevo Testamento no hay ni siquiera uno que no hable explícitamente de ello. Fue el asunto de que trató la primera proclamación profética que las Sagradas Escrituras registran;4 y el libro que cierra el sagrado canon, desde el primer capítulo hasta el último, confirma y amplifica el testimonio. Así, la única investigación que nos concierne se refiere a la naturaleza de la crisis y a la época de su cumplimiento. 2. Según Mill, el curso del mundo da prueba de que tanto el poder como la bondad de Dios están limitadas. Sus Essays on Religión muestran de una manera evidente que el escepticismo es una actitud mental prácticamente imposible de mantener. Incluso con un razonador tan claro y capaz como Mill, degenera inevitablemente a una forma degradante de fe. «La actitud racional de una mente pensante hacia lo sobrenatural» (dice Mili) «es la de escepticismo, distinguiéndose éste de la creencia, por una parte, y del ateísmo por otra»; y a pesar de ello procede a continuación a formular un credo: no es que no haya un Dios, pues ello es tan sólo probable, pero si hubiera un Dios Él no es todopoderoso, y su bondad hacia el hombre es limitada (Essays. etc., pp. 242-243). El no da una demostración a este credo, naturalmente. Su verdad es evidente a «una mente pensante». Es también evidente que el sol se mueve alrededor de la tierra. Un hombre sólo necesita ignorar tanto de astronomía como el incrédulo del cristianismo, ¡y hallará la más indiscutible prueba de este hecho cada vez que examine los cielos! 3. Sal. 50:3. Así, la única investigación que nos concierne se refiere a la naturaleza de la crisis y a la época de su cumplimiento. Y la clave de esta investigación es la visión de las Setenta Semanas del profeta Daniel. No es que una correcta comprensión de la profecía nos capacitará a profetizar. Este no el propósito para el cual fue dada.5 Pero demostrará ser una suficiente salvaguardia durante el estudio. Lo notable es que nos librará de los desatinos a que inevitablemente conducen los falsos sistemas de cronología profética a aquellos que los siguen. No es solamente en nuestra época que se ha predicho el fin del mundo. Se esperaba su consumación con mucha más certeza a principio del siglo vi. Toda Europa vibraba de ello durante los días del papa Gregorio el Grande. Y al final del siglo x la aprensión llegó a desembocar en un verdadero pánico general «Fue entonces predicho a menudo, y escuchado por multitudes sin aliento; el asunto en que todos meditaban, y de que todos conversaban» «Bajo esta impresión, innumerables multitudes —dice Mosheim—, habiendo donado sus propiedades a monasterios o Iglesias, viajaron a Palestina, donde esperaban que Cristo descendiera en juicio. Otros se ataron a sí mismos con solemnes juramentos a ser siervos de las iglesias o de los sacerdotes, con la esperanza de una sentencia más suave al ser siervos de los siervos de Cristo. En muchos lugares se dejaron edificios a perder, como cosas que en el futuro ya no serían necesarias. Y en las ocasiones de eclipses de sol y de luna, la gente huía a esconderse a las cavernas y a las rocas.»6 Y así en años recientes, fecha tras fecha ha sido emitido de manera confiada como la de la crisis suprema; pero el mundo continúa. El año 581 d.C. fue una de las primeras fechas determinadas para este evento,7 y 1881 entre las últimas. 4. Jud. 14. 5. «La profecía no nos es dada para profetizar, sino como testigo de Dios cuando venga el tiempo.» Pusey, Daniel, p. 80. 6. Elliot, Horae Apoc. (3.a ed.), I, 446; ver también cap. iii, pp. 362-376. 7. Elliot, op. cit., p. 373. Hipólito predijo el año 500 d.C.
  • 25. 25 Estas páginas no llevan el designio de perpetuar los dislates de este tipo de predicciones, sino de intentar de una manera humilde la elucidación del significado de una profecía que debería librarnos de todos estos errores y rescatar esta área de estudio del descrédito que le ha sido impuesto. No sería necesario tener que decir nada para reforzar la importancia de este asunto, y a pesar de todo el descuido de las Escrituras proféticas, incluso por parte de aquellos que profesan creer que toda la Escritura está inspirada, es cosa proverbial. Poniendo el argumento en su nivel más elemental, se podría mencionar que si es necesario un conocimiento del pasado, un conocimiento del futuro tiene que ser aún de mayor valor, al ampliar los horizontes de la mente y al remontarla por encima de la estrechez producida por una contemplación limitada y sin luz del presente. Si Dios ha concedido una revelación a los hombres, su estudio debería ciertamente producir un interés entusiasta, y atraer el ejercicio de todos nuestros talentos que puedan ser útiles en su aprovechamiento. Y esto sugiere otro terreno sobre el cual, en nuestros días especial- mente, el estudio profético proclama especial prominencia; esto es, el testimonio que provee al carácter divino y al origen de las Escrituras. A pesar de que la infidelidad fue muy grande en tiempos pretéritos, entonces tenía sus propias banderas en su propio terreno, y chocaba contra la masa de la humanidad que, aunque ignorante del poder espiritual de la religión, no obstante, se aferraba con gran tenacidad a sus dogmas. Pero la especial característica de nuestra época, —y muy apropiada para provocar ansiedad y alarma a todos los hombres que piensen— es el surgir de lo que podría ser denominado escepticismo religioso, un cristianismo que niega la revelación --una forma de piedad que niega aquello que es el poder de la piedad.8 La fe no es la actitud normal de la mente humana hacia las cosas de Dios; por lo tanto, el que duda honestamente merece respeto y simpatía. Pero, ¿de qué calificación serán dignos aquellos que se deleitan en proclamarse personas que dudan, afirmando a la vez ser ministros de una religión en la que la FE es la característica esencial? 8. 2.' Ti. 3:5. No son pocos en la actualidad aquellos cuya fe en la biblia es aún más profunda y firme precisamente porque han tomado parte en la revuelta general en contra del clericalismo y de la superstición; y para éstos no hay discusión real de tomar ningún lado en la lucha entre la libertad de pensamiento y la servidumbre de los credos y de los clérigos. Pero en el conflicto entre fe y escepticismo dentro de la cristiandad, sus simpatías no están tan divididas. Por un lado puede haber mojigatería, pero, por lo menos, hay honestidad; y en un caso así ciertamente se ha de considerar el elemento moral procediendo a las pretensiones de vigor mental e independencia. Además, cualquier pretensión de este tipo precisa de investigación. La persona que afirma su libertad de recibir y de enseñar lo que él considera la verdad, sea la que ésta sea, no debe ser acusado a la ligera de vanidad ni de ser voluntarioso. Sus motivos pueden ser rectos y veraces, y dignos de alabanza. Pero si él se ha suscrito a un credo, debería ser muy cuidadoso al afirmar un terreno tal. No es precisamente en el terreno de las vaguedades que nuestros credos británicos tienen sus fallos, y los hombres que se vanaglorian de ser librepensadores merecerían más respeto si mostraran su independencia rehusando suscribirse a ellos, en lugar de socavar las doctrinas a las que se han comprometido defender, y por lo cual reciben un sueldo para enseñarlas. Pero lo que aquí nos concierne es el indiscutible hecho de que el racionalismo, en su forma más sutil, está leudando la sociedad. Las universidades son sus principales seminarios. Los pulpitos le sirven de plataforma. Algunos de los líderes religiosos más populares están entre sus discípulos. Ninguna clase está libre de su influencia. E incluso si se pudiera fijar el presente, estaría bien así; pero hemos entrado en una pendiente, y tienen que ser ciegos los que no ven a donde ella lleva. Si no se socava la autoridad de las Escrituras se pueden perder verdades vitales por una generación, y la siguiente recobrarlas; pero si se toca ésta, se socava el fundamento de toda verdad, y se pierde todo el poder de recuperación. El escéptico cristianizado de hoy dará lugar al incrédulo cristianizado, cuyos discípulos y sucesores serán incrédulos a su vez, pero sin ningún barniz de cristianismo sobre ellos. Algunos, indudablemente,