1. Querido diario:
El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquía donde antaño había perdido a los
hechiceros que me iluminaban el porvenir. Pero el porvenir ya no podía darme nada, o por lo
menos nada que pasara por un don. Mis vendimias estaban hechas; el rostro de la vida llenaba
la cuba.
Querido diario:
Pocos días después de partir de Antioquía, fuí como antaño a sacrificar a la cima del monte
Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna, solo llevé a un reducido número de
amigos capaces de subir a pie firme. Mi objeto no era tan solo cumplir un rito propiciatorio en
aquel santuario más sagrado que otros; quería ver otra vez desde lo alto de fenómeno de la
aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar sin un secreto grito de alegría. Ya
en la cumbre, el sol hace brillar los ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados
sonríen, cuando las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante
unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario de la mañana.