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Est‡ anocheciendo y las luces de la calle han comenzado a encenderse. De regreso a casa he comenzado a
reflexionar sobre la tarea docente, sobre las esperanzas y desesperanzas del profesorado durante estos
tiempos de cambio. En mi mente solamente aparece una imagen, la de un gran laberinto. La ilusi—n de la
entrada, al inicio de juego, se torna difusa. Quedan tan lejos aquellos motivos que nos hicieron jugar y
experimentar que actualmente muchos de nuestros proyectos solamente son una quimera, una ilusi—n.
Comenzamos en la salida y la din‡mica del juego muy pronto nos hizo avanzar. De repente, ante nuestra
mirada at—nita, el camino se bifurca y se manifiesta en nostros los primeros s’ntomas de la duda; aqu’
queremos entender el futuro, adivinar cu‡l de las dos posibilidades es la acertada. La intuici—n y la
inteligencia se convierten en la brœjula, en el astrolabio que guiar‡ nuestros instintos.

En la ense–anaza como en la vida lo verdaderamente dif’cil es resolver bien el problema del laberinto, dar
con una soluci—n satisfactoria, encontrar el camino id—neo que nos lleve a la claridad del bosque.
Posiblemente, como escrib’a U. Eco, los probemas no se pueden resolver desde dentro del laberinto y haya
que salir fuera, mirar a vista de p‡jaro para ver todos los caminos en su conjunto. Pero lo verdaderamente
dif’cil es permanecer fuera y dento, ser parte integrante y a la vez ajena, mirar en planta y en perspectiva c
—nica al mismo tiempo; Žsta es la verdadera cuesti—n: c—mo podemos ejercer la cr’tica absoluta desde
la relatividad de nuestra conciencia.

Y por si fuera poco, c—mo nos podemos autoevaluar sin conocernos y sin conocer el destino. El principio
de incertidumbre se hace patente; las condiciones del examen modifican el resultado y obtenemos un
producto que no reconocemos como nuestro. Aparece la pedagog’a de la ocurrencia, la verborrea de sal—
n y estamos m‡s preocupados por tener la raz—n y demostrar nuestra inteligencia, que por decir la verdad
o por sentirla. QuiŽn conoce todas los caminos del laberinto, quiŽn se atreve a asegurar lo que est‡ por
llegar.

La inercia de nuestra labor no gu’an en el camino; no podemos quedar estancados en el centro del laberinto
sin intentar adivinar la salida. Amor hacia los disc’pulos, Provocaci—n para fomentar el esp’ritu cr’tico,
Trabajo con entusiasmo, Autocr’tica, Paciencia, etc. son los ingredientes necesarios. Pero aœn as’,
quiŽn puede garantizar el futuro.

De forma desordenada me vienen al pensamiento los contenidos que impartimos en clase, y me pregunto
cu‡l ser‡ la misi—n y la aplicaci—n que se har‡ de los mismos. ÀCu‡l ser‡ el alcance de nuestra
impronta?. Existe una ciencia que trabaja para resolver los probemas y otra que se dedica a la destrucci—n.
Los conocimientos que se dedican a la destrucci—n, antes que nada, se destruyen a si mismos y al
principio de ciencia como tal. Pero es posible que nuestro laberinto estŽ envenenado y nos presente como
verdaderas unas coordenadas de las que no podemos escapar y ni tan siquiera poner en duda. ÀSer‡ cierto
aquello de que todo sistema lleva en su interior el germen de su destrucci—n?. Si se nos da como fijo el
sistema de referencia: el laberinto, cu‡l es nuestro margen de improvidaci—n. Si estamos atados al plano
geometral no somos capaces ni tan siquiera de intuir c—mo ser‡ la tercera magnitud, con lo bonito que
ser’a poder dar un salto del laberinto y llegar hasta el final.

 Todas estas contradicciones generan una espiral de ansiedad: cuanto m‡s avanzamos mayores son las
ganas de encontrar el final. A veces el final llega sin haber resuelto las l’neas maestras, una estrategia firme
que por lo menos nos tenga ocupados. Pero a veces tenemos que volver a situaciones anteriores porque el
camino estaba cortado; es el verdadero problema del laberinto. Incluso en algunas ocasiones tendremos
que justificar, de manera convincente, las razones por las que caminamos. Y seguramente las respuestas
generar‡n todav’a m‡s dudas: Àc—mo resolveremos la paradoja de alimentar el ecologismo y a la vez
arrancar de nuestro jard’n los cardos borriqueros que nacen de forma natural?. ÀNo ser‡ que tratamos de
imponer nuestros criterios al entorno sin prever cu‡les pueden ser las consecuencias?.

Hace unas dos horas que se ha echado la noche y sin darme cuenta me he perdido en calle. Acabo de
recordar que llevo un plano en el bolsillo y sin mayores problemas he visto la situaci—n en la que me
encuentro. Es maravilloso el poder ver la ciudad desde dentro y desde fuera. Ojal‡ que para cada pregunta
del laberinto exista un peque–o peque–o plano en cada uno de nuestros bolsillos.

***********

Me viene a la memoria una de las situaciones m‡s bonitas que me han ocurrido durante los œltimos d’as.
Es el cuento de Beatriz y de I–aki, dos personas que me han hecho revivir sentimientos que estaban
escondidos y aniquilados por el continuo devenir.
Beatriz es una ni–a sensible, de unos 15 a–os, de aspecto dulce y tierno, un poco regordeta y con una
mirada l‡nguida que induce al amparo. I–aki es un ni–o enternecedor, una de esas personas que a primera
vista despert— en m’ todo el encanto de la ni–ez, toda la inocencia perdida. Lo primero que destaca es que
sus ojos son azules como el cielo durante los d’as fr’os del invierno.

Su historia particular ocurri— durante uno de esos d’as del principio de curso. Beatriz estaba llorando en la
puerta, a la entrada de la clase tecnolog’a. Su profesor al ver que no deseaba entrar le hizo una serie de
preguntas sobre las razones que le induc’an a llorar de aquella manera. Ella no desplegaba los labios. JosŽ
Manuel se dirigi— hacia el despacho del director para notificar lo que all’ ocurr’a. En aquel lugar nos
encontr‡mos el director y yo realizando todos los preparativos del inicio de curso.

JosŽ Manuel con una voz ronca exclam—:

- Hay una ni–a llorando a la entrada de la clase que no quiere pasar

Inmediatamente nos levantamos el director y yo y fuimos en su bœsqueda. La encontramos en el mismo
lugar, llorando como una Magdalena. Su mirada se dirig’a hacia el suelo. En ninguno de los momentos nos
mir— a la cara.

Con toda la amabilidad del mundo le pedimos que nos acompa–ara al despa–o y que nos contara lo que
hab’a sucedido. Le hicimos la pregunta varias veces porque ella se negaba a cntestar. Al final nos indic—
que le hab’a pegado I–aki. Me levantŽ de la silla y con un paso enŽrgico fu’ por el pasillo hacia la clase de
tecnolog’a. PeguŽ en la puerta y posteriormente le ped’ al profesor que saliera I–aki.

En el trayecto de la clase hacia el despacho de direcci—n le preguntŽ al ni–o sobre lo sucedido. Comenz—
a contarme pero no me di— tiempo a enterarme bien porque el camino era muy corto. I–aki se sent— y
comenz— a explicarle al director sobre lo sucedido.

- Est‡bamos en la clase de apoyo y le cog’ el t’pex a Beatriz creyendo que era el m’o. Luego me d’ cuenta
que el m’o estaba en el bolso y se lo devolv’, pero no le peguŽ

Beatriz le increpaba de forma agresiva

- eso es mentira

R‡pidamente el director y yo nos dimos cuenta de que la situaci—n no revest’a mayor gravedad y sobre
todo porque la ni–a y el ni–o eran personas que necesitaban apoyo en las asignaturas troncales.

Lo m‡s sorprendente ocurri— cunado de repente I–aki, con una inocencia y una ternura dif’cil de expresar
exclamo: - ÀMe perdonas Beatriz?. Aquella expresi—n me parti— el alma, aquella voz c‡lida me hizo
comprender en un instante la grandeza del ser humano. Aquel ni–o que intelectualemnte no llegaba a la
normalidad, espiritualmente la superaba con creces. Pero lo m‡s importante para m’ fue el escuchas ese quot;
Me perdonasquot;, esa nueva manera de entender las relaciones humanas. Errores cometemos todos y en
muchas ocasiones los reconocemos a nivel interno. El paso m‡s importante se da cuando nos desnudamos
ante los semejantes y humildemente les pedimos disculpas, que nos acepten como somos.

Seguramnete el clima de violencia generalizada que vive Euskadi no se supera convenciendo al otro de su
equivocaci—n, sino adoptando esa otra postura que se ha perdido en nuestros corazones. Seguramente el
di‡logo se inicia mucho mejor con ese quot;me perdonasquot;, y lejos de que este escrito se pueda interpretar como
un Reality- Show, como una prolongaci—n de esos programas basura, quiero dejar constancia de que para
m’, aquel d’a que sucedi— la historia de I–aki y Beatriz no quedar‡ en el olvido.

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  • 1. Est‡ anocheciendo y las luces de la calle han comenzado a encenderse. De regreso a casa he comenzado a reflexionar sobre la tarea docente, sobre las esperanzas y desesperanzas del profesorado durante estos tiempos de cambio. En mi mente solamente aparece una imagen, la de un gran laberinto. La ilusi—n de la entrada, al inicio de juego, se torna difusa. Quedan tan lejos aquellos motivos que nos hicieron jugar y experimentar que actualmente muchos de nuestros proyectos solamente son una quimera, una ilusi—n. Comenzamos en la salida y la din‡mica del juego muy pronto nos hizo avanzar. De repente, ante nuestra mirada at—nita, el camino se bifurca y se manifiesta en nostros los primeros s’ntomas de la duda; aqu’ queremos entender el futuro, adivinar cu‡l de las dos posibilidades es la acertada. La intuici—n y la inteligencia se convierten en la brœjula, en el astrolabio que guiar‡ nuestros instintos. En la ense–anaza como en la vida lo verdaderamente dif’cil es resolver bien el problema del laberinto, dar con una soluci—n satisfactoria, encontrar el camino id—neo que nos lleve a la claridad del bosque. Posiblemente, como escrib’a U. Eco, los probemas no se pueden resolver desde dentro del laberinto y haya que salir fuera, mirar a vista de p‡jaro para ver todos los caminos en su conjunto. Pero lo verdaderamente dif’cil es permanecer fuera y dento, ser parte integrante y a la vez ajena, mirar en planta y en perspectiva c —nica al mismo tiempo; Žsta es la verdadera cuesti—n: c—mo podemos ejercer la cr’tica absoluta desde la relatividad de nuestra conciencia. Y por si fuera poco, c—mo nos podemos autoevaluar sin conocernos y sin conocer el destino. El principio de incertidumbre se hace patente; las condiciones del examen modifican el resultado y obtenemos un producto que no reconocemos como nuestro. Aparece la pedagog’a de la ocurrencia, la verborrea de sal— n y estamos m‡s preocupados por tener la raz—n y demostrar nuestra inteligencia, que por decir la verdad o por sentirla. QuiŽn conoce todas los caminos del laberinto, quiŽn se atreve a asegurar lo que est‡ por llegar. La inercia de nuestra labor no gu’an en el camino; no podemos quedar estancados en el centro del laberinto sin intentar adivinar la salida. Amor hacia los disc’pulos, Provocaci—n para fomentar el esp’ritu cr’tico, Trabajo con entusiasmo, Autocr’tica, Paciencia, etc. son los ingredientes necesarios. Pero aœn as’, quiŽn puede garantizar el futuro. De forma desordenada me vienen al pensamiento los contenidos que impartimos en clase, y me pregunto cu‡l ser‡ la misi—n y la aplicaci—n que se har‡ de los mismos. ÀCu‡l ser‡ el alcance de nuestra impronta?. Existe una ciencia que trabaja para resolver los probemas y otra que se dedica a la destrucci—n. Los conocimientos que se dedican a la destrucci—n, antes que nada, se destruyen a si mismos y al principio de ciencia como tal. Pero es posible que nuestro laberinto estŽ envenenado y nos presente como verdaderas unas coordenadas de las que no podemos escapar y ni tan siquiera poner en duda. ÀSer‡ cierto aquello de que todo sistema lleva en su interior el germen de su destrucci—n?. Si se nos da como fijo el sistema de referencia: el laberinto, cu‡l es nuestro margen de improvidaci—n. Si estamos atados al plano geometral no somos capaces ni tan siquiera de intuir c—mo ser‡ la tercera magnitud, con lo bonito que ser’a poder dar un salto del laberinto y llegar hasta el final. Todas estas contradicciones generan una espiral de ansiedad: cuanto m‡s avanzamos mayores son las ganas de encontrar el final. A veces el final llega sin haber resuelto las l’neas maestras, una estrategia firme que por lo menos nos tenga ocupados. Pero a veces tenemos que volver a situaciones anteriores porque el camino estaba cortado; es el verdadero problema del laberinto. Incluso en algunas ocasiones tendremos que justificar, de manera convincente, las razones por las que caminamos. Y seguramente las respuestas generar‡n todav’a m‡s dudas: Àc—mo resolveremos la paradoja de alimentar el ecologismo y a la vez arrancar de nuestro jard’n los cardos borriqueros que nacen de forma natural?. ÀNo ser‡ que tratamos de imponer nuestros criterios al entorno sin prever cu‡les pueden ser las consecuencias?. Hace unas dos horas que se ha echado la noche y sin darme cuenta me he perdido en calle. Acabo de recordar que llevo un plano en el bolsillo y sin mayores problemas he visto la situaci—n en la que me encuentro. Es maravilloso el poder ver la ciudad desde dentro y desde fuera. Ojal‡ que para cada pregunta del laberinto exista un peque–o peque–o plano en cada uno de nuestros bolsillos. *********** Me viene a la memoria una de las situaciones m‡s bonitas que me han ocurrido durante los œltimos d’as. Es el cuento de Beatriz y de I–aki, dos personas que me han hecho revivir sentimientos que estaban escondidos y aniquilados por el continuo devenir.
  • 2. Beatriz es una ni–a sensible, de unos 15 a–os, de aspecto dulce y tierno, un poco regordeta y con una mirada l‡nguida que induce al amparo. I–aki es un ni–o enternecedor, una de esas personas que a primera vista despert— en m’ todo el encanto de la ni–ez, toda la inocencia perdida. Lo primero que destaca es que sus ojos son azules como el cielo durante los d’as fr’os del invierno. Su historia particular ocurri— durante uno de esos d’as del principio de curso. Beatriz estaba llorando en la puerta, a la entrada de la clase tecnolog’a. Su profesor al ver que no deseaba entrar le hizo una serie de preguntas sobre las razones que le induc’an a llorar de aquella manera. Ella no desplegaba los labios. JosŽ Manuel se dirigi— hacia el despacho del director para notificar lo que all’ ocurr’a. En aquel lugar nos encontr‡mos el director y yo realizando todos los preparativos del inicio de curso. JosŽ Manuel con una voz ronca exclam—: - Hay una ni–a llorando a la entrada de la clase que no quiere pasar Inmediatamente nos levantamos el director y yo y fuimos en su bœsqueda. La encontramos en el mismo lugar, llorando como una Magdalena. Su mirada se dirig’a hacia el suelo. En ninguno de los momentos nos mir— a la cara. Con toda la amabilidad del mundo le pedimos que nos acompa–ara al despa–o y que nos contara lo que hab’a sucedido. Le hicimos la pregunta varias veces porque ella se negaba a cntestar. Al final nos indic— que le hab’a pegado I–aki. Me levantŽ de la silla y con un paso enŽrgico fu’ por el pasillo hacia la clase de tecnolog’a. PeguŽ en la puerta y posteriormente le ped’ al profesor que saliera I–aki. En el trayecto de la clase hacia el despacho de direcci—n le preguntŽ al ni–o sobre lo sucedido. Comenz— a contarme pero no me di— tiempo a enterarme bien porque el camino era muy corto. I–aki se sent— y comenz— a explicarle al director sobre lo sucedido. - Est‡bamos en la clase de apoyo y le cog’ el t’pex a Beatriz creyendo que era el m’o. Luego me d’ cuenta que el m’o estaba en el bolso y se lo devolv’, pero no le peguŽ Beatriz le increpaba de forma agresiva - eso es mentira R‡pidamente el director y yo nos dimos cuenta de que la situaci—n no revest’a mayor gravedad y sobre todo porque la ni–a y el ni–o eran personas que necesitaban apoyo en las asignaturas troncales. Lo m‡s sorprendente ocurri— cunado de repente I–aki, con una inocencia y una ternura dif’cil de expresar exclamo: - ÀMe perdonas Beatriz?. Aquella expresi—n me parti— el alma, aquella voz c‡lida me hizo comprender en un instante la grandeza del ser humano. Aquel ni–o que intelectualemnte no llegaba a la normalidad, espiritualmente la superaba con creces. Pero lo m‡s importante para m’ fue el escuchas ese quot; Me perdonasquot;, esa nueva manera de entender las relaciones humanas. Errores cometemos todos y en muchas ocasiones los reconocemos a nivel interno. El paso m‡s importante se da cuando nos desnudamos ante los semejantes y humildemente les pedimos disculpas, que nos acepten como somos. Seguramnete el clima de violencia generalizada que vive Euskadi no se supera convenciendo al otro de su equivocaci—n, sino adoptando esa otra postura que se ha perdido en nuestros corazones. Seguramente el di‡logo se inicia mucho mejor con ese quot;me perdonasquot;, y lejos de que este escrito se pueda interpretar como un Reality- Show, como una prolongaci—n de esos programas basura, quiero dejar constancia de que para m’, aquel d’a que sucedi— la historia de I–aki y Beatriz no quedar‡ en el olvido.