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ANTOLOGIA
DE CUENTOS
I
José Garés Crespo
Edicions La Solana. València, 2015.
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SER Y TIEMPO.
Por J. Garés Crespo.
“Todo lo que en cada caso es, cada ente, viene y va en el tiempo que le es oportuno
y permanece por un tiempo durante el tiempo que le es asignado.
Cada cosa tiene su tiempo”.
M. Heidegger:
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Sigo apoyada en la baranda de la escalinata que lleva a la puerta principal de la
residencia, esperando; te veo subiendo cogido del brazo de la enfermera, encorvado,
lento y mantengo la vaga esperanza de que, una vez al menos, te vuelvas para verme.
No para reconocerme y despedirme con el guiño habitual, no. Ya tengo asumido que no
sucederá, pero al menos, ya que, según tu comportamiento en la entrevista, parecía que
nos hubiéramos conocido hace media hora, podrías mirar cómo me iba, mover la mano
como tanta gente, algo, un gesto que me hiciese sospechar que no debía darte por
muerto. Cierto que lo mismo sucedió hace un mes y he vuelto otra vez con la ilusión de
que hubieses mejorado, aunque quién sabe si es lo que te conviene. No sé por qué me
resisto a creer en la ciencia, tal vez porque tengo la intuición de que, cuando nos hemos
mirado, tus ojos abiertos e inmóviles, parece como si me reconocieras, castigándome
como si no quisieras saber nada de mí... Quién sabe si no será un último deseo
consciente de olvidar todo, un intento de vivir en paz el tiempo de vida que te quede.
Por más que el neurólogo me diga, una y otra vez, que es una degeneración irreversible,
cuando añade, en un intento de hacerme entender cómo te encuentras, que es un
amontonamiento de basura adherida a las conexiones neuronales del cerebro que cubren
el acceso a tus recuerdos, no puedo dejar de pensar, que tal vez no pudiste triturar tanto
recuerdo desagradable y estás ahogándote, desfalleciendo de tanta vida. Pienso que ese
debe ser el mecanismo que salva a alguna gente de morir de tantos persistentes y malos
recuerdos almacenados...Parece que sobrevive aquel que mejor olvida lo desagradable,
solo que la selección de qué es bueno y qué no, siempre es temporal, según cómo somos
en cada tiempo y nada garantiza que la memoria archivará los sucesos de acuerdo a esa
valoración. Menos garantía hay de que se recuperan los recuerdos tal y como se
guardaron. ¿Cómo podía saber durante aquellos años, que lo que me entusiasmaba, hoy
me dejaría indiferente? Creo que no volveré a verte. Necesito salir de este impase,
incluso pienso que es lo que tú querrías, si volvieses a la realidad, si me reconocieras
como fui. Yo también necesito, antes de intentar olvidarte para siempre, resistir los
embates de tantos recuerdos que, pegados a ti, insisten en hacerse presentes. ¿Sabes?
Quiero volver a nacer. Puede que hasta tú también lo desees. ¿Cómo interpretar tu
silencio? Sé que el silencio tiene su lenguaje, me enseñaste sus significados, a
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interpretar y unir un silencio con otro hasta crear una frase vacía, un pensamiento hueco.
Creo que tampoco ahora sé nada del sentido de los silencios y de poco me sirven sus
significados si apenas sé hacia donde van. Tú ya no eres y tu tiempo ya ha muerto. Y, al
parecer, nada tengo que ver con ese nuevo ser que muestras y tu nuevo tiempo, que
intuyo. Probablemente tampoco tú eres... y, desde luego, no quiero quedarme atrapada
en una historia, cada vez más deteriorada y que parece que huye junto con el hombre
que tanto fue para mí. Me iré, lo voy a intentar, no de mi tierra ni tampoco de mi
tiempo, ambos me gustan, solo de tus recuerdos que, todavía hoy, insisten en formar
parte de mi presente. ¿Será posible? Sí, creo que también yo debo empezar a borrar.
Aún te quiero, claro, aunque me agobias y me pierdo, porque me vienes como de
aluvión, sin orden, dependencias, urgencias y desespero. Solo en alguna ocasión
consigues despertar una sonrisa, fugaz y variable. Ahora recuerdo que me decías que el
tiempo es el que da forma al ser, que el ser no existe sin el tiempo. Normal, pues, que tu
tiempo, ahora, termine y tú con él, aunque buena parte de mi ser y mi tiempo te lo llevas
contigo. Casi tanto como todo el que he vivido hasta hoy. Sin embargo, de ahora en
adelante, de tantas cosas que vivimos, solo yo sabré. ¿Para qué quieres que nadie sepa?
De ti, tan hermético siempre, nadie sabrá. Apenas yo. ¿Qué sé yo de tu juventud y tu
madurez hasta que nací? Nada. Anécdotas entresacadas de las hazañas de las que
presumías y con las que tratabas de encandilarme. Admito que ahora, si pudieras, te
quejarías del pasotismo de nosotros y alardearías de tu generación contestataria, cuando
en realidad sé que apenas fuisteis más allá de desear a las señoras, cuando fuisteis
jóvenes y a las adolescentes cuando erais respetables padres. ¿Y de estos últimos años,
que desapareciste desde que murió mamá? No sé, la verdad, si es justo que hayas huido
de ti, de mí y de todo el tiempo que fuimos juntos sin saber la verdad que te ocultaba
mamá, o no. Me temo que huiste de cara al pasado y eso no era huir, era intercalar
semanas y meses entre tú y yo sin evitar seguir pegados mediante el tiempo, que es lo
que une o separa, quien mantiene la vida o la mata. Ahora, quien debería hacerle la
pregunta, no existe, de nuevo terminas de confirmármelo, con ese andar a rastras y esa
mirada vacía. Yo todavía estoy saliendo de aquel tiempo y me corroe la pena por
haberte dejado sin la opción; no de decidir qué pasó, ni tú ni yo podíamos cambiar la
realidad, pero sí de que pudieras interpretarla. ¿Qué otra cosa hacemos mientras
vivimos? A fin de cuentas es la única opción que tenemos todos. ¿O no? Quién sabe. La
primera vez que tuve relaciones sexuales contigo, inicié, sin darme cuenta, un
complicado y aparente camino repleto de saltos y rosas, casi mejor un laberinto,
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perverso y sembrado de vanidad, de odio, deseo y amor. Fue suficiente para que, en
muy pocas semanas, me repugnase cuando me poseías y te deseara a los pocos días de
haberlo hecho. Estimo que al principio de nuestro extraño romance, era normal, pero
ninguno de los dos sentimientos terminó por ahogar o subsumir al otro, y lo esperaba.
Al contrario, con el tiempo, uno y otro fueron amainando de intensidad hasta que fue
naciendo una extraña relación serena y recargada de morbo que parecía no incordiarnos
ni a ti ni a mí. Conocí la coexistencia entre el ser y el deber ser. Fue un exitoso ejemplo
de moderación a manos del tiempo. A las pocas semanas mi único objetivo era saber
que eras mío, me sentía como cuando se tiene una pena pegada al cuerpo y de tanto
convivir con ella terminas por quererla. Fue muy gratificante que fueras mío frente a
todas y especialmente frente a mamá. La pregunta normal de por qué no te dejaba, con
tantas dudas que tuve, nunca quise contestármela y creo que igual te pasaba a ti. O tal
vez no. Después hubo un cambio, sin duda, respecto a aquella primera tarde. Sucedió
sin apenas tener conciencia de cuantas cosas cambiaban y sin saber hacia dónde, salvo
cuando me apetecía sentirte como una niña obediente. Por cierto, ¿cómo te enteraste que
nunca había jugado con muñecas? ¿En brazos de quien vivías? Bastó que te dijera
mamá que no me gustaba, ¿no? Por entonces había pasado de sentirme violentada y el
último mono de la casa, a saberme dueña y marcar por el simple hecho de vivir, no solo
la dirección de aquel hogar, a través de ti, también el ritmo de nuestra relación y hasta
de la vida de mamá. Casi del mundo, pues. Sospecho que todo terminó así porque es lo
natural. Al fin y al cabo tú lo quisiste. Alrededor de los catorce años, no sé si lo entendí
bien, pero llegué a la convicción de que era mi camino y me dije que valía la pena
vivirlo como se me presentaba. No parecía muy decisivo, quizá, solo que todo tomaba
un valor, distinto o no, y ya no me daba igual subir que bajar. Creía tener un norte. Uno
de tantos. Ya ves, no he vuelto a saber nada, hasta hace poco, cuando me dijeron que
nunca más sabrías de mi, de aquella tentación que me rondó de terminar con todo. ¿Tú
crees que huía y por eso me lancé al intento de suicidio con muchas ganas y pocas
luces? Lo que pienso que me confundió es que aquellas tentaciones me llegaban cuando
pasaban unos días sin saber de ti, y me disparaba la angustia verte deambular por la
casa. Imagino que lo entendí de forma retorcida, que fue un escondido pretexto que
pretendía obtener la satisfacción de mirar desde lo alto de mi secreto a mamá y
demostrarte que ya no era una cría. Era muy difícil adecuar mi nuevo ser al nuevo
tiempo que se me abría de tu mano. Son detalles, por ejemplo, ojear los libros de tu
mesa de trabajo. Me encantaba entrar a tu despacho y mirar y tocar lo que me apetecía,
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de entrar en tu mundo por aquella puerta que solo de tarde en tarde y solo para limpiar,
se atrevía mamá a franquear. Flirteé con numerosos filósofos alemanes que tú
admirabas y me enamoré de algún francés, los únicos, creo, que saben algo serio de los
griegos. Por aquel entonces, ambos tenían para mí estímulos eróticos. En realidad todos
vinieron a confirmarme lo que intuía. ¡Ah, la intuición¡ Siempre he sido más intuitiva
que tú, tan ordenado y, desde luego, nada que ver con la lentitud y el orden propio de
una excelente gourmet, como era mamá. Tuve durante casi un mes en mi habitación,
escondido, El ser y el tiempo de Heidegger y cada vez que me lo pedías buscaba
cualquier pretexto para no devolvértelo, con la intención de que un día vinieses a
buscarlo y estar a solas los dos. Una encerrona que no me salió bien durante muchos
días. Pero mantuve la trampa puesta. Y caíste. ¿O caímos? ¿O caí? Semanas después, en
plena canícula, viniste y estuvimos media tarde hablando de tonterías. Los dos
estábamos al asedio y ninguno en defensa. Al final, por supuesto, ni nos acordamos del
libro de Heidegger, y nos llevamos cada uno un susto, yo porque a punto estuviste de
romper mi virginidad anal y me asusté, tú cuando oíste las voces de mamá que, desde el
comedor, nos convocaba a cenar. Yo no sabía muy bien qué hacer ni qué esperar, tú me
poseíste igual que un pobre hombre, prófugo del amor y condenado por quién sabe qué
extraños dioses, puede que demasiado humano, y el reclamo urgente de mamá nos
impidió cometer la tontería de la posterior reconsideración y lamento habitual en estos
casos. No dimos opción a que la moral interviniese. Y yo ya sabía cuánto es el tiempo
que se necesita para pensar o para reflexionar. Desde entonces, cuando he estado por
primera vez con un hombre lo he considerado como un trámite por el que tenía que
pasar obligada... para después saber a qué atenerme. A veces he pensado que era para
tener razones y huir. Contigo no hubo caso, tenía todo previsto desde que era niña. Eso
creía, no sé. Visto desde ahora, creo que fue la necesidad patológica de sentirme
deseada. Para entonces pretendía saberlo, pero se me confirmó que el destino, que tú
llamabas el cálculo de probabilidades y que a mamá la llenaba de perplejidad, ha sido
mi mejor aliado, mi mejor amigo. Nunca me ha dejado en brazos de la incertidumbre y
siempre hemos caminado acompasados él y yo. Me gustaba y me gusta manosear libros
y, apenas empezaba alguno, tenía suficiente con leer el prólogo o la sinopsis del editor o
crítico de turno, para saber lo que podía interesarme en sus páginas interiores, en
general muy poco, y perdía el interés pronto. De hecho, en la mayoría de casos, me
limitaba a ojearlos. Me irrita tener que leer cien, o doscientas páginas, en el orden que al
autor se le ha ocurrido, cuando, en el mejor de los casos, a mí me interesan siete. Lo
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increíble era que, cuando discutía con alguien sobre una obra, me daba cuenta que la
otra persona no sabía mucho más que yo y fácilmente la hacía dudar con mis preguntas.
Contigo no era distinto, tú y tus artes de intelectual, todo un señor catedrático. Ya ves,
una fachada más que solo sirve para que se me considere una mujer culta. Siempre,
ahora lo sé, me sucede así; entiendo con rapidez lo que refuerza mis prejuicios, mis
intuiciones; supongo que de la misma forma que todos vemos, no lo que hay, sino lo
que queremos ver. Al menos contigo ha sido así. Tal vez por eso era que todo resultaba
ser como yo había previsto. Menos aquella primera vez que, desde hacia tiempo, me
apetecía presentarme desnuda delante de un hombre y, intrigada lo hice con el que pude
y tenía a mano, ¿fue casual?; delante de ti. Debió parecerte una situación muy inocente
ya que seguiste con lo que estabas haciendo y a punto estuve de llorar por tu
impasibilidad. Pero me rehíce y adopte la actitud que correspondía. Me sentí ofendida y
despreciada y me juré a mi misma vengarme. No se me ocurrió mejor venganza que
poseerte y dominarte. Juzgué que sería porque era casi una adolescente, con la intención
de no tomarlo en cuenta, aunque pudo más mi vanidad y la necesidad de salir del
pequeño mundo que habíais construido para mí, tan delicado y racional, donde todo
estaba en orden, todos los usos determinados y un pathos con bridas y cascabeles.
Nunca se te ocurrió que mi exhibicionismo, nada tenía de erótico, que utilizase mi
cuerpo de adolescente cual reclamo. ¿Qué podía exhibir, siendo adolescente, que
despertase los deseos de los hombres y la envidia de la mujeres, que no fuese mi
cuerpo? ¿Qué otros intereses podía tener yo? ¿Sabías de otra manera para manifestar en
silencio qué quería ser? Estoy convencida que hubiese actuado igual si hubiera sido un
chico. Después, mucho después, comprendí que la aparente impasibilidad tuya
significaba exactamente lo contrario de lo que querías aparentar. Sí, no fue normal,
sobretodo porque quería estar desnuda frente a ti, que eras, en aquel momento, el
mundo, mi mundo. En otras muchas ocasiones, incluso estando vestida, pretendías
hacerme enmudecer y sonrojar con tus bromas y con ellas fui descubriendo miradas
tuyas cargadas de extraños sentimientos y deseos revueltos y a interpretar los cuales me
dediqué horas y horas, hasta conseguir interpretar, pero no sé si llegué a saber, qué
deseos profundos encubrían. En alguna ocasión, cuando se lo comentaba a mi amiga
Martha, me decía que la realidad la veía así porque soy muy morbosa y que todo lo
interpreto a mi manera. Martha, de adolescente, era portadora de esa estupidez y
fascinación que todas tenemos. Pero lamentablemente, a partir de los dieciséis, cuando
una de las dos cualidades se pierde y la otra toma cuerpo, ella perdió la fascinación. Y
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tú...tú nunca hablaste de mis cualidades, solo de mis pechos, de mis labios, de mi culo,
de mis ojos. Por supuesto que todo lo veo a mi manera. ¡Vaya descubrimiento¡ Como si
hubiera otra manera de ver las cosas que a la manera de cada cual. Claro que Martha, si
bien tenía dos años más que yo, no podía entenderme porque ella tenía un novio al que
no amaba y con el que satisfacía sus necesidades. Al contrario que yo. ¿Cómo hacérselo
entender sin parecer yo una niña y tú un loco? La dejé hacer y nunca más supo de
nosotros. Mi venganza fue constante y un poco cruel. Lo reconozco. Tú me habías
dicho, reiteradas veces además, que delante de mamá no debía sentarme sobre tus
piernas y a mí me encantaba cuando niña. Desde que cumplí los diez años notaba que te
ponías nervioso, mirabas a mamá pidiendo disculpas y no sabías cómo disimular y yo,
con un divertido y turbulento cálculo, te besaba en cualquier parte. Lo hice de nuevo en
varias ocasiones hasta que conseguí, como pretendía, que me dijeras en voz alta, delante
de mamá para que lo supiera, restregándoselo por la cara, que ya no era una niña. Ahora
reconozco que durante algún tiempo me vengué de ti casi con sadismo y en demasiadas
ocasiones. Pero, ¿qué querías? así tomé conciencia de mi evolución hasta llegar a ser
hembra y de ti como el hermoso macho que eras. Un día capté en el ambiente mucha
tensión y comprendí que no debía forzarte todavía. Resultó fácil, fue suficiente abrazar
a mamá y besarle las mejillas. ¡Qué tontas somos! Meses después, a solas contigo, entre
beso y beso, me lo recriminaste hasta la saciedad, hasta hacerme llorar. Para entonces
yo sabía lo que quería y además era el trato que, como tú habías asumido, no tenía
necesidad de tener que recordártelo. Nunca lo hice. Lo aceptaste como solías confirmar
las cosas: negándolas con la cabeza. A poco de saberlo, o mejor dicho, de ser consciente
o puede que de asumirlo, porque saberlo, lo sabemos las mujeres cuando nos desea un
hombre, lo sabía desde mi niñez, bueno, tal vez no tanto. Liberada ya del nudo que me
ahogaba cada vez que pensaba que podía estar enamorada de ti sin corresponderme, me
decidí y te pregunté, cuando me abrazaste, minutos antes de meternos en la cama por
segunda vez, si lo que querías era hacer el amor (lo decíamos así, ¿no?) con tu hija, o
preferías hacerlo con una mujer. Fue la última infantil barrera que, inconscientemente te
puse, como tratando de advertirte de la diferencia, para mí definitoria, que se abría,
según que escogieses un camino u otro, intuyendo que escogerías el que nos llevaba al
mundo que me parecía maravilloso y al que daba paso aquel largo abrazo del que me
solté al sentir tu masculinidad sobre mi estómago y tus manos sobre mis nalgas.
Mientras repetías, abriendo y cerrando los ojos, que no podía ser. Me parecía increíble y
fascinante, hasta que comprendí que las palabras sirven para mentir. Creo que todavía
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no tenía conciencia de que mi deseo por los hombres era inmenso y universal. Tú
hubieras dicho que deseaba al género masculino. De modo ancestral, entrañable y
místico, diría yo. Me di cuenta más tarde. Probablemente demasiado tarde. Creo que
desde que tengo uso de razón me he sentido atraída por los juegos que rompían con lo
que llamáis anomalías y perversiones, para saber la fuerza de cada norma. Solo con la
muerte no quise jugar nunca. Tampoco me vino a la cabeza que hasta era posible que te
alegraras. Sé muy bien que en otro tiempo, cuando eras otro, estuviste muy enamorado
y aún la amabas casi tanto como a mí, o más, o diferente, no sé, la respetabas cuando no
bebías. Mucho; más que yo, además. Nadie tenía que jurármelo para estar convencida
de ello. Sabía que era tan cierto porque yo también te amaba, a pesar de que pareciese
como una niña tonta. Nunca te he perdonado que mientras fuimos amantes, nunca me
hubieses acariciado el cabello como cuando era niña y hacía algo que querías premiar.
Todavía hoy, te amo, para qué lo voy a negar, pero sería incapaz hasta de besarte en la
boca, cuando tan solo unos años atrás me perdía, besándote desde los pies hasta tus
ojos. Qué extrañas somos las mujeres. Y es que la vida, apenas tiene valor más allá de
lo que hacemos, o al menos es lo que da valor a las cosas que hay. Creo que contigo no
ha sucedido, como en otros casos, que la pérdida de interés me envolvía conforme se
esfumaba el morbo y me aburría saber hasta el mínimo detalle. ¿Te imaginas, saber lo
que iba a pasar durante una hora o toda una noche? Nunca he entendido por qué mamá,
que siempre te dominó, como hacen los débiles, nunca sacó provecho de su dominio. Tú
creías que ella hizo cuanto pudo para que yo la amase. Lo sé. Quizá, en el colmo de mi
perversión, me olvidé muchas veces de que era hija de aquella bondadosa y enérgica
mujer, que hizo por mí todo, con tan mala suerte que apenas se le notaba, envuelta con
aquella frialdad distanciadora y pusilánime. Es probable que en su subconsciente yo
fuese un motivo de desasosiego. Creo que nunca pudo digerir la traición de un extraño y
rebelde espermatozoide que se metió por donde no debía. Aquello, no su traición, la
llenó de culpa para siempre. Lo cierto es que yo, tal vez sin aparente motivo, a mamá,
desde niña, le tenía miedo y puede que, sin quererlo, en más de una ocasión, odio. Y
envidia también. Demasiada, visto desde hoy. Me parecía una mujer fría, torpe y triste.
Puede que nunca haya sido objetiva con ella. Ahora mismo no recuerdo cómo llegué a
pensar que me deseabas igual que yo a ti. Lo cierto es que objetivamente podías
desearme porque, pese a que fuera con timidez, muchas señas y guiños te había dado
con mi descarada inocencia, y presumo que las recibías ya que estabas experimentado
por alumnas de tu cátedra. Ahora, no es que no los sienta con nadie, es que entiendo de
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donde salían aquellos besos obscenos que como ventosas nos absorbían y con extraña
urgencia trataban de encabalgarse, enrojecidos, deseantes. Creo que sería difícil saber
quién de los dos empezó a construir aquel lazo que nos tuvo atados hasta que murió
mamá. También comprendí que si un día me quedaba embarazada todo terminaría y
perdería el control sobre ti. En realidad yo nunca lo quise. Tú tenías pavor y no te
aliviaba saber que tomaba precauciones. ¿Para qué? decías. En realidad me trataste
como a un muchacho en la cama. Creo que fueron dos meses los que tuve a Juan de
novio y me acosté con él solo para demostrarte que no pasaba nada y que supieses que
perdía mi virginidad sin quedarme embarazada. También, creo que fue eso, necesitaba
saber cómo reaccionabas delante de una infidelidad. Desde que tuve uso de razón, he
sentido la necesidad de saber el por qué de cada cosa. Ahora soy más pragmática, me
basta con saber el cómo y probablemente pronto ni eso, será suficiente con el para qué.
El hecho es que cuando me dijiste que fuera con quien quisiera, que siempre sería tuya,
me hiciste llorar. No me desagradó tu arrogancia, pero porque no entendí la condena
que pretendías descargar sobre mí. Ha sido suficiente que el tiempo pusiese a cada cosa
en su lugar entonces, y ahora, de nuevo el tiempo reordene nuestro mundo y nos indique
cómo debemos ser. No es, en absoluto, que te deseara en exclusiva como hombre,
aunque también, porque he de reconocer que todavía has sido el mejor en la cama. No
fue eso; para mí era un gran placer conquistarte, enamorarte, en realidad podría decirse
que te robé. Por eso ahora me siento sola, abandonada, sin tiempo para ser de nuevo.
Sabía que me deseabas y te resistías a reconocerlo, hasta casi odiarme por no poder, me
encantaba el juego, y una y otra vez sucumbías. Así pasa siempre en estos juegos, ganó
la mujer y además me comporté como quien triunfa y tú como derrotado. No, no creo
que mamá fuese totalmente ignorante de mi propósito. Lo que sí fue cierto es que con
ella muerta, no tenía ningún obstáculo serio para conseguir lo que quería. Puede que
nunca lo hubiese pensado así tan en frío, y en alguna ocasión, por la forma de mirarme,
hubiera dicho que, sabedora de la poca vida que le quedaba, por su maldita enfermedad,
prefería cualquier cosa antes de que una nueva mujer, extraña a nosotros tres, entrase en
su casa y en nuestra vida de tu mano. Y cualquier cosa era cualquier cosa, incluyendo
que yo la sustituyese como mujer de la casa, lo cual sabes que nunca lo he pretendido.
Me aburría, incluso llegué a odiarla. Sobre todo porque las dos sabíamos del juego, ella
del mío contigo, y yo de que ella lo sabía y me dejaba. No, la verdad es que no, mamá
nunca había sido un obstáculo, en realidad tu pensabas que nuestras relaciones, por
mucho que las deseásemos y en contra de mi parecer, no podían ser antes de los
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dieciséis o diecisiete. Y de nuevo te equivocaste. Y es que por entonces, creo que tú, tan
formal, ponías de relieve la parte convencional de cada hecho que, si bien aporta rigor a
lo que decimos o hacemos, a la vez nos aleja del placer que la ocasión genera. Como
todo lo viejo, te cogías cada vez con más fuerza al cuerpo de las normas. Qué curioso,
nunca confiabas en mí, sin embargo terminabas por hacer lo que yo decía, claro que a
regañadientes, sin frescura. Cierto que hasta poco después de tu marcha, me dejaba
embaucar por el placer sin precio y el deseo sin norma, que era sensual, fresca, inocente
y naturalmente malvada, que nunca encontraba los límites de mi ser en el tiempo, un
tiempo que tú y tu gente habíais diseñado en largas tertulias nocturnas para intentar
orientar vibrantes asambleas mediocres y libertarias, adocenadas como una gavilla de
espigas de cascarilla. No sé si fue por lo extraordinario de la situación, pero reconozco
que, en aquel momento, delante de mamá muerta, no solo compartía tu pena, sino que
llegué a pensar que era más fuerte mi cariño por ella que mi deseo por ti. Sin embargo
cuando miraba atrás y trataba de reflexionar sobre la situación que entre los tres
habíamos creado, pretendiendo ubicar mis sentimientos y deseos, la conclusión a la que
llegaba era la misma, la única, creo: compatibilizar, dar tiempo al tiempo. ¿A que nunca
llegaste a pensar que pudiera ser una persona de consenso, negociadora y transigente?
Tampoco yo, y me sentía extraña a mí misma. Ya sé que día a día lo desmentía mi
comportamiento. Como también pude detectar que en algunas ocasiones, cuando
exteriorizaba mi cariño por ti, tan solo envuelto en gestos filiales, mamá, tan poco
intuitiva, reaccionaba desde el egoísmo de una mujer temerosa de ser desplazada por su
hija y, otras muchas veces, desde el miedo a la soledad, ella que siempre estuvo sola,
incluso cuando, siendo niña yo, dormíamos los tres juntos. No pretendo ser más cruel
que la vida, para qué, aunque no es baladí llegar a la conclusión y añadir al trasfondo de
su actitud, el hecho fundamental para la mayoría de mujeres, tan traicionero, instintivo y
animal, como el miedo de sentirse desplazada por otra mujer. Mamá era tan ciega que
nunca me consideró totalmente una hija. Su cariño hacia mí, tenía un inconfeso déficit:
el de ser una hija deseada. Tú nunca has creído, por la excesiva simplicidad que, igual
que la mayoría de hombres cuando se enfrentan a una mujer, te cegaba, que fuese ella
quien me empujó hacia ti. Ella, que se atrevió a leer a Vargas Llosa porque tenía una
mirada arrogante de putero venido a menos. Si lo hubieras sabido, tal vez hubieses
tenido menos remordimiento y habría sido factible que te preguntases el por qué. Tenía
que pasar lo que pasó, de lo contrario yo parecería una muchacha adocenada y
pusilánime. ¿Qué podía hacer yo, si con un leve roce me abrasaba por dentro, si cerraba
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los ojos y el mundo se achicaba hasta caber en tus ingles? Ni uno solo de los caminos
que conocía entonces, dejé de pasearlos y todos me llevaban a ti. Quién sabe, quizá es
lo que tú querías. Quizá si hubiéramos tenido hijos, los hechos habrían sucedido de otra
manera. Yo estaba suficientemente loca y lo hubiera aceptado, sin que mamá se me
hubiera confesado todavía. Qué más da ahora. Siento que era más fuerte que yo. No
podía doblegarme sin dejar de ser, mi tiempo no me lo permitía. Y aún me rebelo contra
el rol que algunos quieren que juegue. No tengo razones de peso, quiero decir, razones
convincentes para la mayoría de la gente, pero es que desde los doce años me han
producido sentimientos de indecencia y obscenidad las intimidades que se establecen
entre las mujeres, casi desde niñas. La promiscuidad que se produce en cualquier
conversación entre mujeres me repele hasta el extremo de que, tanto cuando iba a jugar
al tenis, como en clase de gimnasia en el instituto, sudada y mojada, me cubría con el
chándal hasta casa y allí me duchaba y vestía. Recelo que por eso todavía hoy me
produce repelús el cuerpo desnudo de otras mujeres. No tengo claro por qué, me
gustaría saberlo, pero el hecho es que no solo creo que tengo mi sexualidad bien
definida sino que cualquier confusión me produce náuseas. Ahora, mirando igual que un
entomólogo mira a los bichos, me parece que es un error, la vida nunca es en blanco y
negro, pero prefiero tomarme así a perderme pensando por qué. En aquellos días tú
estabas, por cuestiones de trabajo, dando unos cursos en Santander y venías a casa muy
de tarde en tarde y yo estaba de exámenes. Con los hombres, tuve que esforzarme para
que los sentimientos no pudieran parecer los mismos, y me sucedía en la adolescencia,
en ocasiones. Fue el misterio y el morbo de descubrir al hombre desnudo, al macho,
según dice Martha, al otro, y saberme deseada por ellos, a pesar de aquel cuerpecito tan
indefinido y bobo que en apariencia aún tenía, que no solo aliviaba mi malestar, sino
que me producía un sentimiento agridulce, contradictorio entre la timidez y el ansia, sin
embargo, eso sí, siempre me comportaba como una chica vergonzosa. Probablemente,
se me ocurre ahora, porque había observado que esa actitud de vergüenza y descontrol
insinuante, hacía que aumentasen sus sonrisas y zalamerías llegando, en algunos casos,
a sonrojarme, y me daba cuenta que aumentaba su interés y su deseo por mí. Estimo que
son cosas del género. Tomé conciencia de que, decir que no con mis gestos e insinuar
que sí con mis ojos, resultaba atractivo. Me sentía aceptada, querida y deseada. Y me
encanta. Ya sabes lo vanidosa que he sido siempre. Esa doble y simultánea actitud me
la enseñé contigo. Al principio tenía que dejar la puerta entreabierta por si necesitaba
salir, amenazar, más aún, tener margen para enfadarme contigo y confundirte más. Sé
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que cuando te miraba con esa mezcla perversa de patetismo y abandono y el calculado
deseo que dejaba traslucir, los nervios recorrían todo tu cuerpo y en ocasiones una
inoportuna erección te traicionaba teniendo que abandonar, dondequiera que
estuviésemos. Te aseguro que entonces no era consciente de lo mucho que sufrías, que
te hacía sufrir yo. Por eso intuyo que te salvarás de los infiernos, porque has sido un
hombre sensible y tu único defecto era desear ser querido y subías o bajabas, según el
cangilón de la noria al que te empujaban las circunstancias y tu equivocada idea sobre el
tiempo. Recuerdo la primera vez que tuve la menstruación, la escasa preocupación que
me dio, quizá porque la esperaba incluso con ansia y cómo te aturrullaste, balbuceando
y sin saber qué hacer. Sucedió dos días antes de decírselo a mamá, te abracé mientras te
besaba en la mejilla y te murmuré, como si fuera un extraordinario secreto que nos
afectaba por igual a los dos: he tenido la menstruación. Estuvimos un buen rato
abrazados, acariciándonos, tú paternalmente, mientras que yo, besándote la cara y
colgada de tu cuello, te dije, con todo el misterio que pude recargar sobre la frase: ya
soy una mujer. No recuerdo bien si fue la primera vez, pero noté tu masculinidad sobre
mi ombligo y me quedé traspuesta, asustada y contenta a la vez, como si un mundo
nuevo, fantástico y maravilloso se abriese ante mí y muy asustada, hubiese encontrado
la manera de descubrirlo, al mismo tiempo que hubiera encontrado la mano que me
guiaría por tan deseado y desconocido mundo. ¿Cómo se me podía ocurrir todo aquello
a los doce años? Me preguntaste si se lo había dicho a mamá y cuando te dije que no,
me quisiste tranquilizar, elevando tu rango, en una actitud heróica y diciéndome que tú
se lo comunicarías. Una extraña alarma me aconsejó que debiera ser yo y te dije que no,
que eso era cosa mía. Tú no habías entendido nada y tuve que insistir: no te preocupes,
solo quería que lo supieses. A los pocos días, cuando se lo dije a mamá, me pareció que
ya lo sabía. Se lo habías dicho. Desde aquel día empezó una obsesión discreta y
pormenorizada sobre mi persona y mis comportamientos. Eran días de mirarme y
remirarme en el espejo y extrañarme de mis reacciones. Aquella actitud tuya de ser
cómplice mío, y al mismo tiempo ser incapaz de mantener un secreto hacia mi mamá,
me preocupó, me sirvió para descubrir una relación con ella por tu parte, de sumisión,
demasiado servicial, humillante, sobre todo para mí. Me dio a entender, y me molestó,
cual era la relación que manteníais. Supe que no iba a ser fácil ganar la batalla, tenía que
ser mucho más tajante y sibilina contigo porque tú nunca tratarías de decidir, solo te
dejarías conquistar. Así fue. Curiosamente este nuevo sentimiento mío reforzó mi
ansiedad por separarte de ella, y aunque arrecié el asedio con todas las armas a mi
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alcance, añadió un nuevo sentimiento de compasión y deseo hacia ti. No te merecías un
trato de respeto y me dio la pauta de mis futuras relaciones. ¿Pero qué sabía yo, si
apenas conocía las armas de que disponía? No encontré otra manera de intentar
dominarte que saber de tus debilidades más oscuras e inconfesables cuyo centro
neurálgico era yo. Tus regañinas no me extrañaron. No hacía falta que me dijeses qué
estaba bien y qué mal. Sabía que mi comportamiento era propio de una adolescente
virgen, inocente y perversa hasta casi la obscenidad. Incluso cuando trataba temas serios
de mis estudios, lo hacía con descaro, como si estuviera hablando de lencería fina con
una amiga íntima. Serené mis arranques incontrolados de orgullo y maldad, decidí
quitarla del medio, por su bien, pues no te merecía. Nada me importó lo que pensase
ella y planeé, creo que por primera vez en mi vida, una estrategia y conseguí establecer
ese bonito juego, cuando una es el sujeto, de alternar cariño y desplantes, como si no
estuviese enamorada, o mejor, dudosa y deseante. Duró bien poco. Cierto que en
algunos momentos de debilidad, llegué a pensar que era mejor compartirte. Esto es lo
que me recomendaba una y otra vez el sentido común. Para llegar a donde quería, el
tiempo tenía que intervenir, dejarlo hacer. Me diste la oportunidad de saber hasta dónde
estabas dispuesto, tiempo después, al amanecer de aquel domingo que pasamos en la
casona, cuando entre lágrima y beso te ofrecí la alternativa de, o ella o yo. Tres veces
me lo tuviste que jurar y consentí como premio, solo entonces, que disfrutases del
primer griego que me hiciste, ocultando el placer y exagerando el dolor, y dejarte llorar
después un buen rato sobre mi espalda. Desfallecida y hambrienta tuve que ladearme
para poder sobrevivir, respirar y me dormí. Cuando me despertaste y ofreciste el
desayuno supe que había ganado y me entró la nostalgia mezclada de asombro, de la
noche que terminaba. Para entonces mamá ya estaba malita y el ofrecimiento de mi
juventud, que no mi experiencia, te llevó a un cálculo frío que evaluó tu tiempo y tu ser
menguando a la puerta de un mundo abierto y unas fantasías al galope, sin más freno
que la experiencia del jinete que las montase. Y yo, ególatra y triunfante, estaba
envuelta en un juego loco que no admitía ni un solo paso en dirección contraria a mi
capricho ciego. Tan fuera de mí estaba que llegaste a darme pena en algunas ocasiones,
casi siempre que pensaba en ello. Tu soledad era estremecedora. Los dos lo sabíamos.
Solo descansabas cuando cerrabas los ojos y te perdías a mi lado, como si yo fuera un
inmenso mar donde te hundías tragado por las olas de mi cuerpo. Miedoso de gritar al
mundo que me amabas, incapaz de buscar una puta para tranquilizarte y alguien que te
comprendiera, torpe para abrirte al corazón de nadie, tan comprensivo en apariencia, tan
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dispuesto a aceptar que quizá era el otro quien tenía razón, por miedo. En eso, qué poco
te parecías a mí. Entonces, digo. Ahora, a veces, también me siento sola, sola de mí, que
es la única soledad que no resisto, que me duele. Alguna vez te confesé lo bien que me
llevaba conmigo misma, lo bien que me acompañaba. Solo tú tenías llave de mi mundo,
cerrado a cal y canto para el otro mundo, el de todos vosotros. Ahora es distinto, no me
encuentro, más que sola estoy vacía. Tampoco me parecía yo a mamá, afortunadamente,
claro. ¿Cómo pudiste enamorarte de una mujer así? No podía entenderlo. Pero más allá
de la literatura y la recreación que todos, cuando buscamos en el pasado, añadimos,
entre otras cosas para cubrir los vacíos que la memoria deja, yo la quería y me lo pasé
muy mal cuando murió y nos dejó solos. Lo bien cierto es que su ausencia y la soledad
que se instaló en la casa, en más de una ocasión me llevó a reflexionar sobre lo que me
parecía tener resuelto y estaba confuso, mucho más de lo que me creía. Me refiero a
cómo cortar y separar un mismo sentimiento que tiene tantas caras y personajes. De
hecho, hay quienes distinguen varios tipos de amor: amor-pasión, amor-gusto, amor-
físico y amor de vanidad, todos ellos dominados, encorsetados y en el estrecho callejón
del genérico amor macho-hembra. Me temo que cuando este elemental y primario
instinto se mezcla con las múltiples variantes que la civilización ha puesto en práctica,
el número debe ser casi tan infinito o más que las estrellas del universo. No sé, pero
creo que no trato de justificar lo que para mí está más que justificado. Yo diría que eras
incapaz de sentirte bien en una relación amorosa si no estás subyugado a la mujer. Este
es, me parece, el punto de enganche que fallaba entre mamá y tú. También hubiera
fallado conmigo, aunque he sido más flexible y zalamera, o caprichosa. Siempre he
creído que tú desde el fondo de tu ser has deseado ser de alguien, saberte hombre en
tanto y cuanto servías a una mujer. En todos estos años nunca supe aprovechar esta
actitud tuya, que no era propiamente servil. No, no es eso, eras demasiado sensible y
orgulloso para serlo con conciencia. Mandar sugiriendo nunca fue un atributo de mamá.
Ella te manipulaba a su antojo y te tenía sujeto, pero era a voces y con malas caras, le
faltaba la zalamería que abría hecho que te sintieras feliz y dominado. Y te lo hacía
saber. Y siempre mostrando sus rígidos principios morales. Recuerdo aquella
Nochebuena, tan absurda y comercial como todas, cuya permisividad os llevó a
emborracharos en cuanto dieron las doce. Toda la alharaca religiosa que tenía montada
mamá se cayó y fue suficiente para perder definitivamente el respeto que aún tenía por
los adultos. Fue suficiente para entender que mis valores, vicios y criterios, valían tanto
como los vuestros. Tú llegaste a entender por qué a mí me satisface un amor sometido y
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rebelde. Desde entonces, las cosas seguían siendo buenas o malas, pero no según
vuestros criterios. Intuyo que lo mío es más complejo porque mi deseo de poseer es
desde la libertad del amante, lo contrario sería poco placentero y no se daría ese coctel
perverso que mueve a servir alegre. Recuerdo bien cómo, al principio de nuestros
primeros encuentros amorosos, me asustaba todo cuanto me proponías y se alejaba de lo
habitual; justamente eso me deslumbró y me hizo comprender que eras, sin duda, el
mejor amante que podía encontrar para sacar de mí todos los impulsos y placeres que mi
cuerpo escondía. Por entonces quería conocerme, tantas ideas y cosas nuevas que me
amenazaban con ahogarme y tú fuiste el guía perfecto. No recuerdo que nunca me
dijeras que me amabas, ni menos aún que me deseabas, solo estabas atento a
deslumbrarme y confabularte con el placer para, entre los dos, doblegarme de manera
casi enfermiza a cuantas ocurrencias te asaltaban. Te traté como lo que has sido, un niño
grandote vestido de señor y yo tu juguete preferido. Lo supe desde niña y no me
equivoqué viendo en mi corazón la trabada ligazón que ibas estableciendo con tu
víctima preferida, tu niña deseada. Desde que cumplí los veinte años ya poco podía
descubrir en ti que no supiese y tampoco tú en mi cuerpo y mis deseos. Desde entonces,
fue nuestra relación un pulso entre dos amores, alternando la pasión y la estrategia de
los dos, casi nunca coincidente y en algunos casos, pocos, amenazante. Yo al menos
llegué hasta el absurdo de sentirme aprisionada por tu ausencia más que por tus abrazos,
caricias, fantasías y antojos que de tantos prejuicios me liberaron. Siendo tu dueña,
porque lo fui, me entregué hasta la extenuación para serlo como tú querías. Nunca te
agradeceré suficiente haberme liberado de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa
relación conflictiva que es siempre la relación con los demás, en especial de aquellos a
quienes amamos. Tú me enseñaste a volar, a ser yo de acuerdo con mi tiempo. Era la
forma que tenía de dominarte, mirarte desde lo alto. Más allá de ti y de mamá, con sus
cuidados y absurdos consejos, tú, hombre, me hiciste sentir mi individualidad frente a
las otras mujeres y hombres y al mundo; aprendí a apreciar lo fundamental y
distinguirlo de lo accesorio. Todavía tiemblo cuando me viene a la memoria, aquella
primavera en Belgrado, la primera vez que, con un vestido negro de noche,
deslumbrante y más radiante que una diosa, eso dijiste, en aquel restaurante colgado
sobre el Danubio, me sacaste a bailar y me obsequiaste con una rosa roja. Qué elegante
estabas y qué celosa me puse con aquellas mujeres, serbias parecían, rubias, maduras y
agresivas, que cenaban en una mesa cercana. Me sentí obligada a descubrirles nuestro
amor, ellas que solo adivinaron nuestro parentesco y te sonrieron tantas veces. No pude
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ver su cara cuando, al volver del servicio, te besé en la boca y me entretuve un instante
mordiendo tus labios. Las hubiera estrangulado. Fui tan feliz que casi me dormí sobre tu
hombro, oyendo las canciones balcánicas que aquella muchacha, acompañada por dos
guzlas y una pandereta, nos dedicó sonriéndonos con su cara morena, aquellos inmensos
ojos grandes y rasgados y el cabello negro y ensortijado que cubría su espalda mientras
movía las caderas de una manera impúdica y evocadora. Sí, no solo tú estabas
disfrutando de aquel viaje que me regalaste al cumplir los veinte años. También yo, y
por más que nunca te lo dije, prometí quererte, delante de aquel extraño icono en la
iglesia ortodoxa de Petra. De regreso al hotel te besé, mimosa y zalamera, bajo la torre
Nebojsa Kula, como a un bebe, lo que para mí has sido, un bebé travieso cuyo cuerpo
maduro me ha llevado, alternativamente del infierno al paraíso y viceversa. Aquella
noche, en el hotel, intenté imitar a la zíngara sin conseguirlo y tú creíste obligarme a
tantas cosas. Fue, sin duda, el viaje más feliz. Deduzco que el viaje de novios debe ser
algo así. Todo cuanto insinuaba te faltaba el aire para conseguírmelo. Me sentí, como
nunca, una niña consentida y adorada. Me sentí obligada a portarme contigo como sabía
que deseabas. Creo que fuiste sincero cuando me dijiste que nunca con nadie habías
sido tan feliz. No se me olvidó que, durante más de un mes, me tuviste trastornada,
como en una noria, vacilándome respecto a si íbamos o no de viaje. Hasta que un día me
enfadé y te di el ultimátum. Quisiste, como tantas veces, aprovecharte. Te vi venir y
después de asegurarme el sí conseguí contentarte con una simple felación y alegar que
se me hacía tarde para una clase de antropología. Ahora que te has quedado solo,
perdido como estás en las sombras, sin el más mínimo enganche con tu pasado o
presente, con el tiempo parado y envuelto por la nada, que ha muerto tu mujer y mi
mamá, siento la incomprensible necesidad de ser tu hija, de quererte a distancia y de
manera distinta y desde luego, quiero que sepas que no te buscaré en brazos de otro
hombre. Al contrario. Desde que me fui de casa, odio el sexo, egoísta y capaz de
sacrificar cualquier cosa, aunque se presente recubierto de amor, con tal de apurar los
días que le queden. Sigo despreciando a las mujeres, y los hombres solo me interesan si
son como niños. Como tú, que siempre fuiste un niño. Y necesito aprender todo de
nuevo. Y estoy rodeada por la duda, temerosa de dar un paso en cualquier sentido. Para
qué decirte que aquella tarde, cuando me cogiste del brazo y sin decirme nada,
sollozando me llevaste hacia la cama de mamá recién muerta y me abrazaste yo ya sabía
la verdad. Una verdad que si te la hubiera contado puede que te aliviaría una pena
aunque te abriría otra, no sé si mayor. Porque, ¿sabes?, tú sigues siendo muy machista.
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No viene a cuento, pero se me quedó grabada la escena, en la fiesta del arzobispado, el
salón lleno de empresarios, artistas, políticos, intelectuales, y unas pocas mujeres, eso
sí, muy hermosas y retocadas, y tan contento me susurraste al oído: qué sería de estas
fiestas sin la belleza de las mujeres. ¿Qué puedo hacer, papá? A fin de cuentas, la mamá
ha muerto y hace años que apenas nos vemos, tu hundiéndote en tu soledad hasta
quedarte tan solo que hasta tus recuerdos te han abandonado, ni me reconoces, y yo
corroída por la duda de no saber qué hacer, vegetando en espera de no sé qué. Quiero
decir que en alguna ocasión, con extrañeza por mi parte, sorprendí extrañas miradas
suyas que todavía entonces no sabía traducir a su verdadero significado. No sé si por no
entender muy bien qué pensaba cuando me miraba así, o porque sin saberlo lo intuía y
me quería engañar a mí misma, el hecho es que me turbaba y me daba vergüenza que en
el fondo, muy allá en el fondo, claro, me hiciese sentirme bien. Lo cierto es que mamá
no murió. Fue despidiéndose, deslizándose poco a poco del ser a la nada, llevándose su
tiempo y dejando detalles esparcidos, tal vez con la intención de que nunca la
olvidásemos, como así ha sucedido. Hasta en eso fue una mujer discreta, de trato suave
y de fuertes creencias que nunca entendí, inamovibles. Hasta el final, guardó intactas
sus convicciones, su severidad moral, su incapacidad para llorar delante de nadie y sin
perdonarse la infidelidad que hizo que naciera yo. Tantos años después, seguía sin
perdonarse haber tenido una hija del pecado, de un hombre que amó con locura, para el
que ella fue una aventura, y así vivió, con el engaño instalado frente a ti y frente al
mundo. Intuyo que si un día te enterases, a ti te resultaría aberrante que, con tal de no
confesar en público su pecado, prefirió consentir el nuestro. El nuestro según tú
pensaste, porque ella murió con la convicción de una verdad que no era más que un
castigo equilibrado: Su esposo le era infiel con una joven, hija suya y de un aventurero
putero y olvidado. Si no hubiese sido tan retorcidamente santa, su despedida tenía que
haber sido la bendición de nuestro amor. Pero ya ves, creo que lo que hizo fue
maldecirnos y consiguió que a la semana tú te fueras y durante estos años has estado
huido, hasta que te ingresaron en esta residencia, olvidado de todos, hasta de ti mismo.
¿Qué verdad te hubiera hecho más feliz, saber que fuiste cornudo y lo nuestro no fue
incesto, o saber que mamá te fue fiel y cometimos incesto? Qué más da, ¿no? En fin,
querido papá, como ves, todos los recuerdos son demasiado viejos. Y a mí, ¿cómo me
ves a mí, papá? Lo que tengo claro es que con mi felicidad llego mi culpa. Ahora, con
treinta y seis años, me consuelo sabiendo que mucha gente encuentra la felicidad, su ser,
por caminos tortuosos, inesperados y maldecidos por otros muchos. Tú me la
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prometiste, pero solo será si yo la encuentro. En fin... Ninguno de los dos somos el ser
que fuimos y este hoy es un tiempo que nada tiene que ver con el nuestro. No sé en qué
orden, pero así es. Volveré dentro de un mes, si sigues vivo.
NATHALIE
.
J. Garés Crespo
Supongo que algo tuvo que ver la hora. El caso es que eran cerca de las once de
la noche de un día laborable y encontré aparcamiento con facilidad. Pero, ya se sabe,
nada es perfecto y pese a que llovía al salir de casa, se me olvidó el paraguas, de manera
que, aunque el club estaba a tan solo doscientos metros de donde aparqué, la lluvia tuvo
tiempo de mojarme suavemente.
Aquella noche me encontraba solo. Mi esposa había tenido que viajar a la capital
y no volvería hasta el día siguiente. Hacía tiempo que las ausencias, de uno y también
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del otro, funcionaban como un bálsamo para quien se quedaba en el hogar familiar.
Aburrido y cansado, tratando de perder tiempo para que me venciese el sueño, salí a
tomar una copa sin saber a dónde ir. Recordé que hacía tiempo que quería visitar un bar-
club donde solían tocar algunas bandas y que, según me habían dicho, tenía un ambiente
agradable, un tanto bohemio y con gente joven.
Aquel fue el escenario de mi reencuentro con Julio, después de no verlo durante
varios años. Inicialmente fue un motivo de alegría que me hizo recordar momentos
vividos y casi olvidados. Podría considerarse que, sin haber sido lo que se dice amigos,
tal vez por la diferencia de edad, tuvimos una relación suficiente para conocerlo bien, o
eso creía. Puede que realmente lo conociese y se me olvidó con el tiempo, quién sabe.
Se diría que somos tantos como situaciones vivimos, aunque alguna característica
trascienda desde los genes y permanezca más allá de las secuencias del día a día.
Lo encontré inmerso en ese estado vaporoso, confuso y sentimental que provoca
que nuestra mente de vueltas y más vueltas, como una noria, ensanchándose aquéllas
hasta casi diluirse en la nada y de repente se estrechan y se revuelven sobre su origen
hasta casi agobiarte. Me confesó que cuando se encontraba así, procuraba visitar aquel
club, que si bien no tenía nada que ver con El Minton's Playhouse de Harlem, era el
único que había en la ciudad con un ambiente apropiado para emborracharse sintiéndose
acompañado, aunque no siempre fuese por alguien conocido. Era, probablemente, el
único tugurio adecuado. Después de saludarnos con un abrazo, pedir un Jack Daniels y
saborearlo, Julio pareció ausentarse quedándose abstraído mientras sonaba un solo de
batería que duró cerca de dos minutos. Julio no volvió a la realidad hasta que volvió con
fuerza el contrabajo, en un intento por sugerir una melodía propia que fue suavemente
tomando cuerpo y expandiéndose, igual que si de dos melodías se tratase, empastadas
una en la otra y sueltas al mismo tiempo. Pude observar cómo Julio y sus extremidades,
sin apenas moverse, se integraban definitivamente al centro melódico de la pieza con la
incorporación de la trompeta que, limpia y avasalladora, fue llenando todos los rincones
del salón, arrinconando y dejando en el lugar que les correspondía a la batería y al
contrabajo. Julio, que intentaba marcar el compás con el pie derecho, paralelamente al
ritmo que marcaba la batería, se deslizó, planeando sobre la realidad, hasta dejar el vaso
sobre la mesa despertando y regalándome una sonrisa. Recordé que, en algunas
ocasiones, tenía una extraña manera de mirar, arrugando el entrecejo y observándote por
debajo de las pestañas.
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El club estaba medio vacío. Tenía las paredes enmoquetadas con una tela azul
oscuro que no supe por qué, pero me recordaba los interiores de la habitación del chalet
de mí prima. Tuve la impresión de que Julio no volvía a la realidad en un sentido
estricto, que sería lo mismo que decir que mantenía en activo toda su historia; pensé que
lo más probable era que en aquellos momentos le fuese imposible soportar tanta carga.
Me refiero a la última realidad, minúscula como todos los últimos episodios de la vida o
la historia, según se quiera ver, aquella que, según supe después, desde hacia unas
semanas le ocupaba mentalmente, de día y de noche, hasta inundar y casi hacer
desaparecer el resto de su vida. Era increíble, cómo en un momento, un tema que
pudiera parecer baladí en otra circunstancia de su vida, tomaba fuerza, se hinchaba y se
expandía cubriendo el resto de sus experiencias vitales, todo lentamente, como esas
mareas que hinchan el mar y van inundando la playa y sorprende los cuerpos tendidos
sobre la arena. Me confesó que sus recuerdos y aún los planes de futuro que tenia,
aparecían envueltos en medio de una nube que creciendo hasta tapar por completo el
sol, transformando un día que podía ser radiante y alegre en indefinido y opaco. En
rigor, nadie hubiera podido prever un suceso de tales características, sobre todo teniendo
en cuenta la peculiar manera de ser de Julio. Y no tanto por cómo solía comportarse en
su vida cotidiana, que era de lo más normal, entendiendo por normal aquello que se deja
organizar de acuerdo con las normas que en un momento dado rigen donde quiera que
nos ha tocado vivir, sino porque en el fondo, esas normas, más aún en su caso concreto,
le venían ajustadas como un guante, eran imperceptibles, sin tener apenas ni una sola
contradicción que resolver. Tanto era así que cabría pensar que Julio era un producto
perfecto de las normas, que era un perfecto prototipo, un paradigma exacto. O que era él
quien generaba las normas. Cualquiera podría pensar que para él existían como existe la
ley de la gravedad, o la evolución de las especies. De hecho, en más de una ocasión me
comentó que él era sus normas hasta el punto de que sin ellas apenas tendría puntos de
referencia para pensarse y componer su perfil. Me vino a la cabeza la frase de
Baudrillard con la que señala que sin contexto no hay significado; sin orientación, sin
totalidad, sin marco de referencia, de forma que la historia no existe y nos movemos en
un espacio sin horizonte.
A mí me parece – me dijo Julio, muy serio, perdida la mirada y apurando el
tercer whisky- que todos somos un manojo de normas. Incluso tú, que, sin que nunca lo
digas, presumes de no sujetarte a las modas, de no perder nunca el autocontrol. Vamos a
ver, querido amigo, ¿qué es eso de que una persona no pierda el control, sino que está
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fuertemente sujeto a lo que, según las normas, en cada caso toca hacer? Y digo esto no
únicamente en referencia a las normas que voy asimilando, o que me van introduciendo
mediante las mil y una manera que hay durante la vida de cada cual, que no solo en los
años de la infancia y aprendizaje. No es eso, amigo, no. Va mucho más allá en el
tiempo. Lo que digo es que también nos vamos conformando en un ejercicio dialéctico
de interacción mediante el que nosotros mismos nos conformamos unas normas y que a
la vez éstas nos van marcando hasta el punto que llegamos a una situación que es,
supongo, estoy seguro, la que me encuentro, que no las notamos como normas
impuestas, porque de hecho no lo son, nadie nos las han impuesto, como se impone un
horario, las hemos hecho nosotros a la vez y conjuntamente a conforme nos íbamos
haciendo como somos –y respiró hondo antes de sorber de nuevo el whisky ante el
peligro de ahogarse por falta de aire .
En ese momento me di cuenta que su mirada se había quedado sujeta a los
andares de la camarera, pero no parecía que fuera por su linda cara ni por las largas
piernas que salían triunfantes de la minifalda. Deduje, al mirar su vaso vacío, que se
trataba de que se le secaba la boca. Comprendí perfectamente y en un arranque de
solidaridad levanté la mano, moviéndola como suelen hacer los reyes saludando a sus
súbditos, con tan buena suerte que tropecé con la mirada de la muchacha que con un
movimiento de sus ojos me dio a entender que sabía lo que iba a pedirle y lo que me
callaba por inconveniente, preguntando no obstante:
-Sí... ¿qué desea?
-Otra ronda, por favor.
El servicio fue instantáneo porque llevaba la botella de Jack Daniels sobre la
bandeja. Tuve mala suerte porque apenas pude hablar nada más con ella, aunque tengo
la impresión que quedó bastante claro para ambos lo que cada uno deseaba del otro,
pero Julio tomó de nuevo el hilo de su monólogo y continuó sin piedad.
Tanto es así – siguió diciendo, mientras sorbía el whisky- que algunos nuevos
filósofos hay que dan la vuelta a aquello de “si no lo veo no lo creo”, para afirmar que
“si no lo creo no lo veo”. El colmo de subjetivismo. ¿Dónde vamos a parar, eh? Eso lo
note de forma transparente y total cuando me enamoré de Nathalie, en realidad una
adolescente diríamos, a medio hacer, y a su lado en la intimidad más desnuda, me
refiero, claro, no a la sexualidad, por supuesto, aunque también, me refiero a cómo
mediante el amor nos hicimos, sobre todo ella, transparentes y cómo su cabecita para mí
era igual que un cristal puro, delicado, frágil. Creía en ella y podía ver con nitidez y
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exactitud todo lo que pasaba por sus circuitos neuronales y cómo poco a poco aparecía e
iba configurándose la idea que hacía que cerrase los ojos y moviese los labios
dejándolos caer sobre mi pene, sobre mi boca. Es un decir claro, por poner un ejemplo
simple y aclararme. ¿Me entiendes no? Justamente en esos momentos observaba cómo
se iba configurando lo que decimos manera de ser, personalidad, comportamiento, no
sé.... Desde luego, nada que ver con lo que algunos cursis llaman su identidad. Joder
qué lio ¿eh? Por seguir con otro ejemplo, el beso. Ahora hace tiempo que no sé de ella;
bueno, tampoco tanto, pero para mí es mucho, tres días. Me gustaría volverla a ver y
aunque supongo que habrá perdido el hábito de besarme cada vez que me veía, me
gustaría poder comprobar si, aunque haya cambiado el hombre al que besa, el beso es el
mismo, es decir si besa igual que se enseñó, según me dijo, durante aquellos meses que
fuimos amantes de forma habitual. Yo supongo que sí. Y lo digo porque en una ocasión
me comentó, con un poco de vergüenza, es cierto, lo que no entiendo por qué, que se
estaba enamorando de otro. Conociéndola, creo que en realidad lo que le sucedía era
algo tan sencillo como que al besar a otro hombre la reacción química de su saliva con
la del otro era distinta a la que se producía cuando era mi lengua la que se introducía en
su adolescente boca, tan sensual, dulce y virgen. ¿Te quieres creer que cada vez que
hacíamos el amor tenía la impresión de que era la primera vez? No creo que sea
traicionarla si te digo que me confesó que le sucedía con cualquiera. Era
necesariamente, lo nuevo, la aventura, el morbo de lo desconocido, de un nuevo
experimento que se repetía una y otra vez, siempre nuevo. ¡Qué mujer, eh? Y fíjate,
¿sabré yo, con lo que he vivido, de estas cosas? Pues la verdad es que no supe qué
decirle, me pilló absolutamente desarmado, tal vez porque entonces todavía tenía
confundido lo que es el hábito, de lo que es el contexto en que se produce. Debería
haberme parado a analizar con más serenidad y rigor, hacer que abriese los ojos y me
mirase, cuando, un día, me dijo o puede que me insinuó, no recuerdo bien, que estaba
enamorada de otro, pero ya ves, era justo en el momento en que orgasmaba en mis
brazos, y lo más extraño, con una leve sonrisa en la cara que, inevitablemente me
recordó el cuadro de la virgen de Murillo. ¿Te lo puedes creer? Por cierto, ¿no te parece
una gilipollez que porque la tengas metida en una mujer ésta te diga que ahora sois dos
en uno? O sea, que todo yo soy algo tan extraño y ajeno a mí a veces y tan pequeño
como un pene. Joder, dónde hemos llegado, ¿no? En esa situación, si no quería parecer
un desalmado, tenía que decirle algo que pudiera interpretarse como que asentía a lo que
ella pensaba, aunque yo no estuviera de acuerdo, que no me comprometiese demasiado,
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pero no lo dije, sencillamente seguí acariciándola hasta que las convulsiones terminaron
y se quedo medio dormida en mis brazos. Era lo que tocaba, ¿no?.
Creo que me estoy enamorando –me repitió Nathalie al día siguiente al
despertar, mientras le preparaba el desayuno-, pero estoy muy confusa, y es que, ¿cómo
puedo enamorarme de otro hombre y sin embargo y al mismo tiempo saber que estoy
enamorada de ti? He llegado a pensar que no debe ser lo mismo saber que estar. Esa
sería una solución que me quitaría muchos problemas de la cabeza, porque la verdad,
ando hecha un lío. Tal vez debería experimentar con un tercer amante para comprobar si
realmente lo que me pasa es que me gustan los hombres y confundo el sexo con el
amor, o si, por el contrarío, solo me gustan dos hombres, lo que también es un
problema, pero menor que el otro, supongo. Aunque vete a saber...A mí nunca me había
pasado. Pero esto es otra cosa muy distinta. Lo bien cierto es que todos los sentimientos
y emociones que tú me despiertas los siento distintos pero muy parecidos con él. Pero
eso no debería ser motivo de preocupación, que es por lo que, en el fondo, te lo cuento.
Al fin y al cabo si soy feliz y vosotros también deberíais serlo, puesto que decís ambos
que lo que de verdad queréis es hacerme feliz, no habría que buscar la solución. Si no
hay problema no hay solución. Pero no era esto, en realidad lo que quería contarte es
que él es muy bronco y putero y me dice que soy su fulana. A mi... ¿Te imaginas? Pero,
bueno, hasta ahí vale, sería su forma de hablar y demás, lo que no entiendo y me
preocupa, es por qué me gusta que me llame así. En realidad no es que me preocupe,
digamos que es curiosidad por conocerme yo. Supongo que todos nos sentimos bien
cuando, desde fuera de una misma, te dicen algo de ti que coincide con lo que piensas.
¿A ti no te pasa? He llegado a pensar, para aclararme, que la vida de cualquiera es cómo
una larga película que no es más que la sucesión de secuencias. Pero claro, y ahí tienes
otro problema, si alguien ve de mí una secuencia de las miles que ya forman parte de mi
película, lo normal es que diga que soy lo que en aquella secuencia parezco. A partir de
ahí, para que veas lo complicada que soy, a veces, se me ocurren dos cosas; una, que
resulta difícil catalogar a nadie hasta que la película no acabe, quizá por eso acepto todo
y me da igual que cada cual sea lo que quiera, pero la otra, que me tiene alucinada
porque no me la imaginaba, es que cuando me dice que soy una fulana es, o debe ser
porque me comporto como una fulana en la cama, que es prácticamente en el único sitio
donde me conoce a fondo. Digo yo si será esto. Recuerdo que mi abuela decía que una
mujer debe ser una señora en la calle y una puta en la cama. ¿Tú crees que cuando voy
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por la calle se me nota excesivamente que también soy una puta? Y ya digo, no es que
me moleste, casi me gusta, me da mucho morbo y a la vez me asusta. ¿Te imaginas que
un día me dejase llevar por estas ideas, yo que cuando me dieron el primer beso no supe
qué hacer con su lengua dentro de mi boca?, aunque no sé si son ideas, arrebatos, o
sandeces...no sé, pero vaya, la verdad es que no me conozco, ni me reconozco cuando
estoy más normal. Quiero decir cuando pienso igual que cualquiera de mis amigas, o
puede que yo las veo así porque me encanta poder ser una más, esconderme entre ellas.
La verdad es que estoy harta de soportar debates sobre si amor o sexo, amor con sexo...
¿No te da la impresión de que estamos atrapados por aquello de si son galgos o son
podencos? Pero no creas, yo soy de la opinión de que el roce hace el cariño. ¿Cómo se
puede follar cinco, diez veces o más con la misma persona y no tenerle cariño? Yo creo
que es imposible, de ahí que los tíos que huyen del compromiso saltan de una a otra,
con lo fácil que es, si te encariñas de varios, mantenerlos; a fin de cuentas, no te quepa
duda, todos un día, tal como llegan se van. ¿Y cómo mantenerlos sino es siendo una
puta fina? ¿Lo entiendes? En alguna ocasión me viene a la cabeza que quizá lo que pasa
es que tenemos una concepción diferente respecto a lo que es una fulana, eso suele
pasar. Por cierto, ¿te imaginas que mi madre supiera de estas cosas que te cuento? No
me imagino a mi madre en alguna de nuestras travesuras. Oye, ¿estarás de acuerdo que
tú eres el inductor de todas, incluida aquella en la que, a instancias tuyas, nos
conocimos los tres? Ahora en serio: ¿De verdad no sabías que manteníamos relaciones
él y yo? Es increíble que no te dieses cuenta. Supongo que no es agradable llevar
cuernos, pero reconocerás que ni tú mismo te dabas cuenta. Y no lo eran, creo yo. Pero
estarás de acuerdo en que te di pistas para que al menos pudieras comportarte. Quería
que lo supieras sin decírtelo yo. La verdad es que no sé muy bien si lo hacía por ti o por
mí. Quiero decir que me pone mucho. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que cómo iba a
estar tan desenvuelta y apasionada, con todo lo que hicimos, si él hubiese sido
realmente un extraño aquella noche tal y como tú me lo presentaste? ¿En serio no te
distes cuenta que los dos nos conocíamos íntimamente y que no era la primera vez que
me lo follaba? A veces no te entiendo, tan suspicaz ante cualquier detalle que se escapa
de lo normal, y tan torpe en conocer a las mujeres y nuestro comportamiento. No sé si a
las mujeres, así en general, pero desde luego de mi no tienes ni idea. Vaya mierda...Al
menos Matías discute conmigo, me contradice. Hasta se enfada si no le doy la razón.
¿No notaste la última vez la mala cara que tenía y que no me quiso besar? Era que
habíamos discutido. ¿Cómo puede ser así, tan crío? Fíjate que el sábado, al salir del
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cine, sin venir a cuento, empieza a hablar y me dice, ya sabes cómo es Matías, ¿no,
Julio?, pero no creas, como si le hubiese pedido una explicación de no sé qué. Todavía
estaba sentándome en el rincón del bar al que entramos a tomarnos una copa, cuando,
como un torrente empezó a decirme:
Siempre has tenido a gala considerar que no te sientes obligada por ningún deber
de confesión, ya no conmigo, que me da igual, te conozco más de lo que crees, y no sé,
no entiendo, por qué en numerosas ocasiones tomas a Julio como confesor, sabiendo,
porque lo sabes, que en general está en desacuerdo con tu manera de comportarte y con
lo que haces. ¿O no te das cuenta por qué Julio calla a todo y te deja hablar, como
aceptando y admitiendo que pudieras estar loca? Y no es, claro está, que lo que habláis
sea algo excesivamente alarmante para una mujer como tú, lo sé, pero me siento
desplazado. Por cierto, quería confesarte algo que me dejó asombrado la noche que me
pasó, y aún no entiendo bien a qué se debe: He tenido un sueño erótico con tu madre.
¿Qué te parece? Supongo que te extrañará. Pero ten en cuenta que estoy, o vamos a
dejarlo en que podría estar, a caballo de las dos. ¿Tú crees que ella se dejaría galantear?
Es preciosa. Tendría gracia, ¿eh? Casado con tu madre y amante de su hija. Por cierto,
sería un buen partido. Sería tu padrastro y el suegro de Julio. ¿Sabes?, sé que al final
terminarás casada con Julio. No me preguntes por qué lo sé ni me lo niegues,
sencillamente lo sé y tú también, lo sabemos los dos. Pero bueno, lo de tu madre es
broma, aunque es verdad que soñé con ella y visto en frío no me parece una locura. Pero
lo tuyo con Julio, no lo entiendo. A no ser que, como se suele decir, de quien estás
enamorada es de mí y tienes reparo en decirme ciertas cosas, y Julio es el amigo íntimo,
con el que nunca formarás pareja, pero que por lo mismo es al que te abres y le cuentas
todo. Es curioso, pasan los siglos y seguís igual las mujeres. ¿Tú no notas que
últimamente Julio está un poco extraño? Parece mentira, con lo intuitiva que eres y lo
pronto que percibes un cambio de actitud en cualquiera... Parece que estuviera molesto
de nuestra amistad, quiero decir no de la nuestra, la de nosotros dos, sino de la de los
tres. Supongo que no os lleváis algo entre manos que se refiera a mí, que no me
extrañaría; tú siempre tan dispuesta a secundarle en sus ocurrencias, con lo mal que te
trata. ¿Te imaginas lo que hubiese pasado si aquella noche que te dejó prácticamente
tirada en el apartamento de tu amiga, con la de mentiras que tuviste que ingeniar para
conseguirlo, y que al final tuve que ir yo para hacerte compañía, que hubiese sido al
contrario? Vale, nos lo pasamos genial, además tú estabas salida, pero sin embargo, y
eso es lo que no entiendo, cuando al día siguiente nos vimos los tres, apenas le dijiste
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que habías estado esperándole toda la noche y que se había comportado como un
mierda. ¿Tal vez para no contarle que la habíamos pasamos juntos tú y yo? Ese tipo de
detalles son los que me llevan a pensar que algo hay entre vosotros dos que no alcanzo a
saber y que tú deberías contarme.
Julio tomó un descanso, tragó el último sorbo de whisky y mientras encendía
otro cigarrillo aproveché para intentar cortar, iniciando los preámbulos de la despedida.
Empezaba a agobiarme y no me molesté en tratar de decir algo coherente con sus
palabras, que seguramente era lo que él esperaba. Me limité a acompañarle moviendo la
cabeza afirmativamente de vez en cuando y levantando las cejas, supongo que haciendo
cara de extrañado. No por lo que decía de Nathalie y Matias, a quienes no conocía.
Tampoco porque Nathalie le fuese infiel, lo cual dada la extraña relación que al parecer
mantenían los tres era, como mínimo, una broma, más bien una incongruencia. Desde
luego, aunque sus confesiones parecía que me invitaban a ello, no se me ocurrió
contarle mi vida que nos hubiera llevado el resto de la noche. No estábamos en
condiciones, ninguno de los dos, después de varios whiskys, de dilucidar de qué
hablamos cuando lo hacemos de temas tan poliédricos como la infidelidad o las
relaciones entre amigos, amantes o lo que fuese. Supuse que no lo sabía pero ni siquiera
le dije que estaba casado. Lo que sí quedaba claro o me parecía a mí, es que ninguno de
ellos tres estaba siendo infiel a los otros dos. Lo que me molestaba era que todo lo que
me contaba lo decía tan en serio que llegaba a parecer trascendente y, sobre todo por no
haberme dado cuenta, en la larga hora que llevábamos sentados en el club, de los
mundos tan distantes que, después de unos años sin vernos, vivíamos cada cual.
¿Dónde había ido a parar tanta intimidad y tanto como habíamos hablado sobre el amor
y el sexo años atrás? No estaba yo en condiciones de que me afectara lo que me decía y
estaba seguro que tampoco era esa su intención. Me molestaba especialmente la actitud
de Julio, cuando yo sabía, perfectamente, que era incapaz de decidir en cualquier
situación compleja, a poco que ésta le exigiese una cierta violencia, psicológica me
refiero. Estas reflexiones, el breve descanso que se tomó Julio y que el trío terminase de
tocar lo que parecía la última variación sobre un tema de John Coltrane, me animó a
despedirme, no sin antes pagar a la preciosa muchacha con la que había cruzado algunas
miradas y sonrisas de complicidad y disculpa por tener que atender a mi amigo Julio, y
darle a éste un abrazo por el reencuentro, quedando para llamarnos otro día y
presentarme a Nathalie y Matías. A la camarera no pude más que dejarle una tarjeta con
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mi teléfono, encima de la bandeja con los cinco euros de propina y que me dijese que se
llamaba, como me temía, Mar.
A los pocos días me llamó Julio y volvimos a quedar, pero esta vez en una
terraza a treinta metros de la playa. Me presentó a Martín, y a los diez minutos de estar
hablando con ellos dos, llegó Nathalie, agitada y eufórica, y sin apenas dejar tiempo a
que Julio me presentara, empezó a contar que al fin podrían irse los tres a vivir a un
apartamento en la capital. Cuando, extrañado, Matías le pregunto que cómo era eso,
Nathalie contestó, con toda naturalidad, que mediante un trueque sexual que había
concertado con el dueño del apartamento, al cual había conocido por internet. No tenía
los ojos verdes, ni los pechos grandes, aunque emparedados por la blusa blanca
amenazaban con hacer saltar por los aires los pequeños botones azules, del mismo color
que el ribete que orillaba el cuello y las mangas cortas, la melena, no muy larga, era
castaña, tampoco era muy alta. Nada especial llamaba la atención. Sin embargo, nunca
supe por qué, en el mismo instante que la vi aquel día por primera vez, supe que tardaría
en olvidarla, como así ha sido.
En aquel momento se acercó a la mesa un viejo con una mugrienta chaqueta, un
pantalón a juego de color difuso, una camisa que debió ser blanca un día y una
espectacular corbata arrugada que me recordó un cuadro de Mondrián, y alargó la mano
por toda señal y saludo. Julio, mientras Martín y Nathalie seguían hablando, empezó a
maniobrar en sus bolsillos buscando pero yo había encontrado un billete de cinco euros
y se lo di al viejo. Me hizo una ligera inclinación de cabeza como muestra de
agradecimiento y se marchó caminando con la dignidad del que ha cobrado una deuda.
Simultáneamente yo había hecho esa primera valoración que solemos hacer para
adecuar nuestro comportamiento al entorno, a la manera del animal que ve aparecer en
su espacio a otros y por supervivencia evalúa con rapidez sus supuestas intenciones y la
capacidad agresiva de los mismos, tratando de encontrar la mejor posición. Tuve la
impresión, que los hechos confirmaron posteriormente, que eran tres íntimos en
cualquiera de los múltiples sentidos que se pueda dar de la intimidad. El escaneado que
les hice me convenció que, en tanto que grupo, nada grave tenía que temer pero que no
me podía fiar y dejé de lado mis prevenciones. Eran tres ejemplares inofensivos, con
alguna variante personal, de un mismo prototipo de jóvenes kitsch. Todavía hoy no
sabría cómo definir lo que sentí en aquella laberíntica situación. Pero he de confesar que
me producía vértigo la velocidad de sus vidas, el caminar por la superficie de los
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movimientos y el común denominador que, igual que una bandera ondeaban, para
conseguir con el mínimo esfuerzo el máximo placer. Vértigo y atracción, lo confieso.
Los tres cumplían este principio, si bien es cierto que de muy distinta manera. Por otro
lado, pude observar que eran un baluarte que resistía las embestidas de la comunicación
y las cascadas de información que monótonamente les resbalaban a diario, lo cual me
habrían negado radicalmente. La única esperanza que se vislumbraba era la que se
desprendía de la distinta ternura con que cada uno de los tres pronunciaba una misma
palabra. Aunque una ligera impresión pudiera sugerir que tenían un fuerte parecido, una
reflexión sosegada delataba suaves diferencias, eso sí, todas ellas cubiertas y envueltas
en un papel de celofán que perfectamente podría haber llevado impreso la leyenda
horaciana del Carpe diem. Entregados a la tiranía de la seducción, necesariamente
efímera, para ellos las necesidades eran o se transformaban en superficiales, pero en
ambos casos, inmediatas y los deseos inestables y precarios. Se me ocurrió pensar que
los tres cumplían perfectamente las condiciones básicas de una época que, según
adelantó Einstein, tiene como característica la perfección de medios y la confusión de
fines. Y sin saber cómo, lo acepté.
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LA PUTA
REVOLUCIONARIA
José Garés Crespo.
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-I-
Conocí a Juliette un viernes al atardecer en las Escuelas
Profesionales que los Jesuitas tenían en las afueras de la ciudad. En
aquellos años, en numerosos países una nueva generación, plantaba cara e
iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde la Beat
Generation hasta los The Beatles. Pero hablo de España, el último reducto
del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette, la
brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se
celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y
estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización.
Esperábamos que de un momento a otro, como en todas las
concentraciones masivas, apareciera la policía por la puerta, pero no
importaba. Se trataba de hacer propaganda, ampliar la resonancia de las
detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la mayor parte del edificio
porque en varias ocasiones había estado, ayudando a otros compañeros,
imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que nos dejaban
los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía de la
capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría,
terminó con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía,
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alertando de que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para
disolver la reunión, pedir la documentación de identidad y realizar alguna
detención. Apenas habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que
explicaba las detenciones y torturas de los detenidos.
Juliette apareció a mi lado y llevaba diez minutos intentando
conversar con ella chapurreando el francés mientras esperábamos que
empezaran los discursos. A los primeros gritos de alarma que oímos, cogí
de la mano a aquella mujer y arrastrándola tras de mí nos escondimos en
una de las aulas de la parte superior, echados debajo de una gran mesa de
reuniones.
Estuvimos en silencio unos minutos mientras iban desapareciendo
los gritos y ruidos de la planta baja. La policía se limitó a disolver la
asamblea, golpeando a los reticentes. Una hora después parecía que todo se
había calmado. Aún así, Juliette y yo salimos cogidos, aparentando ser dos
novios. No fue necesario seguir disimulando pues la policía había
desaparecido del entorno, pero sin darnos cuenta, así lo recuerdo yo ahora,
continuamos cogidos del brazo hasta la parada del autobús, tres calles más
allá y nos despedimos con dos besos en las mejillas, después de que Juliette
malogró, creo que inconscientemente, mi intento de besarla en la boca. No
sé por qué, pero me gustó como mujer desde que la vi. Cuando me quedé
solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que debería haberle dado un
apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a fin de cuentas nos
habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo habíamos
olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer.
Creí que Juliette podía tener dos años más que yo. En realidad tenía
siete más. Esto lo supe semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio
novios y pavoneándose de su experiencia. En ese momento me llamó la
atención que lo dijese como si no tuviera importancia, dando a entender
que era esa la edad que quería tener. No sé si por eso, pero he de reconocer
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que fueron muchas cosas las que me enseñé al lado de Juliette, incluso más
allá de las que ella pretendió. Recuerdo que, probablemente sin que ella
quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del contrapunto en la
elaboración de ideas y pensamientos.
Sucede en numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña,
cuando no se presenta cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo
vestía, por sus gestos y la manera de sonreír, parecía una adolescente de las
que lucía la moda francesa en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas,
vestidos sueltos como de premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y
suelto, sin forma aparente, castaño claro, las uñas cortas y limpias y un
bolso enorme del que solía sacar lo más insospechado, como si fuera un
bazar. Calzaba mocasines siempre.
La segunda vez que la vi fue también una coincidencia, y como no
suelo atribuir al azar lo que no puedo entender razonando, me pareció que
era la lucha antifascista la que me estaba proponiendo, facilitando al
menos, tener algo más que una amistad con aquella chica. Una relación que
me proponía ir más allá de aquella huelga de los trabajadores de astilleros
que nos había puesto en contacto. Aquel segundo día que nos encontramos,
varias organizaciones clandestinas de izquierda que trabajaban a caballo de
la Universidad y del movimiento obrero, habían convocado una
manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria propagada de
boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles que
configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento
histórico, símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad.
Estábamos advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si
se producían había que dispersarse rápidamente, procurando que no
cogiesen a nadie. Tan solo se trataba de manifestar la solidaridad con
aquella huelga cuyas reivindicaciones eran principalmente salariales. Las
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instrucciones de los convocantes señalaban que todos debían tener una
coartada que justificase por qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día.
A la hora prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en
la plaza y algunos bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron
banderas rojas y republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas.
Las primeras proclamas fueron como la señal de ataque para los policías
antidisturbios. Como hormigas grises, salieron de unos furgones
disimulados entre camiones aparcados en una callejuela y casi al mismo
tiempo desde otra calle, alejada unos doscientos metros de la plaza,
montados a caballo llegaron unas decenas de policías. El rítmico golpeteo
de las cerraduras de los caballos sobre los adoquines asustó a la gente y se
inició la estampida mientras los guardias golpeaban a los manifestantes
cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo empujándolos. La
dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían arrinconado en
una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción de Joan
Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien
pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía
que lo montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue
arrastrado por tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que
podía terminar con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas,
detenciones y varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se
vio al día siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización
había sido un éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la
prensa y radio del exterior tuvieron que hacerse eco.
Para no complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los
que había ido y después de deshacerme de las octavillas que llevaba y
correr un trecho por una calle adyacente, vi una portería abierta y sin luz y
no lo pensé más, me metí para esperar que pasaran las carreras de unos y
las cargas de los otros y cuando iba a cerrar llegó una muchacha y empujó
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la puerta, entrando para esconderse también. No la reconocí hasta que, ya
dentro del pequeño rellano, me dio las gracias. Su voz era inconfundible.
Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía señal de que guardase silencio
con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de mujer con sordina que
venía desde el rellano que había diez o doce escalones arriba y que nos
decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz que a través de
una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados alrededor de
una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro sillas de enea
y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la pared, único
mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda de un
teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en
Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a
preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la
violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés
días encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que
algunas noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos
para fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo.
Cuando las calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la
ventana por si quedaban guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo:
Si alguien os pregunta, yo alquilo habitaciones para parejas. Me pareció
que mientras nos contaba lo que creyó que nos podía interesar de su vida,
los ojos se le enrojecían, pero no consintió que ni una lágrima asomase.
Juliette y yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber
quiénes y de donde éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque
parecía como si por primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las
consecuencias de habernos encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué
una vez más, como me suele pasar con las mujeres, pero fue tiempo
después cuando me di cuenta, en una de las primeras discusiones. De
momento, desde aquel día yo entendí que las casualidades, cuando se
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repiten en un mismo sentido, son señales que piden formalizar lo que
aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde. Era la tercera
vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que ninguno de los dos
engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el acceso a una
noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos vírgenes de
manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si, entre beso
y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza del
deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor
que trascendiese al sexo.
Fue unos días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en
salir una noche a cenar y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué
con el crepúsculo, a tiempo para observar y conocer cómo vivía. Compartía
una vieja casita de antiguos pescadores, medio derruida por la parte trasera
que se confundía con un pequeño corral, situada en el barrio marinero a
poco más de cien metros del mar y estaba pintada con colores fuertes y
planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del Mediterráneo. Aquel
entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia que pasé en casa
de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la falda de una
colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren desde
lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme.
Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me
contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y
esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de
lleno, hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con
otros, aunque yo procuré dar opción a que ella se explayara. Observé que
ambos contábamos lo que nos pareció más adecuado de nuestra vida, de lo
que deduje que queríamos presentar la mejor cara posible lo que suponía un
interés mutuo por preparar un mañana, aunque bien podía haber sido por
todo lo contrario por como terminó la historia.
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Cenamos cerca de su casa, en un barracón de playa, que tenía como
especialidad de la casa sardina fresca asada a la brasa y completamos con
unos calamares chiquitos, todo acompañado de un excelente vino dorado de
la costa. Después de cenar volvimos paseando a su casa y, con toda
naturalidad ella, como si llevásemos años haciéndolo, asustado yo, nos
acostamos juntos en un colchón viejo de espuma, cubierto con una funda de
tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de esparto y con una sábana
floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con Juliette todo se presentó
tan natural, en contra de los mil escenarios imaginados durante los días de
espera, que al despertar y encontrarme solo en la cama, creí que había sido
un sueño, como si la cama no fuese suficiente prueba. No tuve mucho
tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho lleno de churros
y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que aceptar
como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio
credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores
importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño.
Para entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo
origen suele aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al
poco tiempo de suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis
que solemos expresar, cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”.
Conociéndome sé que me sirvió como pretexto porque aquella noche
habíamos bebido mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos
estar enamorándonos. No por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil
desenamorarme si así hubiese sido, pero algo me decía que ella era mujer
de grandes pasiones. Y como si viviese en la Arcadia feliz, me asustaban
los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos un beso de buenas
noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el previsible asalto
final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó ningún
problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las
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cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en
la mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría
qué era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada
ni tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una
mujer de carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces,
otras como una sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por
timidez, con una sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de
introvertida, y trataba de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo.
A las dos semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad
de nuestros cuerpos habían dado el consecuente paso a una intimidad
sexual, abundante, densa y relajada que a mi edad y en mi ambiente me
pareció extraordinaria, mientras que a Juliette le pareció normal. La
residencia de Juliette en París y sus siete años más de vida eran una razón.
En cualquier caso no importó la procedencia de cada uno de nosotros, lo
decisivo fue que nos encontramos. En más de una ocasión llegué a
asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la conciencia
perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener
experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento
del éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y
absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus
ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la
realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me
cogió con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo
varios minutos mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron
los suyos y asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de
gratitud. ¿Qué podía ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese
vuelto a ver, por ejemplo ahora, lo que serviría para reconocerla sería el
perfume natural que desprendía su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba.
Juliette no era, por su cuerpo escasamente voluptuoso, una mujer que lo
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primero que despertaba en un hombre fuese el deseo. Sin embargo de tan
femenina y sensual, frente a cualquier otra mujer, ganaba en la proximidad
creando un espacio de comodidad a su alrededor que proponía al hombre
acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el asalto final. Por
primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para iniciar la
conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se
trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el
pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En
general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los
orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el
hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de
presa y la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser
apresada y conquistada, manteniendo una espera proactiva.
A partir de que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo
que desea es conquistar, solo queda por dilucidar, para observar en qué son
diferentes, qué armas o técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se
cae de bruces en la deontología de cada uno de los dos procederes y aquella
mediatizada por la cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales
la tacharán de descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo
adecuado entrará a formar parte de los maltratadores y brutos machistas.
Por eso seducir es cosa que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de
hembra, olvidándose de su función de madre que desde el orden biológico
sería la segunda fase del rol de la hembra. Para una hembra, también una
mujer, seducir es la manera de significarse y destacar entre varias presas,
cuando el depredador anda olfateando y toma la decisión de a cual de todas
ellas apresará. Obviamente estas son reflexiones que me vienen a la cabeza
justamente cuando el tiempo ha reordenado las urgencias. Hoy la distancia
da perspectiva, tanto que apenas soy poco más que un espectador, pero
entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas y simples para tratar de
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conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de las más fáciles era
observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían trazar
sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su
comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo
en la más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes
se multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de
su piel, una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto
era que sin haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como
novios.
-II-
Durante aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire
nuevo y adquiría un aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo
viejo por rancio. Entre minorías del estudiantado universitario estaba de
moda la poesía social y corrían en la Universidad, junto con panfletos
denostando al régimen fascista, lo que llamaban poemas revolucionarios,
separados unos de otros por una delgada línea. Ambos parecían hijos de la
misma madre y se producía una situación extraña, por original y confusa en
los límites. Lo importante no era tanto lo que se decía en un poema, como
que tuviera un tono agitador y palabras que evocasen rebeldía abiertamente.
Igual aparecían preciosas metáforas en los panfletos revolucionarios, que
llamamientos a la huelga en los versos de un poema. Fue una suerte, o tal
vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos ambientes, por
oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado y resultara
fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o proclama,
habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal, por
una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que
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aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia
literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista
que robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más
de una tarde, confeccionamos el primer número de la revista literaria que
llevaba un ampuloso editorial, dando a conocer las pretensiones
revolucionarias que proponíamos para la nueva literatura, en contra de los
ismos, banderías y particularismos que proliferaban, casi tanto como en el
campo de la política, pero que considerábamos que estaban al margen de la
auténtica literatura, obviamente la que proponía nuestra revistilla y exigían
lo que considerábamos los tiempos nuevos. A las soflamas sobre el
compromiso social del arte y poemas que pretendían ser como fusiles,
acompañaban poemas de Roque Dalton, de César Vallejo y de A.
Machado, dos poemas de Miguel y otros dos míos, y terminaba con un
cuento corto de un estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la
tertulia con 100 ejemplares de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue
como si hubiéramos llevado un parte de guerra notificando la muerte del
dictador Franco.
A Juliette la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la
conocía como la poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque
en cada uno de sus tres poemas presentaba varias propuestas discursivas
que ordenaban poéticas contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva
forma suya de enlazar palabras y construir un poema. Era, además, la única
mujer en las reuniones. En aquellos años, venir de Francia, conociendo
poemas de Bretón, Eluard o los represaliados sudamericanos que pululaban
por Paris, era una carta de presentación de alguien de la vanguardia última
que, más allá de lo que literariamente significara, tenía una connotación de
anti sistema, no solo en el plano político, también en el poético. Todos
estábamos empeñados en poner de relieve que eran las dos caras de una
misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y semejanza de lo que cada cual
42
quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin capacidad de renovarse,
decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos nosotros. Salvo mi
caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya aparición
propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno de
tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo
el entramado social.
Por coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco
tiempo de marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los
amigos a los pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por
culpa del control y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me
inclino a pensar que, controlados como estábamos, les parecía muy bien
que nuestra forma de subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de
Mayakovski. Tampoco, como dijo otro de los tertulianos, que el pretexto
fue que desapareciesen los enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette,
que para otros eran verdes. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre el color de
sus ojos. Yo que la traté en la intimidad, creo que lo que sucedía es que
mientras que a un metro de distancia eran oscuros y brillantes, de más
cerca, por ejemplo echados uno encima del otro, con los ojos abiertos y los
labios rozándose, su mirada adquiría un color azul tan intenso que se
expandía y les hacía parecer dos círculos a través de los cuales se adivinaba
la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y sobrecogedor como todo lo
misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier color te parecía adecuado
y encantador.
Visto desde ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las
reuniones de la tertulia porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal
formando el criterio literario que desvariaba con frecuencia. Como sucede
siempre, la tertulia se barrenó desde dentro y nada tuvo que ver la censura
fascista, ni que los amigos del Partido Comunista nos dijeran que éramos
de la gauche divine. Hubo dos motivos exógenos, Uno, que un día apareció
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  • 1. 1 ANTOLOGIA DE CUENTOS I José Garés Crespo Edicions La Solana. València, 2015.
  • 2. 2 SER Y TIEMPO. Por J. Garés Crespo. “Todo lo que en cada caso es, cada ente, viene y va en el tiempo que le es oportuno y permanece por un tiempo durante el tiempo que le es asignado. Cada cosa tiene su tiempo”. M. Heidegger:
  • 3. 3 Sigo apoyada en la baranda de la escalinata que lleva a la puerta principal de la residencia, esperando; te veo subiendo cogido del brazo de la enfermera, encorvado, lento y mantengo la vaga esperanza de que, una vez al menos, te vuelvas para verme. No para reconocerme y despedirme con el guiño habitual, no. Ya tengo asumido que no sucederá, pero al menos, ya que, según tu comportamiento en la entrevista, parecía que nos hubiéramos conocido hace media hora, podrías mirar cómo me iba, mover la mano como tanta gente, algo, un gesto que me hiciese sospechar que no debía darte por muerto. Cierto que lo mismo sucedió hace un mes y he vuelto otra vez con la ilusión de que hubieses mejorado, aunque quién sabe si es lo que te conviene. No sé por qué me resisto a creer en la ciencia, tal vez porque tengo la intuición de que, cuando nos hemos mirado, tus ojos abiertos e inmóviles, parece como si me reconocieras, castigándome como si no quisieras saber nada de mí... Quién sabe si no será un último deseo consciente de olvidar todo, un intento de vivir en paz el tiempo de vida que te quede. Por más que el neurólogo me diga, una y otra vez, que es una degeneración irreversible, cuando añade, en un intento de hacerme entender cómo te encuentras, que es un amontonamiento de basura adherida a las conexiones neuronales del cerebro que cubren el acceso a tus recuerdos, no puedo dejar de pensar, que tal vez no pudiste triturar tanto recuerdo desagradable y estás ahogándote, desfalleciendo de tanta vida. Pienso que ese debe ser el mecanismo que salva a alguna gente de morir de tantos persistentes y malos recuerdos almacenados...Parece que sobrevive aquel que mejor olvida lo desagradable, solo que la selección de qué es bueno y qué no, siempre es temporal, según cómo somos en cada tiempo y nada garantiza que la memoria archivará los sucesos de acuerdo a esa valoración. Menos garantía hay de que se recuperan los recuerdos tal y como se guardaron. ¿Cómo podía saber durante aquellos años, que lo que me entusiasmaba, hoy me dejaría indiferente? Creo que no volveré a verte. Necesito salir de este impase, incluso pienso que es lo que tú querrías, si volvieses a la realidad, si me reconocieras como fui. Yo también necesito, antes de intentar olvidarte para siempre, resistir los embates de tantos recuerdos que, pegados a ti, insisten en hacerse presentes. ¿Sabes? Quiero volver a nacer. Puede que hasta tú también lo desees. ¿Cómo interpretar tu silencio? Sé que el silencio tiene su lenguaje, me enseñaste sus significados, a
  • 4. 4 interpretar y unir un silencio con otro hasta crear una frase vacía, un pensamiento hueco. Creo que tampoco ahora sé nada del sentido de los silencios y de poco me sirven sus significados si apenas sé hacia donde van. Tú ya no eres y tu tiempo ya ha muerto. Y, al parecer, nada tengo que ver con ese nuevo ser que muestras y tu nuevo tiempo, que intuyo. Probablemente tampoco tú eres... y, desde luego, no quiero quedarme atrapada en una historia, cada vez más deteriorada y que parece que huye junto con el hombre que tanto fue para mí. Me iré, lo voy a intentar, no de mi tierra ni tampoco de mi tiempo, ambos me gustan, solo de tus recuerdos que, todavía hoy, insisten en formar parte de mi presente. ¿Será posible? Sí, creo que también yo debo empezar a borrar. Aún te quiero, claro, aunque me agobias y me pierdo, porque me vienes como de aluvión, sin orden, dependencias, urgencias y desespero. Solo en alguna ocasión consigues despertar una sonrisa, fugaz y variable. Ahora recuerdo que me decías que el tiempo es el que da forma al ser, que el ser no existe sin el tiempo. Normal, pues, que tu tiempo, ahora, termine y tú con él, aunque buena parte de mi ser y mi tiempo te lo llevas contigo. Casi tanto como todo el que he vivido hasta hoy. Sin embargo, de ahora en adelante, de tantas cosas que vivimos, solo yo sabré. ¿Para qué quieres que nadie sepa? De ti, tan hermético siempre, nadie sabrá. Apenas yo. ¿Qué sé yo de tu juventud y tu madurez hasta que nací? Nada. Anécdotas entresacadas de las hazañas de las que presumías y con las que tratabas de encandilarme. Admito que ahora, si pudieras, te quejarías del pasotismo de nosotros y alardearías de tu generación contestataria, cuando en realidad sé que apenas fuisteis más allá de desear a las señoras, cuando fuisteis jóvenes y a las adolescentes cuando erais respetables padres. ¿Y de estos últimos años, que desapareciste desde que murió mamá? No sé, la verdad, si es justo que hayas huido de ti, de mí y de todo el tiempo que fuimos juntos sin saber la verdad que te ocultaba mamá, o no. Me temo que huiste de cara al pasado y eso no era huir, era intercalar semanas y meses entre tú y yo sin evitar seguir pegados mediante el tiempo, que es lo que une o separa, quien mantiene la vida o la mata. Ahora, quien debería hacerle la pregunta, no existe, de nuevo terminas de confirmármelo, con ese andar a rastras y esa mirada vacía. Yo todavía estoy saliendo de aquel tiempo y me corroe la pena por haberte dejado sin la opción; no de decidir qué pasó, ni tú ni yo podíamos cambiar la realidad, pero sí de que pudieras interpretarla. ¿Qué otra cosa hacemos mientras vivimos? A fin de cuentas es la única opción que tenemos todos. ¿O no? Quién sabe. La primera vez que tuve relaciones sexuales contigo, inicié, sin darme cuenta, un complicado y aparente camino repleto de saltos y rosas, casi mejor un laberinto,
  • 5. 5 perverso y sembrado de vanidad, de odio, deseo y amor. Fue suficiente para que, en muy pocas semanas, me repugnase cuando me poseías y te deseara a los pocos días de haberlo hecho. Estimo que al principio de nuestro extraño romance, era normal, pero ninguno de los dos sentimientos terminó por ahogar o subsumir al otro, y lo esperaba. Al contrario, con el tiempo, uno y otro fueron amainando de intensidad hasta que fue naciendo una extraña relación serena y recargada de morbo que parecía no incordiarnos ni a ti ni a mí. Conocí la coexistencia entre el ser y el deber ser. Fue un exitoso ejemplo de moderación a manos del tiempo. A las pocas semanas mi único objetivo era saber que eras mío, me sentía como cuando se tiene una pena pegada al cuerpo y de tanto convivir con ella terminas por quererla. Fue muy gratificante que fueras mío frente a todas y especialmente frente a mamá. La pregunta normal de por qué no te dejaba, con tantas dudas que tuve, nunca quise contestármela y creo que igual te pasaba a ti. O tal vez no. Después hubo un cambio, sin duda, respecto a aquella primera tarde. Sucedió sin apenas tener conciencia de cuantas cosas cambiaban y sin saber hacia dónde, salvo cuando me apetecía sentirte como una niña obediente. Por cierto, ¿cómo te enteraste que nunca había jugado con muñecas? ¿En brazos de quien vivías? Bastó que te dijera mamá que no me gustaba, ¿no? Por entonces había pasado de sentirme violentada y el último mono de la casa, a saberme dueña y marcar por el simple hecho de vivir, no solo la dirección de aquel hogar, a través de ti, también el ritmo de nuestra relación y hasta de la vida de mamá. Casi del mundo, pues. Sospecho que todo terminó así porque es lo natural. Al fin y al cabo tú lo quisiste. Alrededor de los catorce años, no sé si lo entendí bien, pero llegué a la convicción de que era mi camino y me dije que valía la pena vivirlo como se me presentaba. No parecía muy decisivo, quizá, solo que todo tomaba un valor, distinto o no, y ya no me daba igual subir que bajar. Creía tener un norte. Uno de tantos. Ya ves, no he vuelto a saber nada, hasta hace poco, cuando me dijeron que nunca más sabrías de mi, de aquella tentación que me rondó de terminar con todo. ¿Tú crees que huía y por eso me lancé al intento de suicidio con muchas ganas y pocas luces? Lo que pienso que me confundió es que aquellas tentaciones me llegaban cuando pasaban unos días sin saber de ti, y me disparaba la angustia verte deambular por la casa. Imagino que lo entendí de forma retorcida, que fue un escondido pretexto que pretendía obtener la satisfacción de mirar desde lo alto de mi secreto a mamá y demostrarte que ya no era una cría. Era muy difícil adecuar mi nuevo ser al nuevo tiempo que se me abría de tu mano. Son detalles, por ejemplo, ojear los libros de tu mesa de trabajo. Me encantaba entrar a tu despacho y mirar y tocar lo que me apetecía,
  • 6. 6 de entrar en tu mundo por aquella puerta que solo de tarde en tarde y solo para limpiar, se atrevía mamá a franquear. Flirteé con numerosos filósofos alemanes que tú admirabas y me enamoré de algún francés, los únicos, creo, que saben algo serio de los griegos. Por aquel entonces, ambos tenían para mí estímulos eróticos. En realidad todos vinieron a confirmarme lo que intuía. ¡Ah, la intuición¡ Siempre he sido más intuitiva que tú, tan ordenado y, desde luego, nada que ver con la lentitud y el orden propio de una excelente gourmet, como era mamá. Tuve durante casi un mes en mi habitación, escondido, El ser y el tiempo de Heidegger y cada vez que me lo pedías buscaba cualquier pretexto para no devolvértelo, con la intención de que un día vinieses a buscarlo y estar a solas los dos. Una encerrona que no me salió bien durante muchos días. Pero mantuve la trampa puesta. Y caíste. ¿O caímos? ¿O caí? Semanas después, en plena canícula, viniste y estuvimos media tarde hablando de tonterías. Los dos estábamos al asedio y ninguno en defensa. Al final, por supuesto, ni nos acordamos del libro de Heidegger, y nos llevamos cada uno un susto, yo porque a punto estuviste de romper mi virginidad anal y me asusté, tú cuando oíste las voces de mamá que, desde el comedor, nos convocaba a cenar. Yo no sabía muy bien qué hacer ni qué esperar, tú me poseíste igual que un pobre hombre, prófugo del amor y condenado por quién sabe qué extraños dioses, puede que demasiado humano, y el reclamo urgente de mamá nos impidió cometer la tontería de la posterior reconsideración y lamento habitual en estos casos. No dimos opción a que la moral interviniese. Y yo ya sabía cuánto es el tiempo que se necesita para pensar o para reflexionar. Desde entonces, cuando he estado por primera vez con un hombre lo he considerado como un trámite por el que tenía que pasar obligada... para después saber a qué atenerme. A veces he pensado que era para tener razones y huir. Contigo no hubo caso, tenía todo previsto desde que era niña. Eso creía, no sé. Visto desde ahora, creo que fue la necesidad patológica de sentirme deseada. Para entonces pretendía saberlo, pero se me confirmó que el destino, que tú llamabas el cálculo de probabilidades y que a mamá la llenaba de perplejidad, ha sido mi mejor aliado, mi mejor amigo. Nunca me ha dejado en brazos de la incertidumbre y siempre hemos caminado acompasados él y yo. Me gustaba y me gusta manosear libros y, apenas empezaba alguno, tenía suficiente con leer el prólogo o la sinopsis del editor o crítico de turno, para saber lo que podía interesarme en sus páginas interiores, en general muy poco, y perdía el interés pronto. De hecho, en la mayoría de casos, me limitaba a ojearlos. Me irrita tener que leer cien, o doscientas páginas, en el orden que al autor se le ha ocurrido, cuando, en el mejor de los casos, a mí me interesan siete. Lo
  • 7. 7 increíble era que, cuando discutía con alguien sobre una obra, me daba cuenta que la otra persona no sabía mucho más que yo y fácilmente la hacía dudar con mis preguntas. Contigo no era distinto, tú y tus artes de intelectual, todo un señor catedrático. Ya ves, una fachada más que solo sirve para que se me considere una mujer culta. Siempre, ahora lo sé, me sucede así; entiendo con rapidez lo que refuerza mis prejuicios, mis intuiciones; supongo que de la misma forma que todos vemos, no lo que hay, sino lo que queremos ver. Al menos contigo ha sido así. Tal vez por eso era que todo resultaba ser como yo había previsto. Menos aquella primera vez que, desde hacia tiempo, me apetecía presentarme desnuda delante de un hombre y, intrigada lo hice con el que pude y tenía a mano, ¿fue casual?; delante de ti. Debió parecerte una situación muy inocente ya que seguiste con lo que estabas haciendo y a punto estuve de llorar por tu impasibilidad. Pero me rehíce y adopte la actitud que correspondía. Me sentí ofendida y despreciada y me juré a mi misma vengarme. No se me ocurrió mejor venganza que poseerte y dominarte. Juzgué que sería porque era casi una adolescente, con la intención de no tomarlo en cuenta, aunque pudo más mi vanidad y la necesidad de salir del pequeño mundo que habíais construido para mí, tan delicado y racional, donde todo estaba en orden, todos los usos determinados y un pathos con bridas y cascabeles. Nunca se te ocurrió que mi exhibicionismo, nada tenía de erótico, que utilizase mi cuerpo de adolescente cual reclamo. ¿Qué podía exhibir, siendo adolescente, que despertase los deseos de los hombres y la envidia de la mujeres, que no fuese mi cuerpo? ¿Qué otros intereses podía tener yo? ¿Sabías de otra manera para manifestar en silencio qué quería ser? Estoy convencida que hubiese actuado igual si hubiera sido un chico. Después, mucho después, comprendí que la aparente impasibilidad tuya significaba exactamente lo contrario de lo que querías aparentar. Sí, no fue normal, sobretodo porque quería estar desnuda frente a ti, que eras, en aquel momento, el mundo, mi mundo. En otras muchas ocasiones, incluso estando vestida, pretendías hacerme enmudecer y sonrojar con tus bromas y con ellas fui descubriendo miradas tuyas cargadas de extraños sentimientos y deseos revueltos y a interpretar los cuales me dediqué horas y horas, hasta conseguir interpretar, pero no sé si llegué a saber, qué deseos profundos encubrían. En alguna ocasión, cuando se lo comentaba a mi amiga Martha, me decía que la realidad la veía así porque soy muy morbosa y que todo lo interpreto a mi manera. Martha, de adolescente, era portadora de esa estupidez y fascinación que todas tenemos. Pero lamentablemente, a partir de los dieciséis, cuando una de las dos cualidades se pierde y la otra toma cuerpo, ella perdió la fascinación. Y
  • 8. 8 tú...tú nunca hablaste de mis cualidades, solo de mis pechos, de mis labios, de mi culo, de mis ojos. Por supuesto que todo lo veo a mi manera. ¡Vaya descubrimiento¡ Como si hubiera otra manera de ver las cosas que a la manera de cada cual. Claro que Martha, si bien tenía dos años más que yo, no podía entenderme porque ella tenía un novio al que no amaba y con el que satisfacía sus necesidades. Al contrario que yo. ¿Cómo hacérselo entender sin parecer yo una niña y tú un loco? La dejé hacer y nunca más supo de nosotros. Mi venganza fue constante y un poco cruel. Lo reconozco. Tú me habías dicho, reiteradas veces además, que delante de mamá no debía sentarme sobre tus piernas y a mí me encantaba cuando niña. Desde que cumplí los diez años notaba que te ponías nervioso, mirabas a mamá pidiendo disculpas y no sabías cómo disimular y yo, con un divertido y turbulento cálculo, te besaba en cualquier parte. Lo hice de nuevo en varias ocasiones hasta que conseguí, como pretendía, que me dijeras en voz alta, delante de mamá para que lo supiera, restregándoselo por la cara, que ya no era una niña. Ahora reconozco que durante algún tiempo me vengué de ti casi con sadismo y en demasiadas ocasiones. Pero, ¿qué querías? así tomé conciencia de mi evolución hasta llegar a ser hembra y de ti como el hermoso macho que eras. Un día capté en el ambiente mucha tensión y comprendí que no debía forzarte todavía. Resultó fácil, fue suficiente abrazar a mamá y besarle las mejillas. ¡Qué tontas somos! Meses después, a solas contigo, entre beso y beso, me lo recriminaste hasta la saciedad, hasta hacerme llorar. Para entonces yo sabía lo que quería y además era el trato que, como tú habías asumido, no tenía necesidad de tener que recordártelo. Nunca lo hice. Lo aceptaste como solías confirmar las cosas: negándolas con la cabeza. A poco de saberlo, o mejor dicho, de ser consciente o puede que de asumirlo, porque saberlo, lo sabemos las mujeres cuando nos desea un hombre, lo sabía desde mi niñez, bueno, tal vez no tanto. Liberada ya del nudo que me ahogaba cada vez que pensaba que podía estar enamorada de ti sin corresponderme, me decidí y te pregunté, cuando me abrazaste, minutos antes de meternos en la cama por segunda vez, si lo que querías era hacer el amor (lo decíamos así, ¿no?) con tu hija, o preferías hacerlo con una mujer. Fue la última infantil barrera que, inconscientemente te puse, como tratando de advertirte de la diferencia, para mí definitoria, que se abría, según que escogieses un camino u otro, intuyendo que escogerías el que nos llevaba al mundo que me parecía maravilloso y al que daba paso aquel largo abrazo del que me solté al sentir tu masculinidad sobre mi estómago y tus manos sobre mis nalgas. Mientras repetías, abriendo y cerrando los ojos, que no podía ser. Me parecía increíble y fascinante, hasta que comprendí que las palabras sirven para mentir. Creo que todavía
  • 9. 9 no tenía conciencia de que mi deseo por los hombres era inmenso y universal. Tú hubieras dicho que deseaba al género masculino. De modo ancestral, entrañable y místico, diría yo. Me di cuenta más tarde. Probablemente demasiado tarde. Creo que desde que tengo uso de razón me he sentido atraída por los juegos que rompían con lo que llamáis anomalías y perversiones, para saber la fuerza de cada norma. Solo con la muerte no quise jugar nunca. Tampoco me vino a la cabeza que hasta era posible que te alegraras. Sé muy bien que en otro tiempo, cuando eras otro, estuviste muy enamorado y aún la amabas casi tanto como a mí, o más, o diferente, no sé, la respetabas cuando no bebías. Mucho; más que yo, además. Nadie tenía que jurármelo para estar convencida de ello. Sabía que era tan cierto porque yo también te amaba, a pesar de que pareciese como una niña tonta. Nunca te he perdonado que mientras fuimos amantes, nunca me hubieses acariciado el cabello como cuando era niña y hacía algo que querías premiar. Todavía hoy, te amo, para qué lo voy a negar, pero sería incapaz hasta de besarte en la boca, cuando tan solo unos años atrás me perdía, besándote desde los pies hasta tus ojos. Qué extrañas somos las mujeres. Y es que la vida, apenas tiene valor más allá de lo que hacemos, o al menos es lo que da valor a las cosas que hay. Creo que contigo no ha sucedido, como en otros casos, que la pérdida de interés me envolvía conforme se esfumaba el morbo y me aburría saber hasta el mínimo detalle. ¿Te imaginas, saber lo que iba a pasar durante una hora o toda una noche? Nunca he entendido por qué mamá, que siempre te dominó, como hacen los débiles, nunca sacó provecho de su dominio. Tú creías que ella hizo cuanto pudo para que yo la amase. Lo sé. Quizá, en el colmo de mi perversión, me olvidé muchas veces de que era hija de aquella bondadosa y enérgica mujer, que hizo por mí todo, con tan mala suerte que apenas se le notaba, envuelta con aquella frialdad distanciadora y pusilánime. Es probable que en su subconsciente yo fuese un motivo de desasosiego. Creo que nunca pudo digerir la traición de un extraño y rebelde espermatozoide que se metió por donde no debía. Aquello, no su traición, la llenó de culpa para siempre. Lo cierto es que yo, tal vez sin aparente motivo, a mamá, desde niña, le tenía miedo y puede que, sin quererlo, en más de una ocasión, odio. Y envidia también. Demasiada, visto desde hoy. Me parecía una mujer fría, torpe y triste. Puede que nunca haya sido objetiva con ella. Ahora mismo no recuerdo cómo llegué a pensar que me deseabas igual que yo a ti. Lo cierto es que objetivamente podías desearme porque, pese a que fuera con timidez, muchas señas y guiños te había dado con mi descarada inocencia, y presumo que las recibías ya que estabas experimentado por alumnas de tu cátedra. Ahora, no es que no los sienta con nadie, es que entiendo de
  • 10. 10 donde salían aquellos besos obscenos que como ventosas nos absorbían y con extraña urgencia trataban de encabalgarse, enrojecidos, deseantes. Creo que sería difícil saber quién de los dos empezó a construir aquel lazo que nos tuvo atados hasta que murió mamá. También comprendí que si un día me quedaba embarazada todo terminaría y perdería el control sobre ti. En realidad yo nunca lo quise. Tú tenías pavor y no te aliviaba saber que tomaba precauciones. ¿Para qué? decías. En realidad me trataste como a un muchacho en la cama. Creo que fueron dos meses los que tuve a Juan de novio y me acosté con él solo para demostrarte que no pasaba nada y que supieses que perdía mi virginidad sin quedarme embarazada. También, creo que fue eso, necesitaba saber cómo reaccionabas delante de una infidelidad. Desde que tuve uso de razón, he sentido la necesidad de saber el por qué de cada cosa. Ahora soy más pragmática, me basta con saber el cómo y probablemente pronto ni eso, será suficiente con el para qué. El hecho es que cuando me dijiste que fuera con quien quisiera, que siempre sería tuya, me hiciste llorar. No me desagradó tu arrogancia, pero porque no entendí la condena que pretendías descargar sobre mí. Ha sido suficiente que el tiempo pusiese a cada cosa en su lugar entonces, y ahora, de nuevo el tiempo reordene nuestro mundo y nos indique cómo debemos ser. No es, en absoluto, que te deseara en exclusiva como hombre, aunque también, porque he de reconocer que todavía has sido el mejor en la cama. No fue eso; para mí era un gran placer conquistarte, enamorarte, en realidad podría decirse que te robé. Por eso ahora me siento sola, abandonada, sin tiempo para ser de nuevo. Sabía que me deseabas y te resistías a reconocerlo, hasta casi odiarme por no poder, me encantaba el juego, y una y otra vez sucumbías. Así pasa siempre en estos juegos, ganó la mujer y además me comporté como quien triunfa y tú como derrotado. No, no creo que mamá fuese totalmente ignorante de mi propósito. Lo que sí fue cierto es que con ella muerta, no tenía ningún obstáculo serio para conseguir lo que quería. Puede que nunca lo hubiese pensado así tan en frío, y en alguna ocasión, por la forma de mirarme, hubiera dicho que, sabedora de la poca vida que le quedaba, por su maldita enfermedad, prefería cualquier cosa antes de que una nueva mujer, extraña a nosotros tres, entrase en su casa y en nuestra vida de tu mano. Y cualquier cosa era cualquier cosa, incluyendo que yo la sustituyese como mujer de la casa, lo cual sabes que nunca lo he pretendido. Me aburría, incluso llegué a odiarla. Sobre todo porque las dos sabíamos del juego, ella del mío contigo, y yo de que ella lo sabía y me dejaba. No, la verdad es que no, mamá nunca había sido un obstáculo, en realidad tu pensabas que nuestras relaciones, por mucho que las deseásemos y en contra de mi parecer, no podían ser antes de los
  • 11. 11 dieciséis o diecisiete. Y de nuevo te equivocaste. Y es que por entonces, creo que tú, tan formal, ponías de relieve la parte convencional de cada hecho que, si bien aporta rigor a lo que decimos o hacemos, a la vez nos aleja del placer que la ocasión genera. Como todo lo viejo, te cogías cada vez con más fuerza al cuerpo de las normas. Qué curioso, nunca confiabas en mí, sin embargo terminabas por hacer lo que yo decía, claro que a regañadientes, sin frescura. Cierto que hasta poco después de tu marcha, me dejaba embaucar por el placer sin precio y el deseo sin norma, que era sensual, fresca, inocente y naturalmente malvada, que nunca encontraba los límites de mi ser en el tiempo, un tiempo que tú y tu gente habíais diseñado en largas tertulias nocturnas para intentar orientar vibrantes asambleas mediocres y libertarias, adocenadas como una gavilla de espigas de cascarilla. No sé si fue por lo extraordinario de la situación, pero reconozco que, en aquel momento, delante de mamá muerta, no solo compartía tu pena, sino que llegué a pensar que era más fuerte mi cariño por ella que mi deseo por ti. Sin embargo cuando miraba atrás y trataba de reflexionar sobre la situación que entre los tres habíamos creado, pretendiendo ubicar mis sentimientos y deseos, la conclusión a la que llegaba era la misma, la única, creo: compatibilizar, dar tiempo al tiempo. ¿A que nunca llegaste a pensar que pudiera ser una persona de consenso, negociadora y transigente? Tampoco yo, y me sentía extraña a mí misma. Ya sé que día a día lo desmentía mi comportamiento. Como también pude detectar que en algunas ocasiones, cuando exteriorizaba mi cariño por ti, tan solo envuelto en gestos filiales, mamá, tan poco intuitiva, reaccionaba desde el egoísmo de una mujer temerosa de ser desplazada por su hija y, otras muchas veces, desde el miedo a la soledad, ella que siempre estuvo sola, incluso cuando, siendo niña yo, dormíamos los tres juntos. No pretendo ser más cruel que la vida, para qué, aunque no es baladí llegar a la conclusión y añadir al trasfondo de su actitud, el hecho fundamental para la mayoría de mujeres, tan traicionero, instintivo y animal, como el miedo de sentirse desplazada por otra mujer. Mamá era tan ciega que nunca me consideró totalmente una hija. Su cariño hacia mí, tenía un inconfeso déficit: el de ser una hija deseada. Tú nunca has creído, por la excesiva simplicidad que, igual que la mayoría de hombres cuando se enfrentan a una mujer, te cegaba, que fuese ella quien me empujó hacia ti. Ella, que se atrevió a leer a Vargas Llosa porque tenía una mirada arrogante de putero venido a menos. Si lo hubieras sabido, tal vez hubieses tenido menos remordimiento y habría sido factible que te preguntases el por qué. Tenía que pasar lo que pasó, de lo contrario yo parecería una muchacha adocenada y pusilánime. ¿Qué podía hacer yo, si con un leve roce me abrasaba por dentro, si cerraba
  • 12. 12 los ojos y el mundo se achicaba hasta caber en tus ingles? Ni uno solo de los caminos que conocía entonces, dejé de pasearlos y todos me llevaban a ti. Quién sabe, quizá es lo que tú querías. Quizá si hubiéramos tenido hijos, los hechos habrían sucedido de otra manera. Yo estaba suficientemente loca y lo hubiera aceptado, sin que mamá se me hubiera confesado todavía. Qué más da ahora. Siento que era más fuerte que yo. No podía doblegarme sin dejar de ser, mi tiempo no me lo permitía. Y aún me rebelo contra el rol que algunos quieren que juegue. No tengo razones de peso, quiero decir, razones convincentes para la mayoría de la gente, pero es que desde los doce años me han producido sentimientos de indecencia y obscenidad las intimidades que se establecen entre las mujeres, casi desde niñas. La promiscuidad que se produce en cualquier conversación entre mujeres me repele hasta el extremo de que, tanto cuando iba a jugar al tenis, como en clase de gimnasia en el instituto, sudada y mojada, me cubría con el chándal hasta casa y allí me duchaba y vestía. Recelo que por eso todavía hoy me produce repelús el cuerpo desnudo de otras mujeres. No tengo claro por qué, me gustaría saberlo, pero el hecho es que no solo creo que tengo mi sexualidad bien definida sino que cualquier confusión me produce náuseas. Ahora, mirando igual que un entomólogo mira a los bichos, me parece que es un error, la vida nunca es en blanco y negro, pero prefiero tomarme así a perderme pensando por qué. En aquellos días tú estabas, por cuestiones de trabajo, dando unos cursos en Santander y venías a casa muy de tarde en tarde y yo estaba de exámenes. Con los hombres, tuve que esforzarme para que los sentimientos no pudieran parecer los mismos, y me sucedía en la adolescencia, en ocasiones. Fue el misterio y el morbo de descubrir al hombre desnudo, al macho, según dice Martha, al otro, y saberme deseada por ellos, a pesar de aquel cuerpecito tan indefinido y bobo que en apariencia aún tenía, que no solo aliviaba mi malestar, sino que me producía un sentimiento agridulce, contradictorio entre la timidez y el ansia, sin embargo, eso sí, siempre me comportaba como una chica vergonzosa. Probablemente, se me ocurre ahora, porque había observado que esa actitud de vergüenza y descontrol insinuante, hacía que aumentasen sus sonrisas y zalamerías llegando, en algunos casos, a sonrojarme, y me daba cuenta que aumentaba su interés y su deseo por mí. Estimo que son cosas del género. Tomé conciencia de que, decir que no con mis gestos e insinuar que sí con mis ojos, resultaba atractivo. Me sentía aceptada, querida y deseada. Y me encanta. Ya sabes lo vanidosa que he sido siempre. Esa doble y simultánea actitud me la enseñé contigo. Al principio tenía que dejar la puerta entreabierta por si necesitaba salir, amenazar, más aún, tener margen para enfadarme contigo y confundirte más. Sé
  • 13. 13 que cuando te miraba con esa mezcla perversa de patetismo y abandono y el calculado deseo que dejaba traslucir, los nervios recorrían todo tu cuerpo y en ocasiones una inoportuna erección te traicionaba teniendo que abandonar, dondequiera que estuviésemos. Te aseguro que entonces no era consciente de lo mucho que sufrías, que te hacía sufrir yo. Por eso intuyo que te salvarás de los infiernos, porque has sido un hombre sensible y tu único defecto era desear ser querido y subías o bajabas, según el cangilón de la noria al que te empujaban las circunstancias y tu equivocada idea sobre el tiempo. Recuerdo la primera vez que tuve la menstruación, la escasa preocupación que me dio, quizá porque la esperaba incluso con ansia y cómo te aturrullaste, balbuceando y sin saber qué hacer. Sucedió dos días antes de decírselo a mamá, te abracé mientras te besaba en la mejilla y te murmuré, como si fuera un extraordinario secreto que nos afectaba por igual a los dos: he tenido la menstruación. Estuvimos un buen rato abrazados, acariciándonos, tú paternalmente, mientras que yo, besándote la cara y colgada de tu cuello, te dije, con todo el misterio que pude recargar sobre la frase: ya soy una mujer. No recuerdo bien si fue la primera vez, pero noté tu masculinidad sobre mi ombligo y me quedé traspuesta, asustada y contenta a la vez, como si un mundo nuevo, fantástico y maravilloso se abriese ante mí y muy asustada, hubiese encontrado la manera de descubrirlo, al mismo tiempo que hubiera encontrado la mano que me guiaría por tan deseado y desconocido mundo. ¿Cómo se me podía ocurrir todo aquello a los doce años? Me preguntaste si se lo había dicho a mamá y cuando te dije que no, me quisiste tranquilizar, elevando tu rango, en una actitud heróica y diciéndome que tú se lo comunicarías. Una extraña alarma me aconsejó que debiera ser yo y te dije que no, que eso era cosa mía. Tú no habías entendido nada y tuve que insistir: no te preocupes, solo quería que lo supieses. A los pocos días, cuando se lo dije a mamá, me pareció que ya lo sabía. Se lo habías dicho. Desde aquel día empezó una obsesión discreta y pormenorizada sobre mi persona y mis comportamientos. Eran días de mirarme y remirarme en el espejo y extrañarme de mis reacciones. Aquella actitud tuya de ser cómplice mío, y al mismo tiempo ser incapaz de mantener un secreto hacia mi mamá, me preocupó, me sirvió para descubrir una relación con ella por tu parte, de sumisión, demasiado servicial, humillante, sobre todo para mí. Me dio a entender, y me molestó, cual era la relación que manteníais. Supe que no iba a ser fácil ganar la batalla, tenía que ser mucho más tajante y sibilina contigo porque tú nunca tratarías de decidir, solo te dejarías conquistar. Así fue. Curiosamente este nuevo sentimiento mío reforzó mi ansiedad por separarte de ella, y aunque arrecié el asedio con todas las armas a mi
  • 14. 14 alcance, añadió un nuevo sentimiento de compasión y deseo hacia ti. No te merecías un trato de respeto y me dio la pauta de mis futuras relaciones. ¿Pero qué sabía yo, si apenas conocía las armas de que disponía? No encontré otra manera de intentar dominarte que saber de tus debilidades más oscuras e inconfesables cuyo centro neurálgico era yo. Tus regañinas no me extrañaron. No hacía falta que me dijeses qué estaba bien y qué mal. Sabía que mi comportamiento era propio de una adolescente virgen, inocente y perversa hasta casi la obscenidad. Incluso cuando trataba temas serios de mis estudios, lo hacía con descaro, como si estuviera hablando de lencería fina con una amiga íntima. Serené mis arranques incontrolados de orgullo y maldad, decidí quitarla del medio, por su bien, pues no te merecía. Nada me importó lo que pensase ella y planeé, creo que por primera vez en mi vida, una estrategia y conseguí establecer ese bonito juego, cuando una es el sujeto, de alternar cariño y desplantes, como si no estuviese enamorada, o mejor, dudosa y deseante. Duró bien poco. Cierto que en algunos momentos de debilidad, llegué a pensar que era mejor compartirte. Esto es lo que me recomendaba una y otra vez el sentido común. Para llegar a donde quería, el tiempo tenía que intervenir, dejarlo hacer. Me diste la oportunidad de saber hasta dónde estabas dispuesto, tiempo después, al amanecer de aquel domingo que pasamos en la casona, cuando entre lágrima y beso te ofrecí la alternativa de, o ella o yo. Tres veces me lo tuviste que jurar y consentí como premio, solo entonces, que disfrutases del primer griego que me hiciste, ocultando el placer y exagerando el dolor, y dejarte llorar después un buen rato sobre mi espalda. Desfallecida y hambrienta tuve que ladearme para poder sobrevivir, respirar y me dormí. Cuando me despertaste y ofreciste el desayuno supe que había ganado y me entró la nostalgia mezclada de asombro, de la noche que terminaba. Para entonces mamá ya estaba malita y el ofrecimiento de mi juventud, que no mi experiencia, te llevó a un cálculo frío que evaluó tu tiempo y tu ser menguando a la puerta de un mundo abierto y unas fantasías al galope, sin más freno que la experiencia del jinete que las montase. Y yo, ególatra y triunfante, estaba envuelta en un juego loco que no admitía ni un solo paso en dirección contraria a mi capricho ciego. Tan fuera de mí estaba que llegaste a darme pena en algunas ocasiones, casi siempre que pensaba en ello. Tu soledad era estremecedora. Los dos lo sabíamos. Solo descansabas cuando cerrabas los ojos y te perdías a mi lado, como si yo fuera un inmenso mar donde te hundías tragado por las olas de mi cuerpo. Miedoso de gritar al mundo que me amabas, incapaz de buscar una puta para tranquilizarte y alguien que te comprendiera, torpe para abrirte al corazón de nadie, tan comprensivo en apariencia, tan
  • 15. 15 dispuesto a aceptar que quizá era el otro quien tenía razón, por miedo. En eso, qué poco te parecías a mí. Entonces, digo. Ahora, a veces, también me siento sola, sola de mí, que es la única soledad que no resisto, que me duele. Alguna vez te confesé lo bien que me llevaba conmigo misma, lo bien que me acompañaba. Solo tú tenías llave de mi mundo, cerrado a cal y canto para el otro mundo, el de todos vosotros. Ahora es distinto, no me encuentro, más que sola estoy vacía. Tampoco me parecía yo a mamá, afortunadamente, claro. ¿Cómo pudiste enamorarte de una mujer así? No podía entenderlo. Pero más allá de la literatura y la recreación que todos, cuando buscamos en el pasado, añadimos, entre otras cosas para cubrir los vacíos que la memoria deja, yo la quería y me lo pasé muy mal cuando murió y nos dejó solos. Lo bien cierto es que su ausencia y la soledad que se instaló en la casa, en más de una ocasión me llevó a reflexionar sobre lo que me parecía tener resuelto y estaba confuso, mucho más de lo que me creía. Me refiero a cómo cortar y separar un mismo sentimiento que tiene tantas caras y personajes. De hecho, hay quienes distinguen varios tipos de amor: amor-pasión, amor-gusto, amor- físico y amor de vanidad, todos ellos dominados, encorsetados y en el estrecho callejón del genérico amor macho-hembra. Me temo que cuando este elemental y primario instinto se mezcla con las múltiples variantes que la civilización ha puesto en práctica, el número debe ser casi tan infinito o más que las estrellas del universo. No sé, pero creo que no trato de justificar lo que para mí está más que justificado. Yo diría que eras incapaz de sentirte bien en una relación amorosa si no estás subyugado a la mujer. Este es, me parece, el punto de enganche que fallaba entre mamá y tú. También hubiera fallado conmigo, aunque he sido más flexible y zalamera, o caprichosa. Siempre he creído que tú desde el fondo de tu ser has deseado ser de alguien, saberte hombre en tanto y cuanto servías a una mujer. En todos estos años nunca supe aprovechar esta actitud tuya, que no era propiamente servil. No, no es eso, eras demasiado sensible y orgulloso para serlo con conciencia. Mandar sugiriendo nunca fue un atributo de mamá. Ella te manipulaba a su antojo y te tenía sujeto, pero era a voces y con malas caras, le faltaba la zalamería que abría hecho que te sintieras feliz y dominado. Y te lo hacía saber. Y siempre mostrando sus rígidos principios morales. Recuerdo aquella Nochebuena, tan absurda y comercial como todas, cuya permisividad os llevó a emborracharos en cuanto dieron las doce. Toda la alharaca religiosa que tenía montada mamá se cayó y fue suficiente para perder definitivamente el respeto que aún tenía por los adultos. Fue suficiente para entender que mis valores, vicios y criterios, valían tanto como los vuestros. Tú llegaste a entender por qué a mí me satisface un amor sometido y
  • 16. 16 rebelde. Desde entonces, las cosas seguían siendo buenas o malas, pero no según vuestros criterios. Intuyo que lo mío es más complejo porque mi deseo de poseer es desde la libertad del amante, lo contrario sería poco placentero y no se daría ese coctel perverso que mueve a servir alegre. Recuerdo bien cómo, al principio de nuestros primeros encuentros amorosos, me asustaba todo cuanto me proponías y se alejaba de lo habitual; justamente eso me deslumbró y me hizo comprender que eras, sin duda, el mejor amante que podía encontrar para sacar de mí todos los impulsos y placeres que mi cuerpo escondía. Por entonces quería conocerme, tantas ideas y cosas nuevas que me amenazaban con ahogarme y tú fuiste el guía perfecto. No recuerdo que nunca me dijeras que me amabas, ni menos aún que me deseabas, solo estabas atento a deslumbrarme y confabularte con el placer para, entre los dos, doblegarme de manera casi enfermiza a cuantas ocurrencias te asaltaban. Te traté como lo que has sido, un niño grandote vestido de señor y yo tu juguete preferido. Lo supe desde niña y no me equivoqué viendo en mi corazón la trabada ligazón que ibas estableciendo con tu víctima preferida, tu niña deseada. Desde que cumplí los veinte años ya poco podía descubrir en ti que no supiese y tampoco tú en mi cuerpo y mis deseos. Desde entonces, fue nuestra relación un pulso entre dos amores, alternando la pasión y la estrategia de los dos, casi nunca coincidente y en algunos casos, pocos, amenazante. Yo al menos llegué hasta el absurdo de sentirme aprisionada por tu ausencia más que por tus abrazos, caricias, fantasías y antojos que de tantos prejuicios me liberaron. Siendo tu dueña, porque lo fui, me entregué hasta la extenuación para serlo como tú querías. Nunca te agradeceré suficiente haberme liberado de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa relación conflictiva que es siempre la relación con los demás, en especial de aquellos a quienes amamos. Tú me enseñaste a volar, a ser yo de acuerdo con mi tiempo. Era la forma que tenía de dominarte, mirarte desde lo alto. Más allá de ti y de mamá, con sus cuidados y absurdos consejos, tú, hombre, me hiciste sentir mi individualidad frente a las otras mujeres y hombres y al mundo; aprendí a apreciar lo fundamental y distinguirlo de lo accesorio. Todavía tiemblo cuando me viene a la memoria, aquella primavera en Belgrado, la primera vez que, con un vestido negro de noche, deslumbrante y más radiante que una diosa, eso dijiste, en aquel restaurante colgado sobre el Danubio, me sacaste a bailar y me obsequiaste con una rosa roja. Qué elegante estabas y qué celosa me puse con aquellas mujeres, serbias parecían, rubias, maduras y agresivas, que cenaban en una mesa cercana. Me sentí obligada a descubrirles nuestro amor, ellas que solo adivinaron nuestro parentesco y te sonrieron tantas veces. No pude
  • 17. 17 ver su cara cuando, al volver del servicio, te besé en la boca y me entretuve un instante mordiendo tus labios. Las hubiera estrangulado. Fui tan feliz que casi me dormí sobre tu hombro, oyendo las canciones balcánicas que aquella muchacha, acompañada por dos guzlas y una pandereta, nos dedicó sonriéndonos con su cara morena, aquellos inmensos ojos grandes y rasgados y el cabello negro y ensortijado que cubría su espalda mientras movía las caderas de una manera impúdica y evocadora. Sí, no solo tú estabas disfrutando de aquel viaje que me regalaste al cumplir los veinte años. También yo, y por más que nunca te lo dije, prometí quererte, delante de aquel extraño icono en la iglesia ortodoxa de Petra. De regreso al hotel te besé, mimosa y zalamera, bajo la torre Nebojsa Kula, como a un bebe, lo que para mí has sido, un bebé travieso cuyo cuerpo maduro me ha llevado, alternativamente del infierno al paraíso y viceversa. Aquella noche, en el hotel, intenté imitar a la zíngara sin conseguirlo y tú creíste obligarme a tantas cosas. Fue, sin duda, el viaje más feliz. Deduzco que el viaje de novios debe ser algo así. Todo cuanto insinuaba te faltaba el aire para conseguírmelo. Me sentí, como nunca, una niña consentida y adorada. Me sentí obligada a portarme contigo como sabía que deseabas. Creo que fuiste sincero cuando me dijiste que nunca con nadie habías sido tan feliz. No se me olvidó que, durante más de un mes, me tuviste trastornada, como en una noria, vacilándome respecto a si íbamos o no de viaje. Hasta que un día me enfadé y te di el ultimátum. Quisiste, como tantas veces, aprovecharte. Te vi venir y después de asegurarme el sí conseguí contentarte con una simple felación y alegar que se me hacía tarde para una clase de antropología. Ahora que te has quedado solo, perdido como estás en las sombras, sin el más mínimo enganche con tu pasado o presente, con el tiempo parado y envuelto por la nada, que ha muerto tu mujer y mi mamá, siento la incomprensible necesidad de ser tu hija, de quererte a distancia y de manera distinta y desde luego, quiero que sepas que no te buscaré en brazos de otro hombre. Al contrario. Desde que me fui de casa, odio el sexo, egoísta y capaz de sacrificar cualquier cosa, aunque se presente recubierto de amor, con tal de apurar los días que le queden. Sigo despreciando a las mujeres, y los hombres solo me interesan si son como niños. Como tú, que siempre fuiste un niño. Y necesito aprender todo de nuevo. Y estoy rodeada por la duda, temerosa de dar un paso en cualquier sentido. Para qué decirte que aquella tarde, cuando me cogiste del brazo y sin decirme nada, sollozando me llevaste hacia la cama de mamá recién muerta y me abrazaste yo ya sabía la verdad. Una verdad que si te la hubiera contado puede que te aliviaría una pena aunque te abriría otra, no sé si mayor. Porque, ¿sabes?, tú sigues siendo muy machista.
  • 18. 18 No viene a cuento, pero se me quedó grabada la escena, en la fiesta del arzobispado, el salón lleno de empresarios, artistas, políticos, intelectuales, y unas pocas mujeres, eso sí, muy hermosas y retocadas, y tan contento me susurraste al oído: qué sería de estas fiestas sin la belleza de las mujeres. ¿Qué puedo hacer, papá? A fin de cuentas, la mamá ha muerto y hace años que apenas nos vemos, tu hundiéndote en tu soledad hasta quedarte tan solo que hasta tus recuerdos te han abandonado, ni me reconoces, y yo corroída por la duda de no saber qué hacer, vegetando en espera de no sé qué. Quiero decir que en alguna ocasión, con extrañeza por mi parte, sorprendí extrañas miradas suyas que todavía entonces no sabía traducir a su verdadero significado. No sé si por no entender muy bien qué pensaba cuando me miraba así, o porque sin saberlo lo intuía y me quería engañar a mí misma, el hecho es que me turbaba y me daba vergüenza que en el fondo, muy allá en el fondo, claro, me hiciese sentirme bien. Lo cierto es que mamá no murió. Fue despidiéndose, deslizándose poco a poco del ser a la nada, llevándose su tiempo y dejando detalles esparcidos, tal vez con la intención de que nunca la olvidásemos, como así ha sucedido. Hasta en eso fue una mujer discreta, de trato suave y de fuertes creencias que nunca entendí, inamovibles. Hasta el final, guardó intactas sus convicciones, su severidad moral, su incapacidad para llorar delante de nadie y sin perdonarse la infidelidad que hizo que naciera yo. Tantos años después, seguía sin perdonarse haber tenido una hija del pecado, de un hombre que amó con locura, para el que ella fue una aventura, y así vivió, con el engaño instalado frente a ti y frente al mundo. Intuyo que si un día te enterases, a ti te resultaría aberrante que, con tal de no confesar en público su pecado, prefirió consentir el nuestro. El nuestro según tú pensaste, porque ella murió con la convicción de una verdad que no era más que un castigo equilibrado: Su esposo le era infiel con una joven, hija suya y de un aventurero putero y olvidado. Si no hubiese sido tan retorcidamente santa, su despedida tenía que haber sido la bendición de nuestro amor. Pero ya ves, creo que lo que hizo fue maldecirnos y consiguió que a la semana tú te fueras y durante estos años has estado huido, hasta que te ingresaron en esta residencia, olvidado de todos, hasta de ti mismo. ¿Qué verdad te hubiera hecho más feliz, saber que fuiste cornudo y lo nuestro no fue incesto, o saber que mamá te fue fiel y cometimos incesto? Qué más da, ¿no? En fin, querido papá, como ves, todos los recuerdos son demasiado viejos. Y a mí, ¿cómo me ves a mí, papá? Lo que tengo claro es que con mi felicidad llego mi culpa. Ahora, con treinta y seis años, me consuelo sabiendo que mucha gente encuentra la felicidad, su ser, por caminos tortuosos, inesperados y maldecidos por otros muchos. Tú me la
  • 19. 19 prometiste, pero solo será si yo la encuentro. En fin... Ninguno de los dos somos el ser que fuimos y este hoy es un tiempo que nada tiene que ver con el nuestro. No sé en qué orden, pero así es. Volveré dentro de un mes, si sigues vivo. NATHALIE . J. Garés Crespo Supongo que algo tuvo que ver la hora. El caso es que eran cerca de las once de la noche de un día laborable y encontré aparcamiento con facilidad. Pero, ya se sabe, nada es perfecto y pese a que llovía al salir de casa, se me olvidó el paraguas, de manera que, aunque el club estaba a tan solo doscientos metros de donde aparqué, la lluvia tuvo tiempo de mojarme suavemente. Aquella noche me encontraba solo. Mi esposa había tenido que viajar a la capital y no volvería hasta el día siguiente. Hacía tiempo que las ausencias, de uno y también
  • 20. 20 del otro, funcionaban como un bálsamo para quien se quedaba en el hogar familiar. Aburrido y cansado, tratando de perder tiempo para que me venciese el sueño, salí a tomar una copa sin saber a dónde ir. Recordé que hacía tiempo que quería visitar un bar- club donde solían tocar algunas bandas y que, según me habían dicho, tenía un ambiente agradable, un tanto bohemio y con gente joven. Aquel fue el escenario de mi reencuentro con Julio, después de no verlo durante varios años. Inicialmente fue un motivo de alegría que me hizo recordar momentos vividos y casi olvidados. Podría considerarse que, sin haber sido lo que se dice amigos, tal vez por la diferencia de edad, tuvimos una relación suficiente para conocerlo bien, o eso creía. Puede que realmente lo conociese y se me olvidó con el tiempo, quién sabe. Se diría que somos tantos como situaciones vivimos, aunque alguna característica trascienda desde los genes y permanezca más allá de las secuencias del día a día. Lo encontré inmerso en ese estado vaporoso, confuso y sentimental que provoca que nuestra mente de vueltas y más vueltas, como una noria, ensanchándose aquéllas hasta casi diluirse en la nada y de repente se estrechan y se revuelven sobre su origen hasta casi agobiarte. Me confesó que cuando se encontraba así, procuraba visitar aquel club, que si bien no tenía nada que ver con El Minton's Playhouse de Harlem, era el único que había en la ciudad con un ambiente apropiado para emborracharse sintiéndose acompañado, aunque no siempre fuese por alguien conocido. Era, probablemente, el único tugurio adecuado. Después de saludarnos con un abrazo, pedir un Jack Daniels y saborearlo, Julio pareció ausentarse quedándose abstraído mientras sonaba un solo de batería que duró cerca de dos minutos. Julio no volvió a la realidad hasta que volvió con fuerza el contrabajo, en un intento por sugerir una melodía propia que fue suavemente tomando cuerpo y expandiéndose, igual que si de dos melodías se tratase, empastadas una en la otra y sueltas al mismo tiempo. Pude observar cómo Julio y sus extremidades, sin apenas moverse, se integraban definitivamente al centro melódico de la pieza con la incorporación de la trompeta que, limpia y avasalladora, fue llenando todos los rincones del salón, arrinconando y dejando en el lugar que les correspondía a la batería y al contrabajo. Julio, que intentaba marcar el compás con el pie derecho, paralelamente al ritmo que marcaba la batería, se deslizó, planeando sobre la realidad, hasta dejar el vaso sobre la mesa despertando y regalándome una sonrisa. Recordé que, en algunas ocasiones, tenía una extraña manera de mirar, arrugando el entrecejo y observándote por debajo de las pestañas.
  • 21. 21 El club estaba medio vacío. Tenía las paredes enmoquetadas con una tela azul oscuro que no supe por qué, pero me recordaba los interiores de la habitación del chalet de mí prima. Tuve la impresión de que Julio no volvía a la realidad en un sentido estricto, que sería lo mismo que decir que mantenía en activo toda su historia; pensé que lo más probable era que en aquellos momentos le fuese imposible soportar tanta carga. Me refiero a la última realidad, minúscula como todos los últimos episodios de la vida o la historia, según se quiera ver, aquella que, según supe después, desde hacia unas semanas le ocupaba mentalmente, de día y de noche, hasta inundar y casi hacer desaparecer el resto de su vida. Era increíble, cómo en un momento, un tema que pudiera parecer baladí en otra circunstancia de su vida, tomaba fuerza, se hinchaba y se expandía cubriendo el resto de sus experiencias vitales, todo lentamente, como esas mareas que hinchan el mar y van inundando la playa y sorprende los cuerpos tendidos sobre la arena. Me confesó que sus recuerdos y aún los planes de futuro que tenia, aparecían envueltos en medio de una nube que creciendo hasta tapar por completo el sol, transformando un día que podía ser radiante y alegre en indefinido y opaco. En rigor, nadie hubiera podido prever un suceso de tales características, sobre todo teniendo en cuenta la peculiar manera de ser de Julio. Y no tanto por cómo solía comportarse en su vida cotidiana, que era de lo más normal, entendiendo por normal aquello que se deja organizar de acuerdo con las normas que en un momento dado rigen donde quiera que nos ha tocado vivir, sino porque en el fondo, esas normas, más aún en su caso concreto, le venían ajustadas como un guante, eran imperceptibles, sin tener apenas ni una sola contradicción que resolver. Tanto era así que cabría pensar que Julio era un producto perfecto de las normas, que era un perfecto prototipo, un paradigma exacto. O que era él quien generaba las normas. Cualquiera podría pensar que para él existían como existe la ley de la gravedad, o la evolución de las especies. De hecho, en más de una ocasión me comentó que él era sus normas hasta el punto de que sin ellas apenas tendría puntos de referencia para pensarse y componer su perfil. Me vino a la cabeza la frase de Baudrillard con la que señala que sin contexto no hay significado; sin orientación, sin totalidad, sin marco de referencia, de forma que la historia no existe y nos movemos en un espacio sin horizonte. A mí me parece – me dijo Julio, muy serio, perdida la mirada y apurando el tercer whisky- que todos somos un manojo de normas. Incluso tú, que, sin que nunca lo digas, presumes de no sujetarte a las modas, de no perder nunca el autocontrol. Vamos a ver, querido amigo, ¿qué es eso de que una persona no pierda el control, sino que está
  • 22. 22 fuertemente sujeto a lo que, según las normas, en cada caso toca hacer? Y digo esto no únicamente en referencia a las normas que voy asimilando, o que me van introduciendo mediante las mil y una manera que hay durante la vida de cada cual, que no solo en los años de la infancia y aprendizaje. No es eso, amigo, no. Va mucho más allá en el tiempo. Lo que digo es que también nos vamos conformando en un ejercicio dialéctico de interacción mediante el que nosotros mismos nos conformamos unas normas y que a la vez éstas nos van marcando hasta el punto que llegamos a una situación que es, supongo, estoy seguro, la que me encuentro, que no las notamos como normas impuestas, porque de hecho no lo son, nadie nos las han impuesto, como se impone un horario, las hemos hecho nosotros a la vez y conjuntamente a conforme nos íbamos haciendo como somos –y respiró hondo antes de sorber de nuevo el whisky ante el peligro de ahogarse por falta de aire . En ese momento me di cuenta que su mirada se había quedado sujeta a los andares de la camarera, pero no parecía que fuera por su linda cara ni por las largas piernas que salían triunfantes de la minifalda. Deduje, al mirar su vaso vacío, que se trataba de que se le secaba la boca. Comprendí perfectamente y en un arranque de solidaridad levanté la mano, moviéndola como suelen hacer los reyes saludando a sus súbditos, con tan buena suerte que tropecé con la mirada de la muchacha que con un movimiento de sus ojos me dio a entender que sabía lo que iba a pedirle y lo que me callaba por inconveniente, preguntando no obstante: -Sí... ¿qué desea? -Otra ronda, por favor. El servicio fue instantáneo porque llevaba la botella de Jack Daniels sobre la bandeja. Tuve mala suerte porque apenas pude hablar nada más con ella, aunque tengo la impresión que quedó bastante claro para ambos lo que cada uno deseaba del otro, pero Julio tomó de nuevo el hilo de su monólogo y continuó sin piedad. Tanto es así – siguió diciendo, mientras sorbía el whisky- que algunos nuevos filósofos hay que dan la vuelta a aquello de “si no lo veo no lo creo”, para afirmar que “si no lo creo no lo veo”. El colmo de subjetivismo. ¿Dónde vamos a parar, eh? Eso lo note de forma transparente y total cuando me enamoré de Nathalie, en realidad una adolescente diríamos, a medio hacer, y a su lado en la intimidad más desnuda, me refiero, claro, no a la sexualidad, por supuesto, aunque también, me refiero a cómo mediante el amor nos hicimos, sobre todo ella, transparentes y cómo su cabecita para mí era igual que un cristal puro, delicado, frágil. Creía en ella y podía ver con nitidez y
  • 23. 23 exactitud todo lo que pasaba por sus circuitos neuronales y cómo poco a poco aparecía e iba configurándose la idea que hacía que cerrase los ojos y moviese los labios dejándolos caer sobre mi pene, sobre mi boca. Es un decir claro, por poner un ejemplo simple y aclararme. ¿Me entiendes no? Justamente en esos momentos observaba cómo se iba configurando lo que decimos manera de ser, personalidad, comportamiento, no sé.... Desde luego, nada que ver con lo que algunos cursis llaman su identidad. Joder qué lio ¿eh? Por seguir con otro ejemplo, el beso. Ahora hace tiempo que no sé de ella; bueno, tampoco tanto, pero para mí es mucho, tres días. Me gustaría volverla a ver y aunque supongo que habrá perdido el hábito de besarme cada vez que me veía, me gustaría poder comprobar si, aunque haya cambiado el hombre al que besa, el beso es el mismo, es decir si besa igual que se enseñó, según me dijo, durante aquellos meses que fuimos amantes de forma habitual. Yo supongo que sí. Y lo digo porque en una ocasión me comentó, con un poco de vergüenza, es cierto, lo que no entiendo por qué, que se estaba enamorando de otro. Conociéndola, creo que en realidad lo que le sucedía era algo tan sencillo como que al besar a otro hombre la reacción química de su saliva con la del otro era distinta a la que se producía cuando era mi lengua la que se introducía en su adolescente boca, tan sensual, dulce y virgen. ¿Te quieres creer que cada vez que hacíamos el amor tenía la impresión de que era la primera vez? No creo que sea traicionarla si te digo que me confesó que le sucedía con cualquiera. Era necesariamente, lo nuevo, la aventura, el morbo de lo desconocido, de un nuevo experimento que se repetía una y otra vez, siempre nuevo. ¡Qué mujer, eh? Y fíjate, ¿sabré yo, con lo que he vivido, de estas cosas? Pues la verdad es que no supe qué decirle, me pilló absolutamente desarmado, tal vez porque entonces todavía tenía confundido lo que es el hábito, de lo que es el contexto en que se produce. Debería haberme parado a analizar con más serenidad y rigor, hacer que abriese los ojos y me mirase, cuando, un día, me dijo o puede que me insinuó, no recuerdo bien, que estaba enamorada de otro, pero ya ves, era justo en el momento en que orgasmaba en mis brazos, y lo más extraño, con una leve sonrisa en la cara que, inevitablemente me recordó el cuadro de la virgen de Murillo. ¿Te lo puedes creer? Por cierto, ¿no te parece una gilipollez que porque la tengas metida en una mujer ésta te diga que ahora sois dos en uno? O sea, que todo yo soy algo tan extraño y ajeno a mí a veces y tan pequeño como un pene. Joder, dónde hemos llegado, ¿no? En esa situación, si no quería parecer un desalmado, tenía que decirle algo que pudiera interpretarse como que asentía a lo que ella pensaba, aunque yo no estuviera de acuerdo, que no me comprometiese demasiado,
  • 24. 24 pero no lo dije, sencillamente seguí acariciándola hasta que las convulsiones terminaron y se quedo medio dormida en mis brazos. Era lo que tocaba, ¿no?. Creo que me estoy enamorando –me repitió Nathalie al día siguiente al despertar, mientras le preparaba el desayuno-, pero estoy muy confusa, y es que, ¿cómo puedo enamorarme de otro hombre y sin embargo y al mismo tiempo saber que estoy enamorada de ti? He llegado a pensar que no debe ser lo mismo saber que estar. Esa sería una solución que me quitaría muchos problemas de la cabeza, porque la verdad, ando hecha un lío. Tal vez debería experimentar con un tercer amante para comprobar si realmente lo que me pasa es que me gustan los hombres y confundo el sexo con el amor, o si, por el contrarío, solo me gustan dos hombres, lo que también es un problema, pero menor que el otro, supongo. Aunque vete a saber...A mí nunca me había pasado. Pero esto es otra cosa muy distinta. Lo bien cierto es que todos los sentimientos y emociones que tú me despiertas los siento distintos pero muy parecidos con él. Pero eso no debería ser motivo de preocupación, que es por lo que, en el fondo, te lo cuento. Al fin y al cabo si soy feliz y vosotros también deberíais serlo, puesto que decís ambos que lo que de verdad queréis es hacerme feliz, no habría que buscar la solución. Si no hay problema no hay solución. Pero no era esto, en realidad lo que quería contarte es que él es muy bronco y putero y me dice que soy su fulana. A mi... ¿Te imaginas? Pero, bueno, hasta ahí vale, sería su forma de hablar y demás, lo que no entiendo y me preocupa, es por qué me gusta que me llame así. En realidad no es que me preocupe, digamos que es curiosidad por conocerme yo. Supongo que todos nos sentimos bien cuando, desde fuera de una misma, te dicen algo de ti que coincide con lo que piensas. ¿A ti no te pasa? He llegado a pensar, para aclararme, que la vida de cualquiera es cómo una larga película que no es más que la sucesión de secuencias. Pero claro, y ahí tienes otro problema, si alguien ve de mí una secuencia de las miles que ya forman parte de mi película, lo normal es que diga que soy lo que en aquella secuencia parezco. A partir de ahí, para que veas lo complicada que soy, a veces, se me ocurren dos cosas; una, que resulta difícil catalogar a nadie hasta que la película no acabe, quizá por eso acepto todo y me da igual que cada cual sea lo que quiera, pero la otra, que me tiene alucinada porque no me la imaginaba, es que cuando me dice que soy una fulana es, o debe ser porque me comporto como una fulana en la cama, que es prácticamente en el único sitio donde me conoce a fondo. Digo yo si será esto. Recuerdo que mi abuela decía que una mujer debe ser una señora en la calle y una puta en la cama. ¿Tú crees que cuando voy
  • 25. 25 por la calle se me nota excesivamente que también soy una puta? Y ya digo, no es que me moleste, casi me gusta, me da mucho morbo y a la vez me asusta. ¿Te imaginas que un día me dejase llevar por estas ideas, yo que cuando me dieron el primer beso no supe qué hacer con su lengua dentro de mi boca?, aunque no sé si son ideas, arrebatos, o sandeces...no sé, pero vaya, la verdad es que no me conozco, ni me reconozco cuando estoy más normal. Quiero decir cuando pienso igual que cualquiera de mis amigas, o puede que yo las veo así porque me encanta poder ser una más, esconderme entre ellas. La verdad es que estoy harta de soportar debates sobre si amor o sexo, amor con sexo... ¿No te da la impresión de que estamos atrapados por aquello de si son galgos o son podencos? Pero no creas, yo soy de la opinión de que el roce hace el cariño. ¿Cómo se puede follar cinco, diez veces o más con la misma persona y no tenerle cariño? Yo creo que es imposible, de ahí que los tíos que huyen del compromiso saltan de una a otra, con lo fácil que es, si te encariñas de varios, mantenerlos; a fin de cuentas, no te quepa duda, todos un día, tal como llegan se van. ¿Y cómo mantenerlos sino es siendo una puta fina? ¿Lo entiendes? En alguna ocasión me viene a la cabeza que quizá lo que pasa es que tenemos una concepción diferente respecto a lo que es una fulana, eso suele pasar. Por cierto, ¿te imaginas que mi madre supiera de estas cosas que te cuento? No me imagino a mi madre en alguna de nuestras travesuras. Oye, ¿estarás de acuerdo que tú eres el inductor de todas, incluida aquella en la que, a instancias tuyas, nos conocimos los tres? Ahora en serio: ¿De verdad no sabías que manteníamos relaciones él y yo? Es increíble que no te dieses cuenta. Supongo que no es agradable llevar cuernos, pero reconocerás que ni tú mismo te dabas cuenta. Y no lo eran, creo yo. Pero estarás de acuerdo en que te di pistas para que al menos pudieras comportarte. Quería que lo supieras sin decírtelo yo. La verdad es que no sé muy bien si lo hacía por ti o por mí. Quiero decir que me pone mucho. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que cómo iba a estar tan desenvuelta y apasionada, con todo lo que hicimos, si él hubiese sido realmente un extraño aquella noche tal y como tú me lo presentaste? ¿En serio no te distes cuenta que los dos nos conocíamos íntimamente y que no era la primera vez que me lo follaba? A veces no te entiendo, tan suspicaz ante cualquier detalle que se escapa de lo normal, y tan torpe en conocer a las mujeres y nuestro comportamiento. No sé si a las mujeres, así en general, pero desde luego de mi no tienes ni idea. Vaya mierda...Al menos Matías discute conmigo, me contradice. Hasta se enfada si no le doy la razón. ¿No notaste la última vez la mala cara que tenía y que no me quiso besar? Era que habíamos discutido. ¿Cómo puede ser así, tan crío? Fíjate que el sábado, al salir del
  • 26. 26 cine, sin venir a cuento, empieza a hablar y me dice, ya sabes cómo es Matías, ¿no, Julio?, pero no creas, como si le hubiese pedido una explicación de no sé qué. Todavía estaba sentándome en el rincón del bar al que entramos a tomarnos una copa, cuando, como un torrente empezó a decirme: Siempre has tenido a gala considerar que no te sientes obligada por ningún deber de confesión, ya no conmigo, que me da igual, te conozco más de lo que crees, y no sé, no entiendo, por qué en numerosas ocasiones tomas a Julio como confesor, sabiendo, porque lo sabes, que en general está en desacuerdo con tu manera de comportarte y con lo que haces. ¿O no te das cuenta por qué Julio calla a todo y te deja hablar, como aceptando y admitiendo que pudieras estar loca? Y no es, claro está, que lo que habláis sea algo excesivamente alarmante para una mujer como tú, lo sé, pero me siento desplazado. Por cierto, quería confesarte algo que me dejó asombrado la noche que me pasó, y aún no entiendo bien a qué se debe: He tenido un sueño erótico con tu madre. ¿Qué te parece? Supongo que te extrañará. Pero ten en cuenta que estoy, o vamos a dejarlo en que podría estar, a caballo de las dos. ¿Tú crees que ella se dejaría galantear? Es preciosa. Tendría gracia, ¿eh? Casado con tu madre y amante de su hija. Por cierto, sería un buen partido. Sería tu padrastro y el suegro de Julio. ¿Sabes?, sé que al final terminarás casada con Julio. No me preguntes por qué lo sé ni me lo niegues, sencillamente lo sé y tú también, lo sabemos los dos. Pero bueno, lo de tu madre es broma, aunque es verdad que soñé con ella y visto en frío no me parece una locura. Pero lo tuyo con Julio, no lo entiendo. A no ser que, como se suele decir, de quien estás enamorada es de mí y tienes reparo en decirme ciertas cosas, y Julio es el amigo íntimo, con el que nunca formarás pareja, pero que por lo mismo es al que te abres y le cuentas todo. Es curioso, pasan los siglos y seguís igual las mujeres. ¿Tú no notas que últimamente Julio está un poco extraño? Parece mentira, con lo intuitiva que eres y lo pronto que percibes un cambio de actitud en cualquiera... Parece que estuviera molesto de nuestra amistad, quiero decir no de la nuestra, la de nosotros dos, sino de la de los tres. Supongo que no os lleváis algo entre manos que se refiera a mí, que no me extrañaría; tú siempre tan dispuesta a secundarle en sus ocurrencias, con lo mal que te trata. ¿Te imaginas lo que hubiese pasado si aquella noche que te dejó prácticamente tirada en el apartamento de tu amiga, con la de mentiras que tuviste que ingeniar para conseguirlo, y que al final tuve que ir yo para hacerte compañía, que hubiese sido al contrario? Vale, nos lo pasamos genial, además tú estabas salida, pero sin embargo, y eso es lo que no entiendo, cuando al día siguiente nos vimos los tres, apenas le dijiste
  • 27. 27 que habías estado esperándole toda la noche y que se había comportado como un mierda. ¿Tal vez para no contarle que la habíamos pasamos juntos tú y yo? Ese tipo de detalles son los que me llevan a pensar que algo hay entre vosotros dos que no alcanzo a saber y que tú deberías contarme. Julio tomó un descanso, tragó el último sorbo de whisky y mientras encendía otro cigarrillo aproveché para intentar cortar, iniciando los preámbulos de la despedida. Empezaba a agobiarme y no me molesté en tratar de decir algo coherente con sus palabras, que seguramente era lo que él esperaba. Me limité a acompañarle moviendo la cabeza afirmativamente de vez en cuando y levantando las cejas, supongo que haciendo cara de extrañado. No por lo que decía de Nathalie y Matias, a quienes no conocía. Tampoco porque Nathalie le fuese infiel, lo cual dada la extraña relación que al parecer mantenían los tres era, como mínimo, una broma, más bien una incongruencia. Desde luego, aunque sus confesiones parecía que me invitaban a ello, no se me ocurrió contarle mi vida que nos hubiera llevado el resto de la noche. No estábamos en condiciones, ninguno de los dos, después de varios whiskys, de dilucidar de qué hablamos cuando lo hacemos de temas tan poliédricos como la infidelidad o las relaciones entre amigos, amantes o lo que fuese. Supuse que no lo sabía pero ni siquiera le dije que estaba casado. Lo que sí quedaba claro o me parecía a mí, es que ninguno de ellos tres estaba siendo infiel a los otros dos. Lo que me molestaba era que todo lo que me contaba lo decía tan en serio que llegaba a parecer trascendente y, sobre todo por no haberme dado cuenta, en la larga hora que llevábamos sentados en el club, de los mundos tan distantes que, después de unos años sin vernos, vivíamos cada cual. ¿Dónde había ido a parar tanta intimidad y tanto como habíamos hablado sobre el amor y el sexo años atrás? No estaba yo en condiciones de que me afectara lo que me decía y estaba seguro que tampoco era esa su intención. Me molestaba especialmente la actitud de Julio, cuando yo sabía, perfectamente, que era incapaz de decidir en cualquier situación compleja, a poco que ésta le exigiese una cierta violencia, psicológica me refiero. Estas reflexiones, el breve descanso que se tomó Julio y que el trío terminase de tocar lo que parecía la última variación sobre un tema de John Coltrane, me animó a despedirme, no sin antes pagar a la preciosa muchacha con la que había cruzado algunas miradas y sonrisas de complicidad y disculpa por tener que atender a mi amigo Julio, y darle a éste un abrazo por el reencuentro, quedando para llamarnos otro día y presentarme a Nathalie y Matías. A la camarera no pude más que dejarle una tarjeta con
  • 28. 28 mi teléfono, encima de la bandeja con los cinco euros de propina y que me dijese que se llamaba, como me temía, Mar. A los pocos días me llamó Julio y volvimos a quedar, pero esta vez en una terraza a treinta metros de la playa. Me presentó a Martín, y a los diez minutos de estar hablando con ellos dos, llegó Nathalie, agitada y eufórica, y sin apenas dejar tiempo a que Julio me presentara, empezó a contar que al fin podrían irse los tres a vivir a un apartamento en la capital. Cuando, extrañado, Matías le pregunto que cómo era eso, Nathalie contestó, con toda naturalidad, que mediante un trueque sexual que había concertado con el dueño del apartamento, al cual había conocido por internet. No tenía los ojos verdes, ni los pechos grandes, aunque emparedados por la blusa blanca amenazaban con hacer saltar por los aires los pequeños botones azules, del mismo color que el ribete que orillaba el cuello y las mangas cortas, la melena, no muy larga, era castaña, tampoco era muy alta. Nada especial llamaba la atención. Sin embargo, nunca supe por qué, en el mismo instante que la vi aquel día por primera vez, supe que tardaría en olvidarla, como así ha sido. En aquel momento se acercó a la mesa un viejo con una mugrienta chaqueta, un pantalón a juego de color difuso, una camisa que debió ser blanca un día y una espectacular corbata arrugada que me recordó un cuadro de Mondrián, y alargó la mano por toda señal y saludo. Julio, mientras Martín y Nathalie seguían hablando, empezó a maniobrar en sus bolsillos buscando pero yo había encontrado un billete de cinco euros y se lo di al viejo. Me hizo una ligera inclinación de cabeza como muestra de agradecimiento y se marchó caminando con la dignidad del que ha cobrado una deuda. Simultáneamente yo había hecho esa primera valoración que solemos hacer para adecuar nuestro comportamiento al entorno, a la manera del animal que ve aparecer en su espacio a otros y por supervivencia evalúa con rapidez sus supuestas intenciones y la capacidad agresiva de los mismos, tratando de encontrar la mejor posición. Tuve la impresión, que los hechos confirmaron posteriormente, que eran tres íntimos en cualquiera de los múltiples sentidos que se pueda dar de la intimidad. El escaneado que les hice me convenció que, en tanto que grupo, nada grave tenía que temer pero que no me podía fiar y dejé de lado mis prevenciones. Eran tres ejemplares inofensivos, con alguna variante personal, de un mismo prototipo de jóvenes kitsch. Todavía hoy no sabría cómo definir lo que sentí en aquella laberíntica situación. Pero he de confesar que me producía vértigo la velocidad de sus vidas, el caminar por la superficie de los
  • 29. 29 movimientos y el común denominador que, igual que una bandera ondeaban, para conseguir con el mínimo esfuerzo el máximo placer. Vértigo y atracción, lo confieso. Los tres cumplían este principio, si bien es cierto que de muy distinta manera. Por otro lado, pude observar que eran un baluarte que resistía las embestidas de la comunicación y las cascadas de información que monótonamente les resbalaban a diario, lo cual me habrían negado radicalmente. La única esperanza que se vislumbraba era la que se desprendía de la distinta ternura con que cada uno de los tres pronunciaba una misma palabra. Aunque una ligera impresión pudiera sugerir que tenían un fuerte parecido, una reflexión sosegada delataba suaves diferencias, eso sí, todas ellas cubiertas y envueltas en un papel de celofán que perfectamente podría haber llevado impreso la leyenda horaciana del Carpe diem. Entregados a la tiranía de la seducción, necesariamente efímera, para ellos las necesidades eran o se transformaban en superficiales, pero en ambos casos, inmediatas y los deseos inestables y precarios. Se me ocurrió pensar que los tres cumplían perfectamente las condiciones básicas de una época que, según adelantó Einstein, tiene como característica la perfección de medios y la confusión de fines. Y sin saber cómo, lo acepté.
  • 31. 31 -I- Conocí a Juliette un viernes al atardecer en las Escuelas Profesionales que los Jesuitas tenían en las afueras de la ciudad. En aquellos años, en numerosos países una nueva generación, plantaba cara e iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde la Beat Generation hasta los The Beatles. Pero hablo de España, el último reducto del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette, la brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización. Esperábamos que de un momento a otro, como en todas las concentraciones masivas, apareciera la policía por la puerta, pero no importaba. Se trataba de hacer propaganda, ampliar la resonancia de las detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la mayor parte del edificio porque en varias ocasiones había estado, ayudando a otros compañeros, imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que nos dejaban los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía de la capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría, terminó con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía,
  • 32. 32 alertando de que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para disolver la reunión, pedir la documentación de identidad y realizar alguna detención. Apenas habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que explicaba las detenciones y torturas de los detenidos. Juliette apareció a mi lado y llevaba diez minutos intentando conversar con ella chapurreando el francés mientras esperábamos que empezaran los discursos. A los primeros gritos de alarma que oímos, cogí de la mano a aquella mujer y arrastrándola tras de mí nos escondimos en una de las aulas de la parte superior, echados debajo de una gran mesa de reuniones. Estuvimos en silencio unos minutos mientras iban desapareciendo los gritos y ruidos de la planta baja. La policía se limitó a disolver la asamblea, golpeando a los reticentes. Una hora después parecía que todo se había calmado. Aún así, Juliette y yo salimos cogidos, aparentando ser dos novios. No fue necesario seguir disimulando pues la policía había desaparecido del entorno, pero sin darnos cuenta, así lo recuerdo yo ahora, continuamos cogidos del brazo hasta la parada del autobús, tres calles más allá y nos despedimos con dos besos en las mejillas, después de que Juliette malogró, creo que inconscientemente, mi intento de besarla en la boca. No sé por qué, pero me gustó como mujer desde que la vi. Cuando me quedé solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que debería haberle dado un apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a fin de cuentas nos habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo habíamos olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer. Creí que Juliette podía tener dos años más que yo. En realidad tenía siete más. Esto lo supe semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio novios y pavoneándose de su experiencia. En ese momento me llamó la atención que lo dijese como si no tuviera importancia, dando a entender que era esa la edad que quería tener. No sé si por eso, pero he de reconocer
  • 33. 33 que fueron muchas cosas las que me enseñé al lado de Juliette, incluso más allá de las que ella pretendió. Recuerdo que, probablemente sin que ella quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del contrapunto en la elaboración de ideas y pensamientos. Sucede en numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña, cuando no se presenta cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo vestía, por sus gestos y la manera de sonreír, parecía una adolescente de las que lucía la moda francesa en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas, vestidos sueltos como de premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y suelto, sin forma aparente, castaño claro, las uñas cortas y limpias y un bolso enorme del que solía sacar lo más insospechado, como si fuera un bazar. Calzaba mocasines siempre. La segunda vez que la vi fue también una coincidencia, y como no suelo atribuir al azar lo que no puedo entender razonando, me pareció que era la lucha antifascista la que me estaba proponiendo, facilitando al menos, tener algo más que una amistad con aquella chica. Una relación que me proponía ir más allá de aquella huelga de los trabajadores de astilleros que nos había puesto en contacto. Aquel segundo día que nos encontramos, varias organizaciones clandestinas de izquierda que trabajaban a caballo de la Universidad y del movimiento obrero, habían convocado una manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria propagada de boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles que configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento histórico, símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad. Estábamos advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si se producían había que dispersarse rápidamente, procurando que no cogiesen a nadie. Tan solo se trataba de manifestar la solidaridad con aquella huelga cuyas reivindicaciones eran principalmente salariales. Las
  • 34. 34 instrucciones de los convocantes señalaban que todos debían tener una coartada que justificase por qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día. A la hora prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en la plaza y algunos bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron banderas rojas y republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas. Las primeras proclamas fueron como la señal de ataque para los policías antidisturbios. Como hormigas grises, salieron de unos furgones disimulados entre camiones aparcados en una callejuela y casi al mismo tiempo desde otra calle, alejada unos doscientos metros de la plaza, montados a caballo llegaron unas decenas de policías. El rítmico golpeteo de las cerraduras de los caballos sobre los adoquines asustó a la gente y se inició la estampida mientras los guardias golpeaban a los manifestantes cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo empujándolos. La dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían arrinconado en una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción de Joan Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía que lo montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue arrastrado por tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que podía terminar con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas, detenciones y varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se vio al día siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización había sido un éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la prensa y radio del exterior tuvieron que hacerse eco. Para no complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los que había ido y después de deshacerme de las octavillas que llevaba y correr un trecho por una calle adyacente, vi una portería abierta y sin luz y no lo pensé más, me metí para esperar que pasaran las carreras de unos y las cargas de los otros y cuando iba a cerrar llegó una muchacha y empujó
  • 35. 35 la puerta, entrando para esconderse también. No la reconocí hasta que, ya dentro del pequeño rellano, me dio las gracias. Su voz era inconfundible. Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía señal de que guardase silencio con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de mujer con sordina que venía desde el rellano que había diez o doce escalones arriba y que nos decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz que a través de una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados alrededor de una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro sillas de enea y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la pared, único mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda de un teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés días encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que algunas noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos para fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo. Cuando las calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la ventana por si quedaban guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo: Si alguien os pregunta, yo alquilo habitaciones para parejas. Me pareció que mientras nos contaba lo que creyó que nos podía interesar de su vida, los ojos se le enrojecían, pero no consintió que ni una lágrima asomase. Juliette y yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber quiénes y de donde éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque parecía como si por primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las consecuencias de habernos encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué una vez más, como me suele pasar con las mujeres, pero fue tiempo después cuando me di cuenta, en una de las primeras discusiones. De momento, desde aquel día yo entendí que las casualidades, cuando se
  • 36. 36 repiten en un mismo sentido, son señales que piden formalizar lo que aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde. Era la tercera vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que ninguno de los dos engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el acceso a una noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos vírgenes de manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si, entre beso y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza del deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor que trascendiese al sexo. Fue unos días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en salir una noche a cenar y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué con el crepúsculo, a tiempo para observar y conocer cómo vivía. Compartía una vieja casita de antiguos pescadores, medio derruida por la parte trasera que se confundía con un pequeño corral, situada en el barrio marinero a poco más de cien metros del mar y estaba pintada con colores fuertes y planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del Mediterráneo. Aquel entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia que pasé en casa de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la falda de una colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren desde lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme. Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de lleno, hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con otros, aunque yo procuré dar opción a que ella se explayara. Observé que ambos contábamos lo que nos pareció más adecuado de nuestra vida, de lo que deduje que queríamos presentar la mejor cara posible lo que suponía un interés mutuo por preparar un mañana, aunque bien podía haber sido por todo lo contrario por como terminó la historia.
  • 37. 37 Cenamos cerca de su casa, en un barracón de playa, que tenía como especialidad de la casa sardina fresca asada a la brasa y completamos con unos calamares chiquitos, todo acompañado de un excelente vino dorado de la costa. Después de cenar volvimos paseando a su casa y, con toda naturalidad ella, como si llevásemos años haciéndolo, asustado yo, nos acostamos juntos en un colchón viejo de espuma, cubierto con una funda de tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de esparto y con una sábana floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con Juliette todo se presentó tan natural, en contra de los mil escenarios imaginados durante los días de espera, que al despertar y encontrarme solo en la cama, creí que había sido un sueño, como si la cama no fuese suficiente prueba. No tuve mucho tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho lleno de churros y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que aceptar como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño. Para entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo origen suele aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al poco tiempo de suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis que solemos expresar, cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”. Conociéndome sé que me sirvió como pretexto porque aquella noche habíamos bebido mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos estar enamorándonos. No por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil desenamorarme si así hubiese sido, pero algo me decía que ella era mujer de grandes pasiones. Y como si viviese en la Arcadia feliz, me asustaban los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos un beso de buenas noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el previsible asalto final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó ningún problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las
  • 38. 38 cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en la mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría qué era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada ni tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una mujer de carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces, otras como una sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por timidez, con una sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de introvertida, y trataba de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo. A las dos semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad de nuestros cuerpos habían dado el consecuente paso a una intimidad sexual, abundante, densa y relajada que a mi edad y en mi ambiente me pareció extraordinaria, mientras que a Juliette le pareció normal. La residencia de Juliette en París y sus siete años más de vida eran una razón. En cualquier caso no importó la procedencia de cada uno de nosotros, lo decisivo fue que nos encontramos. En más de una ocasión llegué a asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la conciencia perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento del éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me cogió con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo varios minutos mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron los suyos y asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de gratitud. ¿Qué podía ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese vuelto a ver, por ejemplo ahora, lo que serviría para reconocerla sería el perfume natural que desprendía su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba. Juliette no era, por su cuerpo escasamente voluptuoso, una mujer que lo
  • 39. 39 primero que despertaba en un hombre fuese el deseo. Sin embargo de tan femenina y sensual, frente a cualquier otra mujer, ganaba en la proximidad creando un espacio de comodidad a su alrededor que proponía al hombre acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el asalto final. Por primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para iniciar la conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de presa y la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser apresada y conquistada, manteniendo una espera proactiva. A partir de que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo que desea es conquistar, solo queda por dilucidar, para observar en qué son diferentes, qué armas o técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se cae de bruces en la deontología de cada uno de los dos procederes y aquella mediatizada por la cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales la tacharán de descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo adecuado entrará a formar parte de los maltratadores y brutos machistas. Por eso seducir es cosa que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de hembra, olvidándose de su función de madre que desde el orden biológico sería la segunda fase del rol de la hembra. Para una hembra, también una mujer, seducir es la manera de significarse y destacar entre varias presas, cuando el depredador anda olfateando y toma la decisión de a cual de todas ellas apresará. Obviamente estas son reflexiones que me vienen a la cabeza justamente cuando el tiempo ha reordenado las urgencias. Hoy la distancia da perspectiva, tanto que apenas soy poco más que un espectador, pero entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas y simples para tratar de
  • 40. 40 conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de las más fáciles era observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían trazar sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo en la más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes se multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de su piel, una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto era que sin haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como novios. -II- Durante aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire nuevo y adquiría un aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo viejo por rancio. Entre minorías del estudiantado universitario estaba de moda la poesía social y corrían en la Universidad, junto con panfletos denostando al régimen fascista, lo que llamaban poemas revolucionarios, separados unos de otros por una delgada línea. Ambos parecían hijos de la misma madre y se producía una situación extraña, por original y confusa en los límites. Lo importante no era tanto lo que se decía en un poema, como que tuviera un tono agitador y palabras que evocasen rebeldía abiertamente. Igual aparecían preciosas metáforas en los panfletos revolucionarios, que llamamientos a la huelga en los versos de un poema. Fue una suerte, o tal vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos ambientes, por oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado y resultara fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o proclama, habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal, por una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que
  • 41. 41 aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista que robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más de una tarde, confeccionamos el primer número de la revista literaria que llevaba un ampuloso editorial, dando a conocer las pretensiones revolucionarias que proponíamos para la nueva literatura, en contra de los ismos, banderías y particularismos que proliferaban, casi tanto como en el campo de la política, pero que considerábamos que estaban al margen de la auténtica literatura, obviamente la que proponía nuestra revistilla y exigían lo que considerábamos los tiempos nuevos. A las soflamas sobre el compromiso social del arte y poemas que pretendían ser como fusiles, acompañaban poemas de Roque Dalton, de César Vallejo y de A. Machado, dos poemas de Miguel y otros dos míos, y terminaba con un cuento corto de un estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la tertulia con 100 ejemplares de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue como si hubiéramos llevado un parte de guerra notificando la muerte del dictador Franco. A Juliette la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la conocía como la poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque en cada uno de sus tres poemas presentaba varias propuestas discursivas que ordenaban poéticas contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva forma suya de enlazar palabras y construir un poema. Era, además, la única mujer en las reuniones. En aquellos años, venir de Francia, conociendo poemas de Bretón, Eluard o los represaliados sudamericanos que pululaban por Paris, era una carta de presentación de alguien de la vanguardia última que, más allá de lo que literariamente significara, tenía una connotación de anti sistema, no solo en el plano político, también en el poético. Todos estábamos empeñados en poner de relieve que eran las dos caras de una misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y semejanza de lo que cada cual
  • 42. 42 quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin capacidad de renovarse, decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos nosotros. Salvo mi caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya aparición propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno de tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo el entramado social. Por coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco tiempo de marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los amigos a los pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por culpa del control y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me inclino a pensar que, controlados como estábamos, les parecía muy bien que nuestra forma de subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de Mayakovski. Tampoco, como dijo otro de los tertulianos, que el pretexto fue que desapareciesen los enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette, que para otros eran verdes. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre el color de sus ojos. Yo que la traté en la intimidad, creo que lo que sucedía es que mientras que a un metro de distancia eran oscuros y brillantes, de más cerca, por ejemplo echados uno encima del otro, con los ojos abiertos y los labios rozándose, su mirada adquiría un color azul tan intenso que se expandía y les hacía parecer dos círculos a través de los cuales se adivinaba la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y sobrecogedor como todo lo misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier color te parecía adecuado y encantador. Visto desde ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las reuniones de la tertulia porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal formando el criterio literario que desvariaba con frecuencia. Como sucede siempre, la tertulia se barrenó desde dentro y nada tuvo que ver la censura fascista, ni que los amigos del Partido Comunista nos dijeran que éramos de la gauche divine. Hubo dos motivos exógenos, Uno, que un día apareció