¿Nos encontramos ante un texto inédito del gran Auguste Rodin? Podría ser, aunque eso no es lo importante. En este “desmesurado cuento de hadas”, como diría Luis Alberto de Cuenca, casi nada es lo que parece. Esta novela nos embarca en un exótico relato, marcado por lo feérico, que arrastra a su exaltado protagonista desde el refinado San Petersburgo a los helados confines del mar Blanco o las salvajes estepas del Cáucaso tras un trágico amor.
Editorial: ABAB Editores
Autor: Auguste Rodin
Prologo: Miguel Fernández-Pacheco
4. A manera de prólogo
Todo el mundo, a estas alturas, sabe que no soy per-
sona instruida, que el tener que escribir o hablar en
público me avergüenza y solo con el barro o el car
boncillo me expreso con naturalidad. La única educa-
ción de mi vida la recibí en la petite école, donde, entre
estatuas clásicas y buenos profesores de dibujo, mi ruda
naturaleza encontró la tierra firme que la hizo germinar.
Leí luego a Homero, Virgilio y sobre todo a Dante, cuya
Divina Comedia aún me obsesiona; y no descuidé a mis
contemporáneos, como Musset, Lamartine, Baudelaire o
Víctor Hugo; pero he de confesar con pena que leer me
cansa, que cometo faltas de ortografía y errores léxicos.
Por eso nunca he presumido de intelectual, ni de hom-
bre de letras, consciente de ser, si acaso, un intuitivo efi-
caz, eminentemente práctico, capaz de sintetizar muchas
horas de reflexión y ciertas teorías en un puñado de
afortunadas creaciones. Sin embargo, no soy un bárbaro
ni un patán, como han pretendido algunos de mis detrac-
tores, y creo que mi obra como escultor basta y sobra
para certificar mi extrema sensibilidad.
9
5. El retrato de la dama ausente
Cuando publiqué hace un año Las catedrales de Fran- I
cia, los críticos, que siempre se han cebado en mí, apro- Una propuesta insólita
vecharon para ponerme, una vez más, en la picota, sin
querer entender que el libro no era siquiera del todo
mío, ya que, inseguro de mis conocimientos gramatica-
les, cometí el error de dárselo a un amigo para que lo
corrigiera, y él, excediéndose en su papel, lo transformó
a su gusto. La desafortunada experiencia me produjo tal
disgusto que juré no volver a coger la pluma.
Pero veo acercarse mi fin, junto con el ocaso de una Se presentó en mi estudio un domingo lluvioso de
civilización a la que la guerra fratricida, en la que Euro- la primavera de 1901. Dijo llamarse Iván Ivanovitch
pa se empeña, dará el golpe final, y no quisiera llevarme Shukin y ser comerciante en Jolmogori, pero, no sé bien
a la tumba la historia más sorprendente de mi vida. por qué, tal vez por su aspecto algo extravagante, pen-
Advierto que será un relato desmesurado e increíble, sé que su nombre debía de ser falso. Llegué incluso a
como desmesurado e increíble era su protagonista. He dudar que fuera capaz de comerciar con nada y hasta
de admitir que, fascinado por la extraña y absorbente que hubiera pisado alguna vez, caso de existir, la tal Jol-
personalidad de aquel hombre, acabé prestándole cierto mogori.
crédito; y esa fe, ingenua e injustificada si queréis, con- No se trataba, desde luego, de un sujeto corriente:
tribuyó también a que realizara uno de mis mejores tra- ostentaba casi dos metros de desmañada estatura; una
bajos… Aunque será mejor comenzar por el principio, anchura colosal y un indudable aspecto leonino, al que
como haré a continuación. contribuía su pelo rojo, tan hirsuto y enmarañado que más
Auguste Rodin parecía melena de felino que humana cabellera; la barba,
Meudon, agosto de 1915 cerrada y mechada de canas, que le cubría hasta la mitad
del pecho, y las manos, extremadamente peludas, de uñas
bastas y descuidadas, que semejaban zarpas.
Su mirada era fría, acuosa, con pupilas de un gris
tan tenue que apenas se distinguían del blanco del ojo,
10 11
6. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
lo que ayudaba a que su faz, por lo demás de rasgos perfectamente con quién estoy hablando. He pregunta-
regulares y aun agraciados, resultara también rara e do a mucha gente por el mejor escultor del mundo y
inquietante. todos han coincidido en señalarle a usted. Por eso estoy
La verdad es que, si no hubiera llegado a Meudon aquí. Aunque no pertenezca a sus círculos, da la casuali-
en un deslumbrante y ruidoso vehículo a motor y no dad que puede considerarme tranquilamente el hombre
tuviera siquiera cierto aire de caballero, le habría pedi- más rico del mundo, conque sé que llegaremos a un
do que posara para mí; tan impresionante resultaba su acuerdo. Y ha de ser ahora mismo, porque tengo prisa y
anatomía. lo que necesito debe comenzarse ya.
Demasiado lujosamente vestido —pese a la estación Ante tan categórico discurso, groseramente avasalla-
se cubría con una gran capa de marta de incalculable dor y dicho, además, con voz de trueno, juzgué más
valor—, toda su indumentaria denotaba preocupación apropiado esbozar una fría sonrisa y no contestar nada.
por la elegancia; aunque daba también la penosa impre- Él no pareció darle importancia a semejante detalle.
sión de tratarse de un gentleman que hubiera pasado los Se limitó a sacar de alguno de sus bolsillos una de esas
últimos días en una pocilga; tan arrugada, desastrada y botellitas de petaca —por cierto, cubierta de oro e incrus-
hasta sucia se veía su ropa. tada de brillantes— y, sin ofrecérmela, casi la vació de
Tras las presentaciones —traía una carta de un supues- un trago. Luego extrajo de otro bolsillo tres fotografías,
to amigo belga al que no conseguí recordar—, cuando las arrojó sobre la mesa y añadió:
inquirí el motivo de su visita se limitó a decir abrupta- —Quiero un buen retrato de esta persona.
mente: No pude evitar acercarme a ellas y echarles una ojea
—He venido a encargarle una obra. da, pese a los encontrados sentimientos que pugnaban
Yo le respondí, educadamente, que en ese momento en mí.
me encontraba agobiado por una serie de trabajos, algu- Eran tres excelentes estudios del maestro Nadar,
nos oficiales, de cierta importancia y que, al menos hasta que mostraban a una mujer de extraordinaria y llamati-
dentro de un par de años, sería ocioso hablar de ello. va hermosura. Me precio de ser un buen conocedor de
—Mire, hermanito —soltó, interrumpiendo mis últi- la belleza femenina, e incluso he tenido como modelos
mas palabras—, ya en confianza le diré que no le va a a unas cuantas de las beldades más reputadas de Euro-
dar ningún resultado hacerse el importante conmigo. Sé pa y América, pero juro que aquella me dejó sin aliento.
12 13
7. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
Se me antojó tan preciosa que casi desvaneció mi irrita- Como sin darle importancia, añadió:
ción. Era el suyo un atractivo en verdad misterioso y —Naturalmente, la mujer más guapa del mundo. En
perturbador, pues poseía rasgos de una sensualidad todo digna de usted… y de mí, claro.
agresiva mezclados con otros de una sin par serenidad. —Lamento de verdad no tener, por ahora, ni siquiera
Sus brillantes y enormes ojos presentaban a primera tiempo de conocerla aunque, en fin, quizás más ade
vista un no sé qué de animalesco, pero, cuando se les lante…
observaba mejor, podía apreciarse en ellos una mirada —¿Conocerla dice? No. Eso no puede ser; ella… ella
tan penetrante como soñadora que, por un lado, parecía ha muerto.
querer desentrañar los insondables abismos del espíritu —¿Entonces cómo quiere que la retrate?
y, por otro, enviaba un inefable aliento de paz y amor a —Basándose en estas fotografías, por supuesto.
quien la contemplaba. Su nariz, en principio desafiante, —Imposible. De ahí puede sacarse un dibujo, incluso
acaso prominente y ligeramente aquilina, bien mirada puede que una pintura, pero yo no hago ese tipo de tra-
hacía palidecer a las clásicas por su original dibujo. En bajos. Soy escultor, y la escultura, amigo mío, depende
cuanto a la boca, su singularidad consistía en que su de tres dimensiones. ¡No puede hacerse sin tener al
labio superior, ligeramente leporino, le imprimía un modelo delante!
aire…; en fin, era sin duda una boca de pecadora, que —¡Pero usted es un genio! ¡Todos lo dicen!
sugería placeres prohibidos y delicias satánicas, pero Por su expresión empecé a darme cuenta de que me
tenía también un rictus tan melancólico que conmovía enfrentaba a una obstinación poco común.
profundamente. —No es cuestión de genialidad, sino de que nece-
Y todo ello estaba enmarcado por las facciones más si-taría ver su perfil, su espalda… En fin, no sé cómo
delicadas que es posible imaginar; un óvalo angélico, sí, explicárselo… Comprenda que estas fotografías, siendo
mas rodeado de una cabellera tan abundante y salvaje magníficas, apenas evidencian ciertas partes de su ros-
que parecía igualmente ajena a este mundo. tro. En ellas hay solo dos, o a lo más tres puntos de vis-
Tras contemplarla unos instantes, tampoco pude evi- ta, y es el caso que yo los necesitaría todos…
tar que se me escapara exclamar: Volví a observar su expresión y me exasperé un
—¡Maravillosa! tanto…
Le vi, entonces, sonreír por primera vez. —¿Es posible que no lo entienda?
14 15
8. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
—En absoluto. Usted es un artista, se supone que tie- —¡Por supuesto que lo sé! Antes de presentarme aquí
ne imaginación… Además me tiene a mí. he visto toda su obra; conservo un montón de catálogos
—Y eso, ¿qué? y recortes de prensa que la muestran, conque sé perfec-
—Pues que yo la recuerdo. La recuerdo perfecta- tamente lo que digo. Usted puede hacerlo y lo hará. Ha
mente. Como si estuviera aquí delante —de repente, sus esculpido cientos de mujeres desnudas; cierto que nin-
ojos glaucos se llenaron de lágrimas—. Recuerdo cada guna tan perfecta como ella, pero ya le he dicho que
centímetro de su piel… El tamaño y la forma exactos de tengo su ropa, con las medidas justas…
sus orejas… La longitud y el ritmo precisos de cada uno Hablaba con tal convicción que casi hacía tambalear
de sus cabellos… Además, aún conservo toda su ropa, mi firme propósito de no acceder a su petición.
sus sombreros, sus guantes, sus zapatos… ¡Ahí están sus —Piense que jamás he trabajado en marfil —acabé
medidas!… ¡Ah! Si yo supiera dibujar podría hacerle un por objetar sin saber muy bien qué argumentos oponerle.
boceto ajustadísimo de sus pies, de sus rodillas, de su —¡Eso no tiene ninguna importancia! Yo le traeré al
pubis… Lo veo todo… Lo tengo todo aquí… —habla- mejor tallista de marfil que hay en París. Le enseñará en
ba entrecortadamente y se señalaba la frente con gesto pocos días, estoy seguro. Y, en todo caso, puedo contra-
de poseso—. Absolutamente todo, cada pliegue, cada tarlo para que trabaje a sus órdenes.
arruga, cada leve escoriación… ¡Conozco cada raya de —¡Encárguele la obra a él! —protesté, cogiendo la
sus manos!… ¡Lo tengo todo presente!… Siempre, idea por los pelos.
siempre… —¡Él no tiene su talento! Y es justo su talento lo que
De pronto tuve la intuición de que aquel insensato yo necesito. No me tenga tan rápidamente por imbécil,
pretendía algo aún más difícil de lo que entendí al prin- hermanito. Sé que la cosa es difícil; si no lo supiera, no
cipio, así es que me permití interrumpirlo. le habría buscado a usted.
—Un momento. ¿No querrá también que la modele Su confianza parecía inquebrantable.
de cuerpo entero, verdad? —Jamás he visto una pieza de marfil de ese tamaño.
—¡Claro! ¡A tamaño natural! ¡Completamente desnu- Los ensamblajes serían demasiados, aparte de resultar
da y en el más noble de los materiales, el marfil! carísima…
—¿En marfil? ¡Alto ahí! —hube de exclamar conster- —¡Olvídese de eso! ¿No le he dicho que era comercian-
nado—. ¡Solo eso faltaría! Usted no sabe lo que pide. te? Pues bien, lo soy, aunque usted no pareciera creerlo
16 17
9. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
cuando lo oyó. Entre otras cosas, trafico precisamente dio que utilizarlas de vez en cuando. En esos casos las
con marfil. Y en grandes cantidades. Marfil azul, el más he necesitado a cientos y desde todos los puntos de vis-
valioso que existe, procedente de las regiones árticas. ta… ¡Y usted me pide un desnudo a tamaño natural tra-
—¿De las regiones árticas? ¿Y cómo es que hay ele- yéndome tres cabezas en medio perfil!… ¡Y además ha
fantes allí? de ser en marfil! Con todos los respetos, me parece una
Soltó una carcajada. insensatez propia de quien no conoce el oficio, cuando
—¡Elefantes, no! Mamuts antediluvianos, enterrados no una burla de quien lo desprecia…
en la nieve hace veinte mil años. Fosilizados. Y con unos —¡Déjese de una vez de pretextos! —me interrumpió
colmillos tan enormes que se asombrará de verlos ¡Algu- con extrema brusquedad—. ¡Le aseguro que no soy nin-
nos casi tan gruesos como su cintura! ¡Y los tengo a gún diletante de los que está acostumbrado a tratar!
cientos! ¿Cree que no he visto su Balzac o su Víctor Hugo? Los
Se reía histéricamente. hizo después de muertos, basándose en unas cuantas
—Mire, caballero —le dije entonces, tratando de mos- fotos como estas, ¡y eran retratos de cuerpo entero! ¡Los
trarme amable—, lamento enormemente defraudarle, pero conozco perfectamente!
hay un montón de razones poderosísimas para rechazar Mencionó un punto demasiado sensible, lo que con-
su oferta. La primera y la más importante, como acaba tribuyó a terminar por sacarme de mis casillas.
de oír, es que no tengo tiempo. Ya es extraño que, inclu- —¿Acaso conoce también el infierno, un infierno de
so este domingo, no me haya cogido trabajando, pues lo años y años, por el que hube de pasar hasta acabarlos?
hago día y noche, hasta el agotamiento. Tengo tras de ¿Sabe que el Balzac he tenido que instalarlo en mi pro-
mí a unas cuantas personas, tan tenaces por cierto como pio jardín y al Víctor Hugo le ha faltado poco para correr
usted, que no me permiten reposo alguno. Es más, si no la misma suerte? ¡He recibido por ellos las peores críti-
estuviera aquí aún, ya me habría puesto manos a la cas de mi vida! —le grité, ya tremendamente airado.
obra. ¡Arrastro un retraso de muchos meses! Ahora —¡Bah! —exclamó sin darle la menor importancia a
bien, aunque tuviera la posibilidad de hacerlo, tampoco mi furia—. ¡Usted siempre ha tenido malas críticas! ¿Y
aceptaría su propuesta. La verdad, me parece un esfuer- qué? Son precisamente ellas las que más le han ayudado
zo estéril. Hace años que los pintores trabajan apoyán- a triunfar. Por ellas es usted famoso en el orbe entero.
dose en fotografías. Incluso yo, no he tenido más reme- Aquello no pude soportarlo.
18 19
10. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
—¡Basta de arrogancias, señor mío! ¡No permito que Al fin me levanté. Seguía en la misma posición en la
permanezca ni un segundo más entre estas cuatro pare- que lo dejé y volvió a sonreírme con humildad, menean-
des! ¡Márchese! ¡No deseo tener nada que ver con usted! do su cabeza felina.
Lo dije a grandes voces y me quedé, como un Júpi- —¡Por favor, convénzase de que me pide un imposible
ter tonante, en medio del estudio, con el brazo extendi- y tenga la bondad de dejarme en paz! —acabé diciéndole,
do y el dedo señalando la puerta. ya sin ninguna acritud—. Le ruego que me crea. Por más
Evidentemente, no le conocía aún. En vez de mar- que me esforzara en ello sé que la cosa no resultaría. El
charse se vino hacia mí, rojo de vergüenza y exhibiendo trabajo no le satisfaría nunca, se lo puedo jurar, y ambos
la sonrisa culpable de un niño cogido en falta. Sacó otra quedaríamos defraudados. Considere que esa mujer está
vez la botellita de oro y brillantes y, tendiéndomela, me en su mente, no en la mía. Nunca podría transmitírmela
dijo en tono compungido: con la precisión requerida, por muchas conversaciones
—Bueno, bueno, querido amigo, le suplico humilde- que tengamos y muchos vestidos que me traiga. Aparte
mente que no se ponga así. Ni mucho menos era mi de que, con unos condicionamientos tan extremos y arti
intención ofenderlo. La verdad es que estoy algo ner- ficiosos como los que me propone, sé que jamás conse
vioso y reconozco que lo he planteado todo de un modo guiría una obra de arte y, personalmente, solo estoy inte-
fatal. ¡Perdóneme, por favor! Soy un bárbaro, un patán, resado en producir obras maestras. Advierta que es mi
un hombre de las estepas, sin modales ni talento alguno. prestigio como artista el que está en juego y eso es sagra-
Ni siquiera la admiración sin límites que le profeso justifi- do para mí… En fin, supongo que debo tener aún más
ca el que haya podido llegar a enfadarle de esa manera. razones, pero con las que le he dado debieran bastarle.
Venga, deme un buen puñetazo y verá como se siente —¿No lo haría ni por un cuarto de millón de francos?
mejor. Puede darme hasta dos si le parece y le juro que no —preguntó, al tiempo que extraía, de uno de los plie-
se los devolveré. Pero no me pienso mover de aquí. Eso gues del forro de seda de su capa, una sobada cartera
tampoco, ¿eh? Vamos, eche un trago a mi salud, al menos. con aspecto de contenerlos, poniéndola de un golpe
Su rústica zalamería me desarmó. Rechacé su bebi- sobre la mesa, al lado de las fotos.
da y me fui a sentar en un sillón que le daba la espalda. Vacilé unos instantes ante la fabulosa cifra —pues a
Él se quedó donde estaba. cualquiera le atrae tanto dinero—, pero, al fin, contesté
Pasaron varios minutos de tenso silencio. con todo el aplomo que pude reunir:
20 21
11. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
—No lo haría ni por un cuarto de millón de francos, de lo que pueda imaginar. Pero estoy aquí suplicándole
caballero. como un mendigo, porque nada de lo que poseo me
Fue como si le hubieran dado un mazazo en la nuca. importa, nada me complace. Mi único placer se cifraba
Puso los ojos en blanco, lanzó un grito desgarrador, se en ella. ¡Y hace más de cuatro años que me falta! Si
desplomó bruscamente y se puso a retorcerse como un al menos pudiera tener delante su imagen adorada.
epiléptico, sollozando, mientras repetía una y otra vez: Si pudiera contemplarla día y noche, aunque fuera en
—¡Usted me mata! ¡Usted me mata!… forma de inerte estatua, daría, por solo eso, toda mi for-
Me acerqué a él, impresionado. tuna… Pero usted me rechaza… ¿Dónde está, dígame,
—¡Por Dios! ¡Lejos de mí semejante intención! ¡Trate su corazón? Me figuraba que el más grande de los artis-
de comprenderme! Simplemente no puedo complacerle, tas sería también más sensible que el resto de los
pero me duele verle sufrir así. ¿No puede entenderme? mortales… ¿Es que, acaso, nunca se ha enamorado,
Conmovido, posé mi mano sobre uno de sus hercú- maestro?
leos hombros y, al sentir su contacto, se incorporó de Me acordé de mi Camille, a la que había perdido
un salto y se arrojó a mis pies, de rodillas, abrazándome hacía tres años, y las lágrimas comenzaron a aflorar tam-
las piernas, mientras, sin dejar de gemir, exclamaba bién a mis ojos, ya que, ciertamente, no había podido
entrecortadamente: olvidarla.
—No, padrecito, es usted el que no quiere entender- En cuanto observó esta debilidad, se aferró a mis
me a mí. Pero al menos apiádese; apiádese, sí, espíritu manos, que regó con su llanto, exclamando:
grande y luminoso. Compadézcase de esta miserable —¡Ya veo que sí! ¡Dios misericordioso sea loado!
alma en pena que se debate en la oscuridad. Le parezco ¡Usted conoce el dolor de una ausencia! ¡Usted también
un loco. Lo sé. ¿Cree que no me doy cuenta de lo que ha sufrido por amor! Compadézcase de mí, padrecito;
piensa? Pues bien, tiene razón. Estoy loco, loco por ella. apiádese de este condenado —e incorporándose brusca-
¿Sabe usted lo que es estar loco por una mujer? Por una mente me cogió de las solapas y añadió—: ¡Dígame al
mujer ausente, que aunque removamos el mundo por menos que se lo pensará! ¡No me iré de aquí sin una
su causa no puede brindarnos consuelo alguno… Solo esperanza! Se lo pensará, ¿no es cierto?
poseía su risa, solo atesoraba su belleza… Tampoco se Sudaba y babeaba como un verdadero endemo
ha creído que sea tan rico. Pues lo soy. Más, mucho más niado.
22 23
12. El retrato de la dama ausente I. Una propuesta insólita
Yo me encontraba tan turbado y ansiaba de tal —Lo dudo mucho. Pero el dinero…
manera quitármelo de encima que acabé concediendo: —¡Bah! No hay más que verlo para darse cuenta de
—De acuerdo, me lo pensaré, pero no le prom… que usted es más de fiar que ningún banco. Quédeselo
Puso uno de sus dedos sobre mis labios, impidién- también. Hasta que se decida. Como anticipo, vaya.
dome acabar la frase: —¡No puedo aceptar!… ¡Señor mío!… ¡Su dinero!
—¡No diga más! Ya está. Se lo pensará, ¿eh? Eso es Se había marchado, en un par de saltos felinos, dan-
suficiente… ¡Ah! ¡Usted me da la vida! do un portazo tras él.
Y, soltándome, se puso a dar saltos y hacer cabriolas Con la cartera en la mano alcancé el jardín cuando
por el estudio, revolcándose aquí y allá, lanzando carca- ya salía a escape, con su flamante automóvil, salpicando
jadas tan aterradoras que me hicieron pensar que había agua y barro entre un ruido estremecedor.
perdido la razón. A tal punto se comportaba como un
animal que llegué a pensar que, en su delirio, rompería
algunos de los bocetos que tenía por allí, por lo que me
apresuré a proteger como pude los más delicados.
Cuando al fin decidió dar por terminada semejante
explosión de alegría, me di cuenta de que estaba cubier-
to, de los pies a la cabeza, del yeso que había por los
suelos. Semejaba la estatua colosal de un fauno demente.
—¡Bien, maestro —acabó diciendo—, ya no le entre-
tendré más! Ahora póngase a trabajar. Mañana tempra-
no le traeré todas sus pertenencias…
—No es necesario que se dé tanta prisa, aún no he
aceptado su encargo —al ver que cogía su sombrero y
sus guantes con ademán de irse, añadí—: y, por favor,
llévese sus fotografías. ¡Y sobre todo, esa cartera!
—¡Ah, no! ¡Las fotografías nunca! ¿Y si le apeteciera
ponerse con ellas ahora mismo?
24 25
13. Esta edición de
EL RETRATO DE LA DAMA AUSENTE
es la primera de un original
escrito en Pozuelo de Alarcón en 2003.
Se compuso en Bodoni Old Face BE Regular
y se acabó de imprimir en 2012
ASPICIUNT SUPERI
14. Todo el mundo, a estas alturas, sabe que no soy
persona instruida; que el tener que escribir o hablar en
público me avergüenza y solo con el barro o el carboncillo
me expreso con naturalidad.
Auguste Rodin (París, 1840 – Meudon, 1917)
escribió una única y sorprendente novela, recuperada
tras más de cien años de avatares. En ella, además de
narrar hechos íntimos de su propia existencia, nos
embarca en un exótico relato, marcado por lo feérico,
que arrastra a su exaltado protagonista desde el
refinado San Petersburgo a los helados confines del
mar Blanco o las salvajes estepas del Cáucaso tras un
trágico amor, cuya ausencia le atormenta.
I S B N 978-84-613-3607-4
9 788461 336074