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Eduardo Zamacois
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Julio Pollino Tamayo
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3
ÍNDICE
I – El alma del café………………………………………..……5
II – El hombre del mostrador…………………………….…..15
III – Los camareros………………………………...…………25
IV – Vendedores de periódicos y limpiabotas………...……..33
V – Figuras que se van…………………………………...…...43
VI – Siluetas de bohemia……………………………………...53
VII – Otras siluetas de bohemia……………………………...63
VIII – Sigue el desfile…………………………………...…….71
IX – Las desarraigadas……………………………………….79
X – Tertulias memorables…………………………………….87
XI – La nochebuena en el café……………………...………..97
XII – Otros tipos……………………………………….…….107
4
5
I
ELALMA DEL CAFÉ
Dibujo de Bartolozzi
6
7
En el ambiente despojador, retraído y egoísta de las grandes ciudades, donde
nadie quiere conocer a su vecino, los cafés dibujan una zona neutral o campo
amistador, en el que, maquinalmente, con sólo mirarse de mesa a mesa, las
personas van acercándose unas a otras. Su misma desocupación las aproxima. Al
principio se observarán indiferentes; más adelante, habituadas a verse, acaso al
llegar o al marcharse del local cambien un saludo. Meses o años después, la
casualidad les reunirá en un viaje, en un balneario, en cualquier sitio, y este
encuentro insospechado despertará en ellas una simpatía súbita, un repentino y
jubiloso deseo de hablarse.
—¿Nosotros nos conocemos, verdad?...
—Sí, señor.
—¿Iba todas las tardes al café Tal?...
—Efectivamente...
Y se darán la mano. Así nacieron muchas relaciones. Los sentimientos que a
diario llenan de gente los cafés son dos: el buen humor de los caracteres
expansivos, inclinados a la amistad, a la aventura y a la emoción; y el fastidio, la
melancolía o el terrible "no saber a dónde ir", de los "sin casa", propiamente
dicha, o de cuantos se aburren demasiado en la suya. De la índole y ligazón de
ambos motivos participa la psiquis, indistintamente risueña y tristona, del café, y
a ellos debe éste su universalidad.
A los quince años, yo, en el hogar de mis padres, comencé a sentirme preso.
Allí, las nociones de espacio y de tiempo eran inflexibles; cada objeto tenía "su
sitio"—no podía tener más de uno—y cada acción "su hora"; y como el orden,
llevado a la exageración, se sube a la garganta, a ratos yo me ahogaba. Aquello
era moverse dentro de un aparato de relojería, y entonces concebí el amor al
café, que representaba para mí la autonomía, la libertad. Ya mozo, cuando el
trabajo me dio la independencia, esta inclinación aumentó. Mi casa, amueblada
pobremente, rezumaba tristeza; sus habitaciones, desesteradas, parecían llorar
en la claridad sucia que recibían de un patio; estaban mudas, frías..., y su frialdad
húmeda, de sótano, y su silencio me empujaban al café. Ruidoso, febril,
enervador, desbordante de trepidaciones y de luces, el café era la vida. Y como
esto le habrá ocurrido a muchos, infiero que la caliente alegría de los cafés es
—curiosa paradoja—una suma de millares de minúsculos sinsabores domésticos.
El dolor de los hogares, en el asilo del café, se hace hilaridad.
La expresión o "semblante"—valga la palabra—de los cafés varía según la
hora. Por las mañanas, barridos ya y dispuestos al tráfago diario, tienen el
empaque laxo y soñoliento de las personas que han dormido mal. Parecen
cansados, parecen absortos. La concurrencia, escasa; media docena de personas
a lo sumo; éstas leen, aquéllas miran al espacio meditativas. En el ambiente,
inmóvil, se diluye un claror cenizoso, bajo el cual los veladores, redondos y
blancos, dan al tillado oscuro del salón la apariencia de una tela de lunares.
8
Tertulia en el café de Platerías con el vidente Tomás Menés (con bigote)
Al pie de algunas columnas atraen las miradas, con su brillo, los "rodilleros";
esas esferas bipartitas donde los camareros echan las servilletas sucias y que, por
su forma y modo de abrirse, tienen algo de cráneo y algo de boca. Dentro de los
espejos que revisten los muros, las columnas de hierro, sustentadoras de la
techumbre, se alargan verticales, paralelas, juntas, como los troncos de un vivero
de chopos, y simulan un bosque. Al término del salón se levanta el mostrador,
donde, semejante a una armadura, suele lucir, fulgente y espectacular, una
cafetera gigantesca, y al que la democrática anaquelería, cargada de botellas, que
lo respalda, infunde un paramento de altar. En un recodo cualquiera se retuerce,
ágil como una columna de humo, la escalerilla de forja que conduce a los
billares y a los aposentos reservados al culto del tresillo, de la brisca y del
dominó. En el comedio del salón y sujeto al techo por cadenas hay
frecuentemente un reloj, en el cual—como ahorcada—pende la Eternidad; reloj
cuyas alertas nadie escucha, porque en esos santuarios consagrados a la diosa
Quietud que son los cafés, el tiempo carece de valor.
El alma del café es extática, contemplativa, y ayudan a emperezarla la
monotonía lechosa de sus luminarias. Por efecto de esas luces, muchas de ellas
siempre prendidas, todos los cafés del mundo se parecen, y en su regazo todas
las horas son iguales. Buena parte del empaque cosmopolita y del magnetismo
desarticulador de los cafés debe referirse al influjo soñoliento de sus luces,
encenizadas por los cigarrillos de los fumadores. Dentro de un café es difícil
precisar si es de día o de noche, si estamos en una ciudad mediterránea o en una
urbe norteña, si es verano o invierno. Además, ese cliente retrasado que a las
cuatro o las cinco de la tarde se aparece pidiendo un almuerzo, debilita en
nosotros la noción de la hora…
9
Café El Gato Negro
El café, especialmente para los escritores—la Belleza gusta del reposo—, es la
continuación del hogar o, más exactamente, "su hogar". El bullicio monocorde
del café no turba el fecundo dinamismo interior del artista, antes lo estimula.
Más distrae el violín del mendigo que va por la calle o la voz de la sirvienta que
canta en su cocina "el tango de moda", que el oscuro rumor sin ritmo de
centenares de conversaciones simultáneas. De noche, en su casa, el artista, si
tiene frío o se halla cansado, está proclive a suspender su labor: el sueño le
acecha, disuelto en el silencio, y desde la habitación contigua el lecho le atrae. El
café, pletórico de ruidos y de claridad, ahuyenta esos desmayos y estimula los
nervios, porque los cafés, que con su psicología híbrida, propicia a todas las
inclinaciones, ofrecen al desocupado albergue amable, de holganza y
pasatiempo, para quienes verdaderamente apetecen trabajar son cuarto de
estudio; y así desde "el reducido, puerco y opaco café del Príncipe"—que dijo
Larra—hasta hogaño, en Madrid como en provincias, la historia de los cafés
va ligada a la de muchas obras célebres.
En el desaparecido café de "El Imparcial", por ejemplo, escribió Marcos
Zapata "La capilla de Lanuza", y los viejos espejos del olvidado café de la Luna
copiaron la imagen de don Manuel Fernández y González, inclinado una tarde y
otra sobre las cuartillas de "El cocinero de Su Majestad". Del clásico café de
Platerías, que recibió nombre del barrio en que estaba y se extendía desde la
calle Mayor a la de Milaneses, salieron, camino del éxito, "Los caballeros", de
Antonio Quintero y Pascual Guillén; "Las corsarias", de Jiménez y Paradas, y los
"Cadetes de la reina", de Julián Moyrón. Y allí redactó Mariano de Cavia, la
víspera de un "día de Inocentes", su memorable crónica "El incendio del Museo
del Prado". En los cafés escribieron Villaespesa y Emilio Carrere sus poesías
más inspiradas, y Vidal y Planas su "Santa Isabel de Ceres"; y sobre el mármol
de las mesas de Fornos, la mano genial de Julio Antonio dibujó, burla burlando,
cabezas que hubieran merecido pasar a la posteridad.
10
Influenciados por el lugar donde están, los cafés adquieren pronto una clientela
fija, homogénea, que los caracteriza y constituye su solera: por cuanto el de "San
Millán", verbigracia, con sus tertulias de tratantes de ganados, no se parecerá al
de "Puerto Rico", donde a última hora de la noche los escuderos de la farándula
acostumbran a reunirse; ni al "Colonial", escenario mesocrático de empleados y
estudiantes; ni al coquetón mentidero literario de "El Gato Negro"; ni al
"Español", refugio esquivo que las parejas enamoradas llenan, mientras
desfallece el crepúsculo, con la salmodia de sus promesas.
De donde resulta que cada café, además de tener mucho de hogar, tiene
asimismo mucho de pueblo. Acordémonos del primer acto de "La losa de los
sueños". En los cafés todos los parroquianos se conocen, aunque sólo sea "de
vista", y esto y su ociosidad les basta—como a los convecinos de las aldeas—
para vigilarse y aun para criticarse y calumniarse mutuamente. Los sitios donde
se congregan, a holgar muchas personas son vivero de celos, de insidias y, a
ratos—por divertimiento necio o por venenosa intención—, plantío de falsos
testimonios.
Un recuerdo miserable me obliga a hablar así. Yo, una vez—nada más que una
vez—he infringido el octavo Mandamiento; y aprovecho la ocasión que ahora se
me ofrece para acusarme públicamente de mi delito, y con el castigo que la
declaración de este remordimiento supone, fregarme un poco la conciencia.
A fines de la pasada centuria, el café Gran Vía, sito donde entroncan las calles
San Bernardo y Flor Alta, era uno de los más grandes, alborotados y concurridos
de Madrid. A él asistía, invariablemente, los sábados y domingos por la noche,
cierta señora cincuentona acompañada de sus cuatro hijas, la menor de las cuales
era muy bonita. Tenia aguileño el perfil, los labios recogidos, la tez pálida y de
azabache los ojos y el cabello. Las cinco mujeres solían instalarse cerca del
piano, buscando la vecindad del pianista—tipo amadamado, novio de una de
ellas—y nunca en las mesas alineadas paralelamente a los muros, sino en un
velador de los más céntricos, para mejor coquetear y exhibirse. A los contertulios
de una "peña" de estudiantes, de la que yo formaba parte principalísima, les
molestaba la actitud remilgada de aquellas pobrecitas que, sobre evitar nuestro
saludo por considerarnos—y hacían bien—gente de escaso juicio, iban allí a
presumir y, para decirlo de una vez, "a cazar marido". Lo cierto es que las muy
taimadas sabían llamar la atención y granjearse amistades, y que pronto cada una
de las tres mayores tuvo su cortejo. La única que permanecía aislada y sin galán
era la más joven, la más atrayente, la más linda. ¿Por qué?... El hecho nos
intrigó y lo comentamos. ¿Cómo razonarlo? Y entonces, por echármelas de
hombre bien informado, improvisé una mentira vil, una calumnia odiosa que mis
oyentes—acaso sin darla crédito habían de apresurarse en divulgar.
11
El popularísimo café de San Millán, adonde Carlos Arniches acude con frecuencia a estudiar tipos
—A esa mujer—dije—el matrimonio le está prohibido.
Todos me miraban; aquella expectación me engreía y continué:
—No puede casarse porque tiene un defecto de constitución gravísimo.
A una, temblando de curiosidad, los ojos clavados en mí, los circunstantes
preguntaron:
—¿Cuál?
—¿No lo sospecháis?
Y para desatar su hilaridad dije un disparate infame, que les hizo reír. Por el
momento no sucedió más.
Pasado mucho tiempo, después de una larga expatriación, regresé a Madrid, y
una noche, hallándome en un café de la Puerta del Sol, reconocí en una
mujeruca, casi vieja, de mejillas flácidas y cabellos grises, a la joven—nunca
supe su nombre—que yo, estúpidamente, había calumniado veinte años atrás. La
encontré encorvada: tenía las manos flacas, la boca sumida, la mirada muerta...
Advirtiendo la insistencia con que la observaba, el amigo que iba conmigo me
explicó:
—Eran cuatro hermanas; las tres mayores se casaron; la madre murió. Ella está
soltera, porque, según he oído decir, tiene un defecto físico...
Anécdota lamentable, demostrativa de que, desde el punto de vista de la
murmuración, los cafés, los pueblos y las casas de vecindad se parecen bastante.
La europeización de nuestros cafés empezó con las terrazas. Las primeras
aparecieron en la calle de Alcalá hace poco más de treinta años y el público las
miraba con recelo. Las hallaba demasiado espectaculares, y buenas únicamente
para gentes desfachatadas que no tuviesen "nada que perder". Los camareros
encargados de su custodia opinaban igual, y parecían avergonzados de verse allí.
12
Una mañana de sol tomamos asiento en la terraza de la "Maison Dorée" y
pedimos un "bock" de cerveza y un "sandwich". El mozo nos miró sorprendido.
—¿El "sandwich" va usted a comerlo aquí?
—Sí, claro, aquí... ¿No se puede?...
Nos había dejado atónitos su averiguación. Él repuso, humildoso:
—Sí, señor; se puede… Pero si el señor prefiere comérselo dentro del café…
Lo digo porque dentro parece menos descarado...
Así, textualmente, se expresó aquel hombre.
Las costumbres de la post-guerra han modificado hondamente la psicología
cafeteril. El espíritu de los cafés modernos, como participante del carácter del
público que toma sus consumiciones en pie, ante la barra del mostrador, es
movedizo, nervioso, ingrave; en estos establecimientos de linaje exógeno las
mesas son pequeñas, los asientos incómodos; todo parece contagiado de
inquietud. Los cafés actuales tienen más de tránsito que de salón; no se hicieron
para la meditación, ni para el discreteo; apenas entramos en ellos queremos
irnos; molestan, despiden; carecen de intimidad; son como esas estaciones en las
que los trenes sólo se detienen "un minuto"...
El Progreso, el gran remozador incansable de las cosas, únicamente ha
fracasado en los cafés. A la alegría frívola—alegría de cabaret o de bar—de los
cafés "último grito", preferimos el sosiego hogareño, la quietud reflexiva, el
silencio de gabinete de lectura o el bullicio igual, monótono, sin estridencias, de
los cafés antiguos, tan acogedores, tan hospitalarios. Nosotros evocamos con
amor sus divanes anchos, favorables al ensueño, a la meditación y a la espera,
los tres paisajes más bellos de nuestro mundo interior; y recordamos asimismo
sus largas mesas, sobre las cuales, cuando escribíamos, podíamos apoyarnos
cómodamente; y la hondura de sus espejos, enturbiados por el tiempo, que, de
noche, las luces salpicaban de perlas blancas y eran como la cola de un pavo
real; y la emoción de aquella escalerilla de caracol, por donde los clientes que
iban a "la tertulia" desaparecían, dando vueltas, como llevados hacia arriba por
una columna de humo; y el rumoreo, semejante al zumbido de un abejorro, de
los ventiladores, que durante los días estivales giraban su disco circular de un
lado a otro, como desparramando por el salón una mirada, en la que parecía
haber una desconfianza; y el misterio de aquellos vasos—las tazas no se usaban
entonces—donde el café, ignoramos por qué razón, no se enfriaba nunca, y que
tantas veces dieron calor a nuestras manos.
13
Terrazas de las cafeterías El Henar y Negresco en la calle Alcalá
Los cafés, aunque hechos para sentarse y descansar, tienen mucho de cauce y
de ruta. Las generaciones que pasaron por ellos no dejaron rastro. Su alma es de
olvido, y las piedras de sus | mesas son como mármoles tumbales—losas sin
epitafio—puestas sobre las juventudes… ¡cuántas!... que se sentaron a su
alrededor. Esos cafés que añoramos son para los viejos como una fosa común de
ilusiones; sus días mozos duermen allí, y cada mesa tiene para ellos la tristeza de
un nicho.
¿Y mañana?...
—De tu tránsito por la vida quedará una sombra—piensa mi orgullo.
Afirmación a la que los espejos limpios, vírgenes siempre, parecen contestar:
—¿Estás seguro de dejar una sombra?...
Probablemente, no. Los cafés, abreviatura del mundo, olvidan pronto. Un café
es un camino…
14
15
II
EL HOMBRE DEL MOSTRADOR
Dibujo de Bartolozzi
16
17
De pie, en el reducido espacio medianero entre el mostrador y la anaquelería
que lo respalda, vigila siempre un hombre. Desde su miradero sus ojos
escrutadores otean el local, atentos al vaivén de los camareros y del público. El
mostrador, cortándole el cuerpo a la altura del talle, le da cierto aspecto
tribunicio, y si apoya en él las manos, a tiempo que separa los codos y yergue la
cabeza—conforme los oradores suelen hacer—, parece que va a hablar. Ese
hombre, de ademanes autoritarios y rostro preocupado, es el gerente del café,
cuando no su dueño. El mostrador le sirve de trinchera y de púlpito, y su ceño
pensativo y la expresión de sus labios, que sólo se mueven para dictar órdenes,
son los de un capitán de barco que mirase al horizonte. ¿Acaso su café no es su
horizonte?…
Para conocer, no "el alma del café"—que flota invisible en el salón—, sino
"los bastidores" y secretos mecanismos de la industria cafeteril, la fuente de
información más caudal a que podíamos recurrir era a la experiencia de los
propietarios de cafés, y eso hicimos. Como los teatros, los cafés tienen dos
vidas:
la espectacular, la "de mostrador afuefa", en la que intervienen camareros,
echadores, cerilleros, limpiabotas y vendedores de décimos de Lotería—y es la
que el público sabe—; y otra la del dinamismo de las cocinas y demás servicios,
que empieza justamente "detrás del mostrador".
De la índole del público que asiste a un café participa el amo o jefe visible del
establecimiento. ¿A qué atribuir esta armonía, nunca desmentida?…
Probablemente a que el espíritu y la indumentaria de la clientela influyen en el
carácter y porte del dueño, y viceversa, por cuya razón, transcurrido cierto
tiempo, aquellos y éste llegan a fundirse en una tónica común; y así hay dueños
o encargados de café perfectamente señoriales, y otros de empaque tabernario, a
quienes siempre vemos con delantal y en mangas de camisa.
Entre los cafés que, por su antigüedad, merecen llamarse tradicionalistas, uno
de los de historia más novelesca es el de Correos.
Lo fundó, hace setenta años, un asturiano natural de Villacondial, llamado
Francisco Álvarez. Recién llegado a Madrid, Álvarez se colocó de "echador" en
el café de Lisboa; de "echador" ascendió a camarero, y a poco, con el dinerillo
que ahorrado había y otro que tomó a préstamo, montó una empresa de coches
de alquiler. El café de Correos fue, en sus comienzos, horchatería durante los
meses estivales y esterería en invierno, y tanto el inmueble donde se hallaba
como el situado al principio de la calle del Arenal y los que se suceden hasta la
calle de la Montera, pertenecían al conde de la Patilla, por lo cual éste llamaba
legítimamente a la Puerta del Sol "el patio de mi casa". Contiguas al café de
Correos, y ocupando el resto de la planta baja de la casa, estaban las oficinas del
Crédito Leonés.
18
La puerta ante la cual una noche Fernández y González anduvo a bastonazos con unos mal
educados que perseguían a una mujer
El conde, al morir, dividió la propiedad de la finca de que hablamos en cinco
partes y entre tres herederos, al mejor librado de los cuales le correspondieron
dos. Transcurrieron varios años y don Francisco Álvarez, hombre de iniciativas
múltiples, supo ejercitar sus actividades con tal fortuna que consiguió llegar a
rico mucho antes que a viejo.
Así las cosas, don Francisco recibió una carta del director del Crédito Leonés
invitándole, previo el anuncio de la debida indemnización, a quitar el café, pues
necesitaba ensanchar sus oficinas. No contestó el requerido a esta solicitud, y
luego de echar sus cuentas tomó su sombrero y, sin malograr minuto, se plantó
en el despacho de don Telesforo de la Garma, administrador del inmueble.
—Vengo—dijo—a comprarle a usted la finca.
La noticia dejó a don Telesforo boquiabierto.
—¿Se ha vuelto usted loco?—exclamó—. ¡Esa casa vale mucho dinero!...
—Dígame cuánto, que por el precio no hemos de reñir.
Fijóle don Telesforo una cantidad, que el solicitante aprobó sin regateos, y,
cerrado el trato, don Francisco—convertido automáticamente de inquilino en
propietario—se volvió modestamente a su mostrador. La idea de lo que iba a
hacer le regocijaba. Como todo asturiano de raza, don Francisco Álvarez era un
cazurro y un ironista.
19
Meses después, el director del Crédito Leonés volvió a escribirle, reiterándole
amablemente su petición. Don Francisco fue a verle.
—Lo siento mucho—le dijo—, pero no puedo cerrar el café.
—Pídame usted la indemnización que crea prudencial.
—Yo no pido nada, ni preciso nada...
Al señor director se le anubarró el entrecejo. Dejó de sonreír. Se sentía
humillado por aquel hombre que conservaba el delineamiento rústico de su
origen.
—Si usted se resiste a marcharse—observó—, yo hablaré con el administrador
de la finca, y él decidirá.
Una alegría de sátira iluminó el semblante cariparejo de don Francisco.
—Está usted equivocado—dijo—; usted no necesita molestarse en hablar con
el señor De la Garma. El amo de la finca soy yo...
Las tornas se habían vuelto, y el Crédito Leonés tuvo que irse.
Esta anécdota, llena de fina gracia, la hemos recogido de labios de don Juan
Bautista Fernández, gerente del café de Correos. Este hombre, cordial y ancho
de espaldas, que desde hace treinta y siete años ve relucir la luna de su calva y
los cristales de sus gafas en el espejo fronterizo al mostrador, nos cuenta lances y
detalles curiosos de su oficio.
La traza sencilla del café de Correos es la que cumple a la naturaleza popular
de su clientela más asidua. Durante la mañana concurren a él tratantes de
ganados y reses bravas, torerillos "de la legua" y paletos de las inmediaciones de
Madrid, que, traídos por sus asuntos vienen a la capital a pasar unas horas;
gentes sencillas que siempre consumen algo, no exigen refinamientos en el
servicio y se marchan pronto. De tarde, la mayoría del público la forman
empleados del Ministerio de la Gobernación. Señoras, van pocas, excepto los
domingos, y son mujeres modestas que llevan a sus hijos "a refrescar" o a tomar
chocolate, según la estación, y que, acostumbradas a hablar alto, expanden por el
local un regocijo de merendero. Pérez Galdós, retratista insuperable de nuestra
clase media, iba mucho al café de Correos: aquel era el ambiente de "doña Lupe,
la de los Pavos", y desde allí atisbó varios de esos motines a los que sirve de
primer escenario la Puerta del Sol, y en que los revoltosos, para huir de los
guardias, hacían calle del café, buscando la salida que éste tiene a la de Tetuán.
La charla de don Juan Bautista es anecdótica, entretenida y despierta amistad.
Su llaneza nos decide a rogarle nos confiese si el café de los cafés tiene o no
achicoria. Su respuesta es negativa:
—El café que servimos—dice—no lleva achicoria ninguna, y la razón es
obvia: la achicoria cuesta más que el café.
El motivo, efectivamente, es aplastante; no tiene vuelta de hoja.
—Pero—insistimos, deseosos de esclarecer una curiosidad en nosotros añeja—
¿por qué, entonces, el café de nuestra casa nos parece inferior al que nos dan
aquí? ¿No le sucede a usted lo mismo?
20
Barmans, cuando preparan un cocktail,
adquieren una gravedad sacerdotal
—Lo mismo, exactamente.
—¿Y por qué?...
Detrás de los cristales de sus espejuelos, los ojos de nuestro interlocutor se
llenan de burla.
—¿Y quién sabe eso?—exclama—. Yo lo achaco a que cada uno de nosotros
en su casa, sin darse cuenta, se aburre un poquito. Vea usted: la señora de un
compañero mío nunca toma café en el café de su marido; se va a otro... y es por
eso...
Los cafés tienen dos clases principales de servicios: el de restaurante y el "de
limonada", que comprende las bebidas: coñacs, cervezas, "cock-tails" vermuts,
etc., y es el más productivo. Los servicios subalternos son tres: el de billares,
el de las mesas de tresillo y la comida de los camareros, llamada "de familia".
En todos los cafés hay una clientela insegura y como asustadiza. Regulan su
mayor o menor afluencia, el tiempo, y más aún, la política y los teatros. Un
cambio de Gobierno o un estreno muy esperado suelen dejar los cafés céntricos
casi vacíos, por lo cual el servicio de cocina ha de ser en ellos harto más caro
que en los restaurantes, donde merced a la limitación y asiduidad de los
comensales los dueños pueden calcular mejor lo que a diario necesitan comprar
En los cafés se desaprovecha mucho, tanto, que algunos—los principales—
cobran mensualmente de los basureros diez y doce duros por los desperdicios de
la comida.
21
Las noches de cualquier café de la Puerta del Sol
Don Juan Bautista asegura que un "cubierto" compuesto de sopa o de huevos
"a elegir", un plato de pescado, otro de carne y otro de verduras, alimentan
menos que un solo plato pedido "a la carta".
—Los cocineros—dice—son verdaderos prestidigitadores. Un cocinero que
conozca a fondo la química de su oficio es un ilusionista. En Madrid había unos
hoteleros que vendían la ración de langosta a menos precio que en ninguna otra
parte. Por lo que yo aquí cobraba cuatro, supongamos, cobraban ellos dos. ¿Y
sabe usted por qué? Asómbrese: porque, a imitación de esas patronas que dan a
sus huéspedes gato por liebre, ellos daban rape por langosta. El procedimiento
que utilizaban era sencillo. Colocaban la ración de rape, cuya carne, dura y
blanca, se confunde fácilmente con la de la langosta, en un caparazón auténtico
de langosta, la apretaban bien, la pintaban unas vetas de carmín... ¡y a la mesa!...
El personal del café de Correos corre parejas, por su antigüedad, con el
establecimiento. Muchos de los que hoy son camareros empezaron allí de
pinches y, como la mayoría son coterráneos y hasta parientes, la totalidad
compone un remedo de familia. Recientemente, después de más de cuarenta
años de trabajo, se jubilaron dos.
La vida económica de los cafés se ha encarecido de manera inverosímil. Los
antiguos "plateros"—así eran nombrados los limpiadores de cuchillos, cucharas,
tenedores, fuentes, etc.—, que en otros tiempos cobraban diez y seis pesetas a la
semana, ahora cobran cuarenta. Los sueldos de los "fregadores de cobre" han
ascendido de veintiuna pesetas a cuarenta y cinco, y los cocineros, que recibían
hebdomadariamente de cuarenta y dos a cincuenta y nueve pesetas—según sus
méritos—, cobran actualmente ochenta y dos, los buenos como los mediocres,
pues todo tiende a la "estenderización". Con este incremento de jornales coincide
una severa delimitación de oficios: ahora, cada menester tiene sus servidores,
y así han surgido unos novísimos empleados que cuidan de la limpieza de los
espejos, de las luces y de las mesas, tarea que antaño desempeñaban les
camareros gratuitamente.
22
El hombre del “mostrador” es realmente el centro del café.
Estas reformas obligaron a los dueños de los cafés céntricos a elevar a ochenta
y a noventa céntimos, y aun a peseta, el precio del vaso de café, no obstante lo
cual ganan menos, pues cuando el servicio importaba cuarenta céntimos, el kilo
de café costaba diez y once reales, mientras que ahora vale ocho y nueve pesetas.
Otro tanto sucede con los demás artículos: el pescado, la carne, los huevos, las
verduras. El capital se bate en retirada, y aquellos solomillos a una peseta y
veinticinco céntimos que perfumaron nuestra juventud, rendían más que los que
hogaño se cobran a nueve y diez reales.
La lamentable sinrazón de esta radical subversión de precios es que el
quebranto que aflige a los dueños de café no ha beneficiado mayormente a los
camareros.
Acerca de esto, don Salvador Fuertes, que rige los destinos del café de
Platerías desde hace treinta y tres años, nos proporciona informes muy
interesantes. El café de Platerías, lugar frecuentado por literatos y empleados del
Ayuntamiento, es de los "clásicos". Cuenta de existencia más de un siglo, y tiene
dos puertas: una, pequeña, que las parejas enamoradas han empujado muchas
veces y da a la plaza de Herradores—y ante la cual, una noche, don Manuel
Fernández y González se enredó a bastonazos con unos desconocidos que
molestaban a una mujer— y otra, más amplia, a la calle Mayor. A él iba a
escribir don Nicolás Estévanez, y en sus rincones se reunían a conspirar, en
tiempos de la memorable "Semana Roja", Pablo Iglesias y el doctor Esquerdo; y
sus espejos reflejaren la facies lívida y las nevadas barbas de don Francisco Pi y
Margall y el perfil de pirata berberisco de Vicente Blasco Ibáñez, ocupado en
escribir "La horda" con ayuda del padre de don Salvador, que por ser jefe de
Consumos conocía a muchos matuteros y les llevaba allí para que el gran
novelista, oyéndoles hablar, fuese averiguando los secretos y zancadillas de su
oficio.
23
Cotejando los tiempos pretéritos con los actuales, don Salvador Fuertes
asegura que los rendimientos de la industria cafetera marchan a la deriva.
—La supresión de la propina—dice—ha vulnerado muchos intereses sin
mejorar a nadie, ni siquiera al público. ¡Inútil decir que los más lastimados
hemos sido nosotros!... Antes, los "echadores" o ayudantes recibían diariamente
del dueño una peseta y la comida, y cada camarero les daba un real.
Presentemente, los camareros han de entregarles la cuarta parte del veinte por
ciento que les corresponde de la venta, y si esa "cuarta parte" no asciende a
doscientas cuarenta pesetas mensuales—sueldo señalado a los echadores—, el
patrono debe añadir lo que falte para completar dicha suma. En nuestras
relaciones con los camareros ocurre algo parecido. Antaño, los que trabajaban de
tarde cobraban peseta y media, y los de la mañana, una peseta, más las propinas.
Ahora todos disfrutan de un haber fijo de trescientas noventa pesetas, y en el
caso—inevitable durante el verano—de que el veinte por ciento de la venta y de
los servicios de billares y de "tertulia", no rindan esa cantidad, la Casa abonará
lo que sea preciso. Mas no crea usted que salen beneficiados. El público de
Madrid es generoso, el dinero de la propina no le duele, y cuando yo vine aquí
había camareros que ganaban diariamente, con las propinas, diez y doce duros.
Don Salvador, que es un lírico a pesar del mostrador que tiene delante, se
olvida de los sinsabores de su negocio para inmergirse complacidamente en la
poesía de sus recuerdos, y nos refiere el lance tragicómico de un echador que, al
rodar por la escalerilla de la tertulia, dejó caer las cafeteras, llenas de café y
de leche hirviendo, sobre el pianista, en ocasión de hallarse éste interpretando la
jota de "La alegría de la huerta", siendo tan mayúsculo el susto que recibió que
no pudo volver a tocarla de memoria. Y también nos habla del que fue tantas
veces ministro, don Francisco Remero Robledo; de Joaquín Dicenta, que
ya había estrenado "Juan José"; de Roberto Castrovido, entonces director de
"El País", y de García, el paciente y fidelísimo escudero de Mariano de Cavia.
La mesa "de don Mariano" tiene, a los ojos de don Salvador Fuertes, un valor
histórico, y nos la señala con gesto emocionado:
—Ahí—exclama—se sentaba a escribir sus crónicas de "El Imparcial",
después de pedir una botella de coñac Martel, y muchas noches cenaba con un
individuo a quien titulaba "el mejor encuadernador de la calle de Santa Clara". Y
añadía: "Le llamo así porque en esa calle no hay otro"...
A don Salvador se le escapa un suspiro, que es como una oración rezada sobre
la tumba de su mocedad, y mira al espacio, al ambiente; un ambiente quieto,
tibio, acogedor, que huele a café y a humo.
—"Aquello"—concluye—pasó. Los escritores ya no beben ni trasnochan; y si
trabajan, es en su casa; y si tienen ganas de divertirse, van al cabaret. El café
ha perdido su carácter intimo. Ya nadie dice, como antes, "mi café", pues todos
los cafés modernos son iguales. Los viejos cafés, con alma de hogar, han muerto:
fue la Gran Guerra la que los mató.
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25
III
LOS CAMAREROS
Marcelino, un clásico, robusto de cuello y noble de rostro
Con los cafés, los camareros han cambiado. Estos de la nueva generación son
menestrales que desarrollan la diligencia adecuada a la mayor inquietud del
público y apenas se preocupan de conocer a sus clientes. La civilización acelera
el ritmo de la vida, y a público movedizo, mozos activos, mesas pequeñas,
locales reducidos, sillas incómodas.
No fueron así, ciertamente, los castizos camareros coevos del café "con gotas":
hombres reposados, paternales, que gustaban de acercarse a nuestra intimidad;
amigos y criados—todo en una pieza—, que luego de servirnos y de
agradecernos la propina, al marcharnos nos ayudaban a endosarnos el gabán y
nos daban la mano; espíritus cordiales, que sabían los amoríos y los negocios de
sus parroquianos, y si alguno de éstos fallecía, iban a su entierro vestidos de
luto; voluntades generosas, proclives a aconsejar y a socorrer; pequeños
Mecenas con delantal y chaquetilla, a quienes todavía adeudan almuerzos
muchos artistas célebres y más de uno de esos talentos mediocres que—gracias
cabalmente
a su mediocridad—, rodando el tiempo llegaron a ministros. ¡Ah!... Si los
camareros mayores de cincuenta años quisieran echar a volar sus recuerdos...
¡cuántos episodios escondidos—hilarantes, desgarradores o traviesos—podrían
ofrecer a quien intentase escribir la historia anecdótica de la España actual!…
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Existen tres jerarquías de camareros. Los más afortunados, empleados en los
cafés de superior importancia, tienen un sueldo diario, mínimo, de trece pesetas.
Los pertenecientes a establecimientos de segunda clase cobran once, y ocho los
de tercera categoría.
El mecanismo que regula los servicios—lo mismo el de "limonada" que el de
cocina y los de billares y "tertulia" y permite "al hombre del mostrador" saber a
cualquier hora cómo marcha la venta—es el siguiente, y no cabe imaginar otro
más simple: siempre que un camarero entra de turno, el "hombre del mostrador"
le entrega cincuenta o cien pesetas en fichas de distintos colores, y como cada
ficha representa un precio y a cada linaje de servicio pertenece un color, claro
es que al rendir cuentas no puede haber equivocaciones.
En muchos cafés de barrio hay mozos que cuando llegan al trabajo abonan
adelantadamente una docena o una veintena de paquetitos de azúcar, que luego
colocan, con otros tantos servicios, sobre una mesa céntrica, y así se evitan la
molestia de ir a buscarlos al mostrador cada vez que llega un nuevo parroquiano.
Pero esto sólo lo hacen los camareros poltrones, los fatigados, los desengañados;
esos viejos camareros a quienes el hábito de portear durante muchos años la
bandeja del servicio con la mano izquierda desniveló los hombros, y que esperan
al público sentados en un rincón y leyendo la Prensa. Generalmente, el número
de cafés expendidos se sabe exactamente, tanto por el número de fichas
correspondientes a dicha consumación, como por el total de los paquetes de
azúcar que "el hombre del mostrador'' entregó a sus subalternos.
El suceso que más derechamente ha innovado la psicología del camarero es la
abolición de la propina. Esta costumbre, en la que el régimen capitalista había
hallado un modo elegante de vejar a los pobres—pues la propina es una vejación
disfrazada de generosidad—, sobre mermar los beneficios crematísticos de los
mozos de café, les cambió el carácter. Al "camarero hermano" que leía nuestra
correspondencia, nos prestaba dinero y, al acercarse las fiestas navideñas,
reclamaba una participación en el billete de lotería que hubiésemos comprado,
le ha substituido el "camarero burócrata", siervo del apotegma "todos para
uno y uno para todos", que únicamente nos dirige la palabra al demandarnos lo
que deseamos, y apenas cobra el importe de la consumación nos vuelve la
espalda. Displicencia y mesura de trato provinentes de que el veinte por ciento
que les corresponde de la venta cuotidiana, rara vez les aporta las ganancias que
obtenían de las propinas; y harto sabemos cuánto los buenos negocios
contribuyen a endulzarnos la condición.
Para hablar de esto y enverdecer añejos recuerdos—porque las imágenes y los
hechos se emborronan en la memoria con el tiempo parecidamente a como las
fotografías palidecen bajo la luz, hemos entrevistado a los veteranos camareros
del Colonial, uno de los dos cafés—el otro era el de Fornos—por donde han
desfilado más artistas.
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Mariano de Cavia, que una noche, según cuentan, después de beberse
cuarenta y nueve copas de jerez escribió una crónica "maestra"
El "Colonial", refugio tradicional de trasnochadores, fue el iniciador de las
llamadas "medias raciones" y el primer café que, echando etiquetas a un lado,
sirvió cocido, pote gallego y paellas en cacerola, guisos que dieron a sus noches
un cariz democrático y una popularidad que rivalizaba con la de los "reservados"
del "Habanero" y de "Fornos" y "la cuarta de Apolo", "las chuletas de
Barrionuevo" y los bailes de la Costanilla.
De los escasos camareros que quedan de aquella época, de los que hubieron la
fortuna de oír a Gayarre y ver torear a Frascuelo, el más antiguo es Marcelino
García. Nació en Asturias y desde hace treinta años sirve en el "Colonial". Es
alto, ancho, robusto de cuello y noble de rostro, y sus manos, enormes y
macizas—garras de oso—tienen la dureza de la piedra.
Marcelino conoció a Ramón y Cajal, a Unamuno, a Enrique Borrás, a Primo de
Rivera, a los generales Burguete y Fernández Silvestre, a "Ramper", a Julio
Ruiz, que una noche desafió de mentirijillas a Emilio Carreras, farsa que ambos
representaron a la perfección y motivó un gran escándalo; a Leopoldo Bejarano,
a Pastora Imperio, a una niña que entonces se llamaba Encarnación López y años
después se apodó "La Argentina"; a Belmonte, a Rafael "el Gallo"..., y nos
señala la mesa donde, con Lerroux, Nakens, el capitán Casero y otros, surgió el
partido republicano radical, y el espejo sustituidor del que rompió en añicos una
botella lanzada contra la cabeza de Mariano de Cavia.
Marcelino ha visto sentarse a sus mesas varias generaciones de individuos de
las más diversas trazas: gentes que valían mucho, gentes que valían poco, gentes
que no merecían nada, y como todas se le aparecen aureoladas por la poesía
inefable de lo ido, para ninguna tiene una mala palabra.
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"Juanito"—así se le ha llamado siempre—el camarero que sigue a Marcelino
en antigüedad, se mezcla a la conversación:
—¿Te acuerdas de cuando la "Frú-Frú" que estaba cenando ahí, junto a la
escalerilla de los billares, con otras artistas, abofeteó a un individuo que quiso
burlarse del criado negro de Rafaela Toscano?...
Marcelino mueve afirmativamente la cabezota, grave y calva. Su gesto ha sido
triste, y mirándonos:
—La "Frú-Frú" fue una de las mujeres más bonitas de su época, comía
aquí todas las noches. De repente, desapareció, y años después supimos que
había acabado en el hospital.
Juanito continúa:
—¿Y de Antonio González, del pobre "Chavito", con su voz gangosa y su
cara de bobo, te has olvidado?
—No; ni de su mujer. Cándida se llamaba. A poco de morir él, ella quedó
ciega; pero aunque de tarde en tarde, continuó viniendo al café, y a todos
los camareros nos conocía por la voz.
La de Marcelino, al conjuro de estas evocaciones, suena lenta, taciturna,
desengañada: voz amarga de responso, voz de despedida. La de Juanito, por el
contrario, parece reír sobre recuerdo.
Juanito Cruz, natural de Jaén, ha procreado veintisiete hijos, de los cuales le
viven trece, hombre de buena talla, seco de carnes, flaco de rostro, nervioso
у locuaz, a cada momento, mientras habla, mueve las manos. Los años no le
desmontan su buen humor juvenil; Juanito envejece y su personalidad continúa
inmarcesible, envuelta en el diminutivo de su nombre.
Juanito glosa vehemente la costumbre de la propina, que considera vejatoria,
pero afirma que el tanto por ciento reservado a los camareros del total de la
venta debe ser individual, y no común, para que les sirva de estímulo.
No es justo—dice—que los camareros cuidadosos que tratan bien a sus
parroquianos , y los comodones, que todo se lo echan a la espalda, cobren lo
mismo. Antaño la propina animaba a trabajar… ¡nada más cierto!… y el público
estaba mejor atendido. La propina establecía lazos de amistad entre él y
nosotros: era algo personal en que terciaba la simpatía, y en el modo que el
cliente tenía de darnos la propina, y en cómo nosotros la aceptábamos, había una
elegancia. Dicen que en los cafés hay turnos malos porque son obscuros o están
muy escondidos, y a ellos va poca gente; turnos que antiguamente los dueños
llamaban "de castigo" y se los daban al camarero que hubiera cometido una falta,
por no echarle a la calle. Pues yo sostengo que para el camarero que quiera
cumplir no existen turnos malos, porque al público lo que más le gusta es estar
bien servido. Y… ¡no lo digo por echarme flores!... pero mis compañeros saben
que donde cualquiera de ellos ha ganado cuatro, supongamos, yo he ganado
ocho o diez... En nuestro oficio hay una parte de arte, que consiste en hacernos
un poco amigos de nuestros clientes. Fue parroquiano mío un millonario sin
familia que cuando comía aquí me daba un duro de propina. Me quería mucho, y
todos los treinta y uno de diciembre me regalaba trescientas sesenta y cinco
pesetas, una por cada día del año.
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El gran novelista Felipe Trigo, que para evitarse el dolor
de llegar a viejo tuvo la elegancia de "suprimirse"
Al igual de Marcelino, Juanito Cruz ha sido amigo de muchos aristócratas, y
"la Hermana de la Caridad" de muchos literatos. De esto y de su comedida
campechanía procede su popularidad. Antonio Asenjo y Torres del Álamo le
citan en "El rey de la Martingala"; Tellaeche estrenó una obra titulada "El turno
de Juanito"; el vizconde de Los Asilos le invitó a subir en globo, y la célebre
Resurrección Quijano le trajo de Méjico un sombrero pagado a escote por los
artistas de su compañía.
Sorprenden el respeto, el cariño, la devoción que los camareros antiguos
tributan a la mesa a que algún hombre célebre solía sentarse. Enjuto, inquieto,
vestido de negro y un tanto encorvado, más que por la edad por la continuada
actitud reverente que le impone su oficio, Juanito Cruz va señalándonos, con
gesto conmovido, varias de las mesas que nos rodean; mesas que son para él
como las páginas de un libro de historia. Sin cesar su brazo derecho, alargado
por la rigidez de su dedo índice, dibuja un rumbo.
—Ahí—dice—almorzaba muchas tardes Enrique García Álvarez: siempre
llegaba de mal humor y nunca se enteraba de lo que comía. En esa mesa estuvo
Felipe Trigo la víspera de suicidarse, y en aquella otra escribieron Enrique
López-Alarcón y Ramón de Godoy "La tizona", y día tras día me daban a
guardar las cuartillas que iban escribiendo.
La voz del narrador se debilita enternecida; sus palabras evocadoras han
descendido como fina lluvia sobre aquellos mármoles que, en tal momento,
esparcieron por el local una emoción de camposanto, y de pronto él cesa de
hablar y yo de preguntarle, y unánimes los dos suspiramos y nos quedamos
tristes; y es porque el Recuerdo—el dios siempre enlutado—acababa de pasar…
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El embrujo doliente de los museos palpita en los cafés; las mujeres y los
camaradas—idos o muertos—que compartieron nuestra mocedad dejaron en
ellos algo de que nace el misterioso imán con que nos atraen. Improbable
olvidarnos de los extintos cafés de la Universidad, de Prada y del Pasaje,
refugios de nuestros martelos estudiantiles; ni del de Puerto-Rico que vio
amontonarse las cuartillas de mi novela "El seductor"; ni de aquel muy grande
que hubo en la calle de Carretas y tenía salida a la de la Paz, donde
"fabricábamos"—esta es la palabra justa—novelitas de ciento cincuenta
páginas , que la Editorial Sopena nos pagaba a catorce duros.
Y ya que al correr de la pluma hemos ido acercándonos a nuestras agridulces
primaveras, ¿cómo negarle un recuerdo a Juan, "nuestro" camarero del café
de la Luna...?
Por él le preguntamos a Juanito.
—¿Usted le conoció?
—Sí. Murió hace tiempo, ya viejo…
A Juan, por cierta sugestión bondadosa que emanaba de él, le llamábamos "el
señor Juan". Era un viejecillo de dorso abovedado y piernas inseguras, en cuyos
labios no florecía ninguna palabra sin el aderezo de una sonrisa. La viveza de sus
pupilas azules y el tinte rosado de sus mejillas, suavizaban la melancolía de sus
cabellos enteramente blancos.
El café de la Luna constaba de dos grandes salones oscuros, separados por
un escalón, y olía a casa deshabitada y a polvo. Todo allí era viejo: el tillado, el
piano, los divanes de felpa roja, las puertas, por las que se fueron muchas
generaciones: los espejos, turbios y tristes, semejantes a ojos que han llorado.
Para la figura escuálida del señor Juan, ningún fondo mejor...
La primera vez que aquel hombre bueno nos vio dispuestos a escribir, exhaló
un "ay", hizo con la cabeza varios pequeños gestos afirmativos y dejó caer sobre
nosotros una mirada misericordiosa que, traducida chabacanamente, quería
decir: "—¡Está usted apañado!…" Una mirada en la cual a una gran piedad
se mezclaba una profecía.
—Me parece—dijo—que es usted periodista...
—En ese rincón—explicó—se reunían todas las noches, hace veinte años, don
José Ortega-Munilla, Castro y Serrano, "Clarín" y don Manuel Fernández y
González, de quien habrá usted oído hablar… ¡Qué discusiones formaban!...
Casi todos eran jóvenes, y yo, escuchándoles, me reía mucho. Ahí, en esa mesa,
escribió don Manuel su novela "El cocinero de Su Majestad", de la que prometió
regalarme un ejemplar dedicado. ¡Pero nunca se acordaba!... Yo, cuando le veía
de buen talante, lo que acontecía pocas veces, pues pecaba de soberbio y tenía
envenenado el carácter, le decía: "—Don Manuel..., ¿y esa dedicatoria?..." Él
contestaba: "—¡Ya la tendrás, hombre!…" Y se murió... y me quedé sin ella…
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Fabián, el echador del Colonial, cuyas manos son como dos fuentes
Esta anécdota que el señor Juan recordaba con el orgullo ingenuo que los
hombres célebres siembran en los inferiores que compartieron su intimidad, y
el desvanecido ofrecimiento de esa dedicatoria que Fernández y González nunca
llegó a escribir, reflejan el alma mudable, olvidadiza y filante—alma de
estudiantina—de los cafés.
Y acaso porque participan de ella, los amigos mejores de los artistas que
emprenden su Calvario, son los camareros. El hecho de haberles conocido
jóvenes y anónimos les mueve a quererles paternalmente, a tenderles una mano
en sus horas de bancarrota y a enorgullecerse de sus triunfos. "Sancho Panza"
estaba cierto de que su amo carecía de juicio, y. sin embargo, le admiraba. Lo
propio les ocurre a los camareros—hermanos espirituales de "Sancho"—con los
artistas a quienes sirven: les tienen por locos, les reprochan el desorden de sus
vidas, su holgazanería, sus trapisondas, sus vicios...; pero no les desamparan,
porque creen en su mérito, y porque "creyeron" pudieron salvarles. Los caminos
del éxito están llenos de camareros… ¡Ah!... Si pudiésemos desmenuzar el
misterio de las biografías nos convenceríamos de que repetidamente una
"primera medalla" o un libro célebre fueron el eco lejano y glorioso de una cena
impagada.
En el infierno de la lucha por la posesión de la Belleza y de la Fortuna, cada
artista pobre—¡no lo olvidéis!—lleva a su lado, disfrazada de camarero, la
sombra de Virgilio…
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IV
VENDEDORES DE PERIÓDICOS Y LIMPIABOTAS
Dibujo de Bartolozzi
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Como todo organismo vivo, el café tiene sus parásitos; existencias modestas
que medran a su cobijo y se agarran a él como el muérdago al tronco. Esta flora
parasitaria la constituyen los vendedores de periódicos, cerillas y décimos de
lotería, y los limpiabotas. En algunos establecimientos, éstos son dependientes
de aquéllos; en otros, no, y de la desocupación del público sacan todos provecho.
Los lustradores de calzado que cosechan ganancias más floridas no suelen ser
los entrometidos, sino los oportunos. Entre los expendedores de periódicos
ocurre igual. Ambos oficios, consiguientemente, entrañan un matiz psicológico
digno de mención. Para obtener beneficio de los clientes conviene abordarles
"a tiempo", pues como todo camina a compás y tiene su sazón, el servicio que
ahora rechazamos puedo parecernos grato, transcurrido un momento.
Un ejemplo: don Fulano llega de mañana al café, pide una consumación y
sus ojos buscan, maquinalmente, la puerta. Es evidente que espera a alguien, y
el vendedor de periódicos le observa y piensa:
—Este me llama...
Filan tres, cuatro, cinco minutos.
Don Fulano se aburre. Entonces, amablemente, como compadecido de su
fastidio, el vendedor se le acerca.
—¿Quiere usted algún periódico?
El requerido se encoge de hombros. Realmente no desea leer, pero aquella
pregunta le ha distraído un instante, le ha hecho bien... y acoge la oferta. ¿Por
qué no?... Leyendo, la espera le será más soportable. Un cuarto de hora después,
don Fulano deja el periódico y mira al espacio. El vendedor, que ha estado
registrando en una arquilla, le dice:
—¿Desea usted un décimo?...
Don Fulano mueve la cabeza negativamente. Con voz suave, el otro responde:
—Se juega mañana. El número es bonito; puede salir premiado...
Frunce don Fulano el ceño y no contesta; parece molestado; pero sus ojos,
involuntariamente, han leído el número, y el vendedor, sagaz, lo advierte.
—Sí, señor; las cifras suman diecisiete, ya lo sé...
Está seguro de vencer la resistencia de aquel hombre, en quien adivina un
temperamento de jugador, y añade:
—Piénselo usted; yo le dejo el número aquí. Nadie sabe dónde está la suerte...
Y don Fulano, sin fe, sólo por hacer algo, pasado otro cuarto de hora se queda
con el décimo.
Entre tanto, el limpiabotas, sentado sobre la caja guardadora de los enseres de
su oficio, no le quita ojo. El calzado de don Fulano no está sucio, ésa es la
verdad; pero su dueño se aburre, y a los aburridos se les maneja fácilmente.
—¿Paso un paño?
La mirada con que busca los zapatos de su presunto cliente completa la frase.
El interrogado vacila. En otra ocasión, paradigma—recién llegado al café—
hubiese rechazado el servicio; entonces, no. Considera que no tiene nada urgente
que hacer, que aquella pequeña ocupación le distraerá, y la acepta.
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Alfredo conoce bien la fascinación que ciertos números ejercen sobre los verdaderos aficionados a la lotería, y espera...
Y lo que esa mañana le aconteció a don Fulano le sucede a millones de
personas que en los cafés compran periódicos y décimos de la lotería sin ganas,
y se lustran el calzado sin necesidad, por que nadie deja de otorgar lo que le fue
pedido “a tiempo”.
Don Enrique Fernández, amo actualmente del puesto de periódicos del café de
Puerto Rico, es el decano de los vendedores de periódicos, de cuya Sociedad es
cofundador, pues cuenta cerca de sesenta años y debutó a los once en el café
Oriental, donde su padre trabajaba de camarero.
La biografía de este anciano bajito, amable, un poco encorvado y con gafas va
unida durante más de medio siglo al accidentado vivir de nuestra Prensa. Fue
capataz de "El padre Cobos", de "La madeja política", de "La Iberia", el diario
órgano de don Práxedes Mateo Sagasta; de "La Época", de "El Látigo", de "La
Broma", el semanario que hizo famoso el cáustico ingenio de Perillán-Buxó; de
"Fray Gerundio". del "Madrid Cómico", de "La Filoxera", cuyas páginas
señoreaba la desvergonzada gracia de Salvador María Granés; del "Gil Blas", de
Carlos Frontaura; de "La Viña", que ilustraban
Cilla y "Mecachis"; del "Verán ustedes…", de "El Motín", de "El Globo"...
—Por un ejemplar—dice—de "El Globo" que publicó el escándalo que dieron
Alfonso XII, la reina María Cristina y el duque de Sexto, en la Casa de Campo,
un cliente mío, muy republicano, me pagó ocho duros.
Lo mismo en los cafés que al aire libre la venta "del papel" sufre vaivenes. La
intensifican o rebajan las festividades, el estado del tiempo y los grandes
acontecimientos deportivos o teatrales; siendo muy de notar que con los cambios
de Gobierno o las informaciones de esos crímenes que a intervalos monopolizan
la atención colectiva, en los cafés la venta de periódicos disminuye, porque el
público, que los espera ansioso, sale por ellos a la calle.
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Don Enrique Fernández asistió a la inauguración del "Imperial"—famoso
café de tres fachadas, una a la calle de Alcalá, otra a la Puerta del Sol y otra
a la carrera de San Jerónimo, conoció a Vital Aza, a Ramos Carrión, al maestro
Chapí, a don Pedro Delgado, a "Lagartijo", a Frascuelo... y por conocer al
"todo Madrid" de entonces, trató a unas célebres timadoras apodadas "Las
Vaquerinas": dos hermanas, a cual más guapa, y duchas a porfía en el arte de
aplicar el robo los recursos de la prestidigitación.
De ellas, y a presencia de don Francisco Álvarez, dueño del café de Correos,
hablaban una tarde cuatroindividuos "de la Secreta". Sus palabras rezumaban
admiración. A creerles, para las manos de "Las Vaquerinas" no había cartera
segura, ni reloj, ni sortija, ni alfiler de corbata, que no corriesen peligro.
Don Francisco, lleno de confianza en sí mismo, exclamó:
—¡No exageren ustedes! Yo estoy cierto de que únicamente los tontos se dejan
robar.
Sus interlocutores se sintieron mortificados.
—Yo le aseguro a usted—repuso uno de ellos que en cuanto yo le dijese a
cualquiera de "Las Vaquerinas" que le quitase a usted el reloj, como hemos de
morir que se quedaba usted sin él.
Don Francisco Álvarez soltó una carcajada y un taco:
—¿E1 reloj?... Imposible. La cartera, tal vez. ¿Pero el reloj?... Nunca. Vean
ustedes: yo siempre voy así...
Tenía la costumbre de llevar los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco.
Los policías, sin embargo, ratificaron unánimemente su aseveración, y
enardeciéndose el diálogo se convirtió en apuesta.
—Lo único que necesitamos saber—dijeron—son los lugares adonde
acostumbra usted a ir.
La vida del señor Álvarez era absolutamente regular. Todos los días, fuera
invierno o verano, mediada la mañana, salía de su café, ambos pulgares
hundidos en los bolsillos del chaleco—llevase capa o no—, ganaba la calle de
Alcalá, tomaba luego la de Sevilla, y seguidamente, andando despacito por la
acera de los números pares de la carrera de San Jerónimo, regresaba a la Puerta
del Sol y se metía en el café que se llamó de Las Columnas.
No quisieron los de "la Secreta" oír más y lo apostaron una cena de seis
cubiertos a que, antes de una semana, le birlarían el reloj.
El requerido recontó a sus desafiadores, que eran cuatro.
—¿Y por qué—interrogó—, si somos cinco, piden ustedes seis cubiertos?
—Porque esa noche—le contestaron—vendrá cierta persona a cenar con
nosotros.
A la mañana siguiente, el señor Álvarez—ambos pulgares más ahincados
que nunca en los bolsillos de su chaleco—realizó, sin 'contratiempos, su paseo
habitual. Al otro día tampoco le ocurrió nada anormal, ni al otro... Y mientras
caminaba iba diciéndose:
—Esos no saben—se refería a los policías—quién soy yo. ¡Tontos!... Robarme
a mí es muy difícil…
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Y esta confianza que tenía en sí mismo, sigilosamente debilitaba su vigilancia.
La víspera de terminar el plazo señalado a la apuesta, don Francisco entraba
en Las Columnas precisamente cuando salía una señora rubia, muy compuesta
y vistosa, acompañada de una niña y con varios paquetes entre los brazos.
Involuntariamente tropezaron los dos, y a ella se lo cayó al suelo el bolso.
Diligente y amable, don Francisco se apresuró a recogerlo, y la dama, tras de
corresponder a su fineza con una sonrisa, ganó la puerta y desapareció, dejando a
don Francisco deliciosamente turbado por el encontronazo. De súbito, el señor
Álvarez tuvo un presentimiento desgarrador y llevó las manos al vientre.
Malamente pudo callar una blasfemia. Acababa de perder su apuesta. Le habían
robado el reloj...
Cumpliendo lo pactado, llegada la noche, él y los cuatro policías se reunieron
a cenar. El camarero trajo la sopa. Don Francisco, avergonzado de su derrota, no
levantaba los ojos del mantel.
—¿Comemos?—preguntó.
Sus acompañantes le recordaron que tenían invitada a lafiesta a una persona
que seguramente no se haría esperar; y no habían terminado de decirlo cuando la
persona anunciada apareció, y era una buena moza pechugona, de cabellos
gitanescos, tan morena que parecía de bronce luego. Familiarmente, luego de
saludar a "los de la fiesta", se sentó a la mesa y dirigiéndose a Don Francisco:
—¿Creía usted que se lo había robado de veras?
Y le entregó el reloj.
El señor Álvarez tomó la prenda, creía soñar.
—¿Pero usted no era rubia?...
"La Vaquerina" se echó a reír,
—Rubia era la peluca que llevaba puesta.
Y así terminó la broma.
* * *
El segundo tipo parasitario más importante del mundo cafeteril es el
limpiabotas, que unas voces depende del vendedor de periódicos, a quien habrá
de entregar todas las noches parto de lo recaudado durante la jornada, y otras del
dueño, al que abonará diariamente cuatro o cinco pesetas.
El limpiabotas es una silueta españolísima. Los franceses, tan ordenados y
devotos del ahorro; los alemanes, los ingleses, se acicalan el calzado en casa.
Nosotros no. El español siento tibiamente el amor al hogar; la calle le atrae; al
español le seducen la luz, el ruido, la gente, y por eso gusta de lustrarse los
zapatos en los cafés, y aunque sepa afeitarse irá a la barbería. El sol—que
muchos escritores llamaron "el demonio del Mediodía", es en nuestro país un
buen amigo de los limpiabotas.
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Arrodillado delante de una mujer, un limpiabotas siempre es elegante...
En el círculo, Joaquín Dicenta cuando estrenó "Juan José"
(Foto Almazán)
El gremio de lustradores de calzado presenta dos categorías. La inferior, la
más desventurada y también la más pintoresca, la forman los errantes, los "sin
casa", los que por ejercer su industria al aire libre no se atreven a fijarle precio
a sus servicios, y son los mismos que, llegado el verano se marchan a las playas
norteñas: a Gijón, a Santander, a San Sebastián, a San Juan de Luz, a Biarritz...
Sus figuras movedizas de hombros avezados a bordonear a pie por los caminos y
a viajar sin billete en los trenes, despiertan nuestra simpatía. Ellos simbolizan la
aventura, el anhelo de conocer, la inquietud, que es la luz de las almas. Son
como aves emigradoras; son los "limpiabotas-golondrinas", que desaparecen
de Madrid al avecindarse el estío y que las primeras lluvias de octubre
devuelven a la Puerta del Sol.
Los limpiabotas afincados en los cafés viven de modo muy diferente. El temor
a perder su colocación les impide viajar. Además de aplicarse a enlucir el
calzado venden números de Lotería, con lo que ensanchan sus emolumentos.
Practican costumbres sedentarias. Son los burgueses del oficio, y su
independencia les confiere cierta patronía.
Al igual de los camareros, los limpiabotas conocen los compromisos amorosos
y económicos de sus parroquianos, les prestan dinero—que no siempre
recobran—, les sirven de correveidiles, pignoran como suyo lo que aquéllos no
osan empeñar a su nombre, y al cabo conquistan su amistad.
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En Fornos había, hace treinta años, un limpiabotas corcovado que en sus ratos
de ocio gateaba por debajo de las mesas recogiendo colillas para luego
venderlas. Era muy avispado, adoraba el vino, conocía al "todo Madrid"
trasnochador, y no bien llegaba al café algún literato o algún aristócrata, le
saludaba nombrándole y corría a abrirle la puerta.
Aquel descendiente benemérito de "El buscón", que prefería a una propina el
honor de un apretón de manos, tenía desplantes de artista. Su mayor orgullo lo
cifraba en que don Joaquín, una noche, le hubiese invitado a cenar. Al decir "don
Joaquín" se refería a Dicenta, y el hecho no puede sorprender a quienes
conocieron el buen humor pícaro—alegría de "cuarto de guardia"—del insigne
dramaturgo.
Se hallaba éste tomando café con unos amigos, cuando advirtió el disimulado
ademán con que el jorobado se guardaba en un bolsillo la colilla de un puro.
En nombre de la higiene, Dicenta le vituperó su acción y lo conminó a decirle
qué pensaba hacer con aquel desperdicio.
—Venderlo, don Joaquín— replicó el truhán—, que a estas cosas y a otras
mucho peores obliga el hambre.
Oído lo cual el autor de "Juan José", probablemente más por divertirse que
por misericordia, entregó al doliente un billete de cinco duros.
—¡Para que cenes!—exclamó.
—Pero don Joaquín de mi alma...
—Haz lo que te mando, y para ti el dinero que sobre.
Dócil al apotegma "la luz que va delante es la que alumbra", el pícaro se
desembarazó de su manta haraposa, la dejó en el suelo—guardarropa mejor no
merecía—y cómodamente sentado a una mesa se dispuso a cenar. Cuando hubo
terminado, Dicenta le ordenó entregar dos pesetas de propina al camarero.
Y volviéndose a éste:
—¡Ayúdale a ponerse la manta! No te avergüences. Esa manta mugrienta tiene,
sobre los hombros de quien da ocho reales de propina, la elegancia de un
"smoking"...
En el café Regina actúa un limpiabotas que también es jorobado. Nació en
Asturias. Se llama Alfredo y tiene unasmanos robustas y unos ojos claros y
buenos, de "hombre de mar". Alfredo no se duele de su oficio, que considera
indispensable.
—Toda persona—afirma—que lleve la camisa y los zapatos limpios, parecerá
bien vestida.
—En general—concluye nuestro informador—nosotros tratamos el calzado
según su calidad; y... ¿a qué negarlo?...; según, también, la calidad del cliente.
Alfredo gana diariamente de ocho a diez pesetas—si llueve "afana" menos—
y con ellas y lo que lo reditúan los billetes de Lotería va sacando su vida
adelante. La catástrofe de su espinazo lo convirtió en un hombre pequeño, y
cuando trabaja su cabeza desaparece totalmente debajo de las mesas, por lo que
las personas a quienes sirve se olvidan de él, y ello le permite—sin procurarlo—
enterarse de muchos secretos.
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"Una tarde—cuenta—llegó aquí un matrimonio..."
(Fotos Almazán y dibujos de Bartolozzi)
Conocedor de la ideología supersticiosa de los aficionados a la Lotería,
Alfredo, si el caso llega, explota—como el famoso portero Jorobado del casino
de Monte-Carlo—la "buena sombra" que el vulgacho atribuye a los corcovetas.
—Una tarde—cuenta—llegó aquí un matrimonio. El esposo me compró un
décimo y me mandó limpiarlo el calzado. Momentos después, estando
trabajando, oí que su mujer le decía al oído: "Pásale el billete por la chepa"... Yo,
inmediatamente, levanté la cabeza.—"Eso, señora—expliqué—vale un duro." El
marido repuso:—"No importa." Y me dio el duro. Lo malo fue que el décimo no
salió premiado...
Calla unos momentos y prosigue, bajando la voz:
—Le decía a usted hace poco que sé muchas historias. ¡Y tantas!... Vea usted...
Con gesto recatado nos muestra unas joyas que alguien le ha dado para que las
empeñe.
Y concluye:
—Dentro de la humildad de este oficio, muchas, muchísimas veces, un
limpiabotas es un confidente.
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V
FIGURAS QUE SE VAN
Un piano, al que le faltaba una octava, y que contaba de existencia muy cerca de un siglo...
Dibujo de Bartolozzi
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Va para treinta años que emprendieron su éxodo rumbo a los cipresales del
eterno silencio, los pianistas y violinistas de café contemporáneos del pintoresco
"maestro Domínguez", que descubrió en el arte de contar cuentos un medio de
vivir; "del ciego Fidel", panzudo y barbón, que por las noches recorría los
camerinos de los teatros ofreciendo décimos de lotería y rifando mantones; y de
Leandro Viñas, aquel librero que apoyándose en un bastón y maldiciendo de sus
piernas reumáticas, iba de unos cafés a otros vendiendo "a plazos" los
veinticinco tomos de la "Historia de España", de Modesto Lafuente. ¡Todos se
fueron ya!… Y sus figuras, alejándose al correr del tiempo, dejan en nuestro
corazón un rumor de pasos.
En los últimos días de la centuria anterior todos los cafés—exceptuando
Fornos, El Suizo, El Inglés, El Diván y algún otro—tenían música. Entre los que
con mayor beneplácito del público tributaban culto a Euterpe recordaremos el
Antiguo Levante, cuyos conciertos dominaron la atención de los melómanos; el
Imperial, donde trabajaron dos grandes artistas olvidados: el violinista Fortuny,
que Rosales retrató, y el pianista Power; el de San Marcial, inmortalizado por
Chueca en su zarzuela "El año pasado por agua"; el de La Concepción, sito en la
calle de la Corredera, frente al teatro de Lara; el Español, vecino del entonces
llamado Teatro Real; el de Numancia, donde Carlos del Pozo, a la sazón
aprendiz de bajo, tenía su "peña"; el Habanero, al que sus "comedores
reservados" señalaron como un lugar de perdición; el de San Isidro, en la muy
castellana rúa de Toledo; el del Callao, en el extinto callejón de Hita; el de
Cervantes, que tras una existencia larga y próspera quebró porque el semanario
"El Escándalo" dijo que la leche que allí se servía era la que utilizaba para
bañarse la marquesa de La Laguna; el del Siglo, en la calle Mayor; el de la Gran
Vía, el de San Mateo, el de San Joaquín, el de Prada, el de Los Basilios, el del
Diamante, cuyo dueño fue encarcelado por haber mandado tocar el Himno de
Riego..., y muchos más.
La música formaba parte del mundo cafeteril, y su opio respondía a la vida
contemplativa del Madrid clásico; un Madrid donde, como en los pueblos, las
gentes salían de sus casas "a tomar el sol". En aquella época sin automóviles
ni teléfonos, el vocablo "prisa" carecía de aplicación cierta. Los negocios
marchaban lentamente. Imperaban el mantón y la capa—las dos prendas que,
sujetándonos los brazos, más han contribuido al atraso nacional—; la pluralidad
de los cafés céntricos no cerraban sus puertas hasta la amanecida; en los
Ministerios—dicho sea sin hipérbole—se trabajaba menos que ahora, y las
calles, a las diez de la mañana, estaban desiertas. Esto razona la importancia de
la música en los cafés, adonde la gente más que a beber café acudía a sentarse
y acaso a meditar en lo que necesitaba hacer y probablemente no haría nunca.
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La muy madrileña calle de la Magdalena, donde estuvo el café de Numancia
Los conciertos, a base generalmente de piano y de violín, comenzaban después
de las nueve de la noche, y el advenimiento de los músicos a su estrado
difundía por el local una impaciencia y un bienestar. Unánimes los ojos
convergían hacia ellos, en las tertulias cesaban los diálogos, y los amantes
que cuchicheaban en la penumbra de los rincones, maquinalmente enmudecían,
se oprimían las manos para sentirse más cerca, y apoyando las cabezas en
el respaldo del diván miraban al espacio dispuestos al éxtasis. Mientras, el
violinista desenfundaba su instrumento, y el pianista, que generalmente era
ciego, luego de abrir el piano se inclinaba sobre el cajón donde guardaba las
partituras. Hecho esto se sentaba, y un momento sus dedos, para agilitarse,
corrían caprichosamente sobre la albura del teclado. Las piezas del programa de
cada noche eran casi siempre habaneras, jotas, valses de Waldteufel y trozos de
las clásicas zarzuelas de Gaztambide, de Barbieri, de Arrieta, de Chapi, de
Marqués y de Oudrán: "El molinero de Subiza", "El valle de Andorra", "La
mascota", "La Tempestad", "El anillo de hierro", "Marina"… ¡tan vieja y tan
joven!... El sortilegio musical sobrecogía a la concurrencia, y los corazones
latían presos de angustia dulcísima. No hay paradoja comparable a la de la
música, que es a la vez beso y mordisco, caricia y flagelo, y así a todos
indistintamente les regocija o les apena, porque su embrujo en los jóvenes se
hace soñación y esperanza, y en los viejos recuerdo. La música es sonrisa
inefable y congoja, promesa y desengaño. La música se parece a Jano. Es
bifronte. La música tiene la gracia doliente de esas tardes otoñales en que
llueve con sol…
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Desde una tarima, el pianista, el rostro vuelto hacia la sonrisa del teclado, y el
violinista, erguido, cual si quisiera prolongarse en la melodía que ejecutaban sus
dedos, esclavizaban la atención del auditorio, y cuando sollozaba el acorde
postrero, dejando en el silencio la humedad de una lágrima, el público
testimoniaba su entusiasmo aplaudiendo y golpeando las mesas con los platillos
del azúcar.
De los cafés de "piano y violín" el más frecuentado por la bohemia literaria de
a principios de siglo, fue el del Vapor, situado en la plaza del Progreso. El
misterio de esta simpatía lo explica la caritativa condición del pianista que
actuaba allí. Se llamaba Leandro Ribera, y fue un hombre bueno y gordo que
jamás supo negarle a nadie un favor. De su jornal, que seguramente no excedería
de cuatro o cinco pesetas, y de su crédito, sus amigos usaban como de cosa
propia, y en su saqueada bolsa, siempre abierta, todos metían la mano. Noche
tras noche, un puñado de tipos desusados, siluetas de capa, chambergo y chalina,
arrancadas a los cabarets montmartreses, organizaban una especie de cenáculo
alrededor de Ribera. A su lado se sentían protegidos y sin dejar de quererle le
explotaban; pero él no se enfadaba, poseído constantemente su ancho corazón de
la sana alegría de ser útil.
Por aquellos días se habló en los mentideros literarios del suicidio de Francisco
Villaespesa. El motivo de esta noticia fue el siguiente: Villaespesa—que aún no
escribía para el teatro—surgió una noche, a hora muy avanzada, en el café del
Vapor. Acababa de regresar de Portugal, venía sin recursos y no tenía dónde
dormir.
—Lo mejor que puedes hacer—le aconsejó Ribera—es buscar alojamiento en
una casa de huéspedes de la calle de Pozas, donde yo he vivido.
Y le señaló el número y el piso.
—No digas—añadió—que vas de parte mía, porque al dueño le debo dinero...
¡Ribera era tan magnánimo que adquiría deudas a trueque de pagar las de sus
amigos!...
Sin otras indicaciones, Francisco Villaespesa se personó en el domicilio
indicado, donde reclamó, con su vehemencia habitual—entonces el hombre no
cedía en exaltación al poeta—, "la mejor habitación que hubiese".
—Tengo desalquilada una muy buena—aclaró el posadero—; pero vale un
duro.
—¡Ahí va!—repuso Villaespesa, entregándole "el duro de Ribera". Otro no
tenia...
Aquel pagar anticipado, las despeinadas melenas del nuevo huésped, su falta
de equipaje y, especialmente, el impaciente alboroto de sus ademanes,
inquietaron al hotelero; mas como ya había cobrado, nada dijo.
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Francisco Villaespesa, dos o tres años antes de "suicidarse"
Una vez en su habitación el futuro autor de "El alcázar de las perlas" pidió
quince o veinte pliegos de papel de cartas, con sus correspondientes sobres;
cerró después la puerta, aunque sin llave—como quien, por carecer de todo, no
teme ser robado—, y se puso a escribir. Ya amanecía cuando, en lugar de
acostarse, que habría sido lo lógico, quiso tejer un soneto, para lo cual comenzó
a pasearse a largos trancos por el aposento; y, según los arbitrarios vaivenes de
su inspiración, unas veces miraba al suelo, otras al techo, o bien agitaba los
brazos o hundía ambas manos en su copiosísima pelambrera, como quien está
desesperado. Tenía además Villaespesa la costumbre de componer sus poesías en
alta voz—para mejor apreciar su música—, y como los poetas gustan de
quejarse, seguramente los versos que iba hilvanando serían terribles. Algo por
este estilo: "Mi corazón quedó roto en pedazos"… "Ha llegado el momento de
morir"..., etc. Y como en aquel momento advirtiese que su revólver le molestaba,
quiso sacárselo del bolsillo para dejarlo sobre la mesa...
Y ocurrió entonces algo digno de la más regocijada película, y fue que el
posadero, al ver que su huésped—a quien había estado observando por el
agujero de la cerradura—, tras de escribir muchas cartas, que presumió fuesen de
despedida, empezaba a halarse del pelo y a llamar a la muerte y, finalmente,
sacaba un revólver, irrumpió frenético en la habitación y, arrojándose sobre el
poeta, le arrebató el arma.
—¡No, señor!—le gritaba—. ¡Aquí, en mi casa, no consiento escándalos!... ¡Si
quiere usted matarse váyase a la calle!.. Este lance, aventado por los tertulianos
de Leandro Ribera, a la noche siguiente recorría Madrid bajo el temeroso
epígrafe, de "el suicidio de Villaespesa".
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Leandro Ribera, siempre tan apacible, murió loco. Su locura era ingenua,
como
lo fue su razón; consistía en creer que había inventado unos barcos de mármol.
"Son unos barcos—decía—que se limpian en seguida... con sólo pasarles una
esponja..."
¿Habrían influido en su demencia el nombre del café donde trabajaba café
del Vapor—y la constante visión de sus mesas de mármol?... El último café con
"piano y violín" fue el Español, emplazado frente al venerable teatro Real,
llamado hoy, más razonablemente, de la Opera. Las tiples, los tenores, los
barítonos y los bajos más famosos del mundo tertuliaron en él: Tamberlick,
Gayarre, Tamagno, Caruso, la Barrientos, la Pareto, la Galli Curci, Tito Schipa,
Martinelli, Tita Rufo..., y sus voces gloriosas—aquellas que los melómanos han
pagado a mayor precio—resonaron allí gratuitamente pidiendo un chocolate con
picatostes, un "bock" de cerveza, o un solomillo con patatas. Por aquel lejano
entonces, las ganancias de este café eran considerables, pues enviaba muchas
comidas a los alumnos del Conservatorio, a los empleados del palacio real y
a los vecinos cuarteles de Alabarderos de Inválidos. En invierno sus ingresos
se acrecentaban con las numerosas cenas que a diario servía a los profesores y
coristas de la Opera, y de noche, repleto de gentes a quienes el "bel canto"
alborozaba el apetito mientras hablaban de contratos y discutan de arte en
distintos idiomas, parecía una sucursal de la Galería Víctor Manuel. Después
envejeció, se quedó triste, callado, mustio; sus bellas noches ruidosas se
apagaron y el silencio de sus horas no tuvo otra música que la del eterno bisbiseo
de las parejas enamoradas diseminadas por los rincones del salón.
En el café Español subsistía un "Erard" al que le faltaba una octava y contaba
de existencia muy cerca de un siglo. El penúltimo artista que, noche tras noche
durante veintiséis años, lo pulsó—¡y con cuánto entusiasmo, con cuánta
emoción!—fue el maestro aragonés don Zacarías López-Debesa. Este hombre,
bajo, recio y saludable, de cuyo corazón—un corazón en tono mayor—el tiempo
no ha arrancado aún la alegría de la Jota, vino a Madrid con una pensión de ocho
duros mensuales, que le había señalado la infanta Isabel. Tenía entonces once
años. A los catorce ganaba cuatro pesetas tocando el piano del café de Bilbao.
De
allí pasó al llamado de Numancia, y luego al Español.
Don Zacarías nos refiere que perdió la vista a los tres días de nacer, lo cual no
obstante usa lentes obscuros para disimular su ceguera, pues está cierto de
"ver"—en el sentido cabal de la palabra—con los ojos del entendimiento. El
maestro López-Debesa lleva las pupilas dentro del cráneo, y en cada melodía su
sensibilidad descubre una perspectiva y un color. A creerle, hay notas azules,
notas verdes, notas amarillas, notas rojas...; acordes vespertinos y otros
impregnados de un rosicler de aurora. A su entender, la música es luz...
En apoyo de esto saca a colación la curiosa historia del "Claro de luna", de
Beethoven.
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El aragonés don Zacarías López-Debesa,
que durante veintiséis años actuó en el café Español
Una noche estival, el gran músico se detuvo a oír, junto a una ventana abierta,
una composición suya ejecutada al piano. Lo primoroso de la interpretación le
impresionó y, aproximando el rostro a la ventana, procuró conocer a quien tan
certeramente le traducía, y vino a ser una joven, rubia y ciega, cuyos cabellos, en
aquel momento bañados en luna, vertían sobre la nieve de sus hombros un
polvillo áureo. Enternecido Beethoven llamó a la puerta de la casa, y para que le
dejasen entrar declaró quién era. Al oír aquel nombre que la gloria no se fatigaba
de ungir, la pianista se levantó. Alta, grácil y cubierto su vestido blanco de
claridad astral, tenía la emoción religiosa de un mármol.
—¿Usted no ha visto nunca?—preguntó Beethoven.
En los ojos muertos de la interrogada cuajaron dos lágrimas.
—No, maestro...
Él repuso, el alma hecha fuego:
—Pues recójase en sí misma y escuche. Va a surgir el milagro. La noche está
llena de luz... y yo quiero que usted conozca esa luz...
Y el genio se sentó al piano, y volcando sobre sus teclas—como si se
desangrase— su corazón, improvisó esa página eterna que luego había de
titularse "Claro de luna"; y la ciega, con los ojos del espíritu, vio la luna…
López-Debesa concluyó:
—¡Yo también la he visto...! Yo le juro a usted que oyendo a Beethoven, a
Juan Sebastián Bach y a Wagner—que son mis elegidos—veo. ¡Yo no estoy
ciego...! Los que me creen ciego se equivocan...! Para mí la "Sinfonía Pastoral"
está anegada en sol...
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El violinista Jesús Estefanía y el pianista Antonio Nebreda, que aún defienden
la tradición de los viejos cafés sentimentales con piano y violín
(Foto Almazán)
Meses después de esta conversación fuimos a visitar a don Zacarías a "su
café".
—Don Zacarías—nos dijo un camarero—ya no trabaja aquí.
La noticia nos llenó de estupor, de dolor.
—¿Y por qué?...
—Porque ha habido reformas. ¿No las nota usted...?
Advertíamos, efectivamente, ciertas innovaciones. El sitio del piano era otro.
El local estaba como "maquillado". Nuestro informador continuó:
—Usted sabrá, por los periódicos, que hace pocas noches se presentó aquí la
Virgen.
Seguros de haber oído mal repetimos:
—¿La Virgen...?
—Sí, señor.
—¿Ha venido a este café la Virgen...?
—Como se lo cuento. El "echador" la vio. Fue un escándalo. Se le apareció en
la cueva, y el hombre..., ¡claro...!, con el susto que recibió, soltó las cafeteras y
escapó dando gritos...
—Realmente—comentamos burlones—, cualquiera, aun el más bravo, metido
en la piel de ese "echador", hiciera igual.
Con López-Debesa y otro pianista, ciego también, que actuaba en el café de
Jorge Juan, han desaparecido los viejos cafés sentimentales con piano y violín.
El Arte se mecaniza, el público prefiere la radio al libro—es más barata—; los
poetas callan, el cine hablado triunfa, y a la puerta de los teatros la Emoción, la
divina Emoción, cubierta de andrajos, pide limosna.
¿Y Apolo, dónde está...?
Los escritores lo saben. Id a los campos de fútbol y allí—muerto a puntapiés—
encontraréis el cadáver del dios…
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VI
SILUETAS DE BOHEMIA
Dibujo de Bartolozzi
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55
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que la bohemia artística tuvo su uniforme:
traje con lamparones—de pana, a ser posible—, chalina negra, botas
desgobernadas, dedos uñosos, capa o gabán bien raídos, semblante macilento y
mal afeitado, de persona que come de milagro y se acuesta vestida, y sobre la
melenuda cabeza un sombrero de ancha alas puesto de cualquier modo. Cuando
ese "todo el mundo" que obstruye las calles se cruzaba con un tipo así, pensaba:
—Ahí va un bohemio...
La bohemia era inseparable entonces de los conceptos de suciedad y de
hambre; el vulgacho veía en los artistas unos enemigos del trabajo que mataban
el tiempo escribiendo novelas o pintando cuadritos, y no apreciaban diferencias
ostensibles entre el músico que compone una jota y el descalzo que la canta al
son de una guitarra en la vía pública. Al artista se le confundía con el vagabundo
y con el perdulario. Se le desdeñaba y por ocurrente y arbitrario se le temía. Los
artistas representaban el escándalo, la cabriola, lo insólito. Para las gentes, el arte
era una forma—la más elegante—de limosnear, y sus cultivadores, una taifa de
mendigos pintorescos con talento y de buen humor.
¿Necesitaremos explicar que la bohemia, compañera del arte, no es eso?...
La bohemia no se halla vinculada inexorablemente a la pobreza. Hay muchos
ricos de instintos bohemios y muchos pelagallos con alma de burgués. La
bohemia, consiguientemente, supone una disposición de espíritu substantiva y
aparte. El bohemio artista "nace" y sus rasgos temperamentales mejor acusados
son: la imprevisión y un culto desbordado a la Belleza. Todo gran forjador de
emociones estéticas lleva dentro un místico. Sirva de ejemplo Miguel Angel, que
para dedicar a su trabajo mayor tiempo dormía vestido y almorzaba un trozo de
pan. Torturados por un anhelo insaciable de perfección y atentos sólo al deleite
narcisiano de crear, los artistas geniales desdeñan el provecho económico de sus
esfuerzos. La inspiración, cuando prende bien su antorcha, no entiende de
beneficios, y el excelso placer que experimenta produciendo es su única
recompensa condigna. A la inspiración no se la puede aplicar "la jornada de las
ocho horas'"; la inspiración, que es el alma hecha fuego, no trabaja a jornal,
como las manos.
En el comercio, y aun en las artes liberales, todo está sometido a tarifa. No
así en las bellas artes o artes nobles, cuyos frutos, por la misma divina emoción
que los anima, no reconocen precio. El dinero y el arte son conceptos demasiado
heterogéneos para que el uno sirva al otro de premio. No se acoplan, no se
entienden; el dinero pesa y la idea es ingrave. Todo se compra, menos la belleza;
lo dice la sonrisa de Gioconda, que es para los millonarios una lección…
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Félix Méndez, el hombre que—según frase suya—"puso al paso" la tisis galopante que padecía
Por eso la mayoría de los escritores y artistas viven desgobernadamente.
Ilusionados siempre, no establecen equilibrio entre su labor y sus ganancias. Las
comodidades materiales no les absorben; ambulan fuera del tiempo; el ensueño
les venda los ojos; no saben por dónde van, y de la terrible desproporción entre
lo mucho que ambicionan—nada menos que la inmortalidad buscan—y lo
poquísimo que tienen, dimana su bohemia. Adoran la independencia. Son
orgullosos, ególatras, díscolos. Lo rebañego les molesta, y porque gustan del
fausto y la miseria les oprime, protestan de ella derrochando en un día el dinero
que acaso les permitiese vivir un mes. Los artistas no hacen números. Se creen
ricos. La previsión, la voluntad del ahorro, "el miedo al mañana", son fantasmas
extraños a su naturaleza. Luego tropiezan con la realidad triste, y ella les dice
que necesitan comer y dormir bajo techado, y para conseguirlo sin apartarse de
la ruta que siguen recurren a estratagemas. casi siempre donosas, y con su grato
ingenio alivian los sufrimientos de su penuria. Nada les abate; su convicción de
triunfar algún día nutre su optimismo, y con el descalabro que haría llorar a
cualquier "hombre serlo", ellos—los comparsas de la eterna estudiantina de la
Esperanza—fabrican una pajarita de papel.
Los artistas, aun los de edad avanzada, no conocerán nunca ese crepúsculo
árido, desilusionado y egoísta, de los individuos que usaron sus actividades en
otros empleos. De su desprecio al dinero—el dios esquivo de los avaros—brota
su regocijo. Unos tendrán los cabellos negros, otros peinarán melenas grises o
blancas; pero todos parecerán jóvenes, porque en el indisciplinado vivir de esos
sacerdotes de la Emoción nunca asoma el otoño.
El vulgo no comprende esto; lo halla ilógico. Las gentes razonables, esclavas
de sus negocios y "del buen parecer", se asombran de esas personas capaces de
no darle importancia a nada, como no sea a la risa. Pero las hay, y porque son
heroicas, a ellas va nuestra admiración.
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Cuando Félix Méndez tenía empeñadas todas sus ropas—desgracia que la
aquejaba frecuentemente—se endosaba el frac. En él la miseria vestía de
etiqueta. Una noche, después de cerrados los teatros, aquel inolvidable maestro
del desenfado y de la burla entró en Fornos así vestido y se puso a aullar.
El por aquella fecha célebre esgrimidor y crítico de arte Alejandro
Saint-Aubin, le preguntó qué le sucedía.
—Nada, don Alejandro. ¿Qué quiere usted que me suceda? ¡Qué aúllo de
hambre!...
Luego se encontró al camarada con quien vivía, el cual le invitó a café, y sin
más, los dos, poseídos de feliz resignación, diéronse a distraer sus ganas de
comer con el divino pan de la risa. De repente un caballero bien portado, que
ocupaba una mesa próxima y había oído la contestación que Félix Méndez diera
a Saint-Aubin, se acercó a saludarles.
—Me parece—dijo—que ustedes son escritores...
—No se ha equivocado usted.
—Lo comprendí en seguida por la gracia con que hablan. Yo pertenezco al
comercio, pero me gustaría ser bohemio. ¡La bohemia me encanta!... Ustedes
deben de correr aventuras deliciosas, ¿eh? Yo quisiera que fuésemos amigos...
Félix le dio la mano y tuteándole:
—¡Nada, chico, desde ahora mismo!… Tú y nosotros, como hermanos. ¡Pide
lo que gustes!...
El advenedizo repuso:
—No; vosotros no tenéis dinero. Soy yo quien convida.
Cenaron los tres y cuando—ya próxima la hora del alba—se separaron, el
anfitrión, que durante el banquete se había desternillado de risa, abrazó a sus
invitados, les pidió la dirección de su domicilio y se marchó prometiéndoles
hacerles muy pronto una visita.
Convivían Méndez y su cofrade en un villano sotabanco de la calle del Divino
Pastor, cuyo techo en declive parecía derrumbárseles encima. Las paredes
estaban encaladas; el solado, cubierto de un polvo rojizo, era de ladrillos, y el
moblaje se reducía a dos camas minúsculas, un palanganero portátil de hierro,
con una palangana poco mayor que una ensaladera, y un baúl. Un tragaluz,
abierto en el tejado, esclarecía el tabuco.
Alguien llamó una tarde a la puerta de la buhardilla. Era "el caballero de
Fornos".
—¿Pero, cómo—entró diciendo—, todavía estáis así?...
Félix Méndez y su amigo se hallaban acostados. El visitante continuó:
—Pues hoy, a mí, el cuerpo me pedía retozo, y pensé: "Voy a buscar a esos"...
Ellos no contestaron. El recién llegado se había sentado en el baúl, sin quitarse
el sombrero ni el gabán y como desconcertado por el cuadro miserable que tenía
delante.
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—¿Qué vais a hacer esta noche?...
A la vez, los interrogados declararon:
—Nada.
—Pero, al menos, os levantaréis...
—¿Con qué objeto?... ¿Para ir a dónde?… Aquí estamos bien... ¡a menos que
nos invites a cenar, en cuyo caso!...
—¿No tenéis dinero?
—Ni un maravedí.
—¿Y vuestras mujeres, qué dicen?...
—Nuestras mujeres ayunan en silencio, como nosotros...
Siguió a esta réplica cruda un silencio penoso. En el tragaluz palidecía el
crepúsculo. Adelantando el labio inferior con expresión desengañada, "el señor
de Fornos" murmuró, como diciéndoselo a sí mismo:
—¡Qué chasco me he llevado!... ¡Yo creía que la bohemia era otra cosa!...
Méndez se echó a reír con su gran risa de clown; una risa callada y cruel, que
descubría sus dientes amarillentos y largos y le ocupaba todo el rostro.
—Pues la bohemia es esto—exclamó—: Una fruta ácida, muy ácida.... que
solamente los artistas mordemos a gusto. Tú eres comerciante; tú necesitas
comer dos veces al día. Tu bohemia es la de Puccini..., ¿verdad?... La nuestra no
la sientes; es demasiado fuerte para tu paladar. Te haría daño. ¿Quieres un
consejo?… No vuelvas por aquí.
Si Félix Méndez hubiese sabido llevar al papel la gracia, la extraordinaria
gracia pícara de las chuscadas que a caño abierto decía y hacía, hubiera sido un
formidable autor satírico. Con su ingenio cáustico rimaba su figura expresiva
como un epigrama. Alto, seco, cuellilargo, los hombros subidos, el pecho
cóncavo, el dorso abovedado, estevadas las flacas piernas, el cabello cortado al
rape y en el semblante descolorido, de pómulos salientes, el maxilar entreabierto
siempre para que la boca alentase mejor.
Félix, desde muy joven, empezó a escupir sangre; estaba tísico, pero su mal no
le apenaba.
—En cuanto supe—decía—que mi tisis era galopante, la puse al paso, y...
¡Aquí me tenéis!...
Félix Méndez tenía por hermano a su homónimo Limendoux: el "niño
prodigio" que, a los dieciocho años, recién llegado a Madrid, estrenó "Niña
Pancha", su primera zarzuela. Precocidad que inspiró al otro Félix la siguiente
arbitraria redondilla:
Tres Félix hay en el mundo
que a Dios le dicen de "toux":
Fray Félix Lope de Vega,
el Méndez y el Limendoux…
59
El mismo trabajo durante cuarenta años.
Los antiguos clientes y el camarero son viejos amigos.
Félix Limendoux fue todo simpatía. Rivalizaban en él la sal de la conversación
con la pulida elegancia de los ademanes. La bohemia de Limendoux no llevó
nunca los tacones torcidos ni la camisa sucia. En el aseo de su persona se
copiaba el aristocrático linaje de su espíritu. Todos le quisimos. Tenía algo de
"bibelot". Era menudito, rubio, ojizarco, carirredondo y risueño, y para disimular
la calvicie prematura de su frente usaba lo que cuarenta años atrás las mujeres
llamaban "flequillo".
De conocer el arte de piruetear sobre la cuerda floja de la necesidad,
Limendoux hubiera podido dar lecciones a muchos maestros de la zancadilla,
pero en este resbaloso terreno Méndez le aventajaba. Méndez había sufrido más
y tenía la réplica más pronta.
¿Os acordáis del dibujante Pepe Arija, con su cara alimonada y sus grandes
pupilas negras de fakir, en las que había la tristeza de una precognición?... ¡Sí,
que os acordáis!... Arija era un hombre de poca estatura, bueno, callado, propicio
siempre a socorrer a sus amigos y sin otro vicio que el de ir por las noches al
café de Covadonga. En aquel local, de aspecto lugareño, su espíritu
contemplativo se encontraba bien.
En cierta ocasión, Limendoux, hallándose sin recursos, se animó a solicitar un
socorro de Arija, a quien trataba fraternalmente. Hacía frío y Limendoux se
echó a la calle embozado en su capa; una capita azul, bordada, que todos
conocimos. Al entrar en el café, la primera persona con quien tropezó fue con
Félix Méndez. Se saludaron. Los ojos de Méndez iban de un lado a otro,
registrando el salón. Limendoux le preguntó:
—¿Has visto a Arija?…
60
Su voz expresaba impaciencia y zozobra. Méndez le miró, desconfiado.
Limendoux le estorbaba.
—No... no ha venido. ¿Para qué le querías?...
Limendoux no advirtió el lazo disimulado en aquella interrogación.
—Pues... ¡la verdad!...; quería pedirle dos duros.
Félix Méndez comenzó a atusarse el bigote con aire reflexivo, y después de un
silencio:
—Yo tengo aquí cinco duros...
Limendoux le abrazó.
—¡Dame dos!...
—A eso iba, aguarda: esos cinco duros, realmente, no son míos, sino de Pepe.
Me los prestó hace tiempo y yo esta noche..., ¡mira qué casualidad!..., venía a
devolvérselos. Porque... ¡chico!..., francamente, de un hombre tan bueno como él
no se debe abusar.
En aquel momento apareció Arija, que, desde lejos, les saludó con un gesto
amistoso. Méndez prosiguió persuasivo, confidencial:
—Si yo te doy ahora eso que necesitas, Arija deja de cobrar lo suyo y quedo
mal con él. Pero no pases cuidado, porque haremos lo siguiente: antes de
que tú le hables, yo le restituiré esos cinco duros que el pobre considera
perdidos, y con la alegría de haberlos recobrado no sabrá negarte los dos que vas
a pedirle. ¿Qué te parece?...
Limendoux asintió. La estratagema le parecía magnífica. Méndez se despidió,
de él y se acercó a Arija.
—Oye, Pepe...
Receloso, el interpelado torció el gesto.
—¿Qué te ocurre?
—Pepe de mi alma, lo que voy a confesarte no te sorprenderá; tú eres un
hombre avezado a estas emboscadas. No tiembles. Necesito dos duros...
—¡Félix!...
—Los necesito. No quieras saber más: los necesito. Si no me los das, pondré
mi tisis al galope y cuando mañana fallezca la gente te llamará asesino. Elige.
Mi vida está en el bolsillo izquierdo de tu chaleco...
No le precisó insistir mucho para llevar a término feliz su procuración, y aún
el pícaro no había salido del café cuando Limendoux abordó a Arija:
—Mi querido Pepe, vengo en busca tuya; atravieso un momento difícil;
préstame diez pesetas...
Los ojos, llenos de soñolienta melancolía, de Arija, brillaron con un fulgor
colérico. Sus mejillas se enrojecieron y su voz tronó amenazadora.
—Pero ¿qué significa esto, recaramba?… ¿Os habéis propuesto
desvalijarme?… Yo soy un hombre que vive de su trabajo; yo soy pobre...; ¡yo
no tengo dinero!...
—No mientas, Pepe...
—¡No tengo dinero, repito!…
61
Félix Limendoux, malagueño, autor de la zarzuela “Niña Pancha”
Para dar mayor brío a su declaración se palpaba los bolsillos con ambas
manos.
—¿Ves?—añadió—, ¿ves?... Convéncete. Una peseta. Es lo que me habéis
dejado: una peseta. ¡Lo justo para pagar mi café!...
Limendoux se amoscó.
—¡No es cierto, tú me engañas, porque Félix Méndez acaba de entregarte
cinco duros que te debía. A eso vino esta noche: a devolvértelos. Me lo decía
cuando tú llegaste.
Pepe Arija perdió los estribos.
—A lo que ha venido el muy bigardo—exclamó— es a sacarme dinero...
Y la graciosa burla se descubrió y Félix Limendoux se volvió a la calle con las
manos vacías.
Siempre que desaparece un tipo del corte intelectual de Félix Méndez, los
cronistas aseguran que ha bajado a la tierra "el último bohemio". Esto dijeron
también a propósito de Rafael Delorme, de Alfonso Tovar, de Pedro Barrantes,
de Antonio Palomero, de Celso Lucio, de Manuel Paso, de Jiménez Prieto, de
Julio Antonio...
Error. "El último bohemio" no ha nacido aún. La bohemia no es una moda, ni
una librea; es "un estado de conciencia", un imperativo. La bohemia—no
confundamos la bohemia con la abulia—significa indisciplina, exceso de
idealismo, exaltación lírica, heterodoxia, alegría, seguridad en las propias
fuerzas. Es bohemio quien ambiciona mucho y procura; vivir como si tuviese
mucho, aun faltándole todo. Senil, harapiento, obscurecido, desconceptuado, en
el bohemio artista jamás titubeará el culto a lo bello, y por este divino amor
Chateaubriand—ya octogenario—se prendó de una adolescente y la llevó a
admirar una tempestad desde una cueva abierta en los acantilados bretones.
Los bohemios de raza no envejecen. Los años no les hieren o les vulneran
menos gravemente que al resto de los hombres. Sueñan los muy afortunados
—no todos los mortales gozan de este don—y sobre sus soñaciones resbala el
tiempo. Cuando Paul Verlaine, a los cincuenta y dos años, finó en el hospital,
todavía era un niño...
He aquí el supremo milagro de la bohemia: llevar consigo—y como
embalsamada—la juventud.
62
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TIPOS DE CAFÉ (1935) Eduardo Zamacois

  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE I – El alma del café………………………………………..……5 II – El hombre del mostrador…………………………….…..15 III – Los camareros………………………………...…………25 IV – Vendedores de periódicos y limpiabotas………...……..33 V – Figuras que se van…………………………………...…...43 VI – Siluetas de bohemia……………………………………...53 VII – Otras siluetas de bohemia……………………………...63 VIII – Sigue el desfile…………………………………...…….71 IX – Las desarraigadas……………………………………….79 X – Tertulias memorables…………………………………….87 XI – La nochebuena en el café……………………...………..97 XII – Otros tipos……………………………………….…….107
  • 4. 4
  • 6. 6
  • 7. 7 En el ambiente despojador, retraído y egoísta de las grandes ciudades, donde nadie quiere conocer a su vecino, los cafés dibujan una zona neutral o campo amistador, en el que, maquinalmente, con sólo mirarse de mesa a mesa, las personas van acercándose unas a otras. Su misma desocupación las aproxima. Al principio se observarán indiferentes; más adelante, habituadas a verse, acaso al llegar o al marcharse del local cambien un saludo. Meses o años después, la casualidad les reunirá en un viaje, en un balneario, en cualquier sitio, y este encuentro insospechado despertará en ellas una simpatía súbita, un repentino y jubiloso deseo de hablarse. —¿Nosotros nos conocemos, verdad?... —Sí, señor. —¿Iba todas las tardes al café Tal?... —Efectivamente... Y se darán la mano. Así nacieron muchas relaciones. Los sentimientos que a diario llenan de gente los cafés son dos: el buen humor de los caracteres expansivos, inclinados a la amistad, a la aventura y a la emoción; y el fastidio, la melancolía o el terrible "no saber a dónde ir", de los "sin casa", propiamente dicha, o de cuantos se aburren demasiado en la suya. De la índole y ligazón de ambos motivos participa la psiquis, indistintamente risueña y tristona, del café, y a ellos debe éste su universalidad. A los quince años, yo, en el hogar de mis padres, comencé a sentirme preso. Allí, las nociones de espacio y de tiempo eran inflexibles; cada objeto tenía "su sitio"—no podía tener más de uno—y cada acción "su hora"; y como el orden, llevado a la exageración, se sube a la garganta, a ratos yo me ahogaba. Aquello era moverse dentro de un aparato de relojería, y entonces concebí el amor al café, que representaba para mí la autonomía, la libertad. Ya mozo, cuando el trabajo me dio la independencia, esta inclinación aumentó. Mi casa, amueblada pobremente, rezumaba tristeza; sus habitaciones, desesteradas, parecían llorar en la claridad sucia que recibían de un patio; estaban mudas, frías..., y su frialdad húmeda, de sótano, y su silencio me empujaban al café. Ruidoso, febril, enervador, desbordante de trepidaciones y de luces, el café era la vida. Y como esto le habrá ocurrido a muchos, infiero que la caliente alegría de los cafés es —curiosa paradoja—una suma de millares de minúsculos sinsabores domésticos. El dolor de los hogares, en el asilo del café, se hace hilaridad. La expresión o "semblante"—valga la palabra—de los cafés varía según la hora. Por las mañanas, barridos ya y dispuestos al tráfago diario, tienen el empaque laxo y soñoliento de las personas que han dormido mal. Parecen cansados, parecen absortos. La concurrencia, escasa; media docena de personas a lo sumo; éstas leen, aquéllas miran al espacio meditativas. En el ambiente, inmóvil, se diluye un claror cenizoso, bajo el cual los veladores, redondos y blancos, dan al tillado oscuro del salón la apariencia de una tela de lunares.
  • 8. 8 Tertulia en el café de Platerías con el vidente Tomás Menés (con bigote) Al pie de algunas columnas atraen las miradas, con su brillo, los "rodilleros"; esas esferas bipartitas donde los camareros echan las servilletas sucias y que, por su forma y modo de abrirse, tienen algo de cráneo y algo de boca. Dentro de los espejos que revisten los muros, las columnas de hierro, sustentadoras de la techumbre, se alargan verticales, paralelas, juntas, como los troncos de un vivero de chopos, y simulan un bosque. Al término del salón se levanta el mostrador, donde, semejante a una armadura, suele lucir, fulgente y espectacular, una cafetera gigantesca, y al que la democrática anaquelería, cargada de botellas, que lo respalda, infunde un paramento de altar. En un recodo cualquiera se retuerce, ágil como una columna de humo, la escalerilla de forja que conduce a los billares y a los aposentos reservados al culto del tresillo, de la brisca y del dominó. En el comedio del salón y sujeto al techo por cadenas hay frecuentemente un reloj, en el cual—como ahorcada—pende la Eternidad; reloj cuyas alertas nadie escucha, porque en esos santuarios consagrados a la diosa Quietud que son los cafés, el tiempo carece de valor. El alma del café es extática, contemplativa, y ayudan a emperezarla la monotonía lechosa de sus luminarias. Por efecto de esas luces, muchas de ellas siempre prendidas, todos los cafés del mundo se parecen, y en su regazo todas las horas son iguales. Buena parte del empaque cosmopolita y del magnetismo desarticulador de los cafés debe referirse al influjo soñoliento de sus luces, encenizadas por los cigarrillos de los fumadores. Dentro de un café es difícil precisar si es de día o de noche, si estamos en una ciudad mediterránea o en una urbe norteña, si es verano o invierno. Además, ese cliente retrasado que a las cuatro o las cinco de la tarde se aparece pidiendo un almuerzo, debilita en nosotros la noción de la hora…
  • 9. 9 Café El Gato Negro El café, especialmente para los escritores—la Belleza gusta del reposo—, es la continuación del hogar o, más exactamente, "su hogar". El bullicio monocorde del café no turba el fecundo dinamismo interior del artista, antes lo estimula. Más distrae el violín del mendigo que va por la calle o la voz de la sirvienta que canta en su cocina "el tango de moda", que el oscuro rumor sin ritmo de centenares de conversaciones simultáneas. De noche, en su casa, el artista, si tiene frío o se halla cansado, está proclive a suspender su labor: el sueño le acecha, disuelto en el silencio, y desde la habitación contigua el lecho le atrae. El café, pletórico de ruidos y de claridad, ahuyenta esos desmayos y estimula los nervios, porque los cafés, que con su psicología híbrida, propicia a todas las inclinaciones, ofrecen al desocupado albergue amable, de holganza y pasatiempo, para quienes verdaderamente apetecen trabajar son cuarto de estudio; y así desde "el reducido, puerco y opaco café del Príncipe"—que dijo Larra—hasta hogaño, en Madrid como en provincias, la historia de los cafés va ligada a la de muchas obras célebres. En el desaparecido café de "El Imparcial", por ejemplo, escribió Marcos Zapata "La capilla de Lanuza", y los viejos espejos del olvidado café de la Luna copiaron la imagen de don Manuel Fernández y González, inclinado una tarde y otra sobre las cuartillas de "El cocinero de Su Majestad". Del clásico café de Platerías, que recibió nombre del barrio en que estaba y se extendía desde la calle Mayor a la de Milaneses, salieron, camino del éxito, "Los caballeros", de Antonio Quintero y Pascual Guillén; "Las corsarias", de Jiménez y Paradas, y los "Cadetes de la reina", de Julián Moyrón. Y allí redactó Mariano de Cavia, la víspera de un "día de Inocentes", su memorable crónica "El incendio del Museo del Prado". En los cafés escribieron Villaespesa y Emilio Carrere sus poesías más inspiradas, y Vidal y Planas su "Santa Isabel de Ceres"; y sobre el mármol de las mesas de Fornos, la mano genial de Julio Antonio dibujó, burla burlando, cabezas que hubieran merecido pasar a la posteridad.
  • 10. 10 Influenciados por el lugar donde están, los cafés adquieren pronto una clientela fija, homogénea, que los caracteriza y constituye su solera: por cuanto el de "San Millán", verbigracia, con sus tertulias de tratantes de ganados, no se parecerá al de "Puerto Rico", donde a última hora de la noche los escuderos de la farándula acostumbran a reunirse; ni al "Colonial", escenario mesocrático de empleados y estudiantes; ni al coquetón mentidero literario de "El Gato Negro"; ni al "Español", refugio esquivo que las parejas enamoradas llenan, mientras desfallece el crepúsculo, con la salmodia de sus promesas. De donde resulta que cada café, además de tener mucho de hogar, tiene asimismo mucho de pueblo. Acordémonos del primer acto de "La losa de los sueños". En los cafés todos los parroquianos se conocen, aunque sólo sea "de vista", y esto y su ociosidad les basta—como a los convecinos de las aldeas— para vigilarse y aun para criticarse y calumniarse mutuamente. Los sitios donde se congregan, a holgar muchas personas son vivero de celos, de insidias y, a ratos—por divertimiento necio o por venenosa intención—, plantío de falsos testimonios. Un recuerdo miserable me obliga a hablar así. Yo, una vez—nada más que una vez—he infringido el octavo Mandamiento; y aprovecho la ocasión que ahora se me ofrece para acusarme públicamente de mi delito, y con el castigo que la declaración de este remordimiento supone, fregarme un poco la conciencia. A fines de la pasada centuria, el café Gran Vía, sito donde entroncan las calles San Bernardo y Flor Alta, era uno de los más grandes, alborotados y concurridos de Madrid. A él asistía, invariablemente, los sábados y domingos por la noche, cierta señora cincuentona acompañada de sus cuatro hijas, la menor de las cuales era muy bonita. Tenia aguileño el perfil, los labios recogidos, la tez pálida y de azabache los ojos y el cabello. Las cinco mujeres solían instalarse cerca del piano, buscando la vecindad del pianista—tipo amadamado, novio de una de ellas—y nunca en las mesas alineadas paralelamente a los muros, sino en un velador de los más céntricos, para mejor coquetear y exhibirse. A los contertulios de una "peña" de estudiantes, de la que yo formaba parte principalísima, les molestaba la actitud remilgada de aquellas pobrecitas que, sobre evitar nuestro saludo por considerarnos—y hacían bien—gente de escaso juicio, iban allí a presumir y, para decirlo de una vez, "a cazar marido". Lo cierto es que las muy taimadas sabían llamar la atención y granjearse amistades, y que pronto cada una de las tres mayores tuvo su cortejo. La única que permanecía aislada y sin galán era la más joven, la más atrayente, la más linda. ¿Por qué?... El hecho nos intrigó y lo comentamos. ¿Cómo razonarlo? Y entonces, por echármelas de hombre bien informado, improvisé una mentira vil, una calumnia odiosa que mis oyentes—acaso sin darla crédito habían de apresurarse en divulgar.
  • 11. 11 El popularísimo café de San Millán, adonde Carlos Arniches acude con frecuencia a estudiar tipos —A esa mujer—dije—el matrimonio le está prohibido. Todos me miraban; aquella expectación me engreía y continué: —No puede casarse porque tiene un defecto de constitución gravísimo. A una, temblando de curiosidad, los ojos clavados en mí, los circunstantes preguntaron: —¿Cuál? —¿No lo sospecháis? Y para desatar su hilaridad dije un disparate infame, que les hizo reír. Por el momento no sucedió más. Pasado mucho tiempo, después de una larga expatriación, regresé a Madrid, y una noche, hallándome en un café de la Puerta del Sol, reconocí en una mujeruca, casi vieja, de mejillas flácidas y cabellos grises, a la joven—nunca supe su nombre—que yo, estúpidamente, había calumniado veinte años atrás. La encontré encorvada: tenía las manos flacas, la boca sumida, la mirada muerta... Advirtiendo la insistencia con que la observaba, el amigo que iba conmigo me explicó: —Eran cuatro hermanas; las tres mayores se casaron; la madre murió. Ella está soltera, porque, según he oído decir, tiene un defecto físico... Anécdota lamentable, demostrativa de que, desde el punto de vista de la murmuración, los cafés, los pueblos y las casas de vecindad se parecen bastante. La europeización de nuestros cafés empezó con las terrazas. Las primeras aparecieron en la calle de Alcalá hace poco más de treinta años y el público las miraba con recelo. Las hallaba demasiado espectaculares, y buenas únicamente para gentes desfachatadas que no tuviesen "nada que perder". Los camareros encargados de su custodia opinaban igual, y parecían avergonzados de verse allí.
  • 12. 12 Una mañana de sol tomamos asiento en la terraza de la "Maison Dorée" y pedimos un "bock" de cerveza y un "sandwich". El mozo nos miró sorprendido. —¿El "sandwich" va usted a comerlo aquí? —Sí, claro, aquí... ¿No se puede?... Nos había dejado atónitos su averiguación. Él repuso, humildoso: —Sí, señor; se puede… Pero si el señor prefiere comérselo dentro del café… Lo digo porque dentro parece menos descarado... Así, textualmente, se expresó aquel hombre. Las costumbres de la post-guerra han modificado hondamente la psicología cafeteril. El espíritu de los cafés modernos, como participante del carácter del público que toma sus consumiciones en pie, ante la barra del mostrador, es movedizo, nervioso, ingrave; en estos establecimientos de linaje exógeno las mesas son pequeñas, los asientos incómodos; todo parece contagiado de inquietud. Los cafés actuales tienen más de tránsito que de salón; no se hicieron para la meditación, ni para el discreteo; apenas entramos en ellos queremos irnos; molestan, despiden; carecen de intimidad; son como esas estaciones en las que los trenes sólo se detienen "un minuto"... El Progreso, el gran remozador incansable de las cosas, únicamente ha fracasado en los cafés. A la alegría frívola—alegría de cabaret o de bar—de los cafés "último grito", preferimos el sosiego hogareño, la quietud reflexiva, el silencio de gabinete de lectura o el bullicio igual, monótono, sin estridencias, de los cafés antiguos, tan acogedores, tan hospitalarios. Nosotros evocamos con amor sus divanes anchos, favorables al ensueño, a la meditación y a la espera, los tres paisajes más bellos de nuestro mundo interior; y recordamos asimismo sus largas mesas, sobre las cuales, cuando escribíamos, podíamos apoyarnos cómodamente; y la hondura de sus espejos, enturbiados por el tiempo, que, de noche, las luces salpicaban de perlas blancas y eran como la cola de un pavo real; y la emoción de aquella escalerilla de caracol, por donde los clientes que iban a "la tertulia" desaparecían, dando vueltas, como llevados hacia arriba por una columna de humo; y el rumoreo, semejante al zumbido de un abejorro, de los ventiladores, que durante los días estivales giraban su disco circular de un lado a otro, como desparramando por el salón una mirada, en la que parecía haber una desconfianza; y el misterio de aquellos vasos—las tazas no se usaban entonces—donde el café, ignoramos por qué razón, no se enfriaba nunca, y que tantas veces dieron calor a nuestras manos.
  • 13. 13 Terrazas de las cafeterías El Henar y Negresco en la calle Alcalá Los cafés, aunque hechos para sentarse y descansar, tienen mucho de cauce y de ruta. Las generaciones que pasaron por ellos no dejaron rastro. Su alma es de olvido, y las piedras de sus | mesas son como mármoles tumbales—losas sin epitafio—puestas sobre las juventudes… ¡cuántas!... que se sentaron a su alrededor. Esos cafés que añoramos son para los viejos como una fosa común de ilusiones; sus días mozos duermen allí, y cada mesa tiene para ellos la tristeza de un nicho. ¿Y mañana?... —De tu tránsito por la vida quedará una sombra—piensa mi orgullo. Afirmación a la que los espejos limpios, vírgenes siempre, parecen contestar: —¿Estás seguro de dejar una sombra?... Probablemente, no. Los cafés, abreviatura del mundo, olvidan pronto. Un café es un camino…
  • 14. 14
  • 15. 15 II EL HOMBRE DEL MOSTRADOR Dibujo de Bartolozzi
  • 16. 16
  • 17. 17 De pie, en el reducido espacio medianero entre el mostrador y la anaquelería que lo respalda, vigila siempre un hombre. Desde su miradero sus ojos escrutadores otean el local, atentos al vaivén de los camareros y del público. El mostrador, cortándole el cuerpo a la altura del talle, le da cierto aspecto tribunicio, y si apoya en él las manos, a tiempo que separa los codos y yergue la cabeza—conforme los oradores suelen hacer—, parece que va a hablar. Ese hombre, de ademanes autoritarios y rostro preocupado, es el gerente del café, cuando no su dueño. El mostrador le sirve de trinchera y de púlpito, y su ceño pensativo y la expresión de sus labios, que sólo se mueven para dictar órdenes, son los de un capitán de barco que mirase al horizonte. ¿Acaso su café no es su horizonte?… Para conocer, no "el alma del café"—que flota invisible en el salón—, sino "los bastidores" y secretos mecanismos de la industria cafeteril, la fuente de información más caudal a que podíamos recurrir era a la experiencia de los propietarios de cafés, y eso hicimos. Como los teatros, los cafés tienen dos vidas: la espectacular, la "de mostrador afuefa", en la que intervienen camareros, echadores, cerilleros, limpiabotas y vendedores de décimos de Lotería—y es la que el público sabe—; y otra la del dinamismo de las cocinas y demás servicios, que empieza justamente "detrás del mostrador". De la índole del público que asiste a un café participa el amo o jefe visible del establecimiento. ¿A qué atribuir esta armonía, nunca desmentida?… Probablemente a que el espíritu y la indumentaria de la clientela influyen en el carácter y porte del dueño, y viceversa, por cuya razón, transcurrido cierto tiempo, aquellos y éste llegan a fundirse en una tónica común; y así hay dueños o encargados de café perfectamente señoriales, y otros de empaque tabernario, a quienes siempre vemos con delantal y en mangas de camisa. Entre los cafés que, por su antigüedad, merecen llamarse tradicionalistas, uno de los de historia más novelesca es el de Correos. Lo fundó, hace setenta años, un asturiano natural de Villacondial, llamado Francisco Álvarez. Recién llegado a Madrid, Álvarez se colocó de "echador" en el café de Lisboa; de "echador" ascendió a camarero, y a poco, con el dinerillo que ahorrado había y otro que tomó a préstamo, montó una empresa de coches de alquiler. El café de Correos fue, en sus comienzos, horchatería durante los meses estivales y esterería en invierno, y tanto el inmueble donde se hallaba como el situado al principio de la calle del Arenal y los que se suceden hasta la calle de la Montera, pertenecían al conde de la Patilla, por lo cual éste llamaba legítimamente a la Puerta del Sol "el patio de mi casa". Contiguas al café de Correos, y ocupando el resto de la planta baja de la casa, estaban las oficinas del Crédito Leonés.
  • 18. 18 La puerta ante la cual una noche Fernández y González anduvo a bastonazos con unos mal educados que perseguían a una mujer El conde, al morir, dividió la propiedad de la finca de que hablamos en cinco partes y entre tres herederos, al mejor librado de los cuales le correspondieron dos. Transcurrieron varios años y don Francisco Álvarez, hombre de iniciativas múltiples, supo ejercitar sus actividades con tal fortuna que consiguió llegar a rico mucho antes que a viejo. Así las cosas, don Francisco recibió una carta del director del Crédito Leonés invitándole, previo el anuncio de la debida indemnización, a quitar el café, pues necesitaba ensanchar sus oficinas. No contestó el requerido a esta solicitud, y luego de echar sus cuentas tomó su sombrero y, sin malograr minuto, se plantó en el despacho de don Telesforo de la Garma, administrador del inmueble. —Vengo—dijo—a comprarle a usted la finca. La noticia dejó a don Telesforo boquiabierto. —¿Se ha vuelto usted loco?—exclamó—. ¡Esa casa vale mucho dinero!... —Dígame cuánto, que por el precio no hemos de reñir. Fijóle don Telesforo una cantidad, que el solicitante aprobó sin regateos, y, cerrado el trato, don Francisco—convertido automáticamente de inquilino en propietario—se volvió modestamente a su mostrador. La idea de lo que iba a hacer le regocijaba. Como todo asturiano de raza, don Francisco Álvarez era un cazurro y un ironista.
  • 19. 19 Meses después, el director del Crédito Leonés volvió a escribirle, reiterándole amablemente su petición. Don Francisco fue a verle. —Lo siento mucho—le dijo—, pero no puedo cerrar el café. —Pídame usted la indemnización que crea prudencial. —Yo no pido nada, ni preciso nada... Al señor director se le anubarró el entrecejo. Dejó de sonreír. Se sentía humillado por aquel hombre que conservaba el delineamiento rústico de su origen. —Si usted se resiste a marcharse—observó—, yo hablaré con el administrador de la finca, y él decidirá. Una alegría de sátira iluminó el semblante cariparejo de don Francisco. —Está usted equivocado—dijo—; usted no necesita molestarse en hablar con el señor De la Garma. El amo de la finca soy yo... Las tornas se habían vuelto, y el Crédito Leonés tuvo que irse. Esta anécdota, llena de fina gracia, la hemos recogido de labios de don Juan Bautista Fernández, gerente del café de Correos. Este hombre, cordial y ancho de espaldas, que desde hace treinta y siete años ve relucir la luna de su calva y los cristales de sus gafas en el espejo fronterizo al mostrador, nos cuenta lances y detalles curiosos de su oficio. La traza sencilla del café de Correos es la que cumple a la naturaleza popular de su clientela más asidua. Durante la mañana concurren a él tratantes de ganados y reses bravas, torerillos "de la legua" y paletos de las inmediaciones de Madrid, que, traídos por sus asuntos vienen a la capital a pasar unas horas; gentes sencillas que siempre consumen algo, no exigen refinamientos en el servicio y se marchan pronto. De tarde, la mayoría del público la forman empleados del Ministerio de la Gobernación. Señoras, van pocas, excepto los domingos, y son mujeres modestas que llevan a sus hijos "a refrescar" o a tomar chocolate, según la estación, y que, acostumbradas a hablar alto, expanden por el local un regocijo de merendero. Pérez Galdós, retratista insuperable de nuestra clase media, iba mucho al café de Correos: aquel era el ambiente de "doña Lupe, la de los Pavos", y desde allí atisbó varios de esos motines a los que sirve de primer escenario la Puerta del Sol, y en que los revoltosos, para huir de los guardias, hacían calle del café, buscando la salida que éste tiene a la de Tetuán. La charla de don Juan Bautista es anecdótica, entretenida y despierta amistad. Su llaneza nos decide a rogarle nos confiese si el café de los cafés tiene o no achicoria. Su respuesta es negativa: —El café que servimos—dice—no lleva achicoria ninguna, y la razón es obvia: la achicoria cuesta más que el café. El motivo, efectivamente, es aplastante; no tiene vuelta de hoja. —Pero—insistimos, deseosos de esclarecer una curiosidad en nosotros añeja— ¿por qué, entonces, el café de nuestra casa nos parece inferior al que nos dan aquí? ¿No le sucede a usted lo mismo?
  • 20. 20 Barmans, cuando preparan un cocktail, adquieren una gravedad sacerdotal —Lo mismo, exactamente. —¿Y por qué?... Detrás de los cristales de sus espejuelos, los ojos de nuestro interlocutor se llenan de burla. —¿Y quién sabe eso?—exclama—. Yo lo achaco a que cada uno de nosotros en su casa, sin darse cuenta, se aburre un poquito. Vea usted: la señora de un compañero mío nunca toma café en el café de su marido; se va a otro... y es por eso... Los cafés tienen dos clases principales de servicios: el de restaurante y el "de limonada", que comprende las bebidas: coñacs, cervezas, "cock-tails" vermuts, etc., y es el más productivo. Los servicios subalternos son tres: el de billares, el de las mesas de tresillo y la comida de los camareros, llamada "de familia". En todos los cafés hay una clientela insegura y como asustadiza. Regulan su mayor o menor afluencia, el tiempo, y más aún, la política y los teatros. Un cambio de Gobierno o un estreno muy esperado suelen dejar los cafés céntricos casi vacíos, por lo cual el servicio de cocina ha de ser en ellos harto más caro que en los restaurantes, donde merced a la limitación y asiduidad de los comensales los dueños pueden calcular mejor lo que a diario necesitan comprar En los cafés se desaprovecha mucho, tanto, que algunos—los principales— cobran mensualmente de los basureros diez y doce duros por los desperdicios de la comida.
  • 21. 21 Las noches de cualquier café de la Puerta del Sol Don Juan Bautista asegura que un "cubierto" compuesto de sopa o de huevos "a elegir", un plato de pescado, otro de carne y otro de verduras, alimentan menos que un solo plato pedido "a la carta". —Los cocineros—dice—son verdaderos prestidigitadores. Un cocinero que conozca a fondo la química de su oficio es un ilusionista. En Madrid había unos hoteleros que vendían la ración de langosta a menos precio que en ninguna otra parte. Por lo que yo aquí cobraba cuatro, supongamos, cobraban ellos dos. ¿Y sabe usted por qué? Asómbrese: porque, a imitación de esas patronas que dan a sus huéspedes gato por liebre, ellos daban rape por langosta. El procedimiento que utilizaban era sencillo. Colocaban la ración de rape, cuya carne, dura y blanca, se confunde fácilmente con la de la langosta, en un caparazón auténtico de langosta, la apretaban bien, la pintaban unas vetas de carmín... ¡y a la mesa!... El personal del café de Correos corre parejas, por su antigüedad, con el establecimiento. Muchos de los que hoy son camareros empezaron allí de pinches y, como la mayoría son coterráneos y hasta parientes, la totalidad compone un remedo de familia. Recientemente, después de más de cuarenta años de trabajo, se jubilaron dos. La vida económica de los cafés se ha encarecido de manera inverosímil. Los antiguos "plateros"—así eran nombrados los limpiadores de cuchillos, cucharas, tenedores, fuentes, etc.—, que en otros tiempos cobraban diez y seis pesetas a la semana, ahora cobran cuarenta. Los sueldos de los "fregadores de cobre" han ascendido de veintiuna pesetas a cuarenta y cinco, y los cocineros, que recibían hebdomadariamente de cuarenta y dos a cincuenta y nueve pesetas—según sus méritos—, cobran actualmente ochenta y dos, los buenos como los mediocres, pues todo tiende a la "estenderización". Con este incremento de jornales coincide una severa delimitación de oficios: ahora, cada menester tiene sus servidores, y así han surgido unos novísimos empleados que cuidan de la limpieza de los espejos, de las luces y de las mesas, tarea que antaño desempeñaban les camareros gratuitamente.
  • 22. 22 El hombre del “mostrador” es realmente el centro del café. Estas reformas obligaron a los dueños de los cafés céntricos a elevar a ochenta y a noventa céntimos, y aun a peseta, el precio del vaso de café, no obstante lo cual ganan menos, pues cuando el servicio importaba cuarenta céntimos, el kilo de café costaba diez y once reales, mientras que ahora vale ocho y nueve pesetas. Otro tanto sucede con los demás artículos: el pescado, la carne, los huevos, las verduras. El capital se bate en retirada, y aquellos solomillos a una peseta y veinticinco céntimos que perfumaron nuestra juventud, rendían más que los que hogaño se cobran a nueve y diez reales. La lamentable sinrazón de esta radical subversión de precios es que el quebranto que aflige a los dueños de café no ha beneficiado mayormente a los camareros. Acerca de esto, don Salvador Fuertes, que rige los destinos del café de Platerías desde hace treinta y tres años, nos proporciona informes muy interesantes. El café de Platerías, lugar frecuentado por literatos y empleados del Ayuntamiento, es de los "clásicos". Cuenta de existencia más de un siglo, y tiene dos puertas: una, pequeña, que las parejas enamoradas han empujado muchas veces y da a la plaza de Herradores—y ante la cual, una noche, don Manuel Fernández y González se enredó a bastonazos con unos desconocidos que molestaban a una mujer— y otra, más amplia, a la calle Mayor. A él iba a escribir don Nicolás Estévanez, y en sus rincones se reunían a conspirar, en tiempos de la memorable "Semana Roja", Pablo Iglesias y el doctor Esquerdo; y sus espejos reflejaren la facies lívida y las nevadas barbas de don Francisco Pi y Margall y el perfil de pirata berberisco de Vicente Blasco Ibáñez, ocupado en escribir "La horda" con ayuda del padre de don Salvador, que por ser jefe de Consumos conocía a muchos matuteros y les llevaba allí para que el gran novelista, oyéndoles hablar, fuese averiguando los secretos y zancadillas de su oficio.
  • 23. 23 Cotejando los tiempos pretéritos con los actuales, don Salvador Fuertes asegura que los rendimientos de la industria cafetera marchan a la deriva. —La supresión de la propina—dice—ha vulnerado muchos intereses sin mejorar a nadie, ni siquiera al público. ¡Inútil decir que los más lastimados hemos sido nosotros!... Antes, los "echadores" o ayudantes recibían diariamente del dueño una peseta y la comida, y cada camarero les daba un real. Presentemente, los camareros han de entregarles la cuarta parte del veinte por ciento que les corresponde de la venta, y si esa "cuarta parte" no asciende a doscientas cuarenta pesetas mensuales—sueldo señalado a los echadores—, el patrono debe añadir lo que falte para completar dicha suma. En nuestras relaciones con los camareros ocurre algo parecido. Antaño, los que trabajaban de tarde cobraban peseta y media, y los de la mañana, una peseta, más las propinas. Ahora todos disfrutan de un haber fijo de trescientas noventa pesetas, y en el caso—inevitable durante el verano—de que el veinte por ciento de la venta y de los servicios de billares y de "tertulia", no rindan esa cantidad, la Casa abonará lo que sea preciso. Mas no crea usted que salen beneficiados. El público de Madrid es generoso, el dinero de la propina no le duele, y cuando yo vine aquí había camareros que ganaban diariamente, con las propinas, diez y doce duros. Don Salvador, que es un lírico a pesar del mostrador que tiene delante, se olvida de los sinsabores de su negocio para inmergirse complacidamente en la poesía de sus recuerdos, y nos refiere el lance tragicómico de un echador que, al rodar por la escalerilla de la tertulia, dejó caer las cafeteras, llenas de café y de leche hirviendo, sobre el pianista, en ocasión de hallarse éste interpretando la jota de "La alegría de la huerta", siendo tan mayúsculo el susto que recibió que no pudo volver a tocarla de memoria. Y también nos habla del que fue tantas veces ministro, don Francisco Remero Robledo; de Joaquín Dicenta, que ya había estrenado "Juan José"; de Roberto Castrovido, entonces director de "El País", y de García, el paciente y fidelísimo escudero de Mariano de Cavia. La mesa "de don Mariano" tiene, a los ojos de don Salvador Fuertes, un valor histórico, y nos la señala con gesto emocionado: —Ahí—exclama—se sentaba a escribir sus crónicas de "El Imparcial", después de pedir una botella de coñac Martel, y muchas noches cenaba con un individuo a quien titulaba "el mejor encuadernador de la calle de Santa Clara". Y añadía: "Le llamo así porque en esa calle no hay otro"... A don Salvador se le escapa un suspiro, que es como una oración rezada sobre la tumba de su mocedad, y mira al espacio, al ambiente; un ambiente quieto, tibio, acogedor, que huele a café y a humo. —"Aquello"—concluye—pasó. Los escritores ya no beben ni trasnochan; y si trabajan, es en su casa; y si tienen ganas de divertirse, van al cabaret. El café ha perdido su carácter intimo. Ya nadie dice, como antes, "mi café", pues todos los cafés modernos son iguales. Los viejos cafés, con alma de hogar, han muerto: fue la Gran Guerra la que los mató.
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  • 25. 25 III LOS CAMAREROS Marcelino, un clásico, robusto de cuello y noble de rostro Con los cafés, los camareros han cambiado. Estos de la nueva generación son menestrales que desarrollan la diligencia adecuada a la mayor inquietud del público y apenas se preocupan de conocer a sus clientes. La civilización acelera el ritmo de la vida, y a público movedizo, mozos activos, mesas pequeñas, locales reducidos, sillas incómodas. No fueron así, ciertamente, los castizos camareros coevos del café "con gotas": hombres reposados, paternales, que gustaban de acercarse a nuestra intimidad; amigos y criados—todo en una pieza—, que luego de servirnos y de agradecernos la propina, al marcharnos nos ayudaban a endosarnos el gabán y nos daban la mano; espíritus cordiales, que sabían los amoríos y los negocios de sus parroquianos, y si alguno de éstos fallecía, iban a su entierro vestidos de luto; voluntades generosas, proclives a aconsejar y a socorrer; pequeños Mecenas con delantal y chaquetilla, a quienes todavía adeudan almuerzos muchos artistas célebres y más de uno de esos talentos mediocres que—gracias cabalmente a su mediocridad—, rodando el tiempo llegaron a ministros. ¡Ah!... Si los camareros mayores de cincuenta años quisieran echar a volar sus recuerdos... ¡cuántos episodios escondidos—hilarantes, desgarradores o traviesos—podrían ofrecer a quien intentase escribir la historia anecdótica de la España actual!…
  • 26. 26 Existen tres jerarquías de camareros. Los más afortunados, empleados en los cafés de superior importancia, tienen un sueldo diario, mínimo, de trece pesetas. Los pertenecientes a establecimientos de segunda clase cobran once, y ocho los de tercera categoría. El mecanismo que regula los servicios—lo mismo el de "limonada" que el de cocina y los de billares y "tertulia" y permite "al hombre del mostrador" saber a cualquier hora cómo marcha la venta—es el siguiente, y no cabe imaginar otro más simple: siempre que un camarero entra de turno, el "hombre del mostrador" le entrega cincuenta o cien pesetas en fichas de distintos colores, y como cada ficha representa un precio y a cada linaje de servicio pertenece un color, claro es que al rendir cuentas no puede haber equivocaciones. En muchos cafés de barrio hay mozos que cuando llegan al trabajo abonan adelantadamente una docena o una veintena de paquetitos de azúcar, que luego colocan, con otros tantos servicios, sobre una mesa céntrica, y así se evitan la molestia de ir a buscarlos al mostrador cada vez que llega un nuevo parroquiano. Pero esto sólo lo hacen los camareros poltrones, los fatigados, los desengañados; esos viejos camareros a quienes el hábito de portear durante muchos años la bandeja del servicio con la mano izquierda desniveló los hombros, y que esperan al público sentados en un rincón y leyendo la Prensa. Generalmente, el número de cafés expendidos se sabe exactamente, tanto por el número de fichas correspondientes a dicha consumación, como por el total de los paquetes de azúcar que "el hombre del mostrador'' entregó a sus subalternos. El suceso que más derechamente ha innovado la psicología del camarero es la abolición de la propina. Esta costumbre, en la que el régimen capitalista había hallado un modo elegante de vejar a los pobres—pues la propina es una vejación disfrazada de generosidad—, sobre mermar los beneficios crematísticos de los mozos de café, les cambió el carácter. Al "camarero hermano" que leía nuestra correspondencia, nos prestaba dinero y, al acercarse las fiestas navideñas, reclamaba una participación en el billete de lotería que hubiésemos comprado, le ha substituido el "camarero burócrata", siervo del apotegma "todos para uno y uno para todos", que únicamente nos dirige la palabra al demandarnos lo que deseamos, y apenas cobra el importe de la consumación nos vuelve la espalda. Displicencia y mesura de trato provinentes de que el veinte por ciento que les corresponde de la venta cuotidiana, rara vez les aporta las ganancias que obtenían de las propinas; y harto sabemos cuánto los buenos negocios contribuyen a endulzarnos la condición. Para hablar de esto y enverdecer añejos recuerdos—porque las imágenes y los hechos se emborronan en la memoria con el tiempo parecidamente a como las fotografías palidecen bajo la luz, hemos entrevistado a los veteranos camareros del Colonial, uno de los dos cafés—el otro era el de Fornos—por donde han desfilado más artistas.
  • 27. 27 Mariano de Cavia, que una noche, según cuentan, después de beberse cuarenta y nueve copas de jerez escribió una crónica "maestra" El "Colonial", refugio tradicional de trasnochadores, fue el iniciador de las llamadas "medias raciones" y el primer café que, echando etiquetas a un lado, sirvió cocido, pote gallego y paellas en cacerola, guisos que dieron a sus noches un cariz democrático y una popularidad que rivalizaba con la de los "reservados" del "Habanero" y de "Fornos" y "la cuarta de Apolo", "las chuletas de Barrionuevo" y los bailes de la Costanilla. De los escasos camareros que quedan de aquella época, de los que hubieron la fortuna de oír a Gayarre y ver torear a Frascuelo, el más antiguo es Marcelino García. Nació en Asturias y desde hace treinta años sirve en el "Colonial". Es alto, ancho, robusto de cuello y noble de rostro, y sus manos, enormes y macizas—garras de oso—tienen la dureza de la piedra. Marcelino conoció a Ramón y Cajal, a Unamuno, a Enrique Borrás, a Primo de Rivera, a los generales Burguete y Fernández Silvestre, a "Ramper", a Julio Ruiz, que una noche desafió de mentirijillas a Emilio Carreras, farsa que ambos representaron a la perfección y motivó un gran escándalo; a Leopoldo Bejarano, a Pastora Imperio, a una niña que entonces se llamaba Encarnación López y años después se apodó "La Argentina"; a Belmonte, a Rafael "el Gallo"..., y nos señala la mesa donde, con Lerroux, Nakens, el capitán Casero y otros, surgió el partido republicano radical, y el espejo sustituidor del que rompió en añicos una botella lanzada contra la cabeza de Mariano de Cavia. Marcelino ha visto sentarse a sus mesas varias generaciones de individuos de las más diversas trazas: gentes que valían mucho, gentes que valían poco, gentes que no merecían nada, y como todas se le aparecen aureoladas por la poesía inefable de lo ido, para ninguna tiene una mala palabra.
  • 28. 28 "Juanito"—así se le ha llamado siempre—el camarero que sigue a Marcelino en antigüedad, se mezcla a la conversación: —¿Te acuerdas de cuando la "Frú-Frú" que estaba cenando ahí, junto a la escalerilla de los billares, con otras artistas, abofeteó a un individuo que quiso burlarse del criado negro de Rafaela Toscano?... Marcelino mueve afirmativamente la cabezota, grave y calva. Su gesto ha sido triste, y mirándonos: —La "Frú-Frú" fue una de las mujeres más bonitas de su época, comía aquí todas las noches. De repente, desapareció, y años después supimos que había acabado en el hospital. Juanito continúa: —¿Y de Antonio González, del pobre "Chavito", con su voz gangosa y su cara de bobo, te has olvidado? —No; ni de su mujer. Cándida se llamaba. A poco de morir él, ella quedó ciega; pero aunque de tarde en tarde, continuó viniendo al café, y a todos los camareros nos conocía por la voz. La de Marcelino, al conjuro de estas evocaciones, suena lenta, taciturna, desengañada: voz amarga de responso, voz de despedida. La de Juanito, por el contrario, parece reír sobre recuerdo. Juanito Cruz, natural de Jaén, ha procreado veintisiete hijos, de los cuales le viven trece, hombre de buena talla, seco de carnes, flaco de rostro, nervioso у locuaz, a cada momento, mientras habla, mueve las manos. Los años no le desmontan su buen humor juvenil; Juanito envejece y su personalidad continúa inmarcesible, envuelta en el diminutivo de su nombre. Juanito glosa vehemente la costumbre de la propina, que considera vejatoria, pero afirma que el tanto por ciento reservado a los camareros del total de la venta debe ser individual, y no común, para que les sirva de estímulo. No es justo—dice—que los camareros cuidadosos que tratan bien a sus parroquianos , y los comodones, que todo se lo echan a la espalda, cobren lo mismo. Antaño la propina animaba a trabajar… ¡nada más cierto!… y el público estaba mejor atendido. La propina establecía lazos de amistad entre él y nosotros: era algo personal en que terciaba la simpatía, y en el modo que el cliente tenía de darnos la propina, y en cómo nosotros la aceptábamos, había una elegancia. Dicen que en los cafés hay turnos malos porque son obscuros o están muy escondidos, y a ellos va poca gente; turnos que antiguamente los dueños llamaban "de castigo" y se los daban al camarero que hubiera cometido una falta, por no echarle a la calle. Pues yo sostengo que para el camarero que quiera cumplir no existen turnos malos, porque al público lo que más le gusta es estar bien servido. Y… ¡no lo digo por echarme flores!... pero mis compañeros saben que donde cualquiera de ellos ha ganado cuatro, supongamos, yo he ganado ocho o diez... En nuestro oficio hay una parte de arte, que consiste en hacernos un poco amigos de nuestros clientes. Fue parroquiano mío un millonario sin familia que cuando comía aquí me daba un duro de propina. Me quería mucho, y todos los treinta y uno de diciembre me regalaba trescientas sesenta y cinco pesetas, una por cada día del año.
  • 29. 29 El gran novelista Felipe Trigo, que para evitarse el dolor de llegar a viejo tuvo la elegancia de "suprimirse" Al igual de Marcelino, Juanito Cruz ha sido amigo de muchos aristócratas, y "la Hermana de la Caridad" de muchos literatos. De esto y de su comedida campechanía procede su popularidad. Antonio Asenjo y Torres del Álamo le citan en "El rey de la Martingala"; Tellaeche estrenó una obra titulada "El turno de Juanito"; el vizconde de Los Asilos le invitó a subir en globo, y la célebre Resurrección Quijano le trajo de Méjico un sombrero pagado a escote por los artistas de su compañía. Sorprenden el respeto, el cariño, la devoción que los camareros antiguos tributan a la mesa a que algún hombre célebre solía sentarse. Enjuto, inquieto, vestido de negro y un tanto encorvado, más que por la edad por la continuada actitud reverente que le impone su oficio, Juanito Cruz va señalándonos, con gesto conmovido, varias de las mesas que nos rodean; mesas que son para él como las páginas de un libro de historia. Sin cesar su brazo derecho, alargado por la rigidez de su dedo índice, dibuja un rumbo. —Ahí—dice—almorzaba muchas tardes Enrique García Álvarez: siempre llegaba de mal humor y nunca se enteraba de lo que comía. En esa mesa estuvo Felipe Trigo la víspera de suicidarse, y en aquella otra escribieron Enrique López-Alarcón y Ramón de Godoy "La tizona", y día tras día me daban a guardar las cuartillas que iban escribiendo. La voz del narrador se debilita enternecida; sus palabras evocadoras han descendido como fina lluvia sobre aquellos mármoles que, en tal momento, esparcieron por el local una emoción de camposanto, y de pronto él cesa de hablar y yo de preguntarle, y unánimes los dos suspiramos y nos quedamos tristes; y es porque el Recuerdo—el dios siempre enlutado—acababa de pasar…
  • 30. 30 El embrujo doliente de los museos palpita en los cafés; las mujeres y los camaradas—idos o muertos—que compartieron nuestra mocedad dejaron en ellos algo de que nace el misterioso imán con que nos atraen. Improbable olvidarnos de los extintos cafés de la Universidad, de Prada y del Pasaje, refugios de nuestros martelos estudiantiles; ni del de Puerto-Rico que vio amontonarse las cuartillas de mi novela "El seductor"; ni de aquel muy grande que hubo en la calle de Carretas y tenía salida a la de la Paz, donde "fabricábamos"—esta es la palabra justa—novelitas de ciento cincuenta páginas , que la Editorial Sopena nos pagaba a catorce duros. Y ya que al correr de la pluma hemos ido acercándonos a nuestras agridulces primaveras, ¿cómo negarle un recuerdo a Juan, "nuestro" camarero del café de la Luna...? Por él le preguntamos a Juanito. —¿Usted le conoció? —Sí. Murió hace tiempo, ya viejo… A Juan, por cierta sugestión bondadosa que emanaba de él, le llamábamos "el señor Juan". Era un viejecillo de dorso abovedado y piernas inseguras, en cuyos labios no florecía ninguna palabra sin el aderezo de una sonrisa. La viveza de sus pupilas azules y el tinte rosado de sus mejillas, suavizaban la melancolía de sus cabellos enteramente blancos. El café de la Luna constaba de dos grandes salones oscuros, separados por un escalón, y olía a casa deshabitada y a polvo. Todo allí era viejo: el tillado, el piano, los divanes de felpa roja, las puertas, por las que se fueron muchas generaciones: los espejos, turbios y tristes, semejantes a ojos que han llorado. Para la figura escuálida del señor Juan, ningún fondo mejor... La primera vez que aquel hombre bueno nos vio dispuestos a escribir, exhaló un "ay", hizo con la cabeza varios pequeños gestos afirmativos y dejó caer sobre nosotros una mirada misericordiosa que, traducida chabacanamente, quería decir: "—¡Está usted apañado!…" Una mirada en la cual a una gran piedad se mezclaba una profecía. —Me parece—dijo—que es usted periodista... —En ese rincón—explicó—se reunían todas las noches, hace veinte años, don José Ortega-Munilla, Castro y Serrano, "Clarín" y don Manuel Fernández y González, de quien habrá usted oído hablar… ¡Qué discusiones formaban!... Casi todos eran jóvenes, y yo, escuchándoles, me reía mucho. Ahí, en esa mesa, escribió don Manuel su novela "El cocinero de Su Majestad", de la que prometió regalarme un ejemplar dedicado. ¡Pero nunca se acordaba!... Yo, cuando le veía de buen talante, lo que acontecía pocas veces, pues pecaba de soberbio y tenía envenenado el carácter, le decía: "—Don Manuel..., ¿y esa dedicatoria?..." Él contestaba: "—¡Ya la tendrás, hombre!…" Y se murió... y me quedé sin ella…
  • 31. 31 Fabián, el echador del Colonial, cuyas manos son como dos fuentes Esta anécdota que el señor Juan recordaba con el orgullo ingenuo que los hombres célebres siembran en los inferiores que compartieron su intimidad, y el desvanecido ofrecimiento de esa dedicatoria que Fernández y González nunca llegó a escribir, reflejan el alma mudable, olvidadiza y filante—alma de estudiantina—de los cafés. Y acaso porque participan de ella, los amigos mejores de los artistas que emprenden su Calvario, son los camareros. El hecho de haberles conocido jóvenes y anónimos les mueve a quererles paternalmente, a tenderles una mano en sus horas de bancarrota y a enorgullecerse de sus triunfos. "Sancho Panza" estaba cierto de que su amo carecía de juicio, y. sin embargo, le admiraba. Lo propio les ocurre a los camareros—hermanos espirituales de "Sancho"—con los artistas a quienes sirven: les tienen por locos, les reprochan el desorden de sus vidas, su holgazanería, sus trapisondas, sus vicios...; pero no les desamparan, porque creen en su mérito, y porque "creyeron" pudieron salvarles. Los caminos del éxito están llenos de camareros… ¡Ah!... Si pudiésemos desmenuzar el misterio de las biografías nos convenceríamos de que repetidamente una "primera medalla" o un libro célebre fueron el eco lejano y glorioso de una cena impagada. En el infierno de la lucha por la posesión de la Belleza y de la Fortuna, cada artista pobre—¡no lo olvidéis!—lleva a su lado, disfrazada de camarero, la sombra de Virgilio…
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  • 33. 33 IV VENDEDORES DE PERIÓDICOS Y LIMPIABOTAS Dibujo de Bartolozzi
  • 34. 34
  • 35. 35 Como todo organismo vivo, el café tiene sus parásitos; existencias modestas que medran a su cobijo y se agarran a él como el muérdago al tronco. Esta flora parasitaria la constituyen los vendedores de periódicos, cerillas y décimos de lotería, y los limpiabotas. En algunos establecimientos, éstos son dependientes de aquéllos; en otros, no, y de la desocupación del público sacan todos provecho. Los lustradores de calzado que cosechan ganancias más floridas no suelen ser los entrometidos, sino los oportunos. Entre los expendedores de periódicos ocurre igual. Ambos oficios, consiguientemente, entrañan un matiz psicológico digno de mención. Para obtener beneficio de los clientes conviene abordarles "a tiempo", pues como todo camina a compás y tiene su sazón, el servicio que ahora rechazamos puedo parecernos grato, transcurrido un momento. Un ejemplo: don Fulano llega de mañana al café, pide una consumación y sus ojos buscan, maquinalmente, la puerta. Es evidente que espera a alguien, y el vendedor de periódicos le observa y piensa: —Este me llama... Filan tres, cuatro, cinco minutos. Don Fulano se aburre. Entonces, amablemente, como compadecido de su fastidio, el vendedor se le acerca. —¿Quiere usted algún periódico? El requerido se encoge de hombros. Realmente no desea leer, pero aquella pregunta le ha distraído un instante, le ha hecho bien... y acoge la oferta. ¿Por qué no?... Leyendo, la espera le será más soportable. Un cuarto de hora después, don Fulano deja el periódico y mira al espacio. El vendedor, que ha estado registrando en una arquilla, le dice: —¿Desea usted un décimo?... Don Fulano mueve la cabeza negativamente. Con voz suave, el otro responde: —Se juega mañana. El número es bonito; puede salir premiado... Frunce don Fulano el ceño y no contesta; parece molestado; pero sus ojos, involuntariamente, han leído el número, y el vendedor, sagaz, lo advierte. —Sí, señor; las cifras suman diecisiete, ya lo sé... Está seguro de vencer la resistencia de aquel hombre, en quien adivina un temperamento de jugador, y añade: —Piénselo usted; yo le dejo el número aquí. Nadie sabe dónde está la suerte... Y don Fulano, sin fe, sólo por hacer algo, pasado otro cuarto de hora se queda con el décimo. Entre tanto, el limpiabotas, sentado sobre la caja guardadora de los enseres de su oficio, no le quita ojo. El calzado de don Fulano no está sucio, ésa es la verdad; pero su dueño se aburre, y a los aburridos se les maneja fácilmente. —¿Paso un paño? La mirada con que busca los zapatos de su presunto cliente completa la frase. El interrogado vacila. En otra ocasión, paradigma—recién llegado al café— hubiese rechazado el servicio; entonces, no. Considera que no tiene nada urgente que hacer, que aquella pequeña ocupación le distraerá, y la acepta.
  • 36. 36 Alfredo conoce bien la fascinación que ciertos números ejercen sobre los verdaderos aficionados a la lotería, y espera... Y lo que esa mañana le aconteció a don Fulano le sucede a millones de personas que en los cafés compran periódicos y décimos de la lotería sin ganas, y se lustran el calzado sin necesidad, por que nadie deja de otorgar lo que le fue pedido “a tiempo”. Don Enrique Fernández, amo actualmente del puesto de periódicos del café de Puerto Rico, es el decano de los vendedores de periódicos, de cuya Sociedad es cofundador, pues cuenta cerca de sesenta años y debutó a los once en el café Oriental, donde su padre trabajaba de camarero. La biografía de este anciano bajito, amable, un poco encorvado y con gafas va unida durante más de medio siglo al accidentado vivir de nuestra Prensa. Fue capataz de "El padre Cobos", de "La madeja política", de "La Iberia", el diario órgano de don Práxedes Mateo Sagasta; de "La Época", de "El Látigo", de "La Broma", el semanario que hizo famoso el cáustico ingenio de Perillán-Buxó; de "Fray Gerundio". del "Madrid Cómico", de "La Filoxera", cuyas páginas señoreaba la desvergonzada gracia de Salvador María Granés; del "Gil Blas", de Carlos Frontaura; de "La Viña", que ilustraban Cilla y "Mecachis"; del "Verán ustedes…", de "El Motín", de "El Globo"... —Por un ejemplar—dice—de "El Globo" que publicó el escándalo que dieron Alfonso XII, la reina María Cristina y el duque de Sexto, en la Casa de Campo, un cliente mío, muy republicano, me pagó ocho duros. Lo mismo en los cafés que al aire libre la venta "del papel" sufre vaivenes. La intensifican o rebajan las festividades, el estado del tiempo y los grandes acontecimientos deportivos o teatrales; siendo muy de notar que con los cambios de Gobierno o las informaciones de esos crímenes que a intervalos monopolizan la atención colectiva, en los cafés la venta de periódicos disminuye, porque el público, que los espera ansioso, sale por ellos a la calle.
  • 37. 37 Don Enrique Fernández asistió a la inauguración del "Imperial"—famoso café de tres fachadas, una a la calle de Alcalá, otra a la Puerta del Sol y otra a la carrera de San Jerónimo, conoció a Vital Aza, a Ramos Carrión, al maestro Chapí, a don Pedro Delgado, a "Lagartijo", a Frascuelo... y por conocer al "todo Madrid" de entonces, trató a unas célebres timadoras apodadas "Las Vaquerinas": dos hermanas, a cual más guapa, y duchas a porfía en el arte de aplicar el robo los recursos de la prestidigitación. De ellas, y a presencia de don Francisco Álvarez, dueño del café de Correos, hablaban una tarde cuatroindividuos "de la Secreta". Sus palabras rezumaban admiración. A creerles, para las manos de "Las Vaquerinas" no había cartera segura, ni reloj, ni sortija, ni alfiler de corbata, que no corriesen peligro. Don Francisco, lleno de confianza en sí mismo, exclamó: —¡No exageren ustedes! Yo estoy cierto de que únicamente los tontos se dejan robar. Sus interlocutores se sintieron mortificados. —Yo le aseguro a usted—repuso uno de ellos que en cuanto yo le dijese a cualquiera de "Las Vaquerinas" que le quitase a usted el reloj, como hemos de morir que se quedaba usted sin él. Don Francisco Álvarez soltó una carcajada y un taco: —¿E1 reloj?... Imposible. La cartera, tal vez. ¿Pero el reloj?... Nunca. Vean ustedes: yo siempre voy así... Tenía la costumbre de llevar los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco. Los policías, sin embargo, ratificaron unánimemente su aseveración, y enardeciéndose el diálogo se convirtió en apuesta. —Lo único que necesitamos saber—dijeron—son los lugares adonde acostumbra usted a ir. La vida del señor Álvarez era absolutamente regular. Todos los días, fuera invierno o verano, mediada la mañana, salía de su café, ambos pulgares hundidos en los bolsillos del chaleco—llevase capa o no—, ganaba la calle de Alcalá, tomaba luego la de Sevilla, y seguidamente, andando despacito por la acera de los números pares de la carrera de San Jerónimo, regresaba a la Puerta del Sol y se metía en el café que se llamó de Las Columnas. No quisieron los de "la Secreta" oír más y lo apostaron una cena de seis cubiertos a que, antes de una semana, le birlarían el reloj. El requerido recontó a sus desafiadores, que eran cuatro. —¿Y por qué—interrogó—, si somos cinco, piden ustedes seis cubiertos? —Porque esa noche—le contestaron—vendrá cierta persona a cenar con nosotros. A la mañana siguiente, el señor Álvarez—ambos pulgares más ahincados que nunca en los bolsillos de su chaleco—realizó, sin 'contratiempos, su paseo habitual. Al otro día tampoco le ocurrió nada anormal, ni al otro... Y mientras caminaba iba diciéndose: —Esos no saben—se refería a los policías—quién soy yo. ¡Tontos!... Robarme a mí es muy difícil…
  • 38. 38 Y esta confianza que tenía en sí mismo, sigilosamente debilitaba su vigilancia. La víspera de terminar el plazo señalado a la apuesta, don Francisco entraba en Las Columnas precisamente cuando salía una señora rubia, muy compuesta y vistosa, acompañada de una niña y con varios paquetes entre los brazos. Involuntariamente tropezaron los dos, y a ella se lo cayó al suelo el bolso. Diligente y amable, don Francisco se apresuró a recogerlo, y la dama, tras de corresponder a su fineza con una sonrisa, ganó la puerta y desapareció, dejando a don Francisco deliciosamente turbado por el encontronazo. De súbito, el señor Álvarez tuvo un presentimiento desgarrador y llevó las manos al vientre. Malamente pudo callar una blasfemia. Acababa de perder su apuesta. Le habían robado el reloj... Cumpliendo lo pactado, llegada la noche, él y los cuatro policías se reunieron a cenar. El camarero trajo la sopa. Don Francisco, avergonzado de su derrota, no levantaba los ojos del mantel. —¿Comemos?—preguntó. Sus acompañantes le recordaron que tenían invitada a lafiesta a una persona que seguramente no se haría esperar; y no habían terminado de decirlo cuando la persona anunciada apareció, y era una buena moza pechugona, de cabellos gitanescos, tan morena que parecía de bronce luego. Familiarmente, luego de saludar a "los de la fiesta", se sentó a la mesa y dirigiéndose a Don Francisco: —¿Creía usted que se lo había robado de veras? Y le entregó el reloj. El señor Álvarez tomó la prenda, creía soñar. —¿Pero usted no era rubia?... "La Vaquerina" se echó a reír, —Rubia era la peluca que llevaba puesta. Y así terminó la broma. * * * El segundo tipo parasitario más importante del mundo cafeteril es el limpiabotas, que unas voces depende del vendedor de periódicos, a quien habrá de entregar todas las noches parto de lo recaudado durante la jornada, y otras del dueño, al que abonará diariamente cuatro o cinco pesetas. El limpiabotas es una silueta españolísima. Los franceses, tan ordenados y devotos del ahorro; los alemanes, los ingleses, se acicalan el calzado en casa. Nosotros no. El español siento tibiamente el amor al hogar; la calle le atrae; al español le seducen la luz, el ruido, la gente, y por eso gusta de lustrarse los zapatos en los cafés, y aunque sepa afeitarse irá a la barbería. El sol—que muchos escritores llamaron "el demonio del Mediodía", es en nuestro país un buen amigo de los limpiabotas.
  • 39. 39 Arrodillado delante de una mujer, un limpiabotas siempre es elegante... En el círculo, Joaquín Dicenta cuando estrenó "Juan José" (Foto Almazán) El gremio de lustradores de calzado presenta dos categorías. La inferior, la más desventurada y también la más pintoresca, la forman los errantes, los "sin casa", los que por ejercer su industria al aire libre no se atreven a fijarle precio a sus servicios, y son los mismos que, llegado el verano se marchan a las playas norteñas: a Gijón, a Santander, a San Sebastián, a San Juan de Luz, a Biarritz... Sus figuras movedizas de hombros avezados a bordonear a pie por los caminos y a viajar sin billete en los trenes, despiertan nuestra simpatía. Ellos simbolizan la aventura, el anhelo de conocer, la inquietud, que es la luz de las almas. Son como aves emigradoras; son los "limpiabotas-golondrinas", que desaparecen de Madrid al avecindarse el estío y que las primeras lluvias de octubre devuelven a la Puerta del Sol. Los limpiabotas afincados en los cafés viven de modo muy diferente. El temor a perder su colocación les impide viajar. Además de aplicarse a enlucir el calzado venden números de Lotería, con lo que ensanchan sus emolumentos. Practican costumbres sedentarias. Son los burgueses del oficio, y su independencia les confiere cierta patronía. Al igual de los camareros, los limpiabotas conocen los compromisos amorosos y económicos de sus parroquianos, les prestan dinero—que no siempre recobran—, les sirven de correveidiles, pignoran como suyo lo que aquéllos no osan empeñar a su nombre, y al cabo conquistan su amistad.
  • 40. 40 En Fornos había, hace treinta años, un limpiabotas corcovado que en sus ratos de ocio gateaba por debajo de las mesas recogiendo colillas para luego venderlas. Era muy avispado, adoraba el vino, conocía al "todo Madrid" trasnochador, y no bien llegaba al café algún literato o algún aristócrata, le saludaba nombrándole y corría a abrirle la puerta. Aquel descendiente benemérito de "El buscón", que prefería a una propina el honor de un apretón de manos, tenía desplantes de artista. Su mayor orgullo lo cifraba en que don Joaquín, una noche, le hubiese invitado a cenar. Al decir "don Joaquín" se refería a Dicenta, y el hecho no puede sorprender a quienes conocieron el buen humor pícaro—alegría de "cuarto de guardia"—del insigne dramaturgo. Se hallaba éste tomando café con unos amigos, cuando advirtió el disimulado ademán con que el jorobado se guardaba en un bolsillo la colilla de un puro. En nombre de la higiene, Dicenta le vituperó su acción y lo conminó a decirle qué pensaba hacer con aquel desperdicio. —Venderlo, don Joaquín— replicó el truhán—, que a estas cosas y a otras mucho peores obliga el hambre. Oído lo cual el autor de "Juan José", probablemente más por divertirse que por misericordia, entregó al doliente un billete de cinco duros. —¡Para que cenes!—exclamó. —Pero don Joaquín de mi alma... —Haz lo que te mando, y para ti el dinero que sobre. Dócil al apotegma "la luz que va delante es la que alumbra", el pícaro se desembarazó de su manta haraposa, la dejó en el suelo—guardarropa mejor no merecía—y cómodamente sentado a una mesa se dispuso a cenar. Cuando hubo terminado, Dicenta le ordenó entregar dos pesetas de propina al camarero. Y volviéndose a éste: —¡Ayúdale a ponerse la manta! No te avergüences. Esa manta mugrienta tiene, sobre los hombros de quien da ocho reales de propina, la elegancia de un "smoking"... En el café Regina actúa un limpiabotas que también es jorobado. Nació en Asturias. Se llama Alfredo y tiene unasmanos robustas y unos ojos claros y buenos, de "hombre de mar". Alfredo no se duele de su oficio, que considera indispensable. —Toda persona—afirma—que lleve la camisa y los zapatos limpios, parecerá bien vestida. —En general—concluye nuestro informador—nosotros tratamos el calzado según su calidad; y... ¿a qué negarlo?...; según, también, la calidad del cliente. Alfredo gana diariamente de ocho a diez pesetas—si llueve "afana" menos— y con ellas y lo que lo reditúan los billetes de Lotería va sacando su vida adelante. La catástrofe de su espinazo lo convirtió en un hombre pequeño, y cuando trabaja su cabeza desaparece totalmente debajo de las mesas, por lo que las personas a quienes sirve se olvidan de él, y ello le permite—sin procurarlo— enterarse de muchos secretos.
  • 41. 41 "Una tarde—cuenta—llegó aquí un matrimonio..." (Fotos Almazán y dibujos de Bartolozzi) Conocedor de la ideología supersticiosa de los aficionados a la Lotería, Alfredo, si el caso llega, explota—como el famoso portero Jorobado del casino de Monte-Carlo—la "buena sombra" que el vulgacho atribuye a los corcovetas. —Una tarde—cuenta—llegó aquí un matrimonio. El esposo me compró un décimo y me mandó limpiarlo el calzado. Momentos después, estando trabajando, oí que su mujer le decía al oído: "Pásale el billete por la chepa"... Yo, inmediatamente, levanté la cabeza.—"Eso, señora—expliqué—vale un duro." El marido repuso:—"No importa." Y me dio el duro. Lo malo fue que el décimo no salió premiado... Calla unos momentos y prosigue, bajando la voz: —Le decía a usted hace poco que sé muchas historias. ¡Y tantas!... Vea usted... Con gesto recatado nos muestra unas joyas que alguien le ha dado para que las empeñe. Y concluye: —Dentro de la humildad de este oficio, muchas, muchísimas veces, un limpiabotas es un confidente.
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  • 43. 43 V FIGURAS QUE SE VAN Un piano, al que le faltaba una octava, y que contaba de existencia muy cerca de un siglo... Dibujo de Bartolozzi
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  • 45. 45 Va para treinta años que emprendieron su éxodo rumbo a los cipresales del eterno silencio, los pianistas y violinistas de café contemporáneos del pintoresco "maestro Domínguez", que descubrió en el arte de contar cuentos un medio de vivir; "del ciego Fidel", panzudo y barbón, que por las noches recorría los camerinos de los teatros ofreciendo décimos de lotería y rifando mantones; y de Leandro Viñas, aquel librero que apoyándose en un bastón y maldiciendo de sus piernas reumáticas, iba de unos cafés a otros vendiendo "a plazos" los veinticinco tomos de la "Historia de España", de Modesto Lafuente. ¡Todos se fueron ya!… Y sus figuras, alejándose al correr del tiempo, dejan en nuestro corazón un rumor de pasos. En los últimos días de la centuria anterior todos los cafés—exceptuando Fornos, El Suizo, El Inglés, El Diván y algún otro—tenían música. Entre los que con mayor beneplácito del público tributaban culto a Euterpe recordaremos el Antiguo Levante, cuyos conciertos dominaron la atención de los melómanos; el Imperial, donde trabajaron dos grandes artistas olvidados: el violinista Fortuny, que Rosales retrató, y el pianista Power; el de San Marcial, inmortalizado por Chueca en su zarzuela "El año pasado por agua"; el de La Concepción, sito en la calle de la Corredera, frente al teatro de Lara; el Español, vecino del entonces llamado Teatro Real; el de Numancia, donde Carlos del Pozo, a la sazón aprendiz de bajo, tenía su "peña"; el Habanero, al que sus "comedores reservados" señalaron como un lugar de perdición; el de San Isidro, en la muy castellana rúa de Toledo; el del Callao, en el extinto callejón de Hita; el de Cervantes, que tras una existencia larga y próspera quebró porque el semanario "El Escándalo" dijo que la leche que allí se servía era la que utilizaba para bañarse la marquesa de La Laguna; el del Siglo, en la calle Mayor; el de la Gran Vía, el de San Mateo, el de San Joaquín, el de Prada, el de Los Basilios, el del Diamante, cuyo dueño fue encarcelado por haber mandado tocar el Himno de Riego..., y muchos más. La música formaba parte del mundo cafeteril, y su opio respondía a la vida contemplativa del Madrid clásico; un Madrid donde, como en los pueblos, las gentes salían de sus casas "a tomar el sol". En aquella época sin automóviles ni teléfonos, el vocablo "prisa" carecía de aplicación cierta. Los negocios marchaban lentamente. Imperaban el mantón y la capa—las dos prendas que, sujetándonos los brazos, más han contribuido al atraso nacional—; la pluralidad de los cafés céntricos no cerraban sus puertas hasta la amanecida; en los Ministerios—dicho sea sin hipérbole—se trabajaba menos que ahora, y las calles, a las diez de la mañana, estaban desiertas. Esto razona la importancia de la música en los cafés, adonde la gente más que a beber café acudía a sentarse y acaso a meditar en lo que necesitaba hacer y probablemente no haría nunca.
  • 46. 46 La muy madrileña calle de la Magdalena, donde estuvo el café de Numancia Los conciertos, a base generalmente de piano y de violín, comenzaban después de las nueve de la noche, y el advenimiento de los músicos a su estrado difundía por el local una impaciencia y un bienestar. Unánimes los ojos convergían hacia ellos, en las tertulias cesaban los diálogos, y los amantes que cuchicheaban en la penumbra de los rincones, maquinalmente enmudecían, se oprimían las manos para sentirse más cerca, y apoyando las cabezas en el respaldo del diván miraban al espacio dispuestos al éxtasis. Mientras, el violinista desenfundaba su instrumento, y el pianista, que generalmente era ciego, luego de abrir el piano se inclinaba sobre el cajón donde guardaba las partituras. Hecho esto se sentaba, y un momento sus dedos, para agilitarse, corrían caprichosamente sobre la albura del teclado. Las piezas del programa de cada noche eran casi siempre habaneras, jotas, valses de Waldteufel y trozos de las clásicas zarzuelas de Gaztambide, de Barbieri, de Arrieta, de Chapi, de Marqués y de Oudrán: "El molinero de Subiza", "El valle de Andorra", "La mascota", "La Tempestad", "El anillo de hierro", "Marina"… ¡tan vieja y tan joven!... El sortilegio musical sobrecogía a la concurrencia, y los corazones latían presos de angustia dulcísima. No hay paradoja comparable a la de la música, que es a la vez beso y mordisco, caricia y flagelo, y así a todos indistintamente les regocija o les apena, porque su embrujo en los jóvenes se hace soñación y esperanza, y en los viejos recuerdo. La música es sonrisa inefable y congoja, promesa y desengaño. La música se parece a Jano. Es bifronte. La música tiene la gracia doliente de esas tardes otoñales en que llueve con sol…
  • 47. 47 Desde una tarima, el pianista, el rostro vuelto hacia la sonrisa del teclado, y el violinista, erguido, cual si quisiera prolongarse en la melodía que ejecutaban sus dedos, esclavizaban la atención del auditorio, y cuando sollozaba el acorde postrero, dejando en el silencio la humedad de una lágrima, el público testimoniaba su entusiasmo aplaudiendo y golpeando las mesas con los platillos del azúcar. De los cafés de "piano y violín" el más frecuentado por la bohemia literaria de a principios de siglo, fue el del Vapor, situado en la plaza del Progreso. El misterio de esta simpatía lo explica la caritativa condición del pianista que actuaba allí. Se llamaba Leandro Ribera, y fue un hombre bueno y gordo que jamás supo negarle a nadie un favor. De su jornal, que seguramente no excedería de cuatro o cinco pesetas, y de su crédito, sus amigos usaban como de cosa propia, y en su saqueada bolsa, siempre abierta, todos metían la mano. Noche tras noche, un puñado de tipos desusados, siluetas de capa, chambergo y chalina, arrancadas a los cabarets montmartreses, organizaban una especie de cenáculo alrededor de Ribera. A su lado se sentían protegidos y sin dejar de quererle le explotaban; pero él no se enfadaba, poseído constantemente su ancho corazón de la sana alegría de ser útil. Por aquellos días se habló en los mentideros literarios del suicidio de Francisco Villaespesa. El motivo de esta noticia fue el siguiente: Villaespesa—que aún no escribía para el teatro—surgió una noche, a hora muy avanzada, en el café del Vapor. Acababa de regresar de Portugal, venía sin recursos y no tenía dónde dormir. —Lo mejor que puedes hacer—le aconsejó Ribera—es buscar alojamiento en una casa de huéspedes de la calle de Pozas, donde yo he vivido. Y le señaló el número y el piso. —No digas—añadió—que vas de parte mía, porque al dueño le debo dinero... ¡Ribera era tan magnánimo que adquiría deudas a trueque de pagar las de sus amigos!... Sin otras indicaciones, Francisco Villaespesa se personó en el domicilio indicado, donde reclamó, con su vehemencia habitual—entonces el hombre no cedía en exaltación al poeta—, "la mejor habitación que hubiese". —Tengo desalquilada una muy buena—aclaró el posadero—; pero vale un duro. —¡Ahí va!—repuso Villaespesa, entregándole "el duro de Ribera". Otro no tenia... Aquel pagar anticipado, las despeinadas melenas del nuevo huésped, su falta de equipaje y, especialmente, el impaciente alboroto de sus ademanes, inquietaron al hotelero; mas como ya había cobrado, nada dijo.
  • 48. 48 Francisco Villaespesa, dos o tres años antes de "suicidarse" Una vez en su habitación el futuro autor de "El alcázar de las perlas" pidió quince o veinte pliegos de papel de cartas, con sus correspondientes sobres; cerró después la puerta, aunque sin llave—como quien, por carecer de todo, no teme ser robado—, y se puso a escribir. Ya amanecía cuando, en lugar de acostarse, que habría sido lo lógico, quiso tejer un soneto, para lo cual comenzó a pasearse a largos trancos por el aposento; y, según los arbitrarios vaivenes de su inspiración, unas veces miraba al suelo, otras al techo, o bien agitaba los brazos o hundía ambas manos en su copiosísima pelambrera, como quien está desesperado. Tenía además Villaespesa la costumbre de componer sus poesías en alta voz—para mejor apreciar su música—, y como los poetas gustan de quejarse, seguramente los versos que iba hilvanando serían terribles. Algo por este estilo: "Mi corazón quedó roto en pedazos"… "Ha llegado el momento de morir"..., etc. Y como en aquel momento advirtiese que su revólver le molestaba, quiso sacárselo del bolsillo para dejarlo sobre la mesa... Y ocurrió entonces algo digno de la más regocijada película, y fue que el posadero, al ver que su huésped—a quien había estado observando por el agujero de la cerradura—, tras de escribir muchas cartas, que presumió fuesen de despedida, empezaba a halarse del pelo y a llamar a la muerte y, finalmente, sacaba un revólver, irrumpió frenético en la habitación y, arrojándose sobre el poeta, le arrebató el arma. —¡No, señor!—le gritaba—. ¡Aquí, en mi casa, no consiento escándalos!... ¡Si quiere usted matarse váyase a la calle!.. Este lance, aventado por los tertulianos de Leandro Ribera, a la noche siguiente recorría Madrid bajo el temeroso epígrafe, de "el suicidio de Villaespesa".
  • 49. 49 Leandro Ribera, siempre tan apacible, murió loco. Su locura era ingenua, como lo fue su razón; consistía en creer que había inventado unos barcos de mármol. "Son unos barcos—decía—que se limpian en seguida... con sólo pasarles una esponja..." ¿Habrían influido en su demencia el nombre del café donde trabajaba café del Vapor—y la constante visión de sus mesas de mármol?... El último café con "piano y violín" fue el Español, emplazado frente al venerable teatro Real, llamado hoy, más razonablemente, de la Opera. Las tiples, los tenores, los barítonos y los bajos más famosos del mundo tertuliaron en él: Tamberlick, Gayarre, Tamagno, Caruso, la Barrientos, la Pareto, la Galli Curci, Tito Schipa, Martinelli, Tita Rufo..., y sus voces gloriosas—aquellas que los melómanos han pagado a mayor precio—resonaron allí gratuitamente pidiendo un chocolate con picatostes, un "bock" de cerveza, o un solomillo con patatas. Por aquel lejano entonces, las ganancias de este café eran considerables, pues enviaba muchas comidas a los alumnos del Conservatorio, a los empleados del palacio real y a los vecinos cuarteles de Alabarderos de Inválidos. En invierno sus ingresos se acrecentaban con las numerosas cenas que a diario servía a los profesores y coristas de la Opera, y de noche, repleto de gentes a quienes el "bel canto" alborozaba el apetito mientras hablaban de contratos y discutan de arte en distintos idiomas, parecía una sucursal de la Galería Víctor Manuel. Después envejeció, se quedó triste, callado, mustio; sus bellas noches ruidosas se apagaron y el silencio de sus horas no tuvo otra música que la del eterno bisbiseo de las parejas enamoradas diseminadas por los rincones del salón. En el café Español subsistía un "Erard" al que le faltaba una octava y contaba de existencia muy cerca de un siglo. El penúltimo artista que, noche tras noche durante veintiséis años, lo pulsó—¡y con cuánto entusiasmo, con cuánta emoción!—fue el maestro aragonés don Zacarías López-Debesa. Este hombre, bajo, recio y saludable, de cuyo corazón—un corazón en tono mayor—el tiempo no ha arrancado aún la alegría de la Jota, vino a Madrid con una pensión de ocho duros mensuales, que le había señalado la infanta Isabel. Tenía entonces once años. A los catorce ganaba cuatro pesetas tocando el piano del café de Bilbao. De allí pasó al llamado de Numancia, y luego al Español. Don Zacarías nos refiere que perdió la vista a los tres días de nacer, lo cual no obstante usa lentes obscuros para disimular su ceguera, pues está cierto de "ver"—en el sentido cabal de la palabra—con los ojos del entendimiento. El maestro López-Debesa lleva las pupilas dentro del cráneo, y en cada melodía su sensibilidad descubre una perspectiva y un color. A creerle, hay notas azules, notas verdes, notas amarillas, notas rojas...; acordes vespertinos y otros impregnados de un rosicler de aurora. A su entender, la música es luz... En apoyo de esto saca a colación la curiosa historia del "Claro de luna", de Beethoven.
  • 50. 50 El aragonés don Zacarías López-Debesa, que durante veintiséis años actuó en el café Español Una noche estival, el gran músico se detuvo a oír, junto a una ventana abierta, una composición suya ejecutada al piano. Lo primoroso de la interpretación le impresionó y, aproximando el rostro a la ventana, procuró conocer a quien tan certeramente le traducía, y vino a ser una joven, rubia y ciega, cuyos cabellos, en aquel momento bañados en luna, vertían sobre la nieve de sus hombros un polvillo áureo. Enternecido Beethoven llamó a la puerta de la casa, y para que le dejasen entrar declaró quién era. Al oír aquel nombre que la gloria no se fatigaba de ungir, la pianista se levantó. Alta, grácil y cubierto su vestido blanco de claridad astral, tenía la emoción religiosa de un mármol. —¿Usted no ha visto nunca?—preguntó Beethoven. En los ojos muertos de la interrogada cuajaron dos lágrimas. —No, maestro... Él repuso, el alma hecha fuego: —Pues recójase en sí misma y escuche. Va a surgir el milagro. La noche está llena de luz... y yo quiero que usted conozca esa luz... Y el genio se sentó al piano, y volcando sobre sus teclas—como si se desangrase— su corazón, improvisó esa página eterna que luego había de titularse "Claro de luna"; y la ciega, con los ojos del espíritu, vio la luna… López-Debesa concluyó: —¡Yo también la he visto...! Yo le juro a usted que oyendo a Beethoven, a Juan Sebastián Bach y a Wagner—que son mis elegidos—veo. ¡Yo no estoy ciego...! Los que me creen ciego se equivocan...! Para mí la "Sinfonía Pastoral" está anegada en sol...
  • 51. 51 El violinista Jesús Estefanía y el pianista Antonio Nebreda, que aún defienden la tradición de los viejos cafés sentimentales con piano y violín (Foto Almazán) Meses después de esta conversación fuimos a visitar a don Zacarías a "su café". —Don Zacarías—nos dijo un camarero—ya no trabaja aquí. La noticia nos llenó de estupor, de dolor. —¿Y por qué?... —Porque ha habido reformas. ¿No las nota usted...? Advertíamos, efectivamente, ciertas innovaciones. El sitio del piano era otro. El local estaba como "maquillado". Nuestro informador continuó: —Usted sabrá, por los periódicos, que hace pocas noches se presentó aquí la Virgen. Seguros de haber oído mal repetimos: —¿La Virgen...? —Sí, señor. —¿Ha venido a este café la Virgen...? —Como se lo cuento. El "echador" la vio. Fue un escándalo. Se le apareció en la cueva, y el hombre..., ¡claro...!, con el susto que recibió, soltó las cafeteras y escapó dando gritos... —Realmente—comentamos burlones—, cualquiera, aun el más bravo, metido en la piel de ese "echador", hiciera igual. Con López-Debesa y otro pianista, ciego también, que actuaba en el café de Jorge Juan, han desaparecido los viejos cafés sentimentales con piano y violín. El Arte se mecaniza, el público prefiere la radio al libro—es más barata—; los poetas callan, el cine hablado triunfa, y a la puerta de los teatros la Emoción, la divina Emoción, cubierta de andrajos, pide limosna. ¿Y Apolo, dónde está...? Los escritores lo saben. Id a los campos de fútbol y allí—muerto a puntapiés— encontraréis el cadáver del dios…
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  • 55. 55 Hubo un tiempo, no muy lejano, en que la bohemia artística tuvo su uniforme: traje con lamparones—de pana, a ser posible—, chalina negra, botas desgobernadas, dedos uñosos, capa o gabán bien raídos, semblante macilento y mal afeitado, de persona que come de milagro y se acuesta vestida, y sobre la melenuda cabeza un sombrero de ancha alas puesto de cualquier modo. Cuando ese "todo el mundo" que obstruye las calles se cruzaba con un tipo así, pensaba: —Ahí va un bohemio... La bohemia era inseparable entonces de los conceptos de suciedad y de hambre; el vulgacho veía en los artistas unos enemigos del trabajo que mataban el tiempo escribiendo novelas o pintando cuadritos, y no apreciaban diferencias ostensibles entre el músico que compone una jota y el descalzo que la canta al son de una guitarra en la vía pública. Al artista se le confundía con el vagabundo y con el perdulario. Se le desdeñaba y por ocurrente y arbitrario se le temía. Los artistas representaban el escándalo, la cabriola, lo insólito. Para las gentes, el arte era una forma—la más elegante—de limosnear, y sus cultivadores, una taifa de mendigos pintorescos con talento y de buen humor. ¿Necesitaremos explicar que la bohemia, compañera del arte, no es eso?... La bohemia no se halla vinculada inexorablemente a la pobreza. Hay muchos ricos de instintos bohemios y muchos pelagallos con alma de burgués. La bohemia, consiguientemente, supone una disposición de espíritu substantiva y aparte. El bohemio artista "nace" y sus rasgos temperamentales mejor acusados son: la imprevisión y un culto desbordado a la Belleza. Todo gran forjador de emociones estéticas lleva dentro un místico. Sirva de ejemplo Miguel Angel, que para dedicar a su trabajo mayor tiempo dormía vestido y almorzaba un trozo de pan. Torturados por un anhelo insaciable de perfección y atentos sólo al deleite narcisiano de crear, los artistas geniales desdeñan el provecho económico de sus esfuerzos. La inspiración, cuando prende bien su antorcha, no entiende de beneficios, y el excelso placer que experimenta produciendo es su única recompensa condigna. A la inspiración no se la puede aplicar "la jornada de las ocho horas'"; la inspiración, que es el alma hecha fuego, no trabaja a jornal, como las manos. En el comercio, y aun en las artes liberales, todo está sometido a tarifa. No así en las bellas artes o artes nobles, cuyos frutos, por la misma divina emoción que los anima, no reconocen precio. El dinero y el arte son conceptos demasiado heterogéneos para que el uno sirva al otro de premio. No se acoplan, no se entienden; el dinero pesa y la idea es ingrave. Todo se compra, menos la belleza; lo dice la sonrisa de Gioconda, que es para los millonarios una lección…
  • 56. 56 Félix Méndez, el hombre que—según frase suya—"puso al paso" la tisis galopante que padecía Por eso la mayoría de los escritores y artistas viven desgobernadamente. Ilusionados siempre, no establecen equilibrio entre su labor y sus ganancias. Las comodidades materiales no les absorben; ambulan fuera del tiempo; el ensueño les venda los ojos; no saben por dónde van, y de la terrible desproporción entre lo mucho que ambicionan—nada menos que la inmortalidad buscan—y lo poquísimo que tienen, dimana su bohemia. Adoran la independencia. Son orgullosos, ególatras, díscolos. Lo rebañego les molesta, y porque gustan del fausto y la miseria les oprime, protestan de ella derrochando en un día el dinero que acaso les permitiese vivir un mes. Los artistas no hacen números. Se creen ricos. La previsión, la voluntad del ahorro, "el miedo al mañana", son fantasmas extraños a su naturaleza. Luego tropiezan con la realidad triste, y ella les dice que necesitan comer y dormir bajo techado, y para conseguirlo sin apartarse de la ruta que siguen recurren a estratagemas. casi siempre donosas, y con su grato ingenio alivian los sufrimientos de su penuria. Nada les abate; su convicción de triunfar algún día nutre su optimismo, y con el descalabro que haría llorar a cualquier "hombre serlo", ellos—los comparsas de la eterna estudiantina de la Esperanza—fabrican una pajarita de papel. Los artistas, aun los de edad avanzada, no conocerán nunca ese crepúsculo árido, desilusionado y egoísta, de los individuos que usaron sus actividades en otros empleos. De su desprecio al dinero—el dios esquivo de los avaros—brota su regocijo. Unos tendrán los cabellos negros, otros peinarán melenas grises o blancas; pero todos parecerán jóvenes, porque en el indisciplinado vivir de esos sacerdotes de la Emoción nunca asoma el otoño. El vulgo no comprende esto; lo halla ilógico. Las gentes razonables, esclavas de sus negocios y "del buen parecer", se asombran de esas personas capaces de no darle importancia a nada, como no sea a la risa. Pero las hay, y porque son heroicas, a ellas va nuestra admiración.
  • 57. 57 Cuando Félix Méndez tenía empeñadas todas sus ropas—desgracia que la aquejaba frecuentemente—se endosaba el frac. En él la miseria vestía de etiqueta. Una noche, después de cerrados los teatros, aquel inolvidable maestro del desenfado y de la burla entró en Fornos así vestido y se puso a aullar. El por aquella fecha célebre esgrimidor y crítico de arte Alejandro Saint-Aubin, le preguntó qué le sucedía. —Nada, don Alejandro. ¿Qué quiere usted que me suceda? ¡Qué aúllo de hambre!... Luego se encontró al camarada con quien vivía, el cual le invitó a café, y sin más, los dos, poseídos de feliz resignación, diéronse a distraer sus ganas de comer con el divino pan de la risa. De repente un caballero bien portado, que ocupaba una mesa próxima y había oído la contestación que Félix Méndez diera a Saint-Aubin, se acercó a saludarles. —Me parece—dijo—que ustedes son escritores... —No se ha equivocado usted. —Lo comprendí en seguida por la gracia con que hablan. Yo pertenezco al comercio, pero me gustaría ser bohemio. ¡La bohemia me encanta!... Ustedes deben de correr aventuras deliciosas, ¿eh? Yo quisiera que fuésemos amigos... Félix le dio la mano y tuteándole: —¡Nada, chico, desde ahora mismo!… Tú y nosotros, como hermanos. ¡Pide lo que gustes!... El advenedizo repuso: —No; vosotros no tenéis dinero. Soy yo quien convida. Cenaron los tres y cuando—ya próxima la hora del alba—se separaron, el anfitrión, que durante el banquete se había desternillado de risa, abrazó a sus invitados, les pidió la dirección de su domicilio y se marchó prometiéndoles hacerles muy pronto una visita. Convivían Méndez y su cofrade en un villano sotabanco de la calle del Divino Pastor, cuyo techo en declive parecía derrumbárseles encima. Las paredes estaban encaladas; el solado, cubierto de un polvo rojizo, era de ladrillos, y el moblaje se reducía a dos camas minúsculas, un palanganero portátil de hierro, con una palangana poco mayor que una ensaladera, y un baúl. Un tragaluz, abierto en el tejado, esclarecía el tabuco. Alguien llamó una tarde a la puerta de la buhardilla. Era "el caballero de Fornos". —¿Pero, cómo—entró diciendo—, todavía estáis así?... Félix Méndez y su amigo se hallaban acostados. El visitante continuó: —Pues hoy, a mí, el cuerpo me pedía retozo, y pensé: "Voy a buscar a esos"... Ellos no contestaron. El recién llegado se había sentado en el baúl, sin quitarse el sombrero ni el gabán y como desconcertado por el cuadro miserable que tenía delante.
  • 58. 58 —¿Qué vais a hacer esta noche?... A la vez, los interrogados declararon: —Nada. —Pero, al menos, os levantaréis... —¿Con qué objeto?... ¿Para ir a dónde?… Aquí estamos bien... ¡a menos que nos invites a cenar, en cuyo caso!... —¿No tenéis dinero? —Ni un maravedí. —¿Y vuestras mujeres, qué dicen?... —Nuestras mujeres ayunan en silencio, como nosotros... Siguió a esta réplica cruda un silencio penoso. En el tragaluz palidecía el crepúsculo. Adelantando el labio inferior con expresión desengañada, "el señor de Fornos" murmuró, como diciéndoselo a sí mismo: —¡Qué chasco me he llevado!... ¡Yo creía que la bohemia era otra cosa!... Méndez se echó a reír con su gran risa de clown; una risa callada y cruel, que descubría sus dientes amarillentos y largos y le ocupaba todo el rostro. —Pues la bohemia es esto—exclamó—: Una fruta ácida, muy ácida.... que solamente los artistas mordemos a gusto. Tú eres comerciante; tú necesitas comer dos veces al día. Tu bohemia es la de Puccini..., ¿verdad?... La nuestra no la sientes; es demasiado fuerte para tu paladar. Te haría daño. ¿Quieres un consejo?… No vuelvas por aquí. Si Félix Méndez hubiese sabido llevar al papel la gracia, la extraordinaria gracia pícara de las chuscadas que a caño abierto decía y hacía, hubiera sido un formidable autor satírico. Con su ingenio cáustico rimaba su figura expresiva como un epigrama. Alto, seco, cuellilargo, los hombros subidos, el pecho cóncavo, el dorso abovedado, estevadas las flacas piernas, el cabello cortado al rape y en el semblante descolorido, de pómulos salientes, el maxilar entreabierto siempre para que la boca alentase mejor. Félix, desde muy joven, empezó a escupir sangre; estaba tísico, pero su mal no le apenaba. —En cuanto supe—decía—que mi tisis era galopante, la puse al paso, y... ¡Aquí me tenéis!... Félix Méndez tenía por hermano a su homónimo Limendoux: el "niño prodigio" que, a los dieciocho años, recién llegado a Madrid, estrenó "Niña Pancha", su primera zarzuela. Precocidad que inspiró al otro Félix la siguiente arbitraria redondilla: Tres Félix hay en el mundo que a Dios le dicen de "toux": Fray Félix Lope de Vega, el Méndez y el Limendoux…
  • 59. 59 El mismo trabajo durante cuarenta años. Los antiguos clientes y el camarero son viejos amigos. Félix Limendoux fue todo simpatía. Rivalizaban en él la sal de la conversación con la pulida elegancia de los ademanes. La bohemia de Limendoux no llevó nunca los tacones torcidos ni la camisa sucia. En el aseo de su persona se copiaba el aristocrático linaje de su espíritu. Todos le quisimos. Tenía algo de "bibelot". Era menudito, rubio, ojizarco, carirredondo y risueño, y para disimular la calvicie prematura de su frente usaba lo que cuarenta años atrás las mujeres llamaban "flequillo". De conocer el arte de piruetear sobre la cuerda floja de la necesidad, Limendoux hubiera podido dar lecciones a muchos maestros de la zancadilla, pero en este resbaloso terreno Méndez le aventajaba. Méndez había sufrido más y tenía la réplica más pronta. ¿Os acordáis del dibujante Pepe Arija, con su cara alimonada y sus grandes pupilas negras de fakir, en las que había la tristeza de una precognición?... ¡Sí, que os acordáis!... Arija era un hombre de poca estatura, bueno, callado, propicio siempre a socorrer a sus amigos y sin otro vicio que el de ir por las noches al café de Covadonga. En aquel local, de aspecto lugareño, su espíritu contemplativo se encontraba bien. En cierta ocasión, Limendoux, hallándose sin recursos, se animó a solicitar un socorro de Arija, a quien trataba fraternalmente. Hacía frío y Limendoux se echó a la calle embozado en su capa; una capita azul, bordada, que todos conocimos. Al entrar en el café, la primera persona con quien tropezó fue con Félix Méndez. Se saludaron. Los ojos de Méndez iban de un lado a otro, registrando el salón. Limendoux le preguntó: —¿Has visto a Arija?…
  • 60. 60 Su voz expresaba impaciencia y zozobra. Méndez le miró, desconfiado. Limendoux le estorbaba. —No... no ha venido. ¿Para qué le querías?... Limendoux no advirtió el lazo disimulado en aquella interrogación. —Pues... ¡la verdad!...; quería pedirle dos duros. Félix Méndez comenzó a atusarse el bigote con aire reflexivo, y después de un silencio: —Yo tengo aquí cinco duros... Limendoux le abrazó. —¡Dame dos!... —A eso iba, aguarda: esos cinco duros, realmente, no son míos, sino de Pepe. Me los prestó hace tiempo y yo esta noche..., ¡mira qué casualidad!..., venía a devolvérselos. Porque... ¡chico!..., francamente, de un hombre tan bueno como él no se debe abusar. En aquel momento apareció Arija, que, desde lejos, les saludó con un gesto amistoso. Méndez prosiguió persuasivo, confidencial: —Si yo te doy ahora eso que necesitas, Arija deja de cobrar lo suyo y quedo mal con él. Pero no pases cuidado, porque haremos lo siguiente: antes de que tú le hables, yo le restituiré esos cinco duros que el pobre considera perdidos, y con la alegría de haberlos recobrado no sabrá negarte los dos que vas a pedirle. ¿Qué te parece?... Limendoux asintió. La estratagema le parecía magnífica. Méndez se despidió, de él y se acercó a Arija. —Oye, Pepe... Receloso, el interpelado torció el gesto. —¿Qué te ocurre? —Pepe de mi alma, lo que voy a confesarte no te sorprenderá; tú eres un hombre avezado a estas emboscadas. No tiembles. Necesito dos duros... —¡Félix!... —Los necesito. No quieras saber más: los necesito. Si no me los das, pondré mi tisis al galope y cuando mañana fallezca la gente te llamará asesino. Elige. Mi vida está en el bolsillo izquierdo de tu chaleco... No le precisó insistir mucho para llevar a término feliz su procuración, y aún el pícaro no había salido del café cuando Limendoux abordó a Arija: —Mi querido Pepe, vengo en busca tuya; atravieso un momento difícil; préstame diez pesetas... Los ojos, llenos de soñolienta melancolía, de Arija, brillaron con un fulgor colérico. Sus mejillas se enrojecieron y su voz tronó amenazadora. —Pero ¿qué significa esto, recaramba?… ¿Os habéis propuesto desvalijarme?… Yo soy un hombre que vive de su trabajo; yo soy pobre...; ¡yo no tengo dinero!... —No mientas, Pepe... —¡No tengo dinero, repito!…
  • 61. 61 Félix Limendoux, malagueño, autor de la zarzuela “Niña Pancha” Para dar mayor brío a su declaración se palpaba los bolsillos con ambas manos. —¿Ves?—añadió—, ¿ves?... Convéncete. Una peseta. Es lo que me habéis dejado: una peseta. ¡Lo justo para pagar mi café!... Limendoux se amoscó. —¡No es cierto, tú me engañas, porque Félix Méndez acaba de entregarte cinco duros que te debía. A eso vino esta noche: a devolvértelos. Me lo decía cuando tú llegaste. Pepe Arija perdió los estribos. —A lo que ha venido el muy bigardo—exclamó— es a sacarme dinero... Y la graciosa burla se descubrió y Félix Limendoux se volvió a la calle con las manos vacías. Siempre que desaparece un tipo del corte intelectual de Félix Méndez, los cronistas aseguran que ha bajado a la tierra "el último bohemio". Esto dijeron también a propósito de Rafael Delorme, de Alfonso Tovar, de Pedro Barrantes, de Antonio Palomero, de Celso Lucio, de Manuel Paso, de Jiménez Prieto, de Julio Antonio... Error. "El último bohemio" no ha nacido aún. La bohemia no es una moda, ni una librea; es "un estado de conciencia", un imperativo. La bohemia—no confundamos la bohemia con la abulia—significa indisciplina, exceso de idealismo, exaltación lírica, heterodoxia, alegría, seguridad en las propias fuerzas. Es bohemio quien ambiciona mucho y procura; vivir como si tuviese mucho, aun faltándole todo. Senil, harapiento, obscurecido, desconceptuado, en el bohemio artista jamás titubeará el culto a lo bello, y por este divino amor Chateaubriand—ya octogenario—se prendó de una adolescente y la llevó a admirar una tempestad desde una cueva abierta en los acantilados bretones. Los bohemios de raza no envejecen. Los años no les hieren o les vulneran menos gravemente que al resto de los hombres. Sueñan los muy afortunados —no todos los mortales gozan de este don—y sobre sus soñaciones resbala el tiempo. Cuando Paul Verlaine, a los cincuenta y dos años, finó en el hospital, todavía era un niño... He aquí el supremo milagro de la bohemia: llevar consigo—y como embalsamada—la juventud.
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