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GARVAL
Miguel Fernández-Pacheco




    A   B    A    B
GARVAL
Miguel Fernández-Pacheco




   A    B    A    B
Para L. G.




© Miguel Fernández-Pacheco
©  e esta edición: Abab Editores
  D
  www.ababeditores.com
  info@ababeditores.com

Diseño de la colección: Scriptorium, S. L.

ISBN: 978-84-612-5224-4
Depósito legal: M-13393-2012
Printed in Spain
I

   Le llamaban Garval, aunque no se sabía si ese
era su verdadero nombre, y se le tenía por caba-
llero, pues iba a caballo y llevaba armas; incluso
se decía que había combatido con honor entre las
huestes del famoso Carlos Martel, lo que le confe-
ría cierto prestigio, pero nadie confiaba en él.
   Para empezar, no era de allí, lo que, de entrada,
resultaba harto sospechoso, ya que todos los
habitantes del valle llevaban al menos tres gene-
raciones residiendo en él, mientras que el miste-
rioso caballero apenas si hacía un año que mero-
deaba por sus alrededores. Y es que aquel no era
un lugar precisamente próspero, donde se eligiera
vivir así como así. Era un sitio agreste y escarpado,
olvidado por el mundo, en el que los sembrados
eran escasos, el clima duro, el ganado flaco, el oso

                                                   9
Miguel Fernández-Pacheco                                                                             Garval


y el lobo abundantes y, por tanto, los recursos            Con todo, también era verdad que no se sabía
más que menguados.                                      que le hubiera hecho daño a nada ni a nadie, al
   ¿Qué pintaba, pues, en aquellas tierras casi inac-   menos por el momento.
cesibles, un sujeto tan extraño además, que no             Aparte de que, a poco que se le apreciara, había
dormía bajo techado sino en el bosque, a cielo          que reconocer que era alto, fuerte y agraciado, las
abierto, y en los crueles meses del invierno refu-      tres cosas en una proporción tan notoria que
giado en una gruta; que se sustentaba de lo que         las mujeres de aquellos contornos se re­e­ ían a él
                                                                                                 f r
cazaba —había quien aseguraba que crudo— y              con una cierta delectación cuando conversaban
que no se quitaba jamás, ni siquiera para dormir,       entre ellas.
su fría y pesada cota de malla? ¿A qué diablos             Precisamente por esa oculta satisfacción, esas
había venido? ¿Qué pretendía?                           mismas mujeres, sobre todo si había hombres
   Era también extraordinariamente parco de pala-       delante, solían decir de él que estaba endemonia-
bra, tanto que no se recordaba que se la hubiera        do, cuando no que era el mismo demonio, aun-
dirigido nunca a nadie. Es más, cuando le pre-          que luego, en soledad, se regodearan imaginan-
guntaban algo solía responder con monosílabos           do que cualquier día, en el recodo de cualquier
o del modo más lacónico posible, desentendién-          camino, podían toparse con su imponente figura
dose enseguida de cualquier intento de conver­          y verse envueltas en la inquietante mirada de sus
sación.                                                 ojos amarillentos, de animal salvaje.
   Y lo peor era que se le había visto, más de una         No era ajena a estas femeniles inquietudes la
vez, paseando a la orilla del torrente con la infa-     preciosa Onneca, hija menor de Frédolo el herre-
me Ledgarda, una mujeruca siniestra que habita-         ro, a quien se tenía por el hombre más rico de la
ba sola cerca de las cumbres, y a la que solo se        aldea, incluso por encima de Udafrico, el señor,
recurría en casos de grave necesidad, de espaldas       que vivía en una torre y al que obedecía una
a la gente y no sin temor.                              pequeña mesnada.

10                                                                                                       11
Miguel Fernández-Pacheco                                                                            Garval


   Onneca acababa de dejar la adolescencia y tenía    recoger las vacas, como si el montaraz caballero
fama desde bastante antes, y en muchas leguas a la    se hubiera propuesto verla cada día y hasta varias
redonda, de ser la doncella más hermosa del valle.    veces en la misma jornada. A la dulce joven le
   Los que la conocían se hacían lenguas de su        dedicaba las pocas sonrisas que se conocían en sus
piel, tan blanca que hacía parecer oscura la nieve,   sellados labios y, pese a su timidez, era frecuente
y de su talle, tan fino y flexible que los abedules   que le dejara alegres y delicados ramilletes de flo-
podían muy bien tenerle envidia. Hablaban y no        res silvestres en los lugares más impensados, para
paraban de su risa, alegre como la aurora y más       que ella los luciera luego, con secreta emoción.
melodiosa que el canto del torrente…                     Claro que tales emociones, que indudablemen-
   Por todo ello, era lógico que Frédolo el herrero   te surgían de una tumultuosa afición, atormenta-
se sintiera orgulloso de aquella especie de perla,    ban no poco a la muchachita, ya que se le hacía
que relucía como un tesoro entre sus once toscos      evidente que no pensaba en aquel hombretón, de
hijos, y se hiciera ilusiones de que Udafrico, el     rara y agreste naturaleza, del mismo modo que en
señor, viniera algún día a pedírsela para su hijo     su compañero de juegos Eguinardo. Con el segun-
Eguinardo, un muchachito ciertamente agradable,       do se veía matrimoniando en un futuro no tan
quien, por otra parte, la perseguía amorosamente      lejano, mientras que con el primero…; bueno,
desde niño, al punto de que nadie, ni siquiera ella   con el primero era difícil imaginar algo que se
misma, dudaba de que acabarían casándose.             pudiera referir sin enrojecer.
   Aunque ya hemos dicho que la grácil Onneca            Así las cosas, un desdichado día del verano en
no era insensible a los encantos del solitario Gar-   el que comienza nuestra historia ocurrió algo que
val. Incluso, en su fuero interno, se consideraba     los habitantes de la región recordarían el resto de
en ese sentido más afortunada que las demás,          sus vidas.
pues ella sí se lo encontraba invariablemente cada       Y fue que los sarracenos, que desde hacía más
vez que salía de su casa, ya a buscar agua, ya a      de veinticinco años se enseñoreaban de la penín-

12                                                                                                     13
Miguel Fernández-Pacheco                                                                          Garval


sula Ibérica, aunque nunca se hubieran aventu­           ¿Qué terrible destino aguardaría a aquella ino-
rado por aquellas breñas, estimando que Gelmir        cente niña, criada entre el mimo y el halago de
Bonhome, conde de Viñamala y señor de aquel           unos parientes que la adoraban, en manos de aque-
valle, no había satisfecho convenientemente los       llos infieles, cuya refinada crueldad era prover-
tributos que les debía, decidieron cobrárselos        bial? ¿Por qué infierno estaría pasando en aquel
en especie e irrumpieron en él, una mañana de         momento? ¿Y qué hacer, santo cielo?
julio, justo cuando sus habitantes se atareaban          Ni él ni los hijos que le quedaban eran hom-
segando.                                              bres de armas, y en cuanto a Udafrico, su hueste
   No hubo tiempo ni ocasión de defenderse.           había sucumbido por completo, aparte de que
Pocas horas después, los algareros abandonaban        ¿dónde estarían a estas horas los infames capto-
el lugar en llamas y escapaban con todo el oro, el    res? Ciertamente, su impotencia y su pena eran
ganado y los cautivos que fueron capaces de           insoportables.
encontrar.                                               Así, desesperado, estaba dándole vueltas a la
   Imaginad la consternación, la rabia y el dolor     idea de colgarse de una de las chamuscadas vigas
de aquellos míseros lugareños, que no solo se veían   que aún quedaban en pie, cuando he aquí que
privados en un momento de cuanto poseían, sino        vino a plantarse ante él, entre nubes de humo,
que además habían de lamentar, en cada hogar, el      como si de una aparición se tratara, el andante
fin o la esclavitud de algunos de sus miembros.       caballero, cubiertas de sangre ropas y armas,
   Tal era el caso de Frédolo, el herrero, quien      quien, solemnemente, le dijo estas palabras:
aquel mismo atardecer, sentado en medio de las           —Soy, como sin duda sabéis, Leibulfo Garval y
ruinas de su casa, aún humeantes, lloraba descon-     vengo a pediros la mano de vuestra hija Onneca.
soladamente la muerte de cuatro de sus hijos y, lo       El herrero creyó primero que soñaba y, resta-
que se le antojaba todavía más espantoso, la cau-     ñando luego con la diestra las lágrimas que le
tividad de Onneca.                                    cubrían el semblante, exclamó iracundo:

14                                                                                                    15
Miguel Fernández-Pacheco                                                                          Garval


   —¿Pero qué decís, insensato? ¿Acaso no sabéis        Era que, en su corazón, la parte oscura e incon-
que esos perros rabiosos se la han llevado?          fesable parecía haberse reconciliado con la clara y
   —Así era hasta que yo intervine. En el desfila-   permitida y, al fundirse tan encontradas emocio-
dero le tendí una emboscada a su retaguardia y       nes, notaba no solo una profunda paz, sino tam-
alcancé a quitársela. Ahora está ahí fuera, sana     bién la sensación inequívoca de estar abriéndose
y salva. Puesto que la he rescatado, su vida me      a un amor que antes no se había figurado que
pertenece. Aparte de que nadie la protegerá en lo    pudiera existir.
sucesivo como yo; de modo que… ¿queréis dár-            —¿Qué decís entonces? —urgió Garval.
mela por esposa?                                        —¿De qué? —contestó Frédolo, que parecía haber
   Frédolo seguía sin dar crédito a lo que escu-     olvidado todo lo anterior.
chaba. Desde luego no respondió al caballero. Se        —De darme a vuestra hija por esposa —insistió
levantó de un salto y fue a comprobar si cuanto      el caballero, esta vez públicamente.
decía era verdad o había perdido la razón, como         Y por encima de la sorpresa, a las gentes les
algunos aquel día.                                   pareció justa su demanda.
   Pero Garval no deliraba. Fuera, sostenida por        Más que a nadie a Onneca, quien, incorporán-
sus deudos y rodeada por media aldea, acababa        dose, conmovida por su recién nacido sentimien-
de recuperar el sentido la doncellica, aún más       to, se precipitó en los brazos de su ensangrentado
pálida de lo habitual, con las ropas rasgadas y el   salvador, exclamando con vehemencia:
pelo en desorden. Tendió las manos a su padre,          —Mi vida te pertenece. Tuya seré para siempre,
quien la estrechó sollozando, aunque sus húme-       generoso Garval.
dos ojos se dirigieron al caballero, que había          Para Frédolo fue como si le dieran un latigazo.
aparecido tras él, y al que dedicó una sonrisa       ¿Acababa de recuperar a su hija al precio de tener
que todos pudieron apreciar, una sonrisa en          que entregarla a aquel intruso, que nadie sabía de
la que había mucho más que agradecimiento.           dónde venía, quién era ni qué pretendía y que no

16                                                                                                    17
Miguel Fernández-Pacheco


poseía más bienes que un jamelgo reseco y lo que
llevaba encima? ¿Para eso había pasado él tantos
cuidados?
   —Digo —respondió al fin, cogiendo a su hija
de un brazo y apartándola de él— que lo que me
pedís no es cosa que pueda responderse al buen
tuntún. Tengo que pensármelo. Ya sabréis mi res-                            II
puesta.
   El hombre no dijo palabra. Recogió su caballo      Al día siguiente, tras haber enterrado a los muer-
y se internó en la espesura.                       tos, comenzaron los trabajos de reconstrucción.
   La enamorada volvió a desmayarse.                  Lo benigno de aquel estío hizo que todo mar-
   La oscuridad había descendido sobre el valle.   chara más rápidamente de lo que se había calcu-
                                                   lado.
                                                      Además, el conde Gelmir Bonhome apareció
                                                   por el valle, repartiendo víveres y ayudas y aun
                                                   dando generosas limosnas a los que más habían
                                                   perdido. Como su propio apellido pregonaba, era
                                                   un hombre tenido por bueno, con fama de justo,
                                                   al que, en el fondo, nadie culpaba de lo ocurrido.
                                                   Si no había pagado sus parias a los musulmanes,
                                                   sus razones tendría. ¿Quiénes eran ellos para
                                                   meterse en tan elevados asuntos?
                                                      La cuestión es que, cuando comenzó a anun-
                                                   ciarse el otoño, todos parecían haber olvidado la

18                                                                                                   19
GARVAL
  se escribió en San Lorenzo de El Escorial
                el año de 1997.
Ediciones Era lo publicó en México en 2006.
       Esta edición, primera en España,
 se compuso en Bodoni Old Face BE Regular
       y se acabó de imprimir en abril
                    de 2012




        ASPICIUNT SUPERI
En el Pirineo Aragonés, en la Alta Edad
Media, el caballero Garval, aventurero en
cuyo escudo campea el lema Homo homini
lupus, desconcierta a cuantos le rodean con
su furia, y aún más con su mansedumbre.
  Su insólita leyenda lejanamente inspirada
en un Lai de María de Francia, no deja por
eso de ser contemporánea:
  Hijos desencantados de nuestra época, ahora
sabemos que el corazón humano es mil veces
más sanguinario que el de cualquier animal.
                                     Verónica Murguía




              I S B N 978-84-612-5224-4




              9   788461 252244

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Rescatada por el misterioso caballero Garval

  • 3. Para L. G. © Miguel Fernández-Pacheco © e esta edición: Abab Editores D www.ababeditores.com info@ababeditores.com Diseño de la colección: Scriptorium, S. L. ISBN: 978-84-612-5224-4 Depósito legal: M-13393-2012 Printed in Spain
  • 4. I Le llamaban Garval, aunque no se sabía si ese era su verdadero nombre, y se le tenía por caba- llero, pues iba a caballo y llevaba armas; incluso se decía que había combatido con honor entre las huestes del famoso Carlos Martel, lo que le confe- ría cierto prestigio, pero nadie confiaba en él. Para empezar, no era de allí, lo que, de entrada, resultaba harto sospechoso, ya que todos los habitantes del valle llevaban al menos tres gene- raciones residiendo en él, mientras que el miste- rioso caballero apenas si hacía un año que mero- deaba por sus alrededores. Y es que aquel no era un lugar precisamente próspero, donde se eligiera vivir así como así. Era un sitio agreste y escarpado, olvidado por el mundo, en el que los sembrados eran escasos, el clima duro, el ganado flaco, el oso 9
  • 5. Miguel Fernández-Pacheco Garval y el lobo abundantes y, por tanto, los recursos Con todo, también era verdad que no se sabía más que menguados. que le hubiera hecho daño a nada ni a nadie, al ¿Qué pintaba, pues, en aquellas tierras casi inac- menos por el momento. cesibles, un sujeto tan extraño además, que no Aparte de que, a poco que se le apreciara, había dormía bajo techado sino en el bosque, a cielo que reconocer que era alto, fuerte y agraciado, las abierto, y en los crueles meses del invierno refu- tres cosas en una proporción tan notoria que giado en una gruta; que se sustentaba de lo que las mujeres de aquellos contornos se re­e­ ían a él f r cazaba —había quien aseguraba que crudo— y con una cierta delectación cuando conversaban que no se quitaba jamás, ni siquiera para dormir, entre ellas. su fría y pesada cota de malla? ¿A qué diablos Precisamente por esa oculta satisfacción, esas había venido? ¿Qué pretendía? mismas mujeres, sobre todo si había hombres Era también extraordinariamente parco de pala- delante, solían decir de él que estaba endemonia- bra, tanto que no se recordaba que se la hubiera do, cuando no que era el mismo demonio, aun- dirigido nunca a nadie. Es más, cuando le pre- que luego, en soledad, se regodearan imaginan- guntaban algo solía responder con monosílabos do que cualquier día, en el recodo de cualquier o del modo más lacónico posible, desentendién- camino, podían toparse con su imponente figura dose enseguida de cualquier intento de conver­ y verse envueltas en la inquietante mirada de sus sación. ojos amarillentos, de animal salvaje. Y lo peor era que se le había visto, más de una No era ajena a estas femeniles inquietudes la vez, paseando a la orilla del torrente con la infa- preciosa Onneca, hija menor de Frédolo el herre- me Ledgarda, una mujeruca siniestra que habita- ro, a quien se tenía por el hombre más rico de la ba sola cerca de las cumbres, y a la que solo se aldea, incluso por encima de Udafrico, el señor, recurría en casos de grave necesidad, de espaldas que vivía en una torre y al que obedecía una a la gente y no sin temor. pequeña mesnada. 10 11
  • 6. Miguel Fernández-Pacheco Garval Onneca acababa de dejar la adolescencia y tenía recoger las vacas, como si el montaraz caballero fama desde bastante antes, y en muchas leguas a la se hubiera propuesto verla cada día y hasta varias redonda, de ser la doncella más hermosa del valle. veces en la misma jornada. A la dulce joven le Los que la conocían se hacían lenguas de su dedicaba las pocas sonrisas que se conocían en sus piel, tan blanca que hacía parecer oscura la nieve, sellados labios y, pese a su timidez, era frecuente y de su talle, tan fino y flexible que los abedules que le dejara alegres y delicados ramilletes de flo- podían muy bien tenerle envidia. Hablaban y no res silvestres en los lugares más impensados, para paraban de su risa, alegre como la aurora y más que ella los luciera luego, con secreta emoción. melodiosa que el canto del torrente… Claro que tales emociones, que indudablemen- Por todo ello, era lógico que Frédolo el herrero te surgían de una tumultuosa afición, atormenta- se sintiera orgulloso de aquella especie de perla, ban no poco a la muchachita, ya que se le hacía que relucía como un tesoro entre sus once toscos evidente que no pensaba en aquel hombretón, de hijos, y se hiciera ilusiones de que Udafrico, el rara y agreste naturaleza, del mismo modo que en señor, viniera algún día a pedírsela para su hijo su compañero de juegos Eguinardo. Con el segun- Eguinardo, un muchachito ciertamente agradable, do se veía matrimoniando en un futuro no tan quien, por otra parte, la perseguía amorosamente lejano, mientras que con el primero…; bueno, desde niño, al punto de que nadie, ni siquiera ella con el primero era difícil imaginar algo que se misma, dudaba de que acabarían casándose. pudiera referir sin enrojecer. Aunque ya hemos dicho que la grácil Onneca Así las cosas, un desdichado día del verano en no era insensible a los encantos del solitario Gar- el que comienza nuestra historia ocurrió algo que val. Incluso, en su fuero interno, se consideraba los habitantes de la región recordarían el resto de en ese sentido más afortunada que las demás, sus vidas. pues ella sí se lo encontraba invariablemente cada Y fue que los sarracenos, que desde hacía más vez que salía de su casa, ya a buscar agua, ya a de veinticinco años se enseñoreaban de la penín- 12 13
  • 7. Miguel Fernández-Pacheco Garval sula Ibérica, aunque nunca se hubieran aventu­ ¿Qué terrible destino aguardaría a aquella ino- rado por aquellas breñas, estimando que Gelmir cente niña, criada entre el mimo y el halago de Bonhome, conde de Viñamala y señor de aquel unos parientes que la adoraban, en manos de aque- valle, no había satisfecho convenientemente los llos infieles, cuya refinada crueldad era prover- tributos que les debía, decidieron cobrárselos bial? ¿Por qué infierno estaría pasando en aquel en especie e irrumpieron en él, una mañana de momento? ¿Y qué hacer, santo cielo? julio, justo cuando sus habitantes se atareaban Ni él ni los hijos que le quedaban eran hom- segando. bres de armas, y en cuanto a Udafrico, su hueste No hubo tiempo ni ocasión de defenderse. había sucumbido por completo, aparte de que Pocas horas después, los algareros abandonaban ¿dónde estarían a estas horas los infames capto- el lugar en llamas y escapaban con todo el oro, el res? Ciertamente, su impotencia y su pena eran ganado y los cautivos que fueron capaces de insoportables. encontrar. Así, desesperado, estaba dándole vueltas a la Imaginad la consternación, la rabia y el dolor idea de colgarse de una de las chamuscadas vigas de aquellos míseros lugareños, que no solo se veían que aún quedaban en pie, cuando he aquí que privados en un momento de cuanto poseían, sino vino a plantarse ante él, entre nubes de humo, que además habían de lamentar, en cada hogar, el como si de una aparición se tratara, el andante fin o la esclavitud de algunos de sus miembros. caballero, cubiertas de sangre ropas y armas, Tal era el caso de Frédolo, el herrero, quien quien, solemnemente, le dijo estas palabras: aquel mismo atardecer, sentado en medio de las —Soy, como sin duda sabéis, Leibulfo Garval y ruinas de su casa, aún humeantes, lloraba descon- vengo a pediros la mano de vuestra hija Onneca. soladamente la muerte de cuatro de sus hijos y, lo El herrero creyó primero que soñaba y, resta- que se le antojaba todavía más espantoso, la cau- ñando luego con la diestra las lágrimas que le tividad de Onneca. cubrían el semblante, exclamó iracundo: 14 15
  • 8. Miguel Fernández-Pacheco Garval —¿Pero qué decís, insensato? ¿Acaso no sabéis Era que, en su corazón, la parte oscura e incon- que esos perros rabiosos se la han llevado? fesable parecía haberse reconciliado con la clara y —Así era hasta que yo intervine. En el desfila- permitida y, al fundirse tan encontradas emocio- dero le tendí una emboscada a su retaguardia y nes, notaba no solo una profunda paz, sino tam- alcancé a quitársela. Ahora está ahí fuera, sana bién la sensación inequívoca de estar abriéndose y salva. Puesto que la he rescatado, su vida me a un amor que antes no se había figurado que pertenece. Aparte de que nadie la protegerá en lo pudiera existir. sucesivo como yo; de modo que… ¿queréis dár- —¿Qué decís entonces? —urgió Garval. mela por esposa? —¿De qué? —contestó Frédolo, que parecía haber Frédolo seguía sin dar crédito a lo que escu- olvidado todo lo anterior. chaba. Desde luego no respondió al caballero. Se —De darme a vuestra hija por esposa —insistió levantó de un salto y fue a comprobar si cuanto el caballero, esta vez públicamente. decía era verdad o había perdido la razón, como Y por encima de la sorpresa, a las gentes les algunos aquel día. pareció justa su demanda. Pero Garval no deliraba. Fuera, sostenida por Más que a nadie a Onneca, quien, incorporán- sus deudos y rodeada por media aldea, acababa dose, conmovida por su recién nacido sentimien- de recuperar el sentido la doncellica, aún más to, se precipitó en los brazos de su ensangrentado pálida de lo habitual, con las ropas rasgadas y el salvador, exclamando con vehemencia: pelo en desorden. Tendió las manos a su padre, —Mi vida te pertenece. Tuya seré para siempre, quien la estrechó sollozando, aunque sus húme- generoso Garval. dos ojos se dirigieron al caballero, que había Para Frédolo fue como si le dieran un latigazo. aparecido tras él, y al que dedicó una sonrisa ¿Acababa de recuperar a su hija al precio de tener que todos pudieron apreciar, una sonrisa en que entregarla a aquel intruso, que nadie sabía de la que había mucho más que agradecimiento. dónde venía, quién era ni qué pretendía y que no 16 17
  • 9. Miguel Fernández-Pacheco poseía más bienes que un jamelgo reseco y lo que llevaba encima? ¿Para eso había pasado él tantos cuidados? —Digo —respondió al fin, cogiendo a su hija de un brazo y apartándola de él— que lo que me pedís no es cosa que pueda responderse al buen tuntún. Tengo que pensármelo. Ya sabréis mi res- II puesta. El hombre no dijo palabra. Recogió su caballo Al día siguiente, tras haber enterrado a los muer- y se internó en la espesura. tos, comenzaron los trabajos de reconstrucción. La enamorada volvió a desmayarse. Lo benigno de aquel estío hizo que todo mar- La oscuridad había descendido sobre el valle. chara más rápidamente de lo que se había calcu- lado. Además, el conde Gelmir Bonhome apareció por el valle, repartiendo víveres y ayudas y aun dando generosas limosnas a los que más habían perdido. Como su propio apellido pregonaba, era un hombre tenido por bueno, con fama de justo, al que, en el fondo, nadie culpaba de lo ocurrido. Si no había pagado sus parias a los musulmanes, sus razones tendría. ¿Quiénes eran ellos para meterse en tan elevados asuntos? La cuestión es que, cuando comenzó a anun- ciarse el otoño, todos parecían haber olvidado la 18 19
  • 10. GARVAL se escribió en San Lorenzo de El Escorial el año de 1997. Ediciones Era lo publicó en México en 2006. Esta edición, primera en España, se compuso en Bodoni Old Face BE Regular y se acabó de imprimir en abril de 2012 ASPICIUNT SUPERI
  • 11. En el Pirineo Aragonés, en la Alta Edad Media, el caballero Garval, aventurero en cuyo escudo campea el lema Homo homini lupus, desconcierta a cuantos le rodean con su furia, y aún más con su mansedumbre. Su insólita leyenda lejanamente inspirada en un Lai de María de Francia, no deja por eso de ser contemporánea: Hijos desencantados de nuestra época, ahora sabemos que el corazón humano es mil veces más sanguinario que el de cualquier animal. Verónica Murguía I S B N 978-84-612-5224-4 9 788461 252244