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INTRODUCCION
La primera se refiere a la figura de Lebensohn como hombre de pueblo, dirigente
humilde y honesto
La segunda idea se refiere a la reivindicación de un hombre cabalmente
yrigoyenista que bajo los adustos y nobles ideales intransigentes y revolucionarios, nos
marca un camino a seguir, a nosotros, los militantes del presente, aún a varias décadas
de su muerte, en esta dura tarea de forjar, como él mismo decía, una “Argentina
soñada” en un “mundo nuevo”. Para ello es que nos sirve su ejemplo de voluntad, de
pensamiento crítico y sagaz, de intransigencia en sus actos y actitudes, pero a la vez de
una sublime sensibilidad hacia los más humildes, hacia el pueblo todo.
Un tercer aspecto íntimamente unido a los dos primeros, es el referido a la nítida
concepción elaborada por Lebensohn sobre posibilismo e intransigencia.
La decadencia moral de la Argentina en la década del 30 y lo que sucedió dentro
del radicalismo es una de las causales del quiebre partidario que se produce años más
tarde. En ese entonces, la UCR deja de tener fe en sus propias concepciones doctrinarias y
morales y pasa a hacer el juego al régimen. Esto produce la formación de una camada de
políticos “corcho”, como los definió el propio Lebensohn, personajes del establishment y
del status quo que no deciden ni conducen ni orientan, sino que arrían las banderas
tradicionales de la intransigencia y buscan la oportunidad para seguir a la corriente del
momento.
Al tener contacto con el régimen, estos políticos creen que pueden influir en las
decisiones y esto los conduce a no irritar y por lo tanto a complacer.
El mismo Moisés Lebensohn decía:
“No sabemos en virtud de que milagro íbamos a conseguir que la oligarquía nos
cediera el poder. ¿Negociando? Los intransigentes sabemos desde el ‘90 que la
democracia en ningún lugar del mundo, pero menos en la Argentina, se consigue sin
pelearla, lucharla y conquistarla.”
Desde que nació la UCR existieron dos formas de interpretarla. Estas formas,
ideas y conductas variaron a lo largo de la historia pero en esencia y concepción
doctrinaria siguen siendo las mismas. Hoy como ayer, aunque los tiempos cambien y las
metodologías también, el problema crucial en la Argentina esta dado por la lucha por la
hegemonía entre una concepción radical y otra conservadora.
El posibilismo, tal como lo definió Lebensohn, es aquel que parte de la idea que
la política es el arte de lo posible y se contrapone a la intransigencia, que partiendo de la
idea sobre la capacidad transformadora del hombre, llega a poseer una nítida conciencia
de la propia identidad y de nuestra historia, o sea, de donde venimos y hacia donde
vamos.
Nada más oportuno para ejemplificar la noción de intransigencia que citar la
famosa frase de Alem, quien respondiéndole a Roca afirmaba que “En política no se hace
lo que se puede o lo que se quiere, se hace lo que se debe.”
Moisés Lebensohn(1908 -1953) nace en el seno de una humilde y trabajadora
familia de inmigrantes judíos en el pueblo bonaerense de Junín. Su vida transcurrirá en
su pueblo natal, en La Plata y en Avellaneda, sede del comité provincia por esos años.
Sin embargo, así como en su vida no se detuvo ante la lucha, tampoco detendrá su
marcha militante y cabalgando contra su propia miseria económica y en nombre de la
honestidad y la austeridad, recorrerá pueblo por pueblo, en los vagones de los trenes
que cruzaban de N a S y de E a O la provincia, para estar con la gente, escucharla y
palpar sus realidades. Será de este modo, donde comenzará a imaginar la creación de un
nuevo movimiento yrigoyenista desde el cual otro radicalismo debía volver al pueblo,
donde el peso de la concreción de los hechos cotidianos, como comer, educarse y forjarse
un porvenir, valiesen más que la mera crítica a las formalidades democráticas, máxime
proviniendo de aquellos que hacían el juego al régimen.
Así, dos frentes yrigoyenistas se gestarían en la década del 30. El primero,
marginal de las estructuras partidarias, pero combativo y revolucionario, bajo el nombre
de FORJA, aglutinó a yrigoyenistas de la talla de Scalabrini Ortiz, Dellepiane, Homero
Manzi, Gabriel del Mazo y Arturo Jauretche entre otros.
El segundo, consolidado en 1942, es aquel que bajo las directivas de Lebensohn
toma forma bajo el apelativo “Movimiento de la juventud” basado en la doctrina expuesta
en el programa del 38, pero que a diferencia de FORJA, aunque se desarrollará dentro de
los mismos cánones intransigentes, seguirá su curso dentro del ámbito partidario.
Partiendo desde la concepción que el radicalismo es la fuerza formadora de la
nacionalidad argentina frente al europeísmo conservador, es que crea el MIR (Movimiento
de Intransigencia Radical) en 1948 a través del cual convoca al pueblo, capaz de recoger
“el aliento de la época y de elevar el contenido moral de nuestra vida pública”, y a la
juventud, que incontaminada de los tradicionales vicios del acuerdo y de la transigencia
llegaría a “forjar los tiempos del pueblo” en una nueva patria.
Desde 1940 en la Provincia de Buenos Aires comienza a gestarse un movimiento
llamado “Revisionista” claramente opositor a las autoridades partidarias.
Hacia fines del año 44 y comienzos del 45 el principismo radical comienza a
hacerse sentir en el seno de la UCR. El carácter político, social y moral del radicalismo
debía volver a los carriles originarios de los cuales nunca debió haberse desviado. Para
cumplir los reales ideales radicales es que se fundó el MIR.
Lebensohn marcó el rumbo yrigoyenista al partido al desarrollar las Bases de
acción política, que finalmente aprobará la Convención Nacional de la UCR. Las Bases de
acción política, la Profesión de fe doctrinaria y la Declaración de Avellaneda fueron la
culminación del pensamiento lebensohniano ya plasmado en los congresos de la juventud y
en el programa fundacional del MIR en el año 1945: reforma agraria, federalismo,
democratización cultural, nacionalización de los servicios públicos, reforma financiera,
defensa de la soberanía política, económica y espiritual del país.
Estos manifiestos demuestran a las claras que, lejos de lo que muchos
historiadores y politicólogos critican como un plagio y una radicalización del programa
social peronista, fueron verdaderamente radicales, intransigentes y revolucionarios. Basta
con leer las declaraciones y manifiestos del año ’38 al ’48 para observar como los
documentos de Avellaneda no son más que el lúcido reflejo de una concepción ideológica,
filosófica y política cada vez más clarificada y determinante ante los sucesos que vivía el
país. Tal fue su actitud dentro del Bloque de diputados nacionales radicales donde la
Intransigencia era mayoritaria.
Como plantea Alejandro Gómez, Lebensohn “penetra en el drama argentino e
interpreta el sentido de la lucha entre el ser o no ser de nuestro país y redescubre los
valores que afirman la existencia nacional”.
Para Lebensohn, desde 1943 el retorno oligárquico era imposible. Sin embargo,
aunque valora el carácter social del peronismo y critica al partido por haberse alejado de
la gente, lo que posibilitó el encumbramiento de Perón, plantea que la revolución no
llegaba con el peronismo ya que no hay revolución posible sin cambios en la estructura
económica de una nación. Creyó firmemente en que a sus adversarios políticos de entonces
los vería años más tarde forjando una revolución no radical, sino del pueblo todo.
La muerte lo encontró a los 45 años de edad, rodeado de su esposa y de su
pequeño hijo, sumergido en la pobreza material pero en la grandeza de su alma.
Lebensohn fue espíritu, ejemplo, lucha, honestidad, mística militante y
patriotismo. Vaya entonces nuestro homenaje no sólo en este prólogo sino en nuestras
acciones cotidianas dentro y fuera del radicalismo afirmando nuestra esencia yrigoyenista,
intransigente y revolucionaria.
Marisa A. Gorzalczany
El Radicalismo que no baja las banderas.
I
EL RADICALISMO
1. Problemas del Radicalismo
Discurso inaugural del V Congreso de la Juventud
Radical de la Provincia de Buenos Aires, pronunciado
en Chivilcoy el 24 de mayo de 1940.
Nos hallamos reunidos en momentos solemnes. En todos los horizontes, hombres y mujeres
luchan y perecen, en mares y campos de batalla, por la pervivencia del ideal de la libertad y
en las silenciosas retaguardias extenúan sus esfuerzos para posibilitar la resistencia. Los
pueblos americanos oyen, vivas y rotundas, las voces de sus fundadores y escuchan su
llamamiento en defensa de los principios que agitaron al continente en la hora inicial de su
emancipación. En este concierto del mundo que se estremece entre los dolores de un
alumbramiento; en este concierto en que aun las propias potencias agresoras mueven a sus
multitudes alucinadas por falsos ideales, pero ideales al fin para los seres anónimos que las
forman, solo nosotros, los argentinos, contemplamos en la inacción y en la despreocupación
como los otros combaten y como del resultado de este combate surgirá la estructura
económica y social que condicionará nuestra existencia futura. Como argentinos, nos
contrista esta realidad. Nos agobia y avergüenza ver a nuestro país debatiéndose en pugnas
minúsculas; con lideres políticos, educacionales y económicos, carentes de impulso creador
y valiente; sin ansiedad quemante de justicia; exhibiendo en sus luchas no el coraje
abnegado por colocar a nuestra patria en el clima histórico de la época, sino la apetencia del
poder como medio de disfrute. Mientras el mundo penetra en una aurora impregnada de
sentido heroico de la vida, en los círculos directivos de la Argentina - en todos los círculos
directivos- priva el sentido del goce sensual de la vida. Pareciéramos un país secular,
entrando en decadencia, describiendo el descanso de la parábola, sin conciencia nacional ni
conexión con las fuerzas espirituales que animaron a muchos padres, sin respetabilidad en
la forjación del porvenir ni sensibilidad para conmovernos ante el drama humano.
Y somos, sin embargo, una joven nación, que aún tiene los huesos blandos y
debiera vivir los sueños de la adolescencia.
Y somos sin embargo un pueblo joven, predispuesto a las empresas del desinterés
y el sacrificio por su tendencia emocional y porque no es en balde, en cada uno de nosotros
- hijos cercanos o lejanos de la inmigración-, bulle el recuerdo del antecesor arrojado que
rompió las ataduras más sólidas del hombre, aquellas que lo unen a su tierra, la del trozo de
suelo en que yacen sus padres, la del trozo de cielo que contemplaron absortos los ojos
infantiles, la del dulce idioma en que los labios maternos modularon las canciones de cuna,
las ligazones de la sangre y del pasado, para cruzar el océano y llegar a lo desconocido, a
este asilo de ilusión, en búsqueda de bienestar y libertad.
Un país poblado por un pueblo así, en cada uno de cuyos hombres alienta tan
íntima y tan valiosa herencia espiritual, no puede ser un país silencioso ante la injusticia, un
país indiferente ante las exigencias de su deber, un país que no quiera igualarse en ideales y
afanes con aquellos que marcan la excelencia de estas jornadas.
Como aires de fronda. Es un viento que hace crujir las viejas ramas. Es un viento
que no encuentra fronteras. A sus ecos, despiertan en los hombres de todas las razas y
altitudes ideas nuevas y voluntad de darse íntegramente en la acción para librar a las
generaciones futuras de las angustias que oprimen a la actual, con tanta intensidad, que
sentimos orgullosos el privilegio de vivir el trance en que la humanidad verifica
dolorosamente su reordenamiento, quizás por siglos.
El drama profundo de la política argentina.
Este viento cruza también sobre nuestras pampas. Agita las conciencias de millares
y millares de argentinos. Y palpita en el escepticismo de las últimas promociones juveniles,
escepticismo fecundo, porque señala la insurgencia ante un presente que abochorna y
encierra en si, grávidas, las posibilidades del mañana. No lo han advertido, únicamente,
quienes tienen la función natural de actuar como antenas sutiles de las ansiedades y
requerimientos del medio social y como conductores de su pueblo. Solo los políticos
argentinos en su casi totalidad, no han percibido el angustioso reclamo que importa el
retraimiento de la juventud. Y si esta ineptitud pudiera entenderse en cierto modo
explicable en los dirigentes de las derechas, hombres de círculos e intereses limitados,
implica un verdadero suicidio en quienes militan en el Radicalismo, expresión política de
ese inconcreto pero firme ensueño de justicia y renovación que anima el pueblo argentino.
Es que nuestros partidos viven con la mentalidad de principios de siglo y sus
planas dirigentes, con los incentivos morales y materiales de principios de siglo. Desde
hace mucho, sus cuadros activos no definen la orientación ética ni el pensamiento politicón
de las corrientes populares que deberían representar. Ese es el drama profundo de la política
argentina. Y sin que se llegue a la solución de ese drama, aunque se salve el escollo del
fraude, no habrá más que ser apariencia de un juego democrático auténtico. Que ello suceda
en las derechas tiene justificación. Desde 1930 el pueblo que no le es adicto no elige; es
mandado. La elección de sus dirigentes carece de base popular. Pero en nuestro partido,
¿qué ocurre?
Hasta 1916 la máquina partidaria sirvió con eficacia los propósitos que le dieron
origen. Había una idea central, dominante: el sufragio libre, causa motor del partido y
aspiración vehemente de una época. Fueron sus lideres quienes con mayor tesón, con
mayor pureza, lucharon por esa aspiración, contribuyendo a crear una conciencia del
derecho en el pueblo argentino. Llegó el triunfo en 1916. Desalojó a las oligarquías
políticas de las provincias. Y quedo como girando en el aire. No se atrevió a consumar la
revolución radical - como gustaba decir Yrigoyen - destruyendo los privilegios de la
oligarquía económica. Se limitó a una política social oportunista, actuando solo bajo el
apremio de las circunstancias, Detrás de los acontecimientos y no antes, en prevención de
los acontecimientos.
La política del servicio personal.
La eficiente máquina política y sus cuadros directivos, formados en treinta años de
lucha, quedaron un tanto sin los motivos galvanizantes de su acción. La gran bandera que
congregó a la masa popular, el sufragio libre, era conquista lograda. El proselitismo,
función inherente e inseparable a la política, debió acudir a otros resortes. Y se descendió
del plano idealista, a la «política del servicio personal», la conquista de voluntades no por
motivos atinentes al país, al orden público, sino por servicios, atenciones, empleos, favores
lícitos o ilícitos, efectos, amistades... En lugar de enaltecer el espíritu cívico de cada
ciudadano, se involucionó, trastocando las razones cívicas, por otras de tipo personal que
implicaban una corrupción encubierta del voto, función eminente de la ciudadanía, para ser
ejercida con la visión exclusiva del interés nacional. El partido nació para obtener, purificar
y prestigiar el sufragio. La política del servicio personal desjerarquiza y desprestigia al
sufragio y desjerarquiza todo lo que de ella parte. Los ciudadanos dejan de ser tales, en el
concepto cabal del vocablo, para transformarse en meros votantes. La ciudadanía pasa de
ser la alta dignidad de una democracia, a un bien intercambiable por otros, efectivos o
afectivos. Se ha dicho que la teoría democrática reposa en la ficción del desdoblamiento de
la persona en el hombre y en el ciudadano. El primero, con una voluntad individual dirigida
por sus intereses y sentimientos de índole personal; el otro, con una voluntad general,
inspirada en el bien colectivo. El entrelazamiento de esas «voluntades generales» es la
esencia de la ciudadanía y su exteriorización y motivación, el método de la democracia
política. Los cuadros activos del partido, en su gestión preponderante, no se dirigieron a la
«voluntad popular» de los argentinos, sino a su «voluntad individual», subversión y
negación democrática.
Declinación de los cuadros partidarios.
Las consecuencias de esta política, realizada muchas veces de buena fé, sin
analizar sus resultados corruptores, fueron extraordinarios y precipitaron la caída del
partido. A sus puestos directivos llegaron en mayor proporción quienes disponían de
«capital político» con prescindencia de su autenticidad radical, de sus cualidades morales e
intelectuales y de la aptitud para el ejercicio de la función a discernirse. El plantel dirigente
se fue inferiorizando, los militantes que desplegaban mayor actividad en recorrer los
campos, apadrinar bautismos, prestar su colaboración a los humildes en los instantes
difíciles, gestionar ventajas en la administración, curar a los enfermos, defender a los
procesados, conquistaban múltiples y cálidas adhesiones que les permitían realizar una
carrera política, al margen de causales realmente políticas. Y entre ellos llegaron, como es
suponible, muchos que no actuaban movidos por la pasión pública sino por el cálculo de
obtener un capital político, traducido en honores o canongias.
No es exacto que el partido se haya engrandecido numéricamente por actividades
de este género. Los radicales se hicieron por temperamento, por sentimiento democrático,
por irradiación del prestigio místico que rodeaba la personalidad de Yrigoyen. Pero, dentro
del partido, por simpatías o servicios, apoyaban a tal o cual dirigente. Muchos los prestaron
impulsados por un sentido generoso de solidaridad, y muchos no trabajaron para el
radicalismo sino para sí. Lentamente, los cuadros activos fueron perdiendo su fervor cívico.
El partido dejó de ser un medio de promover «la revolución» en la República y se convirtió
en un fin en sí mismo y para sus militantes. Cayó en la deformación electoralista. Cualquier
enunciación de ideas, cualquier solución a un problema nacional que, por justa que fuese,
pudiera suscitar oposición en algún grupo de la masa heterogénea que votaba al partido, era
apartada por los dirigentes de esa mentalidad, que creían, sinceramente, que lo fundamental
era ganar adhesiones y no perder una sola. Los reclutadores de votos ocuparon el sitio de
los políticos, dejando vacante la función política.
El descanso del nivel partidario no fue visible en toda su magnitud porque los
dirigentes de ese tipo de política no tenían el comando efectivo del partido, que se hallaba
en manos de Yrigoyen. No bien los achaques de la vejez comenzaron a obstruir las pesadas
tareas políticas y administrativas del lider, se vió crudamente cuan resentida se hallaba la
armazón partidaria. Parecía poderosísima, más cuando se produjo el motín de septiembre,
no pudo movilizar un solo núcleo ciudadano. Los millares de argentinos que antes estaban
dispuestos a entregar la vida al partido, cuando se les incitaba en nombre de ideales, solo
entregaron el voto a quienes les invocaban amistades.
El movimiento de septiembre, y más que el movimiento de septiembre las
amenazas implícitas en las palabras y actos del Gobierno Provisional, trajeron una
revitalización del Radicalismo, que tuvo exteriorización en la incorporación de grandes
contingentes juveniles, la victoria del 5 de abril y la Carta Orgánica de 1931, cuyos
principios básicos sobre el voto directo y representación de las minorías se violan
religiosamente en todos los distritos, con excepción de Córdoba; se trata de implantarlos en
la Capital después del contraste electoral y nosotros en nuestro ultimo Congreso
peticionamos infructuósamente que se cumplan en la Provincia.
La historia política de todos los países nos demuestra que los partidos se
corrompen y debilitan en el poder; que tras las ventajas que comporta, audaces e
inescrupulosos trepan hasta inficionar su organismo y que, a su vez, las minorías
desposeídas del poder se fortifican en el llano. La falta de ventajas materiales, el desarrollo
de la aptitud crítica, el fuerte grado de tensión de las masas, llevan lentamente a su frente a
conjuntos capaces, abnegados e idealistas, adecuados en sus ideas a su tiempo, que
conducen a su partido al éxito.
Este proceso, en lo que corresponde al oficialismo, fue cumplido con exceso. ¿Por
qué, en la parte que nos toca, no se verificó con perfiles nítidos? Porque nunca fuimos un
partido sin posibilidades de llegar al poder. Siempre estuvimos «virtualmente en el poder».
Al menos en la imaginación de la mayoría. Si el 5 de abril hubiésemos sido derrotados,
corvirtiéndonos en un minoría real, aquellos elementos con psicología o finalidad
oficialista, o sin aptitud para la recia batalla cívica que debiéramos haber realizado, habrían
abandonado sus ubicaciones internas. El partido hubiera seleccionado sus valores de lucha,
manteniendo con ellos una conducta férreamente combativa y ya estaría derribada la
oligarquía.
El partido ganó el 5 de abril. Y la decantación no se produjo. De donde, en tren de
humorismo paradojal, pudiera escribirse un ensayo a la manera de Chesterton, titulado: «De
cómo, en el 5 de abril, fue derrotada la democracia...» Después del 5 de abril el clima
oficialista, sin oficialismo, fue casi permanente. Siempre estuvimos a tres meses del
gobierno. La revolución era un hecho. La mayor parte de los cuadros dirigentes no tenían
fervor revolucionario; pero temían ceder la organización revolucionaria en su distrito, por
la revolución triunfante. Claro que, salvo honrosas excepciones y episodios heroicos que
reverenciamos, se redujeron a agrupar un estrecho y seguro conjunto de amigos y adictos,
aguardando que la revolución venciese por sí sola, por la acción de fuerzas extrapartidarias
o ejércitos procedentes del planeta Marte, para entonces, sí, tomar la comisaría y gozar del
privilegio y beneficios emergentes de la conducción revolucionaria local.
Con esta tónica revolucionaria se terminó por desarmar el espíritu revolucionario.
Comenzó la concurrencia electoral y el juego de promesas de próximas elecciones libres.
Primero fue Justo; luego Ortiz, con la interrupción de su presidencia y la ascensión del
vicepresidente Castillo; y las esperanzas subsiguientes; empréstito a cambio de elecciones
libres; el retorno del doctor Ortiz y el final de la guerra, cuando millones de seres habían
muerto para entregarnos a nosotros, los radicales, quietos y cómodos, las libertades
democráticas que no sabemos ni intentamos reconquistar.
Siempre hubo, siempre hay una ilusión pendiente; siempre estamos contenidos
porque nos hallamos en vísperas de obtener el poder. Y la oligarquía, con mucho tino,
renueva periódicamente esas ilusiones, para mantener adormecida a la masa radical y
colaborar en la perduración, en las posiciones partidarias, de ciudadanos sin vocación de
lucha, tan útiles a sus intereses. En síntesis: los cuadros dirigentes partidarios no reflejan
fielmente el pensamiento del Radicalismo y los acontecimientos de los últimos años, están
acentuando la desconexión entre ellos y éste, porque no son elegidos en función de
problemas políticos, de criterios sociales o económicos - como cuadra a una agrupación
democrática- sino de simpatías, servicios o intereses; vale decir que no constituyen, en la
mayoría de los casos, la expresión política de sus afanes e inquietudes cívicas - con las que
pueden o no coincidir-, sino el resultado de una tarea de captación de voluntades.
Estructuración provincial del radicalismo.
La estructura del Radicalismo favorece la falta de correspondencia entre el
pensamiento político de los afiliados y el de sus presuntos representantes. En un único
momento son llamados a intervenir en la vida del partido. Cuando se eligen los Comités de
distrito y, conjuntamente, los Convencionales provinciales y seccionales.
La elección gira en torno de una persona u otra: de los candidatos a presidente. Los
afiliados prácticamente no pueden modificar las nóminas oficializadas, porque se aplica la
ley provincial de elecciones de lista completa. Según ella, el sufragante no puede incluir
candidatos y, para eliminar uno incluido, hay que tacharlo en la mitad de los votos de la
lista. Este sistema se fundamenta en la restricción de la libertad de los ciudadanos para
fortificar a los partidos ¿Para fortificar que cosas se restringe la libertad de los afiliados?
¿Cuál fue la intención de los adaptadores del sistema? En estas condiciones, la lucha se
subalterniza y se reduce a una puja personal. Se vota en favor o en contra de alguien, por
vinculaciones de carácter individual y sin ninguna orientación general. Aunque no se piense
como el candidato, los lazos creados por la vida civil o partidaria y el aspecto ingrato de la
convocatoria, por el mantenimiento o el reemplazo de la situación política local, hacen
difícil la posibilidad del debate dignificador por ideas o propósitos superiores. A pesar de
que los afiliados no concuerden con las determinaciones políticas del presidente, que es casi
invariablemente el convencional, y las cuales también casi invariablemente se ignoran, la
continuaran votando, porque esa divergencia no alcanza a inmiscuir el afecto personal que
le dispensan. La contienda adquiere una fisonomía que la desconceptúa y aleja de ella a la
mayor parte de los ciudadanos radicales. Las minorías solo tienen representación en los
Comités de distrito, que no desempeñan ningún rol orientador, en las Convenciones
seccionales y, en dos partidos, en la Convención Provincial.
Electos él o los convencionales, éstos tienen plena potestad en la vida interna.
Gobiernan el partido a su ciencia y conciencia, sin consultar, en otra instancia y en ningún
asunto, las determinaciones populares. Eligen los miembros del Comité Nacional, del
Comité de la Provincia, los convencionales y los candidatos a funciones electivas. Tampoco
en estas elecciones actúan en función de un criterio lógico. La tradición quiere que las
posiciones se distribuyan geográficamente. Las bancas o cargos se asignan en candidatos
iguales a cada sección. Dentro de estas se adjudican a distintos distritos. Y exige la
tradición, por ejemplo, que un convencional de la sección tercera, enérgico y apasionado
adversario del latifundio, deba votar para miembro de la Convención Nacional por un
candidato de la sección quinta, impermeable y enceguecido latifundista. Y lo mismo ocurre
con legisladores o miembros del Comité de la Provincia. Así lo imponen las prácticas
imperantes. Una ciudad, verbigracia, tiene asignado un convencional nacional. Con igual
indiferencia, canónicamente, los delegados de su sección propondrán y la Convención
elegirá a quien señale el respectivo convencional, ya sea un hombre de la extrema izquierda
partidaria o un ultra reaccionario. Con idéntica desaprensión o irresponsabilidad designarán
un ignorante y pospondrán un valor. Y ese convencional irá a la asamblea soberana del
partido a dictar su programa... Todos estos no son pronunciamientos democráticos; de tales
no tienen mas que la apariencia, porque no gravita ninguna razón, ningún juicio frente a los
problemas a resolver en un momento dado. Son, simplemente, el resultado de un
automatismo reparto de cargos.
La norma vigente de elección de candidatos dispone la presentación a los afiliados
de una lista de doble número al que deba elegirse. Los precandidatos son designados por
dos tercios de votos de las convenciones. En realidad, la opinión de los afiliados es nula o
muy restringida, pues en la mayoría de los casos los convencionales que reúnen los dos
tercios de los votos, o de los grupos seccionales que entre quince o veinte personas realizan
la elección real, se encargan de formar la nómina con ciertos candidatos posibles «al firme»
y otros preestablecidos «de relleno», cuidando de que, entre éstos, no se infiltre alguno con
«chance» peligrosa para los primeros. Desde el punto de vista de las finalidades
democráticas del sistema, nos hallamos ante su desvirtuación deshonesta, puesto que su
espíritu es el ofrecimiento de candidatos de mayoría y minoría al veredicto de los afiliados
para que decidan, y no el espectáculo de una elección en la que no hay elección. Si los
candidatos son exclusivamente los de la mayoría de la Convención, más vale que esta los
designe.
Y en efecto, para evitarse las molestias, en los últimos años, con razones a veces y
otras con pretextos, fueron elegidos sin esta simulación de intervención popular.
Con semejante amplitud discrecional de atribuciones, reforzada por reelecciones
indefinidas, tendrían que estar ungidos de santidad los convencionales para que en sus
actitudes no influyesen los lazos de amistad o intereses recíprocos, que el curso de los años
consolida y son consubstanciales con la naturaleza humana. Sólo seres ungidos de santidad
no reeditarían aquél ambiente de solidaridad personal, por encima de todo, promotor de la
«debacle» parlamentaria y política francesa, descrito magistralmente hasta en el titulo de
«La República de los Camaradas».
¡Ah! No podemos parafrasear, en su genuina acepción el concepto de Churchill en
el Congreso Norteamericano: «En nuestro partido, diríamos los hombres políticos están
orgullosos de ser servidores del partido y se avergonzarían de ser sus amos». Nos falta
bastante camino aún para llegar a este aserto.
La exclusión del pueblo de las decisiones partidarias tiene honda repercusión,
hasta en el propio subconsciente popular. Un afiliado de fila no se pregunta - ¿Que
haremos?», como quien se siente parte de un todo, ni se responde:- «Los radicales
queremos tal o cual cosa». Considera las determinaciones de su partido extrañas a la
gravitación de su pensamiento y resoluciones, como en efecto lo son, y formula la pregunta
que siempre oímos: Y... ¿que dicen los radicales?». Así, en tercera persona. Para quien
analice el mecanismo mental de este interrogatorio, su colocación, en posición ajena, es
síntoma de un naciente y gravísimo apartamiento espiritual. La falta de participación en la
fijación de las directivas del partido, sumada al desfile de esperanzas ubicadas al margen de
su acción, hacen que los afiliados no se sientan vinculados al éxito de esas directivas y
pierdan la conciencia colectiva de responsabilidad, esencial en una fuerza democrática.
Consecuencias del sistema.
El sistema tiene consecuencias manifiestas en el alejamiento de valores que no se
allanan de sus modalidades; en la declinación de la calidad cívica de los cuadros activos y
de la aptitud promedio de los representantes. Una comparación será definitiva. Nuestra
provincia tiene tres millones y medio de habitantes. El Uruguay dos y medio y posee una
cultura cívica equivalente. Allí el Partido Colorado Batilista juega un «rol» semejante al
nuestro, pero comprende a un porcentaje menor de ciudadanía. Cuenta no obstante, con
cinco o seis figuras presidenciales y con más de medio centenar de excelentes competencias
legislativas. De nuestra escuela partidaria provincial no nació una figura presidencial y los
legisladores con capacidad para sus funciones no exceden de una docena. El fracaso en la
formación de los valores es un signo del resquebrajamiento. Es el Régimen de la política
del servicio personal y de exclusión del pueblo en la vida partidaria que realiza una
selección a la inversa, elimina los hombres con vocación política y frustra a los que quedan,
aniquilando sus aristas ponderables. Sus exponentes parecen fortísimos y son, en verdad,
tan débiles, que constantemente deben claudicar en el ejercicio de su ministerio político.
Son víctimas de su origen. No constituyen la expresión de corrientes de pensamiento claro.
No hay identidad entre su opinión y la de sus mandantes. Su respaldo no nace de la
coincidencia de sus puntos de vista y los de sus comitentes, sino de una serie de relaciones
sin motivación política. Cuando se plantean problemas económicos o sociales serios, no
afectan y dividen a la población, razones primarias de conservación les incitan a eludir
actitudes concretas, porque dentro del electorado que los apoya, en el que no cumplieron su
función rectora y en el que coexisten los criterios más dispares, su decisión los malquistaría
con algún sector. Optan por la inacción. Sería habilidosa si fuese única. Pero como esos
dirigentes son al mismo tiempo legisladores o convencionales o miembros de cuerpos
ejecutivos y gran parte de sus colegas actúan del mismo modo o, mejor dicho, no actúan, el
resultado final es que todos esos organismos no son ágiles frente a la realidad argentina y el
partido no se agita más que para elecciones o cuestiones provocadas por elecciones. Y no
porque el partido sufra perjuicio alguno. Muy al contrario, ese desentendimiento de
aspectos substanciales de su misión esta acrecentando la decepción popular; sino porque
perjudica conveniencias o intereses particulares.
Así ha nacido un tipo característico en la psicología de la vida publica. Nuestro
político no es ya el escultor del alma nacional y de la estructura de su país. No es conductor
de masas que se lanza hacia adelante y frente a cada necesidad y a cada contingencia señala
un camino para que el partido, en su base, el pueblo, lo siga o lo rechace. No. Su habilidad
consiste en ocultar su pensamiento, simular o disimular, flotar sobre las corrientes
contradictorias como madero sobre el mar, al que agita el oleaje, pero nada lo separa de la
superficie. He ahí su ideal. Permanecer en la superficie.
Esta categoría de seudo-políticos, que pululan en nuestro partido ha retardado el
ritmo del progreso argentino. Los organizadores de la Nación lucharon entre si, a brazo
partido, para moldear, según sus convicciones, la patria del futuro. No aguardaron el
acaecimiento de dificultades ni las peticiones de grupos interesados. En ardoso combate
cívico, crearon las condiciones del porvenir. Estos, a que me refiero, no marchan, como
aquellos, delante de la columna. Van detrás esperando que la columna por si sola determine
su rumbo. Hasta ha aparecido una palabra aplicable. Su función es «auscultar» lo que
piensa el pueblo. No tienen que promover soluciones. Ese era oficio de Sarmiento, que no
contaría ahora con capital político. Las decisiones del pueblo ante sus angustias deben
producirse por generación espontánea. Y cuando la opinión publica, en lerdo proceso por
falta de directores, llega a definiciones, ellos, entonces, magníficamente, conceden. Así se
invierte y anula la misión creadora de la política. Menos «auscultadores» y mas lideres
auténticos reclama el radicalismo.
Ocupan las jerarquías internas y los cargos representativos e invaden los cuerpos
altos o pequeños, impulsados por la finalidad de conquistar el poder, entendido no como
órgano realizador de justicia y medio constructor de una Nueva Argentina, sino como
fuente de beneficios y preeminencias personales y desdeñan y se desinteresan de cualquier
actividad, por imperiosa que sea, juzguen no conducente a su propósito central.
Recuerdo una triste experiencia. Durante el gobierno de Fresco, se implantó la
enseñanza religiosa en la provincia. En una ciudad se pidió al comité de distrito una
declaración de protesta. Se aprobó, pero hubo una firme minoría adversa, no por que no
estuviese de acuerdo, sino porque no convenía disgustar al cura del pueblo. En el resto de la
provincia, quizás ni una declaración se publicó ¿Cuántas encendidas arengas, que
inflamados manifiestos, que actos emocionales realizó el radicalismo para defender la
libertad en la escuela bonaerense? No los conozco. Así, ante nuestra indiferencia, se inicio
el despojo de un conquista por la cual la humanidad libró guerras seculares y se desangró
en mil encuentros. Así hemos dilapidado nosotros, ante las actuales generaciones, ese
acervo glorioso de luchas por la liberación espiritual del hombre, del cual somos herederos
y continuadores.
No quiero ni recordar tantas actitudes cobardes como hubo ante la guerra civil
española, que conmovió la conciencia de los hombres libres del mundo. Ni la displicencia,
salvada por dos o tres discursos parlamentarios y una recia carta a Alvear, con que la
máquina partidaria permaneció ante la clausura de las fronteras a los perseguidos de
Europa, efectuada por la reacción en aras de bárbaros prejuicios políticos, raciales o
religiosos, clausura que traicionó la traición argentina y los verdaderos intereses de la
Nación, que pudo avanzar con la afluencia de intelectuales, técnicos y obreros de valía.
Los cuadros militantes no sintieron herida su sensibilidad ante tales hechos. Ni
causas tan humanas y justas los movieron a la acción. Ni estas ni otras equivalentes. Pero si
alguien trata de ocupar los cargos en que no luchan sino esperan, ¡con que ímpetu
infatigable golpean puertas, recorren campos y movilizan, desesperados, sus adherentes.
Las conclusiones del contraste son harto penosas.
En otros paises el nivel medio de los equipos políticos es superior al del pueblo.
Son su levadura, su capa esclarecida, sus órganos de excitación y dinamización. En el
nuestro, la relación es a la inversa. Nuestra política es inferior a nuestro pueblo. Nuestro
partido es inferior a nuestro Radicalismo.
Infiltración de tendencias conservadoras.
Una vida interna sin planteo de ideas, subalternizada en la conquista de capital
político, ha llevado a gran parte de las posiciones partidarias a ciudadanos de espíritu
legalista, orgánicamente conservadores, por temperamento y tendencia. Se hallan
diseminados en todos los cuerpos ¡y en cuantos primarán! Desde el subcomité de barrio
hasta el Comité Nacional; desde los modestos Concejos Deliberantes hasta el Parlamento.
Son un freno y una traba difícil de vencer. Han arrinconado en un folleto los principios de
democracia social del programa partidario, que no se agitan ante el pueblo ni provocan
lucha tesonera por su implantación. Hablamos mucho de Roosevelt, pero no creamos en la
masa apetencia peor por las realizaciones de Roosevelt, ni imitamos su guerra contra los
núcleos de capital financiero, ni proponemos los altos impuestos sobre el privilegio,
indispensables para costear los servicios sociales del New Deal. Quien instara a un
despliegue de todas las fuerzas partidarias para lograr su establecimiento, aquí, - un New
Deal argentino-, seria mirado sonrientemente y calificado de utopista e impolítico. ¡Cuantos
mirarían como herético o demente a quien tuviera la osadía de proponer, no ya los
impuestos a la renta y a las sucesiones del radical Roosevelt, sino aquellos con los cuales se
gravó a si mismo el gran capital ingles, cuando gobernaba por intermedio del conservador y
reaccionario Chamberlain! Sufrimos la inflación de un espíritu cerradamente conservador.
Contemplemos un asunto de estricta actualidad. Somos el único partido democrático del
mundo que no ha propugnado todavía destinar al país las sobre ganancias provocadas por la
guerra. Mientras el interior agrícola en la miseria y en nuestra dieta se excluye el alimento
tradicional, los ganaderos enriquecen vertiginosamente. Un derecho de exportación sobre
las carnes, en magnitud suficiente, que entregue a la comunidad el sobreprecio traído por el
conflicto bélico, proporcionaría ingentes recursos para impulsar el trabajo y subsidiar
aquellas actividades nacionales de anteguerra. Yo concibo el país como una unidad
orgánica, de componentes solidarios y unidos entre si, en la buena y mala fortuna. Así lo es
para el Radicalismo; pero su máquina política no se atrevió a reclamar aún esta elemental
medida de justicia. ¡Sigue siendo intocable la clase social de los ganaderos!.
Yo no creo que los ganaderos verdaderamente radicales se opongan a estas
soluciones. Su espíritu radical les impulsará a anteponer el sentido de justicia de los
intereses superiores de la Nación a conveniencias particulares. Si no lo hicieran, dejarían de
ser radicales. Y el partido ganaría en fortaleza moral lo poco que perdiera en cantidad. El
Radicalismo no es un etiqueta que se coloca sobre un hombre como sobre un frasco en una
droguería. Es un contenido. Quien no alienta pasión de justicia y a su influjo gobierna su
vida, no es radical por más que así se titule y por alta que sea su ubicación en el escalafón
partidario. Radicalismo no es una mera adscripción a un partido. Cual la democracia, es una
norma de conducta, un estilo de vida.
Hemos estado pendientes de posiciones personales y perdido el nexo con los
grandes ideales y con la historia dolorosa en que se constituyó la concepción democrática
de vida, que no es una mecánica eleccionaria, sino un orden de existencia. Esos ideales, que
son la bandera y la razón de ser de nuestro partido, no encontraron en sus cuadros activos
los miles de corazones inflamados en su grandeza, defensores y predicadores, fervientes y
tenaces, que los sostengan y difundan con fé ardosa, excitando en todos y cada uno de los
argentinos, esa reserva de idealismo, ese afán de justicia que late en cada ser humano,
dignificándolo y ennobleciéndolo.
En 1886, en la gran aldea que era Buenos Aires, cuarenta mil personas se lanzaron
a la calle, jubilosas, celebrando como victoria propia la abolición de la esclavitud en el
Brasil. En la Capital de hoy, diez veces mayor, no veríamos ni lejos esa multitud. El año
pasado en Montevideo, convocados por los partidos democráticos, cien mil ciudadanos
dieron la bienvenida a un barco estadounidense, en homenaje a la solidaridad americana.
Para ese fin, los radicales no lograríamos reunir la décima parte.
Esa es, en gran parte, la obra de los cuadros entregados a la política del servicio
personal, que alejaron a la masa radical de sus inquietudes idealistas y cultivaron en ella
preocupaciones superiores. Las situaciones partidarias, en sus manos, no fueron
instrumentos de acción y educación popular. El adoctrinamiento en los ideales
democráticos llega al pueblo argentino de la prensa, de la tradición o de otros factores y no,
desgraciadamente, de la organización política destinada a ese objetivo. Tal abandono es una
de las causas principales de su letargo.
La reorganización próxima.
La reorganización que se anuncia fracasaría si se realiza como si fuese una simple
operación formal. Encasillada en las normas actuales, se frustrarían las clamorosas
exigencias de la opinión publica. Restringida la participación de los afiliados a la elección
de distrito, se obtendrá, a lo más, dado lo inmediato del dilema personal, una ratificación o
rectificación de simpatías a dirigentes locales, por parte de pequeñas minorías. Sería cerrar
los ojos a la crisis profunda que afecta al partido, crisis que no vió la luz el 7 de diciembre,
sino que se viene gestando desde hace muchos años; que no es crisis de un comité ni
dimana de una resolución, sino que es crisis de un sistema, crisis de cuadros activos que se
niegan a asumir el «rol» asignado al partido por su historia y exigido por el desarrollo
nacional, crisis que lo mismo hubiera acontecido y con mayor gravedad, si hubiéramos
llegado al Gobierno. Una obligación de lealtad democrática debe inducir a quienes tienen la
facultad pertinente, a organizar los medios que posibiliten el pensamiento y a las directivas
políticas de la masa radical, sin deformaciones de carácter personal, hallar las vías de su
expresión auténtica. Yo creo que el primer paso debe consistir en la modificación de la
estructura partidaria provincial mediante la adopción generalizada del voto directo y la
representación de las minorías. Elijamos con estas normas todos nuestros cargos y
candidaturas. Levantada la mira sobre la visión del campanario, sin la subalterna pugna de
grupos de aldea, se podran plantear los debates de fondo que impongan las circunstancias y
se elevará el nivel cívico al sufragarse por la orientación, y no por hombres. Los afiliados
podrán ser actores con conciencia y responsabilidad, y no espectadores pasivos de la
definición de las direcciones que comprometen el destino del partido. Los hombres de
vocación política hallarán un escenario, y los jóvenes, campo para la brega dignificante en
favor de sus puntos de vista. Tengo fé en la capacidad de nuestro pueblo, medularmente
sano, para el ejercicio integral del procedimiento democrático. Si no la tuviera, miliaría en
una agrupación que proclama ese descreimiento, y no en la nuestra. La estructura vigente
es, en sus esencias, la misma del 90. Intentar la subsistencia de sus bases es pretender que
medio siglo ha corrido en vano.
En un partido que levanta la bandera de la Ley Saenz Peña, que consagra la
representación de las minorías, es inmoral la invalidez de ese principio en su vida interna.
En víspera de la transformación de todas las instituciones que traerá la post-guerra, son
indispensables la representación minoritaria, porque, ademas de efectos vigorizantes de
crítica y control, permitirá la evolución gradual del radicalismo; la elección general que
superiorizara nuestra masa y nuestra vida interna mediante el debate enaltecedor de ideas y
líneas de conducta; las incompatibilidades, que, al cumplir la descentralización fijada por la
Carta Orgánica Nacional, evitarán el entrelazamiento de afectos e intereses que engendra el
espíritu de aparcería. Una reforma de fondo semejante, que convierta al pueblo radical en
dueño de si mismo; una prédica perseverante contra las desviaciones de la «política del
servicio personal», en favor de la selección de valores humanos y de la primacía de valores
cívicos, y el planteamiento constante, ante los afiliados y para su resolución, de los
problemas del país y del Radicalismo, colocaran a nuestro partido y a sus adherentes a la
altura de las exigencias y deberes de esta hora definitiva. No concibo un demócrata sincero
que pueda oponerse a estas aspiraciones. Y ya que se estila el «auscultar» el pensamiento
popular, consultese a cien afiliados, y cien dirán que las comparten. ¿Qué es lo que
decorosamente puede impedir su sanción?
Esta es la era del hombre del pueblo. El será el factor decisivo de la victoria, dijo,
los otros días, el vicepresidente Wallace. Si es que queremos alcanzar la victoria, no
temamos la participación dominante del hombre del pueblo, que es nuestra única fuerza.
Que él sea la figura central de nuestro partido. Démosle voz en las asambleas primarias de
distrito, que no se realizan, para que opine en los asuntos locales y en los generales;
Démosle el poder de decisión en las cuestiones fundamentales, que el Radicalismo, para
retomar el fervor idealista de los años luminosos en que surgió como una emancipación de
las virtudes nacionales, necesita volver a su raíz, al hombre del pueblo.
Me he ocupado extensamente del exámen de fallas de la vida partidaria. No me he
referido a hombres. He analizado un sistema cuyos errores congénitos están destruyendo al
Radicalismo y dañando al país. O el partido concluye con este sistema del caudillismo, o
este concluirá con el partido. Esta es mi convicción, y yo no seria leal con mi propia vida,
al servicio del partido y con mis correligionarios, si no dijera tal como la siento.
En política hay que tener el coraje de ver las cosas como son y de decirlas sin
subterfugios. «Tanta franqueza - decía recientemente Josué Gollán, comentando un
discurso de Hutchins- no traduce desaliento; al contrario, es una forma inteligente de
estimular, de sacudir fuertemente a los que, inadvertidos o confiados no aprecian
debidamente la gravedad del momento».
Este es el sentido de mis palabras.
Quiero terminar este capitulo con un pensamiento del presidente Benes: «El
colapso definitivo del régimen democrático se producirá inevitablemente - sostuvo en su
ultimo libro- si no se revisan a fondo las debilidades y deficiencias del presente sistema de
partidos y de sufragio; si no se armoniza mejor el funcionamiento de sus órganos - partidos,
prensa, opinión publica y elementos directivos- y si tales órganos no son más apropiados a
los verdaderos intereses del Estado y de la Nación de lo que han sido hasta ahora». Y quien
formula esta predicción no es un ciudadano de una democracia incipiente, sino el lider de
una que fue magistral.
Las fallas de la vida interna se reflejan
sobre la acción partidaria.
Las fallas y debilidad de la vida interna se proyectan sobre la acción exterior del
partido. Sin decisión, sin fervor y sin aptitud para la lucha, se cayó en una política
posibilista. En lugar de asumir con entereza la noble tarea impuesta por las circunstancias, y
de enfrentar a los acontecimientos, el partido se colocó a su zaga. Aguardó la restauración
de las instituciones libres, por sucesos eventuales y ajenos a su propio esfuerzo. Confió en
la «buena voluntad» y el «patriotismo» de gobiernos surgidos de la entraña oligárquica.
Procuró no irritar los intereses del privilegio económico y social, soslayando la guerra
contra estos, para centrar sus fuegos contra las camarillas políticas oficialistas, que son
meros y serviles instrumentos de aquellos. Así, impremeditadamente, facilitó el juego de la
oligarquía al llevarse al ánimo popular confusionismo peligroso sobre la trascendencia de la
batalla entablada por el bienestar, la felicidad y la libertad de los argentinos, reduciéndola al
aspecto de simple contienda entre grupos disputantes de posiciones. No se movilizó la
capacidad potencial del pueblo con soluciones concretas, de temple y sentido radical, ante
los problemas que entenebrecen la nacionalidad. Se prefirió eludirlos, intentando
vanamente ganar buena voluntad de los círculos privilegiados, con la absurda demostración
de que sus intereses opresores no serían afectados con el acceso de las masas populares a la
dirección efectiva del Estado. Anhelando la tolerancia de las fuerzas del privilegio para que
concedieran, en acto de gracia, el poder que detentan, se comprimió la acción legislativa a
términos inofensivos; se abandonó la organización de la reacción del pueblo ante los
atentados cometidos contra sus intereses materiales o sus tradiciones espirituales; se omitió
la agitación candente y arrolladora contra las injusticias que están clausurando el derecho a
una vida digna a las capas laboriosas de nuestra población, actuándose con intensidad
unidamente en los procesos electorales.
Tales errores trajeron en las masas la progresiva decadencia de su fé, al tiempo que
aumentaron la jactanciosa confianza de los usufructuarios del gobierno, que perdieron el
respeto y hasta el temor de un despertar nacional, controlado por quienes, en obsequio a su
tranquilidad y bienandanza, introducían reiteradamente gérmenes de conformismo. Ante
cada fracaso se levantó un nuevo miraje, siempre ajeno a la propia acción y al pueblo,
siempre providencial y justificativo de la quietud partidaria. ¡Cuantas veces reeditamos la
escena de Chamberlain, al descender del avión después de la claudicación de Munich,
mostrando, alegre e ingenuo, el papelito de Hitler!. Aún esperamos nuestro discurso de
Churchill, el discurso de «sangre, sudor y lágrimas», el discurso de la verdad y el honor, del
sufrimiento y la lealtad.
Nos hemos circunscripto, en los últimos años, a levantar como consigna
fundamental la libertad de sufragio. ¿Por que el pueblo, si es que quiere votar por la libertad
de sufragio, no pelea por ella?... ¿Por que nosotros no peleamos? ¿Por que basta el dedo de
un vigilante para defraudar a una población? ¿El pueblo argentino esta formado, acaso, por
cobardes? ¿Somos, acaso, cobardes todos los militantes y dirigentes del partido? ¿Por qué
hace cuarenta o cincuenta años, los argentinos peleaban y morían por defender el sufragio?
¿ Y por que ahora no lo hacemos?...
El sufragio no es la consigna
obsesionante de la hora.
Los hombres del 90 o del 900 creían sinceramente que lo único que faltaba para
integrar la nacionalidad y realizar la felicidad de los argentinos era el sufragio, la verdad
institucional. Era la concepción obsesionante de esa época, y porque así creían, por ella se
sacrificaban. Estaban dispuestos a la entrega de la vida, porque, de acuerdo a sus
convicciones, valía la pena perder la vida en encubrir el tramo final hasta «la grandeza de la
patria y la dicha y el honor de sus habitantes», según decían y pensaban.
Nosotros no creemos eso, y cuando el momento de enfrentar la carabina policial,
el argentino siente que no vale la pena perder la vida por el sufragio. Siente que si llega a
morir en la empresa del triunfo radical, de sus consecuencias inmediatas y visibles no
nacerá una Argentina nueva, tan justa, libre, grande y feliz, que sus hijos justifiquen la
perdida de sus padres. Siente que las transformaciones profundas de su patria no van a ser
tan hondas que valga la pena morir por ellas. Por eso no afronta la muerte. Y sin decisión
de morir, no hay combate. Y el propio dirigente siente que no vale la pena; lo siente sin
pensarlo, sin raciocinio, porque la vocación de sacrificio no nace de un proceso intelectivo,
sino de un proceso preconsciente. Y porque este le ordena que no vale la pena, le aflojan
los brazos cuando llega el momento de la acción. No existe la convicción intima
indispensable.
Es que el sufragio libre, aislado, por sí solo, no es la conexión obsesionante de esta
época. No lo es la Argentina ni en el resto del mundo. Hace poco, leía un ensayista ingles:
«La lucha en el siglo pasado fue por el sufragio; en este, por el pan». Es decir, por la
justicia social. Cambiaron los tiempos, los conceptos y los móviles determinantes de la
resolución humana.
Ese mismo argentino, si sintiera que el gobierno radical cambiará a fondo el
panorama de la vida nacional; que reestructurará el país sobre nuevos cauces de verdadera
justicia; si sintiera que para sus hijos, en sustitución del clausurado horizonte actual, se
abriría un porvenir luminoso, y que él y todos los habitantes de esta tierra y los innúmeros
que quisieran poblarla se librarían de las angustias que oprimen el corazón; si sintiera que
nosotros luchamos por banderas tan altas y nobles, que ninguna consideración de interés ni
persona interceptará nuestra ruta a una Argentina soñada y frente a ese salto hacia el futuro
se interpone la muralla de privilegios e injusticias amparadas por el fraude, ese mismo
argentino no vacilará un segundo en ofrendar su sacrificio por una patria mejor. Y como él,
millares y millares, tantos, que instantáneamente habría elecciones libres, no por respeto a
la legalidad, sino porque el camino de la legalidad sería el camino de retirada menos
riesgoso para la oligarquía.
Solo al influjo de grandes ideales
habrá capacidad combativa.
La clase gobernante no entregará el poder graciosamente. Sin conciencia
revolucionaria en el pueblo que amenace su estabilidad, los gobiernos usurpadores no daran
paso a las fuerzas populares. Y no habrá conciencia revolucionaria en el pueblo sino al
influjo de los grandes ideales de construcción de una nueva Argentina.
¿Qué es lo que impide que nuestro partido, que es el de las masas populares, pueda
recoger el aliento íntimo que late en las masas populares?
Dos cosas. Primera: De orden moral. No se desprende de su vida interna y de la
pública y privada de sus dirigentes, grandes y pequeños, ese hábito de grandeza moral; ese
impulso apasionado de justicia en lo personal, partidario y colectivo; esa voluntad
encendida de imprimir existencia y obras, categoría ejemplar; ese sentido místico de
consagración a una causa, que llevan a los hombres a la admiración, la devoción y el
sacrificio.
Segunda: De orden programático. Los elencos predominantes se niegan a sostener,
en los hechos, reformas que lesionen intereses económicos de cierta gravitación electoral, y
no puede haber realizaciones vitales de justicia social sin afectar intereses económicos y en
especial en nuestro país, los de la tierra. Se niegan porque su mentalidad política no concibe
la perdida posible de apoyo eleccionario, dentro del partido, y para sus personas, de
sectores pudientes que viven en un clima anacrónico. Defienden con ahínco las
reivindicaciones de los obreros ferroviarios; pero ni por asomo se atreverían a sostener un
justiciero régimen de vida paralelo para los obreros de las estancias, casi sin excepción
explotados miserablemente, porque los estancieros votan y mueren muchos votos.
De donde las fallas políticas y psicológicas del sistema de acción caudillesca, que
yo denomino del servicio personal, alejan al partido de su función insigne, lo uncen a
intereses subalternos, frustran la evolución nacional y colaboran, en grado principal, y muy
a pesar de sí mismas, en la subsistencia de los gobiernos fraudulentos.
El problema central del partido es, pues, ante todo, problema de reajuste de la
maquina partidaria, de su adecuación a las circunstancias y exigencias presentes, de un
nuevo espíritu y de nuevos métodos de lucha, de ideas y de valerosa lealtad a esas ideas.
La experiencia extranjera.
Dije hace unos instantes, que el sufragio libre, solo, no es la concepción dominante
de la época. El hombre contemporáneo - tal es la dolorosa realidad- ha devaluado los
aspectos políticos de la democracia. Resigna su libertad de sufragio y todas las libertades
civiles y políticas, con tal de suprimir la angustia que dimana de la inseguridad de su futuro.
Esta es la lección del fascismo. El joven que encuentra ocupados los lugares de la vida; el
hombre que ignora si al día siguiente llevara un trozo de pan a su hogar, ni que será de él y
de los suyos al sobrevenir la desocupación, enfermedad o muerte; el hombre que se siente
ante el duro existir de una sociedad sin piedad, que rodea con pulso trémulo el
temblequeante pedacito de carne humana que es carne de su carne y se estremece al pensar
que será de él si falta su brazo para acorazarlo de las inclemencias de la vida; ese joven y
ese hombre entregaron sus libertades a los regímenes totalitarios a cambio de la eliminación
de esas incertidumbres.
Recojamos y adoptemos la enseñanza europea.
El presidente Roosevelt probó como puede eliminarse la inseguridad humana en el
régimen democrático. El «New Deal» reorganizó la vida nacional, cuidó la niñez, abrió
perspectivas a la juventud, dió trabajo y seguridad a los hogares ante los eventos del
porvenir, devolvió la confianza en sus ideales a un gran pueblo y Alejó, como dice la
Declaración del Atlántico, «el miedo a la vida». Pero el «New Deal» tuvo que vencer a
inmensos, poderosísimos intereses, y contó con una férrea oposición aún dentro de la
máquina política del propio partido demócrata, que padecía de muchos de los vicios del
nuestro y estaba muy influenciado por el capital financiero. Con el apoyo de la opinión
pública y la colaboración de la Organización de la juventud del partido Democrático,
promovida y estimulada por el Presidente Roosevelt, los «new-dealers» fueron venciendo
en las elecciones primarias a los viejos dirigentes sordos a los reclamos de los tiempos. Y,
en ocasiones, cuando triunfaron en su partido candidatos contrarios al New Deal, el
presidente Roosevelt se dirigió públicamente, en cartas abiertas, incitando a los electores
demócratas a votar por candidatos del partido adversario, sostenedores de las reformas
sociales. Por sobre el espíritu de facción primaba en el gran lider su solidaridad con el
destino nacional. Con esa valentía impuso Roosevelt el New Deal. Con igual valentía cuidó
el orden moral. Frente a los candidatos municipales del Comité Central de su partido, en
Nueva York, la ciudad más grande del mundo, con presupuesto superior al nuestro
nacional, apoyó decididamente a un candidato opositor, a Fiorello, por repugnancia a los
métodos corruptores de Tammany Hall.
Así se salvó Estados Unidos de un cataclismo. Así se salvó, para la esperanza del
mundo, la gran democracia del Norte. Sepamos, también, recoger su enseñanza.
La lucha por el sufragio auténtico.
Defendamos, sí, el sufragio, instrumento insustituible de la democracia, arma de
una permanente e incruenta evolución. No se le defiende con solo garantir la emisión del
voto. En ese momento se opta entre una lista y otra. Protéjasele antes y después, en el seno
de las agrupaciones que canalizan las corrientes cívicas. Que en ellas, sea el pueblo y no
pequeños círculos, quien elija a los gobernantes y fije los rumbos primordiales. Frente a
cada cuestión decisiva haya un pronunciamiento de la ciudadanía, garantido por la ley en el
comicio general y en el seno de los partidos, cuyo funcionamiento debe condicionarse a las
exigencias del régimen. Pero este pronunciamiento debe ser honrado, inspirado en razones
de orden público. Digamos a quienes ejercen sus derechos cívicos conducidos por motivos
personales, con prescindencias de los dictados de su conciencia, que miren solo el interés
colectivo; que de no ser un traidor a la función de la ciudadanía. Y quien procura adquirir
sufragios de tal modo, un enemigo de la democracia.
Que la armazón administrativa no corrompa a los ciudadanos. Apartémosla del
juego de partidos. Provéanse los cargos por concurso, suprimiendo el favoritismo que
degrada y envilece, conforme a las normas de justicia y equidad, sin las cuales el
sentimiento republicano es una ficción. Sean los empleados del Estado servidores del
pueblo, amparados por un estatuto legal que señale los procedimientos de provisión de
puestos, ascensos y estabilidad y no los sirvientes incondicionales de caudillos que los
condenan al hambre si no acatan sus ordenes. Y propiciemos la implantación de ese
estatuto desde ahora mismo, con lo que depuraremos nuestras filas de exitistas, daremos
prenda al pueblo de la sinceridad de nuestros propósitos y se desmoronará el aparato del
fraude, que no hallará empleados que lo sirvan - pese a su íntima reprobación- por falta de
independencia.
Los verdaderos horizontes del partido.
Los hombres de la juventud radical queremos una política de ideales, clara y
definida, como fue la política argentina en las grandes épocas de nuestra historia. Ansiamos
que nuestro partido luche por la democracia, considerada no cual mero régimen electoral,
sino como ideal de vida; que se convierta en instrumento de liberación espiritual, forjando
conciencias libres; que no eluda ninguno de los problemas del trabajo, la cultura y el
bienestar y consagre su preocupación a la formación y futuro de la juventud; que batalle por
una Argentina justiciera, libre y humanista, sin hijos y entenados, en la que cada ser
humano encuentre amplias e iguales posibilidades de desenvolvimiento de su personalidad,
y en la que el hombre, en su unidad, el argentino y el extranjero incorporado a nuestra
tierra, sea el centro de donde irradien los impulsos y la finalidad vital y última de las
actividades nacionales.
Los hombres de la juventud radical juzgamos que las libertades civiles y políticas
deben integrar el clima de dignidad humana con una efectiva democracia económica, y
ansiamos que el partido imponga un orden de justicia que garantice el derecho igual de
todos a la libertad, el derecho de todos al trabajo, a la cultura, a un standard de vida
correcto, a la alegría de vivir, a un hogar confortable. Proclamamos objetivo eminente del
Estado el cuidado de las nuevas generaciones, su desarrollo y educación, que muestre
idénticas perspectivas de pleno desenvolvimiento físico, cultural y moral a los hijos de
todos los argentinos, en comunidad de condiciones e igualdad de oportunidades.
Proclamamos que esta etapa de la historia debe concluir aquí, como en el resto del mundo,
con la abolición de la angustia humana, de la inseguridad del hombre ante su porvenir, ante
los riesgos de la desocupación, de la enfermedad y de la vejez y ante la incertidumbre de la
existencia de sus descendientes.
Para llegar a este estado de justicia social estamos dispuestos a luchar contra todas
las situaciones de privilegio y contra todas las injusticias que oprimen la vida argentina.
Nuestra tarea.
Arde en nosotros la voluntad de reconstruir al país. Ansiamos en reforma política y
una valiente, justiciera y abnegada reforma social, fundamentada necesariamente en la
reestructuración de su economía sobre bases renovadas. Y solo podremos iniciar esta
trayectoria, con una honda reforma moral de la vida pública y de las finalidades
individuales. Frente a la moral del éxito, del goce y del poder, representada en nuestra
sociedad por la conquista del dinero y de las posiciones políticas y sociales, perecida con el
fracasado mundo de ante-guerra, alcemos el tono moral de una generación que sintoniza los
reclamos profundos de la hora y quiere ennoblecer sus días consagrándolos al servicio de
un ideal nacional, confundido en un ideal de superación y dignificación de la condición
humana.
Hace pocos días Harold Laski escribía: «No libramos esta guerra para retornar a la
Gran Bretaña de 1939, a la Europa de 1939 o al mundo de 1939. Los conceptos con arreglo
a los cuales estaba organizada la civilización de preguerra, pertenecen ya a la historia
antigua. Lo han comprendido instintivamente así los pueblos de todo el mundo».
No luchemos nosotros por la Argentina de 1939 y menos por la de 1930. Que lo
sepan. No nos conforma el país que nuestros ojos divisan. Ni el que ambicionan nuestros
hermanos mayores y satisface a los actuales directores de la política, la economía y la
cultura. La humanidad entra en un Mundo Nuevo. Trabajemos para una Argentina Nueva
en la cual tenga su lugar bajo el sol, la felicidad de todos los hombres que deseen compartir
nuestro techo y nuestro pan. Una Nueva Argentina en un Mundo Mejor. Desde aquí,
seguimos, con el corazón anhelante los avances y retrocesos de este mundo nuevo que
rubrican con sus vidas los hombres jóvenes de la libre Gran Bretaña, la heroica Unión
Soviética, de los potentes Estados Unidos y de la Legendaria China. En esta guerra
horizontal que se libra en todos los ámbitos de la Tierra por la futura liberación del hombre,
queremos, debemos tener participación. Sera una lucha amarga, una lucha por años, una
lucha para una generación, una lucha que se librara a pesar de los pequeños intereses de los
pequeños hombres refugiados en las trastiendas de los comités. Los hombres jóvenes que la
asuman sufrirán muchos trabajos, pero cuando cierren los párpados en el sueño eterno, una
sonrisa florecerá en sus labios.
2. EL PROGRAMA DE 1944
Programa aprobado por la Junta Ejecutiva de la
Juventud Radical de la Provincia de Buenos Aires, el 20
de febrero de 1944. Su autor fue Moisés Lebensohn.
La Juventud Radical de Buenos Aires reclama el restablecimiento de las libertades
públicas, el cumplimiento de los pactos de solidaridad americana, la depuración de la
administración de los elementos adversarios del orden constitucional o complicados con el
fraude, la revisión de los decretos-leyes dictados y la derogación de aquellos que, como el
de enseñanza religiosa, lesionan el patriotismo espiritual de la nación.
Propugna la creación de las condiciones de normalidad democrática mediante:
a) Estatuto de partidos, que garantice la intervención directa, la fiel expresión de la
voluntad y el control de los ciudadanos en su vida interna. Régimen de elecciones
primarias.
b) Estatuto de funcionarios públicos que establezca designaciones por concurso,
escalafón y estabilidad, con el fin de apartar la administración del juego de partidos.
c) Plan de represión de la venalización de conciencias y de gravitación de factores
no cívicos en la ciudadanía.
Para afrontar con dignidad y eficacia esta nueva etapa, requiérese la reconstrucción
del Radicalismo conforme a las exigencias de la época, con la unión de todos los radicales,
la renovación de valores en los cuadros directivos y la reestructuración del partido sobre
bases que conviertan al hombre del pueblo en actor y no espectador de las decisiones
partidarias; voto directo y representación de las minorías en todos los casos y asambleas de
afiliados.
Postula un programa de construcción nacional, a cumplirse planificadamente en el
primer período constitucional, destinado a lograr las siguientes finalidades:
a) Reforma agraria inmediata y profunda, que abra a todos los trabajadores del
campo el acceso a la tierra, transformándola de valor de renta a especulación en
instrumento de trabajo.
b) Reforma educacional, que imponga la obligatoriedad de la enseñanza media,
técnica o agraria e integre un sistema que asegure a las nuevas generaciones, bajo la tutela
efectiva del Estado, idénticas posibilidades de pleno desarrollo físico, cultural y moral, en
comunidad de condiciones e igualdad de oportunidades.
c) Régimen de organización y seguridad social que otorgue a todos los habitantes
las perspectivas ciertas de trabajo, de un standard de vida decoroso, de cultura y de un
porvenir liberado de las angustias de la desocupación, de la enfermedad, de la vejez y de la
incertidumbre sobre el futuro de los descendientes.
d) Política de recuperación económica. Monopolio del Estado, ejercido por sí o
delegado en su caso a cooperativas, de servicios públicos, combustibles, energía, seguros,
movilización y comercialización de los sectores esenciales de la producción.
e) Reforma financiera que ubique el peso de la carga impositiva sobre las grandes
rentas y la valorización ganada por el trabajo colectivo.
f) Política destinada a lograr la unidad económica con los paises y
progresivamente con el resto de América, rindiendo a la cooperación económica mundial.
La Juventud Radical aspira a una democracia económica sobre fundamentos
renovados, a la cual concurran con sus contingentes de post-guerra. Con su aporte
podremos vencer al desierto y alcanzar la población necesaria para la edificación de un
libre, justo y fuerte país. Este ideal será inaccesible si no se destruye la red de intereses
creados que pretende mantener los actuales moldes y en todos los órdenes, en lo político,
económico y cultural, sofoca la existencia de la República y clausura los horizontes de la
juventud. Al defender nuestro derecho a la vida, defendemos el derecho del país a la vida y
al porvenir. Traicionan la función histórica del Radicalismo, expresión Política de las clases
populares, aquellos núcleos actuantes que, con pensamiento conservador, procuran la
subsistencia de tales intereses creados. Constituyen los mejores aliados de las tendencias
totalitarias, pués privan al pueblo de fe en los objetivos democráticos, así como quienes
ensayan el resurgimiento de la politiquería caudillesca, responsable de la desgracia
nacional. El país no está dispuesto a regresar a etapas superadas, ni a aceptar ficciones que
cubren con grandes palabras fines inferiores.
Se intenta un sinuoso planteo: O vieja Política o fascismo seudo-nacionalista.
Afirmamos la falsedad del dilema, que sólo nos conducirá a una encrucijada. Ni lo
uno ni lo otro. Sostengamos en los hechos la voluntad de crear una democracia auténtica,
con hondo sentido humano; un Régimen de verdadera libertad y verdadera justicia al
servicio de la nacionalidad; un Régimen que subordine la economía al hombre y movilice
los recursos naturales, no en el limitado beneficio de sus poseedores, sino del desarrollo
nacional y el bienestar social. Esta tarea demanda el esfuerzo de todos los radicales, sin
exclusiones, más únicamente podrán encausarla hombres nuevos, con una nueva
mentalidad, sin responsabilidad en los errores pasados.
Las jóvenes generaciones argentinas no se sienten ligadas a una clase dirigente que
omitió su deber social y vivió absorbida en la conquista de situaciones personales,
insensible a las angustias del pueblo y a los requerimientos de nuestra realidad.
Con la determinación de trabajar en grandes y mejores días para la Argentina,
definimos nuestra fervorosa adhesión a la causa de las Naciones Unidas, de cuya victoria
depende la perduración de la libertad. Estamos con el pueblo de Estados Unidos, pero no
con Wall Street y sus proyecciones imperialistas; con el de Gran Bretaña, más contra la
City. Estamos con los soldados que luchan por nuestro ideal de vida, y, a su lado, contra las
fuerzas del Mundo Viejo que los oprimen en sus propios países, decididos, cual ellos, a
forjar en nuestra tierra un Mundo Nuevo.
3. El radicalismo ante una definición vital.
Discurso inaugural del VI Congreso de la Juventud
Radical de la Provincia de Buenos Aires, pronunciado
en la ciudad de Avellaneda, el 30 de noviembre de
1946.
Hace cuatro años el Congreso de Chivilcoy señaló la crisis profunda de la política
Argentina, «cuyos conjuntos militantes no definían, desde hace mucho, la orientación ética
ni el pensamiento político de las corrientes populares que debieron representar». Estudió el
proceso de formación de sus comandos políticos en razón de «capitales electorales», con
exclusión de causales cívicas, y demostró como esa desvirtuación del sentido democrático
conducía inexorablemente al partido a la ineptitud para la lucha por ideales, a la restricción
de sus objetivos al campo puramente político y formal, al quietismo frente al privilegio
económico y social y al abandono del impulso emocional que le asignaba la tarea forjadora
de la nacionalidad; es decir, a la cancelación de su función histórica.
La república vivía en trance pre-revolucionario. El país real y el país político eran
dos mundos ajenos entre sí. Las esperanzas populares no encontraron cauce en los canales
partidarios. Las últimas promociones juveniles se mantenían alejadas de las fuerzas
políticas.
La «máquina política», la superestructura de los partidos, actuaba con fines
propios. Sus intereses no coincidían con los intereses ideales que debía servir. Y sin
partidos que reflejen las corrientes profundas de la ciudadanía, el juego institucional se
convierte en juego de ficciones. En 1942, el pueblo de Buenos Aires no intentó votar. No
fue necesario el fraude. Bastó el espectáculo parlamentario; su repulsa ante las maniobras
de enfeudamiento económico, la distancia entre las aspiraciones públicas y los
procedimientos prevalecientes; los cuadros cerrados; el apartamiento del pueblo de las
deliberaciones y decisiones internas; el antagonismo entre el clima histórico de la época,
que penetraba en las conciencias argentinas, y los móviles inferiores de las planas
dirigentes.
Mientras tanto, la «vieja política dominante en el partido actuaba tras un esquema
muy simple. La ciudadanía debía optar: o gobiernos del fraude o del Radicalismo. Alguna
vez, por mediación de vaya a saber que factores providenciales, el régimen gobernante
consentiría en ceder graciosamente el ejercicio del poder, retornando a la legalidad. Y en
ese momento, las posiciones internas habrían de traducirse en jerarquías públicas. Lo
importante era conservarlas a todo costo, y eludir cualquier acción divergente de esta linea
central o que pudiere debilitar la base heterogénea en que se sustentaba cada «situación
política». De ahí la ausencia del planteamiento de los problemas substanciales de nuestra
tierra y la esterilidad de la Cámara de Diputados, que tuvo durante tantos años mayoría
opositora y el deber moral de sancionar una legislación valiente, de reforma a fondo de las
condiciones de vida del país, para promover el enfrentamiento revolucionario del pueblo
con el Senado y los Ejecutivos del fraude. La realidad fue otra bien distinta y amarga, y a
medida que fue alcanzando al pueblo fue generando el escepticismo y la desazón.
El grito de Chivilcoy pretendió sacudir la adormecida conciencia de
responsabilidad de los titulares del aparato partidario. Reclamó el establecimiento de una
interrelación fluída, constante, entre los cuerpos directivos y las capas populares, y la
promoción de una lucha ardiente por la reestructuración del país sobre nuevas bases de
autentica justicia. Con voto directo, representación de las minorías y régimen de
incompatibilidades, el espíritu de insurgencia habría dado al Radicalismo un nuevo acento,
y el estado de revolución - que ya existía en el país- hubiera encontrado su cauce en el
partido. Nuestra voz fue una voz más, clamante en el desierto.
Los cuadros de la vieja política se hallaban en tránsito hacia la disolución. Una
nueva postergación de la perspectiva burocrática - el vínculo primordial de sus adherentes-
hubiera sido fatal al sistema. Su falta de fé en la capacidad de acción del pueblo, el temor a
la disgregación de su respaldo político y la situación internacional, les insinuaron caminos
de extravíos. Comenzó a tejerse sutílmente la coincidencia en torno a la candidatura
presidencial del gran corruptor de la civilización política Argentina; del militar que
organizó el régimen de la mentira institucional y habría de aparecer como el rehabilitador
del sufragio libre. Tenía fuertes puntos de apoyo en las facciones gobernantes. Se hallaba
definido abiertamente en favor de las Naciones Unidas. Contaba con la colaboración
exterior y su influencia interna. Era bienvisto entre las fuerzas del privilegio nacional e
internacional, que florecieron durante su período. Disponía de ubicaciones estratégicas en
la administración; el ministro de Guerra era su amigo y en el Ejército le sostenía el
entrelazamiento de afectos e intereses anudados en el curso de su vida castrense.
A la luz de la experiencia actual es indudable que, de no haberlo interferido la
muerte, el plan hubiera logrado el éxito con la participación final de gran parte de los
núcleos dirigentes de nuestro partido. Trastabilló un tanto cuando el ministro de la Guerra,
amigo del ex presidente, fue substituido por otro general, que en el pensamiento del doctor
Castillo habría de realizar un adecuado reajuste de los comandos, y concluyó abruptamente
cuando una mañana el país se enteró de la muerte repentina del general Justo.
La tónica radical quedó tan resentida después de este proceso penoso, que la
Convención Provincial de Buenos Aires llegó a votar una declaración en favor de la
formula presidencial extrapartidaria, vale decir, de ciudadanos cuya despreocupación por la
suerte de la República los mantuvo alejados de la militancia cívica. Castigábase así la firme
lealtad radical del doctor Pueyrredón, candidato virtual a la Presidencia. Esto ocurría hace
solo cuatro años, en el Radicalismo de Buenos Aires, en el Radicalismo de Hipólito
Yrigoyen.
Reunióse la Convención Nacional; votó la Unión Democrática; fracasó la tentativa
de formula extra-partidaria; un delegado de Buenos Aires propuso la adopción de métodos
democráticos - voto directo y representación de las minorías- al cuerpo que acababa de
votar el acuerdo de partidos para salvar la democracia: la Comisión de Carta Organica, por
sugerencia de esta provincia, se negó a formular despacho; se suscito un conflicto en la
Comisión inter-partidaria, y de pronto se produjo una prolongada «impase». A su término
el país supo que altas figuras del Radicalismo habían mantenido entrevistas vinculadas a la
candidatura presidencial con el ministro de Guerra del doctor Castillo, el general escogido
para montar la maquina favorable a la política «de la unanimidad de uno» y que en el
ejercicio de la cartera resultó montando otra máquina... Pidió el general Ramirez setenta y
dos horas para consultar a sus camaradas; se enteró el presidente; destruyó al ministro y las
tropas de Campo de Mayo avanzaron sobre la Casa Rosada. Sonaron las sirenas de los
diarios; los comités dispararon bombas de estruendo, convocando a celebrar la caída del
fraude. El pueblo pasó frente a los comités y se detuvo ante los diarios; era ya un pueblo
que no se sentía ligado al partido.
Dejemos de lado la pugna entre las camarillas internas militares, su contienda
aviesa y despiadada por el poder, su desprecio por los derechos de la dignidad humana, su
convicción del triunfo de las armas agresoras y el oportunismo amoral que inspiraba su
determinación de mantener la dirección del Estado hasta la definición de la guerra; todo
cuanto la dictadura vejó y humilló a la República. Ocúpenos el pueblo y el Radicalismo.
La caída del régimen del fraude marcó el afloramiento de las grandes aspiraciones,
de los grandes anhelos que trabajaban silenciosamente el espíritu de los argentinos. El país
ansiaba una vida nueva; la identificación de sus costumbres políticas; la eliminación de los
vicios y fallas que habían subalternizado la existencia pública. El desprecio envolvía al
pasado. Un nuevo sentido moral y un «elan» nacional surgían de la ciudadanía. Se hallaba
apartada de los organismos del partido; pero se sentía vinculada a la tradición histórica del
Radicalismo. Era el momento de las ideas creadoras, de la rectificaciones fecundas, de la
sintonización de los reclamos nacionales. Y fue, desgraciadamente, un momento que
ahondó la escisión entre el pueblo y la máquina del partido. Divorciada de la realidad,
permaneció insensible a la gran emoción de la hora. No pudo ser de otro modo. En sus
métodos, educación y fines pertenencia a un tiempo superado. En sus manos el partido
carecía de contenido actual.
Quisimos llevar nuestro sentir al escenario partidario. El 20 de febrero de 1944 la
Junta Ejecutiva concretó en un programa las aspiraciones de la Juventud. Reforma política:
estatuto de partidos y de la administración pública, que asegure su neutralidad alejándola
del juego de partidos; el régimen de represión de la venalización de sufragios. Plan
concreto de construcción nacional. No una simple plataforma: un plan, es decir, la
exhibición precisa de los arbítrios, recursos y etapas a cubrir escalonadamente en el primer
período constitucional, destinado a lograr, con la «intervención, la deliberación y decisión
del pueblo», las finalidades esenciales de la transformación revolucionaria de nuestra
sociedad: Reforma agraria. inmediata y profunda; reforma educacional, que abra efectivas e
iguales oportunidades a todos los argentinos; régimen de organización y seguridad social;
política de recuperación económica, con el monopolio del estado, ejercido por sí o delegado
en su caso a cooperativas de consumidores o productores, de servicios públicos,
combustible, energía, seguros, movilización y centralización de los sectores esenciales de la
producción; reforma financiera; política económica, etc. Y para ser órgano de acción
ciudadana, la reconstrucción del partido, la renovación de valores en sus cuadros directivos
y su reestructuración que convierta al hombre del pueblo en actor y no espectador de las
decisiones partidarias. Esta tarea- dijimos- demanda el esfuerzo de todos los radicales, sin
exclusiones, más únicamente podrían encauzarla hombres nuevos con nueva mentalidad,
sin responsabilidad en los errores del pasado. La agitación apasionada de un plan delineado
sobre bases semejantes hubiera proporcionado al partido las grandes consignas de la
movilización popular y cohesionado la difusa voluntad de reformas en un movimiento
arrollador.
El sistema caudillesco dormitaba confiado en sus efectivos electorales. Había
estado veinte años corroyendo el sentido cívico y sumando sufragios en función de afectos,
intereses o servicios, de pequeñas conveniencias de personas o grupos. El régimen
dictatorial no tuvo más que ensanchar o intensificar el sistema, con todos los resortes del
Estado, para recoger los mismos beneficios. La armazón partidaria levantaba sobre estos
cimientos civicamente deleznables, reedito el mito del gigante de los pies de barro. La
lucha por los ideales fundamentales constituía una gimnasia para la cual no tenía vocación
ni entrenamiento la mayor parte de ese ejército electorero. El destino le deparo una suerte
paradojal. La paciente tarea de deformación cívica solo le valió al adversario. Y en la hora
de la prueba, lo único fértil fue precisamente lo que siempre se descartó: la capacidad de
actuar, con prescindencia de los intereses personales, al servicio de principios.
La dictadura utilizó una fraseología revolucionaria, declamó su demagogia
anticapitalista y atacó a la clase dirigente, beneficiandose con su merecido desprestigio
popular. No era un movimiento revolucionario, sino contrarrevolucionario. Solo intentaba
frenar el impulso de transformación social, que es el signo de la época, con reajustes que
mantuvieron inalterables las relaciones de producción capitalista; una amortiguación en el
régimen del privilegio tendiente a fortalecerlo y a identificarlo con el Estado. Su propio
lider no se recato en confesarlo en su discurso de la Bolsa de Comercio. Nuestra maquina,
aferrada a sus contradicciones de origen, no quiso comprender que estábamos viviendo la
dinámica de una revolución - el episodio argentino de la revolución mundial-, de la cual la
de Junio era una fase negativa, la «revolucion-contra», que llamara Mac Leish, pero una
fase, en fin, del proceso revolucionario. La defensa de sus intereses creados condujo a
nuestra máquina política a la defensa conjunta del sistema de intereses creados que en todos
los órdenes de la vida Argentina, en lo cultural, en lo económico y social, clausura los
horizontes de la República. De representar a la «causa» en oposición dialéctica contra el
«régimen», pasó a ser un sector del «régimen», de la clase dirigente.
En las democracias en lucha, las fuerzas conservadoras pretendieron diferir las
reformas económicas y sociales hasta la derrota del nazismo. «Nada debe interponerse
hasta eliminar la amenaza contra la civilización». Pero el canto de sirena no sugestionó a
los lideres progresistas que sufrieron la experiencia de la otra conflagración. La guerra
debió liberarse con un sentido revolucionario, como condición de victoria. Inglaterra, en
pleno combate por la existencia nacional, libró combate contra el privilegio nacional;
nacionalización de los yacimientos de carbón. Plan Beverdige, reforma educacional. Aquí
la solución fue opuesta. Privó el pensamiento conservador, reincidente en su táctica suicida
de blandir grandes palabras y eludir la lucha contra la injusticia economía. Su gran
preocupación consintió en atraer a los estancieros conservadores, mientras las peonadas,
carne del Radicalismo, siguieron otros caminos. No se trata de errores. A cierta altura de la
vida y de la experiencia universal no se cometen tales errores. Fue una actitud coherente y
consciente, que nacía de una identificación de intereses y de criterios.
La dictadura y la dirección opositora complementaron su juego. Encerraron
mañosamente al pueblo en un dilema irreal. Justicia social, por una parte; poder
constitucional por la otra, cual si fueran términos antitéticos. Una engendró su justicia
social en la abominación de la libertad; la otra, pospuso para un incierto y brumoso mañana
la respuesta a los interrogantes populares. Se refugió en la legalidad, trinchera del «status
quo» económico y social, y debió fracasar porque el «status quo» era indefendible. Así
abandonó al continuismo, que las agitó como señuelos, sin sentirlas, las banderas del
mundo naciente y las consignas tradicionales del partido: la lucha contra la oligarquía y los
imperialismos. En febrero de 1944 - dos años antes-, la Juventud Radical exponía: «Se
intenta un sinuoso planteo: o vieja política o fascismo pseudo-nacionalista. Afirmamos la
falsedad del dilema, que solo nos conducirá a una encrucijada dramática». La previsión se
cumplió, infortunadamente, y el 24 de febrero el hombre de la calle, absorto y confuso,
debió escoger su futuro en el centro de esa encrucijada.
Dentro del cuadro post-eleccionario alienta un factor confortante. La mayoría de
los ciudadanos que entregó sufragios al continuismo tiene nuestros mismos ideales. Se
nutre de nuestras mismas aspiraciones nacionales. No podía conocer la magnitud del
proceso de revitalizado del Radicalismo que está recuperando al partido. Fracasaron las
tácticas, los comandos, el sistema: no los ideales. Pronto comprenderá que corrió tras un
espejismo. Quería una revolución democrática, nacional, de trabajadores. Le ensordeció el
redoble de las consignas históricas de liberación económica y social. Pero la realidad le está
demostrando como respaldan al gobierno todas las fuerzas reaccionarias; cómo, con las
elecciones, concluyó el pregón de reforma agraria; cómo se arrojo el disfraz
antiimperialista, en la negociación telefónica y en el pacto Miranda - Eady; el sistema
ferroviario permanece bajo el control extranjero, la nacionalización de los servicios
públicos, antes declamada, se reduce a la trivialidad de «una moda» y los feudos del capital
internacional restan intocables. El régimen gobernante descubre su verdadera índole. A la
oligarquía terrateniente sustituyó otra, financiero-industrial. El planeamiento propuesto
tiende, ante todo, a intensificar su desarrollo e influencia. Sus hombres de empresa ejercen
poderes de dictadura económica, apuntaban sus privilegios y ubican sus beneficios,
asociándose al Estado en sociedad mixta. Al gremialismo dirigido sigue una cultura
dirigida y constantemente se advierte la confusión totalitaria del Estado y el partido. Asoma
el ideal prusiano de potencia.
Mientras el gobierno descubre su juego, el Radicalismo enfrenta una definición
vital. Esta en marcha la «revolucion-contra», destinada a desarrollar y consolidar nuestra
estructura capitalista. El nuevo régimen se afianza, pactando entendimientos con los
sectores oligárquicos argentinos y extranjeros y tejiendo su propia red de intereses.
El orden de privilegios superado era estático, conservador, quietista, partidario de
la libre iniciativa y la libre concurrencia. El nuevo, dinámico, agresivo, se liga al Estado,
usufructúa su respaldo y se expande bajo las seguridades de su protección.
El partido puede combatir la gestión oficial en nombre de la libertad económica,
señalar sus despilfarros, sus agresiones institucionales dentro del arsenal de palabras y de
ideas de fin de siglo, reduciéndose a un simple movimiento opositor. Y entonces trabajará
directamente en favor del tipo de política que acaba de derrotar a la columna, sin jefe, del
New Deal. Se convertiría en el partido conservador argentino, en la fuerza política de las
derechas, que tanta gravitación ejercieron en su dirección en los últimos años. Se trastocará
en fuerza contrarrevolucionaria, en la equivalencia Argentina del partido republicano de
Estados Unidos o del conservadorismo británico, legalista, institucionalista, amigo de la
libertad en cuanto esta coincida con los intereses de los sectores que tienen la realidad del
poder. A esa posición tiende naturalmente, por inclinación congénita, el sistema de
intereses creados en el partido y fue la que prevaleció en la última década. Este partido
podrá usar su nombre, pero no será la Unión Cívica Radical, tal cual la siente y entiende el
pueblo.
A este gobierno de oposición seudo-democratica fustigó Benes a analizar los
factores del triunfo transitorio de las tendencias totalitarias. «No basta - dijo el lider checo-
con oponerse al autoritarismo, con predicar la democracia o hablar laudatoriamente de la
libertad de los hombres y de las naciones. Debe tenerse una recta concepción de la
democracia como teoría y, a la vez, el valor de poner esa teoría en practica, recta, justa y
valerosamente. De otro modo, todas esas palabras pomposas sobre la democracia no son
más que palabras vanas, palabras y nada más que palabras, para encubrir los vulgares
egoístas intereses de las clases, los partidos e individuos dirigentes».
Se dirá, con entonación romántica, que el partido no puede apartarse de la
trayectoria demarcada por sus fundadores. Los partidos no son otra cosa, en cada época,
sino lo que quieren sus equipos activos. Pueden colocarlos a contramano de la historia o de
su origen. Evolucionan o se extinguen. El partido republicano, con Lincoln fuerza
progresista, ocupa ahora el polo reaccionario. Y en nuestro país, agrupaciones tradicionales
que fueron instrumento de avance ideológico, terminaron diluyéndose en el
conservadorismo. Esta divergencia entre los fines del partido y su sentido popular
constituyó el drama reciente del Radicalismo. Como sus cuadros activos no reflejan el
pensamiento del pueblo radical exigimos voto directo y representación de las minorías. El
hombre del pueblo hubiera mantenido la linea tradicional y el país no habría sufrido las
dolorosas alternativas que derivaron de su desviación.
Puede el partido, en cambio, combatir la gestión oficial, señalando las lesiones que
infiere a los intereses eminentemente populares, la falacia de su obrerismo, sus
contradicciones intimas, sus negaciones de las libertades políticas y culturales mas no como
un mero movimiento de oposición, sino como una fuerza constructora de la nacionalidad
que tiene su propio camino y sus propios fines, y que actúa con objetivos nítidos, con claro
sentido revolucionario, con pasión de pueblo, propendiendo a la transformación
fundamental de las instituciones.
¿Fuerza revolucionaria o contrarrevolucionaria? Detrás de todos los eufemismos,
ahí reside el problema. Si en lo futuro privara el pensamiento conservador, el pueblo habría
de perder definitivamente al órgano fundamental de su expresión política y una nueva
perspectiva sombría se levantará en el país. Si se afirma su sentido histórico, los días serán
de lucha, pero inevitablemente victoriosos para la causa del pueblo. Plantear el problema en
sus verdaderos términos no implica afectar la unidad, como pretenden quienes quieren
cubrir con un manto de palabras la realidad radical. Dos fuerzas antitéticas no se suman, se
restan. No existe unidad sin unidades de doctrina y conducta, ni puede combatirse al
continuismo de la dictadura sin combatirse al continuismo del sistema que trajo la
dictadura.
No hay mejor favor al régimen gobernante que el mantenimiento de las
condiciones que debilitaron al partido ni peor daño que la supresión de esas condiciones. El
Radicalismo no sera una fuerza orgánicamente revolucionaria si no las extirpa de su seno.
No es una lucha contra hombres o grupos de hombres. Es una lucha contra un modo de
pensar, contra un modo de actuar, contra procedimientos y fines que han intentado
desnaturalizar las esencias del Radicalismo, frustrando sus inmensas posibilidades y
provocando sufrimientos irreparables al país. Pero es una empresa seria y difícil. La
resistencia de los intereses creados es tenaz, sutil y poderosa, adopta mil formas
cambiantes, se enlaza con todas las formas de la vida conservadora Argentina, es
implacable cuando dispone de los resortes del poder - dos generaciones radicales fueron
trituradas entre los engranajes de la maquina- y en la hora del contraste que sus
contradicciones intrínsecas gestaron, se agazapa en los vericuetos reglamentarios, se viste
con la túnica de las grandes palabras y clama en su auxilio por los sentimientos de
solidaridad, como si se tratara de un insignificante problema de personas. Levantó como
única bandera, la bandera de la legalidad, para no herir los caros intereses del privilegio y
acudió al comicio decisivo, después de haber violado, en la mayor parte del país, los
principios substanciales de la legalidad interna. Las normas democráticas de la Carta
Orgánica de 1931, a quince años de sanción, no tuvieron plena vigencia, ni tampoco el
compromiso contraído ante la historia y ante el país de la Organización Nacional de la
Juventud dictadas en 1939. Siete años después, la ley del partido no rige en el partido.
Es una lucha seria y difícil. Es una lucha que debe comenzar por librarse dentro de
cada uno de nosotros, pero es la lucha indispensable para la pervivencia del Radicalismo, el
paso previo para dotar al país de la fuerza forjada de su porvenir. La caducidad de la
iniciación de una nueva etapa, solo abre una posibilidad. Necesitamos un nuevo espíritu,
que no es otro sino aquel viejo espíritu con la virtud esencial del civismo; nuevos
procedimientos que solo exciten en la ciudadanía los sentimientos de responsabilidad
nacional; una nueva estructura, que otorgue siempre el poder de decisión, clara y
concretamente, al hombre del pueblo, en quien creemos y confiamos; y una permanente
decisión de lucha contra todos los intereses y todos los privilegios, por la creación de las
condiciones del desarrollo nacional y del bienestar social, de la liberación política,
económica y cultural de nuestros hombres y mujeres: una democracia humanista y militante
en la tierra de los argentinos. Es una gran tarea para un gran partido. Vive en la gesta de sus
fundadores; en los sacrificios de los millares de combatientes abnegados y anónimos que
consagraron sus vidas al servicio de este ensueño de redención nacional; en la esperanza de
los seres humildes que pueblan nuestros campos y ciudades. Con fé profunda en su futuro y
en la prevalencia final de nuestros ideales, con la voluntad encendida de consumar los
duros trabajos de un país, levantemos al viento la vieja bandera radical y marchemos hacia
el porvenir.
4. Introducción a los mensajes de Yrigoyen
Prólogo al tomo II de la obra «Hipólito Yrigoyen,
pueblo y gobierno». Editorial Raigal, Buenos Aires
1951.
En sus mensajes inaugurales del Congreso, Yrigoyen refleja cabalmente su espíritu
y su concepción política. No se siente conductor ni inspirador de su partido, sino de un
supremo esfuerzo de la nacionalidad por constituirse definitivamente. Había nacido en el
año de Caseros y participado, en su mocedad, en las luchas políticas de su tiempo. Las
posibilidades y los objetivos inmediatos atraparon en los vericuetos del camino a casi todos
los hombres dirigentes de esa etapa de existencia nacional; mas él permaneció firme,
fielmente adherido al gran propósito de organizar la República, no en sus formas y ritos,
sino en sus esencias e ideales. Así llego hasta nosotros, como una proyección del espíritu de
las horas iniciales. Sin comprender a este espíritu, que es la clave de interpretación histórica
Argentina, no comprenderemos a Yrigoyen ni al Radicalismo.
¿Quisieron los fundadores de la nacionalidad segregarse de España para crear
simplemente un país más? Otra es, por fortuna, la magnitud de nuestra revolución. Su
grandeza reside en el aliento universal que la posee, en la decisión de confundir en un ideal
nacional, el ideal de enaltecer la condición del hombre. En el conflicto milenario que
enfrenta al mundo de las cosas, y del poder de la fuerza que le son ajenas, con el mundo
moral de los hombres y su ansiedad y angustia de justicia, el pensamiento de Mayo alza las
banderas de una vida nueva, en la que resplandece límpida la dignidad del hombre, y
despliega un proceso paralelo de emancipación nacional y de emancipación humana. Por
eso no se detiene en los confines del país y se lanza hacia otras latitudes para combatir por
la misma esperanza. Nadie revela el latido íntimo de la voluntad revolucionaria, con tanto
vigor expresivo como San Martín, que proclama la independencia de Chile ante «la
confederación del genero humano» y define, en Perú, la causa Argentina como «la causa
del genero humano».
Esta identificación con una causa, erigida en móvil de la nacionalidad, nos
caracteriza y distingue de los paises europeos, que fueron preexistentes a los ideales que
prevalecen en su seno. Un europeo puede contrariarlos, sin dejar de ser patriota, porque su
patrimonio fluye ante todo, de su amor a su tierra natal. Un francés sigue siendo buen
El radicalismo de Lebensohn y su lucha por la justicia social
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El radicalismo de Lebensohn y su lucha por la justicia social
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El radicalismo de Lebensohn y su lucha por la justicia social

  • 1. INTRODUCCION La primera se refiere a la figura de Lebensohn como hombre de pueblo, dirigente humilde y honesto La segunda idea se refiere a la reivindicación de un hombre cabalmente yrigoyenista que bajo los adustos y nobles ideales intransigentes y revolucionarios, nos marca un camino a seguir, a nosotros, los militantes del presente, aún a varias décadas de su muerte, en esta dura tarea de forjar, como él mismo decía, una “Argentina soñada” en un “mundo nuevo”. Para ello es que nos sirve su ejemplo de voluntad, de pensamiento crítico y sagaz, de intransigencia en sus actos y actitudes, pero a la vez de una sublime sensibilidad hacia los más humildes, hacia el pueblo todo. Un tercer aspecto íntimamente unido a los dos primeros, es el referido a la nítida concepción elaborada por Lebensohn sobre posibilismo e intransigencia. La decadencia moral de la Argentina en la década del 30 y lo que sucedió dentro del radicalismo es una de las causales del quiebre partidario que se produce años más tarde. En ese entonces, la UCR deja de tener fe en sus propias concepciones doctrinarias y morales y pasa a hacer el juego al régimen. Esto produce la formación de una camada de políticos “corcho”, como los definió el propio Lebensohn, personajes del establishment y del status quo que no deciden ni conducen ni orientan, sino que arrían las banderas tradicionales de la intransigencia y buscan la oportunidad para seguir a la corriente del momento. Al tener contacto con el régimen, estos políticos creen que pueden influir en las decisiones y esto los conduce a no irritar y por lo tanto a complacer. El mismo Moisés Lebensohn decía: “No sabemos en virtud de que milagro íbamos a conseguir que la oligarquía nos cediera el poder. ¿Negociando? Los intransigentes sabemos desde el ‘90 que la democracia en ningún lugar del mundo, pero menos en la Argentina, se consigue sin pelearla, lucharla y conquistarla.” Desde que nació la UCR existieron dos formas de interpretarla. Estas formas, ideas y conductas variaron a lo largo de la historia pero en esencia y concepción doctrinaria siguen siendo las mismas. Hoy como ayer, aunque los tiempos cambien y las metodologías también, el problema crucial en la Argentina esta dado por la lucha por la hegemonía entre una concepción radical y otra conservadora. El posibilismo, tal como lo definió Lebensohn, es aquel que parte de la idea que la política es el arte de lo posible y se contrapone a la intransigencia, que partiendo de la idea sobre la capacidad transformadora del hombre, llega a poseer una nítida conciencia de la propia identidad y de nuestra historia, o sea, de donde venimos y hacia donde vamos. Nada más oportuno para ejemplificar la noción de intransigencia que citar la famosa frase de Alem, quien respondiéndole a Roca afirmaba que “En política no se hace lo que se puede o lo que se quiere, se hace lo que se debe.” Moisés Lebensohn(1908 -1953) nace en el seno de una humilde y trabajadora familia de inmigrantes judíos en el pueblo bonaerense de Junín. Su vida transcurrirá en su pueblo natal, en La Plata y en Avellaneda, sede del comité provincia por esos años.
  • 2. Sin embargo, así como en su vida no se detuvo ante la lucha, tampoco detendrá su marcha militante y cabalgando contra su propia miseria económica y en nombre de la honestidad y la austeridad, recorrerá pueblo por pueblo, en los vagones de los trenes que cruzaban de N a S y de E a O la provincia, para estar con la gente, escucharla y palpar sus realidades. Será de este modo, donde comenzará a imaginar la creación de un nuevo movimiento yrigoyenista desde el cual otro radicalismo debía volver al pueblo, donde el peso de la concreción de los hechos cotidianos, como comer, educarse y forjarse un porvenir, valiesen más que la mera crítica a las formalidades democráticas, máxime proviniendo de aquellos que hacían el juego al régimen. Así, dos frentes yrigoyenistas se gestarían en la década del 30. El primero, marginal de las estructuras partidarias, pero combativo y revolucionario, bajo el nombre de FORJA, aglutinó a yrigoyenistas de la talla de Scalabrini Ortiz, Dellepiane, Homero Manzi, Gabriel del Mazo y Arturo Jauretche entre otros. El segundo, consolidado en 1942, es aquel que bajo las directivas de Lebensohn toma forma bajo el apelativo “Movimiento de la juventud” basado en la doctrina expuesta en el programa del 38, pero que a diferencia de FORJA, aunque se desarrollará dentro de los mismos cánones intransigentes, seguirá su curso dentro del ámbito partidario. Partiendo desde la concepción que el radicalismo es la fuerza formadora de la nacionalidad argentina frente al europeísmo conservador, es que crea el MIR (Movimiento de Intransigencia Radical) en 1948 a través del cual convoca al pueblo, capaz de recoger “el aliento de la época y de elevar el contenido moral de nuestra vida pública”, y a la juventud, que incontaminada de los tradicionales vicios del acuerdo y de la transigencia llegaría a “forjar los tiempos del pueblo” en una nueva patria. Desde 1940 en la Provincia de Buenos Aires comienza a gestarse un movimiento llamado “Revisionista” claramente opositor a las autoridades partidarias. Hacia fines del año 44 y comienzos del 45 el principismo radical comienza a hacerse sentir en el seno de la UCR. El carácter político, social y moral del radicalismo debía volver a los carriles originarios de los cuales nunca debió haberse desviado. Para cumplir los reales ideales radicales es que se fundó el MIR. Lebensohn marcó el rumbo yrigoyenista al partido al desarrollar las Bases de acción política, que finalmente aprobará la Convención Nacional de la UCR. Las Bases de acción política, la Profesión de fe doctrinaria y la Declaración de Avellaneda fueron la culminación del pensamiento lebensohniano ya plasmado en los congresos de la juventud y en el programa fundacional del MIR en el año 1945: reforma agraria, federalismo, democratización cultural, nacionalización de los servicios públicos, reforma financiera, defensa de la soberanía política, económica y espiritual del país. Estos manifiestos demuestran a las claras que, lejos de lo que muchos historiadores y politicólogos critican como un plagio y una radicalización del programa social peronista, fueron verdaderamente radicales, intransigentes y revolucionarios. Basta con leer las declaraciones y manifiestos del año ’38 al ’48 para observar como los documentos de Avellaneda no son más que el lúcido reflejo de una concepción ideológica, filosófica y política cada vez más clarificada y determinante ante los sucesos que vivía el país. Tal fue su actitud dentro del Bloque de diputados nacionales radicales donde la Intransigencia era mayoritaria.
  • 3. Como plantea Alejandro Gómez, Lebensohn “penetra en el drama argentino e interpreta el sentido de la lucha entre el ser o no ser de nuestro país y redescubre los valores que afirman la existencia nacional”. Para Lebensohn, desde 1943 el retorno oligárquico era imposible. Sin embargo, aunque valora el carácter social del peronismo y critica al partido por haberse alejado de la gente, lo que posibilitó el encumbramiento de Perón, plantea que la revolución no llegaba con el peronismo ya que no hay revolución posible sin cambios en la estructura económica de una nación. Creyó firmemente en que a sus adversarios políticos de entonces los vería años más tarde forjando una revolución no radical, sino del pueblo todo. La muerte lo encontró a los 45 años de edad, rodeado de su esposa y de su pequeño hijo, sumergido en la pobreza material pero en la grandeza de su alma. Lebensohn fue espíritu, ejemplo, lucha, honestidad, mística militante y patriotismo. Vaya entonces nuestro homenaje no sólo en este prólogo sino en nuestras acciones cotidianas dentro y fuera del radicalismo afirmando nuestra esencia yrigoyenista, intransigente y revolucionaria. Marisa A. Gorzalczany El Radicalismo que no baja las banderas.
  • 4. I EL RADICALISMO 1. Problemas del Radicalismo Discurso inaugural del V Congreso de la Juventud Radical de la Provincia de Buenos Aires, pronunciado en Chivilcoy el 24 de mayo de 1940. Nos hallamos reunidos en momentos solemnes. En todos los horizontes, hombres y mujeres luchan y perecen, en mares y campos de batalla, por la pervivencia del ideal de la libertad y en las silenciosas retaguardias extenúan sus esfuerzos para posibilitar la resistencia. Los pueblos americanos oyen, vivas y rotundas, las voces de sus fundadores y escuchan su llamamiento en defensa de los principios que agitaron al continente en la hora inicial de su emancipación. En este concierto del mundo que se estremece entre los dolores de un alumbramiento; en este concierto en que aun las propias potencias agresoras mueven a sus multitudes alucinadas por falsos ideales, pero ideales al fin para los seres anónimos que las forman, solo nosotros, los argentinos, contemplamos en la inacción y en la despreocupación como los otros combaten y como del resultado de este combate surgirá la estructura económica y social que condicionará nuestra existencia futura. Como argentinos, nos contrista esta realidad. Nos agobia y avergüenza ver a nuestro país debatiéndose en pugnas minúsculas; con lideres políticos, educacionales y económicos, carentes de impulso creador y valiente; sin ansiedad quemante de justicia; exhibiendo en sus luchas no el coraje abnegado por colocar a nuestra patria en el clima histórico de la época, sino la apetencia del poder como medio de disfrute. Mientras el mundo penetra en una aurora impregnada de sentido heroico de la vida, en los círculos directivos de la Argentina - en todos los círculos directivos- priva el sentido del goce sensual de la vida. Pareciéramos un país secular, entrando en decadencia, describiendo el descanso de la parábola, sin conciencia nacional ni conexión con las fuerzas espirituales que animaron a muchos padres, sin respetabilidad en la forjación del porvenir ni sensibilidad para conmovernos ante el drama humano. Y somos, sin embargo, una joven nación, que aún tiene los huesos blandos y debiera vivir los sueños de la adolescencia. Y somos sin embargo un pueblo joven, predispuesto a las empresas del desinterés y el sacrificio por su tendencia emocional y porque no es en balde, en cada uno de nosotros
  • 5. - hijos cercanos o lejanos de la inmigración-, bulle el recuerdo del antecesor arrojado que rompió las ataduras más sólidas del hombre, aquellas que lo unen a su tierra, la del trozo de suelo en que yacen sus padres, la del trozo de cielo que contemplaron absortos los ojos infantiles, la del dulce idioma en que los labios maternos modularon las canciones de cuna, las ligazones de la sangre y del pasado, para cruzar el océano y llegar a lo desconocido, a este asilo de ilusión, en búsqueda de bienestar y libertad. Un país poblado por un pueblo así, en cada uno de cuyos hombres alienta tan íntima y tan valiosa herencia espiritual, no puede ser un país silencioso ante la injusticia, un país indiferente ante las exigencias de su deber, un país que no quiera igualarse en ideales y afanes con aquellos que marcan la excelencia de estas jornadas. Como aires de fronda. Es un viento que hace crujir las viejas ramas. Es un viento que no encuentra fronteras. A sus ecos, despiertan en los hombres de todas las razas y altitudes ideas nuevas y voluntad de darse íntegramente en la acción para librar a las generaciones futuras de las angustias que oprimen a la actual, con tanta intensidad, que sentimos orgullosos el privilegio de vivir el trance en que la humanidad verifica dolorosamente su reordenamiento, quizás por siglos. El drama profundo de la política argentina. Este viento cruza también sobre nuestras pampas. Agita las conciencias de millares y millares de argentinos. Y palpita en el escepticismo de las últimas promociones juveniles, escepticismo fecundo, porque señala la insurgencia ante un presente que abochorna y encierra en si, grávidas, las posibilidades del mañana. No lo han advertido, únicamente, quienes tienen la función natural de actuar como antenas sutiles de las ansiedades y requerimientos del medio social y como conductores de su pueblo. Solo los políticos argentinos en su casi totalidad, no han percibido el angustioso reclamo que importa el retraimiento de la juventud. Y si esta ineptitud pudiera entenderse en cierto modo explicable en los dirigentes de las derechas, hombres de círculos e intereses limitados, implica un verdadero suicidio en quienes militan en el Radicalismo, expresión política de ese inconcreto pero firme ensueño de justicia y renovación que anima el pueblo argentino. Es que nuestros partidos viven con la mentalidad de principios de siglo y sus planas dirigentes, con los incentivos morales y materiales de principios de siglo. Desde hace mucho, sus cuadros activos no definen la orientación ética ni el pensamiento politicón de las corrientes populares que deberían representar. Ese es el drama profundo de la política argentina. Y sin que se llegue a la solución de ese drama, aunque se salve el escollo del fraude, no habrá más que ser apariencia de un juego democrático auténtico. Que ello suceda en las derechas tiene justificación. Desde 1930 el pueblo que no le es adicto no elige; es mandado. La elección de sus dirigentes carece de base popular. Pero en nuestro partido, ¿qué ocurre? Hasta 1916 la máquina partidaria sirvió con eficacia los propósitos que le dieron origen. Había una idea central, dominante: el sufragio libre, causa motor del partido y aspiración vehemente de una época. Fueron sus lideres quienes con mayor tesón, con mayor pureza, lucharon por esa aspiración, contribuyendo a crear una conciencia del derecho en el pueblo argentino. Llegó el triunfo en 1916. Desalojó a las oligarquías políticas de las provincias. Y quedo como girando en el aire. No se atrevió a consumar la
  • 6. revolución radical - como gustaba decir Yrigoyen - destruyendo los privilegios de la oligarquía económica. Se limitó a una política social oportunista, actuando solo bajo el apremio de las circunstancias, Detrás de los acontecimientos y no antes, en prevención de los acontecimientos. La política del servicio personal. La eficiente máquina política y sus cuadros directivos, formados en treinta años de lucha, quedaron un tanto sin los motivos galvanizantes de su acción. La gran bandera que congregó a la masa popular, el sufragio libre, era conquista lograda. El proselitismo, función inherente e inseparable a la política, debió acudir a otros resortes. Y se descendió del plano idealista, a la «política del servicio personal», la conquista de voluntades no por motivos atinentes al país, al orden público, sino por servicios, atenciones, empleos, favores lícitos o ilícitos, efectos, amistades... En lugar de enaltecer el espíritu cívico de cada ciudadano, se involucionó, trastocando las razones cívicas, por otras de tipo personal que implicaban una corrupción encubierta del voto, función eminente de la ciudadanía, para ser ejercida con la visión exclusiva del interés nacional. El partido nació para obtener, purificar y prestigiar el sufragio. La política del servicio personal desjerarquiza y desprestigia al sufragio y desjerarquiza todo lo que de ella parte. Los ciudadanos dejan de ser tales, en el concepto cabal del vocablo, para transformarse en meros votantes. La ciudadanía pasa de ser la alta dignidad de una democracia, a un bien intercambiable por otros, efectivos o afectivos. Se ha dicho que la teoría democrática reposa en la ficción del desdoblamiento de la persona en el hombre y en el ciudadano. El primero, con una voluntad individual dirigida por sus intereses y sentimientos de índole personal; el otro, con una voluntad general, inspirada en el bien colectivo. El entrelazamiento de esas «voluntades generales» es la esencia de la ciudadanía y su exteriorización y motivación, el método de la democracia política. Los cuadros activos del partido, en su gestión preponderante, no se dirigieron a la «voluntad popular» de los argentinos, sino a su «voluntad individual», subversión y negación democrática. Declinación de los cuadros partidarios. Las consecuencias de esta política, realizada muchas veces de buena fé, sin analizar sus resultados corruptores, fueron extraordinarios y precipitaron la caída del partido. A sus puestos directivos llegaron en mayor proporción quienes disponían de «capital político» con prescindencia de su autenticidad radical, de sus cualidades morales e intelectuales y de la aptitud para el ejercicio de la función a discernirse. El plantel dirigente se fue inferiorizando, los militantes que desplegaban mayor actividad en recorrer los campos, apadrinar bautismos, prestar su colaboración a los humildes en los instantes difíciles, gestionar ventajas en la administración, curar a los enfermos, defender a los procesados, conquistaban múltiples y cálidas adhesiones que les permitían realizar una carrera política, al margen de causales realmente políticas. Y entre ellos llegaron, como es suponible, muchos que no actuaban movidos por la pasión pública sino por el cálculo de obtener un capital político, traducido en honores o canongias.
  • 7. No es exacto que el partido se haya engrandecido numéricamente por actividades de este género. Los radicales se hicieron por temperamento, por sentimiento democrático, por irradiación del prestigio místico que rodeaba la personalidad de Yrigoyen. Pero, dentro del partido, por simpatías o servicios, apoyaban a tal o cual dirigente. Muchos los prestaron impulsados por un sentido generoso de solidaridad, y muchos no trabajaron para el radicalismo sino para sí. Lentamente, los cuadros activos fueron perdiendo su fervor cívico. El partido dejó de ser un medio de promover «la revolución» en la República y se convirtió en un fin en sí mismo y para sus militantes. Cayó en la deformación electoralista. Cualquier enunciación de ideas, cualquier solución a un problema nacional que, por justa que fuese, pudiera suscitar oposición en algún grupo de la masa heterogénea que votaba al partido, era apartada por los dirigentes de esa mentalidad, que creían, sinceramente, que lo fundamental era ganar adhesiones y no perder una sola. Los reclutadores de votos ocuparon el sitio de los políticos, dejando vacante la función política. El descanso del nivel partidario no fue visible en toda su magnitud porque los dirigentes de ese tipo de política no tenían el comando efectivo del partido, que se hallaba en manos de Yrigoyen. No bien los achaques de la vejez comenzaron a obstruir las pesadas tareas políticas y administrativas del lider, se vió crudamente cuan resentida se hallaba la armazón partidaria. Parecía poderosísima, más cuando se produjo el motín de septiembre, no pudo movilizar un solo núcleo ciudadano. Los millares de argentinos que antes estaban dispuestos a entregar la vida al partido, cuando se les incitaba en nombre de ideales, solo entregaron el voto a quienes les invocaban amistades. El movimiento de septiembre, y más que el movimiento de septiembre las amenazas implícitas en las palabras y actos del Gobierno Provisional, trajeron una revitalización del Radicalismo, que tuvo exteriorización en la incorporación de grandes contingentes juveniles, la victoria del 5 de abril y la Carta Orgánica de 1931, cuyos principios básicos sobre el voto directo y representación de las minorías se violan religiosamente en todos los distritos, con excepción de Córdoba; se trata de implantarlos en la Capital después del contraste electoral y nosotros en nuestro ultimo Congreso peticionamos infructuósamente que se cumplan en la Provincia. La historia política de todos los países nos demuestra que los partidos se corrompen y debilitan en el poder; que tras las ventajas que comporta, audaces e inescrupulosos trepan hasta inficionar su organismo y que, a su vez, las minorías desposeídas del poder se fortifican en el llano. La falta de ventajas materiales, el desarrollo de la aptitud crítica, el fuerte grado de tensión de las masas, llevan lentamente a su frente a conjuntos capaces, abnegados e idealistas, adecuados en sus ideas a su tiempo, que conducen a su partido al éxito. Este proceso, en lo que corresponde al oficialismo, fue cumplido con exceso. ¿Por qué, en la parte que nos toca, no se verificó con perfiles nítidos? Porque nunca fuimos un partido sin posibilidades de llegar al poder. Siempre estuvimos «virtualmente en el poder». Al menos en la imaginación de la mayoría. Si el 5 de abril hubiésemos sido derrotados, corvirtiéndonos en un minoría real, aquellos elementos con psicología o finalidad oficialista, o sin aptitud para la recia batalla cívica que debiéramos haber realizado, habrían abandonado sus ubicaciones internas. El partido hubiera seleccionado sus valores de lucha, manteniendo con ellos una conducta férreamente combativa y ya estaría derribada la oligarquía.
  • 8. El partido ganó el 5 de abril. Y la decantación no se produjo. De donde, en tren de humorismo paradojal, pudiera escribirse un ensayo a la manera de Chesterton, titulado: «De cómo, en el 5 de abril, fue derrotada la democracia...» Después del 5 de abril el clima oficialista, sin oficialismo, fue casi permanente. Siempre estuvimos a tres meses del gobierno. La revolución era un hecho. La mayor parte de los cuadros dirigentes no tenían fervor revolucionario; pero temían ceder la organización revolucionaria en su distrito, por la revolución triunfante. Claro que, salvo honrosas excepciones y episodios heroicos que reverenciamos, se redujeron a agrupar un estrecho y seguro conjunto de amigos y adictos, aguardando que la revolución venciese por sí sola, por la acción de fuerzas extrapartidarias o ejércitos procedentes del planeta Marte, para entonces, sí, tomar la comisaría y gozar del privilegio y beneficios emergentes de la conducción revolucionaria local. Con esta tónica revolucionaria se terminó por desarmar el espíritu revolucionario. Comenzó la concurrencia electoral y el juego de promesas de próximas elecciones libres. Primero fue Justo; luego Ortiz, con la interrupción de su presidencia y la ascensión del vicepresidente Castillo; y las esperanzas subsiguientes; empréstito a cambio de elecciones libres; el retorno del doctor Ortiz y el final de la guerra, cuando millones de seres habían muerto para entregarnos a nosotros, los radicales, quietos y cómodos, las libertades democráticas que no sabemos ni intentamos reconquistar. Siempre hubo, siempre hay una ilusión pendiente; siempre estamos contenidos porque nos hallamos en vísperas de obtener el poder. Y la oligarquía, con mucho tino, renueva periódicamente esas ilusiones, para mantener adormecida a la masa radical y colaborar en la perduración, en las posiciones partidarias, de ciudadanos sin vocación de lucha, tan útiles a sus intereses. En síntesis: los cuadros dirigentes partidarios no reflejan fielmente el pensamiento del Radicalismo y los acontecimientos de los últimos años, están acentuando la desconexión entre ellos y éste, porque no son elegidos en función de problemas políticos, de criterios sociales o económicos - como cuadra a una agrupación democrática- sino de simpatías, servicios o intereses; vale decir que no constituyen, en la mayoría de los casos, la expresión política de sus afanes e inquietudes cívicas - con las que pueden o no coincidir-, sino el resultado de una tarea de captación de voluntades. Estructuración provincial del radicalismo. La estructura del Radicalismo favorece la falta de correspondencia entre el pensamiento político de los afiliados y el de sus presuntos representantes. En un único momento son llamados a intervenir en la vida del partido. Cuando se eligen los Comités de distrito y, conjuntamente, los Convencionales provinciales y seccionales. La elección gira en torno de una persona u otra: de los candidatos a presidente. Los afiliados prácticamente no pueden modificar las nóminas oficializadas, porque se aplica la ley provincial de elecciones de lista completa. Según ella, el sufragante no puede incluir candidatos y, para eliminar uno incluido, hay que tacharlo en la mitad de los votos de la lista. Este sistema se fundamenta en la restricción de la libertad de los ciudadanos para fortificar a los partidos ¿Para fortificar que cosas se restringe la libertad de los afiliados? ¿Cuál fue la intención de los adaptadores del sistema? En estas condiciones, la lucha se subalterniza y se reduce a una puja personal. Se vota en favor o en contra de alguien, por vinculaciones de carácter individual y sin ninguna orientación general. Aunque no se piense
  • 9. como el candidato, los lazos creados por la vida civil o partidaria y el aspecto ingrato de la convocatoria, por el mantenimiento o el reemplazo de la situación política local, hacen difícil la posibilidad del debate dignificador por ideas o propósitos superiores. A pesar de que los afiliados no concuerden con las determinaciones políticas del presidente, que es casi invariablemente el convencional, y las cuales también casi invariablemente se ignoran, la continuaran votando, porque esa divergencia no alcanza a inmiscuir el afecto personal que le dispensan. La contienda adquiere una fisonomía que la desconceptúa y aleja de ella a la mayor parte de los ciudadanos radicales. Las minorías solo tienen representación en los Comités de distrito, que no desempeñan ningún rol orientador, en las Convenciones seccionales y, en dos partidos, en la Convención Provincial. Electos él o los convencionales, éstos tienen plena potestad en la vida interna. Gobiernan el partido a su ciencia y conciencia, sin consultar, en otra instancia y en ningún asunto, las determinaciones populares. Eligen los miembros del Comité Nacional, del Comité de la Provincia, los convencionales y los candidatos a funciones electivas. Tampoco en estas elecciones actúan en función de un criterio lógico. La tradición quiere que las posiciones se distribuyan geográficamente. Las bancas o cargos se asignan en candidatos iguales a cada sección. Dentro de estas se adjudican a distintos distritos. Y exige la tradición, por ejemplo, que un convencional de la sección tercera, enérgico y apasionado adversario del latifundio, deba votar para miembro de la Convención Nacional por un candidato de la sección quinta, impermeable y enceguecido latifundista. Y lo mismo ocurre con legisladores o miembros del Comité de la Provincia. Así lo imponen las prácticas imperantes. Una ciudad, verbigracia, tiene asignado un convencional nacional. Con igual indiferencia, canónicamente, los delegados de su sección propondrán y la Convención elegirá a quien señale el respectivo convencional, ya sea un hombre de la extrema izquierda partidaria o un ultra reaccionario. Con idéntica desaprensión o irresponsabilidad designarán un ignorante y pospondrán un valor. Y ese convencional irá a la asamblea soberana del partido a dictar su programa... Todos estos no son pronunciamientos democráticos; de tales no tienen mas que la apariencia, porque no gravita ninguna razón, ningún juicio frente a los problemas a resolver en un momento dado. Son, simplemente, el resultado de un automatismo reparto de cargos. La norma vigente de elección de candidatos dispone la presentación a los afiliados de una lista de doble número al que deba elegirse. Los precandidatos son designados por dos tercios de votos de las convenciones. En realidad, la opinión de los afiliados es nula o muy restringida, pues en la mayoría de los casos los convencionales que reúnen los dos tercios de los votos, o de los grupos seccionales que entre quince o veinte personas realizan la elección real, se encargan de formar la nómina con ciertos candidatos posibles «al firme» y otros preestablecidos «de relleno», cuidando de que, entre éstos, no se infiltre alguno con «chance» peligrosa para los primeros. Desde el punto de vista de las finalidades democráticas del sistema, nos hallamos ante su desvirtuación deshonesta, puesto que su espíritu es el ofrecimiento de candidatos de mayoría y minoría al veredicto de los afiliados para que decidan, y no el espectáculo de una elección en la que no hay elección. Si los candidatos son exclusivamente los de la mayoría de la Convención, más vale que esta los designe. Y en efecto, para evitarse las molestias, en los últimos años, con razones a veces y otras con pretextos, fueron elegidos sin esta simulación de intervención popular.
  • 10. Con semejante amplitud discrecional de atribuciones, reforzada por reelecciones indefinidas, tendrían que estar ungidos de santidad los convencionales para que en sus actitudes no influyesen los lazos de amistad o intereses recíprocos, que el curso de los años consolida y son consubstanciales con la naturaleza humana. Sólo seres ungidos de santidad no reeditarían aquél ambiente de solidaridad personal, por encima de todo, promotor de la «debacle» parlamentaria y política francesa, descrito magistralmente hasta en el titulo de «La República de los Camaradas». ¡Ah! No podemos parafrasear, en su genuina acepción el concepto de Churchill en el Congreso Norteamericano: «En nuestro partido, diríamos los hombres políticos están orgullosos de ser servidores del partido y se avergonzarían de ser sus amos». Nos falta bastante camino aún para llegar a este aserto. La exclusión del pueblo de las decisiones partidarias tiene honda repercusión, hasta en el propio subconsciente popular. Un afiliado de fila no se pregunta - ¿Que haremos?», como quien se siente parte de un todo, ni se responde:- «Los radicales queremos tal o cual cosa». Considera las determinaciones de su partido extrañas a la gravitación de su pensamiento y resoluciones, como en efecto lo son, y formula la pregunta que siempre oímos: Y... ¿que dicen los radicales?». Así, en tercera persona. Para quien analice el mecanismo mental de este interrogatorio, su colocación, en posición ajena, es síntoma de un naciente y gravísimo apartamiento espiritual. La falta de participación en la fijación de las directivas del partido, sumada al desfile de esperanzas ubicadas al margen de su acción, hacen que los afiliados no se sientan vinculados al éxito de esas directivas y pierdan la conciencia colectiva de responsabilidad, esencial en una fuerza democrática. Consecuencias del sistema. El sistema tiene consecuencias manifiestas en el alejamiento de valores que no se allanan de sus modalidades; en la declinación de la calidad cívica de los cuadros activos y de la aptitud promedio de los representantes. Una comparación será definitiva. Nuestra provincia tiene tres millones y medio de habitantes. El Uruguay dos y medio y posee una cultura cívica equivalente. Allí el Partido Colorado Batilista juega un «rol» semejante al nuestro, pero comprende a un porcentaje menor de ciudadanía. Cuenta no obstante, con cinco o seis figuras presidenciales y con más de medio centenar de excelentes competencias legislativas. De nuestra escuela partidaria provincial no nació una figura presidencial y los legisladores con capacidad para sus funciones no exceden de una docena. El fracaso en la formación de los valores es un signo del resquebrajamiento. Es el Régimen de la política del servicio personal y de exclusión del pueblo en la vida partidaria que realiza una selección a la inversa, elimina los hombres con vocación política y frustra a los que quedan, aniquilando sus aristas ponderables. Sus exponentes parecen fortísimos y son, en verdad, tan débiles, que constantemente deben claudicar en el ejercicio de su ministerio político. Son víctimas de su origen. No constituyen la expresión de corrientes de pensamiento claro. No hay identidad entre su opinión y la de sus mandantes. Su respaldo no nace de la coincidencia de sus puntos de vista y los de sus comitentes, sino de una serie de relaciones sin motivación política. Cuando se plantean problemas económicos o sociales serios, no afectan y dividen a la población, razones primarias de conservación les incitan a eludir actitudes concretas, porque dentro del electorado que los apoya, en el que no cumplieron su
  • 11. función rectora y en el que coexisten los criterios más dispares, su decisión los malquistaría con algún sector. Optan por la inacción. Sería habilidosa si fuese única. Pero como esos dirigentes son al mismo tiempo legisladores o convencionales o miembros de cuerpos ejecutivos y gran parte de sus colegas actúan del mismo modo o, mejor dicho, no actúan, el resultado final es que todos esos organismos no son ágiles frente a la realidad argentina y el partido no se agita más que para elecciones o cuestiones provocadas por elecciones. Y no porque el partido sufra perjuicio alguno. Muy al contrario, ese desentendimiento de aspectos substanciales de su misión esta acrecentando la decepción popular; sino porque perjudica conveniencias o intereses particulares. Así ha nacido un tipo característico en la psicología de la vida publica. Nuestro político no es ya el escultor del alma nacional y de la estructura de su país. No es conductor de masas que se lanza hacia adelante y frente a cada necesidad y a cada contingencia señala un camino para que el partido, en su base, el pueblo, lo siga o lo rechace. No. Su habilidad consiste en ocultar su pensamiento, simular o disimular, flotar sobre las corrientes contradictorias como madero sobre el mar, al que agita el oleaje, pero nada lo separa de la superficie. He ahí su ideal. Permanecer en la superficie. Esta categoría de seudo-políticos, que pululan en nuestro partido ha retardado el ritmo del progreso argentino. Los organizadores de la Nación lucharon entre si, a brazo partido, para moldear, según sus convicciones, la patria del futuro. No aguardaron el acaecimiento de dificultades ni las peticiones de grupos interesados. En ardoso combate cívico, crearon las condiciones del porvenir. Estos, a que me refiero, no marchan, como aquellos, delante de la columna. Van detrás esperando que la columna por si sola determine su rumbo. Hasta ha aparecido una palabra aplicable. Su función es «auscultar» lo que piensa el pueblo. No tienen que promover soluciones. Ese era oficio de Sarmiento, que no contaría ahora con capital político. Las decisiones del pueblo ante sus angustias deben producirse por generación espontánea. Y cuando la opinión publica, en lerdo proceso por falta de directores, llega a definiciones, ellos, entonces, magníficamente, conceden. Así se invierte y anula la misión creadora de la política. Menos «auscultadores» y mas lideres auténticos reclama el radicalismo. Ocupan las jerarquías internas y los cargos representativos e invaden los cuerpos altos o pequeños, impulsados por la finalidad de conquistar el poder, entendido no como órgano realizador de justicia y medio constructor de una Nueva Argentina, sino como fuente de beneficios y preeminencias personales y desdeñan y se desinteresan de cualquier actividad, por imperiosa que sea, juzguen no conducente a su propósito central. Recuerdo una triste experiencia. Durante el gobierno de Fresco, se implantó la enseñanza religiosa en la provincia. En una ciudad se pidió al comité de distrito una declaración de protesta. Se aprobó, pero hubo una firme minoría adversa, no por que no estuviese de acuerdo, sino porque no convenía disgustar al cura del pueblo. En el resto de la provincia, quizás ni una declaración se publicó ¿Cuántas encendidas arengas, que inflamados manifiestos, que actos emocionales realizó el radicalismo para defender la libertad en la escuela bonaerense? No los conozco. Así, ante nuestra indiferencia, se inicio el despojo de un conquista por la cual la humanidad libró guerras seculares y se desangró en mil encuentros. Así hemos dilapidado nosotros, ante las actuales generaciones, ese acervo glorioso de luchas por la liberación espiritual del hombre, del cual somos herederos y continuadores.
  • 12. No quiero ni recordar tantas actitudes cobardes como hubo ante la guerra civil española, que conmovió la conciencia de los hombres libres del mundo. Ni la displicencia, salvada por dos o tres discursos parlamentarios y una recia carta a Alvear, con que la máquina partidaria permaneció ante la clausura de las fronteras a los perseguidos de Europa, efectuada por la reacción en aras de bárbaros prejuicios políticos, raciales o religiosos, clausura que traicionó la traición argentina y los verdaderos intereses de la Nación, que pudo avanzar con la afluencia de intelectuales, técnicos y obreros de valía. Los cuadros militantes no sintieron herida su sensibilidad ante tales hechos. Ni causas tan humanas y justas los movieron a la acción. Ni estas ni otras equivalentes. Pero si alguien trata de ocupar los cargos en que no luchan sino esperan, ¡con que ímpetu infatigable golpean puertas, recorren campos y movilizan, desesperados, sus adherentes. Las conclusiones del contraste son harto penosas. En otros paises el nivel medio de los equipos políticos es superior al del pueblo. Son su levadura, su capa esclarecida, sus órganos de excitación y dinamización. En el nuestro, la relación es a la inversa. Nuestra política es inferior a nuestro pueblo. Nuestro partido es inferior a nuestro Radicalismo. Infiltración de tendencias conservadoras. Una vida interna sin planteo de ideas, subalternizada en la conquista de capital político, ha llevado a gran parte de las posiciones partidarias a ciudadanos de espíritu legalista, orgánicamente conservadores, por temperamento y tendencia. Se hallan diseminados en todos los cuerpos ¡y en cuantos primarán! Desde el subcomité de barrio hasta el Comité Nacional; desde los modestos Concejos Deliberantes hasta el Parlamento. Son un freno y una traba difícil de vencer. Han arrinconado en un folleto los principios de democracia social del programa partidario, que no se agitan ante el pueblo ni provocan lucha tesonera por su implantación. Hablamos mucho de Roosevelt, pero no creamos en la masa apetencia peor por las realizaciones de Roosevelt, ni imitamos su guerra contra los núcleos de capital financiero, ni proponemos los altos impuestos sobre el privilegio, indispensables para costear los servicios sociales del New Deal. Quien instara a un despliegue de todas las fuerzas partidarias para lograr su establecimiento, aquí, - un New Deal argentino-, seria mirado sonrientemente y calificado de utopista e impolítico. ¡Cuantos mirarían como herético o demente a quien tuviera la osadía de proponer, no ya los impuestos a la renta y a las sucesiones del radical Roosevelt, sino aquellos con los cuales se gravó a si mismo el gran capital ingles, cuando gobernaba por intermedio del conservador y reaccionario Chamberlain! Sufrimos la inflación de un espíritu cerradamente conservador. Contemplemos un asunto de estricta actualidad. Somos el único partido democrático del mundo que no ha propugnado todavía destinar al país las sobre ganancias provocadas por la guerra. Mientras el interior agrícola en la miseria y en nuestra dieta se excluye el alimento tradicional, los ganaderos enriquecen vertiginosamente. Un derecho de exportación sobre las carnes, en magnitud suficiente, que entregue a la comunidad el sobreprecio traído por el conflicto bélico, proporcionaría ingentes recursos para impulsar el trabajo y subsidiar aquellas actividades nacionales de anteguerra. Yo concibo el país como una unidad orgánica, de componentes solidarios y unidos entre si, en la buena y mala fortuna. Así lo es
  • 13. para el Radicalismo; pero su máquina política no se atrevió a reclamar aún esta elemental medida de justicia. ¡Sigue siendo intocable la clase social de los ganaderos!. Yo no creo que los ganaderos verdaderamente radicales se opongan a estas soluciones. Su espíritu radical les impulsará a anteponer el sentido de justicia de los intereses superiores de la Nación a conveniencias particulares. Si no lo hicieran, dejarían de ser radicales. Y el partido ganaría en fortaleza moral lo poco que perdiera en cantidad. El Radicalismo no es un etiqueta que se coloca sobre un hombre como sobre un frasco en una droguería. Es un contenido. Quien no alienta pasión de justicia y a su influjo gobierna su vida, no es radical por más que así se titule y por alta que sea su ubicación en el escalafón partidario. Radicalismo no es una mera adscripción a un partido. Cual la democracia, es una norma de conducta, un estilo de vida. Hemos estado pendientes de posiciones personales y perdido el nexo con los grandes ideales y con la historia dolorosa en que se constituyó la concepción democrática de vida, que no es una mecánica eleccionaria, sino un orden de existencia. Esos ideales, que son la bandera y la razón de ser de nuestro partido, no encontraron en sus cuadros activos los miles de corazones inflamados en su grandeza, defensores y predicadores, fervientes y tenaces, que los sostengan y difundan con fé ardosa, excitando en todos y cada uno de los argentinos, esa reserva de idealismo, ese afán de justicia que late en cada ser humano, dignificándolo y ennobleciéndolo. En 1886, en la gran aldea que era Buenos Aires, cuarenta mil personas se lanzaron a la calle, jubilosas, celebrando como victoria propia la abolición de la esclavitud en el Brasil. En la Capital de hoy, diez veces mayor, no veríamos ni lejos esa multitud. El año pasado en Montevideo, convocados por los partidos democráticos, cien mil ciudadanos dieron la bienvenida a un barco estadounidense, en homenaje a la solidaridad americana. Para ese fin, los radicales no lograríamos reunir la décima parte. Esa es, en gran parte, la obra de los cuadros entregados a la política del servicio personal, que alejaron a la masa radical de sus inquietudes idealistas y cultivaron en ella preocupaciones superiores. Las situaciones partidarias, en sus manos, no fueron instrumentos de acción y educación popular. El adoctrinamiento en los ideales democráticos llega al pueblo argentino de la prensa, de la tradición o de otros factores y no, desgraciadamente, de la organización política destinada a ese objetivo. Tal abandono es una de las causas principales de su letargo. La reorganización próxima. La reorganización que se anuncia fracasaría si se realiza como si fuese una simple operación formal. Encasillada en las normas actuales, se frustrarían las clamorosas exigencias de la opinión publica. Restringida la participación de los afiliados a la elección de distrito, se obtendrá, a lo más, dado lo inmediato del dilema personal, una ratificación o rectificación de simpatías a dirigentes locales, por parte de pequeñas minorías. Sería cerrar los ojos a la crisis profunda que afecta al partido, crisis que no vió la luz el 7 de diciembre, sino que se viene gestando desde hace muchos años; que no es crisis de un comité ni dimana de una resolución, sino que es crisis de un sistema, crisis de cuadros activos que se niegan a asumir el «rol» asignado al partido por su historia y exigido por el desarrollo nacional, crisis que lo mismo hubiera acontecido y con mayor gravedad, si hubiéramos
  • 14. llegado al Gobierno. Una obligación de lealtad democrática debe inducir a quienes tienen la facultad pertinente, a organizar los medios que posibiliten el pensamiento y a las directivas políticas de la masa radical, sin deformaciones de carácter personal, hallar las vías de su expresión auténtica. Yo creo que el primer paso debe consistir en la modificación de la estructura partidaria provincial mediante la adopción generalizada del voto directo y la representación de las minorías. Elijamos con estas normas todos nuestros cargos y candidaturas. Levantada la mira sobre la visión del campanario, sin la subalterna pugna de grupos de aldea, se podran plantear los debates de fondo que impongan las circunstancias y se elevará el nivel cívico al sufragarse por la orientación, y no por hombres. Los afiliados podrán ser actores con conciencia y responsabilidad, y no espectadores pasivos de la definición de las direcciones que comprometen el destino del partido. Los hombres de vocación política hallarán un escenario, y los jóvenes, campo para la brega dignificante en favor de sus puntos de vista. Tengo fé en la capacidad de nuestro pueblo, medularmente sano, para el ejercicio integral del procedimiento democrático. Si no la tuviera, miliaría en una agrupación que proclama ese descreimiento, y no en la nuestra. La estructura vigente es, en sus esencias, la misma del 90. Intentar la subsistencia de sus bases es pretender que medio siglo ha corrido en vano. En un partido que levanta la bandera de la Ley Saenz Peña, que consagra la representación de las minorías, es inmoral la invalidez de ese principio en su vida interna. En víspera de la transformación de todas las instituciones que traerá la post-guerra, son indispensables la representación minoritaria, porque, ademas de efectos vigorizantes de crítica y control, permitirá la evolución gradual del radicalismo; la elección general que superiorizara nuestra masa y nuestra vida interna mediante el debate enaltecedor de ideas y líneas de conducta; las incompatibilidades, que, al cumplir la descentralización fijada por la Carta Orgánica Nacional, evitarán el entrelazamiento de afectos e intereses que engendra el espíritu de aparcería. Una reforma de fondo semejante, que convierta al pueblo radical en dueño de si mismo; una prédica perseverante contra las desviaciones de la «política del servicio personal», en favor de la selección de valores humanos y de la primacía de valores cívicos, y el planteamiento constante, ante los afiliados y para su resolución, de los problemas del país y del Radicalismo, colocaran a nuestro partido y a sus adherentes a la altura de las exigencias y deberes de esta hora definitiva. No concibo un demócrata sincero que pueda oponerse a estas aspiraciones. Y ya que se estila el «auscultar» el pensamiento popular, consultese a cien afiliados, y cien dirán que las comparten. ¿Qué es lo que decorosamente puede impedir su sanción? Esta es la era del hombre del pueblo. El será el factor decisivo de la victoria, dijo, los otros días, el vicepresidente Wallace. Si es que queremos alcanzar la victoria, no temamos la participación dominante del hombre del pueblo, que es nuestra única fuerza. Que él sea la figura central de nuestro partido. Démosle voz en las asambleas primarias de distrito, que no se realizan, para que opine en los asuntos locales y en los generales; Démosle el poder de decisión en las cuestiones fundamentales, que el Radicalismo, para retomar el fervor idealista de los años luminosos en que surgió como una emancipación de las virtudes nacionales, necesita volver a su raíz, al hombre del pueblo. Me he ocupado extensamente del exámen de fallas de la vida partidaria. No me he referido a hombres. He analizado un sistema cuyos errores congénitos están destruyendo al Radicalismo y dañando al país. O el partido concluye con este sistema del caudillismo, o
  • 15. este concluirá con el partido. Esta es mi convicción, y yo no seria leal con mi propia vida, al servicio del partido y con mis correligionarios, si no dijera tal como la siento. En política hay que tener el coraje de ver las cosas como son y de decirlas sin subterfugios. «Tanta franqueza - decía recientemente Josué Gollán, comentando un discurso de Hutchins- no traduce desaliento; al contrario, es una forma inteligente de estimular, de sacudir fuertemente a los que, inadvertidos o confiados no aprecian debidamente la gravedad del momento». Este es el sentido de mis palabras. Quiero terminar este capitulo con un pensamiento del presidente Benes: «El colapso definitivo del régimen democrático se producirá inevitablemente - sostuvo en su ultimo libro- si no se revisan a fondo las debilidades y deficiencias del presente sistema de partidos y de sufragio; si no se armoniza mejor el funcionamiento de sus órganos - partidos, prensa, opinión publica y elementos directivos- y si tales órganos no son más apropiados a los verdaderos intereses del Estado y de la Nación de lo que han sido hasta ahora». Y quien formula esta predicción no es un ciudadano de una democracia incipiente, sino el lider de una que fue magistral. Las fallas de la vida interna se reflejan sobre la acción partidaria. Las fallas y debilidad de la vida interna se proyectan sobre la acción exterior del partido. Sin decisión, sin fervor y sin aptitud para la lucha, se cayó en una política posibilista. En lugar de asumir con entereza la noble tarea impuesta por las circunstancias, y de enfrentar a los acontecimientos, el partido se colocó a su zaga. Aguardó la restauración de las instituciones libres, por sucesos eventuales y ajenos a su propio esfuerzo. Confió en la «buena voluntad» y el «patriotismo» de gobiernos surgidos de la entraña oligárquica. Procuró no irritar los intereses del privilegio económico y social, soslayando la guerra contra estos, para centrar sus fuegos contra las camarillas políticas oficialistas, que son meros y serviles instrumentos de aquellos. Así, impremeditadamente, facilitó el juego de la oligarquía al llevarse al ánimo popular confusionismo peligroso sobre la trascendencia de la batalla entablada por el bienestar, la felicidad y la libertad de los argentinos, reduciéndola al aspecto de simple contienda entre grupos disputantes de posiciones. No se movilizó la capacidad potencial del pueblo con soluciones concretas, de temple y sentido radical, ante los problemas que entenebrecen la nacionalidad. Se prefirió eludirlos, intentando vanamente ganar buena voluntad de los círculos privilegiados, con la absurda demostración de que sus intereses opresores no serían afectados con el acceso de las masas populares a la dirección efectiva del Estado. Anhelando la tolerancia de las fuerzas del privilegio para que concedieran, en acto de gracia, el poder que detentan, se comprimió la acción legislativa a términos inofensivos; se abandonó la organización de la reacción del pueblo ante los atentados cometidos contra sus intereses materiales o sus tradiciones espirituales; se omitió la agitación candente y arrolladora contra las injusticias que están clausurando el derecho a una vida digna a las capas laboriosas de nuestra población, actuándose con intensidad unidamente en los procesos electorales. Tales errores trajeron en las masas la progresiva decadencia de su fé, al tiempo que aumentaron la jactanciosa confianza de los usufructuarios del gobierno, que perdieron el
  • 16. respeto y hasta el temor de un despertar nacional, controlado por quienes, en obsequio a su tranquilidad y bienandanza, introducían reiteradamente gérmenes de conformismo. Ante cada fracaso se levantó un nuevo miraje, siempre ajeno a la propia acción y al pueblo, siempre providencial y justificativo de la quietud partidaria. ¡Cuantas veces reeditamos la escena de Chamberlain, al descender del avión después de la claudicación de Munich, mostrando, alegre e ingenuo, el papelito de Hitler!. Aún esperamos nuestro discurso de Churchill, el discurso de «sangre, sudor y lágrimas», el discurso de la verdad y el honor, del sufrimiento y la lealtad. Nos hemos circunscripto, en los últimos años, a levantar como consigna fundamental la libertad de sufragio. ¿Por que el pueblo, si es que quiere votar por la libertad de sufragio, no pelea por ella?... ¿Por que nosotros no peleamos? ¿Por que basta el dedo de un vigilante para defraudar a una población? ¿El pueblo argentino esta formado, acaso, por cobardes? ¿Somos, acaso, cobardes todos los militantes y dirigentes del partido? ¿Por qué hace cuarenta o cincuenta años, los argentinos peleaban y morían por defender el sufragio? ¿ Y por que ahora no lo hacemos?... El sufragio no es la consigna obsesionante de la hora. Los hombres del 90 o del 900 creían sinceramente que lo único que faltaba para integrar la nacionalidad y realizar la felicidad de los argentinos era el sufragio, la verdad institucional. Era la concepción obsesionante de esa época, y porque así creían, por ella se sacrificaban. Estaban dispuestos a la entrega de la vida, porque, de acuerdo a sus convicciones, valía la pena perder la vida en encubrir el tramo final hasta «la grandeza de la patria y la dicha y el honor de sus habitantes», según decían y pensaban. Nosotros no creemos eso, y cuando el momento de enfrentar la carabina policial, el argentino siente que no vale la pena perder la vida por el sufragio. Siente que si llega a morir en la empresa del triunfo radical, de sus consecuencias inmediatas y visibles no nacerá una Argentina nueva, tan justa, libre, grande y feliz, que sus hijos justifiquen la perdida de sus padres. Siente que las transformaciones profundas de su patria no van a ser tan hondas que valga la pena morir por ellas. Por eso no afronta la muerte. Y sin decisión de morir, no hay combate. Y el propio dirigente siente que no vale la pena; lo siente sin pensarlo, sin raciocinio, porque la vocación de sacrificio no nace de un proceso intelectivo, sino de un proceso preconsciente. Y porque este le ordena que no vale la pena, le aflojan los brazos cuando llega el momento de la acción. No existe la convicción intima indispensable. Es que el sufragio libre, aislado, por sí solo, no es la conexión obsesionante de esta época. No lo es la Argentina ni en el resto del mundo. Hace poco, leía un ensayista ingles: «La lucha en el siglo pasado fue por el sufragio; en este, por el pan». Es decir, por la justicia social. Cambiaron los tiempos, los conceptos y los móviles determinantes de la resolución humana. Ese mismo argentino, si sintiera que el gobierno radical cambiará a fondo el panorama de la vida nacional; que reestructurará el país sobre nuevos cauces de verdadera justicia; si sintiera que para sus hijos, en sustitución del clausurado horizonte actual, se abriría un porvenir luminoso, y que él y todos los habitantes de esta tierra y los innúmeros
  • 17. que quisieran poblarla se librarían de las angustias que oprimen el corazón; si sintiera que nosotros luchamos por banderas tan altas y nobles, que ninguna consideración de interés ni persona interceptará nuestra ruta a una Argentina soñada y frente a ese salto hacia el futuro se interpone la muralla de privilegios e injusticias amparadas por el fraude, ese mismo argentino no vacilará un segundo en ofrendar su sacrificio por una patria mejor. Y como él, millares y millares, tantos, que instantáneamente habría elecciones libres, no por respeto a la legalidad, sino porque el camino de la legalidad sería el camino de retirada menos riesgoso para la oligarquía. Solo al influjo de grandes ideales habrá capacidad combativa. La clase gobernante no entregará el poder graciosamente. Sin conciencia revolucionaria en el pueblo que amenace su estabilidad, los gobiernos usurpadores no daran paso a las fuerzas populares. Y no habrá conciencia revolucionaria en el pueblo sino al influjo de los grandes ideales de construcción de una nueva Argentina. ¿Qué es lo que impide que nuestro partido, que es el de las masas populares, pueda recoger el aliento íntimo que late en las masas populares? Dos cosas. Primera: De orden moral. No se desprende de su vida interna y de la pública y privada de sus dirigentes, grandes y pequeños, ese hábito de grandeza moral; ese impulso apasionado de justicia en lo personal, partidario y colectivo; esa voluntad encendida de imprimir existencia y obras, categoría ejemplar; ese sentido místico de consagración a una causa, que llevan a los hombres a la admiración, la devoción y el sacrificio. Segunda: De orden programático. Los elencos predominantes se niegan a sostener, en los hechos, reformas que lesionen intereses económicos de cierta gravitación electoral, y no puede haber realizaciones vitales de justicia social sin afectar intereses económicos y en especial en nuestro país, los de la tierra. Se niegan porque su mentalidad política no concibe la perdida posible de apoyo eleccionario, dentro del partido, y para sus personas, de sectores pudientes que viven en un clima anacrónico. Defienden con ahínco las reivindicaciones de los obreros ferroviarios; pero ni por asomo se atreverían a sostener un justiciero régimen de vida paralelo para los obreros de las estancias, casi sin excepción explotados miserablemente, porque los estancieros votan y mueren muchos votos. De donde las fallas políticas y psicológicas del sistema de acción caudillesca, que yo denomino del servicio personal, alejan al partido de su función insigne, lo uncen a intereses subalternos, frustran la evolución nacional y colaboran, en grado principal, y muy a pesar de sí mismas, en la subsistencia de los gobiernos fraudulentos. El problema central del partido es, pues, ante todo, problema de reajuste de la maquina partidaria, de su adecuación a las circunstancias y exigencias presentes, de un nuevo espíritu y de nuevos métodos de lucha, de ideas y de valerosa lealtad a esas ideas. La experiencia extranjera. Dije hace unos instantes, que el sufragio libre, solo, no es la concepción dominante de la época. El hombre contemporáneo - tal es la dolorosa realidad- ha devaluado los
  • 18. aspectos políticos de la democracia. Resigna su libertad de sufragio y todas las libertades civiles y políticas, con tal de suprimir la angustia que dimana de la inseguridad de su futuro. Esta es la lección del fascismo. El joven que encuentra ocupados los lugares de la vida; el hombre que ignora si al día siguiente llevara un trozo de pan a su hogar, ni que será de él y de los suyos al sobrevenir la desocupación, enfermedad o muerte; el hombre que se siente ante el duro existir de una sociedad sin piedad, que rodea con pulso trémulo el temblequeante pedacito de carne humana que es carne de su carne y se estremece al pensar que será de él si falta su brazo para acorazarlo de las inclemencias de la vida; ese joven y ese hombre entregaron sus libertades a los regímenes totalitarios a cambio de la eliminación de esas incertidumbres. Recojamos y adoptemos la enseñanza europea. El presidente Roosevelt probó como puede eliminarse la inseguridad humana en el régimen democrático. El «New Deal» reorganizó la vida nacional, cuidó la niñez, abrió perspectivas a la juventud, dió trabajo y seguridad a los hogares ante los eventos del porvenir, devolvió la confianza en sus ideales a un gran pueblo y Alejó, como dice la Declaración del Atlántico, «el miedo a la vida». Pero el «New Deal» tuvo que vencer a inmensos, poderosísimos intereses, y contó con una férrea oposición aún dentro de la máquina política del propio partido demócrata, que padecía de muchos de los vicios del nuestro y estaba muy influenciado por el capital financiero. Con el apoyo de la opinión pública y la colaboración de la Organización de la juventud del partido Democrático, promovida y estimulada por el Presidente Roosevelt, los «new-dealers» fueron venciendo en las elecciones primarias a los viejos dirigentes sordos a los reclamos de los tiempos. Y, en ocasiones, cuando triunfaron en su partido candidatos contrarios al New Deal, el presidente Roosevelt se dirigió públicamente, en cartas abiertas, incitando a los electores demócratas a votar por candidatos del partido adversario, sostenedores de las reformas sociales. Por sobre el espíritu de facción primaba en el gran lider su solidaridad con el destino nacional. Con esa valentía impuso Roosevelt el New Deal. Con igual valentía cuidó el orden moral. Frente a los candidatos municipales del Comité Central de su partido, en Nueva York, la ciudad más grande del mundo, con presupuesto superior al nuestro nacional, apoyó decididamente a un candidato opositor, a Fiorello, por repugnancia a los métodos corruptores de Tammany Hall. Así se salvó Estados Unidos de un cataclismo. Así se salvó, para la esperanza del mundo, la gran democracia del Norte. Sepamos, también, recoger su enseñanza. La lucha por el sufragio auténtico. Defendamos, sí, el sufragio, instrumento insustituible de la democracia, arma de una permanente e incruenta evolución. No se le defiende con solo garantir la emisión del voto. En ese momento se opta entre una lista y otra. Protéjasele antes y después, en el seno de las agrupaciones que canalizan las corrientes cívicas. Que en ellas, sea el pueblo y no pequeños círculos, quien elija a los gobernantes y fije los rumbos primordiales. Frente a cada cuestión decisiva haya un pronunciamiento de la ciudadanía, garantido por la ley en el comicio general y en el seno de los partidos, cuyo funcionamiento debe condicionarse a las exigencias del régimen. Pero este pronunciamiento debe ser honrado, inspirado en razones de orden público. Digamos a quienes ejercen sus derechos cívicos conducidos por motivos personales, con prescindencias de los dictados de su conciencia, que miren solo el interés
  • 19. colectivo; que de no ser un traidor a la función de la ciudadanía. Y quien procura adquirir sufragios de tal modo, un enemigo de la democracia. Que la armazón administrativa no corrompa a los ciudadanos. Apartémosla del juego de partidos. Provéanse los cargos por concurso, suprimiendo el favoritismo que degrada y envilece, conforme a las normas de justicia y equidad, sin las cuales el sentimiento republicano es una ficción. Sean los empleados del Estado servidores del pueblo, amparados por un estatuto legal que señale los procedimientos de provisión de puestos, ascensos y estabilidad y no los sirvientes incondicionales de caudillos que los condenan al hambre si no acatan sus ordenes. Y propiciemos la implantación de ese estatuto desde ahora mismo, con lo que depuraremos nuestras filas de exitistas, daremos prenda al pueblo de la sinceridad de nuestros propósitos y se desmoronará el aparato del fraude, que no hallará empleados que lo sirvan - pese a su íntima reprobación- por falta de independencia. Los verdaderos horizontes del partido. Los hombres de la juventud radical queremos una política de ideales, clara y definida, como fue la política argentina en las grandes épocas de nuestra historia. Ansiamos que nuestro partido luche por la democracia, considerada no cual mero régimen electoral, sino como ideal de vida; que se convierta en instrumento de liberación espiritual, forjando conciencias libres; que no eluda ninguno de los problemas del trabajo, la cultura y el bienestar y consagre su preocupación a la formación y futuro de la juventud; que batalle por una Argentina justiciera, libre y humanista, sin hijos y entenados, en la que cada ser humano encuentre amplias e iguales posibilidades de desenvolvimiento de su personalidad, y en la que el hombre, en su unidad, el argentino y el extranjero incorporado a nuestra tierra, sea el centro de donde irradien los impulsos y la finalidad vital y última de las actividades nacionales. Los hombres de la juventud radical juzgamos que las libertades civiles y políticas deben integrar el clima de dignidad humana con una efectiva democracia económica, y ansiamos que el partido imponga un orden de justicia que garantice el derecho igual de todos a la libertad, el derecho de todos al trabajo, a la cultura, a un standard de vida correcto, a la alegría de vivir, a un hogar confortable. Proclamamos objetivo eminente del Estado el cuidado de las nuevas generaciones, su desarrollo y educación, que muestre idénticas perspectivas de pleno desenvolvimiento físico, cultural y moral a los hijos de todos los argentinos, en comunidad de condiciones e igualdad de oportunidades. Proclamamos que esta etapa de la historia debe concluir aquí, como en el resto del mundo, con la abolición de la angustia humana, de la inseguridad del hombre ante su porvenir, ante los riesgos de la desocupación, de la enfermedad y de la vejez y ante la incertidumbre de la existencia de sus descendientes. Para llegar a este estado de justicia social estamos dispuestos a luchar contra todas las situaciones de privilegio y contra todas las injusticias que oprimen la vida argentina. Nuestra tarea.
  • 20. Arde en nosotros la voluntad de reconstruir al país. Ansiamos en reforma política y una valiente, justiciera y abnegada reforma social, fundamentada necesariamente en la reestructuración de su economía sobre bases renovadas. Y solo podremos iniciar esta trayectoria, con una honda reforma moral de la vida pública y de las finalidades individuales. Frente a la moral del éxito, del goce y del poder, representada en nuestra sociedad por la conquista del dinero y de las posiciones políticas y sociales, perecida con el fracasado mundo de ante-guerra, alcemos el tono moral de una generación que sintoniza los reclamos profundos de la hora y quiere ennoblecer sus días consagrándolos al servicio de un ideal nacional, confundido en un ideal de superación y dignificación de la condición humana. Hace pocos días Harold Laski escribía: «No libramos esta guerra para retornar a la Gran Bretaña de 1939, a la Europa de 1939 o al mundo de 1939. Los conceptos con arreglo a los cuales estaba organizada la civilización de preguerra, pertenecen ya a la historia antigua. Lo han comprendido instintivamente así los pueblos de todo el mundo». No luchemos nosotros por la Argentina de 1939 y menos por la de 1930. Que lo sepan. No nos conforma el país que nuestros ojos divisan. Ni el que ambicionan nuestros hermanos mayores y satisface a los actuales directores de la política, la economía y la cultura. La humanidad entra en un Mundo Nuevo. Trabajemos para una Argentina Nueva en la cual tenga su lugar bajo el sol, la felicidad de todos los hombres que deseen compartir nuestro techo y nuestro pan. Una Nueva Argentina en un Mundo Mejor. Desde aquí, seguimos, con el corazón anhelante los avances y retrocesos de este mundo nuevo que rubrican con sus vidas los hombres jóvenes de la libre Gran Bretaña, la heroica Unión Soviética, de los potentes Estados Unidos y de la Legendaria China. En esta guerra horizontal que se libra en todos los ámbitos de la Tierra por la futura liberación del hombre, queremos, debemos tener participación. Sera una lucha amarga, una lucha por años, una lucha para una generación, una lucha que se librara a pesar de los pequeños intereses de los pequeños hombres refugiados en las trastiendas de los comités. Los hombres jóvenes que la asuman sufrirán muchos trabajos, pero cuando cierren los párpados en el sueño eterno, una sonrisa florecerá en sus labios.
  • 21. 2. EL PROGRAMA DE 1944 Programa aprobado por la Junta Ejecutiva de la Juventud Radical de la Provincia de Buenos Aires, el 20 de febrero de 1944. Su autor fue Moisés Lebensohn. La Juventud Radical de Buenos Aires reclama el restablecimiento de las libertades públicas, el cumplimiento de los pactos de solidaridad americana, la depuración de la administración de los elementos adversarios del orden constitucional o complicados con el fraude, la revisión de los decretos-leyes dictados y la derogación de aquellos que, como el de enseñanza religiosa, lesionan el patriotismo espiritual de la nación. Propugna la creación de las condiciones de normalidad democrática mediante: a) Estatuto de partidos, que garantice la intervención directa, la fiel expresión de la voluntad y el control de los ciudadanos en su vida interna. Régimen de elecciones primarias. b) Estatuto de funcionarios públicos que establezca designaciones por concurso, escalafón y estabilidad, con el fin de apartar la administración del juego de partidos. c) Plan de represión de la venalización de conciencias y de gravitación de factores no cívicos en la ciudadanía. Para afrontar con dignidad y eficacia esta nueva etapa, requiérese la reconstrucción del Radicalismo conforme a las exigencias de la época, con la unión de todos los radicales, la renovación de valores en los cuadros directivos y la reestructuración del partido sobre bases que conviertan al hombre del pueblo en actor y no espectador de las decisiones partidarias; voto directo y representación de las minorías en todos los casos y asambleas de afiliados. Postula un programa de construcción nacional, a cumplirse planificadamente en el primer período constitucional, destinado a lograr las siguientes finalidades: a) Reforma agraria inmediata y profunda, que abra a todos los trabajadores del campo el acceso a la tierra, transformándola de valor de renta a especulación en instrumento de trabajo. b) Reforma educacional, que imponga la obligatoriedad de la enseñanza media, técnica o agraria e integre un sistema que asegure a las nuevas generaciones, bajo la tutela efectiva del Estado, idénticas posibilidades de pleno desarrollo físico, cultural y moral, en comunidad de condiciones e igualdad de oportunidades.
  • 22. c) Régimen de organización y seguridad social que otorgue a todos los habitantes las perspectivas ciertas de trabajo, de un standard de vida decoroso, de cultura y de un porvenir liberado de las angustias de la desocupación, de la enfermedad, de la vejez y de la incertidumbre sobre el futuro de los descendientes. d) Política de recuperación económica. Monopolio del Estado, ejercido por sí o delegado en su caso a cooperativas, de servicios públicos, combustibles, energía, seguros, movilización y comercialización de los sectores esenciales de la producción. e) Reforma financiera que ubique el peso de la carga impositiva sobre las grandes rentas y la valorización ganada por el trabajo colectivo. f) Política destinada a lograr la unidad económica con los paises y progresivamente con el resto de América, rindiendo a la cooperación económica mundial. La Juventud Radical aspira a una democracia económica sobre fundamentos renovados, a la cual concurran con sus contingentes de post-guerra. Con su aporte podremos vencer al desierto y alcanzar la población necesaria para la edificación de un libre, justo y fuerte país. Este ideal será inaccesible si no se destruye la red de intereses creados que pretende mantener los actuales moldes y en todos los órdenes, en lo político, económico y cultural, sofoca la existencia de la República y clausura los horizontes de la juventud. Al defender nuestro derecho a la vida, defendemos el derecho del país a la vida y al porvenir. Traicionan la función histórica del Radicalismo, expresión Política de las clases populares, aquellos núcleos actuantes que, con pensamiento conservador, procuran la subsistencia de tales intereses creados. Constituyen los mejores aliados de las tendencias totalitarias, pués privan al pueblo de fe en los objetivos democráticos, así como quienes ensayan el resurgimiento de la politiquería caudillesca, responsable de la desgracia nacional. El país no está dispuesto a regresar a etapas superadas, ni a aceptar ficciones que cubren con grandes palabras fines inferiores. Se intenta un sinuoso planteo: O vieja Política o fascismo seudo-nacionalista. Afirmamos la falsedad del dilema, que sólo nos conducirá a una encrucijada. Ni lo uno ni lo otro. Sostengamos en los hechos la voluntad de crear una democracia auténtica, con hondo sentido humano; un Régimen de verdadera libertad y verdadera justicia al servicio de la nacionalidad; un Régimen que subordine la economía al hombre y movilice los recursos naturales, no en el limitado beneficio de sus poseedores, sino del desarrollo nacional y el bienestar social. Esta tarea demanda el esfuerzo de todos los radicales, sin exclusiones, más únicamente podrán encausarla hombres nuevos, con una nueva mentalidad, sin responsabilidad en los errores pasados. Las jóvenes generaciones argentinas no se sienten ligadas a una clase dirigente que omitió su deber social y vivió absorbida en la conquista de situaciones personales, insensible a las angustias del pueblo y a los requerimientos de nuestra realidad. Con la determinación de trabajar en grandes y mejores días para la Argentina, definimos nuestra fervorosa adhesión a la causa de las Naciones Unidas, de cuya victoria depende la perduración de la libertad. Estamos con el pueblo de Estados Unidos, pero no con Wall Street y sus proyecciones imperialistas; con el de Gran Bretaña, más contra la City. Estamos con los soldados que luchan por nuestro ideal de vida, y, a su lado, contra las fuerzas del Mundo Viejo que los oprimen en sus propios países, decididos, cual ellos, a forjar en nuestra tierra un Mundo Nuevo.
  • 23. 3. El radicalismo ante una definición vital. Discurso inaugural del VI Congreso de la Juventud Radical de la Provincia de Buenos Aires, pronunciado en la ciudad de Avellaneda, el 30 de noviembre de 1946. Hace cuatro años el Congreso de Chivilcoy señaló la crisis profunda de la política Argentina, «cuyos conjuntos militantes no definían, desde hace mucho, la orientación ética ni el pensamiento político de las corrientes populares que debieron representar». Estudió el proceso de formación de sus comandos políticos en razón de «capitales electorales», con exclusión de causales cívicas, y demostró como esa desvirtuación del sentido democrático conducía inexorablemente al partido a la ineptitud para la lucha por ideales, a la restricción de sus objetivos al campo puramente político y formal, al quietismo frente al privilegio económico y social y al abandono del impulso emocional que le asignaba la tarea forjadora de la nacionalidad; es decir, a la cancelación de su función histórica. La república vivía en trance pre-revolucionario. El país real y el país político eran dos mundos ajenos entre sí. Las esperanzas populares no encontraron cauce en los canales partidarios. Las últimas promociones juveniles se mantenían alejadas de las fuerzas políticas. La «máquina política», la superestructura de los partidos, actuaba con fines propios. Sus intereses no coincidían con los intereses ideales que debía servir. Y sin partidos que reflejen las corrientes profundas de la ciudadanía, el juego institucional se convierte en juego de ficciones. En 1942, el pueblo de Buenos Aires no intentó votar. No fue necesario el fraude. Bastó el espectáculo parlamentario; su repulsa ante las maniobras de enfeudamiento económico, la distancia entre las aspiraciones públicas y los procedimientos prevalecientes; los cuadros cerrados; el apartamiento del pueblo de las deliberaciones y decisiones internas; el antagonismo entre el clima histórico de la época, que penetraba en las conciencias argentinas, y los móviles inferiores de las planas dirigentes. Mientras tanto, la «vieja política dominante en el partido actuaba tras un esquema muy simple. La ciudadanía debía optar: o gobiernos del fraude o del Radicalismo. Alguna vez, por mediación de vaya a saber que factores providenciales, el régimen gobernante
  • 24. consentiría en ceder graciosamente el ejercicio del poder, retornando a la legalidad. Y en ese momento, las posiciones internas habrían de traducirse en jerarquías públicas. Lo importante era conservarlas a todo costo, y eludir cualquier acción divergente de esta linea central o que pudiere debilitar la base heterogénea en que se sustentaba cada «situación política». De ahí la ausencia del planteamiento de los problemas substanciales de nuestra tierra y la esterilidad de la Cámara de Diputados, que tuvo durante tantos años mayoría opositora y el deber moral de sancionar una legislación valiente, de reforma a fondo de las condiciones de vida del país, para promover el enfrentamiento revolucionario del pueblo con el Senado y los Ejecutivos del fraude. La realidad fue otra bien distinta y amarga, y a medida que fue alcanzando al pueblo fue generando el escepticismo y la desazón. El grito de Chivilcoy pretendió sacudir la adormecida conciencia de responsabilidad de los titulares del aparato partidario. Reclamó el establecimiento de una interrelación fluída, constante, entre los cuerpos directivos y las capas populares, y la promoción de una lucha ardiente por la reestructuración del país sobre nuevas bases de autentica justicia. Con voto directo, representación de las minorías y régimen de incompatibilidades, el espíritu de insurgencia habría dado al Radicalismo un nuevo acento, y el estado de revolución - que ya existía en el país- hubiera encontrado su cauce en el partido. Nuestra voz fue una voz más, clamante en el desierto. Los cuadros de la vieja política se hallaban en tránsito hacia la disolución. Una nueva postergación de la perspectiva burocrática - el vínculo primordial de sus adherentes- hubiera sido fatal al sistema. Su falta de fé en la capacidad de acción del pueblo, el temor a la disgregación de su respaldo político y la situación internacional, les insinuaron caminos de extravíos. Comenzó a tejerse sutílmente la coincidencia en torno a la candidatura presidencial del gran corruptor de la civilización política Argentina; del militar que organizó el régimen de la mentira institucional y habría de aparecer como el rehabilitador del sufragio libre. Tenía fuertes puntos de apoyo en las facciones gobernantes. Se hallaba definido abiertamente en favor de las Naciones Unidas. Contaba con la colaboración exterior y su influencia interna. Era bienvisto entre las fuerzas del privilegio nacional e internacional, que florecieron durante su período. Disponía de ubicaciones estratégicas en la administración; el ministro de Guerra era su amigo y en el Ejército le sostenía el entrelazamiento de afectos e intereses anudados en el curso de su vida castrense. A la luz de la experiencia actual es indudable que, de no haberlo interferido la muerte, el plan hubiera logrado el éxito con la participación final de gran parte de los núcleos dirigentes de nuestro partido. Trastabilló un tanto cuando el ministro de la Guerra, amigo del ex presidente, fue substituido por otro general, que en el pensamiento del doctor Castillo habría de realizar un adecuado reajuste de los comandos, y concluyó abruptamente cuando una mañana el país se enteró de la muerte repentina del general Justo. La tónica radical quedó tan resentida después de este proceso penoso, que la Convención Provincial de Buenos Aires llegó a votar una declaración en favor de la formula presidencial extrapartidaria, vale decir, de ciudadanos cuya despreocupación por la suerte de la República los mantuvo alejados de la militancia cívica. Castigábase así la firme lealtad radical del doctor Pueyrredón, candidato virtual a la Presidencia. Esto ocurría hace solo cuatro años, en el Radicalismo de Buenos Aires, en el Radicalismo de Hipólito Yrigoyen. Reunióse la Convención Nacional; votó la Unión Democrática; fracasó la tentativa de formula extra-partidaria; un delegado de Buenos Aires propuso la adopción de métodos
  • 25. democráticos - voto directo y representación de las minorías- al cuerpo que acababa de votar el acuerdo de partidos para salvar la democracia: la Comisión de Carta Organica, por sugerencia de esta provincia, se negó a formular despacho; se suscito un conflicto en la Comisión inter-partidaria, y de pronto se produjo una prolongada «impase». A su término el país supo que altas figuras del Radicalismo habían mantenido entrevistas vinculadas a la candidatura presidencial con el ministro de Guerra del doctor Castillo, el general escogido para montar la maquina favorable a la política «de la unanimidad de uno» y que en el ejercicio de la cartera resultó montando otra máquina... Pidió el general Ramirez setenta y dos horas para consultar a sus camaradas; se enteró el presidente; destruyó al ministro y las tropas de Campo de Mayo avanzaron sobre la Casa Rosada. Sonaron las sirenas de los diarios; los comités dispararon bombas de estruendo, convocando a celebrar la caída del fraude. El pueblo pasó frente a los comités y se detuvo ante los diarios; era ya un pueblo que no se sentía ligado al partido. Dejemos de lado la pugna entre las camarillas internas militares, su contienda aviesa y despiadada por el poder, su desprecio por los derechos de la dignidad humana, su convicción del triunfo de las armas agresoras y el oportunismo amoral que inspiraba su determinación de mantener la dirección del Estado hasta la definición de la guerra; todo cuanto la dictadura vejó y humilló a la República. Ocúpenos el pueblo y el Radicalismo. La caída del régimen del fraude marcó el afloramiento de las grandes aspiraciones, de los grandes anhelos que trabajaban silenciosamente el espíritu de los argentinos. El país ansiaba una vida nueva; la identificación de sus costumbres políticas; la eliminación de los vicios y fallas que habían subalternizado la existencia pública. El desprecio envolvía al pasado. Un nuevo sentido moral y un «elan» nacional surgían de la ciudadanía. Se hallaba apartada de los organismos del partido; pero se sentía vinculada a la tradición histórica del Radicalismo. Era el momento de las ideas creadoras, de la rectificaciones fecundas, de la sintonización de los reclamos nacionales. Y fue, desgraciadamente, un momento que ahondó la escisión entre el pueblo y la máquina del partido. Divorciada de la realidad, permaneció insensible a la gran emoción de la hora. No pudo ser de otro modo. En sus métodos, educación y fines pertenencia a un tiempo superado. En sus manos el partido carecía de contenido actual. Quisimos llevar nuestro sentir al escenario partidario. El 20 de febrero de 1944 la Junta Ejecutiva concretó en un programa las aspiraciones de la Juventud. Reforma política: estatuto de partidos y de la administración pública, que asegure su neutralidad alejándola del juego de partidos; el régimen de represión de la venalización de sufragios. Plan concreto de construcción nacional. No una simple plataforma: un plan, es decir, la exhibición precisa de los arbítrios, recursos y etapas a cubrir escalonadamente en el primer período constitucional, destinado a lograr, con la «intervención, la deliberación y decisión del pueblo», las finalidades esenciales de la transformación revolucionaria de nuestra sociedad: Reforma agraria. inmediata y profunda; reforma educacional, que abra efectivas e iguales oportunidades a todos los argentinos; régimen de organización y seguridad social; política de recuperación económica, con el monopolio del estado, ejercido por sí o delegado en su caso a cooperativas de consumidores o productores, de servicios públicos, combustible, energía, seguros, movilización y centralización de los sectores esenciales de la producción; reforma financiera; política económica, etc. Y para ser órgano de acción ciudadana, la reconstrucción del partido, la renovación de valores en sus cuadros directivos y su reestructuración que convierta al hombre del pueblo en actor y no espectador de las
  • 26. decisiones partidarias. Esta tarea- dijimos- demanda el esfuerzo de todos los radicales, sin exclusiones, más únicamente podrían encauzarla hombres nuevos con nueva mentalidad, sin responsabilidad en los errores del pasado. La agitación apasionada de un plan delineado sobre bases semejantes hubiera proporcionado al partido las grandes consignas de la movilización popular y cohesionado la difusa voluntad de reformas en un movimiento arrollador. El sistema caudillesco dormitaba confiado en sus efectivos electorales. Había estado veinte años corroyendo el sentido cívico y sumando sufragios en función de afectos, intereses o servicios, de pequeñas conveniencias de personas o grupos. El régimen dictatorial no tuvo más que ensanchar o intensificar el sistema, con todos los resortes del Estado, para recoger los mismos beneficios. La armazón partidaria levantaba sobre estos cimientos civicamente deleznables, reedito el mito del gigante de los pies de barro. La lucha por los ideales fundamentales constituía una gimnasia para la cual no tenía vocación ni entrenamiento la mayor parte de ese ejército electorero. El destino le deparo una suerte paradojal. La paciente tarea de deformación cívica solo le valió al adversario. Y en la hora de la prueba, lo único fértil fue precisamente lo que siempre se descartó: la capacidad de actuar, con prescindencia de los intereses personales, al servicio de principios. La dictadura utilizó una fraseología revolucionaria, declamó su demagogia anticapitalista y atacó a la clase dirigente, beneficiandose con su merecido desprestigio popular. No era un movimiento revolucionario, sino contrarrevolucionario. Solo intentaba frenar el impulso de transformación social, que es el signo de la época, con reajustes que mantuvieron inalterables las relaciones de producción capitalista; una amortiguación en el régimen del privilegio tendiente a fortalecerlo y a identificarlo con el Estado. Su propio lider no se recato en confesarlo en su discurso de la Bolsa de Comercio. Nuestra maquina, aferrada a sus contradicciones de origen, no quiso comprender que estábamos viviendo la dinámica de una revolución - el episodio argentino de la revolución mundial-, de la cual la de Junio era una fase negativa, la «revolucion-contra», que llamara Mac Leish, pero una fase, en fin, del proceso revolucionario. La defensa de sus intereses creados condujo a nuestra máquina política a la defensa conjunta del sistema de intereses creados que en todos los órdenes de la vida Argentina, en lo cultural, en lo económico y social, clausura los horizontes de la República. De representar a la «causa» en oposición dialéctica contra el «régimen», pasó a ser un sector del «régimen», de la clase dirigente. En las democracias en lucha, las fuerzas conservadoras pretendieron diferir las reformas económicas y sociales hasta la derrota del nazismo. «Nada debe interponerse hasta eliminar la amenaza contra la civilización». Pero el canto de sirena no sugestionó a los lideres progresistas que sufrieron la experiencia de la otra conflagración. La guerra debió liberarse con un sentido revolucionario, como condición de victoria. Inglaterra, en pleno combate por la existencia nacional, libró combate contra el privilegio nacional; nacionalización de los yacimientos de carbón. Plan Beverdige, reforma educacional. Aquí la solución fue opuesta. Privó el pensamiento conservador, reincidente en su táctica suicida de blandir grandes palabras y eludir la lucha contra la injusticia economía. Su gran preocupación consintió en atraer a los estancieros conservadores, mientras las peonadas, carne del Radicalismo, siguieron otros caminos. No se trata de errores. A cierta altura de la vida y de la experiencia universal no se cometen tales errores. Fue una actitud coherente y consciente, que nacía de una identificación de intereses y de criterios.
  • 27. La dictadura y la dirección opositora complementaron su juego. Encerraron mañosamente al pueblo en un dilema irreal. Justicia social, por una parte; poder constitucional por la otra, cual si fueran términos antitéticos. Una engendró su justicia social en la abominación de la libertad; la otra, pospuso para un incierto y brumoso mañana la respuesta a los interrogantes populares. Se refugió en la legalidad, trinchera del «status quo» económico y social, y debió fracasar porque el «status quo» era indefendible. Así abandonó al continuismo, que las agitó como señuelos, sin sentirlas, las banderas del mundo naciente y las consignas tradicionales del partido: la lucha contra la oligarquía y los imperialismos. En febrero de 1944 - dos años antes-, la Juventud Radical exponía: «Se intenta un sinuoso planteo: o vieja política o fascismo pseudo-nacionalista. Afirmamos la falsedad del dilema, que solo nos conducirá a una encrucijada dramática». La previsión se cumplió, infortunadamente, y el 24 de febrero el hombre de la calle, absorto y confuso, debió escoger su futuro en el centro de esa encrucijada. Dentro del cuadro post-eleccionario alienta un factor confortante. La mayoría de los ciudadanos que entregó sufragios al continuismo tiene nuestros mismos ideales. Se nutre de nuestras mismas aspiraciones nacionales. No podía conocer la magnitud del proceso de revitalizado del Radicalismo que está recuperando al partido. Fracasaron las tácticas, los comandos, el sistema: no los ideales. Pronto comprenderá que corrió tras un espejismo. Quería una revolución democrática, nacional, de trabajadores. Le ensordeció el redoble de las consignas históricas de liberación económica y social. Pero la realidad le está demostrando como respaldan al gobierno todas las fuerzas reaccionarias; cómo, con las elecciones, concluyó el pregón de reforma agraria; cómo se arrojo el disfraz antiimperialista, en la negociación telefónica y en el pacto Miranda - Eady; el sistema ferroviario permanece bajo el control extranjero, la nacionalización de los servicios públicos, antes declamada, se reduce a la trivialidad de «una moda» y los feudos del capital internacional restan intocables. El régimen gobernante descubre su verdadera índole. A la oligarquía terrateniente sustituyó otra, financiero-industrial. El planeamiento propuesto tiende, ante todo, a intensificar su desarrollo e influencia. Sus hombres de empresa ejercen poderes de dictadura económica, apuntaban sus privilegios y ubican sus beneficios, asociándose al Estado en sociedad mixta. Al gremialismo dirigido sigue una cultura dirigida y constantemente se advierte la confusión totalitaria del Estado y el partido. Asoma el ideal prusiano de potencia. Mientras el gobierno descubre su juego, el Radicalismo enfrenta una definición vital. Esta en marcha la «revolucion-contra», destinada a desarrollar y consolidar nuestra estructura capitalista. El nuevo régimen se afianza, pactando entendimientos con los sectores oligárquicos argentinos y extranjeros y tejiendo su propia red de intereses. El orden de privilegios superado era estático, conservador, quietista, partidario de la libre iniciativa y la libre concurrencia. El nuevo, dinámico, agresivo, se liga al Estado, usufructúa su respaldo y se expande bajo las seguridades de su protección. El partido puede combatir la gestión oficial en nombre de la libertad económica, señalar sus despilfarros, sus agresiones institucionales dentro del arsenal de palabras y de ideas de fin de siglo, reduciéndose a un simple movimiento opositor. Y entonces trabajará directamente en favor del tipo de política que acaba de derrotar a la columna, sin jefe, del New Deal. Se convertiría en el partido conservador argentino, en la fuerza política de las derechas, que tanta gravitación ejercieron en su dirección en los últimos años. Se trastocará
  • 28. en fuerza contrarrevolucionaria, en la equivalencia Argentina del partido republicano de Estados Unidos o del conservadorismo británico, legalista, institucionalista, amigo de la libertad en cuanto esta coincida con los intereses de los sectores que tienen la realidad del poder. A esa posición tiende naturalmente, por inclinación congénita, el sistema de intereses creados en el partido y fue la que prevaleció en la última década. Este partido podrá usar su nombre, pero no será la Unión Cívica Radical, tal cual la siente y entiende el pueblo. A este gobierno de oposición seudo-democratica fustigó Benes a analizar los factores del triunfo transitorio de las tendencias totalitarias. «No basta - dijo el lider checo- con oponerse al autoritarismo, con predicar la democracia o hablar laudatoriamente de la libertad de los hombres y de las naciones. Debe tenerse una recta concepción de la democracia como teoría y, a la vez, el valor de poner esa teoría en practica, recta, justa y valerosamente. De otro modo, todas esas palabras pomposas sobre la democracia no son más que palabras vanas, palabras y nada más que palabras, para encubrir los vulgares egoístas intereses de las clases, los partidos e individuos dirigentes». Se dirá, con entonación romántica, que el partido no puede apartarse de la trayectoria demarcada por sus fundadores. Los partidos no son otra cosa, en cada época, sino lo que quieren sus equipos activos. Pueden colocarlos a contramano de la historia o de su origen. Evolucionan o se extinguen. El partido republicano, con Lincoln fuerza progresista, ocupa ahora el polo reaccionario. Y en nuestro país, agrupaciones tradicionales que fueron instrumento de avance ideológico, terminaron diluyéndose en el conservadorismo. Esta divergencia entre los fines del partido y su sentido popular constituyó el drama reciente del Radicalismo. Como sus cuadros activos no reflejan el pensamiento del pueblo radical exigimos voto directo y representación de las minorías. El hombre del pueblo hubiera mantenido la linea tradicional y el país no habría sufrido las dolorosas alternativas que derivaron de su desviación. Puede el partido, en cambio, combatir la gestión oficial, señalando las lesiones que infiere a los intereses eminentemente populares, la falacia de su obrerismo, sus contradicciones intimas, sus negaciones de las libertades políticas y culturales mas no como un mero movimiento de oposición, sino como una fuerza constructora de la nacionalidad que tiene su propio camino y sus propios fines, y que actúa con objetivos nítidos, con claro sentido revolucionario, con pasión de pueblo, propendiendo a la transformación fundamental de las instituciones. ¿Fuerza revolucionaria o contrarrevolucionaria? Detrás de todos los eufemismos, ahí reside el problema. Si en lo futuro privara el pensamiento conservador, el pueblo habría de perder definitivamente al órgano fundamental de su expresión política y una nueva perspectiva sombría se levantará en el país. Si se afirma su sentido histórico, los días serán de lucha, pero inevitablemente victoriosos para la causa del pueblo. Plantear el problema en sus verdaderos términos no implica afectar la unidad, como pretenden quienes quieren cubrir con un manto de palabras la realidad radical. Dos fuerzas antitéticas no se suman, se restan. No existe unidad sin unidades de doctrina y conducta, ni puede combatirse al continuismo de la dictadura sin combatirse al continuismo del sistema que trajo la dictadura. No hay mejor favor al régimen gobernante que el mantenimiento de las condiciones que debilitaron al partido ni peor daño que la supresión de esas condiciones. El Radicalismo no sera una fuerza orgánicamente revolucionaria si no las extirpa de su seno.
  • 29. No es una lucha contra hombres o grupos de hombres. Es una lucha contra un modo de pensar, contra un modo de actuar, contra procedimientos y fines que han intentado desnaturalizar las esencias del Radicalismo, frustrando sus inmensas posibilidades y provocando sufrimientos irreparables al país. Pero es una empresa seria y difícil. La resistencia de los intereses creados es tenaz, sutil y poderosa, adopta mil formas cambiantes, se enlaza con todas las formas de la vida conservadora Argentina, es implacable cuando dispone de los resortes del poder - dos generaciones radicales fueron trituradas entre los engranajes de la maquina- y en la hora del contraste que sus contradicciones intrínsecas gestaron, se agazapa en los vericuetos reglamentarios, se viste con la túnica de las grandes palabras y clama en su auxilio por los sentimientos de solidaridad, como si se tratara de un insignificante problema de personas. Levantó como única bandera, la bandera de la legalidad, para no herir los caros intereses del privilegio y acudió al comicio decisivo, después de haber violado, en la mayor parte del país, los principios substanciales de la legalidad interna. Las normas democráticas de la Carta Orgánica de 1931, a quince años de sanción, no tuvieron plena vigencia, ni tampoco el compromiso contraído ante la historia y ante el país de la Organización Nacional de la Juventud dictadas en 1939. Siete años después, la ley del partido no rige en el partido. Es una lucha seria y difícil. Es una lucha que debe comenzar por librarse dentro de cada uno de nosotros, pero es la lucha indispensable para la pervivencia del Radicalismo, el paso previo para dotar al país de la fuerza forjada de su porvenir. La caducidad de la iniciación de una nueva etapa, solo abre una posibilidad. Necesitamos un nuevo espíritu, que no es otro sino aquel viejo espíritu con la virtud esencial del civismo; nuevos procedimientos que solo exciten en la ciudadanía los sentimientos de responsabilidad nacional; una nueva estructura, que otorgue siempre el poder de decisión, clara y concretamente, al hombre del pueblo, en quien creemos y confiamos; y una permanente decisión de lucha contra todos los intereses y todos los privilegios, por la creación de las condiciones del desarrollo nacional y del bienestar social, de la liberación política, económica y cultural de nuestros hombres y mujeres: una democracia humanista y militante en la tierra de los argentinos. Es una gran tarea para un gran partido. Vive en la gesta de sus fundadores; en los sacrificios de los millares de combatientes abnegados y anónimos que consagraron sus vidas al servicio de este ensueño de redención nacional; en la esperanza de los seres humildes que pueblan nuestros campos y ciudades. Con fé profunda en su futuro y en la prevalencia final de nuestros ideales, con la voluntad encendida de consumar los duros trabajos de un país, levantemos al viento la vieja bandera radical y marchemos hacia el porvenir.
  • 30. 4. Introducción a los mensajes de Yrigoyen Prólogo al tomo II de la obra «Hipólito Yrigoyen, pueblo y gobierno». Editorial Raigal, Buenos Aires 1951. En sus mensajes inaugurales del Congreso, Yrigoyen refleja cabalmente su espíritu y su concepción política. No se siente conductor ni inspirador de su partido, sino de un supremo esfuerzo de la nacionalidad por constituirse definitivamente. Había nacido en el año de Caseros y participado, en su mocedad, en las luchas políticas de su tiempo. Las posibilidades y los objetivos inmediatos atraparon en los vericuetos del camino a casi todos los hombres dirigentes de esa etapa de existencia nacional; mas él permaneció firme, fielmente adherido al gran propósito de organizar la República, no en sus formas y ritos, sino en sus esencias e ideales. Así llego hasta nosotros, como una proyección del espíritu de las horas iniciales. Sin comprender a este espíritu, que es la clave de interpretación histórica Argentina, no comprenderemos a Yrigoyen ni al Radicalismo. ¿Quisieron los fundadores de la nacionalidad segregarse de España para crear simplemente un país más? Otra es, por fortuna, la magnitud de nuestra revolución. Su grandeza reside en el aliento universal que la posee, en la decisión de confundir en un ideal nacional, el ideal de enaltecer la condición del hombre. En el conflicto milenario que enfrenta al mundo de las cosas, y del poder de la fuerza que le son ajenas, con el mundo moral de los hombres y su ansiedad y angustia de justicia, el pensamiento de Mayo alza las banderas de una vida nueva, en la que resplandece límpida la dignidad del hombre, y despliega un proceso paralelo de emancipación nacional y de emancipación humana. Por eso no se detiene en los confines del país y se lanza hacia otras latitudes para combatir por la misma esperanza. Nadie revela el latido íntimo de la voluntad revolucionaria, con tanto vigor expresivo como San Martín, que proclama la independencia de Chile ante «la confederación del genero humano» y define, en Perú, la causa Argentina como «la causa del genero humano». Esta identificación con una causa, erigida en móvil de la nacionalidad, nos caracteriza y distingue de los paises europeos, que fueron preexistentes a los ideales que prevalecen en su seno. Un europeo puede contrariarlos, sin dejar de ser patriota, porque su patrimonio fluye ante todo, de su amor a su tierra natal. Un francés sigue siendo buen