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Carta abierta de Antonio Cafiero a sus compañeros peronistas
1. CARTA ABIERTA A MIS COMPAÑEROS (NOVIEMBRE DE 1983)
ANTONIO CAFIERO
En la hora de la derrota, cuando entre muchos de nosotros comienza a crecer el temor cierto de la
desintegración, de la quiebra definitiva, se abre un interrogante crucial para el Movimiento
Nacional Peronista que, por encima de los hombres y de las circunstancias políticas, deberá probar
cuál es la vigencia de su mensaje y cuál su rol en una sociedad sacudida por graves dramas
internos y por profundas transformaciones en el marco internacional.
Quienes vivimos y trabajamos para la gestación del peronismo desde aquella primera hora en que
el coronel Juan Perón abrió el rumbo histórico de un nuevo fenómeno político en la Nación, hemos
transitado la vida política argentina –con nuestros errores y nuestros aciertos- en una lucha
permanente contra la injusticia y la insensibilidad, en un acto de fe constante en que el proyecto
de la Comunidad Organizada era, inexcusablemente, el proyecto mismo del país.
Todas las confrontaciones y antinomias vividas por la Argentina en esos tiempos nos afirmaban en
nuestras razones, desde que todos los ensayos efectuados desde el poder –sea por dictaduras o
por periodos semi o seudo constitucionales- acabaron por probarnos que la meta de liberación y
las distintas formas de desarrollo político para alcanzarlas, sólo anidaban en el cúmulo de ideas y
hechos que configuraron nuestra irrupción en 1945 y en el consenso popular largamente
acreditado después.
Contra esto, de lo que estábamos muy seguros y convencidos, sólo se opuso una dialéctica y una
actividad de mera reacción, en sentido inverso a la historia, descalificando al pueblo como sujeto
capaz de decidir y desacreditando al programa transformador bajo los motes de totalitario,
fascista, corrupto, corporativo, demagógico y, según las épocas, peligrosamente izquierdista.
Para neutralizar nuestro accionar, se implementaron todos los recursos de la represión y la
persecución política, pero básicamente se nos impuso una condición permanente de marginalidad.
Fuimos “el hecho maldito”. Durante muchísimos años era imposible presentarse públicamente
como peronista y, adosado a la cárcel y la muerte de nuestros dirigentes, se implementó
sistemáticamente una economía para dos argentinas: la de pobres y la de ricos. De esta manera, se
quiso desplazar al peronismo y su expresión de mayoría identificada por los trabajadores, a aquella
marginalidad que se reserva para el lumpenaje de la historia.
Sin embargo, frente a aquella Argentina formal de falsas devociones a la Constitución, de grupos
mesiánicos, de proyectos “occidentales y cristianos” que sólo encubrieron la claudicación y la
dependencia nacional, de oligarcas disfrazados de demócratas (a veces, y a veces no); frente a todo
ello, la Argentina real, liderada mayoritariamente por el peronismo y emergiendo desde el
trabajador, como una planta que crece desde el fondo de la tierra, desplegó su vitalidad y terminó
por imponerse con la fuerza de una conciencia nacional que no claudica ni con el aniquilamiento
físico.
2. Sería ocioso recordar en este breve raccontto el precio en vidas que pagó el pueblo por esta
tozudez de no entregarse. Sería ocioso también contabilizar los años de cárcel que acumuló la
dirigencia popular y la cuota de frustración que se le impuso a la sociedad, llevándola al exilio y al
desarraigo como signos permanentes y formas claras de dominación.
Todo ello fue en vano. Los hombres de la Argentina formal no lograron imponer su modelo. Una y
otra vez, la Argentina real volvió, porque resulta imposible apagar en el hombre la llama de la
dignidad y la voluntad de vivir, procrearse y crecer sin castración y sin vergüenza por la propia
identidad.
La llama fue, poco a poco, haciéndose un incendio. Cuando el 17 de noviembre de 1972 Juan
Perón retornó después de 17 años de exilio, la voluntad popular alcanzó su más alta expresión,
dando reconocimiento al hombre que no sólo la había conducido durante los duros años de la
pelea, sino que le había mostrado caminos de aquella dignidad en que nace y se desarrolla una
sociedad que garantiza la salud y la educación de sus hijos, y paralelamente sabe delinear el futuro
recuperando sus esencias, con una obra concreta de crecimiento y desarrollo sobre la base de una
justa distribución de la riqueza.
¿Sabrán acaso los jóvenes argentinos de hoy que significa todo esto? ¿Sabrán acaso que la
infraestructura de la Argentina moderna fue montada por el peronismo y que desde allí se
lanzaron las mayores avanzadas legislativas en materia social y jurídica?¿Sabrán acaso que la
geopolítica de Perón en la década del 40 fue una avanzada que recién hoy comienzan a aceptar los
países hegemónicos? Pero el hecho es que si no lo saben, un gran parte de la responsabilidad debe
relevarla como propia la dirigencia peronista. Es cierto que los años de proscripción y marginalidad
mediatizaron de tal forma nuestro accionar que casi no hubo otra oportunidad de trabajar que en
defensa propia, en resguardo de la vida y de la idea que nos unía. Pero también es cierto que no
supimos darnos formas organizativas adecuadas y que, aún cuando gozamos de un reconocimiento
institucional y del uso del poder, nuestra orgánica fue tan precaria que se hizo vulnerable a los
avances de todo tipo de especulación política. La izquierda y la derecha intentaron signarnos y nos
atenazaron haciéndonos pagar el terrible precio de la discordia interna, donde muchos
compañeros dejaron la vida a veces sin saber siquiera por qué.
Tales fueron en parte las razones de nuestra caída en 1976. El peronismo se exhibía entonces como
una mueca de si mismo y nada de lo que pudo o debió ser se concretó. Había llegado al poder en
1973 con un programa de liberación concreto que emergía de la experiencia de dos décadas antes
y se proyectaba con las nuevas formas impuestas por la transformación del país y del mundo.
La mayoría de la sociedad confió en nosotros y en nuestra concepción policlasista que Perón fue
urdiendo con inteligencia, hasta consumarla en una de las más representativas alianzas políticas de
la historia argentina.
Pero los arribistas y advenedizos pudieron más que la verdadera dirigencia. Para colmo no supimos
sedimentar nuestras propias contradicciones y es necesario reconocer que permitimos que los
intereses personales y espurios se superpusieran a las grandes banderas del movimiento que, en
3. definitiva eran las grandes banderas de la Nación. Nos hicimos frágiles y perdimos consenso.
Caímos y habilitamos la quiebra del orden constitucional, perdiendo entonces el enorme respaldo
y la confianza que se nos había depositado en 1973.
Fue en esta instancia que el llamado Proceso de Reconstrucción Nación puso en marcha, al conjuro
del delirio y el mesianismo, un doble propósito: ceñir de una vez y para siempre a la Argentina en
el modelo previsto para los países periféricos y destruir en todas sus formas al peronismo, para
que la voz popular no volviera a levantarse de la faz de la tierra.
En lo mucho que se ha escrito y dicho en estos últimos mese en el país, está ampliamente relevado
el grado de perversión moral y física que supusieron los años de dictadura militar y sus nefastas
consecuencias.
Pero mientras todo ello ocurría, no eran muchas las voces que se alzaban y muchas menos las
manos que accionaban en la resistencia popular. De aquellas pocas, la mayoría fueron peronistas y
desde el mismo seno de nuestro Movimiento se elaboraron los primeros planes de lucha que con
el paso del tiempo fueron dando cabida a la decadencia y caída de la dictadura. Los militares se
han ido en parte por sus propios errores, pero en mayor medida porque se opusieron a sus delirios
formas concretas de resistencia, que incluso ganaron consenso en el plano internacional
estableciendo solidaridades de los países democráticos de todo el mundo. Dos ejes signaron esta
resistencia: por un lado, la CGT de la República Argentina, desde donde se alentaron las acciones
más concretas para ganar la calle y repudiar a los dictadores.
Más allá de ellos, de manera menos orgánica, dirigentes políticos y gremiales fueron dando
también testimonio de los hechos, como cuando el Partido Justicialista se alzó por sobre el silencio
aterrador de la República para denunciar la violación de los Derechos Humanos en el año 1979.
Llegamos así a 1983, tope del desbarranco del Proceso y comienzo de la acción política que da
motivo a las reorganizaciones partidarias y luego a la confrontación electoral.
A este nuevo período el peronismo ingresa herido por el desgaste de la etapa anterior, donde
ninguno de sus hombres claudicó ante la dictadura ni brindó sus servicios, y con una unidad que,
contra todos los designios, pudo preservarse para frustración del Proceso.
Tres millones doscientos mil afiliados fueron la respuesta a tal estado de cosas. Pasábamos a
convertirnos en el partido con más adherentes de todo el mundo occidental y se volvía a abrir para
el peronismo la alta responsabilidad de conducir al pueblo hacia su reivindicación con la generosa
confianza de una mayoría que, tras los padecimientos de tantos años, volvía a ver en la causa de
Perón el rumbo de la solución nacional.
Pero poco a poco los hechos irían mostrando otra realidad. Afectado por la carencia de una
conducción hegemónica que nos faltaba desde la muerte del Jefe, el peronismo ingresó en
cavilaciones dramáticas, tal vez confiado en ser el natural y excluyente recipiendario de la voluntad
popular, pero sin advertir que el Justicialismo nunca fue un paquete de votos, sino una propuesta
4. permanente, con consignas que establecían la clave para la interpretación del presente y
convocatorias que despertaban el espíritu y la fe del pueblo.
Un aparato de conducción reemplazó y desplazo el bagaje de ideas que debió haber signado
nuestro llamado a los argentinos, y hasta quienes habían ofrendado con su dignidad personal el
sacrificio de la cárcel y el martirio se dejaron atrapar por la soberbia o la ambición. Como en 1976,
los intereses personales –tal vez vislumbrando los oropeles del triunfo- se superpusieron a los del
Movimiento.
De todo lo ocurrido nadie está exento de responsabilidad. Pero muchos de nosotros señalamos
estos errores, los combatimos en la acción y hasta advertimos sobre la posibilidad de una derrota
electoral. Nuestros reclamos habrían de ser inútiles. En algunos de nuestros mismos dirigentes se
había enquistado la locura de creer que las cúpulas militares les allanarían el camino para terminar
con la izquierda, cuando en realidad los estaban entregando a una muerte segura por quedarse
abrazados al cadáver del líder.
En su momento, ninguno de nosotros quiso asumir la responsabilidad histórica de romper el
Movimiento. Preferimos avanzar, confiados en ir modificando estos signos de decadencia que
sabíamos no representativos del conjunto del peronismo. Pero más allá de nosotros, otro
elemento iba corroyendo la médula del Movimiento: la lucha de posiciones, los esfuerzos por los
cargos y las candidaturas, nos hacían abandonar la esencia misma de nuestra razón de ser, cual era
brindarle al pueblo argentino las claves de su restauración como entidad nacional y de su
liberación y dignificación.
No creo hoy en esa corrosiva crítica del antiperonismo –de ese oportunismo de los del Proceso que
se hicieron gobierno, y de esa oligarquía que prendida al carro de la falsa opción determinó un
rumbo clasista para la sociedad- en cuanto a que la derrota electoral fuera el producto de formas
irreverentes o de la “guarangada intrínseca” del peronismo. Estos términos son propios de la
frivolidad y el desprecio con que las minorías trataron a las mayorías populares.
Creo sí que el peronismo se ató a un rumbo falso, creyendo que la reconstrucción de un país es
sólo una tarea de “influencias”, depositando en unos pocos hombres no adiestrados para la gran
obra de la política el diseño de estrategias y tácticas, permitiendo nuevamente que los advenedizos
a los que son vulnerables los grande movimientos le impusieran a los hombres históricos y a los
auténticos representantes las claves de su oportunismo.
Pero esencialmente, y tal vez por las razones antes mencionadas, no supimos auscultar la realidad
ahondar en el debate por la idea y actualizar las consignas de la convocatoria popular que nos
siguió muchas veces desde nuestra primera hora porque supimos darle una respuesta ideológica y
práctica a sus expectativas.
Hoy estamos en la oposición. El peronismo debe volver a las fuentes. Somos un movimiento
humanista, nacional y revolucionario. No hemos perdido nuestra condición revolucionaria, porque
está insita en nosotros la vocación de transformación profunda de la sociedad; no hemos perdido
5. nuestra conciencia nacional, porque seguimos formulando esa transformación desde una
perspectiva propia que es el Justicialismo y sin depender de ninguna internacional partidaria.
Pero todo esto será sólo palabras si no nos sometemos con disciplina a la tarea de revisar hasta
sentirnos libres de los pecados por los que gran parte de la sociedad nos castigó. Nuevamente
dueños de la fe que nos devolverá mayoría popular, garantizaremos una lucha que, superada la
reinstauración de las libertades formales, nos permita avanzar hacia un Estado de Justicia.