El documento describe la historia de Jerusalén y el Templo de Jerusalén. Explica que Jesús fue presentado en el Templo de acuerdo con la ley judía y que allí Simeón lo reconoció como el Mesías. También describe la ruta que la Sagrada Familia habría tomado desde Belén hasta Jerusalén y los diferentes recintos del Templo que habrían visitado.
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El Templo de Jerusalén
Cumplido el tiempo de la purificación de la Madre, según la Ley de
Moisés, es preciso ir con el Niño a Jerusalén para presentarle al
Señor (Santo Rosario, IV misterio gozoso).
Vista del Monte del Templo desde el “Dominus Flevit”: el lugar donde, según la
tradición, Jesús anunció que el templo sería destruido. FOTO: LEOBARD HINFELAAR
Para un cristiano, la Ciudad Santa reúne los recuerdos más preciosos
del paso por la tierra de Nuestro Salvador, porque en Jerusalén Jesús
murió y resucitó de entre los muertos. Fue también escenario de su
predicación y milagros, y de las horas intensas que precedieron a su
Pasión, en las que instituyó la locura de Amor de la Eucaristía. En
ese mismo lugar –el Cenáculo– nació la Iglesia que, reunida en torno
a María, recibió el Espíritu Santo el día de Pentecostés.
Huellas
de nuestra
fe
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Historia de la Ciudad Santa
Pero el protagonismo de Jerusalén en la historia de la salvación ya
había comenzado mucho antes, con el reinado de David, entre los
años 1010 y 970 antes de Cristo. Por su situación topográfica, la
ciudad había permanecido durante siglos como un enclave del
pueblo jebuseo inexpugnable para los israelitas en su conquista de la
tierra prometida. Ocupaba la cima de una serie de colinas dispuestas
como peldaños en orden ascendente: en la parte sur de la zona más
elevada –conocida todavía hoy con los nombres de Ofel o Ciudad de
David–, se encontraba la fortaleza jebusea; en la parte norte, el
monte Moria, que la tradición judía identificaba con el lugar del
sacrificio de Isaac (Cfr. Gn 22, 2; y 2 Cro 3, 1).
El macizo, con una altura media de 760 metros sobre el nivel del
mar, estaba rodeado por dos torrentes profundos: el Cedrón por el
lado oriental –que separa la ciudad del monte de los Olivos–, y el
Ginón o Gehenna por el oeste y el sur. Los dos se unían con un
tercero, el Tiropeón, que atravesaba las colinas de norte a sur.
Cuando David tomó Jerusalén, se estableció en la fortaleza y realizó
diversas construcciones (Cfr. 2 Sam 5, 6-12), a la vez que la
constituyó capital del reino. Además, con el traslado del Arca de la
Alianza, que era el signo de la presencia de Dios entre su pueblo
(Cfr. 2 Sam 6, 1-23.), y la decisión de edificar en honor del Señor un
templo que le sirviera de morada (Cfr. 2 Sam 7, 1-7. También 1 Cro
22, 1-19; 28, 1-21; y 29, 1-9), la convirtió en el centro religioso de
Israel. Según las fuentes bíblicas, su hijo Salomón empezó las obras
del Templo en el cuarto año de su reinado, y lo consagró en el
undécimo (Cfr. 1 Re 6, 37-38.), es decir, hacia el 960 a. C. Aunque
no es posible llegar a las evidencias arqueológicas –por la dificultad
de realizar excavaciones en esa zona–, su edificación y su esplendor
están descritos con detalle en la Sagrada Escritura (Cfr. 1 Re 5, 15 –
6, 36; 7,13 – 8, 13; y 2 Cro 2, 1 – 5, 13).
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Lugar de encuentro con Dios
El Templo era el lugar del encuentro con Dios mediante la oración y,
principalmente, los sacrificios; era el símbolo de la protección divina
sobre su pueblo, de la presencia del Señor siempre dispuesto a
escuchar las peticiones y a socorrer a quienes acudieran a Él en las
necesidades. Así queda manifiesto en las palabras que Dios dirigió a
Salomón:
He escuchado tu oración y he elegido este lugar como Templo para
mis sacrificios (...). Desde ahora mis ojos estarán abiertos y mis
oídos atentos a la plegaria hecha en este lugar. Pues ahora he
elegido y he santificado este Templo para que permanezca mi
nombre en él eternamente, y mis ojos y mi corazón estarán siempre
ahí. Si tú caminas en mi presencia como caminó tu padre David,
cumpliendo todo lo que te he mandado y guardando mis normas y
mis decretos, Yo consolidaré el trono de tu realeza como establecí
con tu padre David: «No te faltará un descendiente como soberano
de Israel». Pero si vosotros me abandonáis y no guardáis mis
decretos y mis mandatos como os he propuesto, sino que seguís y
dais culto a otros dioses, y os postráis ante ellos, Yo os arrancaré de
la tierra que os he dado, apartaré de mi vista el Templo que he
El torrente
Cedrón
desde el
Monte de los
Olivos.
FOTO: ALFRED
DRIESSEN
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consagrado a mi nombre y haré de vosotros motivo de burla y de
fábula entre todos los pueblos. Este Templo, que era tan excelso a
los ojos de los que pasaban ante él, se convertirá en ruinas (2 Cro 7,
12-21. Cfr. 1 Re 9, 1-9).
La historia de los siguientes siglos muestra hasta qué punto se
cumplieron estas palabras. Tras la muerte de Salomón, el reino se
dividió en dos: el de Israel al norte, con capital en Samaría, que fue
conquistado por los asirios en el año 722 a. C.; y el de Judá al sur,
con capital en Jerusalén, que fue sometido a vasallaje por
Nabucodonosor en el 597. Su ejército arrasó finalmente la ciudad,
incluido el Templo, en el año 587, y deportó la mayor parte de la
población a Babilonia.
Antes de esta destrucción de Jerusalén, no faltaron los profetas
enviados por Dios que denunciaban el culto formalista y la idolatría,
y urgían a una profunda conversión interior; también después
recordaron que Dios había condicionado su presencia en el Templo a
la fidelidad a la Alianza, y exhortaron a mantener la esperanza en
una restauración definitiva. De este modo, fue creciendo la
convicción inspirada por Dios de que la salvación llegaría por la
fidelidad de un siervo del Señor que obedientemente tomaría sobre sí
los pecados del pueblo.
El segundo templo y la llegada de los romanos
No tuvieron que pasar muchos años para que los israelitas sintieran
de nuevo la protección del Señor: en el año 539 a. C., Ciro, rey de
Persia, conquistó Babilonia y les dio libertad para que regresaran a
Jerusalén. En el mismo lugar donde había estado el primer Templo,
se edificó el segundo, más modesto, que fue dedicado en el año 515.
La falta de independencia política durante casi dos siglos no impidió
el desarrollo de una intensa vida religiosa. Esta relativa tranquilidad
continuó tras la invasión de Alejandro Magno en el 332 a. C., y
también durante el gobierno de sus sucesores egipcios, la dinastía
ptoloméica.
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GRÁFICO: Cortesía de National Geographic Magazine.
http://ngm.nationalgeographic.com/2008/12/herod/mueller-text
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La situación cambió en el año 200 a. C., con la conquista de
Jerusalén por parte de los Seléucidas, otra dinastía de origen
macedonio que se había establecido en Siria. Sus intentos de
imponer la helenización al pueblo judío, que culminaron con la
profanación del Templo en el 175, provocaron un levantamiento. El
triunfo de la revuelta de los Macabeos no sólo permitió restaurar el
culto del Templo en el 167, sino que propició que sus descendientes,
los Asmoneos, reinasen en Judea.
En el año 63 a. C., Palestina cayó en manos del general romano
Pompeyo, dando inicio a una nueva época. Herodes el Grande se
hizo nombrar rey por Roma, que le facilitó un ejército. En el 37, tras
afianzarse en el poder por medios no exentos de brutalidad,
conquistó Jerusalén y empezó a embellecerla con nuevas
construcciones: la más ambiciosa de todas fue la restauración y
ampliación del Templo, que llevó a cabo a partir del 20 a. C.
La ruta de la Sagrada Familia al Templo
Santa María y san José habrían peregrinado a Jerusalén en su niñez,
y por tanto ya conocerían el Templo cuando, cumplidos los días de
su purificación, fueron con Jesús para presentarlo al Señor (Lc 2,
22). Eran necesarias varias horas para cubrir a pie o a lomos de
cabalgadura los diez kilómetros que separan Belén de la Ciudad
Santa. Quizá tendrían impaciencia por cumplir una prescripción de la
que pocos sospechaban su verdadero alcance: «la Presentación de
Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al
Señor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529).
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Con el fin de recordar la liberación de Egipto, la Ley de Moisés
ordenaba la consagración a Dios del primer hijo varón (Cfr. Ex 13,
1-2 y 11-16); sus padres debían rescatarlo mediante una ofrenda, que
consistía en una cantidad de plata equivalente al jornal de veinte
días. La Ley también determinaba la purificación legal de las madres
después de haber dado a luz (Cfr. Lv 12, 2-8); María Inmaculada,
siempre virgen, quiso someterse con naturalidad a este precepto,
aunque de hecho no estaba obligada.
La ruta hasta Jerusalén sigue en ligero descenso la ondulación de las
colinas. Cuando ya estaban cerca, desde algún recodo verían
perfilado el monte del Templo en el horizonte. Herodes había hecho
duplicar la superficie de la explanada construyendo enormes muros
de contención –algunos de cuatro metros y medio de espesor– y
rellenando las laderas con tierra o con una estructura de arcos
subterráneos. Formó así una plataforma cuadrangular cuyos lados
medían 485 metros en el oeste, 314 en el norte, 469 en el este y 280
en el sur. En el centro, rodeado a su vez de otro recinto, se levantaba
el Templo propiamente dicho: era un bloque imponente, recubierto
de piedra blanca y planchas de oro, con una altura de 50 metros.
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Los peregrinos solían llegar al templo por el suroeste.
FOTO: ALFRED DRIESSEN
El camino desde Belén iba a parar a la puerta de Jaffa, situada en el
lado oeste de la muralla de la ciudad. Desde ahí, varias callejuelas
llevaban casi en línea recta hasta el Templo. Los peregrinos solían
entrar por el flanco sur. A los pies de los muros había numerosos
negocios donde san José y la Virgen podían comprar la ofrenda por
la purificación prescrita a los pobres: un par de tórtolas o dos
pichones. Subiendo por una de las amplias escalinatas y cruzando la
llamada Doble Puerta, se accedía a la explanada a través de unos
monumentales pasillos subterráneos.
El pasadizo desembocaba en el atrio de los gentiles, la parte más
espaciosa de aquella superficie gigantesca. Estaba dividido en dos
zonas: la que ocupaba la ampliación ordenada por Herodes, cuyo
perímetro exterior contaba con unos magníficos pórticos; y la que
correspondía a la extensión de la explanada precedente, cuyos muros
se habían respetado.
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Atronado siempre por rumores de multitudes, el atrio acogía
indistintamente a cuantos querían congregarse en el lugar,
extranjeros e israelitas, peregrinos y habitantes de Jerusalén. Este
bullicio se mezclaría además con el ruido de los obreros, que seguían
trabajando en muchas zonas aún sin terminar.
El recinto del Templo: el encuentro con Simeón
San José y la Virgen no se detuvieron allí. Atravesando por las
puertas de Hulda el muro que dividía el atrio, y dejando atrás el
soreg –la balaustrada que delimitaba la parte prohibida a los gentiles
bajo pena de muerte–, finalmente llegaron al recinto del templo, al
que se entraba por el lado oriental.
A la izquierda, las
excavaciones han sacado
a la luz los restos de una
calle junto al muro, donde
había numerosos
negocios.
FOTO: ALFRED DRIESSEN
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Arriba, zona de excavaciones arqueológicas al sur del Monte del Templo.
FOTO: ALFRED DRIESSEN
Probablemente fue entonces, en el atrio de las mujeres, cuando el
anciano Simeón se les aproximó. Había ido allí movido por el
Espíritu (Lc 2, 27), seguro de que aquel día vería al Salvador, y lo
buscaba entre la multitud. Vultum tuum, Domine, requiram!, repetía
San Josemaría al final de su vida para expresar su afán de
contemplación.
Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz
de Jesucristo.Vultum tuum, Domine, requiram. Buscaré, Señor, tu
rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento,
cuando Dios quiera, en que podré verle, no "como en un espejo y
bajo imágenes oscuras… sino cara a cara" (1 Cor, 13-12) (San
Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-IV-1974).
Por fin, Simeón reconoció al Mesías en el Niño, lo tomó en sus
brazos y bendijo a Dios diciendo: –Ahora, Señor, puedes dejar a tu
siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu
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salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos (Lc
2, 28-31).
«En esta escena evangélica –enseña Benedicto XVI– se revela el
misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al
mundo para cumplir fielmente su voluntad (cfr. Hb 10, 5-7). Simeón
lo señala (...) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a
Dios y su victoria final (cfr. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos
Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él
que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo,
llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los
tiempos finales de la salvación» (Benedicto XVI, Homilía en la
celebración de las Vísperas de la fiesta de la Presentación del Señor,
2-II-2011).
FOTO: LEOBARD HINFELAAR
Simeón bendijo a los jóvenes esposos y después se dirigió a Nuestra
Señora: mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección de
muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma
la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los
pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35). En el ambiente de
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luz y alegría que rodea la llegada del Redentor, estas palabras
completan cuanto Dios ha ido dando a conocer: recuerdan que Jesús
nace para ofrecer una oblación perfecta y única, la de la Cruz (Cfr.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). En cuanto a María, «su
papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la
Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa
participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su
Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero
Cordero que quita el pecado del mundo» (Benedicto XVI, Homilía
durante la Misa en la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2006).
La purificación de la Virgen
Todavía impresionados por las palabras de Simeón, a las que siguió
el encuentro con la profetisa Ana, san José y la Virgen se dirigirían a
la puerta de Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los
israelitas. Subirían las quince gradas de la escalinata semicircular
para presentarse ante el sacerdote, que recibiría las ofrendas y
Maqueta del Templo de
Herodes que se encuentra en
el Israel Museum. FOTO:
ALBERTO PERAL- ISRAEL
TOURISM.
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bendeciría a la joven esposa mediante un rito de aspersión. Con esa
ceremonia quedó rescatado el Hijo y purificada la Madre.
–¿Te fijas?, escribió san Josemaría contemplando la escena.
Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera
inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar
de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –
Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. –Un amor que
sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que
encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón
(Santo Rosario, IV misterio gozoso).
La Iglesia condensa los aspectos de este misterio en su oración
litúrgica: “Dios todopoderoso y eterno, te rogamos humildemente
que, así como tu Hijo unigénito, revestido de nuestra humanidad, ha
sido presentado hoy en el templo, nos concedas, de igual modo, a
nosotros la gracia de ser presentados delante de ti con el alma
limpia” (Cfr. Misal Romano, Oración colecta en la fiesta de la
Presentación del Señor).
La destrucción del Templo
Jesucristo había profetizado que del Templo no quedaría piedra
sobre piedra (cfr. Mt 24, 2; Mc 13, 2; Lc 19, 44 y 21, 6). Esas
palabras se cumplieron en el año 70, cuando fue incendiado durante
el asedio de las legiones romanas. Cincuenta años más tarde,
sofocada la segunda sublevación y expulsados los judíos de
Jerusalén bajo pena de muerte, el emperador Adriano ordenó
construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua. La llamó
Aelia Capitolina. Sobre las ruinas del Templo, fueron levantados
monumentos con las estatuas de Júpiter y del mismo emperador.
En el siglo IV, cuando Jerusalén se convirtió en una ciudad cristiana,
se construyeron numerosas iglesias y basílicas en los Lugares
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Santos. Sin embargo, el monte del Templo quedó abandonado,
aunque se permitió el acceso a los judíos un día al año para rezar a
los pies del muro occidental, ante lo que se conoce todavía hoy como
el muro de las Lamentaciones.
Algunos investigadores sostienen que la Cúpula de la Roca se alza donde
estuvo antes el Templo de Jerusalén. GRÁFICO: National Geographic
La expansión del islam, que llegó a Jerusalén en el 638, seis años
después de la muerte de Mahoma, cambió todo. Los primeros
gobernantes centraron su atención en la explanada del Templo.
Según una tradición, Mahoma habría ascendido al cielo desde ahí.
Pronto se construyeron dos mezquitas: en el centro, sobre el lugar
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que antaño podría haber ocupado el Santo de los Santos, la de la
Cúpula de la Roca, terminada el año 691, que conserva aún la
arquitectura original; al sur, donde estaba el mayor pórtico de la
época de Herodes, la de Al-Aqsa, que se acabó en el 715, aunque ha
sufrido varias restauraciones importantes a lo largo de su historia.
Desde entonces, exceptuando los breves reinos de los cruzados de
los siglos XII y XIII, los musulmanes siempre han detentado el
derecho sobre el lugar: denominado Haram al-Sharif –el Santuario
Noble-, lo consideran el tercero más sagrado del islam, después de la
Meca y Medina.
* * *
Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido numerosos
testimonios de cómo los Doce y los primeros cristianos acudían al
Templo para orar y dar testimonio de la resurrección de Jesús ante el
pueblo (cfr. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 12.20-25). Al mismo tiempo, se
reunían en las casas para la fracción del pan (cfr. Hch 2, 42 y 46), es
decir, para celebrar la Eucaristía: desde el inicio, eran conscientes de
que «la época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un
templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el
Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de
su Cuerpo y de su Sangre» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús
de Nazaret. Desde la Entrada de Jerusalén hasta la Resurrección,
pp. 33-34).
J. Gil