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IV Trimestre de 2014 
La Epístola de Santiago 
Notas de Elena G. de White 
Lección 1 
4 de octubre 2014 
Santiago, el hermano de Jesús: 
Sábado 27 de septiembre [Se cita S. Mateo 12:46-50] La vida de Cristo se caracterizaba por su ferviente actividad. Aunque a cada paso encontraba oposición, él continua- ba enseñando y sanando a la gente. Parecía que semejante actividad resulta- ba en una carga pesada para él, y esto era una fuente de ansiedad para su familia. Escuchaban que pasaba noches enteras en oración, que todos los días le seguían gran cantidad de personas, y que no tomaba suficiente tiem- po para descansar y comer. Los hijos de José, sus hermanos, convencieron a María, su madre, para que los acompañara. Sabían que su amor por ella podía influir para que actuara de forma más prudente. Sentían que el honor de la familia estaba en juego por las críticas que él recibía; no estaban de acuerdo con sus fuertes denuncias a los dirigentes religiosos de los judíos, y se indignaban por la forma en que acusaba a los escribas y fariseos. Sus obras y enseñanzas producían tumulto por doquiera, y ellos estaban resuel- tos a pedirle que cesara de actuar de esa manera (Signs of the Times, 1 de octubre de 1896). Domingo 28 de septiembre: Santiago, el hermano de Jesús Mientras Jesús estaba todavía enseñando a la gente, sus discípulos traje- ron la noticia de que su madre y sus hermanos estaban afuera y deseaban verle. Él sabía lo que sentían ellos en su corazón, y "respondiendo él al que le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre". Todos los que quisieran recibir a Cristo por la fe iban a estar unidos con él por un vínculo más íntimo que el del parentesco humano. Iban a ser uno con él, como él era uno con el Padre. Al creer y hacer sus palabras, su ma- dre se relacionaba en forma salvadora con Jesús y más estrechamente que
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por su vínculo natural con él. Sus hermanos no se beneficiarían de su rela- ción con él a menos que le aceptasen como su Salvador personal. ¡Qué apoyo habría encontrado Jesús en sus parientes terrenales si hubie- sen creído en él como enviado del cielo y hubiesen cooperado con él en hacer la obra de Dios! Su incredulidad echó una sombra sobre la vida terre- nal de Jesús. Era parte de la amargura de la copa de desgracia que él bebió por nosotros. El Hijo de Dios sentía agudamente la enemistad encendida en el corazón humano contra el evangelio, y le resultaba muy dolorosa en su hogar; por- que su propio corazón estaba lleno de bondad y amor, y apreciaba la tierna consideración en las relaciones familiares. Sus hermanos deseaban que él cediese a sus ideas, cuando una actitud tal habría estado en completa con- tradicción con su misión divina. Consideraban que él necesitaba de sus con- sejos. Le juzgaban desde su punto de vista humano, y pensaban que si dijera solamente cosas aceptables para los escribas y fariseos, evitaría las contro- versias desagradables que sus palabras despertaban. Pensaban que estaba loco al pretender que tenía autoridad divina, y al presentarse ante los rabi- nos como reprensor de sus pecados. Sabían que los fariseos estaban buscan- do ocasiones de acusarle, y les parecía que ya les había dado bastantes. Con su medida corta, no podían sondear la misión que había venido a cumplir, y por lo tanto no podían simpatizar con él en sus pruebas. Sus pa- labras groseras y carentes de aprecio demostraban que no tenían verdadera percepción de su carácter, y que no discernían cómo lo divino se fusionaba con lo humano. Le veían con frecuencia lleno de pesar; pero en vez de con- solarle, el espíritu que manifestaban y las palabras que pronunciaban no hacían sino herir su corazón. Su naturaleza sensible era torturada, sus moti- vos mal comprendidos, su obra mal entendida [...]. Los que están llamados a sufrir por causa de Cristo, que tienen que so- portar incomprensión y desconfianza aun en su propia casa, pueden hallar consuelo en el pensamiento de que Jesús soportó lo mismo. Se compadece de ellos. Los invita a hallar compañerismo en él, y alivio donde él lo halló: en la comunión con el Padre. Los que aceptan a Cristo como su Salvador personal no son dejados huérfanos para sobrellevar solos las pruebas de la vida. Él los recibe como miembros de la familia celestial (El Deseado de todas las gentes, p. 292- 294). Lunes 29 de septiembre: Santiago, el creyente "Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con gozo" (Hechos 21:17). Así Lucas describe la recepción que recibió el apóstol a los gentiles cuando llegó a Jerusalén. Aunque Pablo había encontrado prejuicio, envidia y celos en todas partes, también había encontrado corazones recep- tivos para recibir las buenas nuevas que traía, quienes le manifestaban su amor por haberles compartido la verdad. Sin embargo, a pesar de la bonda- dosa bienvenida, todavía sentía ansiedad por saber la actitud de la iglesia en Jerusalén hacia él y su obra, Los verdaderos sentimientos se verían en la reunión con los ancianos que tendría lugar al día siguiente.
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Pablo deseaba la unidad. Había hecho todo lo posible por remover el prejuicio y la desconfianza que se había creado porque él presentaba el evangelio a los gentiles sin las restricciones de la ley ceremonial. Temía que sus esfuerzos habían sido en vano, y que aun las ofrendas liberales que ha- bía traído no suavizaran los corazones de los hermanos judíos. Sabía que estos hombres con los que se iba a reunir eran firmes y decididos, Aunque esperaba una dura prueba, no la evitaría, puesto que había venido a Jerusa- lén justamente para remover las barreras de prejuicio y desconfianza que los separaban, y que había obstruido grandemente sus labores, Al día siguiente de su llegada, los ancianos de la iglesia, con Jacobo a la cabeza, se reunieron para recibirle a él y a sus compañeros de viaje que representaban a las iglesias gentiles. Lo primero que hizo Pablo fue presen- tar las contribuciones que se les habían confiado. Queriendo evitar cual- quier suspicacia en la administración de esas ofrendas, había pedido que las iglesias eligiesen delegados que lo acompañaran en la entrega de las contri- buciones. Estos fueron llamados al frente, y uno a uno pusieron a los pies de Jacobo las ofrendas que las iglesias gentiles habían reunido voluntariamen- te, aunque vivían en extrema pobreza. Era una prueba tangible del amor que estos nuevos discípulos sentían por la iglesia madre, y su deseo de estar en armonía con sus hermanos judíos (Sketches From the Life of Paul, p. 207- 209). Martes 30 de septiembre: Santiago y el evangelio Necesitamos tener más de Jesús y mucho menos del yo. Necesitamos la sencillez de un niño que nos conduzca a contarle al Señor todos nuestros deseos, y creer que de acuerdo con sus riquezas y bondad y amor satisfará nuestras necesidades. "Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré". Si me aman —dice— mostrarán su amor guardando mis mandamien- tos. "Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad" (S. Juan 14:13,16,17)... "El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él" (S. Juan 14:21). Esta es la única prueba del carácter. Al hacer la volun- tad de Dios damos la mejor evidencia de que amamos a Dios y a Jesucristo a quien ha enviado, las palabras de amor a Dios repetidas a menudo no tie- nen valor a menos que el amor se manifieste en la vida práctica. El amor a Dios no es un mero sentimiento; es un poder viviente y que obra... El hom- bre que hace la voluntad de su Padre que está en los cielos muestra al mun- do que ama a Dios. El fruto de su amor se ve por medio de buenas obras... El apóstol Santiago vio los peligros que surgirían al presentar el tema de la justificación por la fe, y se esforzó por mostrar, que la fe genuina no pue- de existir sin las obras correspondientes. Presenta la experiencia de Abraham. "¿No ves —dice— que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?" Esta fe genuina realiza una obra auténtica en los creyentes. La fe y la obediencia producen una experiencia sólida y valiosa. Hay una creencia que no es fe salvadora. La Palabra declara que los de-
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monios creen y tiemblan. La así llamada fe que no obra por amor ni purifica el alma no justificará al hombre. "Vosotros veis, pues, —dice el apóstol— que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe" (San- tiago 2:24). Abraham creyó a Dios. ¿Cómo sabemos que creyó? Sus obras testificaron del carácter de su fe, y su fe le fue contada por justicia. Necesitamos hoy la fe de Abraham para iluminar las tinieblas que nos rodean, que impiden que nos lleguen los dulces rayos del amor de Dios y que detienen nuestro crecimiento espiritual. Nuestra fe debiera ser fecunda en buenas obras, pues la fe sin obras es muerta. Cada tarea que realizamos, cada sacrificio que hacemos en nombre de Jesús, produce una recompensa enorme. En el mismo acto del deber Dios habla y nos da su bendición (Re- flejemos a Jesús, p. 78). Santiago escribe de Abraham y dice: "¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó, y le fue con- tado por justicia, y fue llamado amigo de Dios. Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe" (Santiago 2:21-24). A fin de que el hombre sea justificado por la fe, la fe debe alcan- zar un punto donde domine los afectos e impulsos del corazón; y mediante la obediencia, la fe misma es hecha perfecta. Sin la gracia de Cristo, el pecador está en una condición desvalida. No puede hacer nada por sí, pero mediante la gracia divina se imparte al hom- bre poder sobrenatural que obra en la mente, el corazón y el carácter. Me- diante la comunicación de la gracia de Cristo, el pecado es discernido en su aborrecible naturaleza y finalmente expulsado del templo del alma. Median- te la gracia, somos puestos en comunicación con Cristo para ser asociados con él en la obra de la salvación. La fe es la condición por la cual Dios ha visto conveniente prometer perdón a los pecadores. No es que haya virtud alguna en la fe, que haga merecer la salvación, sino porque la fe puede afe- rrarse a los méritos de Cristo, quien es el remedio para el pecado. La fe puede presentar la perfecta obediencia de Cristo en lugar de la transgresión y la apostasía del pecador. Cuando el pecador cree que Cristo es su Salva- dor personal, entonces, de acuerdo con la promesa infalible de Jesús, Dios le perdona su pecado y lo justifica gratuitamente. El alma arrepentida com- prende que su justificación viene de Cristo que, como su sustituto y garan- tía, ha muerto por ella, y es su expiación y justificación. "Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justi- cia" (Romanos 4:3-5). La justicia es obediencia a la ley. La ley demanda justicia, y ante la ley, el pecador debe ser justo. Pero es incapaz de serlo. La única forma en que puede obtener la justicia es mediante la fe. Por fe puede presentar a Dios los méritos de Cristo, y el Señor coloca la obediencia de su Hijo en la cuenta del pecador. La justicia de Cristo es aceptada en lugar del fracaso del hombre, y Dios recibe, perdona y justifica al alma creyente y arrepentida, la trata como si fuera justa, y la ama como ama a su Hijo. De esta manera, la fe es imputada a justicia y el alma perdonada avanza de gra-
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cia en gracia, de la luz a una luz mayor (Mensajes selectos, 1.1, p. 429, 430). Miércoles 1 de octubre: Las doce tribus La persecución que sobrevino a la iglesia de Jerusalén dio gran impulso a la obra del evangelio. El éxito había acompañado la ministración de la palabra en ese lugar, y lia Iría peligro de que los discípulos permanecieran demasiado tiempo allí, desatendiendo la comisión del Salvador de ir a todo el mundo. Olvidando que la fuerza para resistir al mal se obtiene mejor me- diante el servicio agresivo, comenzaron a pensar que no tenían ninguna obra tan importante como la de proteger a la iglesia de Jerusalén de los ataques del enemigo. En vez de enseñar a los nuevos conversos a llevar el evangelio a aquellos que no lo habían oído, corrían el peligro de adoptar una actitud que indujera a todos a sentirse satisfechos con lo que habían realizado. Para dispersar a sus representantes donde pudieran trabajar para otros, Dios per- mitió que fueran perseguidos. Ahuyentados de Jerusalén, los creyentes "iban por todas partes anunciando la palabra". Entre aquellos a quienes el Salvador había dado la comisión: "Id, y doc- trinad a todos los Gentiles" (S. Mateo 28:19), se contaban muchos de clase social humilde, hombres y mujeres que habían aprendido a amar a su Señor, y resuelto seguir su ejemplo de abnegado servicio. A estos humildes herma- nos, así como a los discípulos que estuvieron con el Salvador durante su ministerio terrenal, se les había entregado un precioso cometido. Debían proclamar al mundo la alegre nueva de la salvación por Cristo. Al ser esparcidos por la persecución, salieron llenos de celo misionero. Comprendían la responsabilidad de su misión. Sabían que en sus manos llevaban el pan de vida para un mundo famélico; y el amor de Cristo los movía a compartir este pan con todos los necesitados. El Señor obró por medio de ellos. Doquiera iban, sanaban los enfermos y los pobres oían la predicación del evangelio (Los hechos de los apóstoles, p. 87). Santiago también dio testimonio con decisión, declarando que era el propósito de Dios conceder a los gentiles los mismos privilegios y bendi- ciones que se habían otorgado a los judíos. Plugo al Espíritu Santo no imponer la ley ceremonial a los conversos gentiles, y el sentir de los apóstoles en cuanto a este asunto era como el sentir del Espíritu de Dios. Santiago presidía el concilio, y su decisión final fue: "Yo juzgo, que los que de los Gentiles se convierten a Dios, no han de ser inquietados". Esto puso fin a la discusión. El caso refuta la doctrina que sostiene la iglesia católica romana, de que Pedro era la cabeza de la iglesia. Aquellos que, como papas,- han pretendido ser sus sucesores, no pueden fundar sus pretensiones en las Escrituras. Nada en la vida de Pedro sanciona la preten- sión de que fue elevado por encima de sus hermanos como el vicegerente del Altísimo. Si aquellos que se declaran ser los sucesores de Pedro hubie- ran seguido su ejemplo, habrían estado siempre contentos con mantenerse iguales a sus hermanos. En este caso, Santiago parece haber sido escogido para anunciar la deci-
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sión a la cual había llegado el concilio. Su sentencia fue que la ley ceremo- nial, y especialmente el rito de la circuncisión, no debía imponerse a los gentiles, ni aun recomendarse. Santiago trató de grabar en la mente de sus hermanos el hecho de que, al convertirse a Dios, los gentiles habían hecho un gran cambio en sus vidas, y que debía ejercerse mucha prudencia para no molestarlos con dudosas y confusas cuestiones de menor importancia, no fuera que se desanimaran en seguir a Cristo (Los hechos de los apóstoles, p. 158, 159). Jueves 2 de octubre: Santiago y Jesús "Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes" (Santiago 4:6). Solamente estáis seguros cuando, en perfecta sumisión y obediencia, os relacionáis con Cristo. El yugo es fácil, porque Cristo lleva el peso. Al le- vantar la carga de la cruz, se convertirá en liviana; y esa cruz es para voso- tros una garantía de vida eterna. Es el privilegio de cada cual seguir alegre- mente a Cristo exclamando a cada paso: "Tu benignidad me ha acrecenta- do". Pero si queremos viajar en dirección al cielo, debemos tomar a la Pala- bra de Dios como nuestro libro de texto. Debemos estudiar nuestras leccio- nes diarias en las palabras de la inspiración... La humillación del hombre Cristo Jesús es incomprensible para la mente humana; pero su divinidad y su existencia antes de que el mundo fuera creado jamás pueden ser puestas en tela de juicio por los que creen en la Palabra de Dios. El apóstol Pablo nos habla de nuestro Mediador, el Hijo unigénito de Dios, quien en su estado glorioso tenía la forma de Dios y era el Comandante de todas las huestes celestiales, y que no obstante, al revestir su divinidad de humanidad, tomó sobre sí la forma de siervo... Debemos abrir nuestro entendimiento para comprender que Cristo dejó a un lado su manto real, su corona de Rey, su elevado mando, y revistió su divinidad con humanidad para poder encontrar al hombre donde estaba, y brindar a la familia humana el poder moral de convertirse en hijos e hijas de Dios (Hijos e hijas de Dios, p. 83). "Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañán- doos a vosotros mismos" (Santiago 1:22). El Señor quiere que toda alma lo sirva. Aquellos para quienes se han abierto los oráculos sagrados, que ven la verdad, y se entregan a Dios en cuerpo, alma y espíritu, comprenderán que las palabras del Salvador: "Ve hoy a trabajar en mi viña" (S. Mateo 21:28), son un requerimiento, aunque no una obligación. La voluntad de Dios se manifiesta en su Palabra y los que creen en Cristo pondrán en práctica sus creencias. Serán hacedores de la Palabra. La prueba de la sinceridad no depende de lo que se dice, sino de los he- chos. Cristo no le pregunta a nadie: "¿Hablas tú más que los demás?", sino: "¿Haces tú más que los demás?" Estas palabras suyas están llenas de signi- ficado: "Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis" (S. Juan 13:17). Las palabras no tienen valor a menos que sean sinceras y vera- ces. El talento de la palabra resulta eficaz y de valor cuando está acompaña-
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do de los hechos correspondientes. Es vital para cada alma que escuche la Palabra y la ponga en práctica. "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella" (S. Mateo 7:13) [...]. Tenemos evidencias de que hay muchos engañadores en el mundo que dicen: "Sí, Señor, iré", pero no van. Pueden pronunciar pala- bras suaves y hacer hermosos discursos, pero engañan; revelan por medio de sus vidas que sus palabras no están arraigadas en Dios. La vida práctica es una manifestación genuina del carácter. Por medio de nuestras palabras y obras revelamos ante el mundo, los ángeles y los hombres si creemos que Cristo es nuestro Salvador personal. Por medio de nuestras buenas obras no podemos adquirir el amor de Dios, pero podemos demostrar que lo poseemos. Si sometemos nuestra vo- luntad y nuestra conducta a Dios, no obraremos para conseguir el amor del Señor; en cambio, obedeceremos sus mandamientos porque es justo hacer- lo. Juan, el discípulo, escribió: "Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero" (1 Juan 4:19). La verdadera vida espiritual se manifestará en toda alma que esté sirviendo a Cristo. Los que estén vivos en el Señor estarán llenos de su Espíritu, y no podrán hacer otra cosa sino trabajar en su viña. Pondrán en práctica las palabras de Dios. Medite cada alma con oración para que pueda obrar consecuentemente (Cada día con Dios, p. 244). Viernes 3 de octubre: Para estudiar y meditar El Deseado de todas las gentes, p. 288-294. 
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Notas de Elena | Lección 1 | Santiago, el hermano de Jesús | Cuarto trimestre 2014

  • 1. www.EscuelaSabatica.es IV Trimestre de 2014 La Epístola de Santiago Notas de Elena G. de White Lección 1 4 de octubre 2014 Santiago, el hermano de Jesús: Sábado 27 de septiembre [Se cita S. Mateo 12:46-50] La vida de Cristo se caracterizaba por su ferviente actividad. Aunque a cada paso encontraba oposición, él continua- ba enseñando y sanando a la gente. Parecía que semejante actividad resulta- ba en una carga pesada para él, y esto era una fuente de ansiedad para su familia. Escuchaban que pasaba noches enteras en oración, que todos los días le seguían gran cantidad de personas, y que no tomaba suficiente tiem- po para descansar y comer. Los hijos de José, sus hermanos, convencieron a María, su madre, para que los acompañara. Sabían que su amor por ella podía influir para que actuara de forma más prudente. Sentían que el honor de la familia estaba en juego por las críticas que él recibía; no estaban de acuerdo con sus fuertes denuncias a los dirigentes religiosos de los judíos, y se indignaban por la forma en que acusaba a los escribas y fariseos. Sus obras y enseñanzas producían tumulto por doquiera, y ellos estaban resuel- tos a pedirle que cesara de actuar de esa manera (Signs of the Times, 1 de octubre de 1896). Domingo 28 de septiembre: Santiago, el hermano de Jesús Mientras Jesús estaba todavía enseñando a la gente, sus discípulos traje- ron la noticia de que su madre y sus hermanos estaban afuera y deseaban verle. Él sabía lo que sentían ellos en su corazón, y "respondiendo él al que le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre". Todos los que quisieran recibir a Cristo por la fe iban a estar unidos con él por un vínculo más íntimo que el del parentesco humano. Iban a ser uno con él, como él era uno con el Padre. Al creer y hacer sus palabras, su ma- dre se relacionaba en forma salvadora con Jesús y más estrechamente que
  • 2. www.EscuelaSabatica.es por su vínculo natural con él. Sus hermanos no se beneficiarían de su rela- ción con él a menos que le aceptasen como su Salvador personal. ¡Qué apoyo habría encontrado Jesús en sus parientes terrenales si hubie- sen creído en él como enviado del cielo y hubiesen cooperado con él en hacer la obra de Dios! Su incredulidad echó una sombra sobre la vida terre- nal de Jesús. Era parte de la amargura de la copa de desgracia que él bebió por nosotros. El Hijo de Dios sentía agudamente la enemistad encendida en el corazón humano contra el evangelio, y le resultaba muy dolorosa en su hogar; por- que su propio corazón estaba lleno de bondad y amor, y apreciaba la tierna consideración en las relaciones familiares. Sus hermanos deseaban que él cediese a sus ideas, cuando una actitud tal habría estado en completa con- tradicción con su misión divina. Consideraban que él necesitaba de sus con- sejos. Le juzgaban desde su punto de vista humano, y pensaban que si dijera solamente cosas aceptables para los escribas y fariseos, evitaría las contro- versias desagradables que sus palabras despertaban. Pensaban que estaba loco al pretender que tenía autoridad divina, y al presentarse ante los rabi- nos como reprensor de sus pecados. Sabían que los fariseos estaban buscan- do ocasiones de acusarle, y les parecía que ya les había dado bastantes. Con su medida corta, no podían sondear la misión que había venido a cumplir, y por lo tanto no podían simpatizar con él en sus pruebas. Sus pa- labras groseras y carentes de aprecio demostraban que no tenían verdadera percepción de su carácter, y que no discernían cómo lo divino se fusionaba con lo humano. Le veían con frecuencia lleno de pesar; pero en vez de con- solarle, el espíritu que manifestaban y las palabras que pronunciaban no hacían sino herir su corazón. Su naturaleza sensible era torturada, sus moti- vos mal comprendidos, su obra mal entendida [...]. Los que están llamados a sufrir por causa de Cristo, que tienen que so- portar incomprensión y desconfianza aun en su propia casa, pueden hallar consuelo en el pensamiento de que Jesús soportó lo mismo. Se compadece de ellos. Los invita a hallar compañerismo en él, y alivio donde él lo halló: en la comunión con el Padre. Los que aceptan a Cristo como su Salvador personal no son dejados huérfanos para sobrellevar solos las pruebas de la vida. Él los recibe como miembros de la familia celestial (El Deseado de todas las gentes, p. 292- 294). Lunes 29 de septiembre: Santiago, el creyente "Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con gozo" (Hechos 21:17). Así Lucas describe la recepción que recibió el apóstol a los gentiles cuando llegó a Jerusalén. Aunque Pablo había encontrado prejuicio, envidia y celos en todas partes, también había encontrado corazones recep- tivos para recibir las buenas nuevas que traía, quienes le manifestaban su amor por haberles compartido la verdad. Sin embargo, a pesar de la bonda- dosa bienvenida, todavía sentía ansiedad por saber la actitud de la iglesia en Jerusalén hacia él y su obra, Los verdaderos sentimientos se verían en la reunión con los ancianos que tendría lugar al día siguiente.
  • 3. www.EscuelaSabatica.es Pablo deseaba la unidad. Había hecho todo lo posible por remover el prejuicio y la desconfianza que se había creado porque él presentaba el evangelio a los gentiles sin las restricciones de la ley ceremonial. Temía que sus esfuerzos habían sido en vano, y que aun las ofrendas liberales que ha- bía traído no suavizaran los corazones de los hermanos judíos. Sabía que estos hombres con los que se iba a reunir eran firmes y decididos, Aunque esperaba una dura prueba, no la evitaría, puesto que había venido a Jerusa- lén justamente para remover las barreras de prejuicio y desconfianza que los separaban, y que había obstruido grandemente sus labores, Al día siguiente de su llegada, los ancianos de la iglesia, con Jacobo a la cabeza, se reunieron para recibirle a él y a sus compañeros de viaje que representaban a las iglesias gentiles. Lo primero que hizo Pablo fue presen- tar las contribuciones que se les habían confiado. Queriendo evitar cual- quier suspicacia en la administración de esas ofrendas, había pedido que las iglesias eligiesen delegados que lo acompañaran en la entrega de las contri- buciones. Estos fueron llamados al frente, y uno a uno pusieron a los pies de Jacobo las ofrendas que las iglesias gentiles habían reunido voluntariamen- te, aunque vivían en extrema pobreza. Era una prueba tangible del amor que estos nuevos discípulos sentían por la iglesia madre, y su deseo de estar en armonía con sus hermanos judíos (Sketches From the Life of Paul, p. 207- 209). Martes 30 de septiembre: Santiago y el evangelio Necesitamos tener más de Jesús y mucho menos del yo. Necesitamos la sencillez de un niño que nos conduzca a contarle al Señor todos nuestros deseos, y creer que de acuerdo con sus riquezas y bondad y amor satisfará nuestras necesidades. "Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré". Si me aman —dice— mostrarán su amor guardando mis mandamien- tos. "Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad" (S. Juan 14:13,16,17)... "El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él" (S. Juan 14:21). Esta es la única prueba del carácter. Al hacer la volun- tad de Dios damos la mejor evidencia de que amamos a Dios y a Jesucristo a quien ha enviado, las palabras de amor a Dios repetidas a menudo no tie- nen valor a menos que el amor se manifieste en la vida práctica. El amor a Dios no es un mero sentimiento; es un poder viviente y que obra... El hom- bre que hace la voluntad de su Padre que está en los cielos muestra al mun- do que ama a Dios. El fruto de su amor se ve por medio de buenas obras... El apóstol Santiago vio los peligros que surgirían al presentar el tema de la justificación por la fe, y se esforzó por mostrar, que la fe genuina no pue- de existir sin las obras correspondientes. Presenta la experiencia de Abraham. "¿No ves —dice— que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?" Esta fe genuina realiza una obra auténtica en los creyentes. La fe y la obediencia producen una experiencia sólida y valiosa. Hay una creencia que no es fe salvadora. La Palabra declara que los de-
  • 4. www.EscuelaSabatica.es monios creen y tiemblan. La así llamada fe que no obra por amor ni purifica el alma no justificará al hombre. "Vosotros veis, pues, —dice el apóstol— que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe" (San- tiago 2:24). Abraham creyó a Dios. ¿Cómo sabemos que creyó? Sus obras testificaron del carácter de su fe, y su fe le fue contada por justicia. Necesitamos hoy la fe de Abraham para iluminar las tinieblas que nos rodean, que impiden que nos lleguen los dulces rayos del amor de Dios y que detienen nuestro crecimiento espiritual. Nuestra fe debiera ser fecunda en buenas obras, pues la fe sin obras es muerta. Cada tarea que realizamos, cada sacrificio que hacemos en nombre de Jesús, produce una recompensa enorme. En el mismo acto del deber Dios habla y nos da su bendición (Re- flejemos a Jesús, p. 78). Santiago escribe de Abraham y dice: "¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó, y le fue con- tado por justicia, y fue llamado amigo de Dios. Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe" (Santiago 2:21-24). A fin de que el hombre sea justificado por la fe, la fe debe alcan- zar un punto donde domine los afectos e impulsos del corazón; y mediante la obediencia, la fe misma es hecha perfecta. Sin la gracia de Cristo, el pecador está en una condición desvalida. No puede hacer nada por sí, pero mediante la gracia divina se imparte al hom- bre poder sobrenatural que obra en la mente, el corazón y el carácter. Me- diante la comunicación de la gracia de Cristo, el pecado es discernido en su aborrecible naturaleza y finalmente expulsado del templo del alma. Median- te la gracia, somos puestos en comunicación con Cristo para ser asociados con él en la obra de la salvación. La fe es la condición por la cual Dios ha visto conveniente prometer perdón a los pecadores. No es que haya virtud alguna en la fe, que haga merecer la salvación, sino porque la fe puede afe- rrarse a los méritos de Cristo, quien es el remedio para el pecado. La fe puede presentar la perfecta obediencia de Cristo en lugar de la transgresión y la apostasía del pecador. Cuando el pecador cree que Cristo es su Salva- dor personal, entonces, de acuerdo con la promesa infalible de Jesús, Dios le perdona su pecado y lo justifica gratuitamente. El alma arrepentida com- prende que su justificación viene de Cristo que, como su sustituto y garan- tía, ha muerto por ella, y es su expiación y justificación. "Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justi- cia" (Romanos 4:3-5). La justicia es obediencia a la ley. La ley demanda justicia, y ante la ley, el pecador debe ser justo. Pero es incapaz de serlo. La única forma en que puede obtener la justicia es mediante la fe. Por fe puede presentar a Dios los méritos de Cristo, y el Señor coloca la obediencia de su Hijo en la cuenta del pecador. La justicia de Cristo es aceptada en lugar del fracaso del hombre, y Dios recibe, perdona y justifica al alma creyente y arrepentida, la trata como si fuera justa, y la ama como ama a su Hijo. De esta manera, la fe es imputada a justicia y el alma perdonada avanza de gra-
  • 5. www.EscuelaSabatica.es cia en gracia, de la luz a una luz mayor (Mensajes selectos, 1.1, p. 429, 430). Miércoles 1 de octubre: Las doce tribus La persecución que sobrevino a la iglesia de Jerusalén dio gran impulso a la obra del evangelio. El éxito había acompañado la ministración de la palabra en ese lugar, y lia Iría peligro de que los discípulos permanecieran demasiado tiempo allí, desatendiendo la comisión del Salvador de ir a todo el mundo. Olvidando que la fuerza para resistir al mal se obtiene mejor me- diante el servicio agresivo, comenzaron a pensar que no tenían ninguna obra tan importante como la de proteger a la iglesia de Jerusalén de los ataques del enemigo. En vez de enseñar a los nuevos conversos a llevar el evangelio a aquellos que no lo habían oído, corrían el peligro de adoptar una actitud que indujera a todos a sentirse satisfechos con lo que habían realizado. Para dispersar a sus representantes donde pudieran trabajar para otros, Dios per- mitió que fueran perseguidos. Ahuyentados de Jerusalén, los creyentes "iban por todas partes anunciando la palabra". Entre aquellos a quienes el Salvador había dado la comisión: "Id, y doc- trinad a todos los Gentiles" (S. Mateo 28:19), se contaban muchos de clase social humilde, hombres y mujeres que habían aprendido a amar a su Señor, y resuelto seguir su ejemplo de abnegado servicio. A estos humildes herma- nos, así como a los discípulos que estuvieron con el Salvador durante su ministerio terrenal, se les había entregado un precioso cometido. Debían proclamar al mundo la alegre nueva de la salvación por Cristo. Al ser esparcidos por la persecución, salieron llenos de celo misionero. Comprendían la responsabilidad de su misión. Sabían que en sus manos llevaban el pan de vida para un mundo famélico; y el amor de Cristo los movía a compartir este pan con todos los necesitados. El Señor obró por medio de ellos. Doquiera iban, sanaban los enfermos y los pobres oían la predicación del evangelio (Los hechos de los apóstoles, p. 87). Santiago también dio testimonio con decisión, declarando que era el propósito de Dios conceder a los gentiles los mismos privilegios y bendi- ciones que se habían otorgado a los judíos. Plugo al Espíritu Santo no imponer la ley ceremonial a los conversos gentiles, y el sentir de los apóstoles en cuanto a este asunto era como el sentir del Espíritu de Dios. Santiago presidía el concilio, y su decisión final fue: "Yo juzgo, que los que de los Gentiles se convierten a Dios, no han de ser inquietados". Esto puso fin a la discusión. El caso refuta la doctrina que sostiene la iglesia católica romana, de que Pedro era la cabeza de la iglesia. Aquellos que, como papas,- han pretendido ser sus sucesores, no pueden fundar sus pretensiones en las Escrituras. Nada en la vida de Pedro sanciona la preten- sión de que fue elevado por encima de sus hermanos como el vicegerente del Altísimo. Si aquellos que se declaran ser los sucesores de Pedro hubie- ran seguido su ejemplo, habrían estado siempre contentos con mantenerse iguales a sus hermanos. En este caso, Santiago parece haber sido escogido para anunciar la deci-
  • 6. www.EscuelaSabatica.es sión a la cual había llegado el concilio. Su sentencia fue que la ley ceremo- nial, y especialmente el rito de la circuncisión, no debía imponerse a los gentiles, ni aun recomendarse. Santiago trató de grabar en la mente de sus hermanos el hecho de que, al convertirse a Dios, los gentiles habían hecho un gran cambio en sus vidas, y que debía ejercerse mucha prudencia para no molestarlos con dudosas y confusas cuestiones de menor importancia, no fuera que se desanimaran en seguir a Cristo (Los hechos de los apóstoles, p. 158, 159). Jueves 2 de octubre: Santiago y Jesús "Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes" (Santiago 4:6). Solamente estáis seguros cuando, en perfecta sumisión y obediencia, os relacionáis con Cristo. El yugo es fácil, porque Cristo lleva el peso. Al le- vantar la carga de la cruz, se convertirá en liviana; y esa cruz es para voso- tros una garantía de vida eterna. Es el privilegio de cada cual seguir alegre- mente a Cristo exclamando a cada paso: "Tu benignidad me ha acrecenta- do". Pero si queremos viajar en dirección al cielo, debemos tomar a la Pala- bra de Dios como nuestro libro de texto. Debemos estudiar nuestras leccio- nes diarias en las palabras de la inspiración... La humillación del hombre Cristo Jesús es incomprensible para la mente humana; pero su divinidad y su existencia antes de que el mundo fuera creado jamás pueden ser puestas en tela de juicio por los que creen en la Palabra de Dios. El apóstol Pablo nos habla de nuestro Mediador, el Hijo unigénito de Dios, quien en su estado glorioso tenía la forma de Dios y era el Comandante de todas las huestes celestiales, y que no obstante, al revestir su divinidad de humanidad, tomó sobre sí la forma de siervo... Debemos abrir nuestro entendimiento para comprender que Cristo dejó a un lado su manto real, su corona de Rey, su elevado mando, y revistió su divinidad con humanidad para poder encontrar al hombre donde estaba, y brindar a la familia humana el poder moral de convertirse en hijos e hijas de Dios (Hijos e hijas de Dios, p. 83). "Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañán- doos a vosotros mismos" (Santiago 1:22). El Señor quiere que toda alma lo sirva. Aquellos para quienes se han abierto los oráculos sagrados, que ven la verdad, y se entregan a Dios en cuerpo, alma y espíritu, comprenderán que las palabras del Salvador: "Ve hoy a trabajar en mi viña" (S. Mateo 21:28), son un requerimiento, aunque no una obligación. La voluntad de Dios se manifiesta en su Palabra y los que creen en Cristo pondrán en práctica sus creencias. Serán hacedores de la Palabra. La prueba de la sinceridad no depende de lo que se dice, sino de los he- chos. Cristo no le pregunta a nadie: "¿Hablas tú más que los demás?", sino: "¿Haces tú más que los demás?" Estas palabras suyas están llenas de signi- ficado: "Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis" (S. Juan 13:17). Las palabras no tienen valor a menos que sean sinceras y vera- ces. El talento de la palabra resulta eficaz y de valor cuando está acompaña-
  • 7. www.EscuelaSabatica.es do de los hechos correspondientes. Es vital para cada alma que escuche la Palabra y la ponga en práctica. "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella" (S. Mateo 7:13) [...]. Tenemos evidencias de que hay muchos engañadores en el mundo que dicen: "Sí, Señor, iré", pero no van. Pueden pronunciar pala- bras suaves y hacer hermosos discursos, pero engañan; revelan por medio de sus vidas que sus palabras no están arraigadas en Dios. La vida práctica es una manifestación genuina del carácter. Por medio de nuestras palabras y obras revelamos ante el mundo, los ángeles y los hombres si creemos que Cristo es nuestro Salvador personal. Por medio de nuestras buenas obras no podemos adquirir el amor de Dios, pero podemos demostrar que lo poseemos. Si sometemos nuestra vo- luntad y nuestra conducta a Dios, no obraremos para conseguir el amor del Señor; en cambio, obedeceremos sus mandamientos porque es justo hacer- lo. Juan, el discípulo, escribió: "Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero" (1 Juan 4:19). La verdadera vida espiritual se manifestará en toda alma que esté sirviendo a Cristo. Los que estén vivos en el Señor estarán llenos de su Espíritu, y no podrán hacer otra cosa sino trabajar en su viña. Pondrán en práctica las palabras de Dios. Medite cada alma con oración para que pueda obrar consecuentemente (Cada día con Dios, p. 244). Viernes 3 de octubre: Para estudiar y meditar El Deseado de todas las gentes, p. 288-294. . Material facilitado por JESÚS PADILLA © http://escuelasabatica.es/ www.facebook.com/EscuelaSabatica.es Suscríbase para recibir gratuitamente recursos para la Escuela Sabática