2. San Martín. El abuelo.
(...) Merceditas entró llorando en la habitación donde se encontraba el abuelo,
lamentándose de que le habían roto su muñeca preferida y de que ésta tenía frío. San
Martín se levantó, sacó del cajón de un mueble una medalla de la pendía una cinta
amarilla y, dándosela a la nieta, le dijo:
− Toma, ponle esto a tu muñeca para que se le quite el frío.
La niña dejó de llorar y salió de la habitación.
Un rato después entró la hija del prócer, madre de Merceditas, y dijo a San Martín:
− Padre, ¿no se ha fijado usted en lo que le dio a la niña? Es la condecoración
que el gobierno de España dio a usted cuando vencieron a los franceses en
Bailén.
San Martín sonrió con aire bonachón y replicó.
− ¿Y qué? ¿Cuál es el valor de todas las cintas y condecoraciones si no
alcanzan a detener las lágrimas de un niño?
¡Quiero hablar con el Señor San Martín!
El capitán Toribio Reyes, pagador de los sueldos del regimiento, llega a la casa
de San Martín, para contarle que se ha gastado el dinero que tenía para pagar a los
soldados. Le explica que acude al Señor San Martín, porque no quiere que se entere
el general San Martín, de una acción tan vil que ha cometido y para expresarle su
arrepentimiento.
El libertador le pregunta si el general lo sabe y Toribio le responde que no,
entonces le dice: - ¿Cuánto dinero necesita?
− 20 onzas, que pienso devolver en cuanto me sea posible - responde.
San Martín le da el dinero y le recomienda, que no se entere el General San
Martín porque sería capaz de pasarlo por las armas.
Una valiente madre mendocina. (Teatralización de una anécdota)
Relator: - Cercano a la ciudad de Mendoza está el campo “El Plumerillo”. Allí, el
general San Martín, adiestra los batallones que días después atravesarán la mole
andina, en pos de la libertad de Chile. Para la revista final de las tropas, San Martín se
ha trasladado a la capital mendocina, vestida de fiesta para recibir al Gran Capitán.
Un mendocino:- ¡Qué hermoso es todo esto! ¡Cómo lucen los uniformes de los
granaderos!
Una mendocina: - ¡Y qué bella se ve la bandera, ofrecida al general San Martín
por las damas patricias. !
Un anciano: - ¡Con esta bandera al frente, nuestro ejército no perderá una sola
batalla!
Relator: - En este momento sale una mujer desde la multitud y se dirige hacia la
tropa. En las filas del ejército libertador tiene a su esposo y a tres hijos.
La dama mendocina (avanza hacia ellos y los besa).- ¡Qué Dios y la Virgen os
protejan! Este escapulario que prendo en cada pecho será un escudo protector.
¡Nada de llanto! ¡Los valientes no lloran; solo saben luchar por su patria! ¡Ya veis: en mis
ojos no hay una sola lágrima ! ¡Qué orgullosa estoy por haber dado a la Patria estos
cuatro varones!
El general San Martín (se acerca a la esposa y madre ejemplar y conmovido, le
estrecha fuertemente la mano).- ¡Gracias, noble mujer! ¡Vuestro sacrificio no será en
3. vano! ¿Ahora sé de donde sacan mis soldados tanta firmeza ! ¡Con madres como
usted la Patria está salvada!
El Correo indio de San Martín.
Esperando el momento propicio para entrar en Lima, capital del Perú, San
Martín estableció su campamento en Huaral.
En Lima contaba con numerosos partidarios de la Independencia; pero no
podía comunicarse con ellos porque las tropas del general José de la Serna, jefe
realista, detenían a los mensajeros.
Una mañana, el general San Martín encontró a un indio alfarero. Se quedó
mirándolo un largo rato. Luego lo llamó aparte y le dijo;
-¿Quieres ser libre y que tus hermanos también lo sean?
-Sí, usía... ¡cómo no he de quererlo! - respondió, sumiso, el indio.
-¿Te animas a fabricar doce ollas, en las cuales pueden esconderse doce
mensajes?
-Sí, mi general, ¡cómo no he de animarme!
Poco tiempo después Díaz, el indio alfarero, partía para Lima con sus doce ollas
mensajeras disimuladas entre el resto de la mercancía. Llevaba el encargo de San
Martín de vendérselas al sacerdote Luna Pizarro, decidido patriota. La contraseña que
había combinado hacía tiempo era: “un cortado de cuatro reales”
Grande fue la sorpresa del sacerdote, que ignoraba cómo llegarían los
mensajes, al ver cómo el indio quería venderle las doce ollas en las que él no tenía
ningún interés. Díaz tiró una de ellas al suelo, disimuladamente, y el sacerdote pudo
ver un diminuto papel escondido en el barro.
-¿Cuánto quieres por todas? Preguntó al indio.
.Un cortado de cuatro reales - respondió Díaz, usando la contraseña convenida.
Poco después, el ejército libertador, usaba esta nueva frase de reconocimiento.
-Con días y ollas... ¡venceremos!
La agenda del General.
El general Tomás Guido, amigo y colaborador de San Martín, describió un día en
la vida del Libertador: “San Martín tenía por costumbre levantarse a las tres y media o
cuatro de la mañana. Comenzaba su tarea preparando apuntes para su secretario,
obligado a entrevistarse con él a las cinco. Hasta la diez, se ocupaba de los detalles
de la administración del ejército. A las diez y media concedía audiencias a quienes se
la solicitaban. Su almuerzo era en extremo frugal y a la una del día pasaba a la cocina
y le pedía al cocinero lo que le parecía más sabroso. Cuando le anunciaba la visita de
personas de su predilección compartía su almuerzo con ellas”
¡El General quiere forzar el puesto!
El batallón de artillería de los Andes, al que yo pertenecía entonces, estaba acuartelado en
el convento de San Pablo, y yo al mando de la guardia, cuando en esa mañana, entre las
4. siete y las ocho, se presenta el general San Martín a caballo, acompañado de un ordenanza,
a visitar el cuartel.
-¿Se puede entrar? - dijo el General, saludando a la guardia; y yo le respondía: - Adelante,
señor.
El General desmontó, entregó la brida a su ordenanza, y yo mandé al sargento de la
guardia que lo acompañara a los patios, las cuadras y demás departamentos que deseara
examinar.
Así visitó el cuartel, vio la limpieza de las cuadras, la del armamento, los tablados, la
colocación de las mochilas, el estado de la cocina, el rancho...
Luego que hubo explorado hasta el último rincón, regresó al segundo patio, y fijándose en
una puerta cerrada, forrada con pieles de carnero con la lana para afuera, y custodia por un
centinela: -¿Qué es aquello? - preguntó.
¡El laboratorio de mixtos - le respondieron los sargentos.
-¿Trabajan ahora?
-Sí, señor, están haciendo cartuchos, lanza - fuegos, estopines, espoletas para granadas y
otras cosas.
Sin más averiguar, se dirigió allí con ademán de entrar; pero, poniéndosele el centinela por
delante, le dijo:
-¡Alto ahí, señor: no se puede entrar!
A esta repulsa el General repuso con vehemencia:
-¡Cómo es eso! ¿No me conoce usted que soy el general en jefe?
El centinela (Anselmo Tobar, mendocino, de mi compañía), le respondió:
-Sí, señor, lo conozco; pero así no se puede entrar.
(Es de advertir que el General vestía su traje militar: casaca, botas con herraduras y espuelas,
como se usaba entonces)
Volvió a hacer ademán como para empujar la puerta y entrar; el centinela, entonces, caló
la bayoneta y volvió a repetir:
-Ya he dicho, señor, que así no se puede entrar. - Y gritó con fuerza: - ¡Cabo de guardia, el
General quiere forzar el puesto!
Al ver esto, uno de los sargentos corrió al puesto de guardia, y así que éste llegó a la
presencia del General, le dijo:
-Señor, la consigna que el centinela tiene es que nadie puede entrar al laboratorio vestido
de uniforme, por temor de un incendio, y es por eso que le ha resistido la entrada. Si V.E quiere
entrar, sírvase pasar a este cuarto a cambiar de traje para que pueda hacerlo en la forma
que es permitido.
En efecto, el General, sin decir palabra, entró al cuarto, se desnudó de su uniforme, se puso
de alpargatas, pantalón, saco y gorra de brin, de los varios que había con ese expreso
destino. Presentándose al centinela con ese nuevo traje, no trepidó éste en abrirle la puerta y
dejarlo entrar, seguido de dos sargentos, que también cambiaron de vestido con el objeto de
acompañarlo.
Luego que el General hubo registrado este departamento y examinado los aparatos y el
trabajo que se hacía, volvió a salir para tomar su uniforme y retirarse.
Montó a caballo, y al salir por el cuerpo de guardia me ordenó que el soldado que estaba
de centinela en el laboratorio se le presentara, así que fuera relevada la guardia.
Así se hizo.
El soldado se presentó al General; después de hacerle varias preguntas y echarle un sermón
sobre la subordinación, la obediencia y el cumplimiento de sus deberes, le regaló una onza de
oro y lo despachó.
(Extracto de una narración de Jerónimo Espejo.)