1. La escalera
Sólo verlo me ponía inquieta porque aunque era nueva en el barrio, todos hablaban mal de él. Tenía
recelo de saludarlo así que decidí pasar de largo.
“Vecina, buenas tardes”, su voz me heló la sangre. Su tono áspero era tal como me lo imaginaba.
No me quedó otra que voltearme y responder, “¡Hola!”. Por primera vez pude observar su rostro.
Sus ojos azules tenían vida aún, sus cejas canas abundaban, sus rasgos en general expresaban más
bondad que su fama. Me extendió su mano cubierta de pecas, tantas pecas, que me hicieron olvidar
lo fría y húmeda que estaba.
“Le pido un gran favor, ¿me puede prestar una escalera? Es que olvidé mis llaves. Mi esposa
demora en venir y sólo hay una manera de entrar a la casa”. Su voz tenía autoridad, casi corrí a
buscarla. Bastó con arrimar la escalera al muro que compartíamos y estallaron los ladridos de sus
perros.
Alguna vez pregunté al guardia si sabía cuántos perros eran porque muchas noches me desvelé
cuando aullaban o gemían y yo trataba de distinguir sus voces e imaginarme su número y tamaño.
El guardia en el barrio me aseguró que nadie sabía cuántos perros eran porque nadie los había
visto.
Entonces mi vecino ordenó a su nieta con esa misma voz de autoridad que suba por la escalera, que
se pare en el volado del techo del corredor y que salte al patio para que le abra la puerta desde
adentro.
“¿Yo? Abuelo, no, yo no voy a subir por ahí jamás. Yo voy a esperar a la abuela.”, gritó la nieta por
encima de los estruendosos ladridos que no cesaban.
Enfurecido le reclamó, “Es que no sirves para nada niña” al tiempo que empuñaba la escalera para
trepar.
Yo sólo pude observar esta escena y preguntarme: ¿A su edad podrá impulsarse hasta el filo del
muro cuando llegue al final de la escalera? ¿Podrá caer sin romperse al saltar desde esa altura?
¿Sus anda a saber cuántos perros lo reconocerán? ¿Me perdonaría la esposa haber colaborado con
la escalera? ¿Me lo agradecería?
Ya son algunos años desde aquella tarde y la escalera sigue ahí.
Ma Dolores Peñaherrera B.