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Espiral
Enrique Anderson Imbert
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no
despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto.
Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía.
Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso
soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la
puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien
abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la
sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era
falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente.
En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno
en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
Luna de Enrique Anderson Imbert
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco
y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires.
Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si
nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien
se la robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las
persianas apestilladas.
—Y... alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas...
—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres
veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y
salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero
vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del
dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir
tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de
oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre
las chimeneas de la azotea.
EL OTRO YO
Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban
rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la
nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una
cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices,
mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le
preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos.
Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser
tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió
lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart,
pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con
desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero
después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada,
pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre
Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar.
Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de
lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus
amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin
embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de
males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y
pensar que parecía tan fuerte y saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo,
sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia.
Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había
llevado el Otro Yo.
LAS LÍNEAS DE LA MANO
Julio Cortázar (Argentina, 1914-1984)
De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha
de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea
continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que
reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en
un diván, y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena
del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguida a causa del tránsito pero con
atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y
que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más
rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea
hasta el muelle mayor, y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para
trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la
cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor, y en una
cabina donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida,
remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el
codo, y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que
en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.
El Libro
El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la
salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la
luz mortecina le alcanzó su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó
la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor.
Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra
la pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras y
hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momento.
No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó
la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras páginas de letras
apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos ni apartados. Miró
el reloj. Faltaba para la salida del tren.
Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido reconoció
coincidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de
personas que le eran familiares; más todavía, con el correr de las páginas
encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres
capítulos más adelante apareció, completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo
cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó
inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, cruzada por
innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los que percibió el
ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar. Cuando logró calmar
un insensato presentimiento, volvió a abrir el libro. Recorrió las páginas sin ver
las palabras. Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la
luz mortecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasa
la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el índice entre
las páginas, fue a mirarse asombrado al espejo, como si necesitara corroborar
con alguien lo que estaba pasando. Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto. Con
el índice entre las páginas, va a mirarse asombrado…
El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo
miró horrorizado. Consultó el reloj. Su tren partía en diez minutos. En un gesto
irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del
saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia
creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto
elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro
y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer
las páginas finales. Se detuvo; faltaban tres minutos para la partida. Qué hacer.
Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las
páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y
transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén
pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto
en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El
libro era un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el
final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió
por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el
oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de
las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.
Autora: Silvia Iparraguirre

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TUTORIA II - CIRCULO DORADO UNIVERSIDAD CESAR VALLEJO
 

Cuentos breves fantásticos (1)

  • 1. Espiral Enrique Anderson Imbert Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez. Luna de Enrique Anderson Imbert Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos. Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea. —¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada... Entonces, alzando la voz, dijo: —Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe. —¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas. —Y... alguien podría bajar desde la azotea. —Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas... —Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir. Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea. EL OTRO YO Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)
  • 2. Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”. El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo. LAS LÍNEAS DE LA MANO Julio Cortázar (Argentina, 1914-1984)
  • 3. De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván, y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguida a causa del tránsito pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor, y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor, y en una cabina donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo, y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola. El Libro El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzó su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra la pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momento. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras páginas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos ni apartados. Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren. Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció, completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar. Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrir el libro. Recorrió las páginas sin ver las palabras. Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasa la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el índice entre las páginas, fue a mirarse asombrado al espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto. Con el índice entre las páginas, va a mirarse asombrado…
  • 4. El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Consultó el reloj. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo; faltaban tres minutos para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones. Autora: Silvia Iparraguirre