1. Dictados
Él camina por la calle gris con su larga gabardina ondeando al viento. Una valla delante de
él le impide el paso, así que se queda en el mismo punto, mirándola con ojos vidriosos. Mira atrás y
ve como en un día de radiante sol, una niña ríe con voz cantarina y le coge de la mano a un niño.
Corretean juntos por aquella pradera de la que él tanto se acuerda. Después, la misma niña, que se
ha convertido en una hermosa mujer, ya no le sonríe con gracia. Sólo le mira con un rostro
impasible, indescriptible. Vuelve la vista y ve de nuevo esa valla. Mira atrás, la chica mirándolo, sin
una sonrisa que ilumine su cara, y no se siente capaz de seguir. Abatido, vuelve sobre sus pasos a
aquella escena dónde era un niño y reía sin cesar con la chica a la que tanto amaba.
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Llevo horas en este maldito escondite, esperando a que aquel friky del ramo de flores se
canse de esperarme. Maldita la hora que le dije dónde trabajaba, pero claro ¿cómo iba a pensar que
acabaría encaprichándose de mí? Persistente es, eso desde luego, además de un plasta y un
pesado; mi móvil no ha dejado de sonar en las últimas dos horas, desde que el tipejo llegó y se
plantó delante de la puerta de mi oficina. Es demasiado tenaz... Aunque pocas posibilidades tendrá
conmigo, seguro que no sabe que mi idea del romanticismo es ver una peli de zombis mientras me
bebo un par de refrescos. Y aquí me hallo, escondida como si fuese yo la acosadora y le estuviese
espiando. No creo que aguante mucho tiempo más, me estoy haciendo pis...
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Diez de la mañana. Te encaminas a la sala de audiciones. La duda late insultante en tu
pecho. Es tu última oportunidad. Lo sabes. Olvida el resto del mundo. Céntrate en tus zapatillas de
ballet. Diez y media. Estiras el torso hacia adelante hasta alcanzar la punta de tus zapatillas
sintiéndote el centro de todas las miradas. Ellos esperan que fracases. Tú odias que te juzguen.
Once y media. El sonido de tu nombre llega hasta ti y ante tus ojos se eleva la línea que separa el
éxito del fracaso. Once y cuarenta. Las luces se apagan y las notas musicales te envuelven. Dejas
de ser tú en un instante y al siguiente detienes el movimiento circular de tu cuerpo. Sonríes, cínica
pero feliz. Observas con desafío la mirada de reproche impresa en esos ojos dispuestos a juzgarte
pero las ignoras. Los sueños, tus sueños, no se pueden encasillar.
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Cuando el último árbol cayó, una lágrima rodó por su rostro. La guerra había acabado y,
esta vez, parecía que habíamos perdido. Yo no quise mirar, pero tan solo era un gesto simbólico.
Todo a nuestro alrededor era pura desolación; mirara donde mirase sólo iba a encontrar aquellas
enormes moles grises que se amontonaban hacia el cielo. No podíamos seguir allí. Aquel lugar,
quizá el mundo entero, estaba acabado. Tiré de su mano, quise caminar y que nos alejáramos de
ese lugar, pero ya era demasiado tarde: sus pies habían empezado a echar raíces en aquel suelo
polvoriento. Con una triste sonrisa, decidí quedarme a su lado. El bosque no podía morir.
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El día empezaba a despertar, los primeros rayos de sol se filtraban entre las hojas de los
árboles, el rocío lo bañaba todo y los pajarillos revoloteaban cantando alegres por el nuevo día. Lilí,
que se había levantado mucho antes del amanecer, se columpiaba risueña, aspirando el dulce y
fresco aroma de las rosas, jazmines, geranios, y demás flores que poblaban su pequeño y singular
bosquecillo. El agua de su lago, susurraba levemente, y las hojas de los árboles murmuraban
pequeñas canciones que ella entonaba al unísono, pues era la única que las entendía. Echaba de
menos su hogar, pero tampoco se sentía tan mal allí, junto a su pequeña amiga de cabellos de oro y
ojos de luna que le había preparado aquél hermoso lugar y le llevaba fruta fresca y chucherías
brillantes todos los días. Lilí, el hada de las hadas moradas, vivía feliz en su cautiverio.