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Una gota de sangre sobre las sábanas
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Julio César Blanco Rossitto
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Una gota de sangre sobre las sábanas
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UNA GOTA DE SANGRE
SOBRE LAS SÁBANAS
JULIO CÉSAR BLANCO ROSSITO
Julio César Blanco Rossitto
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Una gota de sangre sobre las sábanas
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UNA GOTA DE SANGRE
SOBRE LAS SÁBANAS
MALTIEMPO EDITORES
MALTIEMPO
JULIO CÉSAR BLANCO ROSSITTO
Julio César Blanco Rossitto
6
1era edición
© Julio César Blanco Rossitto. 2009
© Maltiempo Editores, 2009
Diseño y Diagramación: Reinaldo E. Rojas Merchán
Fotografía del autor: Rafael Guillén
Imagen de la tapa: Calle Constitución, Ciudad Bolívar. Fotografía toma-
da del libro Historia de la Geografía de Venezuela, siglos XV-XX de Pedro
Cunill Grau, editado por la Oficina de Planificación del Sector Universita-
rio OPSU. Caracas, 2009
ISBN:
Depósito Legal: lf25220098002746
Impresión: Italgráfica, s.a.
italgraficasa@cantv.net
Caracas-Venezuela
N.B.: Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Josefina Da Cota Gómez por sus
oportunas recomendaciones y precisiones a estos textos antes de imprimirlos.
Una gota de sangre sobre las sábanas
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Para Franca y Eduardo,
por el mundo que me dieron
Julio César Blanco Rossitto
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Una gota de sangre sobre las sábanas
9
UNA GOTA DE SANGRE SOBRE LAS SÁBANAS
Era enorme el ahogo aplastante de la sombra sobre
cada recodo de su cuerpo, insoportable la presión del vacío
aherrojándolo bajo un cielo de penumbra. Repentinamente,
Publio Maronis Calendius, se sentía como alzado por las grue-
sas cadenas del puente levadizo que giraba sobre gigantescas
ruedas, para caer de pronto como un bulto echado al foso,
causando un ruido seco, prolongadamente fofo, que repro-
ducía la atmósfera letal donde sobrevivía con dificultad. Lo
salvaba el sueño. Se imaginaba caminando por el adarve que
conduce a la atalaya desde cuyas almenas observaba los pája-
ros azules que cruzaban el castillo todas las tardes. El deseo de
libertad lo convertía en pájaro, en el torrente cálido y rojizo
de un diminuto cuerpo volador que pugnaba por salir como
canto, chocar con las paredes del alcázar y desaparecer en el
viento. Sin embargo el sudor lo hundía en el desasosiego, una
especie de angustia plástica que sometida a la presión de unos
dedos, estaba a punto de resquebrajarse.
Por eso, en medio de la desesperación y la soledad del
encierro, Publio Maronis Calendius supuso que el escozor plá-
cido y remoto que comenzó a sentir un día entre las piernas,
era una manifestación más de su desaliento. No le prodigó ma-
yor importancia, pero a la semana quedó desconcertado entre
el temor y la alegría de salir corriendo a la explanada cuando,
sumergido en una duermevela tediosa, escurrió la mano hasta
su pubis y percibió un cayo pulposo que se encrespaba al mí-
nimo roce de las yemas de sus dedos.
Julio César Blanco Rossitto
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En un comienzo no se atrevió a mirarlo. Su mano re-
corrió cada intersticio, cada rugosidad, cada diminuta grieta
mientras la imaginación le acompañó otro tanto figurándole
características desconocidas. Pero grande fue la curiosidad y
una tarde, acostado sobre los sacos del granero, embriagado
por el olor alcohólico de maíz y habas fermentadas que flo-
taba en el ambiente, se decidió a contemplarlo, pudo así ver
el animalito que venía germinando entre sus piernas y com-
probó, no sin asombro, que era diferente a todo lo que había
imaginado.
Solo cuando aquel órgano hubo alcanzado dimensio-
nes satisfactorias, se atrevió a cambiar la soledad húmeda y
aplastante del castillo por el bullicio de la ciudadela. Frecuentó
entonces los lenocinios y las tabernas. Inicialmente le era di-
fícil aproximarse a una mujer, las miraba con ojos perplejos,
recorría las líneas de sus cuerpos ondulantes, sucumbía ante su
almizcle, huía herido por el cristal de sus sonrisas. Se aventuró
con la primera (mujer serena de rasgos famélicos) más para
demostrar su condición masculina que por deseo: se extravió
entre sus brazos, sucumbió en el vaivén de su cuerpo; la segun-
da, surgió como una consecuencia inmediata de la anterior;
la tercera, fue batalla para el guerrero, tormenta del náufrago;
la cuarta, (morena y firme) resultó cisterna en el desierto; la
quinta, inició el mito divulgando entre las damiselas de la ciu-
dadela “que… él poseía la divinidad de los dioses”
Desde entonces fueron muchas y se sintió bendito en-
tre tantas mujeres. Ellas conjeturaban sobre la singularidad de
los placeres que Publio Maronis prodigaba: algunas otorgaban
predilección a un cosquilleo adolescente, un primoroso esco-
zor que surgía desde el fondo de él y punzaba las fibras ner-
viosas de ellas, otras le atribuían la potencia del tronco de los
árboles, la dureza de las piedras, la persistencia del agua que
perfora el suelo al caer de lo alto. Todas se confesaban esclavas
de su embriagante himeneo.
Una noche, una mínima mancha roja sobre las sábanas,
advirtió un designio terrible; apenas podían verse sus bordes,
la perfecta redondez de su obscena menudencia, sin embargo
sus efectos no tuvieron límites, la turbación que produjo flo-
tando con densidad de pólvora en todo el espacio se resumió
Una gota de sangre sobre las sábanas
11
en una frase lapidaria: “Publio Maronis también rompía”
Comenzó desde entonces la actitud huidiza de las mu-
jeres. Cualquiera que se atrevía dejaba como trofeo una gota
de sangre sobre las sábanas; fue así como notó que la protube-
rancia brotada entre sus piernas, seguía creciendo irremedia-
blemente. Le había resultado atractivo que el pequeño cayo
evolucionara adquiriendo proporciones estimables hasta llegar
a su esplendor natural, pero continuar en un crecimiento in-
detenible le pareció espantoso. Volvió entonces al castillo, al
ahogo aplastante de la sombra, la pastosidad del sudor, la tris-
teza de los pájaros azules flotando sobre el adarve, saliendo por
las almenas y estrellándose contra los torreones.
Comenzaron luego a aparecer cadáveres de mujeres
cuyo dolor se eternizaba en la sobriedad de unos rostros desvaí-
dos de ojos vidriosos e inexpresivos, donde habrían muerto los
últimos peces de la tarde. Las encontraban flotando despan-
zurradas y tumefactas en las márgenes del río, con una común
herida que brotaba de la comisura íntima de sus piernas.
Un día cualquiera las mujeres asesinadas no apare-
cieron más. Él nuevamente se había hundido en la soledad
aplastante y mohosa del castillo, hipertrofiado por un ofidio
voluminoso de escamosa cabeza cuneiforme que emergía del
centro de sus piernas. El animal de lengua bífida se entretenía
embriagando ratones con el vaho caliginoso que segregaba su
boca, los trituraba y luego los engullía con pasmosa calma.
Una mañana, el inmenso ofidio de aletas cartilaginosas que
le flanqueaban los orificios de los oídos, se alzó amenazante
expulsando una llamarada entre las fauces. Publio Maronis
Calendius tembló aterrorizado ante aquel animal que lo ob-
servaba con ojos de candela. Sintió el mordisco que paralizó
sus miembros inferiores y ascendió vigorosamente hasta su
cabeza. En pocos instantes, las paredes de piedra quedaron
manchadas por la sangre que brotaba a borbollones, mientras
el reptil destrozaba sus carnes.
Al sentir sobre su hombro el llamado del capitán de
siervos de palacio, Publio despertó del estupor del sueño, Pu-
blio Maronis Calendius (68 adc), esclavo eunuco al servicio de
su majestad la reina.
Julio César Blanco Rossitto
12
Una gota de sangre sobre las sábanas
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ROJO DE CAPERUZA
Me figuro su ojo inquisidor, sus manos descarnadas y
temblorosas, sus brazos alargados como ramas de árbol que in-
tentan atraparme, su carne yerma, vidriosa, herida por el frío.
En la habitación contigua la escucho regurgitar, imagino es-
trellarse su saliva oscura en un rincón. Afuera el aguacero gol-
pea las láminas del techo, suaviza las tinieblas, lava la noche.
Percibo el olor ácido de su vestido acartonado por el sucio de
los días y pienso que decir “los días”, es atravesar una lámina
delgada del espacio que nos deja atrapados, entre el gorgoteo
del agua que busca su cauce y el rumor de la sangre que nos
ata a los infinitos recodos del parentesco.
Sé que la vieja (abuela, abuelita linda, ojitos de cara-
melo, cuéntame un cuento) tiene oculto en algún lugar el di-
nero que alimenta la sierpe de mi mano que acaricia su cabello
plateado, acaricia el pelo del animal echado a sus pies (hocico
húmedo, respiración acezante), acaricia la almohada para sen-
tir el bulto y no está, acaricia el colchón, lo desgarra con un
cuchillo cuando la vieja sale al fondo a orinar y el cuatropatas
hediondo la acompaña (perrito bonito, animalito de Dios, fel-
pa), voltea la cama patas arriba, la mesa patas arriba, excava el
piso (son los bachacos abuelita), perfora las maderas (son las
termitas abuelita) y no están las monedas. Pero mi mano no
desmaya y hurga entre las cosas de la vieja que duerme o se
hace la dormida (duerme abuelita, duerme bonita, muñequita)
mientras el maldito cuadrúpedo, mamífero pulgoso, estúpido
animal (sus ojos queman mi espalda como soles pequeñitos)
me gruñe amenazante.
Julio César Blanco Rossitto
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Y así pasa el tiempo y un invierno arrastra otro invier-
no que trae otra noche que se desmorona sobre el techo en un
clan, clan, clan dulce y sonoro que duerme a la anciana (esta
vez de verdad dormidita, de verdad pendejita) y al cuatropatas
(redondo en el sueño, azul en el sueño, más estúpido y animal
en el sueño); y no termino de conseguir el bojotico que me
enfríe la sonrisa, me alumbre los ojos, me dé golpecitos en
el corazón y desesperada, molesta, coloco la almohada sobre
la cara de la vieja (duerme, duerme, duerme). Primero, una
ligera vibración. Segundo, el pataleo desesperado y las ramas
de sus brazos que intentan atraparme. Tercero, la sacudida de
todo el cuerpo. Cuarto, una última tensión de cuerda a punto
de romperse. Quinto, la cuerda se rompe. Con el cuatropatas
fui más rápida; un golpe seco en el cráneo desbordó el chillido
y el hilito de sangre.
Cuando llegó la policía inventé aquello de por qué los
ojos tan grandes abuelita, por qué esa nariz tan larga abuelita,
por qué tus dientes tan afilados abuelita.
Una gota de sangre sobre las sábanas
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MONÓLOGO ENTRE ESCRITORES
-Como te decía Capote- y al mesonero, gritándole
entre el bullicio de los parroquianos y el humo del cigarrillo-
¡tráeme dos García, que estén como culoefoca!, como te decía
Capote, el tipo, pongámosle por nombre Rodríguez, sí, Dr.
José Silverio Rodríguez, está cansado de su mujer y no halla
como deshacerse de ella y le da a esa cabeza y no te soporto
Mercedes, vamos donde mi colega el Dr. Martínez Mostren-
co, el psiquiatra, el que conociste en la reunión del Club de
Leones, ese mismito, confío más en los psiquiatras que en los
psicólogos, al menos son médicos, no nos dará fórmulas má-
gicas, pero podrá orientarnos, tu sabes, explicarnos algún mé-
todo de esos modernos que existen ahora con manual y disco
DVD. ¿No te parece? eso no es raro en ti, no aceptas ninguna
fórmula, ninguna vía. Podría añadirse Capote que el Dr. Sil-
verio, como suele llamarlo Mercedes, ¿qué quién es Mercedes?
¡Coño Capote, no me estás parando bolas!, te dije que es la
mujer del tipo. Silverio es gordito, más bien panzudo, que
he decidido perder estos kilos demás, ya vienes con tus dudas
que si tengo otra, que si me la paso en el gimnasio, que nunca
salimos a divertirnos...Está bien Mercedes, vamos esta noche
al cine a ver la película de Spielbierg que me dijiste el otro día;
recuerda que hoy tengo clínica y posiblemente podamos ir a
función de medianoche, ¿qué nada es perfecto y nunca tengo
tiempo para tí?, chica pero trata de ser un poco comprensiva,
recuerda lo que siempre me decías en mi época de estudiante,
que los doctores deben ser profesionales sacrificados porque
trabajan con personas y no con máquinas, ¿me oyes Mercedes?
Julio César Blanco Rossitto
16
Y entonces Capote, el tipo concluye gritando antes de dar un
fuerte portazo e internarse en las fauces de la noche, ¡no hay
peor sordo que el que no quiere oír, si te da la gana me esperas
vestida para las 10:30! ¿Te gusta Capote?
	 -¡Ujú!
	 -Te dije bienfríasmipana ¿o yaestásflay?; por eso prefie-
ro El Celta, excelente servicio, pasapalos abundantes y carajitas
con pantaloncitos cortos y el tetero que se les sale por la blusa.
Entonces el Dr. Silverio, no Capote, este no es el psiquiatra
coño, el psiquiatra se llama Martínez Mostrenco, ¿setesubie-
ronalapropicialascerbatanas?, ¡párame bolas! conoce a una ca-
rajita que está más buena que quién sabe Dios, puede ser su
secretaria, una enfermera, quizá mejor una colega, por eso me
puse a dieta para perder unos kilitos, ¡vaya unos kilitos! Llevo
casi veinte con ejercicios y la dieta de la parchita y eso porque
tu me lo decías Daniela, y tú sí eres bonita y me comprendes
y me dices que los bigotes te hacen cosquillitas cuando me
besas y te digo que tu boca sabe a rosas y me acaricias la cara
mientras me besas y me dices que eres egoísta ¿y a qué no
adivino por qué?, claro porque ocultas tu lengua y la entregas
muy poco pero al menor descuido te la atrapo y la acaricio
suavemente con la mía Daniela, y me dices que prefieres estar
de pie para besarme, que estar aquí dentro del carro que es un
poco incómodo, entonces nos salimos y me abrazas como una
gatita, y te cuento de aquella chica que a mis veintiún años me
rasguñaba y me dices que tú rasguñas de otra forma pero no
me atrevo a preguntarte y te hablo de esa chica porque era de
agosto, Leo, como tú. ¿Qué te parece esa narración Capote,
verdad que está del carajo? Una vez me dijo Chumbinos, el
autor de “Luna última de...” que él tenía que ser infiel para
poder narrar e inventar bien sus vainas. ¿García que te pasó, te
moriste? No has vuelto a pasar por esta mesa, tráeme dos más
queaquíelpana Capote está que arde de puro desierto y sequía,
también un jamoncito serrano con un quesito picante de esos
buenos. ¿Verdad que suena del carajo Capote?, ella quería que
se besaran de pie para poder sentir el bultito del Dr. Silverio,
su insigne colega, ¿te parece Capote?
	 -¡Ajá!
	 -Entonces le vino la idea a la cabeza, claro antes de
Una gota de sangre sobre las sábanas
17
decir esto debo lucirme con mis herramientas de narrador
para crear expectativa en el relato, como me decía José Vicente
cuando empecé con estas vainas: “tienes que meter narrativa
para crear la atmósfera” y no le entendí muy bien y discutí con
él argumentando que eso depende del tipo de relato y que si
él no había leído a Monterroso, yelpatoylaguacharaca Capote.
Por supuesto que la idea es del Dr. José Silverio Rodríguez,
Capote, ¿de quién más va a ser?, no te has dado cuenta que es
el personaje principal, buena vaina vale yaestásmedioprendío.
Empecé esa misma noche, después que Mercedes se durmió,
le apliqué anestesia local, tomé el bisturí y usando mis mejores
técnicas de connotado cirujano, brillante y famoso, le cercené
el dedo meñique. Lo guardé en una sustancia especial y me fui
a casa de Daniela. Después que hicimos el amor ella se dur-
mió, entonces también aplique anestesia a su dedo meñique,
lo corté primorosamente con el bisturí y añadí con pavorosa
precisión el meñique de Mercedes; los puntos de sutura y las
curas sin vendas, fue cosa de rutina. Regresé volando a casa y
repetí el procedimiento implantando el meñique de Daniela,
en la mano de Mercedes. Al día siguiente ninguna de las mu-
jeres notó nada, ni siquiera el matiz que diferenciaba ambas
epidermis, ¿Qué te parece?
	 -¡Ujú!
	 -García repítenos la misma ración de pasapaloschamo-
queestánfull, Capote quiere que le pongas más queso. Ahora
bien Capote, es necesario seguir elaborando la anécdota, abul-
tando la ficción con nuevas circunstancias. Resulta que el Dr.
Rodríguez, repetí el procedimiento noche tras noche, trans-
planté así los dedos de la mano derecha, después la izquierda,
seguí con el brazo y el antebrazo, no transplantaba grandes
porciones del cuerpo para evitar sospechas en ¿mis pacientes
o mis mujeres? Noté que conforme iba cambiando cada parte
de los cuerpos de Mercedes y Daniela, también iba cambian-
do su carácter, me explico, Mercedes con parte del cuerpo de
Daniela comenzaba a portarse cariñosa, dulce y comprensiva,
me esperaba en las noches con champaña en la heladera y ves-
tida con ropa interior sexy, a veces hacíamos el amor hasta el
amanecer, por el contrario, Daniela, con partes del cuerpo de
Mercedes, cada vez se hacía más arisca y odiosa, se molestaba
Julio César Blanco Rossitto
18
cuando la visitaba en su casa y me recriminaba hasta cuándo la
tendría de amante. ¿Capote te estás durmiendo?, discúlpame
pero pensé que te dormías. Total que el tipo transplanta casi
completamente a las dos mujeres y en una de esas que está re-
gresando a su casa, después de la penúltima sesión operatoria,
se mata, sí Capote, no te asombres por lo inesperado del caso,
el Dr. José Silverio Rodríguez perece en un accidente que pue-
de ser automovilístico o es víctima de unos delincuentes que
tratan de robarle el auto y le disparan un balazo en el hipocon-
drio, ¿existe ese órgano Capote, tú sabes si existe García?
	 -¡Ajá!
	 -El final tiene que ser arrechísimo- García se ha
instalado en otra silla de la mesa y se queda a escuchar el
cuento que seguía por entregas cada vez que se acercaba
a prestar servicio- Capote, recuerda que si el final no
da el opercautelcoñazoenlapropiciaelcarajazoenlameratorre,
entonces se muere el cuento, no Capote, el cuento es el que
se muere, recuerda que Silverio Rodríguez ya está muerto, no
Capote, te he dicho que Rodríguez no es el psiquiatra, el que
estás muerto eres tú Capote. Vamos contigo García, resulta
que se presenta una querella judicial para exigir la herencia del
Dr. Rodríguez. Ambas mujeres alegan ser la legítima esposa del
difunto, ¿qué cómo se dieron cuenta de los transplantes?, tú sí
estás pila García, así me gusta, resulta que el día del accidente
del Dr. Silverio Rodríguez, llevaba un lunar de Mercedes, que
debía insertar en Daniela para culminar la tarea, el pobre no
pudo hacerlo, así es como se dieron cuenta las mujeres. Sin
embargo García, el juez no se creyó la historia y obviamente
el tribunal ordenó le fueran entregados todos los bienes a la
legítima esposa, es decir, Mercedes que ya no era Mercedes
sino Daniela. ¿Qué te parece García?
	 -Zzzzz...
Una gota de sangre sobre las sábanas
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MIENTRAS DUERMO EN LA OFICINA
Inspeccionó con sumo cuidado el tambor oxidado del
revólver, observó el percutor renegrido, lo colocó ante sus ojos,
miró el cañón hueco y oscuro. Pienso que el espacio es una
doble posibilidad de la existencia donde nos reproducimos
exactos con señas particulares y pequeños animales roedores
de la conciencia. Me asomo a la ventana, los viejos árboles
dejan descansar la tarde sobre sus hojas. Recorrió la plaza con
mirada vaga, fijó sus ojos en la estatua del prócer que sujetaba
una espada con la mano derecha y un código con la izquierda,
arrastró la mirada por un camino de piedras que llegaba a una
fuente, tosió; aún sostenía el hierro frío: pequeño y húmedo
molusco. Observo a la señora que pasea un dálmata, el perro
levanta la pata y se orina entre los setos que flanquean el cami-
no, la señora le llama y el animal corre hacia sus piernas.
Poco después llamó su atención un hombre robusto,
de calva incipiente que estaba sentado en un banco de la plaza.
A pesar de la distancia creyó percibir su perfume o el aroma
de la loción de afeitar. Lo notó indefenso, confuso y agotado
por una larga jornada de trabajo en la oficina, pensó que sin
duda alguna aquel hombre se suicidaría. Lo presiento en sus
ojos, en la nariz aguileña que duerme sobre su boca, debe te-
ner unos sesenta años o quizá es más joven. Sin pensarlo salgo
corriendo para auxiliarlo, en mi carrera imagino la actitud del
hombre al llegar a su oficina; desprecia subir las escaleras, se
apoya en una pierna, ladea su cabeza, toma impulso, siente la
tensión en sus pantorrillas, respira, se auxilia con una mano,
sube la otra pierna, sostiene el maletín, piensa en el informe
Julio César Blanco Rossitto
20
al gerente, alcanza otro escalón, nuevamente el dolor en la
pantorrilla. Imagino su agobio al abrir la puerta, lo imagino
dejarse caer sobre una silla que suelta un chillido esmirriado
de gata herida, lo imagino hojeando las carpetas del archivo
con un desgano de siglos (informe mensual, control de visitas,
estados financieros, flujos de caja, minutas de reunión...), lo
imagino sumiso, sin proponerse vulnerar el tejido sedoso que
recubre la rutina humana, ni intentar salvarse de los chismes
de oficina, las piernas de la secretaria, el culito de la secretaria,
el humo del cigarrillo, las camisas descoloridas del mensajero;
lo imagino sudoroso, con el terror a cuestas, con la angustia
comiéndole los ojos y con mi angustia de no alcanzar a decirle
que no lo haga, que hay esperanzas. Cuando llegué a la plaza
el hombre ya no estaba.
Esa noche fue a casa de Totó. Había bordeado la Bo-
lívar contra la costumbre de allegarse por la Ferriar, doblar en
la plaza Farreras y enfilar por un callejón sin nombre que lo
conducía a la casa de Totó. “Te digo que el tipo quiere acabar
con su vida, lo vi en sus ojos” Totó, flaco, con ojeras, apoya la
barbilla entre los muñones de las manos, los brazos descansan
sobre sus rodillas, escupe, entorna los ojos “Pero, ¿tú lo cono-
ces?”. Él balancea la cabeza casi a punto de caer de sus hom-
bros, el sudor le brilla en la frente, levanta el vaso, bebe un
trago seco que le desgarra la garganta “No, pero estoy seguro
que piensa hacerlo. Lo imagino girando el tambor del arma,
la mirada en fuga, desprendida, la intención segura; levanta el
revólver, coloca en su sien el círculo frío y oscuro de la pun-
ta del cañón, no piensa, no siente, no quiere sentir, aprieta
el gatillo, suena el click seco del percutor sobre la recámara,
¡coño, te digo que se va a matar!” Totó sonríe con burla, el
alcohol ha posado un rictus estúpido en sus labios, la voz se le
ha tornado más profunda, prolongada, como un corazón atra-
pado en una lata de conservas, le sigue el juego. “Si dices que
no lo conoces, que apenas recuerdas su cara, ¿cómo pretendes
encontrarlo? ¿Cómo me dices que gira el tambor del arma en
un fatídico cras, cras, cras, la mirada en fuga, desprendida, la
intención certera”. Él se tambalea, siente molestia en la ingle.
Oculto bajo la camisa lleva el revólver. Una bombilla desparra-
ma una luz acuática sobre los dos hombres, afuera los perros
Una gota de sangre sobre las sábanas
21
ladran rompiendo la noche, lo que tiene de cáscara, su nuez.
Totó continúa: “¿Por qué me dices que no piensa?, no siente,
aprieta el gatillo, suena el click seco (y podría decir diminuto,
infinito, concluyente, sintético, abismal) del percutor sobre la
recámara, ¡Bang!”
	 Toda la mañana estuvo inquieto en la oficina. Había
llovido con densidad torpe de paquidermo. A través de la ven-
tana el sol auspiciaba un gris azulado. Sintió el frío hierro del
revólver mordiéndole la cintura, estaba tenso como una cuer-
da lentamente torcida por sus extremos. La tormenta quebró
de golondrinas el cielo, las tijeretas rasgaron la ventana con un
creyón inocente, el viento golpeaba los algarrobos de la plaza.
Hacía frío o quizá tenía un frío interior que le agarrotaba todo
el cuerpo. Pensó en tomar la guía telefónica (Gutiérrez, María;
Gutiérrez, Mario; Gutiérrez, Marlon; Gutiérrez, Natividad;
Gutemberg imprenta...), llamar al azar para preguntarle a su
interlocutor: ¿piensa usted suicidarse? Sonrió, aceptó que era
estúpido e infantil. ¿Y si daba parte a la policía?, no tendría
pruebas, no podría siquiera describir a la posible víctima.
	 Caminó varios días por las calles próximas a la pla-
za tratando de encontrarlo, se atrevió a llamar a la puerta de
varias casas vecinas (Calle Bolívar 119, Qta. Luisita, le aten-
dió un niño. Calle Bolívar 121, la señora de pelo corto, con
el gato siamés de ojos cagones. Calle Bolívar 123, Consulto-
rio Regaldía, no le atendieron...) pero resultó infructuoso. Se
propuso no dar crédito a sus cavilaciones sin embargo le era
imposible borrar de su mente el clic del percutor golpeando la
recámara, la bala saliendo libre, portadora de muerte, colibrí
metálico en busca de la rosa de la vida. Exhausto regresó a
la oficina, se dejó caer sobre la silla, inclinó su cuerpo hacia
atrás como sumergido en un barril de gelatina, cerró los ojos,
pudo verse a los sesenta años, solitario, inquieto, esquilmado
por la artritis (se apoya en una pierna, sube la cabeza, toma
impulso, siente tensión en las pantorrillas) pudo verse infe-
liz, carcomido por los días innobles que matan lentamente,
agotado entre informes, papeles de contabilidad, el culito de
la secretaria con sonrisa de bagre tras los lentes de mariposa,
pudo verse inspeccionando con sumo cuidado el tambor del
arma, el percutor renegrido, colocarlo ante sus ojos, revisar
Julio César Blanco Rossitto
22
el cañón, apoyarlo contra la pared helada de sus sienes; pudo
verse sin pensamiento, vacío como un saco, y pudo apretar el
gatillo, escuchar el click seco del percutor cayendo sobre la re-
cámara y finalmente oír el ¡bang!, horrendo y estrepitoso de la
puerta abierta por su jefe, molestísimo, arrechísimo por hallar
al contabilista durmiendo en su puesto de trabajo.
Una gota de sangre sobre las sábanas
23
MÁSCARAS
Mortimer me saludó como si no me hubiera visto.
Abrí la puerta de la oficina y sentí una bocanada de aire hela-
do que me hizo temblar por segundos. Arrojé el maletín sobre
el escritorio e inmediatamente huí hacia la cocina en busca de
un café que me calentara el alma. Allí estaba Grecia, adiposa y
pálida como un elefante de cerámica, en esta ocasión sus ojos
eran negros (usaba lentes de contacto que se los tornaban en
verde íngrimo) y sus manos flotaban en el aire como marione-
tas suspendidas por hilos delgadísimos adheridos a un cuerpo
voluminoso y deforme. Tampoco pareció haber notado mi
presencia; tomó una taza, sirvió café y añadió una pastillita
edulcorante; dejó la taza sobre el tapete y se retiró moviendo
las nalgas exuberantemente. Salí al pasillo, alcancé a mirar la
silueta de Mortimer sentado en su escritorio hurgándose los
orificios de la nariz, él no podía verme porque no lo permitía
una columna interpuesta entre nosotros. Tenía muchos años
en la corporación, era un hombre sigiloso con facciones de
foca y ojitos indefinidos; normalmente te dejaba con las pala-
bras en la boca mientras saltaba inquieto a realizar cualquier
otra actividad. Sorbí el fondo de la taza, cerré brevemente los
ojos, tiempo suficiente para recordar a Dalila levantándose de
la cama sin saludarme, aún estaba enojada por una discusión
de días atrás cuyos motivos en estos momentos he olvidado,
escuché sus gargarismos al cepillarse y el borbollón del water
descargando, salió del baño y de la habitación como si yo no
existiera; estuve tentado de acercarme a ella, abrazarla y besarla
mordisqueándole los labios, reducirla sobre la cama y hacerle
Julio César Blanco Rossitto
24
el amor con furia, como nos gusta después de las discusiones;
no lo hice, seleccioné la ropa que iba a usar, me vestí pacien-
temente y salí de la habitación, pasé frente al cuarto de los
niños, la puerta inusualmente estaba cerrada (¿estaría con ellos
Dalila?) y no quise entrar a molestarlos; no sé si habrán notado
el ruido de mi auto al salir del garaje.
La llegada de Alberto me rescató de mis cavilaciones,
nos miramos a la cara pero él volteó quizás para no saludarme.
Lo vi avanzar sobre el otro pasillo con sus bracitos de tirano-
saurio; la barriga se le adelantó varios segundos al trasponer la
puerta de su oficina. Regresé a la mía.
Con voluntad heroica me sobrepuse al marasmo que
me aplastaba, tomé algunos papeles de la bandeja de escrito-
rio, habían quedado pendientes desde el viernes pasado, entre
ellos la relación de prenómina que enviaba el departamento
de personal, noté que no estaban mis datos, tomé un bolígrafo
rojo y los coloqué en letra de molde: Daniel Segundo Rive-
ro León, cédula de identidad 10.385.422. Ese día me retiré
tarde, al llegar a casa sentí que Dalila estaba encerrada en la
habitación de los niños viendo televisión, pasé sin hacer ruido,
luego de un baño y sin cenar, me acosté.
Esa mañana al llegar a la oficina vi en el lobby a Mor-
timer y Alberto conversando con el Gerente General, hombre
de modales refinados casi femeninos, trajeado siempre en gris,
camisa de cuello almidonado y blanquísimo, anillo de oro en
la mano izquierda y brazalete en la derecha, sonrisa de bisonte.
Hicieron que no me habían visto pero sé que tramaban algo,
me pareció escuchar mi apellido y las circunstancias aquellas
referidas al informé que elaboré, por solicitud de la junta di-
rectiva, que delataba las sandeces de algunos funcionarios del
departamento de operaciones. Particularmente Mortimer lucía
excitado, brincaba sobre sus piernas delgadas y extremadamen-
te largas como un púgil que evade los golpes del contrincante,
por su parte Alberto, con las dos manitas de dinosaurio entre-
cruzadas sobre el vientre hidrópico, asentía con movimientos
de cabeza, mientras el Gerente General fumaba intensamente
diluyéndose el rostro entre espirales de humo.
Cuando entré a la oficina sorprendí a Grecia hurgando
entre mis cosas, sin embargo no se inmutó en lo más mínimo,
Una gota de sangre sobre las sábanas
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tomó el plumero y siguió su tarea de limpieza, de forma ame-
nazante la miré a los ojos (esta vez verdes), ella miró a través
de mí como si no existiera o fuera transparente; para disimular
y facilitarle la huída la saludé, no respondió, tomó la escoba y
como de costumbre salió batiendo su inmensa cola.
Quise llamar al Gerente General para enfrentarlo, noté
que mi nombre había sido borrado del directorio telefónico,
así también del staff de empleados. Me acerqué a la oficina
de Mortimer y Alberto (compartían un área de cuatro por
tres metros, un verdadero desorden de cosas acumuladas so-
bre anaqueles polvorientos donde colgaban hojas amarillentas
de periódicos viejos); a pesar de sus confabulaciones deseaba
hacer las paces, firmar un armisticio; ellos conversaban acerca
del nuevo proyecto que había iniciado la corporación. Para
ganar su indulgencia y luego de saludar (saludo que no co-
rrespondieron) expresé mis consideraciones sobre el proyecto,
noté con estupor que no me escuchaban, parecía como si no
estuviera allí, como si no pudieran verme, hice esfuerzos por
hacerme sentir, me senté sobre el escritorio, tomé un lápiz y
bosquejé algunas ideas sobre una hoja blanca, todo fue inútil;
salí corriendo.
Al pasar frente a la puerta del Gerente General me
armé de valor, entré y casi tras los buenos días le dije que no
soportaba esta situación, que sólo había cumplido con mi de-
ber al realizar el informe a la junta directiva, él conservó su
posición sobre la silla ejecutiva y sin interrumpirse continuó
llenando el crucigrama de la revista Gerencia Proactiva.
Traté de calmarme, regresé a mi oficina, tomé el male-
tín e intentando no pasar desapercibido demoré una eternidad
hasta salir por la puerta principal del edificio de la corporación.
Mientras conducía a mi casa, tuve la certeza de estar soñando,
estaba seguro de tomar el ascensor, digitar el número diez,
ingresar a mi apartamento, llegar a mi cuarto y conseguirme
durmiendo junto a mi esposa; pero no fue así. Todavía, a esta
hora de mediodía, ella comparte alegremente el almuerzo con
nuestros niños, mientras arrellanado en el sillón del comedor,
con el maletín sobre mis piernas y tamborileando los dedos
sobre la mesita para fumadores, los miro indiferentes.
Julio César Blanco Rossitto
26
Una gota de sangre sobre las sábanas
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LA MUERTE POR TODOS LOS RINCONES
DÍA UNO
Ya no huelen a madera porque los hacen de metal, tú
sabes, los alcances de la tecnología; sin embargo los pintan
igualitos y cualquiera cree que son de madera, además por
dentro las presentaciones son las mismas, vienen bien acol-
chaditos, algunos con sedas muy finas y cojines orlados con
aplicaciones y encajes, para que te sientas como si estuvieras
descansando en una cama mullida. En cuanto al espacio dis-
ponible, no se percibe ni avances ni atrasos, sigue siendo el
mismo de todo el tiempo, a menos que se trate de alguien
sumamente obeso (he visto casos) y tengan que hacerle uno
a la medida, de manera que no hay que echarle mucho cere-
bro para no sentir angustia ni claustrofobia. Por supuesto que
es una cuestión de costumbre, virtud de todos los animales.
No voy a negar que en principio quieras salir corriendo, pero
poco a poco te vas acostumbrando y llega un momento, que
como todo, donde veías defectos, comienzas a ver virtudes.
Por ejemplo, una de las cosas que descubres es tu soledad, pero
no aquella soledad amarga y triste que inventaron los poetas y
los músicos (en general los artistas), sino una soledad menos
conflictiva y más amiga, de la que no tienes que avergonzarte
y que por el contrario te sirve para muchas cosas. También
descubres el verdadero don de la individualidad, que no tiene
nada que ver con el egoísmo (porque de seguro nadie querrá
estar contigo ni acompañarte, aunque digan y juren lo con-
trario) y puedes consagrarte entonces a las más sabias elucu-
Julio César Blanco Rossitto
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braciones que no servirán para nadie ni para nada. Como no
puedes dedicarte a la lectura, ni a jugar un solitario de cartas,
ni a ver televisión, entonces te pones a pensar (sí, a pensar
como los buenos, a llenarte de ideas la cabeza) En principio
comienzas a recordar a grandes rasgos el pasado, y cuando lo
has recorrido todo, empiezas a enumerar detalles como el día,
la hora, la temperatura, el sabor de algún alimento, el olor de
algo, el sitio exacto donde ocurrieron los hechos, los nombres
de las personas que estaban en ese momento, hasta que te ves
en la necesidad de entrar en los más mínimos detalles como las
dimensiones del bolsillo de la camisa que fulanito de tal usaba
el día martes 25 de octubre del año tal, a la hora tal, cuando
estábamos comiendo helado en la Fuente de Soda Lucetti de
la Avenida El Rosario en...(no te niego que a veces te agotas e
intentas dormir pero sabes que no puedes dormir porque estás
dormido).
Después vienen los juegos de palabras como aquel de:
Si el Arzobispo de Parangaricutirimicuaro,
se quiere desarzobispoparangaricutirimicuarizar,
aquel que lo desarzobispoparangaricutirimicuarizare,
buen desarzobispoparangaricutirimicuarizador será.
Hasta que logras decirlo bien (quise decir pensarlo) y
sin equivocarte en 30 segundos, 25 segundos, 20 segundos, 15
segundos, 10 segundos, 8, 7, 5, 3, ¡record 0.8 segundos! (creo
que nadie podrá romper este record aun cuando no tengo for-
ma de comprobarlo)
Luego se te ocurre decirlo de atrás para adelante
Parangaricutirimicuaro de Arzobispo el si
Desarzobispoparangaricutirimicuarizar quiere se
Desarzobispoparangaricutirimicuarizare lo que aquel
Será desarzobispoparangaricutirimicuarizador buen
Y comienzas a reducir el tiempo en que lo dices hasta
batir otro record de ¡0.3 segundos!
Después te dedicas a inventar palabras como:
Pernicardiomasteursilianisticamente
Que obviamente tendrás que decir al revés
Etnemacitsinailisruetsamoidracinrep
Para quitarle las vocales empezando por la A
Etnemcitsinilisruetsmoidrcinrep
Una gota de sangre sobre las sábanas
29
Por la E
Tnmcitsinilisrutsmoidrcinrp
Por la I
Tnmctsnlsrutsmodrcnrp
Por la O
Tnmctsnlsrutsmdrcnrp
Finalmente por la U
Tnmctsnlsrtsmdrcnrp
Y así concluir que todos los muertos son rusos.
DÍA DOS
Cuando te aburres de jugar con palabras, entonces te
da por jugar con otras cosas, por ejemplo, hoy soy un perro.
Esto no debe sorprender a nadie porque algunos quieren ser
una estatua, un automóvil, un jarrón chino, un lavamanos y
...¡hasta una poceta!. No es cuestión de criticar a nadie, pero
yo podría comprender que alguien, cansado de la vida, quiera
hacerse insensible (aunque propiamente hablando, dudo que
aquí uno sienta algo) y desee ser una piedra (como Rubén
Darío en su poema Lo Fatal); o prefiera ser un árbol, que en
todo caso es también un ser vivo (¿todavía, en el lugar y las
condiciones en que estamos, podemos seguir considerándo-
nos seres vivos?) y entregarse a la contemplación (se puede
decir que los árboles contemplan sin ojos) y al capricho de la
naturaleza para que meza sus hojas, le bañe con los rayos del
sol o de la luna, le acaricie con una llovizna fresca y tierna
o le arranque de un solo tajo con una tormenta inclemente.
Pero, que alguien quiera ser una poceta para recibir los miaos
de todo el mundo, para soportar la mierda, la inmundicia y
los pedos de grandes y chicos, ¡eso no puedo comprenderlo!
En todo caso, repito, hoy soy un perro. El primer
reto obviamente es caminar en cuatro patas, compleja técni-
ca que aparentemente resulta muy sencilla, y no es así. Se-
guro que Papá me estaría diciendo que todo lo hago difícil,
que siempre le busco las cuatro patas al gato (Papá, sin duda
alguna, esta vez, al menos por esta vez, es al perro), que soy
un flojo y un inútil, pero él siempre me está diciendo esas
Julio César Blanco Rossitto
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cosas y en parte es por eso que decidí hacer lo que hice y
estar donde estoy (aunque tampoco fue por culpa de él. No
quiero hacerme víctima de nadie, ni siquiera de Papá que fue
mi verdugo). Cualquiera pensaría que un perro debe mover
las patas delanteras como un hombre mueve sus piernas, y
repetir con las traseras lo mismo. Lógicamente por ser cuatro
patas debes sincronizarlas todas, de manera que mientras dos
avanzan, dos permanecen inmóviles, como apoyo, para lue-
go a su vez moverse. Esto hay que hacerlo rápido y sin equi-
vocarse porque terminas de bruces en el suelo. También es
importante que las patas traseras lleven una trayectoria lige-
ramente sesgada respecto a las delanteras, es decir, no vayan
unas exactamente detrás de las otras porque sino chocarían
o tendrías que caminar dando saltos como un canguro (y he
dicho varias veces que soy un perro y no un canguro). Es vi-
tal que aprendas a rascarte detrás de las orejas con una de las
patas traseras, para eliminar cualquier tipo de parásito como
pulgas o garrapatas. Una vez que has capturado al enemigo
y cae al suelo, debes atraparlo con tus dientes y triturarlo
sin compasión, porque sino esperará que te vuelvas a echar
en el sitio de costumbre para trepar encima de ti y seguir
succionando tu sangre. Las moscas, mosquitos y zancudos
los apartas batiendo las orejas, la cabeza o el cuerpo según
sea el lugar donde estén molestando. Si tienes que sacudir
el cuerpo, que sea con elegancia, te paras firme en las cuatro
patas y como si recibieras un corrientazo en la punta de tu
hocico, comienzas un movimiento de torniquete o tirabuzón
que pasa desde la cabeza al cuello, la curvatura de la barriga,
y finaliza en la cola. Este mismo movimiento es el que usas
para secarte después del baño o cuando te mojas. Procura
siempre hacerlo cerca de tu amo y disfrutar de uno de los
momentos más placenteros que tiene la vida perruna...
OTRO DÍA
Una de las cosas que me gustaría hacer es morder a mi
Padre. Es sabido que el perro es el mejor amigo del hombre;
que nuestra nobleza y fidelidad al más superior de los animales
Una gota de sangre sobre las sábanas
31
(superioridad que a veces queda muy en duda) han sido so-
metidas a prueba; incluso hay una frase atribuida a Schopen-
hauer que se ha convertido en lugar común. (¿Cuánto habrá
sufrido un perro para querer morder a su amo? No debería
hablar de sufrimientos para justificar mi deseo de morder
a mi Padre. He dicho que no quiero culpar a nadie de mis
acciones, ni se especule sobre las causas que motivaron mi
comportamiento. A ti Papá no creo haberte querido más de
lo que tu a mí y en eso he sido ecuánime) La mayoría de los
perros, como los hombres, procuramos ser gregarios, seden-
tarios y domésticos, sin embargo cuando es necesario, tam-
bién respondemos a nuestros bajos instintos. Yo sentiría un
gran placer por abalanzarme encima de mi Padre, derribarlo
y hundir mis colmillos en sus nalgas, sentir como penetran la
carne blanda y adiposa de sus glúteos, desgarrar sus músculos
y degustar el sabor salado de la sangre que chorrea mi boca.
Tengo la impresión de que morder no es una acción
que caracteriza exclusivamente a los perros, más bien el sexo
nos hace diferentes. Lo he experimentado con mi deseo de
ser perro. Para esto, resulta muy útil y necesaria la agudeza
del sentido del oído y del olfato, que te permiten percibir
cuándo una perra está en celos. Ellas dan chillidos a veces
imperceptibles para los humanos, te ruegan que te acerques,
que roces tu cuerpo con el suyo, pases tu lengua por su sexo
tumefacto. Tú procedes entonces a marcar el territorio ori-
nando en la pata de los árboles, en los portones de las ca-
sas, en las llantas de los autos, con eso le dices a cualquier
otro pretendiente que estás dispuesto a todo, y si aún no se
convence, te queda el recurso de enseñarle los dientes o de
pelearte con él a dentelladas. En los momentos culminantes,
luego que la has montado, el acto debe ser lo más canino po-
sible, nada de ternuras ni cosas por el estilo, te apoyas en las
dos patas traseras y con las delanteras le oprimes el estómago,
si intenta zafarse (a algunas les agrada hacer creer que no te
desean) la muerdes por el cuello, y finalmente la penetras
hasta quedar anudado, y ella (¡delicia de las delicias!), halará
hacia un lado y tú hacia el otro, mientras tus líquidos inte-
riores la rebosan.
Julio César Blanco Rossitto
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UN DÍA MÁS
Ser un perro constituye una gran ventaja porque
siempre te vas a morir como un perro, aunque como hombre
debí morir de cáncer. Cuando alguien comenta que murió su
perro, muy difícilmente suele preguntársele la causa de esta
muerte, es tácito y sobreentendido que puede ser de viejo, de
una parvovirosis, atropellado por un automóvil, envenenado
con matarratas, o con un tiro en la cabeza al enfrentarse a un
delincuente. La muerte en los hombres (aunque hay quienes a
veces piensan lo contrario, estadísticamente está demostrado
que todos los hombres somos mortales) constituye un acon-
tecimiento diferente a la muerte perruna. El hombre acostum-
bra adornar la muerte con una serie de circunstancias y hechos
que si bien es cierto la merodean y circundan, al final no dejan
de ser meros fenómenos colaterales. Uno de estos fenómenos
es precisamente la causa de la muerte (que no debería tener
ninguna importancia, porque cuando estás aquí te das cuenta
que resulta banal saber si te moriste con una puñalada en el
estómago o de un paro cardíaco), pero como toda causa tiene
una causa primera, se sobreentiende que alguien o algo está
detrás de esa causa y decide qué tipo de muerte te correspon-
de. Admitamos que Dios está involucrado con esa causa pri-
migenia, por tanto es él quien planifica la forma en que debes
morir.
Según lo que Dios tenía planificado para mí, yo, como
buena parte de mi familia, (y esta circunstancia produce en mí
algunas dudas sobre la originalidad creativa de Dios, al menos
en cuanto de muertes se trata) debí morir con un cáncer que
por un buen tiempo me obstinara la existencia hasta que, a
pesar de los esfuerzos de la medicina, de sus avances y logros,
culminara en metástasis. Mi pecado está en haber cambiado
el proyecto que el Ser Supremo me tenía reservado, y haya de-
cidido ser el autor y actor de mi propia muerte, sin medir las
consecuencias que una decisión de este tipo haya tenido, no
sólo en mí, sino en mi entorno.
Cuando decides que vas a morir por tus propias manos,
sin querer, entras en una competencia con Dios, por cuanto él
lo sabe todo y nunca podrás ocultarle nada, de manera que es
Una gota de sangre sobre las sábanas
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muy difícil intentar tomarlo de sorpresa o mientras está dor-
mido (¿acaso Dios duerme?) y decirle de pronto, ves como si
pude inventarme una muerte original. ¿Cómo suicidarte antes
de que Él se adelante a tus propósitos y en medio de las múl-
tiples ocupaciones que debe cumplir, decida pulsar el switch
de la máquina de la muerte que te devorará y te hará pasar
a la vida eterna?. Allí está quizá el gran reto porque Dios es
ubicuo y está en tu cuarto, debajo de tus sábanas, en tu ce-
rebro, incluso en los sueños que tuviste, los que has tenido y
los que ni siquiera has soñado tener algún día. Dadas estas
circunstancias, no te queda otra cosa que llenarte de astucia y
comenzar a jugar con la muerte para que Dios no te tome en
serio, y como en la fábula del pastor de ovejas y el lobo, el día
menos pensado, cuando Dios esté descuidado, o tenga flojera,
o esté durmiendo (¿es que acaso no duerme nunca, al menos
un ratito, digamos que una fracción de segundo?) le das una
sorpresa y te le apareces allá en el cielo tumbándole la puerta
a San Pedro.
Es por esta razón que los suicidas tenemos intentos
fallidos que nuestros familiares y amigos entienden (por su-
puesto que luego de cometido el suicidio y nunca antes, cir-
cunstancia que a veces me hace pensar en una solapada com-
plicidad), como gritos desesperados para llamar la atención o
para pedirles auxilio, sin sospechar siquiera que con eso lo que
intentamos es tomar por descuido a Dios y ganarle la partida.
Todo suicida tiene muchos planes para su muerte, re-
conozcamos que al menos dos, pero mientras falla con uno, en
el fondo lo que está es realmente armando y preparando con
meticulosidad matemática el verdadero plan que sin posibili-
dad alguna de fracaso, lo llevará a desayunar con Papá Dios...
CUALQUIER DÍA
Yo fui suicida y no soy una excepción de la regla. Hoy
en día (¿qué día es hoy?...¿hoy es un día para mí?), no recuerdo
exactamente la cantidad de planes que preparé, sin embargo
pasaré a relacionar (confieso que por estrictos fines pedagógi-
cos), algunos de los que considero más notables. Conviene se-
Julio César Blanco Rossitto
34
ñalar primero que durante esos días (¿fueron días o años?, ya
no lo recuerdo) que planifiqué mi muerte, siempre me acom-
pañó la tristeza como una especie de nube de plomo que
rodeaba mi cabeza y me pesaba en el alma al punto que hasta
sentía una presión en las bolas. No sólo en la ingle percibía
sensaciones extrañas, sino en todo mi cuerpo. A veces sentía
como si estuviera buceando en un gran lago de aceite denso
y dorado como la miel, dentro del cual me movía como un
pez, es decir, no me ahogaba, sin embargo la presión del
líquido generaba en mí la angustia que de un momento a
otro dejaría de respirar y no podría evitarlo; por esa razón
nadaba en todas direcciones procurando una salida, pero el
lago se extendía infinito. En esos días, levantarme de la cama
era una verdadera proeza, tenía que sobreponerme y recibir
la vida en cada sorbo de aire que penetraba por mis narices,
hasta que descubrí que para poder encontrar un sentido a mi
existencia, debía comenzar a buscar la muerte por todos los
rincones, se ocultara donde se ocultara, así fuera debajo de
los muebles de la casa, en los recodos de alguna habitación, o
en medio de una avenida crucificada de luces. Generalmente
se piensa que la muerte se consigue fácilmente y no es así, es
escurridiza, astuta y hay que armarle trampas en todos lados.
Precisamente, armar esas trampas era elaborar con lujo de
detalles las circunstancias que rodearían mi muerte.
Primero debía seleccionar el tipo de muerte que me
daría, porque no es lo mismo darse un tiro en la sien que en-
venenarse o morir al estilo bonzo. Esta decisión tiene mucho
que ver con el estado en que deseas quede tu cuerpo. Parti-
cularmente (y en esto pueden considerarme narcisista), nun-
ca quise lacerarme o desfigurar mi cuerpo; por consiguiente
descarté suicidios aparatosos como lanzarme de un edificio,
prenderme fuego, chocar un camión con mi vehículo o aplas-
tar mi cabeza en una trituradora de basura. Pensé ahogarme
con una bolsa de plástico (This bag is not a toy. Keep out of the
Reach of the children), pero me pareció demasiado infantil.
Luego opté por envenenarme con algunas pastillas (nunca
con ácido o algo similar, sólo cuestión de feeling) y hasta las
llegué a comprar en la farmacia, sin embargo corría el riesgo
de que alguien me encontrara a tiempo y me auxiliara (lo
Una gota de sangre sobre las sábanas
35
que no estaría mal; después de todo dicen que los suicidas
siempre, con nuestros intentos fallidos, queremos llamar la
atención. Estoy seguro que no es mi caso). Finalmente decidí
que me daría un tiro en la sien. Tenía entonces un problema,
debía obtener un arma de fuego, así fue necesario documen-
tarme sobre qué tipo de arma conseguir. Dediqué semanas
a investigar los detalles más mínimos sobre marcas, calibres,
métodos de fabricación, mantenimiento, precios, e incluso
elaboré un inventario de las personalidades notables que se
habían suicidado con armas de fuego, llegando a tener un
registro de 10.567 casos (aún recuerdo algunos que me pare-
cieron notables: Cornelius Vanvalkenburg, pintor expresio-
nista nacido en Colonia quien en 1921 se tragó treinta balas,
suicidio que consideré como una versión de muerte por arma
de fuego más que un envenenamiento; Vittorio Strafalari,
modisto veneciano, dueño de un taller notable ubicado en la
Lista di Spagna, muy cerca del Ponte di Scalzi, quien por un
desencanto amoroso con Guillielmo di Pasco, joven noble de
la vecina Padova, decidió encerrarse un día del año 1936 en
el segundo piso del Albergo Adua y darse un tiro, lo curioso
del asunto es que cuando subieron el recepcionista y la co-
cinera luego de escuchar el estruendo, lo consiguieron en el
estertor de la muerte con el cañón de la pistola metido en el
culo y una flor sanguinolenta en el ombligo por donde había
salido el proyectil y del cual manaba una sustancia pastosa
de olor nauseabundo que no podía ser otra cosa que mierda;
y finalmente el ciudadano de origen cantonés y habitante del
barrio chino de Nueva York, Yan Si-kiang, quien en 1897 y
a sus longevos noventa y nueve años, se descerrajó un tiro en
el ojo izquierdo cuando se convenció de que a pesar de be-
ber, en grandes cantidades y durante muchos años, pócimas
y brebajes producto de sus investigaciones alquimistas, no
alcanzaría la inmortalidad ).
Una vez que había conseguido el arma comencé a
seleccionar el lugar donde me dispararía. Descarté darme un
tiro debajo de la barbilla, en la boca, en el corazón, hasta
que decidí volarme la tapa de los sesos, es decir, darme un
tiro en la sien. Confieso que me sentí atraído por emular la
forma en que lo había hecho alguno de los casos registrados
Julio César Blanco Rossitto
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en mi archivo (siempre descarté la manera ominosa en que lo
hizo el modisto veneciano. Detrás de todo acto suicida hay
varios mensajes póstumos, no sólo el que suele dejarse escrito
-Sergei Esenin, el poeta ruso escribió una carta con su propia
sangre, luego de cortarse las venas en el Hotel Anglater de
Moscú- sino también el que transmiten las circunstancias
particulares de la muerte), pero luego los deseché por pare-
cerme suicidios hiperrealistas y egocéntricos. Quedé conven-
cido entonces de que mi muerte debía ser sencilla, más bien
trivial.
También era pertinente escoger el día, la hora, el lu-
gar y esto hay que hacerlo con mucho cuidado, por lo co-
mentado anteriormente sobre el metalenguaje de la muerte.
En esto agoté cierto tiempo considerando si debía pegarme
el tiro en casa de algún familiar cercano o donde un amigo.
Concluí que el mejor efecto lo obtendría en el hogar de mis
padres donde había transcurrido mi vida (debo aclarar que
en mi intención nunca intenté falso dramatismo, soberbia
o masoquismo; por el contrario, el acto que iba a cometer
debía ser, más que premeditado, aséptico). Una vez resuelto
lo del lugar, decidí dejar lo del día y la hora al azar.
Y fue así de sencillo, el día menos pensado, luego de
consumirme una botella de whisky (no para envalentonar-
me, sino porque sería la última vez), de fumarme una caja de
cigarrillos (nunca había fumado pero tenía el presentimiento
que no podría hacerlo jamás en otro lugar), de desnudarme
(para entregarme a la muerte en las mismas condiciones en
que llegué a la vida), tomé el arma y con mano firme (bueno,
quizás no tan firme, con cierto temor) presioné mi sien dere-
cha con el cañón gélido, lloré durante varios minutos (pensé
en mi madre, prefiguré su rostro crispado al recibir la noti-
cia, su garganta seca y su corazón paralizado por fracciones
de segundos, vi a mis hermanos, a mis amigos, en especial
Manuel Mattera con quien solía jugar al ajedrez, pero sobre
todo te vi a tí, Padre, imaginé el rictus de tus labios, el tic
nervioso de tus ojos y tus manos nadando en el espacio como
dos anguilas en lucha, te vi caminar de un lugar a otro sin
atreverte a llegar hasta mi habitación y ver mi cuerpo desplo-
mado, las rodillas juntas, el torso inclinado en una ridícula
Una gota de sangre sobre las sábanas
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pose de grulla adormecida, y el hilo de sangre manando del
orificio con entrada y salida que dejó el proyectil). Me reí.
Apreté el gatillo.
Julio César Blanco Rossitto
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Una gota de sangre sobre las sábanas
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FAMILIA DE VACACIONES
A Memo Antonio y Mandoca
En la penumbra recuerdo su voz: usted sabe vecina,
me lo cuida. No se preocupe, lo deja en buenas manos. Las
guirnaldas del árbol de navidad atrapan todo mi interés. Ella
continúa explicándome los secretos de su torta negra mien-
tras yo muerdo un pedazo deleitándome con las almendras,
nueces, fruta confitada. Además, le añado orejones de duraz-
no, pera y manzana, previamente picados en trocitos y mace-
rados en ron por tres días. ¿Seguro que se porta bien? Hago
esto por usted. Se lo garantizo. Antes lo dejaba con Flor, es
encantadora y su marido ni se diga, pero también viajarán
por estos días para estrenar el carro que compraron ¿Qué
le parece ese modelo? No he respondido cuando arremete
con el secreto de su torta de auyama, me sirve un pedazo,
admito que es excelente. Nuevamente los detalles y secretos
del postre se me pierden en las nebulosas: mi vista, mis oí-
dos, mis manos, mi mente toda se abstraen en el pequeño
tren de juguete que gira en torno al pie del árbol navideño.
Gabriel, con sus hermosos ojos grises y cabello de oro, ha-
bla con el maquinista que está acompañado por un pony de
crin rosada, un elefante verde con orejas algodonosas y un
monito suspendido en una de las ventanas. Desde que Raúl
le trajo ese regalo, bueno Raúl no, el Niño Jesús, Gabriel
pasa horas enteras jugando. Él es más tranquilo que Gabriel.
Sirve Coca-Cola en dos vasos con hielo, primorosamente me
Julio César Blanco Rossitto
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extiende uno. ¡Salud! A Gabriel lo ves tranquilo pero es un
diablito que adoro. Mis ojos duermen por segundos en los
ojos grises de Gabriel que me mira emocionado. ¿Quieres
montarte en el tren? No te preocupes, que mis amigos no te
harán nada. ¿Adonde van?, respondo. Lucía suelta un chilli-
do excitada de alegría al notar la simpatía del niño hacia mí.
Le digo que Él es mil veces más dócil que Gabriel. Se van
para Isla Azul, el carro apenas se lo entregaron esta semana,
había pensado en dejarlo con ellos, sobretodo por Flor que es
tan cariñosa y ¡dígame su marido!, insiste. Cuenta conmigo
Lucía, lo cuidaré como un hijo, no tengo invitados, además
sabes que vivo sola.
	 Parece que no hubiera nadie, tengo varios días vi-
niendo en las mañanas, demoro el corto trayecto desde mi
casa contando piedritas blancas en el camino, abro la reja
que da al jardín y luego la puerta de madera, desactivo la
alarma y vuelvo a cerrar. La penumbra diluye los colores y
las formas, me toma algunos segundos acostumbrar la vista
hasta que emergen los objetos como iceberg, titubeo, doy
algunos pasos, poco a poco recobro los contornos: el árbol
de navidad, el tren de Gabriel. El niño no está pero conservo
en mi mente su sonrisa y sus ojos brillando como dos llami-
tas suspendidas en el aire; extiendo la vista al corredor que
da a las habitaciones, mis pies me conducen a la cocina. Mi
memoria degusta nuevamente las porciones de torta que me
dio a probar Lucía.
Todos los días ocurre lo mismo, se diría que no hay
nadie pero no deja comida y casi termina con toda el agua.
Es muy tímido y seguro que cuando escucha la llave en la
puerta sale a esconderse. Los primeros días sólo reponía el
agua y comida y me marchaba, pero me fui habituando a la
casa y me atreví a explorar aún más sus rincones. Demora-
ba entonces mi vista detallando los cuadros con motivos de
cacería y naturalezas muertas que adornan el living, hurgaba
en los gruesos tomos de la biblioteca que meramente decora-
tivos (no parecen haber sido hojeados nunca) armonizan con
piezas de cerámica en gres. Detenerme en los pormenores de
los retratos de familia constituía todo un rito: Lucía y Carlos
el día de su boda. Lucía embarazada y Carlos a su espalda
Una gota de sangre sobre las sábanas
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enlazando los brazos sobre el vientre de ella. Gabriel recién
nacido embutido en un moisés de mimbre. Lucía, Carlos
y Gabriel construyendo castillos de arena a la orilla de una
playa y finalmente, en un portarretrato imitación de marfil
con incrustaciones doradas, toda la familia junto a Él.
	Ayer lo vi por primera vez, debe haberse quedado
dormido que no salió corriendo a ocultarse, casi me da un
infarto al verlo tendido detrás del sofá. En principio no lo
había notado, me puse a hojear uno de los tomos de la enci-
clopedia Barsa, cuando mis ojos descuidadamente fueron a
dar a un bulto que aumentaba y disminuía de volumen con
la respiración: era Él. Permanecí un rato con el libro entre
mis manos, sin producir ruido para no despertarlo. No me
atreví a verle el rostro.
Dicen que la soledad es de piedra, pesada y obsce-
na como un animal prehistórico. Siento pena por Él, no
digamos que lástima porque desde pequeña, mi padre me
enseñó que era un sentimiento repudiable. Lo veo retozar
silencioso, hastiado del tiempo; sin embargo, todo parece
cambiar cuando nuestras miradas se cruzan, sus ojos refle-
jan una ternura aterciopelada, en ese momento y aunque
sea por un instante creo que es feliz, que somos felices.
No he regresado a la oficina en estos días, argumen-
té que estaba enferma, estoy hastiada de los mismos salu-
dos serviles y las comidillas de los compañeros de trabajo.
Hace algún tiempo me siento como una condenada, casi
me acerco a las personas gritando ¡soy una impura! como
hacían los leprosos en la Edad Media. Ni siquiera soporto
al fofo de Petrizzi cuando me halaga mostrando sus incisi-
vos detestables. Cuando no lo conocía bien, llegó a parecer-
me un gordito simpático, de cachetes mofletudos y bigotito
esfumado. Me trataba con gentileza, llevaba café y galletas a
mi escritorio y me prestaba el periódico. Un día se atrevió a
invitarme a cenar. Hoy todo ha cambiado, descubrí que era
casado y que hacía comentarios con sus amigotes alardean-
do de nuestra relación. Pero Él es diferente, no es locuaz,
pero su mirada dice mucho. Esta mañana después de repe-
tir el ritual de desactivar la alarma, quitar el doble cerrojo
de la puerta, atravesar el pasillo, mirar el árbol de navidad,
Julio César Blanco Rossitto
42
las fotografías de familia, me atreví a acariciarlo.
Anoche no volví a casa, encendí el televisor pero
no le presté atención. Estaba concentrada en las fotogra-
fías de familia: Lucía, con bata maternal; Carlos, todo un
poema, abrazándola con sus brazos velludos que culminan
en manos regordetas e infantiles. Hurgando entre las cosas
de Lucía (todavía recuerdo sus besos de despedida, las re-
comendaciones para cuidar de Él y aquella confidencia que
me hizo estremecer sin que ella pudiera notarlo: “quedas en
casa, eres parte de la familia”) había conseguido un álbum
de fotografías, mientras las miraba una de mis manos lo
acariciaba con ternura.
Decidí quedarme hasta que ellos regresaran, llamé
nuevamente a la oficina, mentí sobre los motivos de mi au-
sencia. Nada me importaba más que estar con Él para que
no se sintiera solo, para que notara que alguien (y ese al-
guien era yo) lo quería y que estaba dispuesta a dejarlo todo
por hacerle compañía. Veíamos el álbum de fotografías, una
y otra vez, hasta que ya no era Lucia la que acompañaba a
Carlos, abrazaba a Gabriel, adornaba el árbol de navidad,
sonreía con el rostro pálido por las secuelas del parto, apa-
gaba las velitas de la torta de cumpleaños de Gabriel. No,
no era ella siempre feliz y radiante. Era yo.
Desde el lunes empezamos a dormir juntos, me acu-
rrucaba a su cuerpo sintiendo su respiración acezante. Su
calor era tierno. Las noches se me hacían largas mientras
Él dormía plácidamente; por lo general me levantaba de
madrugada a preparar el café, asear un poco la casa y luego
hojear el álbum de fotografías. Las huellas del trasnocho
se hicieron evidentes en mi rostro y en los ocho kilos que
se habían descolgado de mi cuerpo dejándome las carnes
flácidas y un caminar felino.
Lucía, Carlos y Gabriel regresaron el domingo. Un
poco de maquillaje, falda ancha y larga y una chaqueti-
ta con hombreras, lograron ocultar los desmadres en mi
cuerpo. Durante largo rato me contaron sus aventuras de
vacaciones que no escuché. Mientras, lo miraba quieto en
el rincón, indiferente a lo que sucedía a su alrededor. El eco
de sus voces me las llevé a casa, también la inmensa tristeza
Una gota de sangre sobre las sábanas
43
de abandonarlo en aquella soledad cómplice que me des-
compuso el rostro de lágrimas cuando abrí la puerta de mi
apartamento.
Julio César Blanco Rossitto
44
Una gota de sangre sobre las sábanas
45
FALANGES
		 Para María Alejandra
Soy el número de historia 625-A, carpeta roja (caso
crítico), año 88. El Dr. V. Peñaloza, consultorio 4-B, 4to.
Piso, psiquiatra, me ha dicho sin mirarme a los ojos y mien-
tras llenaba otros detalles de la historia: amigo mío, su caso es
sumamente grave y la única solución que hemos convenido en la
junta médica, es amputarle ambas manos. Antes intentó dar-
me una definición técnica de mi ¿enfermedad?, mediante una
¿exposición de motivos o diagnóstico?, en el que destacaban
las palabras fijación fálica, reflejo condicionado (sí, aquel mis-
mo de Pavlov, el famoso médico ruso que experimentaba con
perros), retrospección uterina, inmadurez congénita y cuanta
frase, digna de un congreso de neuropsiquiatría, se le ocurrió.
Por supuesto que veo el ¿problema? desde un ángulo
distinto, si se quiere más elemental: consiste en succionar los
dedos medio y anular con pasmosa fruición. Por cierto que
me resisto a usar la expresión mamadeo por considerarla soez y
peyorativa. Es obligatorio confesar que tengo cinco años asis-
tiendo de manera infructuosa a la terapia del Dr. V. Peñaloza,
psiquiatra, por recomendación de la que había sido mi décima
novia antes de abandonarme por no soportar, al igual que las
anteriores, el persistente Chuí-chuí-chuí que desolaba nuestras
citas amorosas. Todavía recuerdo el asombro de los pacien-
tes que esa tarde colmaban el consultorio 4-B, 4to. Piso, Edf.
La Lucía del Dr. V. Peñaloza, psiquiatra, una verdadera emi-
Julio César Blanco Rossitto
46
nencia. Yo (pronto sería el número de historia 625-A, carpeta
amarilla, etapa de exploración) permanecí indiferente succio-
nando mis dos dedos de la mano derecha y cambiando a la
izquierda cuando se me agotaba el brazo.
Hasta esa tarde, cuando atravesé la puerta del consul-
torio, mi vida había estado signada por un ¿acto reflejo?, tér-
mino del Dr. V. Peñaloza, que a mi entender, no había causa-
do trastorno alguno a mi personalidad. Lo hice en la primera
infancia, se mantuvo durante el ¿estadio oral tardío?, fue más
persistente en mi niñez, tanto como quizá en la ¿vida intrau-
terina?, pero menos en la adolescencia, cuando pasó inadverti-
damente a la juventud y luego a la madurez.
Toda la vida se me vio con los dos dedos (¿he dicho que
el índice y el anular?) enchufados en la boca y succionándo-
los en un Chuí-chuí-chuí letárgico. Posiblemente mi primera
novia inició la ¿caracterización? de un ¿síndrome dramático?
cuando me pidió que dejara la insana costumbre, sino tendría
que romper conmigo. Lo intenté, por Dios que lo intenté, tal
como se lo referiría años más tarde al Dr. V. Peñaloza, psiquia-
tra, consultorio 4-B, 4to. Piso, Edf. La Lucía. Esa noche lle-
gué a casa y me hice amarrar las dos manos al borde de la cama
tratando de imposibilitar el acceso de los dedos a mi boca.
Al día siguiente fueron varias las oportunidades que rechacé
la tentación de succionar los dedos y cuando casi me sentía
triunfador, en el instante en que lamía una barquilla que se de-
rretía entre mis dedos, terminé por botar el helado a la basura
y besarme los dedos con la misma pasión con que lo hicieron
Clark Gable y Vivien Leight en Lo Que el Viento se Llevó.
Hace dos meses que me amputaron las manos y colo-
caron en su lugar unas prótesis de goma látex. El Dr. V. Peña-
loza, psiquiatra, expuso mi caso en el Utah Psiquiatric Hospi-
tal, en un congreso internacional de psiquiatría clínica obte-
niendo grandes aplausos. Por mi parte estoy feliz y tranquilo,
claro que extraño mis dedos índice y anular, sin embargo, el
sabor del pulgar de mis prótesis ha sustituido con excelente
eficiencia mis anteriores falanges.
Una gota de sangre sobre las sábanas
47
FABRICANTE DE SUEÑOS
Decidí subir la calle Constitución a pie, detuve el auto
frente a la tienda, donde, cuando niño y camino de la escuela,
me detenía a conversar. A mi izquierda, silencioso y persisten-
te, el río discurría con pasmosa calma. Desde las playas visibles
por el intenso verano, subía un calor terrible que demoraba las
cosas haciéndolas más pesadas. Muy lejos, la silueta del puente
desfallecía entre la bruma vaporosa de la tarde. Miré el reloj,
eran las 2: 40 y caminar resultaba una verdadera proeza. No
desistí, avancé lentamente sobre la acera derecha donde estaba
la escuela de artes plásticas. Poco más adelante, sobre una fa-
chada derruida, una placa de bronce ruinoso indicaba que allí
había sido asesinado un prócer de la independencia. La me-
moria me llevó a correr en pantalones cortos, bulto de cuero
y zapatos colegiales, detrás de Miguel que me retaba a llegar
primero al colegio. El sudor comenzó a correr copiosamente
por mi cuerpo; pronto, sin darme cuenta llegué a la plaza, allí
estaba restaurado el edificio de la vieja escuela de mis primeras
letras, había sido mudada, ahora servía de sede para un museo
de historia patria. Crucé la plaza, nuevamente vi mis compa-
ñeros de infancia corretear entre los setos y ocultarse detrás
de las estatuas. Las campanadas de la catedral mancharon el
cielo de tordos frenéticos. Hice un poco de memoria, la casa
de Aquino debía estar por la calle Independencia que iniciaba
al sur de la plaza, ¿sería en la primera cuadra?, quedaba del
lado izquierdo, en el sentido oeste-este, de eso estaba seguro,
¿estaba seguro?
La canícula de abril me arrastró al interior de una puer-
Julio César Blanco Rossitto
48
ta de madera azul, enorme, de típico estilo colonial. Me hallé
en un pasillo angosto, el techo, sumamente alto, era un entre-
sijo de caña brava; al final otra puerta con adornos de esterilla,
sobre ella, en el dintel, pendía una trampa-jaula de bambú
para pájaros, estaba abierta de par en par. La puerta de esterilla
cedió al empuje de mi mano, entré y me dejé guiar por la luz
que se colaba desde una habitación. Colgado de una hamaca,
un hombre cetrino, de rasgos borrados, me recibió como si me
estuviera esperando desde siempre:
- Sólo me falta una palabra para completar el crucigra-
ma- dije cegado por las sombras del caserón.
Continúa- respondió agitado.-	
Pez fósil, tetrápodo vertebrado antecesor de los-	
reptiles.
Aquino alzó sus ojos invidentes hasta el lugar donde
provenía mi voz e inquirió:
Dame pistas.-	
- Tiene doce letras, tres son vocales: a, o, e y empieza
por la primera de ellas- A pesar de su ceguera creí ver un brillo
en sus ojos. Una sonrisa se le regó en los labios.
- Acanthostega. Ocupaba el tercer lugar entre los fósi-
les que registran la evolución de pez a vertebrado terrestre; lo
antecedían el Eusthenopteron y el Pandherichtys y precede al
Icthyostega. Actualmente ocupa el cuarto lugar en la cadena
de evolución de casi cuatrocientos millones de años porque se
ha añadido el Tiktaalik, una especie de pez cocodrilo plano
que podría haber llegado a medir tres metros de largo y que
fue encontrado en el Círculo Polar Ártico.
- ¡Magnífico!- exclamé- se nota que no has perdido
condiciones. Recibí tu carta. Aquí me tienes.
La habitación estaba atestada de libros, revistas, recor-
tes viejos de periódicos. El polvo y las telarañas configuraban
un ambiente caótico y triste; un reloj de pared registraba la
última hora señalada quién sabe cuándo. En esa habitación
podría haber sido inventada la antigüedad. A una señal de
Aquino, aproximé una silla a su hamaca.
-Pero nunca como en la escuela cuando nos iniciamos
en el reto de llenar crucigramas – respondió arrastrando las pa-
labras con nostalgia- Me han dicho que fue mudada, también
Una gota de sangre sobre las sábanas
49
que las antiguas escaleras de la catedral fueron enterradas bajo
una losa de concreto: son los borrones del progreso. Pero no
fue para eso que te hice venir, quiero obsequiarte mi bibliote-
ca, como habrás notado ya no me es útil.
La noche no fue impedimento para que el hombre, cuya
edad se veía notoriamente duplicada, trasegara los momentos
más intensos de su vida, incluso aquellos que nos reunieron
en los salones de primaria con nuestros guardapolvos blancos.
Llegado el momento, me atreví a interrogarle sobre su cegue-
ra; el relato que escuché, palabras más, palabras menos y que
mi desmemoria ha reconstruido, es el siguiente:
“Era finales de los setenta, había concluido el bachi-
llerato y por un error cometido en el número de mi cédula
de identidad – esto lo supe después- quedé excluido del siste-
ma de selección para ingresar a la universidad. Impulsado por
el ocio, que no por una verdadera necesidad económica, me
ocupé en diversos oficios: técnico operador de cine, ayudante
de cuentacuentos – un amigo contaba historias en las plazas
mientras yo recaudaba la propina- lector de cartas del tarot,
saltimbanqui, taumaturgo, numerólogo; con ninguno de ello
pude alcanzar fortuna hasta que vino una idea a mi cabeza,
sin demora, visiblemente entusiasmado, coloque el anuncio
en los periódicos de mayor circulación en la ciudad:
Fabricante de Sueños
Servicio Garantizado
Contactar Aquino Silente
Teléfono 82351
Superando todos los pronósticos, llovieron las llama-
das. El oficio consistía en construir sueños para los solici-
tantes, ellos me narraban sus fantasías, yo entraba en trance
y luego por un mecanismo que nunca logré explicarme, los
clientes soñaban con lujo de detalles las cosas que me habían
contado. Todo funcionaba a la perfección hasta que se acercó
a mi oficina un hombre alto, escaso de carnes, con la secuela
de una parálisis facial que le desmayaba el ojo izquierdo y le
propinaba un rictus salobre en la boca; me pidió algo, que
para una persona como él, sólo sería posible en el sueño. De
Julio César Blanco Rossitto
50
su cartera extrajo la fotografía de una hermosa rubia de figura
esbelta, senos pavorosamente inquietos, mirada promiscua y
cara de ángel que seguro podría garantizarle a cualquiera una
temporada gratuita en el infierno. Henry Cordell, mi cliente,
no sólo deseaba soñar con ella sino que en sus sueños, la chica
–pongamos por nombre Úrsula- se enamorara perdidamente
de él.
Estuve tentado en convencerlo de las dificultades de
su deseo, incluso en casos donde sólo el sueño puede forzar la
realidad; sin embargo, dejé hablar a mi astucia y al final con-
certamos una suma atrayente. Según el dictamen de Cordell,
quien ejercitaba una creatividad inusitada, comencé a soñar
con Úrsula, es decir, logré que él soñara ser escultor, alcanzar
la fama, solicitar una modelo y convencerla de posar: vestida
con un vaporoso traje de princesa rusa, con traje de andaluza,
con ligero vestido en tul, en bikini, desnuda. Las ambicio-
nes de mi cliente aumentaron y tuve que soñarlos en veladas
prolongadas después del trabajo, donde, el afamado artista y
la exquisita modelo, compartían whisky en la intimidad del
taller. Sin embargo, Henry Cordell no se atrevía a dar el paso
definitivo y demoraba tenazmente en devaneos amorosos. Así
fue como los labios pulposos de Úrsula, sus ademanes refi-
nados, su voz aterciopelada, me obligaron a olvidar la ética
profesional, echar de mis sueños a Henry Cordell y asumir el
descalabro de aquellos senos voluptuosos que terminaron por
derramarse en mi boca.
Todavía recuerdo el día, un martes 18 de abril de 19…
cuando Cordell, demudado el rostro, más por la rabia que por
la parálisis, se presentó a mi oficina. Pocas veces se adelantan
en los recodos de nuestra mente las palabras con que nos incre-
pará un enemigo: me dije entonces que era un traidor, que no
había cumplido con el trato, que le había fallado a mi cliente,
porque en el sueño de la noche anterior, contrariamente a lo
acordado, Úrsula confesó no sentir nada por Henry Cordell,
es más, lo aborrecía y estaba locamente enamorada de mí, de
Aquino Silente. Pocas veces también el infortunio se regodea
en la desgracia: estaba yo aprendiendo el arte de la fotografía,
fue suficiente que el furioso Cordell arrojara en mi cara un
recipiente con ácido que me dejó ciego para siempre.”
Una gota de sangre sobre las sábanas
51
Seguramente las campanadas de la catedral, el alboro-
to de las golondrinas, el frío de la madrugada y el trasnocho
rindieron al pobre Aquino que quedó dormido balanceándose
sobre la hamaca. Antes, se había despedido de mí entregándo-
me una tarjeta:
Aquino Silente
Prestidigitador
Teléfono 82351.
Julio César Blanco Rossitto
52
Una gota de sangre sobre las sábanas
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ERA UN LÍQUIDO CARMÍN
…la muerte revelará el sentido verdadero de las cosas
Murilo Mendes
Fue cuando sintió como un cordón de espinas ceñido
a los pliegues del vientre, se llevó las manos al lugar que le
hincaba y contrajo el rostro, por instantes tuvo la sensación
de caer en un pozo lleno de alas negras suaves de mariposas;
alguien se adelantó a sujetarlo pero era tarde, se había desva-
necido.
Bajo el ritmo pegajoso del son Negro oprime a la mu-
jer con lascivia los pechos de la hembra saltan al compás de la
música una mano cae sobre la nalga zarpazo eléctrico de sabo-
res o mordiscos Negro esta noche te como te robo la sombra
te abro una herida de luz boca nauseabunda a cerveza cuello
de mujer que te ruego penétrame apúrame la sangre dóblame
y Javier Solís quisiera abrir lentamente mis venas que se cue-
la empalagoso entre hombres dominós cigarrillos Negro ríe
sonríe deslíe rockola buscándote una teta chica no te resistas
déjate de vainas Sombras nada más entre tu vida y mi vida
Señor Javier Solís señorcito usted lo sabe todo un escalofrío
me recorre el cuerpo que te desnudo pierna sudorosa bikini
sudoroso que te deshago espanto telaraña trozo de guijarro
Negro Mujer con las ganas que nos tenemos y me quedé como
un duende temblando.
La bala penetró quemando mi piel. Embotado por el
ulular de la ambulancia, recuerdo a Rico en medio del verde
Julio César Blanco Rossitto
54
de los matorrales, gritando como Tarzán, ¡Aaaaaa!; recuerdo
los trabalenguas de las clases de filosofía en la universidad …
en suma, es bajo todo respecto una cualidad esencial del Ente Pri-
mero Necesario; recuerdo la muchacha que una vez me sonrió
desde la ventana de un autobús, que jamás volví a ver y que me
hubiera gustado como novia; recuerdo la bala abriéndose paso
entre mis intestinos; recuerdo al profesor Almeida: A ver ba-
chiller, explíqueme la estructura filosófica de un sistema teológico
que…; recuerdo otra vez paseando por las calles de mi pueblo
y observo a Rico como un mono sobre las matas de mango y
el profesor Almeida gesticulando con los ojos inyectados de
sangre, y la bala alojada en mis entrañas y el olor a alcohol,
las voces distantes de los paramédicos, las luces que se ciernen
por las ventanillas, el frío en las manos, la mente confusa, el
desvanecimiento, el desmayo.
En la mano arde la pistola. La detonación se escucha
entre los gritos de los manifestantes que corren a protegerse.
En la mano de Negro arde la pistola. Negro trasnochado, abo-
targado por las cervezas de anoche, por la mujer de anoche.
El sudor abre sus grifos en los cuerpos de los manifestantes.
Negro arde pistola en mano. Él cae en un pozo lleno de alas
negras de mariposas. La pistola. La mano.
Estaba sin fuerzas. Su sangre había quedado apelma-
zada sobre las sábanas como un líquido carmín. La tarde ha-
bía traído una llovizna suave de terciopelo; en la calle algunos
estudiantes portaban pancartas de duelo, dos banderas negras
coronaban los flancos de la entrada del viejo edificio del rec-
torado; en el centro de la plazoleta el féretro aprisionaba el
cuerpo, lo habían acomodado en el satén mullido con las ma-
nos sobre el pecho sosteniendo un crucifijo, él miraba desfilar
rostros de estudiantes junto al ataúd; le parecía una bufonada,
cosa de mal gusto estar metido allí; quiso olvidar, distraerse,
sintió ganas de orinar.
Las pruebas de balística están bastante adelantadas; una
vez obtenidos los resultados sabremos de donde vinieron los dis-
paros. El inspector dialoga con los periodistas con voz aper-
gaminada de vendedor de jarabes, coloca a horcajadas sobre
el escritorio una pierna amorcillada … En el fondo de la tie-
rra, envuelto en la penumbra, tuvo miedo, tenía los párpa-
Una gota de sangre sobre las sábanas
55
dos fríos y los labios secos, sintió sed… El inspector se pasea
como bisonte, sujeta el cigarrillo hacia el lado izquierdo de los
labios, nervioso sacude las cenizas, habla a Negro: ¡Pendejo!
¿Por qué disparaste? Sabe Dios qué vaina inventaremos ahora.
Eres un idiota, un insensato ... Lo embargó una inmensa des-
esperación cuando pensó que la tapa del ataúd podría ceder
dejando caer la tierra sobre sus ojos abiertos, tendría más sed,
se ahogaría… El Inspector grita: ¡Qué coño vas a llorar ahora!
Disparaste porque estabas arrecho; pero antes había dicho a la
periodista de largas piernas y hermosos ojos verdes: Señorita,
la acción individual de uno de nuestros agentes no compromete
la institución …Le pareció escuchar que alguien lloraba sobre
su tumba, que rasguñaban la tierra y sembraban flores, reza-
ban. Un líquido carmín le humedeció las piernas…El inspec-
tor, camisa empapada de sudor, dientes de ratoncito, sonrisa
mordiéndole la boca, increpa con desdén al reportero de ojos
saltones Algunos sectores violentos se amparan en la autonomía
universitaria para hostigar a las fuerzas del orden público …No
le respondían las manos, la cabeza le daba vueltas, la sed ponía
hojillas de acero en su garganta. Espantado sintió que algo
bullía en la superficie hinchada de su cuerpo, eran gusanos
negros, poderosamente negros y rugosos. Cuando los vio ce-
rró sus ojos y se abandonó al olvido convencido de que estaba
irremisiblemente muerto.
Julio César Blanco Rossitto
56
Una gota de sangre sobre las sábanas
57
EL ÁNGEL AZUL
¿En realidad había un halo azul flotando alrededor de
su figura? Las piernas largas, hermosamente perfectas, era difí-
cil no asociarlas con aquella imagen que recorrió el mundo en
1930: falda insinuante, medias de seda negra y una de aquellas
estructuras perfectísimas, alargadas y torneadas balanceándo-
se, como un péndulo hacia ambos lados, en un viejo barril del
cabaret. Creo necesario decir que esta primera impresión de
Raúl estaba aún incontaminada de rigor histórico. Sólo des-
pués sabría con exactitud el nombre del film: El Ángel Azul
(1930), de Joseph Sternberg y de la diva: Marlene Dietrich.
También es importante que se tenga conocimiento de que no
es cierto, como luego se especuló por allí, que nuestro amigo,
desde esa primera vez, quedó cegado por la belleza de Marlene;
por el contrario, la proyección de aquel filme en el cineclub
pasó casi desapercibida para él. Fue en una reposición, luego
de ver Morocco (1930) y Shangay Express (1932), de Sternberg,
cuando podemos afirmar que nació su pasión. Digo esto y me
consta porque lo acompañé en esa primera proyección. Venía-
mos dando tumbos desde la Av. Columbia, casi a la altura de
la Circunvalación 3, cuando de pronto a Eduard, el intelectual
del grupo, se le ocurrió empujarnos dentro de la oscura y cáli-
da boca del Cine Río. La función tenía minutos de empezada
y por eso digo que sólo después supimos que era la Dietrich
en su película El Ángel Azul. Al salir de allí el portero nos
entregó el programa previsto para el ciclo de películas de la ac-
triz alemana. La jornada terminó en el bar de Giusseppe, que
luego Raúl, según su estado anímico llamaría indistintamente
Julio César Blanco Rossitto
58
The Flame of New Orleans o Touch of Devil, refiriéndose a dos
filmes de Marlene. Ciertamente hay que reconocer que buena
parte de la discusión giró sobre el tema del cine en blanco y
negro, las inevitables alusiones a Chaplin, Douglas Fairbanks
y Greta Garbo –discusión en la que, vale decir, Raúl se man-
tuvo indiferente, batiendo persistente el hielo de su gintonic-
razón por la que afirmo, ya sin ambages y para concluir, que el
amor por Marlene Dietrich le nació al volver a verla en el rol
de la cortesana Lola-Lola con sus medias de seda negra.
Por cierto que así le llamaba él, Lola-Lola, mi Lolita o
simplemente Lili. Tenía en su habitación un hermoso póster
de la actriz en la escena ya mencionada de El Ángel Azul con
una dedicatoria escrita en la parte inferior del cromo, y que
era un fragmento de la carta de despedida que había dejado
Maiakovsky a Lili Brick. Personalmente lo sorprendí muchas
veces aturdido, atolondrando frente a la fotografía. Todavía
no había pasado lo que luego pasó y que ninguno de nosotros
nunca pudo imaginar. Incluso, fueron varias las ocasiones que
discutimos, bien por la calidad de las actuaciones de la Die-
trich, como por su belleza, puesta en duda por mí infinidad de
veces: un rostro pálido de altiva estirpe aria, demasiado alar-
gado, cabellera encrespada, cejas muy precisas y aquella nariz,
sobre todo eso, la nariz que culminaba muy ancha, casi inso-
lente sobre una boca que llamaría desastrosa. ¿Cómo puede ser
eso una diva? y entonces ¿dónde queda Marilyn Monroe? Pero
Raúl desestimaba mis opiniones y reía, reía, mientras lanzaba
besos al enorme póster de su Lili.
Fui yo y no Eduard quien dijo a los médicos, que Raúl
había hecho un archivo sobre Marlene que incluía fotogra-
fías, recortes de prensa, revistas, libros, filmes. Él insistía en su
especial predilección por The Devil is a Woman (1935), Car-
tas, de Sternberg; Ángel (1937), de Lubitsh, y A Foreign Affair
(1948), de Billy Wilder, pero ninguna como El Ángel Azul.
Gracias a esta película, decía, había conocido a Marlene, el
gran amor de su vida, que todos creíamos era Clarisa. Muy a
pesar de su pasión por la Dietrich, Raúl nunca aceptó, y esto
sí lo dijo Eduard a los doctores, la imagen de femme fatale que
tanto explotó la prensa y la industria del cine.
Felícito Estévez me contó, mucho antes de ocurrir lo
Una gota de sangre sobre las sábanas
59
que todos sabemos, la forma como Raúl convenció al opera-
dor del Cine Río, para que le complaciera en repetir diaria-
mente su ceremonial iniciático. Una vez finalizada la última
función, se escurría por la puerta que daba a una escalera
laberíntica para llegar al cubículo de cuatro paredes oscuras y
mohosas donde trabajaba Restrepo. El Flaco (como acostum-
brábamos llamar a Restrepo) lo esperaba con un inevitable
Vicerroy diluyéndole el rostro, cruzaban algunas palabras, se
servían café tinto de un termo sucio y grasoso antes de iniciar
la tanda de proyecciones hasta la madrugada. En principio
los dos hombres compartían los filmes donde actuaba la des-
garbada rubia de piernas interminables, luego, hundido en
un sofá, Restrepo se abandonaba al sueño hasta que Raúl lo
despertaba para cambiar el carrete del proyector y continuar
la película. Con el tiempo Raúl aprendió a operar la máqui-
na y no le fue necesario molestar al Flaco que dormía un
sueño plácido, prolongado y terso, casi eterno. Empezó así la
orgía de sombras y perfumes que envolvieron a Raúl en las
caricias de una epidermis blanquísima y la humedad de unos
labios remotos.
¿Serían el trasnocho constante, las hambrunas, la sole-
dad, que le enturbiaron la azotea al Raúl? Últimamente se le
miraba deambular ojeroso por los alrededores del cine hasta la
postrera noche cuando se dispuso a llevarse a la Marlene a su
cuarto. La ceremonia se repitió como de costumbre, pero una
vez dormido El Flaco, ocurrió lo inusitado (por cierto que esto
logramos compendiarlo de los rumores, versiones y chismes
que acompañaron a los sucesos): Raúl repitió por enésima vez
la proyección de El Ángel Azul y se mantuvo impertérrito has-
ta la escena donde aparece Lola-Lola sentada en el barril del
cabaret balanceando su pierna; en ese instante una bruma azul
ocupó toda la sala de cine, Raúl bajó corriendo hasta el pie
de la pantalla y esperó que la rubia saliera del enorme lienzo
blanco, alargando su mano hacia él. Luego nos llegó el comen-
tario que Raúl se la llevó y, a pesar de no poderse comprobar la
especie, se dice que Restrepo guarda celosamente una versión
de El Ángel Azul pero sin el Ángel, sin la diva que abandonó la
escena para siempre.
Muchos días después ocurrió el escándalo. Raúl no
Julio César Blanco Rossitto
60
salía de su habitación, sucedió entonces todo aquello de la
ambulancia, los enfermeros sometiéndolo, el llanto, la deses-
peración y los ruegos (que lo dejaran en paz con su amada),
también las declaraciones de Eduard, Restrepo y la mía. Sin
embargo, nadie comentó nada sobre el halo azul que vimos
esfumarse de la habitación, apenas abrieron la puerta.
Lo que ocurrió al día siguiente fue considerado por to-
dos como una mera coincidencia, quizá para aligerar el peso
de la culpa o por no dar crédito a la realidad que nos golpeaba
en las narices. Los titulares de los rotativos del mundo eran
precisos: París, mayo 6 (Reuter). Marlene Dietrich, considera-
da una de las más grandes divas del cine de todos los tiempos,
murió hoy (ayer) a los noventa años de edad, informó la Radio
Francesa. Un portavoz dijo que el deceso se produjo por apa-
rentes causas naturales…
Una gota de sangre sobre las sábanas
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CRÍA CUERVOS
		 	 A la memoria de Salvatore Rossitto
En principio no lo había visto. Me encontraba en un
momento de honda contemplación interior: la sutileza de
Pessoa, la furia de Ginsberg, la sórdida ambigüedad de Pound,
se habían mezclado mediante un proceso tan inexplicable
como azaroso, con los últimos acordes del Capricho Italiano,
esa suerte de dislocación de sonidos y timbales que hacen de
Tchaikovsky mi pasión de whiskys en las tardes. He dicho
que en principio no lo vi; estaba caminando por las veredas
del parque recordando a Margarita y sintiéndome un poco
Charlot, pero Charlot en realidad, con su sombrero de hongo,
su traje de pingüino y sus zapatos enormes proyectado hacia
el final de la ¿Polaroid o de la Kodak? mientras el círculo de
la imagen se cierra para dar sensación de soledad y distancia.
Estar caminando por las veredas, repito, con los ojos vagos,
undívagos (como decía Félix en el bachillerato, para imitar un
caballero del Siglo de Oro español) no significaba que real-
mente estuviera en el parque, sino más bien me sentía en las
oficinas tediosas de Pessoa o en los departamentos alocados
de Allen Ginsberg. Fue una cuestión de suerte para Él que en
ese instante mis ojos se perdieran en la maraña de los setos,
posiblemente atraído por las abejas que zumbaban en el em-
palagoso atardecer elíptico de las flores.
Parece que no me ha visto. El frío revela su constancia
y acicatea mis costados, ¿cómo será en los países invernales?,
Julio César Blanco Rossitto
62
se me ocurre pensar en Bruselas, pero sin duda en algo me
favorece estar en el trópico. Aún así, la lluvia de los últimos
días de agosto ha derribado mi hogar dejándome indefenso.
Pudiera pensarse que es culpa de mi madre, porque en nuestra
especie, el padre es una casualidad, un accidente del azar y del
espacio. He pensado en Bruselas y sus días grises de sol opaco,
allí debe haber muchos cables de alumbrado meciéndose en el
viento, arropados de plumajes tristes y picos silenciosos. Por
el contrario, aquí el calor es casi eterno, un permanente hervi-
dero deteniendo el viento. No estoy seguro si me ha visto, sus
ojos parecen extraviados.
Cuando bajé los párpados noté el nido en medio del
destrozo, el agua había azotado el entresijo de pajilla y algodón,
echándolo al suelo. Todavía, ensimismado por los poemas de
Pessoa, Pound, Ginsberg y aturdido por el canto, el jolgorio,
los platillos y los timbales de Tchaikovsky mordiéndome los
oídos, lo levanté del suelo y lo traje a la altura de mis ojos en
un acto casi reflejo.
Me alza en vilo con toda la fuerza que tienen los de
su especie, trato de acurrucarme y acentuar mi debilidad para
inspirar compasión, las escasas plumillas que cubren mi cuer-
po tiemblan por el frío; el pico se me deshace en el iris de sus
ojos lastimosos, sus manos enormes, temerosas de causar al-
gún daño, hurgan con cuidado entre la yesca del nido. Siento
el calor de esas manos, el ruido remoto de la sangre enroje-
ciéndole la piel. Me levanta hasta sus ojos (nariz impertinente,
cabello escaso, pómulos desleídos hacia las mejillas, comisura
de los labios lastimosa, huellas de un descuidado acné de ado-
lescencia)
Pudo haber sido mi estado de contemplación que am-
plificó su desmedro, lo tomé entre mis manos y con cuida-
do acaricié la pelusilla que cubría su cuerpo: ¡era una roncha
ardiendo entre mis manos! En su piel relampagueaban aros
tumefactos. Acaricié su cabeza de ojos y espanto, lo escondí en
mi regazo bajo la camisa, creo que sintió miedo.
Me protege debajo de su camisa, me abrasa el calor de
su cuerpo.
De camino a casa sentí leves caricias en mi dermis, un
suave escozor recorrió las fibras de mi piel.
Una gota de sangre sobre las sábanas
63
Comienzo a hurgar en su vientre, escucho del otro lado
el flujo de la sangre abriéndose paso entre las infinitas ramifi-
caciones de su sistema sanguíneo. Insisto. Lo más agradable es
el calorcito que emana de su dermis; pienso que le gustan mis
picoteos. Presumo que se debate en una sensación de dolor y
placer. Decido acometer con más fuerza.
Comenzó a hurgar en mi vientre, en dirección a mi
eje sagital (dorsoventral), comprometiendo mi epidermis en lo
que tiene de tejido fibroso. Sin explicármelo, pensé en La Lec-
ción de Anatomía del Doctor Tulp, de Rembrandt, volvieron a
pasar por mi mente los ojos estupefactos de los discípulos, las
manos musicales (en actitud de director de orquesta) del Dr.
Tulp, su mirada serena, engalanada por un sombrero de alas
voladoras; recordé el cadáver lívido, la sombra de los discípu-
los bañando la cara tétrica, el brazo esquilmado, la postración
de la muerte.
Parece no haber sentido nada. Una vez violentadas la
dermis y epidermis, dirijo mi objetivo inmediato hacia el pe-
ritoneo. Esa noche lluviosa y fría, él quedó dormido con sus
manos sobre el vientre haciéndome de regazo; fue así como
llegue al peritoneo parietal, embriagado por el sabor mixto de
la sangre dulce y la acidez áspera del tejido ceroso. Insatisfecho,
fui más adentro y abordé el peritoneo visceral. He penetrado
la cavidad peritoneal no sin temor. Un concierto de palabras
me ofrecen distintas opciones: mesenterio, mesocolon, replie-
gue peritoneal, duodeno hepático, epiplón gastrohepático y
epiplón gastroesplénico.
Al levantarme percibí un olor agrio, como de sangre
excretada por la carne de res que cuelga en los grandes refrige-
radores de las carnicerías. Sentí un ligero ardor en el vientre,
como aleteo de cigarrón. Al buscarlo sobre mi vientre, noté
que Él no estaba, es decir, sí estaba, pero no afuera sino aden-
tro. Levanté el pijama y observé un orificio violáceo y tume-
facto, pequeñas burbujas de pus bordeaban la herida. Experi-
menté pánico e intenté hurgar con los dedos para extraerlo. Al
tocarme, no pude resistir el dolor y perdí el conocimiento.
Este debe ser el duodeno. Dirijo mis picotazos en sen-
tido ascendente hacia el píloro, observo la curvatura superior
del estómago lindante con el bazo. Como un experto gour-
Julio César Blanco Rossitto
64
met, disfruto el sabor que me deparan las cuatro capas del
estómago. Me deleito con la túnica submucosa o celular, for-
mada por fascúnculos conjuntivos. Rompo el estómago, me
hundo en su vacío.
Luego del aturdimiento y el desmayo, abrí los ojos.
Rápidamente decidí vestirme y buscar auxilio, pensé en Mar-
garita. Al llegar a su apartamento me recibió amorosa, to-
mamos una copa y me hizo el amor. Al culminar su tercer
orgasmo notó el orificio violáceo que substituía mi ombligo.
Le expliqué lo ocurrido. Ella me recomendó tomar agua con
limón, una cucharadita de azúcar y un tantito de bicarbonato,
eso sí, tómatelo inmediatamente después de que haga efervescen-
cia. Chao Margarita, te amo, nos vemos pronto.
En la oficina enseñé la herida a Crespo: A mí me ocurrió
algo parecido, no hay que alarmarse, lávala con agua oxigenada
y luego te aplicas rifocina. Para el malestar nada como el bicar-
bonato. A Josefina Ramírez: Eso no es nada para lo que yo tenía.
¿Conoces la hoja de ruda? Te aplicas una cataplasma en la zona,
le enciendes una vela azul a Santa Sofía, rezas tres Padrenuestro y
publicas un clasificado en la prensa agradeciendo el favor recibido
A Pedro García, Rosa Ruiz, Idelfonzo Samperio…
Me llamó la atención un órgano pulposo, marrón o
morado muy oscuro. Esta víscera está cubierta con una capa
fibrosa llamada Cápsula de Glisson, que le da consistencia. Aca-
ricié la tersura de esa fibra, rica en vasos sanguíneos y capilares,
al morderla me amargó un líquido bilioso. La emprendí en-
tonces con la vesícula biliar, en busca de un órgano reticular
llamado páncreas. Me detuve un instante y percibí que cada
región recorrida en su interioridad, aumentaba mis fuerzas,
me hacía poderoso. Decididamente enfilé hacia el páncreas.
El doctor me dice que tengo una deficiencia pancreáti-
ca aguda, producto de una severa pancreatitis, lo cual hace que
este órgano, amigo mío, no segregue insulina y usted debe sa-
ber que la insulina regula la concentración de azúcar en la san-
gre, sin lo cual el plasma es invadido por los llamados cuerpos
cetónicos. Sí doctor, pero mire esta herida en mi ombligo. No
se preocupe, haremos una cura y sanará. Por cierto, sus exá-
menes revelan insuficiencia biliar que dificulta la asimilación
de grasas y una inflamación pilórica. Doctor, pero si le cuento
Una gota de sangre sobre las sábanas
65
que esto me ocurre desde que estando en el parque, caminan-
do por sus veredas y recordando a Margarita…Le daré una
referencia para el Dr. Ballesteros, es muy buen psiquiatra.
Por último pensé que mi objetivo era el corazón, ór-
gano musculoso, hiperactivo, que se aloja en la parte superior
izquierda de la caja torácica. Para lograr mis propósitos, tomé
la ruta de la arteria mesentérica inferior que me condujo a la
aorta y finalmente al corazón. El triunfo me vistió de frío.
Encontraron mi cuerpo seco como un cartón, presen-
taba una abertura longitudinal en el eje transversal y otra en
el eje dorsoventral o sagital. Todos mis órganos exhibían sig-
nos de mutilación y desgarramiento por picotazos. El corazón
estaba partido en dos y seccionadas las venas cava superior e
inferior, la aorta y la arteria pulmonar. También se apreciaba
una perforación que comprometía la válvula tricúspide en la
aurícula derecha. Sin embargo, el informe médico fue muy
escueto: Individuo caucásico, piel áspera, ojos inofensivos, muerte
natural. El parte policial hacía referencia a la conservación de
la naturaleza, de las especies ornitológicas en peligro de extin-
ción y de varios pichones de un ave desconocida que habían
sido encontrados junto al cadáver: Las avecillas presentaban
un lastimoso estado de debilidad por anorexia. El zoológico de la
ciudad conservó un par de ellas y obsequió algunos ejemplares a
varios ciudadanos que voluntariamente se ofrecieron a contribuir
con la protección de la fauna.
Julio César Blanco Rossitto
66
Una gota de sangre sobre las sábanas
67
CORREO DEL AMOR
Emilio Espósito no sintió turbación alguna; el pájaro
se había estrellado con un golpe seco contra el vidrio de la
ventana que estaba a sus espaldas. Sin voltear y parándose del
escritorio dijo: ¡Se jodió! Otro que no le funcionó el sistema de
radar. Mario Cárdenas le miró desconcertado, no había vis-
to lo ocurrido, sin embargo, minutos después cuando Emilio
Espósito regresó del jardín con el cuerpo agónico del animal
vibrando ante la muerte, le pareció algo de mal agüero y se lo
hizo saber. Cuando hubo terminado la jornada, el incidente
estaba olvidado por completo, más podía la cotidianidad y el
hervidero de gente que se agolpaba como sardinas dentro de
los ascensores, que la persistencia de un hecho fortuito. Emi-
lio Espósito bajó hasta el estacionamiento, encendió su auto
y enrumbó hacia su hogar. Antes se detuvo en una venta de
comidas rápidas, solicitó una hamburguesa, una caja de ciga-
rrillos y el vespertino de costumbre.
Al abrir la puerta, la humedad de su apartamento lo
recibió desprevenido, algunas virutas de polvo salieron dispa-
radas contra un inmenso espejo que agrandaba falsamente el
área. En efecto, la sala era pequeña, los muebles repletos de
periódicos viejos y revistas, estaban apilados como después de
una mudanza. Emilio Espósito cerró la puerta, colocó las lla-
ves en la repisa de la telefonera y se dejó caer exhausto en el
sofá. Cerró los ojos y durmió unos minutos, luego comenzó a
hojear algunas de las páginas de El Diario de la Tarde. La nota
le llamó la atención entre otras similares de la sección Correo
del Corazón:
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Una gota de sangre sobre las sabanas Julio César Blanco Rossitto

  • 1. Una gota de sangre sobre las sábanas 1
  • 2. Julio César Blanco Rossitto 2
  • 3. Una gota de sangre sobre las sábanas 3 UNA GOTA DE SANGRE SOBRE LAS SÁBANAS JULIO CÉSAR BLANCO ROSSITO
  • 4. Julio César Blanco Rossitto 4
  • 5. Una gota de sangre sobre las sábanas 5 UNA GOTA DE SANGRE SOBRE LAS SÁBANAS MALTIEMPO EDITORES MALTIEMPO JULIO CÉSAR BLANCO ROSSITTO
  • 6. Julio César Blanco Rossitto 6 1era edición © Julio César Blanco Rossitto. 2009 © Maltiempo Editores, 2009 Diseño y Diagramación: Reinaldo E. Rojas Merchán Fotografía del autor: Rafael Guillén Imagen de la tapa: Calle Constitución, Ciudad Bolívar. Fotografía toma- da del libro Historia de la Geografía de Venezuela, siglos XV-XX de Pedro Cunill Grau, editado por la Oficina de Planificación del Sector Universita- rio OPSU. Caracas, 2009 ISBN: Depósito Legal: lf25220098002746 Impresión: Italgráfica, s.a. italgraficasa@cantv.net Caracas-Venezuela N.B.: Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Josefina Da Cota Gómez por sus oportunas recomendaciones y precisiones a estos textos antes de imprimirlos.
  • 7. Una gota de sangre sobre las sábanas 7 Para Franca y Eduardo, por el mundo que me dieron
  • 8. Julio César Blanco Rossitto 8
  • 9. Una gota de sangre sobre las sábanas 9 UNA GOTA DE SANGRE SOBRE LAS SÁBANAS Era enorme el ahogo aplastante de la sombra sobre cada recodo de su cuerpo, insoportable la presión del vacío aherrojándolo bajo un cielo de penumbra. Repentinamente, Publio Maronis Calendius, se sentía como alzado por las grue- sas cadenas del puente levadizo que giraba sobre gigantescas ruedas, para caer de pronto como un bulto echado al foso, causando un ruido seco, prolongadamente fofo, que repro- ducía la atmósfera letal donde sobrevivía con dificultad. Lo salvaba el sueño. Se imaginaba caminando por el adarve que conduce a la atalaya desde cuyas almenas observaba los pája- ros azules que cruzaban el castillo todas las tardes. El deseo de libertad lo convertía en pájaro, en el torrente cálido y rojizo de un diminuto cuerpo volador que pugnaba por salir como canto, chocar con las paredes del alcázar y desaparecer en el viento. Sin embargo el sudor lo hundía en el desasosiego, una especie de angustia plástica que sometida a la presión de unos dedos, estaba a punto de resquebrajarse. Por eso, en medio de la desesperación y la soledad del encierro, Publio Maronis Calendius supuso que el escozor plá- cido y remoto que comenzó a sentir un día entre las piernas, era una manifestación más de su desaliento. No le prodigó ma- yor importancia, pero a la semana quedó desconcertado entre el temor y la alegría de salir corriendo a la explanada cuando, sumergido en una duermevela tediosa, escurrió la mano hasta su pubis y percibió un cayo pulposo que se encrespaba al mí- nimo roce de las yemas de sus dedos.
  • 10. Julio César Blanco Rossitto 10 En un comienzo no se atrevió a mirarlo. Su mano re- corrió cada intersticio, cada rugosidad, cada diminuta grieta mientras la imaginación le acompañó otro tanto figurándole características desconocidas. Pero grande fue la curiosidad y una tarde, acostado sobre los sacos del granero, embriagado por el olor alcohólico de maíz y habas fermentadas que flo- taba en el ambiente, se decidió a contemplarlo, pudo así ver el animalito que venía germinando entre sus piernas y com- probó, no sin asombro, que era diferente a todo lo que había imaginado. Solo cuando aquel órgano hubo alcanzado dimensio- nes satisfactorias, se atrevió a cambiar la soledad húmeda y aplastante del castillo por el bullicio de la ciudadela. Frecuentó entonces los lenocinios y las tabernas. Inicialmente le era di- fícil aproximarse a una mujer, las miraba con ojos perplejos, recorría las líneas de sus cuerpos ondulantes, sucumbía ante su almizcle, huía herido por el cristal de sus sonrisas. Se aventuró con la primera (mujer serena de rasgos famélicos) más para demostrar su condición masculina que por deseo: se extravió entre sus brazos, sucumbió en el vaivén de su cuerpo; la segun- da, surgió como una consecuencia inmediata de la anterior; la tercera, fue batalla para el guerrero, tormenta del náufrago; la cuarta, (morena y firme) resultó cisterna en el desierto; la quinta, inició el mito divulgando entre las damiselas de la ciu- dadela “que… él poseía la divinidad de los dioses” Desde entonces fueron muchas y se sintió bendito en- tre tantas mujeres. Ellas conjeturaban sobre la singularidad de los placeres que Publio Maronis prodigaba: algunas otorgaban predilección a un cosquilleo adolescente, un primoroso esco- zor que surgía desde el fondo de él y punzaba las fibras ner- viosas de ellas, otras le atribuían la potencia del tronco de los árboles, la dureza de las piedras, la persistencia del agua que perfora el suelo al caer de lo alto. Todas se confesaban esclavas de su embriagante himeneo. Una noche, una mínima mancha roja sobre las sábanas, advirtió un designio terrible; apenas podían verse sus bordes, la perfecta redondez de su obscena menudencia, sin embargo sus efectos no tuvieron límites, la turbación que produjo flo- tando con densidad de pólvora en todo el espacio se resumió
  • 11. Una gota de sangre sobre las sábanas 11 en una frase lapidaria: “Publio Maronis también rompía” Comenzó desde entonces la actitud huidiza de las mu- jeres. Cualquiera que se atrevía dejaba como trofeo una gota de sangre sobre las sábanas; fue así como notó que la protube- rancia brotada entre sus piernas, seguía creciendo irremedia- blemente. Le había resultado atractivo que el pequeño cayo evolucionara adquiriendo proporciones estimables hasta llegar a su esplendor natural, pero continuar en un crecimiento in- detenible le pareció espantoso. Volvió entonces al castillo, al ahogo aplastante de la sombra, la pastosidad del sudor, la tris- teza de los pájaros azules flotando sobre el adarve, saliendo por las almenas y estrellándose contra los torreones. Comenzaron luego a aparecer cadáveres de mujeres cuyo dolor se eternizaba en la sobriedad de unos rostros desvaí- dos de ojos vidriosos e inexpresivos, donde habrían muerto los últimos peces de la tarde. Las encontraban flotando despan- zurradas y tumefactas en las márgenes del río, con una común herida que brotaba de la comisura íntima de sus piernas. Un día cualquiera las mujeres asesinadas no apare- cieron más. Él nuevamente se había hundido en la soledad aplastante y mohosa del castillo, hipertrofiado por un ofidio voluminoso de escamosa cabeza cuneiforme que emergía del centro de sus piernas. El animal de lengua bífida se entretenía embriagando ratones con el vaho caliginoso que segregaba su boca, los trituraba y luego los engullía con pasmosa calma. Una mañana, el inmenso ofidio de aletas cartilaginosas que le flanqueaban los orificios de los oídos, se alzó amenazante expulsando una llamarada entre las fauces. Publio Maronis Calendius tembló aterrorizado ante aquel animal que lo ob- servaba con ojos de candela. Sintió el mordisco que paralizó sus miembros inferiores y ascendió vigorosamente hasta su cabeza. En pocos instantes, las paredes de piedra quedaron manchadas por la sangre que brotaba a borbollones, mientras el reptil destrozaba sus carnes. Al sentir sobre su hombro el llamado del capitán de siervos de palacio, Publio despertó del estupor del sueño, Pu- blio Maronis Calendius (68 adc), esclavo eunuco al servicio de su majestad la reina.
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  • 13. Una gota de sangre sobre las sábanas 13 ROJO DE CAPERUZA Me figuro su ojo inquisidor, sus manos descarnadas y temblorosas, sus brazos alargados como ramas de árbol que in- tentan atraparme, su carne yerma, vidriosa, herida por el frío. En la habitación contigua la escucho regurgitar, imagino es- trellarse su saliva oscura en un rincón. Afuera el aguacero gol- pea las láminas del techo, suaviza las tinieblas, lava la noche. Percibo el olor ácido de su vestido acartonado por el sucio de los días y pienso que decir “los días”, es atravesar una lámina delgada del espacio que nos deja atrapados, entre el gorgoteo del agua que busca su cauce y el rumor de la sangre que nos ata a los infinitos recodos del parentesco. Sé que la vieja (abuela, abuelita linda, ojitos de cara- melo, cuéntame un cuento) tiene oculto en algún lugar el di- nero que alimenta la sierpe de mi mano que acaricia su cabello plateado, acaricia el pelo del animal echado a sus pies (hocico húmedo, respiración acezante), acaricia la almohada para sen- tir el bulto y no está, acaricia el colchón, lo desgarra con un cuchillo cuando la vieja sale al fondo a orinar y el cuatropatas hediondo la acompaña (perrito bonito, animalito de Dios, fel- pa), voltea la cama patas arriba, la mesa patas arriba, excava el piso (son los bachacos abuelita), perfora las maderas (son las termitas abuelita) y no están las monedas. Pero mi mano no desmaya y hurga entre las cosas de la vieja que duerme o se hace la dormida (duerme abuelita, duerme bonita, muñequita) mientras el maldito cuadrúpedo, mamífero pulgoso, estúpido animal (sus ojos queman mi espalda como soles pequeñitos) me gruñe amenazante.
  • 14. Julio César Blanco Rossitto 14 Y así pasa el tiempo y un invierno arrastra otro invier- no que trae otra noche que se desmorona sobre el techo en un clan, clan, clan dulce y sonoro que duerme a la anciana (esta vez de verdad dormidita, de verdad pendejita) y al cuatropatas (redondo en el sueño, azul en el sueño, más estúpido y animal en el sueño); y no termino de conseguir el bojotico que me enfríe la sonrisa, me alumbre los ojos, me dé golpecitos en el corazón y desesperada, molesta, coloco la almohada sobre la cara de la vieja (duerme, duerme, duerme). Primero, una ligera vibración. Segundo, el pataleo desesperado y las ramas de sus brazos que intentan atraparme. Tercero, la sacudida de todo el cuerpo. Cuarto, una última tensión de cuerda a punto de romperse. Quinto, la cuerda se rompe. Con el cuatropatas fui más rápida; un golpe seco en el cráneo desbordó el chillido y el hilito de sangre. Cuando llegó la policía inventé aquello de por qué los ojos tan grandes abuelita, por qué esa nariz tan larga abuelita, por qué tus dientes tan afilados abuelita.
  • 15. Una gota de sangre sobre las sábanas 15 MONÓLOGO ENTRE ESCRITORES -Como te decía Capote- y al mesonero, gritándole entre el bullicio de los parroquianos y el humo del cigarrillo- ¡tráeme dos García, que estén como culoefoca!, como te decía Capote, el tipo, pongámosle por nombre Rodríguez, sí, Dr. José Silverio Rodríguez, está cansado de su mujer y no halla como deshacerse de ella y le da a esa cabeza y no te soporto Mercedes, vamos donde mi colega el Dr. Martínez Mostren- co, el psiquiatra, el que conociste en la reunión del Club de Leones, ese mismito, confío más en los psiquiatras que en los psicólogos, al menos son médicos, no nos dará fórmulas má- gicas, pero podrá orientarnos, tu sabes, explicarnos algún mé- todo de esos modernos que existen ahora con manual y disco DVD. ¿No te parece? eso no es raro en ti, no aceptas ninguna fórmula, ninguna vía. Podría añadirse Capote que el Dr. Sil- verio, como suele llamarlo Mercedes, ¿qué quién es Mercedes? ¡Coño Capote, no me estás parando bolas!, te dije que es la mujer del tipo. Silverio es gordito, más bien panzudo, que he decidido perder estos kilos demás, ya vienes con tus dudas que si tengo otra, que si me la paso en el gimnasio, que nunca salimos a divertirnos...Está bien Mercedes, vamos esta noche al cine a ver la película de Spielbierg que me dijiste el otro día; recuerda que hoy tengo clínica y posiblemente podamos ir a función de medianoche, ¿qué nada es perfecto y nunca tengo tiempo para tí?, chica pero trata de ser un poco comprensiva, recuerda lo que siempre me decías en mi época de estudiante, que los doctores deben ser profesionales sacrificados porque trabajan con personas y no con máquinas, ¿me oyes Mercedes?
  • 16. Julio César Blanco Rossitto 16 Y entonces Capote, el tipo concluye gritando antes de dar un fuerte portazo e internarse en las fauces de la noche, ¡no hay peor sordo que el que no quiere oír, si te da la gana me esperas vestida para las 10:30! ¿Te gusta Capote? -¡Ujú! -Te dije bienfríasmipana ¿o yaestásflay?; por eso prefie- ro El Celta, excelente servicio, pasapalos abundantes y carajitas con pantaloncitos cortos y el tetero que se les sale por la blusa. Entonces el Dr. Silverio, no Capote, este no es el psiquiatra coño, el psiquiatra se llama Martínez Mostrenco, ¿setesubie- ronalapropicialascerbatanas?, ¡párame bolas! conoce a una ca- rajita que está más buena que quién sabe Dios, puede ser su secretaria, una enfermera, quizá mejor una colega, por eso me puse a dieta para perder unos kilitos, ¡vaya unos kilitos! Llevo casi veinte con ejercicios y la dieta de la parchita y eso porque tu me lo decías Daniela, y tú sí eres bonita y me comprendes y me dices que los bigotes te hacen cosquillitas cuando me besas y te digo que tu boca sabe a rosas y me acaricias la cara mientras me besas y me dices que eres egoísta ¿y a qué no adivino por qué?, claro porque ocultas tu lengua y la entregas muy poco pero al menor descuido te la atrapo y la acaricio suavemente con la mía Daniela, y me dices que prefieres estar de pie para besarme, que estar aquí dentro del carro que es un poco incómodo, entonces nos salimos y me abrazas como una gatita, y te cuento de aquella chica que a mis veintiún años me rasguñaba y me dices que tú rasguñas de otra forma pero no me atrevo a preguntarte y te hablo de esa chica porque era de agosto, Leo, como tú. ¿Qué te parece esa narración Capote, verdad que está del carajo? Una vez me dijo Chumbinos, el autor de “Luna última de...” que él tenía que ser infiel para poder narrar e inventar bien sus vainas. ¿García que te pasó, te moriste? No has vuelto a pasar por esta mesa, tráeme dos más queaquíelpana Capote está que arde de puro desierto y sequía, también un jamoncito serrano con un quesito picante de esos buenos. ¿Verdad que suena del carajo Capote?, ella quería que se besaran de pie para poder sentir el bultito del Dr. Silverio, su insigne colega, ¿te parece Capote? -¡Ajá! -Entonces le vino la idea a la cabeza, claro antes de
  • 17. Una gota de sangre sobre las sábanas 17 decir esto debo lucirme con mis herramientas de narrador para crear expectativa en el relato, como me decía José Vicente cuando empecé con estas vainas: “tienes que meter narrativa para crear la atmósfera” y no le entendí muy bien y discutí con él argumentando que eso depende del tipo de relato y que si él no había leído a Monterroso, yelpatoylaguacharaca Capote. Por supuesto que la idea es del Dr. José Silverio Rodríguez, Capote, ¿de quién más va a ser?, no te has dado cuenta que es el personaje principal, buena vaina vale yaestásmedioprendío. Empecé esa misma noche, después que Mercedes se durmió, le apliqué anestesia local, tomé el bisturí y usando mis mejores técnicas de connotado cirujano, brillante y famoso, le cercené el dedo meñique. Lo guardé en una sustancia especial y me fui a casa de Daniela. Después que hicimos el amor ella se dur- mió, entonces también aplique anestesia a su dedo meñique, lo corté primorosamente con el bisturí y añadí con pavorosa precisión el meñique de Mercedes; los puntos de sutura y las curas sin vendas, fue cosa de rutina. Regresé volando a casa y repetí el procedimiento implantando el meñique de Daniela, en la mano de Mercedes. Al día siguiente ninguna de las mu- jeres notó nada, ni siquiera el matiz que diferenciaba ambas epidermis, ¿Qué te parece? -¡Ujú! -García repítenos la misma ración de pasapaloschamo- queestánfull, Capote quiere que le pongas más queso. Ahora bien Capote, es necesario seguir elaborando la anécdota, abul- tando la ficción con nuevas circunstancias. Resulta que el Dr. Rodríguez, repetí el procedimiento noche tras noche, trans- planté así los dedos de la mano derecha, después la izquierda, seguí con el brazo y el antebrazo, no transplantaba grandes porciones del cuerpo para evitar sospechas en ¿mis pacientes o mis mujeres? Noté que conforme iba cambiando cada parte de los cuerpos de Mercedes y Daniela, también iba cambian- do su carácter, me explico, Mercedes con parte del cuerpo de Daniela comenzaba a portarse cariñosa, dulce y comprensiva, me esperaba en las noches con champaña en la heladera y ves- tida con ropa interior sexy, a veces hacíamos el amor hasta el amanecer, por el contrario, Daniela, con partes del cuerpo de Mercedes, cada vez se hacía más arisca y odiosa, se molestaba
  • 18. Julio César Blanco Rossitto 18 cuando la visitaba en su casa y me recriminaba hasta cuándo la tendría de amante. ¿Capote te estás durmiendo?, discúlpame pero pensé que te dormías. Total que el tipo transplanta casi completamente a las dos mujeres y en una de esas que está re- gresando a su casa, después de la penúltima sesión operatoria, se mata, sí Capote, no te asombres por lo inesperado del caso, el Dr. José Silverio Rodríguez perece en un accidente que pue- de ser automovilístico o es víctima de unos delincuentes que tratan de robarle el auto y le disparan un balazo en el hipocon- drio, ¿existe ese órgano Capote, tú sabes si existe García? -¡Ajá! -El final tiene que ser arrechísimo- García se ha instalado en otra silla de la mesa y se queda a escuchar el cuento que seguía por entregas cada vez que se acercaba a prestar servicio- Capote, recuerda que si el final no da el opercautelcoñazoenlapropiciaelcarajazoenlameratorre, entonces se muere el cuento, no Capote, el cuento es el que se muere, recuerda que Silverio Rodríguez ya está muerto, no Capote, te he dicho que Rodríguez no es el psiquiatra, el que estás muerto eres tú Capote. Vamos contigo García, resulta que se presenta una querella judicial para exigir la herencia del Dr. Rodríguez. Ambas mujeres alegan ser la legítima esposa del difunto, ¿qué cómo se dieron cuenta de los transplantes?, tú sí estás pila García, así me gusta, resulta que el día del accidente del Dr. Silverio Rodríguez, llevaba un lunar de Mercedes, que debía insertar en Daniela para culminar la tarea, el pobre no pudo hacerlo, así es como se dieron cuenta las mujeres. Sin embargo García, el juez no se creyó la historia y obviamente el tribunal ordenó le fueran entregados todos los bienes a la legítima esposa, es decir, Mercedes que ya no era Mercedes sino Daniela. ¿Qué te parece García? -Zzzzz...
  • 19. Una gota de sangre sobre las sábanas 19 MIENTRAS DUERMO EN LA OFICINA Inspeccionó con sumo cuidado el tambor oxidado del revólver, observó el percutor renegrido, lo colocó ante sus ojos, miró el cañón hueco y oscuro. Pienso que el espacio es una doble posibilidad de la existencia donde nos reproducimos exactos con señas particulares y pequeños animales roedores de la conciencia. Me asomo a la ventana, los viejos árboles dejan descansar la tarde sobre sus hojas. Recorrió la plaza con mirada vaga, fijó sus ojos en la estatua del prócer que sujetaba una espada con la mano derecha y un código con la izquierda, arrastró la mirada por un camino de piedras que llegaba a una fuente, tosió; aún sostenía el hierro frío: pequeño y húmedo molusco. Observo a la señora que pasea un dálmata, el perro levanta la pata y se orina entre los setos que flanquean el cami- no, la señora le llama y el animal corre hacia sus piernas. Poco después llamó su atención un hombre robusto, de calva incipiente que estaba sentado en un banco de la plaza. A pesar de la distancia creyó percibir su perfume o el aroma de la loción de afeitar. Lo notó indefenso, confuso y agotado por una larga jornada de trabajo en la oficina, pensó que sin duda alguna aquel hombre se suicidaría. Lo presiento en sus ojos, en la nariz aguileña que duerme sobre su boca, debe te- ner unos sesenta años o quizá es más joven. Sin pensarlo salgo corriendo para auxiliarlo, en mi carrera imagino la actitud del hombre al llegar a su oficina; desprecia subir las escaleras, se apoya en una pierna, ladea su cabeza, toma impulso, siente la tensión en sus pantorrillas, respira, se auxilia con una mano, sube la otra pierna, sostiene el maletín, piensa en el informe
  • 20. Julio César Blanco Rossitto 20 al gerente, alcanza otro escalón, nuevamente el dolor en la pantorrilla. Imagino su agobio al abrir la puerta, lo imagino dejarse caer sobre una silla que suelta un chillido esmirriado de gata herida, lo imagino hojeando las carpetas del archivo con un desgano de siglos (informe mensual, control de visitas, estados financieros, flujos de caja, minutas de reunión...), lo imagino sumiso, sin proponerse vulnerar el tejido sedoso que recubre la rutina humana, ni intentar salvarse de los chismes de oficina, las piernas de la secretaria, el culito de la secretaria, el humo del cigarrillo, las camisas descoloridas del mensajero; lo imagino sudoroso, con el terror a cuestas, con la angustia comiéndole los ojos y con mi angustia de no alcanzar a decirle que no lo haga, que hay esperanzas. Cuando llegué a la plaza el hombre ya no estaba. Esa noche fue a casa de Totó. Había bordeado la Bo- lívar contra la costumbre de allegarse por la Ferriar, doblar en la plaza Farreras y enfilar por un callejón sin nombre que lo conducía a la casa de Totó. “Te digo que el tipo quiere acabar con su vida, lo vi en sus ojos” Totó, flaco, con ojeras, apoya la barbilla entre los muñones de las manos, los brazos descansan sobre sus rodillas, escupe, entorna los ojos “Pero, ¿tú lo cono- ces?”. Él balancea la cabeza casi a punto de caer de sus hom- bros, el sudor le brilla en la frente, levanta el vaso, bebe un trago seco que le desgarra la garganta “No, pero estoy seguro que piensa hacerlo. Lo imagino girando el tambor del arma, la mirada en fuga, desprendida, la intención segura; levanta el revólver, coloca en su sien el círculo frío y oscuro de la pun- ta del cañón, no piensa, no siente, no quiere sentir, aprieta el gatillo, suena el click seco del percutor sobre la recámara, ¡coño, te digo que se va a matar!” Totó sonríe con burla, el alcohol ha posado un rictus estúpido en sus labios, la voz se le ha tornado más profunda, prolongada, como un corazón atra- pado en una lata de conservas, le sigue el juego. “Si dices que no lo conoces, que apenas recuerdas su cara, ¿cómo pretendes encontrarlo? ¿Cómo me dices que gira el tambor del arma en un fatídico cras, cras, cras, la mirada en fuga, desprendida, la intención certera”. Él se tambalea, siente molestia en la ingle. Oculto bajo la camisa lleva el revólver. Una bombilla desparra- ma una luz acuática sobre los dos hombres, afuera los perros
  • 21. Una gota de sangre sobre las sábanas 21 ladran rompiendo la noche, lo que tiene de cáscara, su nuez. Totó continúa: “¿Por qué me dices que no piensa?, no siente, aprieta el gatillo, suena el click seco (y podría decir diminuto, infinito, concluyente, sintético, abismal) del percutor sobre la recámara, ¡Bang!” Toda la mañana estuvo inquieto en la oficina. Había llovido con densidad torpe de paquidermo. A través de la ven- tana el sol auspiciaba un gris azulado. Sintió el frío hierro del revólver mordiéndole la cintura, estaba tenso como una cuer- da lentamente torcida por sus extremos. La tormenta quebró de golondrinas el cielo, las tijeretas rasgaron la ventana con un creyón inocente, el viento golpeaba los algarrobos de la plaza. Hacía frío o quizá tenía un frío interior que le agarrotaba todo el cuerpo. Pensó en tomar la guía telefónica (Gutiérrez, María; Gutiérrez, Mario; Gutiérrez, Marlon; Gutiérrez, Natividad; Gutemberg imprenta...), llamar al azar para preguntarle a su interlocutor: ¿piensa usted suicidarse? Sonrió, aceptó que era estúpido e infantil. ¿Y si daba parte a la policía?, no tendría pruebas, no podría siquiera describir a la posible víctima. Caminó varios días por las calles próximas a la pla- za tratando de encontrarlo, se atrevió a llamar a la puerta de varias casas vecinas (Calle Bolívar 119, Qta. Luisita, le aten- dió un niño. Calle Bolívar 121, la señora de pelo corto, con el gato siamés de ojos cagones. Calle Bolívar 123, Consulto- rio Regaldía, no le atendieron...) pero resultó infructuoso. Se propuso no dar crédito a sus cavilaciones sin embargo le era imposible borrar de su mente el clic del percutor golpeando la recámara, la bala saliendo libre, portadora de muerte, colibrí metálico en busca de la rosa de la vida. Exhausto regresó a la oficina, se dejó caer sobre la silla, inclinó su cuerpo hacia atrás como sumergido en un barril de gelatina, cerró los ojos, pudo verse a los sesenta años, solitario, inquieto, esquilmado por la artritis (se apoya en una pierna, sube la cabeza, toma impulso, siente tensión en las pantorrillas) pudo verse infe- liz, carcomido por los días innobles que matan lentamente, agotado entre informes, papeles de contabilidad, el culito de la secretaria con sonrisa de bagre tras los lentes de mariposa, pudo verse inspeccionando con sumo cuidado el tambor del arma, el percutor renegrido, colocarlo ante sus ojos, revisar
  • 22. Julio César Blanco Rossitto 22 el cañón, apoyarlo contra la pared helada de sus sienes; pudo verse sin pensamiento, vacío como un saco, y pudo apretar el gatillo, escuchar el click seco del percutor cayendo sobre la re- cámara y finalmente oír el ¡bang!, horrendo y estrepitoso de la puerta abierta por su jefe, molestísimo, arrechísimo por hallar al contabilista durmiendo en su puesto de trabajo.
  • 23. Una gota de sangre sobre las sábanas 23 MÁSCARAS Mortimer me saludó como si no me hubiera visto. Abrí la puerta de la oficina y sentí una bocanada de aire hela- do que me hizo temblar por segundos. Arrojé el maletín sobre el escritorio e inmediatamente huí hacia la cocina en busca de un café que me calentara el alma. Allí estaba Grecia, adiposa y pálida como un elefante de cerámica, en esta ocasión sus ojos eran negros (usaba lentes de contacto que se los tornaban en verde íngrimo) y sus manos flotaban en el aire como marione- tas suspendidas por hilos delgadísimos adheridos a un cuerpo voluminoso y deforme. Tampoco pareció haber notado mi presencia; tomó una taza, sirvió café y añadió una pastillita edulcorante; dejó la taza sobre el tapete y se retiró moviendo las nalgas exuberantemente. Salí al pasillo, alcancé a mirar la silueta de Mortimer sentado en su escritorio hurgándose los orificios de la nariz, él no podía verme porque no lo permitía una columna interpuesta entre nosotros. Tenía muchos años en la corporación, era un hombre sigiloso con facciones de foca y ojitos indefinidos; normalmente te dejaba con las pala- bras en la boca mientras saltaba inquieto a realizar cualquier otra actividad. Sorbí el fondo de la taza, cerré brevemente los ojos, tiempo suficiente para recordar a Dalila levantándose de la cama sin saludarme, aún estaba enojada por una discusión de días atrás cuyos motivos en estos momentos he olvidado, escuché sus gargarismos al cepillarse y el borbollón del water descargando, salió del baño y de la habitación como si yo no existiera; estuve tentado de acercarme a ella, abrazarla y besarla mordisqueándole los labios, reducirla sobre la cama y hacerle
  • 24. Julio César Blanco Rossitto 24 el amor con furia, como nos gusta después de las discusiones; no lo hice, seleccioné la ropa que iba a usar, me vestí pacien- temente y salí de la habitación, pasé frente al cuarto de los niños, la puerta inusualmente estaba cerrada (¿estaría con ellos Dalila?) y no quise entrar a molestarlos; no sé si habrán notado el ruido de mi auto al salir del garaje. La llegada de Alberto me rescató de mis cavilaciones, nos miramos a la cara pero él volteó quizás para no saludarme. Lo vi avanzar sobre el otro pasillo con sus bracitos de tirano- saurio; la barriga se le adelantó varios segundos al trasponer la puerta de su oficina. Regresé a la mía. Con voluntad heroica me sobrepuse al marasmo que me aplastaba, tomé algunos papeles de la bandeja de escrito- rio, habían quedado pendientes desde el viernes pasado, entre ellos la relación de prenómina que enviaba el departamento de personal, noté que no estaban mis datos, tomé un bolígrafo rojo y los coloqué en letra de molde: Daniel Segundo Rive- ro León, cédula de identidad 10.385.422. Ese día me retiré tarde, al llegar a casa sentí que Dalila estaba encerrada en la habitación de los niños viendo televisión, pasé sin hacer ruido, luego de un baño y sin cenar, me acosté. Esa mañana al llegar a la oficina vi en el lobby a Mor- timer y Alberto conversando con el Gerente General, hombre de modales refinados casi femeninos, trajeado siempre en gris, camisa de cuello almidonado y blanquísimo, anillo de oro en la mano izquierda y brazalete en la derecha, sonrisa de bisonte. Hicieron que no me habían visto pero sé que tramaban algo, me pareció escuchar mi apellido y las circunstancias aquellas referidas al informé que elaboré, por solicitud de la junta di- rectiva, que delataba las sandeces de algunos funcionarios del departamento de operaciones. Particularmente Mortimer lucía excitado, brincaba sobre sus piernas delgadas y extremadamen- te largas como un púgil que evade los golpes del contrincante, por su parte Alberto, con las dos manitas de dinosaurio entre- cruzadas sobre el vientre hidrópico, asentía con movimientos de cabeza, mientras el Gerente General fumaba intensamente diluyéndose el rostro entre espirales de humo. Cuando entré a la oficina sorprendí a Grecia hurgando entre mis cosas, sin embargo no se inmutó en lo más mínimo,
  • 25. Una gota de sangre sobre las sábanas 25 tomó el plumero y siguió su tarea de limpieza, de forma ame- nazante la miré a los ojos (esta vez verdes), ella miró a través de mí como si no existiera o fuera transparente; para disimular y facilitarle la huída la saludé, no respondió, tomó la escoba y como de costumbre salió batiendo su inmensa cola. Quise llamar al Gerente General para enfrentarlo, noté que mi nombre había sido borrado del directorio telefónico, así también del staff de empleados. Me acerqué a la oficina de Mortimer y Alberto (compartían un área de cuatro por tres metros, un verdadero desorden de cosas acumuladas so- bre anaqueles polvorientos donde colgaban hojas amarillentas de periódicos viejos); a pesar de sus confabulaciones deseaba hacer las paces, firmar un armisticio; ellos conversaban acerca del nuevo proyecto que había iniciado la corporación. Para ganar su indulgencia y luego de saludar (saludo que no co- rrespondieron) expresé mis consideraciones sobre el proyecto, noté con estupor que no me escuchaban, parecía como si no estuviera allí, como si no pudieran verme, hice esfuerzos por hacerme sentir, me senté sobre el escritorio, tomé un lápiz y bosquejé algunas ideas sobre una hoja blanca, todo fue inútil; salí corriendo. Al pasar frente a la puerta del Gerente General me armé de valor, entré y casi tras los buenos días le dije que no soportaba esta situación, que sólo había cumplido con mi de- ber al realizar el informe a la junta directiva, él conservó su posición sobre la silla ejecutiva y sin interrumpirse continuó llenando el crucigrama de la revista Gerencia Proactiva. Traté de calmarme, regresé a mi oficina, tomé el male- tín e intentando no pasar desapercibido demoré una eternidad hasta salir por la puerta principal del edificio de la corporación. Mientras conducía a mi casa, tuve la certeza de estar soñando, estaba seguro de tomar el ascensor, digitar el número diez, ingresar a mi apartamento, llegar a mi cuarto y conseguirme durmiendo junto a mi esposa; pero no fue así. Todavía, a esta hora de mediodía, ella comparte alegremente el almuerzo con nuestros niños, mientras arrellanado en el sillón del comedor, con el maletín sobre mis piernas y tamborileando los dedos sobre la mesita para fumadores, los miro indiferentes.
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  • 27. Una gota de sangre sobre las sábanas 27 LA MUERTE POR TODOS LOS RINCONES DÍA UNO Ya no huelen a madera porque los hacen de metal, tú sabes, los alcances de la tecnología; sin embargo los pintan igualitos y cualquiera cree que son de madera, además por dentro las presentaciones son las mismas, vienen bien acol- chaditos, algunos con sedas muy finas y cojines orlados con aplicaciones y encajes, para que te sientas como si estuvieras descansando en una cama mullida. En cuanto al espacio dis- ponible, no se percibe ni avances ni atrasos, sigue siendo el mismo de todo el tiempo, a menos que se trate de alguien sumamente obeso (he visto casos) y tengan que hacerle uno a la medida, de manera que no hay que echarle mucho cere- bro para no sentir angustia ni claustrofobia. Por supuesto que es una cuestión de costumbre, virtud de todos los animales. No voy a negar que en principio quieras salir corriendo, pero poco a poco te vas acostumbrando y llega un momento, que como todo, donde veías defectos, comienzas a ver virtudes. Por ejemplo, una de las cosas que descubres es tu soledad, pero no aquella soledad amarga y triste que inventaron los poetas y los músicos (en general los artistas), sino una soledad menos conflictiva y más amiga, de la que no tienes que avergonzarte y que por el contrario te sirve para muchas cosas. También descubres el verdadero don de la individualidad, que no tiene nada que ver con el egoísmo (porque de seguro nadie querrá estar contigo ni acompañarte, aunque digan y juren lo con- trario) y puedes consagrarte entonces a las más sabias elucu-
  • 28. Julio César Blanco Rossitto 28 braciones que no servirán para nadie ni para nada. Como no puedes dedicarte a la lectura, ni a jugar un solitario de cartas, ni a ver televisión, entonces te pones a pensar (sí, a pensar como los buenos, a llenarte de ideas la cabeza) En principio comienzas a recordar a grandes rasgos el pasado, y cuando lo has recorrido todo, empiezas a enumerar detalles como el día, la hora, la temperatura, el sabor de algún alimento, el olor de algo, el sitio exacto donde ocurrieron los hechos, los nombres de las personas que estaban en ese momento, hasta que te ves en la necesidad de entrar en los más mínimos detalles como las dimensiones del bolsillo de la camisa que fulanito de tal usaba el día martes 25 de octubre del año tal, a la hora tal, cuando estábamos comiendo helado en la Fuente de Soda Lucetti de la Avenida El Rosario en...(no te niego que a veces te agotas e intentas dormir pero sabes que no puedes dormir porque estás dormido). Después vienen los juegos de palabras como aquel de: Si el Arzobispo de Parangaricutirimicuaro, se quiere desarzobispoparangaricutirimicuarizar, aquel que lo desarzobispoparangaricutirimicuarizare, buen desarzobispoparangaricutirimicuarizador será. Hasta que logras decirlo bien (quise decir pensarlo) y sin equivocarte en 30 segundos, 25 segundos, 20 segundos, 15 segundos, 10 segundos, 8, 7, 5, 3, ¡record 0.8 segundos! (creo que nadie podrá romper este record aun cuando no tengo for- ma de comprobarlo) Luego se te ocurre decirlo de atrás para adelante Parangaricutirimicuaro de Arzobispo el si Desarzobispoparangaricutirimicuarizar quiere se Desarzobispoparangaricutirimicuarizare lo que aquel Será desarzobispoparangaricutirimicuarizador buen Y comienzas a reducir el tiempo en que lo dices hasta batir otro record de ¡0.3 segundos! Después te dedicas a inventar palabras como: Pernicardiomasteursilianisticamente Que obviamente tendrás que decir al revés Etnemacitsinailisruetsamoidracinrep Para quitarle las vocales empezando por la A Etnemcitsinilisruetsmoidrcinrep
  • 29. Una gota de sangre sobre las sábanas 29 Por la E Tnmcitsinilisrutsmoidrcinrp Por la I Tnmctsnlsrutsmodrcnrp Por la O Tnmctsnlsrutsmdrcnrp Finalmente por la U Tnmctsnlsrtsmdrcnrp Y así concluir que todos los muertos son rusos. DÍA DOS Cuando te aburres de jugar con palabras, entonces te da por jugar con otras cosas, por ejemplo, hoy soy un perro. Esto no debe sorprender a nadie porque algunos quieren ser una estatua, un automóvil, un jarrón chino, un lavamanos y ...¡hasta una poceta!. No es cuestión de criticar a nadie, pero yo podría comprender que alguien, cansado de la vida, quiera hacerse insensible (aunque propiamente hablando, dudo que aquí uno sienta algo) y desee ser una piedra (como Rubén Darío en su poema Lo Fatal); o prefiera ser un árbol, que en todo caso es también un ser vivo (¿todavía, en el lugar y las condiciones en que estamos, podemos seguir considerándo- nos seres vivos?) y entregarse a la contemplación (se puede decir que los árboles contemplan sin ojos) y al capricho de la naturaleza para que meza sus hojas, le bañe con los rayos del sol o de la luna, le acaricie con una llovizna fresca y tierna o le arranque de un solo tajo con una tormenta inclemente. Pero, que alguien quiera ser una poceta para recibir los miaos de todo el mundo, para soportar la mierda, la inmundicia y los pedos de grandes y chicos, ¡eso no puedo comprenderlo! En todo caso, repito, hoy soy un perro. El primer reto obviamente es caminar en cuatro patas, compleja técni- ca que aparentemente resulta muy sencilla, y no es así. Se- guro que Papá me estaría diciendo que todo lo hago difícil, que siempre le busco las cuatro patas al gato (Papá, sin duda alguna, esta vez, al menos por esta vez, es al perro), que soy un flojo y un inútil, pero él siempre me está diciendo esas
  • 30. Julio César Blanco Rossitto 30 cosas y en parte es por eso que decidí hacer lo que hice y estar donde estoy (aunque tampoco fue por culpa de él. No quiero hacerme víctima de nadie, ni siquiera de Papá que fue mi verdugo). Cualquiera pensaría que un perro debe mover las patas delanteras como un hombre mueve sus piernas, y repetir con las traseras lo mismo. Lógicamente por ser cuatro patas debes sincronizarlas todas, de manera que mientras dos avanzan, dos permanecen inmóviles, como apoyo, para lue- go a su vez moverse. Esto hay que hacerlo rápido y sin equi- vocarse porque terminas de bruces en el suelo. También es importante que las patas traseras lleven una trayectoria lige- ramente sesgada respecto a las delanteras, es decir, no vayan unas exactamente detrás de las otras porque sino chocarían o tendrías que caminar dando saltos como un canguro (y he dicho varias veces que soy un perro y no un canguro). Es vi- tal que aprendas a rascarte detrás de las orejas con una de las patas traseras, para eliminar cualquier tipo de parásito como pulgas o garrapatas. Una vez que has capturado al enemigo y cae al suelo, debes atraparlo con tus dientes y triturarlo sin compasión, porque sino esperará que te vuelvas a echar en el sitio de costumbre para trepar encima de ti y seguir succionando tu sangre. Las moscas, mosquitos y zancudos los apartas batiendo las orejas, la cabeza o el cuerpo según sea el lugar donde estén molestando. Si tienes que sacudir el cuerpo, que sea con elegancia, te paras firme en las cuatro patas y como si recibieras un corrientazo en la punta de tu hocico, comienzas un movimiento de torniquete o tirabuzón que pasa desde la cabeza al cuello, la curvatura de la barriga, y finaliza en la cola. Este mismo movimiento es el que usas para secarte después del baño o cuando te mojas. Procura siempre hacerlo cerca de tu amo y disfrutar de uno de los momentos más placenteros que tiene la vida perruna... OTRO DÍA Una de las cosas que me gustaría hacer es morder a mi Padre. Es sabido que el perro es el mejor amigo del hombre; que nuestra nobleza y fidelidad al más superior de los animales
  • 31. Una gota de sangre sobre las sábanas 31 (superioridad que a veces queda muy en duda) han sido so- metidas a prueba; incluso hay una frase atribuida a Schopen- hauer que se ha convertido en lugar común. (¿Cuánto habrá sufrido un perro para querer morder a su amo? No debería hablar de sufrimientos para justificar mi deseo de morder a mi Padre. He dicho que no quiero culpar a nadie de mis acciones, ni se especule sobre las causas que motivaron mi comportamiento. A ti Papá no creo haberte querido más de lo que tu a mí y en eso he sido ecuánime) La mayoría de los perros, como los hombres, procuramos ser gregarios, seden- tarios y domésticos, sin embargo cuando es necesario, tam- bién respondemos a nuestros bajos instintos. Yo sentiría un gran placer por abalanzarme encima de mi Padre, derribarlo y hundir mis colmillos en sus nalgas, sentir como penetran la carne blanda y adiposa de sus glúteos, desgarrar sus músculos y degustar el sabor salado de la sangre que chorrea mi boca. Tengo la impresión de que morder no es una acción que caracteriza exclusivamente a los perros, más bien el sexo nos hace diferentes. Lo he experimentado con mi deseo de ser perro. Para esto, resulta muy útil y necesaria la agudeza del sentido del oído y del olfato, que te permiten percibir cuándo una perra está en celos. Ellas dan chillidos a veces imperceptibles para los humanos, te ruegan que te acerques, que roces tu cuerpo con el suyo, pases tu lengua por su sexo tumefacto. Tú procedes entonces a marcar el territorio ori- nando en la pata de los árboles, en los portones de las ca- sas, en las llantas de los autos, con eso le dices a cualquier otro pretendiente que estás dispuesto a todo, y si aún no se convence, te queda el recurso de enseñarle los dientes o de pelearte con él a dentelladas. En los momentos culminantes, luego que la has montado, el acto debe ser lo más canino po- sible, nada de ternuras ni cosas por el estilo, te apoyas en las dos patas traseras y con las delanteras le oprimes el estómago, si intenta zafarse (a algunas les agrada hacer creer que no te desean) la muerdes por el cuello, y finalmente la penetras hasta quedar anudado, y ella (¡delicia de las delicias!), halará hacia un lado y tú hacia el otro, mientras tus líquidos inte- riores la rebosan.
  • 32. Julio César Blanco Rossitto 32 UN DÍA MÁS Ser un perro constituye una gran ventaja porque siempre te vas a morir como un perro, aunque como hombre debí morir de cáncer. Cuando alguien comenta que murió su perro, muy difícilmente suele preguntársele la causa de esta muerte, es tácito y sobreentendido que puede ser de viejo, de una parvovirosis, atropellado por un automóvil, envenenado con matarratas, o con un tiro en la cabeza al enfrentarse a un delincuente. La muerte en los hombres (aunque hay quienes a veces piensan lo contrario, estadísticamente está demostrado que todos los hombres somos mortales) constituye un acon- tecimiento diferente a la muerte perruna. El hombre acostum- bra adornar la muerte con una serie de circunstancias y hechos que si bien es cierto la merodean y circundan, al final no dejan de ser meros fenómenos colaterales. Uno de estos fenómenos es precisamente la causa de la muerte (que no debería tener ninguna importancia, porque cuando estás aquí te das cuenta que resulta banal saber si te moriste con una puñalada en el estómago o de un paro cardíaco), pero como toda causa tiene una causa primera, se sobreentiende que alguien o algo está detrás de esa causa y decide qué tipo de muerte te correspon- de. Admitamos que Dios está involucrado con esa causa pri- migenia, por tanto es él quien planifica la forma en que debes morir. Según lo que Dios tenía planificado para mí, yo, como buena parte de mi familia, (y esta circunstancia produce en mí algunas dudas sobre la originalidad creativa de Dios, al menos en cuanto de muertes se trata) debí morir con un cáncer que por un buen tiempo me obstinara la existencia hasta que, a pesar de los esfuerzos de la medicina, de sus avances y logros, culminara en metástasis. Mi pecado está en haber cambiado el proyecto que el Ser Supremo me tenía reservado, y haya de- cidido ser el autor y actor de mi propia muerte, sin medir las consecuencias que una decisión de este tipo haya tenido, no sólo en mí, sino en mi entorno. Cuando decides que vas a morir por tus propias manos, sin querer, entras en una competencia con Dios, por cuanto él lo sabe todo y nunca podrás ocultarle nada, de manera que es
  • 33. Una gota de sangre sobre las sábanas 33 muy difícil intentar tomarlo de sorpresa o mientras está dor- mido (¿acaso Dios duerme?) y decirle de pronto, ves como si pude inventarme una muerte original. ¿Cómo suicidarte antes de que Él se adelante a tus propósitos y en medio de las múl- tiples ocupaciones que debe cumplir, decida pulsar el switch de la máquina de la muerte que te devorará y te hará pasar a la vida eterna?. Allí está quizá el gran reto porque Dios es ubicuo y está en tu cuarto, debajo de tus sábanas, en tu ce- rebro, incluso en los sueños que tuviste, los que has tenido y los que ni siquiera has soñado tener algún día. Dadas estas circunstancias, no te queda otra cosa que llenarte de astucia y comenzar a jugar con la muerte para que Dios no te tome en serio, y como en la fábula del pastor de ovejas y el lobo, el día menos pensado, cuando Dios esté descuidado, o tenga flojera, o esté durmiendo (¿es que acaso no duerme nunca, al menos un ratito, digamos que una fracción de segundo?) le das una sorpresa y te le apareces allá en el cielo tumbándole la puerta a San Pedro. Es por esta razón que los suicidas tenemos intentos fallidos que nuestros familiares y amigos entienden (por su- puesto que luego de cometido el suicidio y nunca antes, cir- cunstancia que a veces me hace pensar en una solapada com- plicidad), como gritos desesperados para llamar la atención o para pedirles auxilio, sin sospechar siquiera que con eso lo que intentamos es tomar por descuido a Dios y ganarle la partida. Todo suicida tiene muchos planes para su muerte, re- conozcamos que al menos dos, pero mientras falla con uno, en el fondo lo que está es realmente armando y preparando con meticulosidad matemática el verdadero plan que sin posibili- dad alguna de fracaso, lo llevará a desayunar con Papá Dios... CUALQUIER DÍA Yo fui suicida y no soy una excepción de la regla. Hoy en día (¿qué día es hoy?...¿hoy es un día para mí?), no recuerdo exactamente la cantidad de planes que preparé, sin embargo pasaré a relacionar (confieso que por estrictos fines pedagógi- cos), algunos de los que considero más notables. Conviene se-
  • 34. Julio César Blanco Rossitto 34 ñalar primero que durante esos días (¿fueron días o años?, ya no lo recuerdo) que planifiqué mi muerte, siempre me acom- pañó la tristeza como una especie de nube de plomo que rodeaba mi cabeza y me pesaba en el alma al punto que hasta sentía una presión en las bolas. No sólo en la ingle percibía sensaciones extrañas, sino en todo mi cuerpo. A veces sentía como si estuviera buceando en un gran lago de aceite denso y dorado como la miel, dentro del cual me movía como un pez, es decir, no me ahogaba, sin embargo la presión del líquido generaba en mí la angustia que de un momento a otro dejaría de respirar y no podría evitarlo; por esa razón nadaba en todas direcciones procurando una salida, pero el lago se extendía infinito. En esos días, levantarme de la cama era una verdadera proeza, tenía que sobreponerme y recibir la vida en cada sorbo de aire que penetraba por mis narices, hasta que descubrí que para poder encontrar un sentido a mi existencia, debía comenzar a buscar la muerte por todos los rincones, se ocultara donde se ocultara, así fuera debajo de los muebles de la casa, en los recodos de alguna habitación, o en medio de una avenida crucificada de luces. Generalmente se piensa que la muerte se consigue fácilmente y no es así, es escurridiza, astuta y hay que armarle trampas en todos lados. Precisamente, armar esas trampas era elaborar con lujo de detalles las circunstancias que rodearían mi muerte. Primero debía seleccionar el tipo de muerte que me daría, porque no es lo mismo darse un tiro en la sien que en- venenarse o morir al estilo bonzo. Esta decisión tiene mucho que ver con el estado en que deseas quede tu cuerpo. Parti- cularmente (y en esto pueden considerarme narcisista), nun- ca quise lacerarme o desfigurar mi cuerpo; por consiguiente descarté suicidios aparatosos como lanzarme de un edificio, prenderme fuego, chocar un camión con mi vehículo o aplas- tar mi cabeza en una trituradora de basura. Pensé ahogarme con una bolsa de plástico (This bag is not a toy. Keep out of the Reach of the children), pero me pareció demasiado infantil. Luego opté por envenenarme con algunas pastillas (nunca con ácido o algo similar, sólo cuestión de feeling) y hasta las llegué a comprar en la farmacia, sin embargo corría el riesgo de que alguien me encontrara a tiempo y me auxiliara (lo
  • 35. Una gota de sangre sobre las sábanas 35 que no estaría mal; después de todo dicen que los suicidas siempre, con nuestros intentos fallidos, queremos llamar la atención. Estoy seguro que no es mi caso). Finalmente decidí que me daría un tiro en la sien. Tenía entonces un problema, debía obtener un arma de fuego, así fue necesario documen- tarme sobre qué tipo de arma conseguir. Dediqué semanas a investigar los detalles más mínimos sobre marcas, calibres, métodos de fabricación, mantenimiento, precios, e incluso elaboré un inventario de las personalidades notables que se habían suicidado con armas de fuego, llegando a tener un registro de 10.567 casos (aún recuerdo algunos que me pare- cieron notables: Cornelius Vanvalkenburg, pintor expresio- nista nacido en Colonia quien en 1921 se tragó treinta balas, suicidio que consideré como una versión de muerte por arma de fuego más que un envenenamiento; Vittorio Strafalari, modisto veneciano, dueño de un taller notable ubicado en la Lista di Spagna, muy cerca del Ponte di Scalzi, quien por un desencanto amoroso con Guillielmo di Pasco, joven noble de la vecina Padova, decidió encerrarse un día del año 1936 en el segundo piso del Albergo Adua y darse un tiro, lo curioso del asunto es que cuando subieron el recepcionista y la co- cinera luego de escuchar el estruendo, lo consiguieron en el estertor de la muerte con el cañón de la pistola metido en el culo y una flor sanguinolenta en el ombligo por donde había salido el proyectil y del cual manaba una sustancia pastosa de olor nauseabundo que no podía ser otra cosa que mierda; y finalmente el ciudadano de origen cantonés y habitante del barrio chino de Nueva York, Yan Si-kiang, quien en 1897 y a sus longevos noventa y nueve años, se descerrajó un tiro en el ojo izquierdo cuando se convenció de que a pesar de be- ber, en grandes cantidades y durante muchos años, pócimas y brebajes producto de sus investigaciones alquimistas, no alcanzaría la inmortalidad ). Una vez que había conseguido el arma comencé a seleccionar el lugar donde me dispararía. Descarté darme un tiro debajo de la barbilla, en la boca, en el corazón, hasta que decidí volarme la tapa de los sesos, es decir, darme un tiro en la sien. Confieso que me sentí atraído por emular la forma en que lo había hecho alguno de los casos registrados
  • 36. Julio César Blanco Rossitto 36 en mi archivo (siempre descarté la manera ominosa en que lo hizo el modisto veneciano. Detrás de todo acto suicida hay varios mensajes póstumos, no sólo el que suele dejarse escrito -Sergei Esenin, el poeta ruso escribió una carta con su propia sangre, luego de cortarse las venas en el Hotel Anglater de Moscú- sino también el que transmiten las circunstancias particulares de la muerte), pero luego los deseché por pare- cerme suicidios hiperrealistas y egocéntricos. Quedé conven- cido entonces de que mi muerte debía ser sencilla, más bien trivial. También era pertinente escoger el día, la hora, el lu- gar y esto hay que hacerlo con mucho cuidado, por lo co- mentado anteriormente sobre el metalenguaje de la muerte. En esto agoté cierto tiempo considerando si debía pegarme el tiro en casa de algún familiar cercano o donde un amigo. Concluí que el mejor efecto lo obtendría en el hogar de mis padres donde había transcurrido mi vida (debo aclarar que en mi intención nunca intenté falso dramatismo, soberbia o masoquismo; por el contrario, el acto que iba a cometer debía ser, más que premeditado, aséptico). Una vez resuelto lo del lugar, decidí dejar lo del día y la hora al azar. Y fue así de sencillo, el día menos pensado, luego de consumirme una botella de whisky (no para envalentonar- me, sino porque sería la última vez), de fumarme una caja de cigarrillos (nunca había fumado pero tenía el presentimiento que no podría hacerlo jamás en otro lugar), de desnudarme (para entregarme a la muerte en las mismas condiciones en que llegué a la vida), tomé el arma y con mano firme (bueno, quizás no tan firme, con cierto temor) presioné mi sien dere- cha con el cañón gélido, lloré durante varios minutos (pensé en mi madre, prefiguré su rostro crispado al recibir la noti- cia, su garganta seca y su corazón paralizado por fracciones de segundos, vi a mis hermanos, a mis amigos, en especial Manuel Mattera con quien solía jugar al ajedrez, pero sobre todo te vi a tí, Padre, imaginé el rictus de tus labios, el tic nervioso de tus ojos y tus manos nadando en el espacio como dos anguilas en lucha, te vi caminar de un lugar a otro sin atreverte a llegar hasta mi habitación y ver mi cuerpo desplo- mado, las rodillas juntas, el torso inclinado en una ridícula
  • 37. Una gota de sangre sobre las sábanas 37 pose de grulla adormecida, y el hilo de sangre manando del orificio con entrada y salida que dejó el proyectil). Me reí. Apreté el gatillo.
  • 38. Julio César Blanco Rossitto 38
  • 39. Una gota de sangre sobre las sábanas 39 FAMILIA DE VACACIONES A Memo Antonio y Mandoca En la penumbra recuerdo su voz: usted sabe vecina, me lo cuida. No se preocupe, lo deja en buenas manos. Las guirnaldas del árbol de navidad atrapan todo mi interés. Ella continúa explicándome los secretos de su torta negra mien- tras yo muerdo un pedazo deleitándome con las almendras, nueces, fruta confitada. Además, le añado orejones de duraz- no, pera y manzana, previamente picados en trocitos y mace- rados en ron por tres días. ¿Seguro que se porta bien? Hago esto por usted. Se lo garantizo. Antes lo dejaba con Flor, es encantadora y su marido ni se diga, pero también viajarán por estos días para estrenar el carro que compraron ¿Qué le parece ese modelo? No he respondido cuando arremete con el secreto de su torta de auyama, me sirve un pedazo, admito que es excelente. Nuevamente los detalles y secretos del postre se me pierden en las nebulosas: mi vista, mis oí- dos, mis manos, mi mente toda se abstraen en el pequeño tren de juguete que gira en torno al pie del árbol navideño. Gabriel, con sus hermosos ojos grises y cabello de oro, ha- bla con el maquinista que está acompañado por un pony de crin rosada, un elefante verde con orejas algodonosas y un monito suspendido en una de las ventanas. Desde que Raúl le trajo ese regalo, bueno Raúl no, el Niño Jesús, Gabriel pasa horas enteras jugando. Él es más tranquilo que Gabriel. Sirve Coca-Cola en dos vasos con hielo, primorosamente me
  • 40. Julio César Blanco Rossitto 40 extiende uno. ¡Salud! A Gabriel lo ves tranquilo pero es un diablito que adoro. Mis ojos duermen por segundos en los ojos grises de Gabriel que me mira emocionado. ¿Quieres montarte en el tren? No te preocupes, que mis amigos no te harán nada. ¿Adonde van?, respondo. Lucía suelta un chilli- do excitada de alegría al notar la simpatía del niño hacia mí. Le digo que Él es mil veces más dócil que Gabriel. Se van para Isla Azul, el carro apenas se lo entregaron esta semana, había pensado en dejarlo con ellos, sobretodo por Flor que es tan cariñosa y ¡dígame su marido!, insiste. Cuenta conmigo Lucía, lo cuidaré como un hijo, no tengo invitados, además sabes que vivo sola. Parece que no hubiera nadie, tengo varios días vi- niendo en las mañanas, demoro el corto trayecto desde mi casa contando piedritas blancas en el camino, abro la reja que da al jardín y luego la puerta de madera, desactivo la alarma y vuelvo a cerrar. La penumbra diluye los colores y las formas, me toma algunos segundos acostumbrar la vista hasta que emergen los objetos como iceberg, titubeo, doy algunos pasos, poco a poco recobro los contornos: el árbol de navidad, el tren de Gabriel. El niño no está pero conservo en mi mente su sonrisa y sus ojos brillando como dos llami- tas suspendidas en el aire; extiendo la vista al corredor que da a las habitaciones, mis pies me conducen a la cocina. Mi memoria degusta nuevamente las porciones de torta que me dio a probar Lucía. Todos los días ocurre lo mismo, se diría que no hay nadie pero no deja comida y casi termina con toda el agua. Es muy tímido y seguro que cuando escucha la llave en la puerta sale a esconderse. Los primeros días sólo reponía el agua y comida y me marchaba, pero me fui habituando a la casa y me atreví a explorar aún más sus rincones. Demora- ba entonces mi vista detallando los cuadros con motivos de cacería y naturalezas muertas que adornan el living, hurgaba en los gruesos tomos de la biblioteca que meramente decora- tivos (no parecen haber sido hojeados nunca) armonizan con piezas de cerámica en gres. Detenerme en los pormenores de los retratos de familia constituía todo un rito: Lucía y Carlos el día de su boda. Lucía embarazada y Carlos a su espalda
  • 41. Una gota de sangre sobre las sábanas 41 enlazando los brazos sobre el vientre de ella. Gabriel recién nacido embutido en un moisés de mimbre. Lucía, Carlos y Gabriel construyendo castillos de arena a la orilla de una playa y finalmente, en un portarretrato imitación de marfil con incrustaciones doradas, toda la familia junto a Él. Ayer lo vi por primera vez, debe haberse quedado dormido que no salió corriendo a ocultarse, casi me da un infarto al verlo tendido detrás del sofá. En principio no lo había notado, me puse a hojear uno de los tomos de la enci- clopedia Barsa, cuando mis ojos descuidadamente fueron a dar a un bulto que aumentaba y disminuía de volumen con la respiración: era Él. Permanecí un rato con el libro entre mis manos, sin producir ruido para no despertarlo. No me atreví a verle el rostro. Dicen que la soledad es de piedra, pesada y obsce- na como un animal prehistórico. Siento pena por Él, no digamos que lástima porque desde pequeña, mi padre me enseñó que era un sentimiento repudiable. Lo veo retozar silencioso, hastiado del tiempo; sin embargo, todo parece cambiar cuando nuestras miradas se cruzan, sus ojos refle- jan una ternura aterciopelada, en ese momento y aunque sea por un instante creo que es feliz, que somos felices. No he regresado a la oficina en estos días, argumen- té que estaba enferma, estoy hastiada de los mismos salu- dos serviles y las comidillas de los compañeros de trabajo. Hace algún tiempo me siento como una condenada, casi me acerco a las personas gritando ¡soy una impura! como hacían los leprosos en la Edad Media. Ni siquiera soporto al fofo de Petrizzi cuando me halaga mostrando sus incisi- vos detestables. Cuando no lo conocía bien, llegó a parecer- me un gordito simpático, de cachetes mofletudos y bigotito esfumado. Me trataba con gentileza, llevaba café y galletas a mi escritorio y me prestaba el periódico. Un día se atrevió a invitarme a cenar. Hoy todo ha cambiado, descubrí que era casado y que hacía comentarios con sus amigotes alardean- do de nuestra relación. Pero Él es diferente, no es locuaz, pero su mirada dice mucho. Esta mañana después de repe- tir el ritual de desactivar la alarma, quitar el doble cerrojo de la puerta, atravesar el pasillo, mirar el árbol de navidad,
  • 42. Julio César Blanco Rossitto 42 las fotografías de familia, me atreví a acariciarlo. Anoche no volví a casa, encendí el televisor pero no le presté atención. Estaba concentrada en las fotogra- fías de familia: Lucía, con bata maternal; Carlos, todo un poema, abrazándola con sus brazos velludos que culminan en manos regordetas e infantiles. Hurgando entre las cosas de Lucía (todavía recuerdo sus besos de despedida, las re- comendaciones para cuidar de Él y aquella confidencia que me hizo estremecer sin que ella pudiera notarlo: “quedas en casa, eres parte de la familia”) había conseguido un álbum de fotografías, mientras las miraba una de mis manos lo acariciaba con ternura. Decidí quedarme hasta que ellos regresaran, llamé nuevamente a la oficina, mentí sobre los motivos de mi au- sencia. Nada me importaba más que estar con Él para que no se sintiera solo, para que notara que alguien (y ese al- guien era yo) lo quería y que estaba dispuesta a dejarlo todo por hacerle compañía. Veíamos el álbum de fotografías, una y otra vez, hasta que ya no era Lucia la que acompañaba a Carlos, abrazaba a Gabriel, adornaba el árbol de navidad, sonreía con el rostro pálido por las secuelas del parto, apa- gaba las velitas de la torta de cumpleaños de Gabriel. No, no era ella siempre feliz y radiante. Era yo. Desde el lunes empezamos a dormir juntos, me acu- rrucaba a su cuerpo sintiendo su respiración acezante. Su calor era tierno. Las noches se me hacían largas mientras Él dormía plácidamente; por lo general me levantaba de madrugada a preparar el café, asear un poco la casa y luego hojear el álbum de fotografías. Las huellas del trasnocho se hicieron evidentes en mi rostro y en los ocho kilos que se habían descolgado de mi cuerpo dejándome las carnes flácidas y un caminar felino. Lucía, Carlos y Gabriel regresaron el domingo. Un poco de maquillaje, falda ancha y larga y una chaqueti- ta con hombreras, lograron ocultar los desmadres en mi cuerpo. Durante largo rato me contaron sus aventuras de vacaciones que no escuché. Mientras, lo miraba quieto en el rincón, indiferente a lo que sucedía a su alrededor. El eco de sus voces me las llevé a casa, también la inmensa tristeza
  • 43. Una gota de sangre sobre las sábanas 43 de abandonarlo en aquella soledad cómplice que me des- compuso el rostro de lágrimas cuando abrí la puerta de mi apartamento.
  • 44. Julio César Blanco Rossitto 44
  • 45. Una gota de sangre sobre las sábanas 45 FALANGES Para María Alejandra Soy el número de historia 625-A, carpeta roja (caso crítico), año 88. El Dr. V. Peñaloza, consultorio 4-B, 4to. Piso, psiquiatra, me ha dicho sin mirarme a los ojos y mien- tras llenaba otros detalles de la historia: amigo mío, su caso es sumamente grave y la única solución que hemos convenido en la junta médica, es amputarle ambas manos. Antes intentó dar- me una definición técnica de mi ¿enfermedad?, mediante una ¿exposición de motivos o diagnóstico?, en el que destacaban las palabras fijación fálica, reflejo condicionado (sí, aquel mis- mo de Pavlov, el famoso médico ruso que experimentaba con perros), retrospección uterina, inmadurez congénita y cuanta frase, digna de un congreso de neuropsiquiatría, se le ocurrió. Por supuesto que veo el ¿problema? desde un ángulo distinto, si se quiere más elemental: consiste en succionar los dedos medio y anular con pasmosa fruición. Por cierto que me resisto a usar la expresión mamadeo por considerarla soez y peyorativa. Es obligatorio confesar que tengo cinco años asis- tiendo de manera infructuosa a la terapia del Dr. V. Peñaloza, psiquiatra, por recomendación de la que había sido mi décima novia antes de abandonarme por no soportar, al igual que las anteriores, el persistente Chuí-chuí-chuí que desolaba nuestras citas amorosas. Todavía recuerdo el asombro de los pacien- tes que esa tarde colmaban el consultorio 4-B, 4to. Piso, Edf. La Lucía del Dr. V. Peñaloza, psiquiatra, una verdadera emi-
  • 46. Julio César Blanco Rossitto 46 nencia. Yo (pronto sería el número de historia 625-A, carpeta amarilla, etapa de exploración) permanecí indiferente succio- nando mis dos dedos de la mano derecha y cambiando a la izquierda cuando se me agotaba el brazo. Hasta esa tarde, cuando atravesé la puerta del consul- torio, mi vida había estado signada por un ¿acto reflejo?, tér- mino del Dr. V. Peñaloza, que a mi entender, no había causa- do trastorno alguno a mi personalidad. Lo hice en la primera infancia, se mantuvo durante el ¿estadio oral tardío?, fue más persistente en mi niñez, tanto como quizá en la ¿vida intrau- terina?, pero menos en la adolescencia, cuando pasó inadverti- damente a la juventud y luego a la madurez. Toda la vida se me vio con los dos dedos (¿he dicho que el índice y el anular?) enchufados en la boca y succionándo- los en un Chuí-chuí-chuí letárgico. Posiblemente mi primera novia inició la ¿caracterización? de un ¿síndrome dramático? cuando me pidió que dejara la insana costumbre, sino tendría que romper conmigo. Lo intenté, por Dios que lo intenté, tal como se lo referiría años más tarde al Dr. V. Peñaloza, psiquia- tra, consultorio 4-B, 4to. Piso, Edf. La Lucía. Esa noche lle- gué a casa y me hice amarrar las dos manos al borde de la cama tratando de imposibilitar el acceso de los dedos a mi boca. Al día siguiente fueron varias las oportunidades que rechacé la tentación de succionar los dedos y cuando casi me sentía triunfador, en el instante en que lamía una barquilla que se de- rretía entre mis dedos, terminé por botar el helado a la basura y besarme los dedos con la misma pasión con que lo hicieron Clark Gable y Vivien Leight en Lo Que el Viento se Llevó. Hace dos meses que me amputaron las manos y colo- caron en su lugar unas prótesis de goma látex. El Dr. V. Peña- loza, psiquiatra, expuso mi caso en el Utah Psiquiatric Hospi- tal, en un congreso internacional de psiquiatría clínica obte- niendo grandes aplausos. Por mi parte estoy feliz y tranquilo, claro que extraño mis dedos índice y anular, sin embargo, el sabor del pulgar de mis prótesis ha sustituido con excelente eficiencia mis anteriores falanges.
  • 47. Una gota de sangre sobre las sábanas 47 FABRICANTE DE SUEÑOS Decidí subir la calle Constitución a pie, detuve el auto frente a la tienda, donde, cuando niño y camino de la escuela, me detenía a conversar. A mi izquierda, silencioso y persisten- te, el río discurría con pasmosa calma. Desde las playas visibles por el intenso verano, subía un calor terrible que demoraba las cosas haciéndolas más pesadas. Muy lejos, la silueta del puente desfallecía entre la bruma vaporosa de la tarde. Miré el reloj, eran las 2: 40 y caminar resultaba una verdadera proeza. No desistí, avancé lentamente sobre la acera derecha donde estaba la escuela de artes plásticas. Poco más adelante, sobre una fa- chada derruida, una placa de bronce ruinoso indicaba que allí había sido asesinado un prócer de la independencia. La me- moria me llevó a correr en pantalones cortos, bulto de cuero y zapatos colegiales, detrás de Miguel que me retaba a llegar primero al colegio. El sudor comenzó a correr copiosamente por mi cuerpo; pronto, sin darme cuenta llegué a la plaza, allí estaba restaurado el edificio de la vieja escuela de mis primeras letras, había sido mudada, ahora servía de sede para un museo de historia patria. Crucé la plaza, nuevamente vi mis compa- ñeros de infancia corretear entre los setos y ocultarse detrás de las estatuas. Las campanadas de la catedral mancharon el cielo de tordos frenéticos. Hice un poco de memoria, la casa de Aquino debía estar por la calle Independencia que iniciaba al sur de la plaza, ¿sería en la primera cuadra?, quedaba del lado izquierdo, en el sentido oeste-este, de eso estaba seguro, ¿estaba seguro? La canícula de abril me arrastró al interior de una puer-
  • 48. Julio César Blanco Rossitto 48 ta de madera azul, enorme, de típico estilo colonial. Me hallé en un pasillo angosto, el techo, sumamente alto, era un entre- sijo de caña brava; al final otra puerta con adornos de esterilla, sobre ella, en el dintel, pendía una trampa-jaula de bambú para pájaros, estaba abierta de par en par. La puerta de esterilla cedió al empuje de mi mano, entré y me dejé guiar por la luz que se colaba desde una habitación. Colgado de una hamaca, un hombre cetrino, de rasgos borrados, me recibió como si me estuviera esperando desde siempre: - Sólo me falta una palabra para completar el crucigra- ma- dije cegado por las sombras del caserón. Continúa- respondió agitado.- Pez fósil, tetrápodo vertebrado antecesor de los- reptiles. Aquino alzó sus ojos invidentes hasta el lugar donde provenía mi voz e inquirió: Dame pistas.- - Tiene doce letras, tres son vocales: a, o, e y empieza por la primera de ellas- A pesar de su ceguera creí ver un brillo en sus ojos. Una sonrisa se le regó en los labios. - Acanthostega. Ocupaba el tercer lugar entre los fósi- les que registran la evolución de pez a vertebrado terrestre; lo antecedían el Eusthenopteron y el Pandherichtys y precede al Icthyostega. Actualmente ocupa el cuarto lugar en la cadena de evolución de casi cuatrocientos millones de años porque se ha añadido el Tiktaalik, una especie de pez cocodrilo plano que podría haber llegado a medir tres metros de largo y que fue encontrado en el Círculo Polar Ártico. - ¡Magnífico!- exclamé- se nota que no has perdido condiciones. Recibí tu carta. Aquí me tienes. La habitación estaba atestada de libros, revistas, recor- tes viejos de periódicos. El polvo y las telarañas configuraban un ambiente caótico y triste; un reloj de pared registraba la última hora señalada quién sabe cuándo. En esa habitación podría haber sido inventada la antigüedad. A una señal de Aquino, aproximé una silla a su hamaca. -Pero nunca como en la escuela cuando nos iniciamos en el reto de llenar crucigramas – respondió arrastrando las pa- labras con nostalgia- Me han dicho que fue mudada, también
  • 49. Una gota de sangre sobre las sábanas 49 que las antiguas escaleras de la catedral fueron enterradas bajo una losa de concreto: son los borrones del progreso. Pero no fue para eso que te hice venir, quiero obsequiarte mi bibliote- ca, como habrás notado ya no me es útil. La noche no fue impedimento para que el hombre, cuya edad se veía notoriamente duplicada, trasegara los momentos más intensos de su vida, incluso aquellos que nos reunieron en los salones de primaria con nuestros guardapolvos blancos. Llegado el momento, me atreví a interrogarle sobre su cegue- ra; el relato que escuché, palabras más, palabras menos y que mi desmemoria ha reconstruido, es el siguiente: “Era finales de los setenta, había concluido el bachi- llerato y por un error cometido en el número de mi cédula de identidad – esto lo supe después- quedé excluido del siste- ma de selección para ingresar a la universidad. Impulsado por el ocio, que no por una verdadera necesidad económica, me ocupé en diversos oficios: técnico operador de cine, ayudante de cuentacuentos – un amigo contaba historias en las plazas mientras yo recaudaba la propina- lector de cartas del tarot, saltimbanqui, taumaturgo, numerólogo; con ninguno de ello pude alcanzar fortuna hasta que vino una idea a mi cabeza, sin demora, visiblemente entusiasmado, coloque el anuncio en los periódicos de mayor circulación en la ciudad: Fabricante de Sueños Servicio Garantizado Contactar Aquino Silente Teléfono 82351 Superando todos los pronósticos, llovieron las llama- das. El oficio consistía en construir sueños para los solici- tantes, ellos me narraban sus fantasías, yo entraba en trance y luego por un mecanismo que nunca logré explicarme, los clientes soñaban con lujo de detalles las cosas que me habían contado. Todo funcionaba a la perfección hasta que se acercó a mi oficina un hombre alto, escaso de carnes, con la secuela de una parálisis facial que le desmayaba el ojo izquierdo y le propinaba un rictus salobre en la boca; me pidió algo, que para una persona como él, sólo sería posible en el sueño. De
  • 50. Julio César Blanco Rossitto 50 su cartera extrajo la fotografía de una hermosa rubia de figura esbelta, senos pavorosamente inquietos, mirada promiscua y cara de ángel que seguro podría garantizarle a cualquiera una temporada gratuita en el infierno. Henry Cordell, mi cliente, no sólo deseaba soñar con ella sino que en sus sueños, la chica –pongamos por nombre Úrsula- se enamorara perdidamente de él. Estuve tentado en convencerlo de las dificultades de su deseo, incluso en casos donde sólo el sueño puede forzar la realidad; sin embargo, dejé hablar a mi astucia y al final con- certamos una suma atrayente. Según el dictamen de Cordell, quien ejercitaba una creatividad inusitada, comencé a soñar con Úrsula, es decir, logré que él soñara ser escultor, alcanzar la fama, solicitar una modelo y convencerla de posar: vestida con un vaporoso traje de princesa rusa, con traje de andaluza, con ligero vestido en tul, en bikini, desnuda. Las ambicio- nes de mi cliente aumentaron y tuve que soñarlos en veladas prolongadas después del trabajo, donde, el afamado artista y la exquisita modelo, compartían whisky en la intimidad del taller. Sin embargo, Henry Cordell no se atrevía a dar el paso definitivo y demoraba tenazmente en devaneos amorosos. Así fue como los labios pulposos de Úrsula, sus ademanes refi- nados, su voz aterciopelada, me obligaron a olvidar la ética profesional, echar de mis sueños a Henry Cordell y asumir el descalabro de aquellos senos voluptuosos que terminaron por derramarse en mi boca. Todavía recuerdo el día, un martes 18 de abril de 19… cuando Cordell, demudado el rostro, más por la rabia que por la parálisis, se presentó a mi oficina. Pocas veces se adelantan en los recodos de nuestra mente las palabras con que nos incre- pará un enemigo: me dije entonces que era un traidor, que no había cumplido con el trato, que le había fallado a mi cliente, porque en el sueño de la noche anterior, contrariamente a lo acordado, Úrsula confesó no sentir nada por Henry Cordell, es más, lo aborrecía y estaba locamente enamorada de mí, de Aquino Silente. Pocas veces también el infortunio se regodea en la desgracia: estaba yo aprendiendo el arte de la fotografía, fue suficiente que el furioso Cordell arrojara en mi cara un recipiente con ácido que me dejó ciego para siempre.”
  • 51. Una gota de sangre sobre las sábanas 51 Seguramente las campanadas de la catedral, el alboro- to de las golondrinas, el frío de la madrugada y el trasnocho rindieron al pobre Aquino que quedó dormido balanceándose sobre la hamaca. Antes, se había despedido de mí entregándo- me una tarjeta: Aquino Silente Prestidigitador Teléfono 82351.
  • 52. Julio César Blanco Rossitto 52
  • 53. Una gota de sangre sobre las sábanas 53 ERA UN LÍQUIDO CARMÍN …la muerte revelará el sentido verdadero de las cosas Murilo Mendes Fue cuando sintió como un cordón de espinas ceñido a los pliegues del vientre, se llevó las manos al lugar que le hincaba y contrajo el rostro, por instantes tuvo la sensación de caer en un pozo lleno de alas negras suaves de mariposas; alguien se adelantó a sujetarlo pero era tarde, se había desva- necido. Bajo el ritmo pegajoso del son Negro oprime a la mu- jer con lascivia los pechos de la hembra saltan al compás de la música una mano cae sobre la nalga zarpazo eléctrico de sabo- res o mordiscos Negro esta noche te como te robo la sombra te abro una herida de luz boca nauseabunda a cerveza cuello de mujer que te ruego penétrame apúrame la sangre dóblame y Javier Solís quisiera abrir lentamente mis venas que se cue- la empalagoso entre hombres dominós cigarrillos Negro ríe sonríe deslíe rockola buscándote una teta chica no te resistas déjate de vainas Sombras nada más entre tu vida y mi vida Señor Javier Solís señorcito usted lo sabe todo un escalofrío me recorre el cuerpo que te desnudo pierna sudorosa bikini sudoroso que te deshago espanto telaraña trozo de guijarro Negro Mujer con las ganas que nos tenemos y me quedé como un duende temblando. La bala penetró quemando mi piel. Embotado por el ulular de la ambulancia, recuerdo a Rico en medio del verde
  • 54. Julio César Blanco Rossitto 54 de los matorrales, gritando como Tarzán, ¡Aaaaaa!; recuerdo los trabalenguas de las clases de filosofía en la universidad … en suma, es bajo todo respecto una cualidad esencial del Ente Pri- mero Necesario; recuerdo la muchacha que una vez me sonrió desde la ventana de un autobús, que jamás volví a ver y que me hubiera gustado como novia; recuerdo la bala abriéndose paso entre mis intestinos; recuerdo al profesor Almeida: A ver ba- chiller, explíqueme la estructura filosófica de un sistema teológico que…; recuerdo otra vez paseando por las calles de mi pueblo y observo a Rico como un mono sobre las matas de mango y el profesor Almeida gesticulando con los ojos inyectados de sangre, y la bala alojada en mis entrañas y el olor a alcohol, las voces distantes de los paramédicos, las luces que se ciernen por las ventanillas, el frío en las manos, la mente confusa, el desvanecimiento, el desmayo. En la mano arde la pistola. La detonación se escucha entre los gritos de los manifestantes que corren a protegerse. En la mano de Negro arde la pistola. Negro trasnochado, abo- targado por las cervezas de anoche, por la mujer de anoche. El sudor abre sus grifos en los cuerpos de los manifestantes. Negro arde pistola en mano. Él cae en un pozo lleno de alas negras de mariposas. La pistola. La mano. Estaba sin fuerzas. Su sangre había quedado apelma- zada sobre las sábanas como un líquido carmín. La tarde ha- bía traído una llovizna suave de terciopelo; en la calle algunos estudiantes portaban pancartas de duelo, dos banderas negras coronaban los flancos de la entrada del viejo edificio del rec- torado; en el centro de la plazoleta el féretro aprisionaba el cuerpo, lo habían acomodado en el satén mullido con las ma- nos sobre el pecho sosteniendo un crucifijo, él miraba desfilar rostros de estudiantes junto al ataúd; le parecía una bufonada, cosa de mal gusto estar metido allí; quiso olvidar, distraerse, sintió ganas de orinar. Las pruebas de balística están bastante adelantadas; una vez obtenidos los resultados sabremos de donde vinieron los dis- paros. El inspector dialoga con los periodistas con voz aper- gaminada de vendedor de jarabes, coloca a horcajadas sobre el escritorio una pierna amorcillada … En el fondo de la tie- rra, envuelto en la penumbra, tuvo miedo, tenía los párpa-
  • 55. Una gota de sangre sobre las sábanas 55 dos fríos y los labios secos, sintió sed… El inspector se pasea como bisonte, sujeta el cigarrillo hacia el lado izquierdo de los labios, nervioso sacude las cenizas, habla a Negro: ¡Pendejo! ¿Por qué disparaste? Sabe Dios qué vaina inventaremos ahora. Eres un idiota, un insensato ... Lo embargó una inmensa des- esperación cuando pensó que la tapa del ataúd podría ceder dejando caer la tierra sobre sus ojos abiertos, tendría más sed, se ahogaría… El Inspector grita: ¡Qué coño vas a llorar ahora! Disparaste porque estabas arrecho; pero antes había dicho a la periodista de largas piernas y hermosos ojos verdes: Señorita, la acción individual de uno de nuestros agentes no compromete la institución …Le pareció escuchar que alguien lloraba sobre su tumba, que rasguñaban la tierra y sembraban flores, reza- ban. Un líquido carmín le humedeció las piernas…El inspec- tor, camisa empapada de sudor, dientes de ratoncito, sonrisa mordiéndole la boca, increpa con desdén al reportero de ojos saltones Algunos sectores violentos se amparan en la autonomía universitaria para hostigar a las fuerzas del orden público …No le respondían las manos, la cabeza le daba vueltas, la sed ponía hojillas de acero en su garganta. Espantado sintió que algo bullía en la superficie hinchada de su cuerpo, eran gusanos negros, poderosamente negros y rugosos. Cuando los vio ce- rró sus ojos y se abandonó al olvido convencido de que estaba irremisiblemente muerto.
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  • 57. Una gota de sangre sobre las sábanas 57 EL ÁNGEL AZUL ¿En realidad había un halo azul flotando alrededor de su figura? Las piernas largas, hermosamente perfectas, era difí- cil no asociarlas con aquella imagen que recorrió el mundo en 1930: falda insinuante, medias de seda negra y una de aquellas estructuras perfectísimas, alargadas y torneadas balanceándo- se, como un péndulo hacia ambos lados, en un viejo barril del cabaret. Creo necesario decir que esta primera impresión de Raúl estaba aún incontaminada de rigor histórico. Sólo des- pués sabría con exactitud el nombre del film: El Ángel Azul (1930), de Joseph Sternberg y de la diva: Marlene Dietrich. También es importante que se tenga conocimiento de que no es cierto, como luego se especuló por allí, que nuestro amigo, desde esa primera vez, quedó cegado por la belleza de Marlene; por el contrario, la proyección de aquel filme en el cineclub pasó casi desapercibida para él. Fue en una reposición, luego de ver Morocco (1930) y Shangay Express (1932), de Sternberg, cuando podemos afirmar que nació su pasión. Digo esto y me consta porque lo acompañé en esa primera proyección. Venía- mos dando tumbos desde la Av. Columbia, casi a la altura de la Circunvalación 3, cuando de pronto a Eduard, el intelectual del grupo, se le ocurrió empujarnos dentro de la oscura y cáli- da boca del Cine Río. La función tenía minutos de empezada y por eso digo que sólo después supimos que era la Dietrich en su película El Ángel Azul. Al salir de allí el portero nos entregó el programa previsto para el ciclo de películas de la ac- triz alemana. La jornada terminó en el bar de Giusseppe, que luego Raúl, según su estado anímico llamaría indistintamente
  • 58. Julio César Blanco Rossitto 58 The Flame of New Orleans o Touch of Devil, refiriéndose a dos filmes de Marlene. Ciertamente hay que reconocer que buena parte de la discusión giró sobre el tema del cine en blanco y negro, las inevitables alusiones a Chaplin, Douglas Fairbanks y Greta Garbo –discusión en la que, vale decir, Raúl se man- tuvo indiferente, batiendo persistente el hielo de su gintonic- razón por la que afirmo, ya sin ambages y para concluir, que el amor por Marlene Dietrich le nació al volver a verla en el rol de la cortesana Lola-Lola con sus medias de seda negra. Por cierto que así le llamaba él, Lola-Lola, mi Lolita o simplemente Lili. Tenía en su habitación un hermoso póster de la actriz en la escena ya mencionada de El Ángel Azul con una dedicatoria escrita en la parte inferior del cromo, y que era un fragmento de la carta de despedida que había dejado Maiakovsky a Lili Brick. Personalmente lo sorprendí muchas veces aturdido, atolondrando frente a la fotografía. Todavía no había pasado lo que luego pasó y que ninguno de nosotros nunca pudo imaginar. Incluso, fueron varias las ocasiones que discutimos, bien por la calidad de las actuaciones de la Die- trich, como por su belleza, puesta en duda por mí infinidad de veces: un rostro pálido de altiva estirpe aria, demasiado alar- gado, cabellera encrespada, cejas muy precisas y aquella nariz, sobre todo eso, la nariz que culminaba muy ancha, casi inso- lente sobre una boca que llamaría desastrosa. ¿Cómo puede ser eso una diva? y entonces ¿dónde queda Marilyn Monroe? Pero Raúl desestimaba mis opiniones y reía, reía, mientras lanzaba besos al enorme póster de su Lili. Fui yo y no Eduard quien dijo a los médicos, que Raúl había hecho un archivo sobre Marlene que incluía fotogra- fías, recortes de prensa, revistas, libros, filmes. Él insistía en su especial predilección por The Devil is a Woman (1935), Car- tas, de Sternberg; Ángel (1937), de Lubitsh, y A Foreign Affair (1948), de Billy Wilder, pero ninguna como El Ángel Azul. Gracias a esta película, decía, había conocido a Marlene, el gran amor de su vida, que todos creíamos era Clarisa. Muy a pesar de su pasión por la Dietrich, Raúl nunca aceptó, y esto sí lo dijo Eduard a los doctores, la imagen de femme fatale que tanto explotó la prensa y la industria del cine. Felícito Estévez me contó, mucho antes de ocurrir lo
  • 59. Una gota de sangre sobre las sábanas 59 que todos sabemos, la forma como Raúl convenció al opera- dor del Cine Río, para que le complaciera en repetir diaria- mente su ceremonial iniciático. Una vez finalizada la última función, se escurría por la puerta que daba a una escalera laberíntica para llegar al cubículo de cuatro paredes oscuras y mohosas donde trabajaba Restrepo. El Flaco (como acostum- brábamos llamar a Restrepo) lo esperaba con un inevitable Vicerroy diluyéndole el rostro, cruzaban algunas palabras, se servían café tinto de un termo sucio y grasoso antes de iniciar la tanda de proyecciones hasta la madrugada. En principio los dos hombres compartían los filmes donde actuaba la des- garbada rubia de piernas interminables, luego, hundido en un sofá, Restrepo se abandonaba al sueño hasta que Raúl lo despertaba para cambiar el carrete del proyector y continuar la película. Con el tiempo Raúl aprendió a operar la máqui- na y no le fue necesario molestar al Flaco que dormía un sueño plácido, prolongado y terso, casi eterno. Empezó así la orgía de sombras y perfumes que envolvieron a Raúl en las caricias de una epidermis blanquísima y la humedad de unos labios remotos. ¿Serían el trasnocho constante, las hambrunas, la sole- dad, que le enturbiaron la azotea al Raúl? Últimamente se le miraba deambular ojeroso por los alrededores del cine hasta la postrera noche cuando se dispuso a llevarse a la Marlene a su cuarto. La ceremonia se repitió como de costumbre, pero una vez dormido El Flaco, ocurrió lo inusitado (por cierto que esto logramos compendiarlo de los rumores, versiones y chismes que acompañaron a los sucesos): Raúl repitió por enésima vez la proyección de El Ángel Azul y se mantuvo impertérrito has- ta la escena donde aparece Lola-Lola sentada en el barril del cabaret balanceando su pierna; en ese instante una bruma azul ocupó toda la sala de cine, Raúl bajó corriendo hasta el pie de la pantalla y esperó que la rubia saliera del enorme lienzo blanco, alargando su mano hacia él. Luego nos llegó el comen- tario que Raúl se la llevó y, a pesar de no poderse comprobar la especie, se dice que Restrepo guarda celosamente una versión de El Ángel Azul pero sin el Ángel, sin la diva que abandonó la escena para siempre. Muchos días después ocurrió el escándalo. Raúl no
  • 60. Julio César Blanco Rossitto 60 salía de su habitación, sucedió entonces todo aquello de la ambulancia, los enfermeros sometiéndolo, el llanto, la deses- peración y los ruegos (que lo dejaran en paz con su amada), también las declaraciones de Eduard, Restrepo y la mía. Sin embargo, nadie comentó nada sobre el halo azul que vimos esfumarse de la habitación, apenas abrieron la puerta. Lo que ocurrió al día siguiente fue considerado por to- dos como una mera coincidencia, quizá para aligerar el peso de la culpa o por no dar crédito a la realidad que nos golpeaba en las narices. Los titulares de los rotativos del mundo eran precisos: París, mayo 6 (Reuter). Marlene Dietrich, considera- da una de las más grandes divas del cine de todos los tiempos, murió hoy (ayer) a los noventa años de edad, informó la Radio Francesa. Un portavoz dijo que el deceso se produjo por apa- rentes causas naturales…
  • 61. Una gota de sangre sobre las sábanas 61 CRÍA CUERVOS A la memoria de Salvatore Rossitto En principio no lo había visto. Me encontraba en un momento de honda contemplación interior: la sutileza de Pessoa, la furia de Ginsberg, la sórdida ambigüedad de Pound, se habían mezclado mediante un proceso tan inexplicable como azaroso, con los últimos acordes del Capricho Italiano, esa suerte de dislocación de sonidos y timbales que hacen de Tchaikovsky mi pasión de whiskys en las tardes. He dicho que en principio no lo vi; estaba caminando por las veredas del parque recordando a Margarita y sintiéndome un poco Charlot, pero Charlot en realidad, con su sombrero de hongo, su traje de pingüino y sus zapatos enormes proyectado hacia el final de la ¿Polaroid o de la Kodak? mientras el círculo de la imagen se cierra para dar sensación de soledad y distancia. Estar caminando por las veredas, repito, con los ojos vagos, undívagos (como decía Félix en el bachillerato, para imitar un caballero del Siglo de Oro español) no significaba que real- mente estuviera en el parque, sino más bien me sentía en las oficinas tediosas de Pessoa o en los departamentos alocados de Allen Ginsberg. Fue una cuestión de suerte para Él que en ese instante mis ojos se perdieran en la maraña de los setos, posiblemente atraído por las abejas que zumbaban en el em- palagoso atardecer elíptico de las flores. Parece que no me ha visto. El frío revela su constancia y acicatea mis costados, ¿cómo será en los países invernales?,
  • 62. Julio César Blanco Rossitto 62 se me ocurre pensar en Bruselas, pero sin duda en algo me favorece estar en el trópico. Aún así, la lluvia de los últimos días de agosto ha derribado mi hogar dejándome indefenso. Pudiera pensarse que es culpa de mi madre, porque en nuestra especie, el padre es una casualidad, un accidente del azar y del espacio. He pensado en Bruselas y sus días grises de sol opaco, allí debe haber muchos cables de alumbrado meciéndose en el viento, arropados de plumajes tristes y picos silenciosos. Por el contrario, aquí el calor es casi eterno, un permanente hervi- dero deteniendo el viento. No estoy seguro si me ha visto, sus ojos parecen extraviados. Cuando bajé los párpados noté el nido en medio del destrozo, el agua había azotado el entresijo de pajilla y algodón, echándolo al suelo. Todavía, ensimismado por los poemas de Pessoa, Pound, Ginsberg y aturdido por el canto, el jolgorio, los platillos y los timbales de Tchaikovsky mordiéndome los oídos, lo levanté del suelo y lo traje a la altura de mis ojos en un acto casi reflejo. Me alza en vilo con toda la fuerza que tienen los de su especie, trato de acurrucarme y acentuar mi debilidad para inspirar compasión, las escasas plumillas que cubren mi cuer- po tiemblan por el frío; el pico se me deshace en el iris de sus ojos lastimosos, sus manos enormes, temerosas de causar al- gún daño, hurgan con cuidado entre la yesca del nido. Siento el calor de esas manos, el ruido remoto de la sangre enroje- ciéndole la piel. Me levanta hasta sus ojos (nariz impertinente, cabello escaso, pómulos desleídos hacia las mejillas, comisura de los labios lastimosa, huellas de un descuidado acné de ado- lescencia) Pudo haber sido mi estado de contemplación que am- plificó su desmedro, lo tomé entre mis manos y con cuida- do acaricié la pelusilla que cubría su cuerpo: ¡era una roncha ardiendo entre mis manos! En su piel relampagueaban aros tumefactos. Acaricié su cabeza de ojos y espanto, lo escondí en mi regazo bajo la camisa, creo que sintió miedo. Me protege debajo de su camisa, me abrasa el calor de su cuerpo. De camino a casa sentí leves caricias en mi dermis, un suave escozor recorrió las fibras de mi piel.
  • 63. Una gota de sangre sobre las sábanas 63 Comienzo a hurgar en su vientre, escucho del otro lado el flujo de la sangre abriéndose paso entre las infinitas ramifi- caciones de su sistema sanguíneo. Insisto. Lo más agradable es el calorcito que emana de su dermis; pienso que le gustan mis picoteos. Presumo que se debate en una sensación de dolor y placer. Decido acometer con más fuerza. Comenzó a hurgar en mi vientre, en dirección a mi eje sagital (dorsoventral), comprometiendo mi epidermis en lo que tiene de tejido fibroso. Sin explicármelo, pensé en La Lec- ción de Anatomía del Doctor Tulp, de Rembrandt, volvieron a pasar por mi mente los ojos estupefactos de los discípulos, las manos musicales (en actitud de director de orquesta) del Dr. Tulp, su mirada serena, engalanada por un sombrero de alas voladoras; recordé el cadáver lívido, la sombra de los discípu- los bañando la cara tétrica, el brazo esquilmado, la postración de la muerte. Parece no haber sentido nada. Una vez violentadas la dermis y epidermis, dirijo mi objetivo inmediato hacia el pe- ritoneo. Esa noche lluviosa y fría, él quedó dormido con sus manos sobre el vientre haciéndome de regazo; fue así como llegue al peritoneo parietal, embriagado por el sabor mixto de la sangre dulce y la acidez áspera del tejido ceroso. Insatisfecho, fui más adentro y abordé el peritoneo visceral. He penetrado la cavidad peritoneal no sin temor. Un concierto de palabras me ofrecen distintas opciones: mesenterio, mesocolon, replie- gue peritoneal, duodeno hepático, epiplón gastrohepático y epiplón gastroesplénico. Al levantarme percibí un olor agrio, como de sangre excretada por la carne de res que cuelga en los grandes refrige- radores de las carnicerías. Sentí un ligero ardor en el vientre, como aleteo de cigarrón. Al buscarlo sobre mi vientre, noté que Él no estaba, es decir, sí estaba, pero no afuera sino aden- tro. Levanté el pijama y observé un orificio violáceo y tume- facto, pequeñas burbujas de pus bordeaban la herida. Experi- menté pánico e intenté hurgar con los dedos para extraerlo. Al tocarme, no pude resistir el dolor y perdí el conocimiento. Este debe ser el duodeno. Dirijo mis picotazos en sen- tido ascendente hacia el píloro, observo la curvatura superior del estómago lindante con el bazo. Como un experto gour-
  • 64. Julio César Blanco Rossitto 64 met, disfruto el sabor que me deparan las cuatro capas del estómago. Me deleito con la túnica submucosa o celular, for- mada por fascúnculos conjuntivos. Rompo el estómago, me hundo en su vacío. Luego del aturdimiento y el desmayo, abrí los ojos. Rápidamente decidí vestirme y buscar auxilio, pensé en Mar- garita. Al llegar a su apartamento me recibió amorosa, to- mamos una copa y me hizo el amor. Al culminar su tercer orgasmo notó el orificio violáceo que substituía mi ombligo. Le expliqué lo ocurrido. Ella me recomendó tomar agua con limón, una cucharadita de azúcar y un tantito de bicarbonato, eso sí, tómatelo inmediatamente después de que haga efervescen- cia. Chao Margarita, te amo, nos vemos pronto. En la oficina enseñé la herida a Crespo: A mí me ocurrió algo parecido, no hay que alarmarse, lávala con agua oxigenada y luego te aplicas rifocina. Para el malestar nada como el bicar- bonato. A Josefina Ramírez: Eso no es nada para lo que yo tenía. ¿Conoces la hoja de ruda? Te aplicas una cataplasma en la zona, le enciendes una vela azul a Santa Sofía, rezas tres Padrenuestro y publicas un clasificado en la prensa agradeciendo el favor recibido A Pedro García, Rosa Ruiz, Idelfonzo Samperio… Me llamó la atención un órgano pulposo, marrón o morado muy oscuro. Esta víscera está cubierta con una capa fibrosa llamada Cápsula de Glisson, que le da consistencia. Aca- ricié la tersura de esa fibra, rica en vasos sanguíneos y capilares, al morderla me amargó un líquido bilioso. La emprendí en- tonces con la vesícula biliar, en busca de un órgano reticular llamado páncreas. Me detuve un instante y percibí que cada región recorrida en su interioridad, aumentaba mis fuerzas, me hacía poderoso. Decididamente enfilé hacia el páncreas. El doctor me dice que tengo una deficiencia pancreáti- ca aguda, producto de una severa pancreatitis, lo cual hace que este órgano, amigo mío, no segregue insulina y usted debe sa- ber que la insulina regula la concentración de azúcar en la san- gre, sin lo cual el plasma es invadido por los llamados cuerpos cetónicos. Sí doctor, pero mire esta herida en mi ombligo. No se preocupe, haremos una cura y sanará. Por cierto, sus exá- menes revelan insuficiencia biliar que dificulta la asimilación de grasas y una inflamación pilórica. Doctor, pero si le cuento
  • 65. Una gota de sangre sobre las sábanas 65 que esto me ocurre desde que estando en el parque, caminan- do por sus veredas y recordando a Margarita…Le daré una referencia para el Dr. Ballesteros, es muy buen psiquiatra. Por último pensé que mi objetivo era el corazón, ór- gano musculoso, hiperactivo, que se aloja en la parte superior izquierda de la caja torácica. Para lograr mis propósitos, tomé la ruta de la arteria mesentérica inferior que me condujo a la aorta y finalmente al corazón. El triunfo me vistió de frío. Encontraron mi cuerpo seco como un cartón, presen- taba una abertura longitudinal en el eje transversal y otra en el eje dorsoventral o sagital. Todos mis órganos exhibían sig- nos de mutilación y desgarramiento por picotazos. El corazón estaba partido en dos y seccionadas las venas cava superior e inferior, la aorta y la arteria pulmonar. También se apreciaba una perforación que comprometía la válvula tricúspide en la aurícula derecha. Sin embargo, el informe médico fue muy escueto: Individuo caucásico, piel áspera, ojos inofensivos, muerte natural. El parte policial hacía referencia a la conservación de la naturaleza, de las especies ornitológicas en peligro de extin- ción y de varios pichones de un ave desconocida que habían sido encontrados junto al cadáver: Las avecillas presentaban un lastimoso estado de debilidad por anorexia. El zoológico de la ciudad conservó un par de ellas y obsequió algunos ejemplares a varios ciudadanos que voluntariamente se ofrecieron a contribuir con la protección de la fauna.
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  • 67. Una gota de sangre sobre las sábanas 67 CORREO DEL AMOR Emilio Espósito no sintió turbación alguna; el pájaro se había estrellado con un golpe seco contra el vidrio de la ventana que estaba a sus espaldas. Sin voltear y parándose del escritorio dijo: ¡Se jodió! Otro que no le funcionó el sistema de radar. Mario Cárdenas le miró desconcertado, no había vis- to lo ocurrido, sin embargo, minutos después cuando Emilio Espósito regresó del jardín con el cuerpo agónico del animal vibrando ante la muerte, le pareció algo de mal agüero y se lo hizo saber. Cuando hubo terminado la jornada, el incidente estaba olvidado por completo, más podía la cotidianidad y el hervidero de gente que se agolpaba como sardinas dentro de los ascensores, que la persistencia de un hecho fortuito. Emi- lio Espósito bajó hasta el estacionamiento, encendió su auto y enrumbó hacia su hogar. Antes se detuvo en una venta de comidas rápidas, solicitó una hamburguesa, una caja de ciga- rrillos y el vespertino de costumbre. Al abrir la puerta, la humedad de su apartamento lo recibió desprevenido, algunas virutas de polvo salieron dispa- radas contra un inmenso espejo que agrandaba falsamente el área. En efecto, la sala era pequeña, los muebles repletos de periódicos viejos y revistas, estaban apilados como después de una mudanza. Emilio Espósito cerró la puerta, colocó las lla- ves en la repisa de la telefonera y se dejó caer exhausto en el sofá. Cerró los ojos y durmió unos minutos, luego comenzó a hojear algunas de las páginas de El Diario de la Tarde. La nota le llamó la atención entre otras similares de la sección Correo del Corazón: