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5. LOS
CANTOS
DE
MALDOROR
Conde de Lautréamont
(Isidore Ducasse)
Ilustrado por Miguel Ángel Martín
Prólogo de Alejandro Castroguer
Ensayo de Francisco González Fernández
Dilatando Mentes Editorial
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8. Música recomendada para ambientar la
lectura de este libro:
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11. LA JAURÍA ERRANTE DE LOS RECUERDOS
(¿Prologo? lleno de piojos y basura)
L
iterariamente Isidore Ducasse (1846 - 1870) fue un viajero
rumbo al futuro, un adelantado a su tiempo, un visionario.
Sus escritos, muy escasos, no fueron otra cosa que una sonda
lanzada en dirección al siglo XX con el vivo deseo de hallar
lectores que comulgasen con su credo estético. O no, quién
sabe. Puede que no fuese más que un loco que se vanagloriase de su
singularidad y que se jactase de la ponzoñosa salud de su obra. «No es
bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen», afirma respecto
de los Cantos al inicio, «solo unos pocos saborearán este fruto amargo
sin peligro»1
.
Sea como fuere, la sonda alunizó en mitad del nicho de los su-
rrealistas: bastará con recordar las ilustraciones que compusiera Salvador
Dalí para la obra de Ducasse. Es verdad que, desde su publicación, “Los
Cantos de Maldoror” siempre se han movido más allá de los márgenes
de la comercialidad, y que su extrañeza no le permite ganar adeptos de
manera progresiva. Fama, reconocimiento que, por otra parte, el autor
desdeña en el Canto I: «Hay quienes escriben para conseguir los aplausos
1 Entre comillas, señalo las citas extraídas de “Los Cantos de Maldoror”, citas que
por otra parte vertebrarán todo este escrito, porque es él, Maldoror, por boca del Conde de
Lautreamont —¿o era al revés?— quien merecería el margen que la editorial Dilatando Mentes
me ha regalado. (Nota del autor del ¿Prólogo?)
Prólogo: La jauría errante de los recuerdos
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12. de los hombres (…)¡Pero yo, yo me sirvo de mi ingenio para pintar las
delicias de la crueldad!» Y añade en el Canto II: «Mi poesía consistirá
tan solo en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y
al Creador, que no debería haber engendrado a semejante inmundicia.»
O no era ésa realmente su pretensión, quién sabe, y lo que de verdad
pretendía era obtener un justo y merecido reconocimiento: «Aquel que
canta, sostiene en otro fragmento del Canto I, no pretende que sus cavati-
nas permanezcan desconocidas.» Habrá quien diga que estas afirmaciones
son de Maldoror y no del Conde de Lautreámont; que es el personaje
quien habla, quien desdeña, quien anhela, y en ningún caso el autor. Más
allá de las interpretaciones que uno se atreva a hacer al respecto de estos
comentarios, la obra habla por sí misma. Y la única realidad fehaciente
es que no somos muchos los lectores que soportamos su poderoso estilo,
su vesania. Por desgracia.
«¡Ay! quisiera desplegar mis razonamientos y comparaciones len-
tamente y con mucha magnificencia (mas ¿quién tiene tiempo de hacerlo
así?)», me pregunto ahora con el mismo escepticismo con que Maldoror
se lo pregunta en el Canto IV. Quisiera desplegarme, extenderme, pero
habré de cercenar ideas y decapitar adornos en pos de cierta economía de
espacio y tiempo. Tantas páginas, tantos minutos invertidos por el lector.
Así, pues, pretendo dirigir la jauría errante de la que habla el título del
texto2
hacia el barranco del punto final a no mucho tardar. Sin embargo,
antes del despeñamiento, la alimentaré con un par de jugosas nostalgias
de la mejor carnaza o, si lo prefieren, de la peor delicatesen.
(Fuera, más allá de la órbita de mi cuerpo, cohabitan la música
nigérrima que Josef Suk compusiese para su “Sinfonía Asrael” —home-
naje póstumo a Antonin Dvorak— con una muy castiza conversación,
amplificada por el patio de luces del bloque en que vivo, que se cuela
2 La jauría errante de los recuerdos es una de esas imágenes, poderosa como ella sola,
que jalonan esta obra. Podrá hallarla el lector en el Canto IV. De modo que el único mérito
de la misma pertenece a Ducasse. (Nota del autor de este ¿Prólogo?)
Alejandro Castroguer
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14. «Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh! Cuán dulce resul-
ta entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que nada tiene todavía sobre el
labio superior, y, con los ojos muy abiertos, simular que se pasa suavemente la mano
por su frente, ¡inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, inmediatamente,
cuando menos se lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, evitando que
muera; pues, si muriese, no contaríamos más tarde el espectáculo de sus miserias.»
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15. P
legue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente
tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su ca-
mino abrupto y salvaje, a través de las ciénagas desoladas de
estas páginas sombrías y llenas de veneno; pues, a menos que
aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual
igual al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro
impregnarán su alma como el agua al azúcar. No es bueno que todo el
mundo lea las páginas que siguen; solo unos pocos saborearán este fruto
amargo sin peligro. Por consiguiente, alma tímida, antes de adentrarte
más por semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no
hacia delante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y
no hacia delante, como los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de
la contemplación augusta del rostro materno; o, mejor, como un ángulo
extendido hasta donde alcanza la vista de grullas friolentas y meditabun-
das, que, durante el invierno, vuelan poderosamente a través del silencio,
con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizon-
Canto
I
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16. te, de donde parte súbitamente un viento extraño y violento, precursor de
la tempestad. La grulla más vieja, que formaba ella sola la vanguardia, al
verlo, menea la cabeza como una persona razonable, consecuentemente
hace restallar también su pico, y no se siente satisfecha (yo tampoco lo
estaría en su lugar), mientras su viejo cuello, desprovisto de plumas y
contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones
coléricas que presagian una tormenta cada vez más y más próxima. Tras
haber mirado numerosas veces con sangre fría a todas partes con ojos que
atesoran experiencia, prudentemente, en primer lugar (pues es ella quien
posee el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas de
inferior inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela, para
hacer retroceder al enemigo común, vira con flexibilidad la punta de la
figura geométrica (podría tratarse de un triángulo, mas no se ve el tercer
lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), bien a babor,
bien a estribor, como un hábil capitán; y, maniobrando con alas que no
parecen mayores que las de un gorrión, puesto que no es necia, emprende
así otro camino filosófico y más seguro.
Lector, ¡es quizás este odio el que quieres que invoque al co-
mienzo de esta obra! ¿Quién te dice que no vas a olfatear, bañado en
innumerable voluptuosidades, tanto como tú quieras, con tus orgullosas
fosas nasales, anchas y delgadas, volviéndote panza arriba, al igual que un
tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importan-
cia de este acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y
majestuosamente, las rojas emanaciones? Yo te aseguro, que se regocija-
rán los dos deformes agujeros de tu horrendo hocico, ¡oh monstruo!, ¡si
antes tú te aplicas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita
del Eterno! Tus fosas nasales, que se habrán dilatado desmesuradamente
de inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa mejor
al espacio, embalsamado como con perfumes e incienso; pues, se habrán
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17. henchido de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la
magnificencia y la paz de los gratos cielos.
Constituiré en unas pocas líneas que Maldoror fue bueno en
sus primeros años, en los que fue dichoso; hecho está. Advirtió a con-
tinuación que había nacido malvado: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su
carácter tanto como pudo, durante un gran número de años; mas, al fin,
a causa de esa concentración que no le era propia, cada día la sangre
se le subía a la cabeza; hasta que, no pudiendo soportar más semejante
vida, se arrojó resueltamente por el sendero del mal... ¡dulce atmósfera!
¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeño niño, de rostro
rosado, hubiera querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría
hecho con frecuencia, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no
lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad y
decía que era cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡El osa repetirlo con esta
pluma temblorosa! Así pues, existe un poder más fuerte que la voluntad...
¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Im-
posible. Imposible, si el mal quisiera aliarse con el bien. Es lo que antes
he afirmado
Hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hom-
bres, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación
inventa o que ellos pueden poseer. ¡Pero yo, yo me hago servir de mi
ingenio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias ni pasajeras, ni
artificiales; mas, comenzaron con el hombre, finalizará con él. ¿No puede
el genio aliarse con la crueldad en los propósitos secretos de la Provi-
dencia?, acaso, porque sea cruel, ¿no puede ser también un genio? Se
hallará la prueba de ello en mis palabras; no depende salvo de vosotros
escucharme, si os place... Perdón, me había parecido que mis cabellos
se habían erizado en mi cabeza; mas, no es nada, pues, con mi mano,
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18. he conseguido fácilmente colocarlos de nuevo en su posición primigenia.
Aquel que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan desconocidas;
al contrario, se loa de que los pensamientos altivos y malvados de su
héroe estén en todos los hombres.
He visto, durante toda mi vida, sin exceptuar una sola vez, a
los hombres, de estrechos hombros, cometer actos estúpidos y numero-
sos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los
medios. Califican a los motivos de sus acciones: la gloria. Viendo tales
espectáculos, quise reír como los demás; mas eso, extraña imitación,
era imposible. Tomé una navaja cuya hoja con un filo punzante, y me
abrí las carnes en los sitios donde se unen los labios. Por un instante
creí mi objetivo alcanzado. ¡Miré en un espejo esa boca desgarrada por
mi propia voluntad! ¡Aquello fue un error! La sangre que manaba en
abundancia de las dos heridas impedía además distinguir si se trataba en
realidad la risa de los demás. Mas, tras unos instantes de comparación,
vi que mi risa no se parecía a la de los hombres, es decir que yo no reía.
He visto a los hombres, de fea cabeza y ojos horribles hundidos en las
oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido,
la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, la furia insensata
de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más
extraordinarios, la fortaleza de carácter de los sacerdotes, y a los seres
más ocultos para el exterior, los más fríos del mundo y del cielo; abatir
a los moralistas hasta descubrir su corazón, y hacer caer sobre ellos la
cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, unas veces,
dirigiendo al cielo el más robusto puño, como el de un niño perverso
contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal,
con los ojos llenos de un remordimiento abrasador al mismo tiempo
rencoroso, en un silencio glacial, sin osar manifestar las vastas e ingratas
meditaciones que albergaba su seno, tan llenas estaban de injusticia y
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19. horror, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces,
a cada instante del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de
la vejez, propagando increíbles anatemas, que no poseían sentido común
alguno, contra todo aquello que respira, contra ellos mismos y contra
la Providencia, prostituir a las mujeres y los niños, y deshonrar así las
partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces, los mares levantan sus
aguas, arrastran los maderos a sus abismos; los huracanes, los temblores
de tierra, derriban las casas, la peste, las diversas enfermedades diezman
las suplicantes familias. Mas, los hombres no lo advierten. Los he visto
también ruborizándose, palideciendo de vergüenza por su conducta en
esta tierra; raramente. Tempestades, hermanas de los huracanes; azulado
firmamento, cuya belleza no acepto; mar hipócrita, imagen de mi corazón;
tierra, de misterioso seno; habitantes de las esferas; universo entero; Dios,
que los creaste con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame un hombre
bueno!... Mas, que tu gracia multiplique mis fuerzas naturales; pues ante
el espectáculo de semejante monstruo, puedo morir de asombro; por
mucho menos se muere.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh! Cuán
dulce resulta entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que
nada tiene todavía sobre el labio superior, y, con los ojos muy abiertos,
simular que se pasa suavemente la mano por su frente, ¡inclinando hacia
atrás sus hermosos cabellos! Después, inmediatamente, cuando menos se
lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, evitando que muera;
pues, si muriese, no contaríamos más tarde el espectáculo de sus mise-
rias. A continuación, se le bebe la sangre lamiendo las heridas; y durante
ese tiempo, que debiera ser largo como lo es la eternidad, el niño llora.
Nada hay tan agradable como su sangre, obtenida como acabo de expli-
car, y muy caliente todavía, salvo por sus lágrimas, amargas como la sal.
Hombre, ¿no has probado nunca el sabor de tu sangre, cuando por acci-
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20. dente te has cortado un dedo? Es deliciosa, ¿no es cierto?; pues, no tiene
sabor alguno. Además, ¿no recuerdas un día, entre lúgubres reflexiones,
haberte llevado la mano, formando una concavidad, hasta tu enfermizo
rostro humedecido por lo caía que de tus ojos; mano aquella que luego
se dirigía fatalmente hacia tu boca, que bebía a largos tragos, en esa copa,
temblorosa como los dientes del alumno que mira de soslayo a quien
nació para oprimirle, las lágrimas? Son deliciosas, ¿verdad?; pues, tienen
el sabor del vinagre. Se dirían las lágrimas de la que más ama; mas, las
lágrimas del niño dan mayor placer al paladar. Él, no traiciona, pues no
conoce todavía el mal: mientras que la que más ama acaba por traicionar
tarde o temprano... lo adivino por analogía, aunque ignoro lo que es la
amistad, lo que es el amor (y es probable que jamás los acepte; por lo
menos, de parte de la raza humana). Entonces, puesto que tu sangre y
tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las
lágrimas y la sangre del adolescente. Véndale los ojos, mientras desgarres
sus carnes palpitantes; y, tras haber escuchado durante largas horas sus
sublimes gritos, semejantes a los penetrantes estertores que lanzan en una
batalla las gargantas de los agonizantes heridos, entonces, tras haberte
apartado como un alud, saldrás corriendo de la habitación contigua, y
simularás acudir en su ayuda. Le desatarás las manos, de nervios y venas
hinchadas, devolverás la vista a sus extraviados ojos, y te dispondrás a
lamer de nuevo sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces
el arrepentimiento! La chispa divina que existe en nosotros, y que tan
raras veces, se muestra; ¡demasiado tarde! Cómo se conmueve el corazón
cuando se puede consolar al inocente a quien se ha causado daño: «Ado-
lescente, que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer
en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Qué desdichado eres! ¡Cómo
debes de sufrir! Si lo supiera tu madre, no estaría ella más cerca de la
muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que ahora estoy yo. ¡Ay!
¿qué son, entonces, el bien y el mal? ¿Son acaso una misma cosa con
Conde de Lautréamont
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21. COSER Y CANTAR:
LA MESA DE DISECCIÓN GEOMÉTRICA
DE LAUTRÉAMONT
Francisco GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
P
irámide que esconde en su interior espléndidas perversiones1
,
monolito que parece haber caído misteriosamente del cielo,
Los Cantos de Maldoror, esa obra que en 1869 publicó un
desconocido Isidore Ducasse bajo el pseudónimo de Conde
de Lautréamont, se alza asimismo triunfalmente en el centro
de la modernidad como una formidable y a la vez irónica columna con-
memorativa, como un monumento literario en el que la belleza y el mal,
el arte y la ciencia se entrelazan, desde sus primeras líneas, en vertiginosa
espiral.
El lector que, haciendo caso omiso de la advertencia liminar, se
atreva a recorrer las páginas sombrías de Los Cantos de Maldoror no
tardará en averiguar –si es que pone en su lectura la lógica rigurosa
y la tensión espiritual reclamada por su autor– que se ha adentrado
en un universo donde el mal y el dolor acostumbran a expresarse con
1 Este texto fue publicado originalmente en el número 23 de Signa. Revista de
la asociación española de semiótica de la UNED (2014, pp.143-174). El autor y el editor
agradecen a la redacción de dicha revista su amable autorización para reproducirlo aquí con
puntuales modificaciones.
Coser y cantar: La mesa de disección geométrica de Lautréamont
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22. lenguaje científico, donde la ciencia no es sino un espectáculo sangriento
y morboso como el que podía verse en los teatros anatómicos. Las
primeras líneas de la obra recuerdan precisamente la admonición que
hacía Leonardo da Vinci a aquellos que pretendían practicar la anatomía
en lugar de observar los dibujos que él había hecho tras efectuar más de
diez mil disecciones sobre restos humanos:
Aunque sientas amor por estos estudios, el estómago
te impedirá realizarlos; o tendrás miedo de pasar horas
de la noche en compañía de cadáveres descuartizados de
espantoso aspecto, o ignorarás el arte de dibujar bien,
indispensable para la representación de las cosas. Y si
posees este arte, no sabrás quizá la perspectiva, o no
serás capaz de ordenar las explicaciones geométricas y
los cálculos de las fuerzas y acciones de los músculos,
o carecerás de paciente diligencia (Da Vinci, 1999: 71).
En la primera estrofa de Los Cantos de Maldoror volvemos
a encontrar esta misma tentativa de desalentar al lector –interpelado
asimismo con familiaridad en segunda persona del singular– desgranando
diversos argumentos negativos en tono desdeñoso: «No es bueno que
todo el mundo lea las páginas que siguen; sólo unos pocos saborearán
este fruto amargo sin peligro.» En el resto de esta obra poética la
sensación de asco y horror nunca dejará tampoco de impregnar el arte,
la ciencia y las matemáticas como el agua vertida sobre un terrón de
azúcar. Y es que, como se verá, el escritorio donde otros derramaban los
efluvios románticos de su corazón se había vuelto para Lautréamont una
verdadera mesa de disección.
En el último Canto, el sexto, el autor confecciona una especie de
novela corta, de aire rocambolesco, en la que se nos invita a presenciar el
Francisco González Fernández
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23. rapto y ejecución de un adolescente llamado Mervyn. La primera vez que
éste aparece en escena el narrador destaca su belleza mediante una cascada
de símiles de composición tan singular que terminarían convirtiéndose en
emblema de la escritura de Lautréamont, especialmente el último:
[Mervyn] Es bello como la retractilidad de las garras de
las aves rapaces; o también, como la incertidumbre de
los movimientos musculares en las heridas de las partes
blandas de la región cervical posterior; o mejor, como
esa ratonera perpetua, siempre estirada por el animal
apresado, que puede cazar sola infinidad de roedores, y
funcionar hasta escondida entre la paja; y sobre todo,
¡como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección,
de una máquina de coser y un paraguas!
Como es sabido, André Breton y el grupo de los surrealistas,
responsables en gran medida del prestigio que adquirió después
Lautréamont, convirtieron a este autor decimonónico en uno de los
principales precursores de su movimiento vanguardista. Debido a su
carácter sorpresivo y a su intensidad poética, en estas comparaciones
introducidas por «beau comme…», y muy particularmente en la última
de la mesa de disección, quisieron ver el manifiesto mismo de la belleza
convulsiva y el paradigma de la imagen surrealista. Ahora bien, al apropiarse
de tan extraño símil, al ensalzar su carácter discordante y fortuito, al
conferirle incluso una significación sexual bastante burda (Breton, 1955:
67), los surrealistas acabaron secuestrando de algún modo el sentido que
la frase poseía en la obra original. Pero si esta imagen poética toma en
la mente del lector tanta fuerza, hasta el extremo de haberse convertido
en la actualidad en un auténtico cliché literario, es porque está preñada
de significación, porque en ella está encerrada y sintetizada la totalidad de
Coser y cantar: La mesa de disección geométrica de Lautréamont
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24. Los Cantos de Maldoror y de algún modo su poética. En este sentido,
la naturaleza muerta que conforman el paraguas, la máquina de coser y la
mesa de disección es al poema de Lautréamont lo que la magdalena es a
la obra maestra de Proust.
1. UNA VERDADERA NATURALEZA MUERTA
La desbordante imaginación visual de Lautréamont2
se despliega
en Los Cantos de Maldoror en unas estrofas que constituyen cuadros
tan fascinantes como repugnantes. El propio escritor designa en términos
pictóricos varias de las escenas que describe en su obra, invariablemente
para retratar algún cadáver. Así, en el primer Canto Maldoror contempla
asombrado «el cuadro que se ofrece a sus ojos», el de una familia feliz
«que rodea una lámpara puesta sobre la mesa» y a cuya luz cose la madre
mientras el padre y el hijo hacen sus tareas. En la versión de 1868 del
primer Canto, de estructura abiertamente teatral, Lautréamont incluso
especificaba que «el padre lee un libro, el hijo escribe, la madre cose.»
Pero en ambas versiones el ángel caído que es Maldoror no tarda en
destruir esta estampa –inspirada lejana y paródicamente en una Sagrada
familia como la de Murillo– provocando la muerte del hijo y en última
instancia de la madre que no soporta ver el cuerpo sin vida del «fruto de
sus entrañas.» Y el padre, «ante el cuadro que se ofrece a sus ojos», no
puede más que lamentarse por tamaña injusticia. Cuadro, mesa, costura,
lectura, escritura, cadáveres… La obra de Lautréamont es una galería de
2 En una obra como Los Cantos de Maldoror, cuya estructura y estilo descansan
sobre la incertidumbre más radical, casi nunca es posible saber quién está hablando, de modo
que a menudo el personaje Maldoror y el narrador que relata sus aventuras y que se dirige al
lector para hablarle de la obra que está escribiendo dan la impresión de no ser más que un
mismo ser desdoblado. Para no crear mayor confusión aludiré aquí a Maldoror cuando éste
realice una acción mientras que reservaré el nombre de Lautréamont, el pseudónimo detrás del
que se escondió Isidore Ducasse, para designar la entidad narradora, incluso si a veces cabe la
sospecha de que sea el personaje quien habla.
Francisco González Fernández
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25. André Breton, padre del Surrea-
lismo, fue un gran admirador de
Ducasse y su obra. Fue gracias a
Breton que se editaron de manera
íntegra las poesías del Conde de
Lautréamont en la revista Littéra-
ture.
Enrique Pichon Rivière tiene en su ha-
ber un libro tan enigmático como el
propio Lautrémanot: “Psicoanálisis del
Conde de Lautréamont”, editado postu-
mante por el hijo de Rivière.
La obra, que recoge una serie de con-
ferencias, señala que en torno a Lu-
tréamont se orquestan una serie de
suicidios, extrañas muertes y ataques
de demencia, tanto en las personas que
lo rodearon en vida, como en aquellos
que osaron aproximarse al estudio de
su existencia y de su obra.
Los Cantos de Maldoror
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26. Algunos pintores destacados de
esta época son: Odilon Redon
(arriba), Mariano Fortuny (aba-
jo), Antoine Wiertz (arriba en
la página siguiente) o Arnold
Böcklin (abajo en la página si-
guiente)
Miscelánea
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