El padre Almeida vivía en un convento y cada noche se escabullía por una ventana alta para beber aguardiente en la calle, apoyándose en la escultura de un Cristo cansado de sus escapes. Una noche, al salir, se encontró con una morada llorando junto a un féretro, lo que le hizo darse cuenta de su adicción y nunca más volvió a escaparse del convento para beber.