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                    Los Caballos en la Guerra de Fronteras –Alfredo Ebelot

  Eran notables los caballos de la sección Costa-Sur: cuidados con mucha solicitud dado lo que
 se les exigía, eran con todo más vigorosos que los de la frontera vecina, que galopaban mucho
    menos. Constituía un placer verlos regresar a la noche, o durante el día, a cada una de las
 alarmas simuladas o reales que tenían al soldado en estado de alerta. Pastoreaban en libertad,
   según las costumbres argentinas, pero siempre a la vista del fuerte. A pesar de la vigilancia
     más estricta, los caballos que pastorean están siempre muy expuestos. Los anales de las
       fronteras están colmados de invenciones originales y audaces de los indígenas para
   apropiárselos en las mismas narices de las tropas del gobierno. Por ejemplo, acostados a lo
 largo del flanco de caballos en pelo y sin rienda que obedecen a la voz, algunos indios vienen a
    apostarse a cierta distancia de los caballos del fuerte. Viendo pastorear a lo lejos caballos
  aparentemente sin jinete, aquéllos se dirigen inconscientemente hacia ellos, llevados por ese
  instinto de sociabilidad que posee este animal. Los indios guían entonces a sus montados de
  manera que toda la manada vaya alejándose insensiblemente de sus guardianes. Esperan con
  una paciencia infinita el momento propicio y repentinamente, seguros del golpe, se yerguen
    con grandes alaridos sobre el lomo de sus montados y arrean delante de ellos la caballada
                   espantada, que en un abrir y cerrar de ojos está fuera de vista.
  Para evitar esta mala jugada y cien otras del mismo género, en la frontera Sur no les bastaba
con poner en torno a cada tropilla de caballos cuatro soldados rondando constantemente como
   perros pastores alrededor de sus ovejas. Se tenía permanentemente ensillados unos quince
   caballos para ir a buscar a los otros en caso de alerta, además de haber acostumbrado a los
  soldados a partir a toda rienda y a regresar de igual manera. La partida de estos hombres se
  parecía más a una carrera que a una maniobra; el regreso de los 400 o 500 caballos al fuerte,
  habituados a este ejercicio y sabedores de que era el preludio de una buena comida, era de lo
más pintoresco. Al primer son de la trompeta miraban hacia el fuerte, y en cuanto veían salir el
primer grupo de soldados tomaban impulso, aumentaban la velocidad y se precipitaban en el
corral como un huracán. Agreguemos que éstos eran a la vez otros tantos "galopes de
entrenamiento" que los preparaban para grandes marchas(…).




…Hacia las diez, una espesa nube de polvo nos anunció que llegaba. Pronto distinguimos el
mugido de las vacas y, cosa más inquietante, el balido de los carneros. Una artimaña propia de
los indios cuando ansían tomar un fortín y tienen carneros a mano, consiste en dirigirlos hacia
el foso. Estos tontos animales se amontonan hasta la altura del parapeto formando una calzada
sobre la cual arriesgados jinetes pueden cargar con la lanza. Hay que reconocer que no
habíamos contado con los carneros. Nunca había ocurrido que los indios llevaran esos
animales de marcha tan lenta y prontos a fatigarse; pero Catriel, al volver al desierto, se había
ocupado de aclimatar majadas cuya importancia le habían revelado los rudimentos de
civilización que poseía. Así pues, arreaba delante suyo primero sus propios carneros y después
todos los que había encontrado en el camino. Eran unas treinta mil ovejas: veinte veces más
que las necesarias para sumergirnos en montañas de lana. Finalmente oímos del lado Lavalle
una viva fusilería; pero en vano interrogamos el horizonte; la fusilería se alejó. No era sino una
diversión de los indígenas para arrastrar las tropas sobre una falsa pista. Nos preparamos pues
para las grandes cosas que íbamos a llevar a cabo. Los aborígenes habían hecho alto y parecían
vacilar. Finalmente un jinete se dirigió hacia nosotros, desarmado. A través del largavista
creíamos reconocer a un cristiano por la manera de montar a caballo. Lo dejamos acercarse, le
intimamos la orden de echar pie a tierra. Era un cristiano en efecto, muy amigo de los
soldados, un orfebre de Azul o más bien --pues el término orfebre explica muy mal esta
profesión esencialmente argentina--un platero, un "argentier", un fabricante de esos pesados
ornamentos de plata con los cuales los gauchos y los indios adornan sus sillas y sus bridas.
Tomado prisionero a las puertas de Azul, y felizmente ligado a Catriel por viejas y amistosas
relaciones, había sido simplemente retenido como cautivo;¡pero qué cautiverio! Semidesnudo,
molido a palos, hambriento, acababa de pasar tres días sobre un caballo sin silla dirigiendo los
rebaños, y tres noches a campo abierto fuertemente atado a una estaca.
Catriel nos lo enviaba como parlamentario, y le prometía la libertad a cambio del éxito en su
negociación; el cacique nos hacía ofrecer majestuosamente la paz o la guerra, declarándonos
que tenía los medios para pasar sobre nuestros cadáveres, pero que nos daba su "palabra de
honor" de no molestarnos si no lo atacábamos. A pesar de la gravedad de las circunstancias, un
estallido de risas homéricas acogió esta tirada: ¡la palabra de honor de Juan José Catriel! El
pobre platero, que no esperaba este resultado, quedó desconcertado. Había interrumpido dos
o tres veces su arenga para suplicarnos que hiciéramos atar su caballo que había quedado
suelto al pie del fortín, agregando que si el animal se escapaba era hombre perdido…Le dimos
a entender que desde ese momento formaba parte de la guarnición del fortín, y que si perecía
en esta circunstancia, perecería en buena compañía. Esto no le convenía: quedarse con
nosotros significaba que queríamos batalla. El cacique le había hablado perentoriamente de
600 indios armados con fusiles que tenía su ejército. Sabíamos muy bien que los indios tenían
fusiles, pero no ignorábamos que no sabían usarlos. Esos 600 tiradores trotaban en el cerebro
del parlamentario, que no consideraba posible que 18 hombres pretendían enfrentar a 3.000.
Insistió de tal manera para volver con los salvajes, y este deseo parecía tan poco natural --de
acuerdo a lo que él mismo contaba de sus sufrimientos en medio de ellos--que empezamos a
creer más prudente atarlo, pues podía ser un espía. Se hizo la proposición. Sin embargo, el
ladino gaucho se las ingenió tan bien que, prestando su concurso los balidos de los carneros, lo
dejamos regresar para que hiciera saber al cacique que no hartamos salida alguna, pero que
dispararíamos sobre todo aquel que pasara a tiro de fusil. Se fue lleno de júbilo,
agradeciéndonos efusivamente haberle salvado la libertad y la vida. En el fortín no teníamos la
misma confianza; nos manteníamos sobre el "quien vive"; pero el platero conocía mejor que
nosotros a Catriel. Ante todo afirmó al cacique que los ingenieros no estaban en el fortín, que
solamente había soldados. Catriel lanzó un suspiro. El platero creyó de su deber agregar que
había al menos unos sesenta soldados y que, por el lado donde lo habían hecho entrar, había
visto tres cañones. Era una osada mentira: 60 hombres y 3 cañones no hubieran cabido en el
fortín. Los indios estaban demasiado apurados para detenerse en este detalle.
Catriel y Rumay, el jefe de los indios del desierto, dieron órdenes para que sus columnas,
describiendo alrededor del fortín un semicírculo de dos kilómetros de radio, no nos dieran
ocasión de ejercitar nuestra puntería. En cuanto al cautivo, Catriel cumplió su palabra y nos lo
mandó de vuelta después de haber cambiado el buen caballo en que había llegado
primeramente por el peor rocín que se pueda encontrar. Tratándose de caballos, los indios
piensan en todo (…).
…Es oportuno ahora decir dos palabras sobre los cuidados que los argentinos prodigan a sus
caballos de tropa, empleando para ello procedimientos cuya bárbara rutina responde mal a los
progresos que su ejército regular ha realizado en otros sentidos. En este país de buenos jinetes
y caballos excelentes, se ve con frecuencia los cuerpos de caballería montados sobre
esqueletos, imposibilitados así de hacer una larga marcha o una hermosa carga. La infantería,
que lleva guerra a los indios montada a caballo, está más bien paralizada que favorecida en sus
movimientos por sus éticas caballeras




Los caballos no faltan; en general, los cuerpos están provistos de dos y hasta de tres por
soldado. Menos aún es la calidad lo que le falta: el caballo argentino está dotado de una
resistencia sorprendente; pero los pocos cuidados, un régimen debilitante, la brutalidad de los
soldados, dejan muy pronto a los caballos en un estado lamentable. Se les extenúa el capricho.
En principio, no se los alimenta: ignoran lo que son los forrajes secos, el maíz, la cebada; y lo
ignoran de tal modo que al presentárselos los rechazan, siendo necesario una educación
especial para acostumbrarlos. Se los trata como rumiantes en libertad en la llanura. Pero como
no son rumiantes, y aún están en libertad, nueve días de cada diez no sacian su hambre. Su
estómago, que no asimila bien como el de la vaca los jugos nutritivos de los pastos frescos,
exige más tiempo para proveerse convenientemente. Necesitarían ocho o diez horas diarias de
tranquilidad en praderas fértiles para no perder poco a poco las fuerzas. Y esas horas no las
tienen casi nunca. Encerrados durante la noche, luego a la intemperie, en corrales estrechos y
mal tenidos, devorados por los tábanos en verano, disgustados por un pasto raquítico en
invierno, al más leve signo de alerta amontonados junto al campamento en espacios pelados,
¿cómo no habrán de enflaquecer? Lo más incómodo para ellos es el pertenecer a todos y a
nadie. El soldado no tiene, como en los otros ejércitos, su caballo propio que manta y cuida él
solo, del cual responde y al cual se aficiona. Cuando se da una orden de marcha, los caballos
son introducidos en tropel en el corral. Cada hombre llega, bozal en mano, y atrapa el que
puede. ¿Para qué atenderlo si no volverá a montarlo? Si un pobre animal, en el colmo del
cansancio, se niega terminantemente a avanzar, su jinete se repliega sobre la reserva y cambia
de montado, dando como adiós al que abandona un fuerte talerazo. Si su recado, demasiado
duro o acomodado con demasiada precipitación ha lastimado el lomo del animal, no se
preocupa para nada; los oficiales, que no siempre pueden asistir a estos frecuentes cambios de
animales, se habitúan a no prestar atención a un accidente tan común. Se comprende así que
la caballada mejor elegida ofrezca en poco tiempo el aspecto de un lamentable conjunto de
costillas a la vista, coyunturas inflamadas, lomos desollados. El mal estado de los caballos es
más o menos llamativo según sus fronteras. En la Costa-Sur se excedían en esfuerzos, a
menudo felices, para mantener el vigor sin extenuarlos.
En la división Norte una agradable sorpresa esperaba al visitante, que no veía un solo caballo
lastimado por la silla. El oficial que había obtenido semejante resultado con la antigua
organización de la caballería argentina, merece que citemos su nombre: coronel don Conrado
Villegas. Hay que haber hecho la campaña del desierto con un ejército argentino para
comprender lo que este simple detalle revela como vigilancia y voluntad."¡Bah, tenemos tantos
caballos!", tienen la audacia de decir algunos oficiales. ¡Pobre riqueza, en verdad! O más bien
despilfarro insensato y cruel cuyo primer resultado hasta el presente ha sido el poner las
tropillas de las más ricas provincias a merced de algunos salvajes (…)
…Cuando seguido por el primer contingente de trabajadores tomé contacto con la frontera
después de cuatro meses de ausencia, me asombraron los felices cambios ocurridos en el
aspecto de la caballada. Abundaban los caballos vigorosos y bien tenidos; pronto tuve la
explicación de este fenómeno: eran caballos tomados al enemigo. Desde cierto tiempo atrás,
los aborígenes habían invadido mucho, y siempre de manera desafortunada. Castigados
regularmente al regreso, les había sido imposible hacer franquear la primera línea a una parte
de sus propios animales. Habían perdido tantos que a simple vista podía asistirse a pequeños
dramas conmovedores por ello ocasionados. Algunos fugitivos se disputaban a cuchilladas un
caballo descansado para huir. No eran éstos los tiempos en que sus numerosas tropillas les
permitían saltar de un animal a otro sin cansar jamás a ninguno.
Esta circunstancia, que se había reproducido en todas las fronteras, pero con la cual, para una
remonta regular sería presuntuoso contar, había permitido mejorar la organización de la
caballería. Ante todo se habían puesto aparte "caballos de reserva" que sólo debían actuar en
las ocasiones importantes. Mejor aún, habíamos enviado a cada soldado un caballo del cual
estaba dispensado de servirse para las tareas ordinarias y que podía cuidar a su gusto. Los
llamaban "caballos de oreja" (orejanos) porque tenían las dos intactas. Niños mimados de los
campamentos y de los fortines, resaltaban por su buen aspecto sobre los infortunados
"caballos de marcha, martirizados como de costumbre, Pero éste era un progreso sólo parcial y
precario; la distribución se había hecho a la manera argentina, es decir mal; la arbitrariedad se
mezclaba allí a la liberalidad. Esta última era revocable, los soldados lo sabían; y como estas
caballadas tenían una marca indígena --lo que significaba lo mismo que no tener ninguna,
puesto que ningún propietario del interior podía reclamarlos-- tenían un valor comercial. Sus
dueños de ocasión en lugar de tenerlos preferían, como ellos decían, perderlos; y perderlos era
venderlos; los ofrecían a vil precio a cualquier comprador que estuviera en condiciones de
llevárselos lejos. Los cantineros instalados en los campamentos no dejaban de aprovechar la
ganga. La vigilancia dedicada a evitar este abuso, además de excesiva, era inútil y chicanera;
hubiera sido más simple cortar la raíz mediante una buena reglamentación y una marca
especial.
La finalidad es que cada soldado tenga su caballo correspondiente, no por gracia temporaria
sino como derecho adquirido, con los correspondientes deberes y haciendo que poco a poco
surjan entre el hombre y el animal lazos de entendimiento recíproco. Es imposible recorrer
largo tiempo los caminos sobre un animal sin sentir por él un vivo afecto, aunque tenga todos
los defectos del mundo. Esto es cierto hasta para los argentinos, que son los más grandes
verdugos conocidos de caballos, precisamente porque los cambian insaciablemente. El caballo,
por su parte, conoce mejor aún a quien lo monta que a quien lo cuida. El hombre que lo cepilla
y lo enjaeza es su servidor, aquel que le hace sentir el freno y la espuela es su amo; él capta
perfectamente este matiz. Cuando se trata de un soldado que llena ambos oficios a la vez, se
establecen afinidades aún más estrechas. Todo jinete sabe que uno hace sobre su caballo
preferido lo que no haría sobre un animal desconocido, y que obtiene del mismo lo que otro no
podría pedirle. Es evidente asimismo que para hacer una campaña, por más dura que sea, es
mejor tener a disposición un buen caballo probado que muchos de recambio. Si en el ejército
argentino se han prodigado los rocines no es para obtener una caballería ligera; es para evitar
los gastos de organización y de minuciosos cuidados necesarios para mantener una buena
caballada.
Ha llegado el momento de renunciar a esos hábitos; ante todo, el precio de los caballos
aumenta continuamente, y seguirá aumentando si la exportación de estos animales -ya
ensayada con éxito-aumenta, y si las formas poco elegantes pero fáciles de mejorar de las razas
del Plata no hacen menospreciar en Europa sus sólidas cualidades. Dentro de poco tiempo ya
no se podrá arruinar sin excusas tal cantidad de pobres animales y reemplazarlos a cortos
intervalos a razón de dos o tres por hombre. Y luego, la guerra India, por no mencionar otros
hechos, incluso esta guerra contra salvajes, continuará haciéndose imperfectamente con tropas
mal montadas; esta guerra ha llegado a un punto tal que es indispensable hacerla bien. Así
pues, no hay réplica posible: hay que poner el ejército argentino a la par de todos los ejércitos
regulares del mundo, por más extraño y paradójico que esto parezca a los hombres
experimentados cuyas charreteras y hábitos ecuestres datan del buen tiempo de las patriadas.
Estos se niegan a creer en la penuria de caballos para procurárselos cuentan con
procedimientos no previstos en el presupuesto. Debe darse a los animales una ración
constante y prodigárseles cuidados incesantes, no dejarlos en libertad más que el tiempo
necesario para retozar; que talen el campo para refrescarse y por distracción; pero que se
acabe de contar con el pasto fresco como media de hacerlos vigorosos. No es obligatorio
construirles establos, pues felizmente tenemos que tratar con animales para los cuales éste es
un refinamiento desconocido. Respetemos en eso, y solamente en eso, las rutinarias alarmas
de algunos oficiales que piensan -no son, naturalmente los de la nueva generación- que la
rasqueta y el maíz afeminarían a sus montados y les darían exigencias inadecuadas en un
caballo de guerra.

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Caballos en las guerras de fronteras alfredo ebelot

  • 1. Alf Los Caballos en la Guerra de Fronteras –Alfredo Ebelot Eran notables los caballos de la sección Costa-Sur: cuidados con mucha solicitud dado lo que se les exigía, eran con todo más vigorosos que los de la frontera vecina, que galopaban mucho menos. Constituía un placer verlos regresar a la noche, o durante el día, a cada una de las alarmas simuladas o reales que tenían al soldado en estado de alerta. Pastoreaban en libertad, según las costumbres argentinas, pero siempre a la vista del fuerte. A pesar de la vigilancia más estricta, los caballos que pastorean están siempre muy expuestos. Los anales de las fronteras están colmados de invenciones originales y audaces de los indígenas para apropiárselos en las mismas narices de las tropas del gobierno. Por ejemplo, acostados a lo largo del flanco de caballos en pelo y sin rienda que obedecen a la voz, algunos indios vienen a apostarse a cierta distancia de los caballos del fuerte. Viendo pastorear a lo lejos caballos aparentemente sin jinete, aquéllos se dirigen inconscientemente hacia ellos, llevados por ese instinto de sociabilidad que posee este animal. Los indios guían entonces a sus montados de manera que toda la manada vaya alejándose insensiblemente de sus guardianes. Esperan con una paciencia infinita el momento propicio y repentinamente, seguros del golpe, se yerguen con grandes alaridos sobre el lomo de sus montados y arrean delante de ellos la caballada espantada, que en un abrir y cerrar de ojos está fuera de vista. Para evitar esta mala jugada y cien otras del mismo género, en la frontera Sur no les bastaba con poner en torno a cada tropilla de caballos cuatro soldados rondando constantemente como perros pastores alrededor de sus ovejas. Se tenía permanentemente ensillados unos quince caballos para ir a buscar a los otros en caso de alerta, además de haber acostumbrado a los soldados a partir a toda rienda y a regresar de igual manera. La partida de estos hombres se parecía más a una carrera que a una maniobra; el regreso de los 400 o 500 caballos al fuerte, habituados a este ejercicio y sabedores de que era el preludio de una buena comida, era de lo más pintoresco. Al primer son de la trompeta miraban hacia el fuerte, y en cuanto veían salir el primer grupo de soldados tomaban impulso, aumentaban la velocidad y se precipitaban en el corral como un huracán. Agreguemos que éstos eran a la vez otros tantos "galopes de entrenamiento" que los preparaban para grandes marchas(…). …Hacia las diez, una espesa nube de polvo nos anunció que llegaba. Pronto distinguimos el mugido de las vacas y, cosa más inquietante, el balido de los carneros. Una artimaña propia de
  • 2. los indios cuando ansían tomar un fortín y tienen carneros a mano, consiste en dirigirlos hacia el foso. Estos tontos animales se amontonan hasta la altura del parapeto formando una calzada sobre la cual arriesgados jinetes pueden cargar con la lanza. Hay que reconocer que no habíamos contado con los carneros. Nunca había ocurrido que los indios llevaran esos animales de marcha tan lenta y prontos a fatigarse; pero Catriel, al volver al desierto, se había ocupado de aclimatar majadas cuya importancia le habían revelado los rudimentos de civilización que poseía. Así pues, arreaba delante suyo primero sus propios carneros y después todos los que había encontrado en el camino. Eran unas treinta mil ovejas: veinte veces más que las necesarias para sumergirnos en montañas de lana. Finalmente oímos del lado Lavalle una viva fusilería; pero en vano interrogamos el horizonte; la fusilería se alejó. No era sino una diversión de los indígenas para arrastrar las tropas sobre una falsa pista. Nos preparamos pues para las grandes cosas que íbamos a llevar a cabo. Los aborígenes habían hecho alto y parecían vacilar. Finalmente un jinete se dirigió hacia nosotros, desarmado. A través del largavista creíamos reconocer a un cristiano por la manera de montar a caballo. Lo dejamos acercarse, le intimamos la orden de echar pie a tierra. Era un cristiano en efecto, muy amigo de los soldados, un orfebre de Azul o más bien --pues el término orfebre explica muy mal esta profesión esencialmente argentina--un platero, un "argentier", un fabricante de esos pesados ornamentos de plata con los cuales los gauchos y los indios adornan sus sillas y sus bridas. Tomado prisionero a las puertas de Azul, y felizmente ligado a Catriel por viejas y amistosas relaciones, había sido simplemente retenido como cautivo;¡pero qué cautiverio! Semidesnudo, molido a palos, hambriento, acababa de pasar tres días sobre un caballo sin silla dirigiendo los rebaños, y tres noches a campo abierto fuertemente atado a una estaca. Catriel nos lo enviaba como parlamentario, y le prometía la libertad a cambio del éxito en su negociación; el cacique nos hacía ofrecer majestuosamente la paz o la guerra, declarándonos que tenía los medios para pasar sobre nuestros cadáveres, pero que nos daba su "palabra de honor" de no molestarnos si no lo atacábamos. A pesar de la gravedad de las circunstancias, un estallido de risas homéricas acogió esta tirada: ¡la palabra de honor de Juan José Catriel! El pobre platero, que no esperaba este resultado, quedó desconcertado. Había interrumpido dos o tres veces su arenga para suplicarnos que hiciéramos atar su caballo que había quedado suelto al pie del fortín, agregando que si el animal se escapaba era hombre perdido…Le dimos a entender que desde ese momento formaba parte de la guarnición del fortín, y que si perecía en esta circunstancia, perecería en buena compañía. Esto no le convenía: quedarse con nosotros significaba que queríamos batalla. El cacique le había hablado perentoriamente de 600 indios armados con fusiles que tenía su ejército. Sabíamos muy bien que los indios tenían fusiles, pero no ignorábamos que no sabían usarlos. Esos 600 tiradores trotaban en el cerebro del parlamentario, que no consideraba posible que 18 hombres pretendían enfrentar a 3.000. Insistió de tal manera para volver con los salvajes, y este deseo parecía tan poco natural --de acuerdo a lo que él mismo contaba de sus sufrimientos en medio de ellos--que empezamos a creer más prudente atarlo, pues podía ser un espía. Se hizo la proposición. Sin embargo, el ladino gaucho se las ingenió tan bien que, prestando su concurso los balidos de los carneros, lo dejamos regresar para que hiciera saber al cacique que no hartamos salida alguna, pero que dispararíamos sobre todo aquel que pasara a tiro de fusil. Se fue lleno de júbilo, agradeciéndonos efusivamente haberle salvado la libertad y la vida. En el fortín no teníamos la misma confianza; nos manteníamos sobre el "quien vive"; pero el platero conocía mejor que nosotros a Catriel. Ante todo afirmó al cacique que los ingenieros no estaban en el fortín, que solamente había soldados. Catriel lanzó un suspiro. El platero creyó de su deber agregar que había al menos unos sesenta soldados y que, por el lado donde lo habían hecho entrar, había visto tres cañones. Era una osada mentira: 60 hombres y 3 cañones no hubieran cabido en el fortín. Los indios estaban demasiado apurados para detenerse en este detalle. Catriel y Rumay, el jefe de los indios del desierto, dieron órdenes para que sus columnas, describiendo alrededor del fortín un semicírculo de dos kilómetros de radio, no nos dieran ocasión de ejercitar nuestra puntería. En cuanto al cautivo, Catriel cumplió su palabra y nos lo mandó de vuelta después de haber cambiado el buen caballo en que había llegado
  • 3. primeramente por el peor rocín que se pueda encontrar. Tratándose de caballos, los indios piensan en todo (…). …Es oportuno ahora decir dos palabras sobre los cuidados que los argentinos prodigan a sus caballos de tropa, empleando para ello procedimientos cuya bárbara rutina responde mal a los progresos que su ejército regular ha realizado en otros sentidos. En este país de buenos jinetes y caballos excelentes, se ve con frecuencia los cuerpos de caballería montados sobre esqueletos, imposibilitados así de hacer una larga marcha o una hermosa carga. La infantería, que lleva guerra a los indios montada a caballo, está más bien paralizada que favorecida en sus movimientos por sus éticas caballeras Los caballos no faltan; en general, los cuerpos están provistos de dos y hasta de tres por soldado. Menos aún es la calidad lo que le falta: el caballo argentino está dotado de una resistencia sorprendente; pero los pocos cuidados, un régimen debilitante, la brutalidad de los soldados, dejan muy pronto a los caballos en un estado lamentable. Se les extenúa el capricho. En principio, no se los alimenta: ignoran lo que son los forrajes secos, el maíz, la cebada; y lo ignoran de tal modo que al presentárselos los rechazan, siendo necesario una educación especial para acostumbrarlos. Se los trata como rumiantes en libertad en la llanura. Pero como no son rumiantes, y aún están en libertad, nueve días de cada diez no sacian su hambre. Su estómago, que no asimila bien como el de la vaca los jugos nutritivos de los pastos frescos, exige más tiempo para proveerse convenientemente. Necesitarían ocho o diez horas diarias de tranquilidad en praderas fértiles para no perder poco a poco las fuerzas. Y esas horas no las tienen casi nunca. Encerrados durante la noche, luego a la intemperie, en corrales estrechos y mal tenidos, devorados por los tábanos en verano, disgustados por un pasto raquítico en invierno, al más leve signo de alerta amontonados junto al campamento en espacios pelados, ¿cómo no habrán de enflaquecer? Lo más incómodo para ellos es el pertenecer a todos y a
  • 4. nadie. El soldado no tiene, como en los otros ejércitos, su caballo propio que manta y cuida él solo, del cual responde y al cual se aficiona. Cuando se da una orden de marcha, los caballos son introducidos en tropel en el corral. Cada hombre llega, bozal en mano, y atrapa el que puede. ¿Para qué atenderlo si no volverá a montarlo? Si un pobre animal, en el colmo del cansancio, se niega terminantemente a avanzar, su jinete se repliega sobre la reserva y cambia de montado, dando como adiós al que abandona un fuerte talerazo. Si su recado, demasiado duro o acomodado con demasiada precipitación ha lastimado el lomo del animal, no se preocupa para nada; los oficiales, que no siempre pueden asistir a estos frecuentes cambios de animales, se habitúan a no prestar atención a un accidente tan común. Se comprende así que la caballada mejor elegida ofrezca en poco tiempo el aspecto de un lamentable conjunto de costillas a la vista, coyunturas inflamadas, lomos desollados. El mal estado de los caballos es más o menos llamativo según sus fronteras. En la Costa-Sur se excedían en esfuerzos, a menudo felices, para mantener el vigor sin extenuarlos. En la división Norte una agradable sorpresa esperaba al visitante, que no veía un solo caballo lastimado por la silla. El oficial que había obtenido semejante resultado con la antigua organización de la caballería argentina, merece que citemos su nombre: coronel don Conrado Villegas. Hay que haber hecho la campaña del desierto con un ejército argentino para comprender lo que este simple detalle revela como vigilancia y voluntad."¡Bah, tenemos tantos caballos!", tienen la audacia de decir algunos oficiales. ¡Pobre riqueza, en verdad! O más bien despilfarro insensato y cruel cuyo primer resultado hasta el presente ha sido el poner las tropillas de las más ricas provincias a merced de algunos salvajes (…) …Cuando seguido por el primer contingente de trabajadores tomé contacto con la frontera después de cuatro meses de ausencia, me asombraron los felices cambios ocurridos en el aspecto de la caballada. Abundaban los caballos vigorosos y bien tenidos; pronto tuve la explicación de este fenómeno: eran caballos tomados al enemigo. Desde cierto tiempo atrás, los aborígenes habían invadido mucho, y siempre de manera desafortunada. Castigados regularmente al regreso, les había sido imposible hacer franquear la primera línea a una parte de sus propios animales. Habían perdido tantos que a simple vista podía asistirse a pequeños dramas conmovedores por ello ocasionados. Algunos fugitivos se disputaban a cuchilladas un caballo descansado para huir. No eran éstos los tiempos en que sus numerosas tropillas les permitían saltar de un animal a otro sin cansar jamás a ninguno. Esta circunstancia, que se había reproducido en todas las fronteras, pero con la cual, para una remonta regular sería presuntuoso contar, había permitido mejorar la organización de la caballería. Ante todo se habían puesto aparte "caballos de reserva" que sólo debían actuar en las ocasiones importantes. Mejor aún, habíamos enviado a cada soldado un caballo del cual estaba dispensado de servirse para las tareas ordinarias y que podía cuidar a su gusto. Los llamaban "caballos de oreja" (orejanos) porque tenían las dos intactas. Niños mimados de los campamentos y de los fortines, resaltaban por su buen aspecto sobre los infortunados "caballos de marcha, martirizados como de costumbre, Pero éste era un progreso sólo parcial y precario; la distribución se había hecho a la manera argentina, es decir mal; la arbitrariedad se mezclaba allí a la liberalidad. Esta última era revocable, los soldados lo sabían; y como estas caballadas tenían una marca indígena --lo que significaba lo mismo que no tener ninguna, puesto que ningún propietario del interior podía reclamarlos-- tenían un valor comercial. Sus dueños de ocasión en lugar de tenerlos preferían, como ellos decían, perderlos; y perderlos era venderlos; los ofrecían a vil precio a cualquier comprador que estuviera en condiciones de llevárselos lejos. Los cantineros instalados en los campamentos no dejaban de aprovechar la ganga. La vigilancia dedicada a evitar este abuso, además de excesiva, era inútil y chicanera; hubiera sido más simple cortar la raíz mediante una buena reglamentación y una marca especial.
  • 5. La finalidad es que cada soldado tenga su caballo correspondiente, no por gracia temporaria sino como derecho adquirido, con los correspondientes deberes y haciendo que poco a poco surjan entre el hombre y el animal lazos de entendimiento recíproco. Es imposible recorrer largo tiempo los caminos sobre un animal sin sentir por él un vivo afecto, aunque tenga todos los defectos del mundo. Esto es cierto hasta para los argentinos, que son los más grandes verdugos conocidos de caballos, precisamente porque los cambian insaciablemente. El caballo, por su parte, conoce mejor aún a quien lo monta que a quien lo cuida. El hombre que lo cepilla y lo enjaeza es su servidor, aquel que le hace sentir el freno y la espuela es su amo; él capta perfectamente este matiz. Cuando se trata de un soldado que llena ambos oficios a la vez, se establecen afinidades aún más estrechas. Todo jinete sabe que uno hace sobre su caballo preferido lo que no haría sobre un animal desconocido, y que obtiene del mismo lo que otro no podría pedirle. Es evidente asimismo que para hacer una campaña, por más dura que sea, es mejor tener a disposición un buen caballo probado que muchos de recambio. Si en el ejército argentino se han prodigado los rocines no es para obtener una caballería ligera; es para evitar los gastos de organización y de minuciosos cuidados necesarios para mantener una buena caballada. Ha llegado el momento de renunciar a esos hábitos; ante todo, el precio de los caballos aumenta continuamente, y seguirá aumentando si la exportación de estos animales -ya ensayada con éxito-aumenta, y si las formas poco elegantes pero fáciles de mejorar de las razas del Plata no hacen menospreciar en Europa sus sólidas cualidades. Dentro de poco tiempo ya no se podrá arruinar sin excusas tal cantidad de pobres animales y reemplazarlos a cortos intervalos a razón de dos o tres por hombre. Y luego, la guerra India, por no mencionar otros hechos, incluso esta guerra contra salvajes, continuará haciéndose imperfectamente con tropas mal montadas; esta guerra ha llegado a un punto tal que es indispensable hacerla bien. Así pues, no hay réplica posible: hay que poner el ejército argentino a la par de todos los ejércitos regulares del mundo, por más extraño y paradójico que esto parezca a los hombres experimentados cuyas charreteras y hábitos ecuestres datan del buen tiempo de las patriadas. Estos se niegan a creer en la penuria de caballos para procurárselos cuentan con
  • 6. procedimientos no previstos en el presupuesto. Debe darse a los animales una ración constante y prodigárseles cuidados incesantes, no dejarlos en libertad más que el tiempo necesario para retozar; que talen el campo para refrescarse y por distracción; pero que se acabe de contar con el pasto fresco como media de hacerlos vigorosos. No es obligatorio construirles establos, pues felizmente tenemos que tratar con animales para los cuales éste es un refinamiento desconocido. Respetemos en eso, y solamente en eso, las rutinarias alarmas de algunos oficiales que piensan -no son, naturalmente los de la nueva generación- que la rasqueta y el maíz afeminarían a sus montados y les darían exigencias inadecuadas en un caballo de guerra.