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ORIGEN Y EVOLUCION DE LA MORAL
PEDRO KROPOTKIN

La elaboración de la edición virtual de la obra que aquí presentamos no
fue, para nada, labor sencilla. De hecho su captura y diseño nos llevo
prácticamente todo un mes, trabajando, dependiendo de nuestro tiempo
disponible, entre dos y cuatro horas diarias. Sin embargo, el valor de esta obra y
nuestro inmenso deseo por publicarla, nos llevo a concretizar nuestro sueño.
Una vez más queda en evidencia la enorme utilidad de la Red de Redes en
cuanto alternativa para la edición y difusión de textos. Ciertamente, realizar una
tirada de esta obra en papel, representaría una inversión que muy probablemente
rebasaría los cien mil pesos, o sea una cantidad cercana a los diez mil dólares
americanos, por una tirada de tres mil ejemplares, y aparte debería contabilizarse
el gasto de almacenamiento, puesto que tres mil ejemplares de esta obra con toda
seguridad ocupan un espacio considerable. Pero, haciendo uso de la alternativa
que representa la Red de Redes, todo se reduce a contar con la debida paciencia, y
observar, lo más rigurosamente posible, un método de trabajo continuo, lo que
conlleva a que tarde o temprano, el trabajo termina quedando la obra capturada y
diseñada.
Para la realización de la presente edición virtual nos hemos basado en la
edición publicada por la Editorial Americalee, el 20 de agosto de 1945.
Bien recordamos cuando encontramos el ejemplar que poseemos de esta
obra póstuma del gran libertario ruso Pedro Kropotkin. Fue allá por el año de
1973 en la Librería Zaplana que se encontraba ubicada en la ciudad de México,
en la calle de San Juan de Letrán (hoy Lázaro Cárdenas) casi esquina con
Independencia. La entrada de aquella librería era pequeña, pero adentro era
realmente muy grande.
Acostumbrábamos ir con relativa frecuencia a esa librería, porque ahí
encontrábamos cada joya que nos hacía brincar de alegría. Con respecto a la obra
que aquí presentamos, recordamos haberla encontrado en un estante bastante
escondido. El ejemplar se encontraba prácticamente cubierto de polvo. Cuando
lo tuvimos en nuestras manos no dudamos ni un segundo y presurosos nos
fuimos a pagarlo a la caja.
Posteriormente lo leímos con avidez quedando prácticamente hechizados
por su contenido. Durante meses lo comentamos en nuestras charlas con amigos
y conocidos, vanagloriándonos de poseer un ejemplar de esta joya.
Después, cuando iniciamos Ediciones Antorcha, pensamos en varias
ocasiones editarlo pero, nunca pudimos hacerlo por el altísimo costo que ello
representaba, así que nos quedamos con las ganas y no es sino hasta ahora que,
haciendo uso de este maravilloso instrumento de comunicación que es la Red de
Redes, podemos llevar a la práctica nuestro viejo sueño de editar esta obra
póstuma de Kropotkin que por desgracia quedo inconclusa ya que la muerte le
impidió terminarla.
Pensamos que en los tiempos actuales, el recuperar los planteamientos de
Pedro Kropotkin sobre la moral, no sólo vale la pena sino que es algo muy
necesario para no perdernos en los laberintos interminables del autoritarismo
prevaleciente.
Esperamos que esta obra despierte el interés en quien se acerque a hojearla,
por adentrarse en un tema de indudable actualidad: la apremiante necesidad de
reconstruir los valores morales que dan coherencia y cohesión a nuestra vida en
sociedad.
Chantal López y Omar Cortés.
Prólogo
La Ética 1es el canto de cisne del gran sabio–humanista y revolucionario–
anarquista, y viene a constituir como el coronamiento y la conclusión de todas
las concepciones científicas, filosóficas y sociales de P. A. Kropotkin, elaboradas
en el curso de su larga y extraordinaria vida. Desgraciadamente la muerte
sorprendió a Kropotkin antes de que su obra estuviera totalmente terminada y a
mí me incumbe, cumpliendo su voluntad, el deber y la responsabilidad de llevarla
al conocimiento del público.
Al publicar el primer tomo de la Ética; me parece necesario añadir algunas
palabras que hagan conocer al lector la historia de esta obra.
En su Etica; Kropotkin ha querido responder a dos cuestiones
fundamentales: ¿Cuál es el origen de las concepciones morales en el hombre? Y,
¿cuáles son los fines a que tienden las normas y preceptos de la moral?
Consiguientemente dividió su obra en dos partes: la primera dedicada al
esclarecimiento del origen y desarrollo histórico de la moral, y la segunda
consagrada a la exposición de las bases y finalidades de la Ética realista.
Tan sólo le fue posible terminar el primer tomo, y aun no en su forma
definitiva. De algunos capítulos del primer tomo había escrito únicamente el
borrador. El último capítulo, en el cual habían de exponerse las concepciones
éticas de Stirner, Nietzsche, Tolstoi, Multatuli y otros moralistas
contemporáneos sobresalientes, no llegó a ser escrito.
Para el segundo tomo de la Ética; Kropotkin llegó tan sólo a escribir (en
inglés) algunos ensayos, completamente terminados, que se proponía publicar
previamente como artículos de revista, y diversas notas y borradores. Entre los
ensayos cabe mencionar: Primitive Ethics (Ética primitiva), Justice (Justicia), Morality
and Religion (Moralidad y Religión), Ethics and Mutual Aid (Ética y Ayuda mutua) y
Origen of Moral Motives and Sense of Duty (Origen de los motivos morales y sentido del
deber). El estudio de los problemas de la moral atrajo ya a Kropotkin hacia 1880,
pero fue en la última década del siglo diecinueve, cuando les dedicó mayor
atención. Era precisamente la época en que la moral era repudiada por muchos,
como cosa inútil, y el amoralismo de Nietzsche encontraba libre curso. Al mismo
tiempo no pocos representantes de la ciencia y de la filosofía, influidos por una
estrecha interpretación de las ideas de Darwin, afirmaban que el mundo está
regido por una sola ley general: la de la lucha por la existencia, viniendo con ello
a apoyar el amoralismo filosófico.
Sintiendo la falsedad de tales concepciones, Kropotkin se dispuso a
probar, desde un punto de vista científico, que la naturaleza no es amoral y no
enseña al hombre el mal y que, al contrario, la moral es un producto natural de la
evolución de la vida social no solamente en el hombre, sino en casi todos los
1 La primera parte de la misma, única que logró terminar el autor, forma el presente volumen. Origen y evolución de la moral.
seres vivos, la mayoría de los cuales ofrecen ya algunos rudimentos, cuando
menos, de las relaciones morales.
En 1890, Kropotkin dio en la Hermandad Ancota, de Manchester, una
conferencia sobre Justicia y Moral; y algún tiempo después la repitió ampliada en
la Sociedad Ética de Londres. Durante el período 1891 – 94, publicó, en la revista
Nineteenth Century; una serie de artículos sobre la ayuda mutua entre los animales,
los salvajes y los pueblos civilizados. Estos ensayos que más tarde formaron el
libro La ayuda mutua como factor de la evolución, constituyen, por así decirlo, la
introducción a las concepciones morales de Kropotkin.
En 1904 y 1905, Kropotkin publicó, en la misma revista, dos artículos
dedicados directamente a los problemas de la moral: La necesidad de la moral en
nuestros días y La moral en la naturaleza. Con algunas alteraciones de forma, estos
ensayos constituyen los primeros tres capítulos del presente tomo. Por aquel
entonces, Kropotkin escribió en francés un pequeño folleto con el título La
Moral anarquista. En este folleto, Kropotkin exhorta al hombre a la actividad y
afirma que la fuerza no reside en la soledad, sino en la unión con sus semejantes,
con el pueblo, con las masas trabajadoras. En oposición al individualismo
anarquista, se empeña en crear una moral social, una Ética de la solidaridad y de
la sociabilidad.
Opina Kropotkin que todo el progreso humano está íntimamente ligado a
la vida social. La vida en común engendra, natural e inevitablemente en los
hombres y en los animales, el instinto de sociabilidad y de ayuda mutua, cuyo
desarrollo subsiguiente hace nacer en los hombres los sentimientos de simpatía y
de afecto.
En estos sentimientos e instintos reside el origen de la moral humana, o
sea el conjunto de sentimientos morales, concepciones y representaciones, que,
en último término, se transforman en la que es regla fundamental de todas las
disciplinas morales: No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.
Pero el no hagas a los demás lo que no quieras te hagan a ti; no es por sí sola, a
juicio de Kropotkin, la expresión íntegra de la moral. Esta regla es tan sólo la
expresión de la justicia y de la igualdad de derechos. Ella no basta para satisfacer
la conciencia íntegra de la moral. Kropotkin cree que entre los elementos
fundamentales de la moral, junto con el sentimiento de la ayuda mutua y el
concepto de la justicia, hay, todavía, algo más, que los hombres llaman
magnanimidad, resignación o espíritu de sacrificio.
Ayuda mutua, justicia, espíritu de sacrificio, tales son los tres elementos de
la moral, según la teoría de Kropotkin. Sin tener el carácter de generalidad y
necesidad de las leyes lógicas, esos elementos, sin embargo, forman parte de la
base misma de la Ética humana, que puede ser considerada como una Física de las
costumbres. La tarea de un filósofo–moralista consiste en estudiar el origen y el
desarrollo de esos elementos de la moral, y en probar que, como los demás
impulsos y sentimientos, forman parte de la naturaleza humana.
Llegado a Rusia en junio de 1917, después de cuarenta años de destierro,
Kropotkin se instaló en Petrogrado, pero al cabo de poco tiempo los médicos le
aconsejaron el traslado a Moscú. Tampoco aquí encontró una residencia
definitiva. Las condiciones generales de la vida en Moscú eran, entonces, a tal
punto difíciles, que Kropotkin se vio obligado a marcharse, en el verano de 1918,
a Dmitrov, pequeña ciudad sin importancia, situada a 65 kilómetros de la capital.
Allí vivió aislado, por completo, del mundo civilizado, durante tres años, hasta el
día de su muerte.
Fácil es comprender cuán ardua ha de haber sido, para Kropotkin, la tarea
de escribir una obra como la Ética y hacer una exposición histórica de las teorías
morales en una ciudad como Dmitrov. No dispuso casi de libro alguno (toda su
biblioteca había quedado en Inglaterra). La menor investigación o consulta,
exigía largo tiempo y con frecuencia paralizaba el trabajo.
Por carecer de medios, no podía Kropotkin adquirir los libros necesarios,
y tan sólo, gracias a sus amigos y conocidos, pudo, a veces, procurarse alguno de
los más indispensables. Tampoco pudo disponer de secretario, ni de
mecanógrafa. Sobre sus hombros pesaba toda la labor, incluso la de poner en
limpio sus manuscritos. Todo ello influía, naturalmente, en el trabajo. Por otra
parte, desde su instalación en Dmitrov y a causa, quizás, de las deficiencias de
alimentación, Kropotkin no se encontró bien de salud. He aquí lo que me
escribía el 21 de enero de 1919: Trabajo con ahinco en la Ética, pero mis fuerzas son
escasas. A veces me veo obligado a interrumpir el trabajo. Tenía que luchar con
inconvenientes de toda suerte. Así, por ejemplo, durante mucho tiempo tuvo que
trabajar por la noche con muy mala luz.
Kropotkin atribuía gran importancia a sus trabajos sobre la Etica. Los
consideraba una imprescindible obra revolucionaria. En una de sus últimas
cartas, del 2 de mayo de 1920, dice: He vuelto a los trabajos sobre las cuestiones de la
moral, porque, a mi parecer, se trata de una obra absolutamente necesaria. Sé muy bien que los
libros no determinan las corrientes intelectuales, sino todo lo contrario. Pero sé, también, que
para aclarar las ideas es preciso la ayuda de los libros que dan al pensamiento su forma
concreta. Para sentar las bases de la moral emancipada de la religión y superior a la moral
religiosa... es preciso la ayuda de los libros aclaradores. Y añade: Estos esclarecimientos son
necesarios sobre todo ahora, cuando el pensamiento humano se encuentra encerrado entre Kant y
Nietzsche.
En sus conversaciones conmigo, me dijo, con frecuencia: Si no fuera tan
viejo, no estaría en estos tiempos revolucionarios encorvado sobre un libro de moral. Tomaría
parte activa en la construcción de la nueva vida.
Revolucionario y realista, Kropotkin consideraba la Ética no como una
ciencia abstracta sobre la conducta humana, sino que veía, ante todo, en ella una
disciplina científica concreta, que tiene por finalidad guiar a los hombres en sus
actividades prácticas. Veía que no bastaba llamarse revolucionario o comunista
para tener un sólido fundamento moral, y que la mayoría de los que así se llaman
carecen de una idea moral directora, de un ideal elevado de moral. Solía decir
Kropotkin que la falta de este ideal moral elevado era, tal vez, la causa por la cual
la revolución rusa se mostrara impotente para crear un nuevo régimen social
sobre las bases de la justicia y de la libertad, y propagar a los demás pueblos la
llama revolucionaría, como ocurrió en la época de la gran revolución francesa y
de la revolución de 1848.
El viejo revolucionario rebelde, cuyos pensamientos todos tendieron,
siempre, hacia la felicidad humana, abrigaba la esperanza de que su Ética sirviera
de inspiración en la lucha a las jóvenes generaciones, inculcándoles la fe en la
justicia de la revolución social; encendiendo en sus corazones la llama del espíritu
de sacrificio en pro de sus semejantes, y convenciéndoles de que la felicidad no
consiste en el goce individual, ni en los placeres egoístas, por elevados que sean, sino en la lucha
por la verdad y la justicia entre el pueblo y junto con el pueblo.
Al negar los lazos entre la moral, por una parte, y la religión y la metafísica
por otra, Kropotkin quería sentar la Ética sobre bases puramente naturales,
empeñándose en probar que tan sólo permaneciendo dentro de la realidad puede
encontrarse la fuerza para una vida verdaderamente moral. Se diría que
Kropotkin quería, con la Ética, dar a la Humanidad algo así como su testamento,
inspirándose en la estrofa del poeta:
Amigo, no huyas con tu alma cansada
De la tierra, de tu maldita patria.
Trabaja con la tierra y sufre con la tierra
El dolor común de los hombres, tus hermanos.
Muchos esperan que la Ética de Kropotkin sea una Ética revolucionaria, o
anarquista. Pero él solía afirmar que su intención era tan sólo escribir una Ética
puramente humana (a veces se servía de la palabra realista).
No admitía la existencia de Éticas diversas. Creía que la Ética debe ser
única e igual para todos los hombres. Cuando se le objetaba que en la sociedad
contemporánea, dividida en clases y castas hostiles entre sí, no podía darse una
Ética única, respondía que toda Ética, burguesa o proletaria, se funda sobre una
base étnica común, cuya influencia sobre los principios de la moral de clase o de
grupo, es, a veces, grande. Afirmaba Kropotkin que todos nosotros, sea cual
fuere el partido o la clase a que pertenezcamos, somos, ante todo, hombres, homo
sapiens, unidad lógica que comprende desde el europeo más culto hasta el salvaje;
desde el burgués más refinado al proletario más humilde. En sus concepciones
de la sociedad futura, Kropotkin pensaba, siempre, en los hombres, sin las
estúpidas clasificaciones consagradas por la Humanidad en su largo camino
histórico.
La teoría ética de Kropotkin se puede caracterizar como teoría de la
fraternidad, a pesar de que esta palabra casi no aparece en su libro,
sustituyéndola, casi siempre, por la de solidaridad. A su juicio, la solidaridad es
algo más real que la fraternidad. Para probarlo, indicaba el hecho de que con
frecuencia nacen, entre los hermanos, disputas y odios que conducen, a veces,
hasta el fratricidio. Según la leyenda bíblica, la historia del género humano
empieza precisamente por un fratricidio. En el orden vital, la concepción de la
solidaridad expresa la relación física y orgánica entre los miembros y elementos
de cada ser vivo, mientras que en el orden de las relaciones morales la solidaridad
se expresa en la ayuda mutua y en la compasión. La solidaridad concuerda con la
libertad y la igualdad, condiciones éstas indispensables para la justicia social. De
aquí arranca la fórmula de la Etica de Kropotkin: Sin igualdad no hay justicia y sin
justicia no hay moral.
La Ética de Kropotkin no resuelve todos los problemas morales que
apasionan a la Humanidad contemporánea; señala tan sólo el camino y propone
una solución del problema ético. Su obra es, sencillamente, la tentativa de un
hombre de ciencia y de un revolucionario, para contestar a esa cuestión penosa:
¿por qué he de vivir yo una vida moral? Es una lástima que la muerte le haya impedido
dar forma definitiva a la segunda parte de su obra, en la cual se proponía exponer
las bases de la Ética natural y realista, y formular su Credo ético.
Con sus investigaciones para sentar las bases realistas de la Ética,
Kropotkin ilumina nuestro camino en el mundo complicado de las relaciones
morales. Para cuantos tienden a alcanzar la tierra prometida de la libertad y de la
justicia, pero se ven condenados a vivir en un mundo de violencia y hostilidad,
Kropotkin es un guía seguro. Enseña la ruta hacia la nueva Ética, hacia la moral
del porvenir, que en lugar de dividir a los hombres en amos y esclavos; en
gobernantes y gobernados, será la expresión de la libre colaboración colectiva de
todos para el bien común, único medio para establecer sobre la tierra el reino, no
ilusorio sino real, del Trabajo y de la Libertad.
Al preparar la edición de esta obra, me he inspirado en las observaciones
oídas al propio Kropotkin y en las contenidas en sus notas: Lo que hay que hacer
con mis papeles y en el breve ensayo A un continuateur. En este último documento
Kropotkin, entre otras cosas, dice: Si je ne réussis pas à terminer mon Éthique, je prie
ceux qui tâcheront peut–être de la terminer d'utiliser mes Notes (Sino alcanzo a terminar mi
Ética, ruego a aquellos que intentarán, tal vez, terminarla, de utilizar mis Notas).
Estas notas no han sido utilizadas en la presente edición, en primer lugar,
porque la familia y amigos de Kropotkin decidieron que era más interesante
editar la Ética en la forma en que la había dejado el autor, y en segundo lugar,
porque la utilización de ellas hubiera exigido un largo trabajo y retrasado la
publicación del libro.
En las siguientes ediciones, todos los materiales dejados por Kropotkin
referentes a la Ética serán debidamente utilizados y publicados.
N. Lebedeff
Moscú, 1 de Mayo de 1922.
Capítulo 1
Necesidad contemporánea de desarrollar los fundamentos de la
moral2
Progresos de la ciencia y la filosofía en los últimos cien años.–Progreso de la técnica
actual.–Posibilidad de elaborar una Ética sobre la base de las ciencias naturales.–Las
modernas teorías morales.–Error fundamental de los actuales sistemas éticos.–Teoría de la
lucha por la existencia; su interpretación errónea.–La ayuda mutua en la naturaleza.–La
naturaleza no es amoral.–De la observación de la naturaleza el hombre recibe las primeras
lecciones morales.
Ante los resultados obtenidos por la ciencia durante el siglo XIX y las
promesas que estos resultados entrañan para el porvenir, es preciso reconocer
que una nueva era se abre en la vida de la Humanidad, o que, por lo menos, ésta
cuenta con todos los medios para inaugurarla.
En el curso de los últimos cien años surgieron, bajo los nombres de
Antropología (estudio del hombre), Etnología prehistórica (estudio de las
instituciones sociales primitivas) e Historia de las Religiones, nuevas ramas de la
ciencia que transformaron, radicalmente, las concepciones sobre el desarrollo de
la humanidad. Al mismo tiempo, los descubrimientos en el campo de la Física
sobre la estructura de los cuerpos celestes y de la materia en general permitieron
elaborar nuevas concepciones sobre la vida del Universo; las antiguas doctrinas
sobre el origen de la vida; la posición del hombre en el mundo y la naturaleza de
la razón, sufrieron cambios fundamentales gracias al rápido progreso de la
Biología (estudio de la vida) y a la aparición de la teoría del desarrollo
(evolución), así como al desenvolvimiento de la Psicología (estudio de la vida
espiritual).
No basta decir que todas las ramas de la ciencia, con excepción, quizás, de
la Astronomía, hicieron mayores progresos en el curso del siglo XIX que en el de
los tres o cuatro siglos anteriores. Hay que retroceder más de dos mil años, hasta
la época del florecimiento filosófico en la Grecia antigua, para encontrar un
despertar semejante del espíritu humano. Pero ni siquiera esta comparación es
exacta, ya que, entonces, el hombre no disponía de los actuales medios técnicos,
y sólo con el desarrollo de la técnica puede librarse el hombre del trabajo que le
esclaviza.
En la humanidad contemporánea se ha desarrollado, al mismo tiempo, un
atrevido espíritu de descubrimiento, nacido de los recientes progresos de las
ciencias. Los inventos, sucediéndose, rápidamente, uno tras otro, han aumentado
hasta tal punto la capacidad productora del trabajo humano, que los pueblos
cultos contemporáneos han podido alcanzar un nivel de bienestar general como
2 Este capítulo fue publicado por primera vez, en inglés en la revista Nineteenth Century (Agosto de 1904).
ni siquiera pudo soñarse no sólo en la antigüedad o en la Edad Media, sino aun
en la primera mitad del siglo XIX. Por primera vez se puede decir de la
Humanidad que su capacidad para satisfacer todas las necesidades es superior a
las necesidades mismas; que no es preciso ya someter al yugo de la miseria y de la
humillación a clases enteras para dar el bienestar a algunos y facilitarles su
desarrollo intelectual. El bienestar general, sin necesidad de obligar a los
hombres a un trabajo opresor y nivelador, es, ahora posible. La Humanidad
puede, finalmente, reconstruir toda su vida social sobre los principios de la
justicia.
¿Tendrán los pueblos cultos contemporáneos la capacidad creadora y la
suficiente audacia para utilizar las conquistas del espíritu humano en bien de la
comunidad? Difícil es decirlo de antemano. En todo caso, es indudable que el
florecimiento reciente de la ciencia ha creado ya la atmósfera intelectual necesaria
para que surjan las fuerzas indispensables; disponemos ya de los conocimientos
precisos para la realización de esta magna tarea.
Vuelta a la sana filosofía de la naturaleza, olvidada desde la Grecia antigua
hasta que Bacon despertó el estudio científico de su prolongado letargo, la
ciencia contemporánea ha sentado las bases de una filosofía del Universo libre de
hipótesis sobrenaturales y de una mitología metafísica del pensamiento, filosofía que, por su
grandeza, poesía y fuerza de inspiración, tiene, naturalmente, el poder de
despertar a la vida nuevas energías. El hombre no tiene ya necesidad de revestir
con ropajes de superstición sus ideales de belleza moral y su concepción de una
sociedad basada sobre la justicia; no tiene que esperar la reconstrucción de la
sociedad de la Suprema Sabiduría. Puede encontrar sus ideales en la naturaleza
misma y en el estudio de ésta hallar las fuerzas necesarias.
Una de las primeras conquistas de la ciencia contemporánea ha consistido
en probar la indestructibilidad de la energía, sean cualesquiera las
transformaciones a que se la someta. Para los físicos y matemáticos esta idea fue
una rica fuente de variadísimos descubrimientos. De ella están penetrados todos
los estudios contemporáneos. Pero el valor filosófico de este descubrimiento
tiene, también, gran importancia, puesto que acostumbra al hombre a concebir la
vida del Universo como una cadena ininterrumpida e interminable de
transformaciones de la energía. El movimiento mecánico puede transformarse en
sonido, en calor, en luz, en electricidad y, al contrario cada una de esas
manifestaciones de la energía, puede transformarse en las demás. Y en medio de
todas estas transformaciones el nacimiento de nuestro planeta, el desarrollo
continuo de su vida, su inevitable disgregación final, y su disolución en el gran
Cosmos, no son más que fenómenos infinitamente pequeños; un momento
fugaz en la vida de los mundos astrales.
Lo mismo ocurre en el estudio de la vida orgánica. Las investigaciones
hechas en la vasta zona intermedia que separa el mundo inorgánico del mundo
orgánico, donde los más sencillos procesos vitales en los hongos inferiores
apenas si pueden distinguirse, y aun de modo incompleto, de los
desplazamientos químicos de los átomos que se operan, constantemente, en los
cuerpos complicados, quitaron a los fenómenos vitales su carácter místico y
misterioso. Al mismo tiempo, nuestras concepciones sobre la vida se han
ampliado hasta tal punto, que estamos, ahora, acostumbrados a considerar la
acumulación de la materia en el Universo, como algo viviente y sujeto a los
mismos ciclos de desenvolvimiento y disgregación a que están sujetos los seres
vivos. Volviendo a las ideas que se abrieron camino en la antigua Grecia, la
ciencia moderna ha seguido, paso a paso, el maravilloso desarrollo de estos seres,
desde sus formas más sencillas que apenas merecen el nombre de organismo,
hasta la infinita variedad de especies que pueblan, ahora, nuestro planeta y son su
mayor belleza. Finalmente, la Biología, después de habernos acostumbrado a la
idea de que todo ser vivo es, en gran medida, producto del medio en que vive,
descifró uno de los más grandes enigmas de la naturaleza, explicando las
adaptaciones que podemos observar a cada paso.
Aun en la más enigmática de las manifestaciones vitales, en el terreno del
sentimiento y del pensamiento, donde la razón humana ha de buscar los
procesos que le sirven para aprehender las impresiones externas, aun en este
campo, el más obscuro de todos, ha podido ya el hombre comenzar a descifrar el
mecanismo del pensamiento siguiendo los métodos de investigación adoptados
por la fisiología.
Por último, en el vasto campo de las instituciones humanas, costumbres y
leyes, supersticiones, creencias e ideales, la Historia, el Derecho y la Economía
Política, estudiadas desde un punto de vista antropológico, han proyectado una
luz tal, que bien puede decirse que la aspiración a la felicidad del mayor número
ha dejado de ser un sueño utópico. Su realización es posible y está, por lo tanto,
demostrado que la felicidad de un pueblo o de una clase cualquiera, no puede
basarse, ni siquiera provisionalmente, en la opresión de las demás clases,
naciones o razas.
La ciencia contemporánea ha conseguido, de este modo, un doble objeto.
Por una parte ha dado al hombre una preciosa lección de modestia, enseñándole
que es tan sólo una partícula infinitamente pequeña del universo. Con ello, lo ha
sacado de su estrecho y egoísta aislamiento. Disipó su ilusión de creerse centro
del universo y objeto de la preocupación especial del Creador. Le enseñó que, sin
el gran Todo, nuestro Yo no es nada y que para determinar el yo un cierto tú es
imprescindible. Y al propio tiempo, la ciencia ha mostrado cuán grande es la
fuerza de la Humanidad en su evolución progresiva, cuando sabe aprovechar la
infinita energía de la naturaleza.
De este modo, la ciencia y la filosofía nos han dado la fuerza material y la
libertad mental necesarias para despertar a la vida a los hombres capaces de hacer
avanzar la Humanidad por el camino del progreso común. Existe, sin embargo,
una rama de la ciencia que ha quedado más atrasada que las demás. Es la Ética, la
ciencia de los principios fundamentales de la moral. No existe, todavía, una
doctrina que se encuentre al nivel de la ciencia contemporánea y que
aprovechando sus conquistas para asentar las bases de la moral sobre un vasto
fundamento filosófico, pueda dar a los pueblos cultos la fuerza capaz de
inspirarles en la gran reconstrucción del porvenir. Por todas partes se nota la
necesidad de esta doctrina. La Humanidad demanda, imperiosamente, una nueva
ciencia realista de la moral, libre de todo dogmatismo religioso, de las
supersticiones y de la mitología metafísica, libre como lo está ya la filosofía
naturalista contemporánea, e inspirada, al mismo tiempo, por los sentimientos
elevados y las luminosas esperanzas que nos da la ciencia actual sobre el hombre
y su historia.
No cabe duda de que tal ciencia es posible. Si el estudio de la naturaleza
nos ha dado las bases de una filosofía que abarca la vida de todo el universo, la
evolución de los seres vivos en la tierra, las leyes de la vida psicológica y del
desarrollo de las sociedades, ese estudio de la naturaleza debe darnos, también, la
explicación natural del origen del sentido moral. Tiene que enseñarnos dónde
residen las fuerzas capaces de exaltar este sentido moral hasta las cumbres más
puras y elevadas. Si la contemplación del Universo y el conocimiento íntimo de
la naturaleza fueron capaces de inspirar a los grandes naturalistas y poetas del
siglo XIX; si el deseo de penetrar en ella hasta lo más profundo fue capaz de
acelerar el ritmo de la vida en Goethe, Byron, Shelley, Lermontov, conmovidos
por el espectáculo de la tempestad desencadenada de las montañas majestuosas,
o de la selva obscura y de sus habitantes, ¿por qué no habrá de encontrar el
poeta motivo de inspiración en la comprensión más profunda del hombre y su
destino? Cuando el poeta encuentra la expresión justa de su sentimiento de
comunidad con el Cosmos y con la Humanidad entera, posee, por ello mismo, la
fuerza de contagiar su inspiración a millones de hombres, despertando en ellos
sus fuerzas mejores y el deseo de perfección. Los hace arder, así, de éxtasis, que
era considerado, hasta ahora, como el bien supremo de la Religión. Pues, ¿qué
son, en realidad, los Salmos–en los cuales muchos ven la expresión suprema del
sentido religioso–y las partes poéticas de los Libros Sagrados del Oriente, sino
tentativas para expresar el éxtasis del hombre ante el Universo, manifestaciones
del despertar del sentido de la poesía de la naturaleza?
La necesidad de una Ética realista se hizo sentir desde los primeros años
del Renacimiento científico, y ya Bacon, al formular las bases del resurgimiento
de las ciencias, trazó, también, empíricamente, las líneas fundamentales de la
Ética científica, sin ahondar tanto, como lo han hecho sus sucesores, pero con
una fuerza de generalización que pocos han alcanzado después y que apenas
hemos conseguido traspasar en nuestros días.
Los mejores pensadores del siglo XVII siguieron, también, el mismo
camino, tratando, asimismo, de elaborar los sistemas éticos independientemente
de los preceptos religiosos. En Inglaterra, Hobbes, Cudworth, Locke,
Shaftesbury, Paley, Hutcheson, Hume y Adam Smith, prosiguieron, audaz y
esforzadamente, el estudio de este problema, procurando iluminarlo en todos sus
aspectos. Atribuyeron gran importancia a las fuentes naturales del sentido moral,
y en sus definiciones de los problemas de la moralidad se colocaron todos (a
excepción de Paley) en un punto de vista científico. Trataron de coordinar por
varios caminos el intelectualismo y el utilitarismo de Locke con el sentido moral y el
sentido de la belleza de Hutcheson; la teoría de la asociación de Hartley y la Ética
del sentimiento de Shaftesbury. Al tratar de los fines de la Ética, algunos de ellos
aludían ya a la armonía entre el egoísmo y el sentimiento altruista que tanta
importancia adquirió en las teorías morales del siglo XIX. Esta armonía la veían
en el lazo íntimo que existe entre el deseo de elogio; de Hutcheson, y la simpatía; de
Hume y de Adam Smith. Y cuando, por fin, tropezaron con dificultades para
encontrar una explicación racional del sentimiento del deber, la buscaron en la
influencia que la religión ejerció en las épocas primitivas, en el sentimiento innato
o en la teoría, más o menos transformada, de Hobbes, según la cual, las leyes
eran la causa principal de la formación de la sociedad y el salvaje primitivo un ser
rebelde a la vida en comunidad.
Los materialistas y enciclopedistas franceses enfocaron el problema desde
el mismo punto de vista, insistiendo con más fuerza sobre el egoísmo y tratando
de coordinar las dos tendencias opuestas de la naturaleza humana: la individual y
la social. Sostenían que la vida social contribuye, necesariamente, al
desenvolvimiento de los mejores aspectos de la naturaleza humana. Rousseau,
con su religión racionalista, constituyó el vínculo entre los materialistas y los
creyentes, y por su audacia al afrontar los problemas de su tiempo, ejerció una
influencia muy superior a los demás. Por otra parte, ni los más extremos
idealistas, como Descartes, el panteísta Spinoza y, durante cierto tiempo, el
propio filósofo del idealismo trascendental Kant, aceptaban en absoluto la revelación
como origen de los principios morales. Por esta razón trataron de dar a la Ética
una base más amplia, no renunciando, sin embargo, a dar en parte una
explicación sobrehumana de la ley moral.
La misma aspiración a encontrar una base realista de la moralidad se hace
notar, con mayor fuerza aún, en el siglo XIX. Sobre la base del egoísmo, del amor
a la Humanidad (Augusto Comte, Littré y otros discípulos de menor importancia)
, de la simpatía y de la identificación intelectual de la propia personalidad con la Humanidad
(Schopenhauer) , del utilitarismo (Bentham y Mill) y, por fin, de la teoría de la
evolución (Darwin, Spencer, Guyau) –sin hablar de los sistemas que niegan la
moral, concebidos por La Rochefoucauld y Mandeville, y desarrollados en el
siglo XIX por Nietzsche y algunos otros–, fueron elaborados una serie de
sistemas éticos que, afirmando los derechos superiores del individuo, tendían, sin
embargo, con sus ataques violentos, a las concepciones éticas de nuestro tiempo
a elevar el nivel de la moral.
Dos teorías de la moral, el positivismo de Comte y el utilitarismo de
Bentham, han ejercido, como se sabe, una influencia profunda sobre el
pensamiento de nuestro siglo. La doctrina de Comte ha puesto su sello sobre
todas las investigaciones científicas que constituyen el orgullo de la ciencia
contemporánea. De ambas teorías, la de Comte y la de Bentham, han arrancado
una serie de sistemas secundarios, y casi todos los hombres eminentes que han
trabajado en el terreno de la Psicología; la teoría de la evolución y la
Antropología, han enriquecido la literatura de la Ética con estudios más o menos
originales de gran valor. Baste nombrar, entre ellos, a Feuerbach, Bain, Leslie
Stephen, Proudhon, Wundt, Sidgerick, Guyau, Jodl, aparte de otros muchos
menos conocidos. Hay que mencionar, también, por último, la fundación de un
gran número de sociedades éticas para la difusión de las doctrinas morales sin
fundamento religioso. En la primera mitad del siglo XIX se inició, asimismo,
bajo los nombres de fourierismo, owenismo, saint–simonismo y más tarde socialismo y
anarquismo internacional, un vasto movimiento que aun estando dirigido, más
que todo, por motivos económicos, ha sido, también, en su sentido más
profundo, una dirección ética. Este movimiento, cuya importancia es cada día
mayor, tiende, con la ayuda de los trabajadores de todos los países, no solamente
a revisar las bases en que se fundan todas las concepciones morales, sino,
también, a reconstruir la vida de tal modo, que se abran, para la Humanidad, los
caminos de una nueva moral.
Diríase que después de tantos sistemas de Ética racionalista, elaborados
durante los últimos dos siglos, toda aportación nueva habría de resultar
imposible. Pero, en realidad, cada uno de los principales sistemas del siglo XIX –
el positivismo de Comte, el utilitarismo de Bentham y Mill, y el evolucionismo
altruista, o sea la teoría del desarrollo social de la moral de Darwin, Spencer y
Guyau–vino a añadir algo esencial a las teorías de sus predecesores, y ello prueba
que el problema de la Ética no está todavía agotado.
Fijándonos tan sólo en las concepciones de Darwin, Spencer y Guyau,
vemos que el segundo no llegó, desgraciadamente, a utilizar, siquiera, todos los
datos aportados por el admirable ensayo sobre Ética que contiene El Origen del
Hombre; de Darwin, entretanto que Guyau introdujo en el estudio de los motivos
morales un elemento tan importante, como el exceso de energía en el
sentimiento, el pensamiento y la voluntad, que había pasado, hasta entonces,
desapercibido a los investigadores anteriores. El hecho de que cada sistema
consiguiera introducir un nuevo elemento de importancia, constituye ya una
prueba de que la ciencia de los motivos morales está, todavía, lejos de haber
encontrado su forma definitiva. Puede llegar a decirse que esta forma definitiva
no llegará, nunca, a alcanzarla, ya que el continuo desarrollo de la Humanidad
exigirá que sean tenidas en cuenta las nuevas fuerzas y aspiraciones que las
nuevas condiciones de vida vayan creando.
Es indiscutible, por lo tanto, que ninguno de los sistemas éticos del siglo
XIX ha conseguido satisfacer a las clases intelectuales de los pueblos civilizados.
Sin hablar ya de los numerosos trabajos filosóficos en los cuales queda
claramente puesta de manifiesto la insuficiencia de la Ética contemporánea3, la
mejor prueba de ello la encontramos en el sensible retorno al idealismo que hacia
fines del siglo XIX se hizo observar. La ausencia de inspiración poética en el
positivismo de Littré y Spencer, y su incapacidad para dar una respuesta
satisfactoria a los grandes problemas de la vida contemporánea; el carácter
estrecho de algunas de las concepciones del propio Spencer, el más importante
de los filósofos de la teoría de la evolución; por fin, el hecho de que los
3. Bastará mencionar aquí los trabajos críticos e históricos de Paulsen, Wundt, Leslie Stephen, Lichtenberger,
Fouillée, de Roberty y tantos otros.
positivistas posteriores hayan llegado a negar las teorías humanitarias de los
enciclopedistas franceses del siglo XVIII, son todos factores que han
contribuido a la gran reacción en provecho de un nuevo idealismo místico–
religioso. Según dice, muy justamente, Fouillée, la interpretación unilateral del
darvinismo, dada por los principales representantes del evolucionismo (contra la
cual no protestó el propio Darwin durante los primeros doce años que siguieron
a la publicación de El Origen de las Especies), fortaleció, esencialmente, la posición
de los adversarios de la teoría naturalista de la Etica.
Después de haber empezado señalando ciertos errores en la filosofía
científica naturalista, la crítica no tardó en dirigirse contra la ciencia en general.
Solemnemente se proclamó la bancarrota de la ciencia.
Los hombres de estudio saben, sin embargo, que todas las ciencias van de
una aproximación a otra, es decir de la primera explicación aproximada de una
serie de fenómenos a la siguiente, más exacta. Pero esta verdad sencilla no
quieren saberla los creyentes, ni cuantos se sienten atraídos por el misticismo. Al
descubrir inexactitudes en la primera aproximación, se apresuran a proclamar la
bancarrota de la ciencia en general. Pero aun las ciencias susceptibles de alcanzar
una mayor exactitud, como la Astronomía, van por un camino de continuas
aproximaciones sucesivas. La constatación de que los planetas giraban alrededor
del Sol, constituyó un gran descubrimiento y la primera aproximación consistió en
suponer que, al girar, describían círculos perfectos. Luego se averiguó que los
círculos que describían eran elípticos y ésta fue la segunda aproximación. La tercera
aproximación consistió en descubrir que la órbita de los planetas es ondulante y
que éstos, apartándose ora a un lado ora a otro de la elipsis, no pasan, nunca, por
el mismo camino. Por fin, ahora que sabemos que el Sol no está fijo, los
astrónomos tratan de determinar el carácter y curso de las órbitas que siguen los
planetas en su camino ondulado alrededor del Sol.
Las mismas transiciones de una solución aproximada a otra más exacta se
notan en todas las ciencias. Así, por ejemplo, las ciencias naturales están
revisando, ahora, las primeras aproximaciones referentes a la vida, a la actividad
psíquica, al desarrollo de las formas vegetales y animales, etc., a las cuales se llegó
durante la época de los grandes descubrimientos (1856–62). Es preciso revisar
estas aproximaciones, para poder llegar a las siguientes más profundas, y esta
revisión la aprovechan algunos ignorantes para asegurar a otros, más ignorantes
todavía que ellos, que la ciencia es impotente para explicar los grandes problemas
de la creación.
En la actualidad, muchos tienden a sustituir la ciencia por la intuición, es
decir, por la adivinación y la fe ciega. Después de volver primero a Kant, luego a
Schelling y aun a Lotze, muchos escritores propagan, ahora, el indeterminismo, el
espiritualismo, el apriorismo, el idealismo individual, la intuición, etc., empeñándose en
probar que en la fe y no en la ciencia reside la fuente de la verdadera sabiduría.
Pero ni esto bastaba. Se ha puesto, ahora, de moda el misticismo de San
Bernardo y de los neo–platónicos. El simbolismo, lo inaprehensible, lo inconcebible,
gozan de gran predicamento. Ha llegado a resucitar la fe en el Satanás de la Edad
Media.4
Verdad es que ninguna de estas nuevas corrientes ha conseguido adquirir
una influencia amplia y profunda, pero es preciso, de todos modos, reconocer
que la opinión pública vacila entre dos extremos: entre la aspiración obstinada de
volver a las obscuras creencias de la Edad Media –con su cortejo de
supersticiones, idolatría y aun con la creencia en las artes de embrujamiento–y de
exaltar, una vez más, el amoralismo y el culto de los espíritus superiores, llamados,
hoy, superhombres, que Europa conoció ya en los tiempos del byronismo y del
romanticismo.
Es, por lo tanto, necesario aclarar si las dudas en la autoridad de la ciencia,
sobre los problemas morales, están fundamentadas y si la ciencia puede darnos
las bases éticas que, sentadas con precisión, permitan contestar a los
interrogantes del presente.
El escaso éxito de los sistemas éticos, elaborados durante los últimos cien
años, constituye un indicio de que el hombre no se da por satisfecho con la sola
explicación científico–natural del origen del sentimiento moral. Reclama,
también, la justificación de este sentimiento. En lo que a los problemas morales
se refiere, no se conforma con el descubrimiento de las fuentes del sentido moral
y de las causas determinantes que influyen sobre su desarrollo y refinamiento.
Este método basta para el estudio del desarrollo de una flor, pero es insuficiente
en el terreno que nos ocupa. Las gentes quieren encontrar una base que les
permita comprender la esencia del sentido moral. ¿Hacia dónde nos conduce ese
sentimiento? ¿A la meta deseada, o, como algunos pretenden, a debilitar la fuerza
y el espíritu creador del género humano y, en último término, a la degeneración?
Si la lucha por la existencia y el exterminio de los físicamente débiles es
una ley de la naturaleza, sin la cual el progreso resulta imposible, ¿el estado
industrial pacífico, prometido por Comte y Spencer, no será, más bien, el
principio de la degeneración del género humano, como con tanta energía afirma
Nietzsche? Y si queremos evitar este desenlace, ¿no es fuerza de que nos
ocupemos de la revisión de los valores morales que tienden a hacer la lucha
menos cruenta?
El principal problema de la Ética realista contemporánea consiste, por lo
tanto, como afirma Wundt en su Ética, en definir, ante todo, la finalidad moral a
que aspiramos. Esa finalidad o finalidades, aun las más ideales y lejanas en su
realización, deben, en todo caso, pertenecer al mundo real.
La finalidad de la moral no puede ser trascendente, es decir sobrenatural,
como quieren algunos idealistas: debe ser real. La satisfacción moral tenemos que
encontrarla en la vida y no fuera de ella.
Al lanzar Darwin su teoría de la lucha por la existencia y presentarla como
el motor principal del desarrollo progresivo, resucitó, de inmediato, la vieja
cuestión de saber si la naturaleza tiene un carácter moral o inmoral. El origen de
4. Véase: Fouíllee, Le mouvement idéaliste et la réaction contre la Science (2a edición). Paul Desjardins, Le devoir
présent (del cual se han hecho en poco tiempo cinco ediciones), y otros muchos.
la concepción del bien y del mal que preocupó a los espiritus desde la época del
Zend~Avesta, se convirtió, de nuevo, en objeto de discusión, con mayor viveza y
profundidad que nunca. Los darwinistas imaginaban la naturaleza como un
enorme campo de batalla, en el cual no se veía más que la exterminación de los
más débiles por los más fuertes, más hábiles y más astutos. De ello resultaba que,
en la naturaleza, el hombre no puede aprender más que el mal.
Como es sabido, estas concepciones alcanzaron una gran difusión. De
haber sido justas, los filósofos evolucionistas hubieran tenido que resolver una
honda contradicción planteada por ellos mismos. No podían negar, en efecto,
que el hombre tiene un concepto elevado del bien y que la fe en el triunfo gradual
del bien sobre el mal está profundamente arraigada en la naturaleza humana. Y
siendo así, se veían obligados a explicar de dónde procede este concepto del
bien: de dónde esa fe en el progreso. No podían contentarse con la concepción
epicúrea, que el poeta Tennyson expresó con las palabras: Sea como fuere, el bien
acabará saliendo del mal. No podían representarse la naturaleza empapada en sangre
–red in tooth and claw, como han escrito el mismo Tennyson y el darvinista
Huxley–, luchando en todas partes contra el bien, representando la negación del
bien en cada ser vivo y, a pesar de todo ello, seguir afirmando que, al fin y al cabo,
el bien acabará por triunfar. Tenían, por lo menos, el deber de decirnos cómo
explican esta contradicción.
Si un hombre de ciencia afirma que la única lección que el hombre puede sacar de
la naturaleza es la del mal; estará obligado a reconocer la existencia de otras
influencias, superiores a la naturaleza, que inspiran al hombre la idea del bien
supremo y conducen a la Humanidad hacia el ideal. Y de este modo reducirá a la
nada su tentativa de explicar el desarrollo de la Humanidad por la única acción
de las fuerzas naturales.5
En realidad, la posición de la teoría evolucionista no es tan precaria, ni
conduce a las contradicciones en que incurrió Huxley, puesto que el estudio de la
naturaleza no confirma, ni de lejos, la concepción pesimista de la vida más arriba
expuesta, y así lo reconoció el propio Darwin en su segunda obra El Origen del
Hombre. La concepción de Tennyson y Huxley no es completa: es unilateral y,
por consiguiente, falsa y tan poco científica, que aun el mismo Darwin, en un
capítulo especial de su obra citada, ha creído deber completarla.
En la propia naturaleza –ha dicho Darwin–podemos observar, al lado de
la lucha mutua, una serie de otros hechos, cuyo sentido es completamente
distinto, como el de ayuda mutua dentro de una misma especie; estos hechos
tienen aún más importancia que los primeros para la conservación de la especie y
su desenvolvimiento. Esta idea extremadamente importante, sobre la cual la
mayoría de los darwinistas se niegan a fijar su atención. y que Alfred Russell
Wallace llegó a repudiar por completo, quise yo, por mi parte, desenvolverla y
5 Eso le ocurrió, precisamente, a Huxley, el cual en su conferencia sobre La Evolución y la Ética; empezó por
repudiar todo factor moral en la vida de la naturaleza, viéndose, así, obligado a reconocer la existencia del
principio ético fuera de ella; pero luego renunció a este punto de vista y reconoció la presencia de un principio
ético en la vida social de los animales.
confirmarla con multitud de hechos en una serie de artículos dedicados a poner
de relieve el valor enorme de la ayuda mutua para la conservación de las especies
animales y de la Humanidad y, sobre todo, para su desarrollo progresivo y
perfeccionamiento.6
Sin pretender quitar importancia al hecho de que la enorme mayoría de los
animales vive devorando otras especies del mundo animal, o géneros inferiores
de la misma especie, afirmaba yo que la lucha en la naturaleza está limitada a la
lucha entre varias especies, pero que dentro de cada una de ellas, y a veces dentro
de grupos compuestos de varias especies de animales que viven en común, la
ayuda mutua es una regla general. Por esta razón, la convivencia entre los
animales está más extendida y representa un papel más importante en la vida de
la naturaleza que el exterminio mutuo. En efecto, son muchos los rumiantes, los
roedores y los pájaros que, así como las abejas y las hormigas, no viven de la caza
de las demás especies.
Además, casi todas las fieras y aves de rapiña, sobre todo aquellas que no
están en curso de desaparecer, exterminadas por el hombre o por otras causas,
practican, también, en cierta medida, la ayuda mutua. Esta ayuda mutua, es, en la
naturaleza, un hecho predominante.
Si la ayuda mutua está tan extendida, hay que atribuirlo a las ventajas que
ella ofrece a las especies animales que la practican, ventajas superiores a las que la
rapacidad procura. Es la mejor arma en la gran lucha por la existencia que
continuamente tienen que sostener los animales contra el clima, las inundaciones,
tormentas, huracanes, frío, etc., y que exige de los animales una adaptación
constante a las condiciones, siempre cambiantes, del ambiente. En conjunto, la
naturaleza no confirma, de ningún modo, el triunfo de la fuerza física, de la
celeridad, de la astucia y de las demás características útiles para la lucha. Al
contrario, encontramos en la naturaleza numerosas especies débiles, sin
caparazón, pico resistente, ni hocico que les sirva para la defensa contra sus
enemigos y, en general, desprovistas de instintos bélicos y que, sin embargo,
consiguen más que otras en la lucha por la existencia, merced a su
comunicatividad y a la ayuda mutua, llegar a triunfar sobre rivales y enemigos
mucho mejor armados. Este es el caso de las hormigas, abejas, palomos, patos,
ratas de campo y otros roedores, cabras, ciervos, etc. Por fin, puede considerarse
como cosa probada que mientras la lucha por la existencia puede ser causa, tanto
de progreso como de regresión, es decir que a veces conduce a la mejora de la
especie y otras a su empeoramiento, la práctica de la ayuda mutua es, siempre, un
factor de desarrollo progresivo. En la evolución progresiva del mundo animal –
desarrollo de la longevidad, del espíritu y de cualidades que calificamos de
superiores–, la ayuda mutua constituye el factor principal. Ningún biólogo ha
negado, hasta ahora, esta afirmación mía.7

En la revista Nineteenth Century (años 1890, 1891, 1892, 1894, 1896) y luego en el libro Mutual Aid, a factor of
Evolution (Londres, Heinemann).
7 Véanse, a este respecto, las observaciones de Lloyd Morgan y mi respuesta a las mismas.
6
Siendo la ayuda mutua un factor necesario para la conservación, el
florecimiento y el desarrollo progresivo de cada especie, se ha convertido en lo
que Darwin calificó de instinto permanente (a permanent instint), propio de todos
los animales comunicativos, entre los cuales hay que contar, naturalmente, al
hombre. Revelándose desde el comienzo mismo del desarrollo de la vida animal,
no cabe duda que este instinto, como el maternal, está hondamente arraigado en
todos los animales inferiores y superiores, y aun más, pues se le encuentra hasta
en aquellas especies cuyo instinto maternal cabe poner en duda, como los
gusanos, ciertos insectos y la mayoría de los peces. Por esto tuvo Darwin
perfecta razón, al afirmar que el instinto de la simpatía mutua se manifiesta en los
animales comunicativos de una manera más continua que el instinto puramente
egoísta de la propia conservación. En ese instinto veía Darwin, como es sabido,
el rudimento de la consciencia moral, cosa que, desgraciadamente, olvidan, con
frecuencia, los darwinistas.
Pero esto no es todo. En ese instinto reside el comienzo de los
sentimientos que empujan a los animales a la ayuda mutua y que son el punto de
partida de todos los sentimientos éticos más elevados. Sobre esta base se
desarrolló el sentimiento, ya más elevado, de la justicia y de la igualdad y más
tarde lo que conocemos con el nombre de espíritu de sacrificio.
Al ver cómo decenas de millares de aves marinas llegan en grandes
bandadas, desde el Sur lejano, para construir sus nidos en los peñascos de las
costas del océano glacial y se instalan allí sin querellarse por los mejores sitios;
cómo bandadas de pelícanos viven en la costa y saben repartirse, entre sí, las
zonas para la pesca; cómo millares de especies de pájaros y mamíferos saben
ponerse de acuerdo para repartirse las zonas de caza o alimentación; el
emplazamiento para los nidos y el albergue para la noche; al ver, por fin, cómo
un pájaro joven, al llevarse algunas pajas de un nido ajeno es castigado, por ello,
por otros pájaros de su propia especie, podemos constatar, en la vida de los
animales sociales, los comienzos y aun un cierto desarrollo del sentimiento de la
igualdad de derechos y de la justicia.
Y al acercarnos, por fin, dentro de cada especie, a los representantes
superiores de la misma (hormigas, abejas y avispas, entre los insectos; grullas y
loros entre los pájaros; rumiantes superiores, monos y, finalmente, entre los
mamíferos, el hombre), encontramos que la identificación entre los intereses del
individuo y los de su grupo y aun, a veces, el espíritu de sacrificio del individuo
por su grupo va en aumento, según se pasa de los representantes inferiores a los
superiores de cada especie, hecho que denota que en la naturaleza reside el
origen no sólo de los rudimentos de la ética, sino de sus expresiones superiores.
Así, pues, la naturaleza, lejos de darnos una lección de amoralismo, es
decir, de indiferencia hacia la moral, contra la cual un principio ajeno a la
naturaleza ha de luchar para poder vencerla, nos obliga a reconocer que de ella
dimanan las concepciones del bien y del mal, y nuestras ideas del bien supremo. No
son estas concepciones otra cosa que el reflejo en el espíritu del hombre de lo
que él ha podido observar en la vida de los animales. Subsiguientemente, con el
desarrollo de la vida en común, dichas observaciones se convirtieron en la
concepción general del Bien y del Mal. Téngase en cuenta, a este respecto, que
no pretendemos referirnos a los juicios personales de la gente excepcional, sino
al juicio de la mayoría, en el cual encontramos ya los elementos fundamentales de
la justicia y de la compasión mutua. De igual modo las concepciones de la
mecánica, fundadas en observaciones hechas sobre la superficie de la tierra, se
adaptan, también, en esencia, a los espacios interplanetarios.
Idéntica constatación se impone en lo que afecta al desenvolvimiento del
carácter humano y de las instituciones humanas. La evolución del hombre ha
tenido lugar dentro de la naturaleza y en el mismo sentido que la de ésta. Las
mismas instituciones de apoyo y de ayuda mutuos, surgidas y desarrolladas en las
sociedades humanas, ponían de relieve, ante el hombre, los provechos y ventajas
que de ellas recibía. En el medio social iba desenvolviéndose la imagen moral del
hombre. Basándonos en los últimos estudios históricos, podemos, ahora,
representarnos la historia de la humanidad desde el punto de vista del desarrollo
del elemento ético, es decir, como la evolución de la necesidad sentida por el
hombre de organizar su vida sobre la base de la ayuda mutua, primero en el clan,
luego en la comunidad rural y, finalmente, en las Repúblicas de las ciudades
libres. A pesar de los interregnos de regresión, estas formas del régimen social se
han convertido, siempre, en las fuentes del progreso.
Hemos de renunciar, naturalmente, a la idea de exponer la historia de la
humanidad como una cadena ininterrumpida de la evolución, desde la edad de
piedra hasta nuestros días. El desarrollo de las sociedades no ha sido continuo.
Algunas veces ha tenido que empezar de nuevo, como en la India, en Egipto, en
Mesopotamia, Grecia, Roma, Escandinavia y Europa occidental, y siempre
partiendo del clan primitivo y, después, de la comunidad rural. Pero, al observar
estos casos separadamente, constatamos, en cada uno –sobre todo en la
evolución de la Europa occidental desde la caída del Imperio romano–, una
extensión continua de las concepciones de ayuda y defensa mutuas, desde el clan
a la tribu, a la nación y, finalmente, a la unión internacional de las naciones. Por
otra parte, a pesar de los períodos de regresión, manifestados aun entre las
naciones más cultas, aparece, siempre –por lo menos entre los representantes del
pensamiento avanzado en los pueblos cultos y en los movimientos populares
progresivos–, el deseo de extender las concepciones corrientes de la solidaridad
humana y de la justicia. y la tendencia a mejorar el carácter de las relaciones
mutuas. Al propio tiempo vemos surgir el ideal, es decir, la idea de lo que es
deseable para el porvenir.
El hecho de que la parte culta de la humanidad considere los períodos de
regresión como manifestaciones transitorias y enfermizas, cuya repetición es
preciso impedir, constituye una prueba del progreso del criterio ético. Y a
medida que en las sociedades civilizadas crecen los medios para satisfacer las
necesidades de todos los habitantes, abriendo, así, el camino para una
concepción universal de la justicia, aumenta la importancia de los postulados
éticos.
Desde el punto de vista de la Ética realista, el hombre puede, por lo tanto,
no tan sólo creer en el progreso moral, sino fundamentar esta creencia
científicamente, a pesar de todas las lecciones pesimistas de la Historia. Aunque
en sus principios la fe en el progreso no haya pasado de ser una simple hipótesis
(en toda ciencia, la hipótesis precede al descubrimiento), esta hipótesis ha
resultado, después, científicamente comprobada.
Capítulo 2
Visión de conjunto de los fundamentos de una nueva ética
Obstáculos que se oponen al progreso moral. – Desarrollo del instinto de comunidad. –
Fuerza inspiradora de la Ética evolucionista. – Ideas y concepciones morales. – El sentimiento
del deber. – Dos clases de acciones morales. – Significado de la actividad personal. – Necesidad
de la creación propia. – Ayuda mutua, Justicia y Moralidad, como fundamentos de la Ética
científica.
Si los filósofos empíricos, basándose en las ciencias naturales, no han
conseguido hasta ahora probar la existencia de un progreso continuo de las
concepciones morales (que puede ser considerado como el principio
fundamental de la evolución) ello se debe a la oposición tenaz con que han
tropezado de parte de los filósofos especulativos, es decir no científicos. Con
tanta obstinación negaban estos últimos el origen empírico natural del sentido
moral, tanto empeño ponían en atribuir al sentido moral un origen sobrenatural
y tanta era la prodigalidad con que hablaban de la predestinación del hombre, del
objeto de la vida, de las finalidades de la Naturaleza y de la Creación que forzosamente
tenían que provocar una reacción en sentido contrario. Los evolucionistas
contemporáneos, después de haber probado la existencia de la lucha por la vida
en varias especies del mundo animal, no podían admitir que un fenómeno tan
cruel, que tantos sufrimientos causa entre los seres vivos, sea expresión de la
voluntad del Ser Supremo y negaron, por lo tanto, que en él residiera ningún
principio ético. Tan sólo ahora, cuando empieza a considerarse como resultado
de un desenvolvimiento natural la evolución sucesiva de las especies, así como de
las razas e instituciones humanas y aun de los propios principios éticos, es
posible estudiar, sin caer en la filosofía sobrenatural, los diversos factores que
han contribuido a dicha evolución. Entre ellos figura la ayuda y la compasión
mutuas, como fuerzas morales naturales.
Pero siendo ello así, es preciso reconocer que hemos llegado a un
momento de suma gravedad para la Filosofía. Porque tenemos el derecho de
llegar a una conclusión y ella es que la lección que el hombre saca del estudio de
la naturaleza y de su propia historia consiste en hacerle ver la existencia de una
doble aspiración: por un lado la aspiración a la comunidad y por otro la
aspiración, que emana de la primera, hacia una vida más intensa. Por
consiguiente, hacia una mayor felicidad del individuo y a su más rápido progreso
físico, intelectual y moral.
Esa doble aspiración es el rasgo característico de la vida en general.
Constituye una de las propiedades fundamentales de la vida (uno de sus
atributos), sea cual fuere el aspecto que la vida revista en nuestro planeta o fuera
de él. No es ni una confirmación metafísica de la universalidad de la ley moral ni una
simple suposición. Sin un desenvolvimiento constante de la comunidad y por
consiguiente de la intensidad de la vida y variedad de sus sensaciones, la vida
misma es imposible. Esos elementos constituyen su substancia. Sin ellos la vida
va a la disgregación y a la extinción. Es una ley de la naturaleza.
Resulta por lo tanto que la ciencia, lejos de destruir las bases de la Etica, le
da –en oposición a las nebulosas afirmaciones metafísicas de la Etica
trascendental, o sea sobrenatural– un contenido concreto. Y a medida que la
ciencia penetra más hondamente en la vida de la naturaleza encuentra para la
Etica evolucionista una certidumbre filosófica, en tanto que los pensadores
trascendentales podían tan sólo apoyar sus ideas en hipótesis flotantes.
Escasa justificación tiene, asimismo, un reproche que con frecuencia se
hace a la Filosofía, basada en el estudio de la naturaleza. Se pretende que esta
Filosofía puede conducirnos tan sólo al conocimiento de una verdad fría y
matemática, sin influencia, por ser tal, sobre nuestra conducta; que en el mejor
caso el estudio de la naturaleza puede inspirarnos el amor a la verdad, pero que la
inspiración para las emociones superiores, como por ejemplo la infinita bondad,
puede dárnosla tan sólo la Religión.
No es difícil probar que semejante afirmación carece por completo de
fundamento y es, por consiguiente, falsa. El amor a la verdad es ya por sí sólo la
mitad –y la mejor mitad– de toda doctrina moral. Las personas religiosas
inteligentes lo comprenden muy bien. Y por lo que a la aspiración hacia el bien
se refiere, la verdad a que más arriba se ha hecho alusión, es decir, el
reconocimiento de la ayuda mutua como rasgo fundamental en la existencia de
todos los seres vivos, es ciertamente una verdad inspiradora que un día habrá de
encontrar su expresión digna en la poesía de la naturaleza, porque añade a la
concepción de ésta un nuevo rasgo humanitario, Goethe, con la penetración de
su genio panteísta, comprendió de un golpe toda su importancia filosófica,8 al oír
de labios de Eckermann una alusión a esta verdad.
A medida que adquirimos un conocimiento más exacto del hombre
primitivo, se fortalece nuestro convencimiento de que en los animales con los
cuales vivía en estrecha comunidad encontró el hombre las primeras lecciones de
espíritu de sacrificio para la defensa de sus semejantes y el bien de su grupo, de
infinita afección paternal y de reconocimiento de la utilidad de la vida en común.
Los conceptos de virtud y vicio son concepciones zoológicas y no solamente
humanas.
No cabe, por otra parte, poner en duda la influencia de las ideas e ideales
sobre las concepciones morales ni tampoco la que éstas ejercen sobre la imagen
intelectual de cada época. La evolución de una sociedad dada puede tomar a
veces una dirección completamente falsa bajo la influencia de circunstancias
Véase Eckermann, Conversaciones con Goethe (en la Colección Universal, Calpe, Madrid), Al contarle Eckermann que
un pajarito, cuya madre había sido muerta por el propio Eckermann, después de caer del nido había sido recogido
por una madre de otra especie. Goethe dijo emocionado: Eso es, sin duda, algo divino que me produce un asombro gozoso.
Si este hecho de alimentar a un extraño fuese una ley general de la Naturaleza, quedarían descifrados muchos enigmas y podría
decirse con razón que Dios cuida de los pajarillos abandonados. Los zoólogos de principios del siglo XIX, entre ellos el
célebre naturalista Brehm, que estudiaban la vida de los animales en el continente americano, en partes todavía
despobladas, confirmaron que el hecho contado por Eckermann es en extremo frecuente en el mundo animal.

8
externas: sed de enriquecimiento, guerras, etc., o, al contrario, elevarse a una gran
altura. Pero en ambos casos el nivel intelectual de la época, influye siempre
hondamente sobre el carácter de las concepciones morales, tanto de la sociedad
como de los individuos.
Fouillée ha dicho, con evidente exactitud, que las ideas son fuerzas. Son
fuerzas morales cuando son justas y suficientemente amplias para expresar la
verdadera vida de la naturaleza en todo su conjunto y no tan sólo en uno de sus
aspectos. Por lo tanto, el primer paso para la elaboración de una moral que
pueda tener sobre la sociedad una influencia duradera consiste en sentarla sobre
verdades firmemente establecidas. En efecto, uno de los principales obstáculos
para la elaboración de un sistema completo de Ética que corresponda a las
exigencias contemporáneas reside en el hecho de que la Sociología se encuentra
aún en su infancia. La Sociología ha reunido hasta ahora tan sólo los materiales
necesarios para los estudios encaminados a determinar la dirección probable de
la evolución subsiguiente de la humanidad. Pero en este campo tropieza
constantemente con una serie de arraigados prejuicios.
Lo que en primer término se exige ahora de la Ética es que encuentre en el
estudio filosófico de los materiales ya reunidos lo que hay de común entre dos
series de sentimientos que existen en el hombre, facilitando así no una
transacción o compromiso, sino una síntesis, una generalización. De estos
sentimientos unos empujan al hombre a someter a los demás para satisfacer sus
fines personales, mientras que otros lo empujan a unirse con los demás para
alcanzar en conjunto ciertas finalidades. Los primeros corresponden a la
necesidad fundamental de lucha que siente el hombre, mientras los segundos
corresponden a una necesidad también fundamental: la de unión y compasión
mutuas. Es natural que entre esos dos grupos de sentimientos se establezca un
combate; por ello mismo es absolutamente indispensable encontrar, sea como
fuere, la síntesis que los reúna. Esta necesidad es tanto más urgente cuanto que,
careciendo el hombre contemporáneo de normas fijas para orientarse en ese
conflicto, derrocha en empeños inútiles sus fuerzas de acción. No puede el
hombre creer que la lucha cruenta por la posesión que tiene lugar entre hombres
aislados y entre las naciones sea la razón última de la ciencia, ni puede creer
tampoco que la solución del problema pueda conseguirse solamente predicando
la fraternidad y la resignación, como lo ha hecho durante tantos siglos el
cristianismo, sin jamás conseguir que reinara la fraternidad entre los pueblos y
los individuos, ni siquiera la tolerancia mutua entre las varias doctrinas cristianas.
Iguales razones inducen a la mayoría de la gente a no creer en el comunismo.
Nos encontramos, pues, con que la tarea principal de la Ética consiste
ahora en ayudar al hombre a resolver esta contradicción fundamental. A este fin
hemos de estudiar atentamente los medios de los cuales se ha servido el hombre
en varias épocas para obtener el mayor bienestar general, del conjunto de los
esfuerzos de los individuos aislados, sin paralizar por ello la energía individual.
Hemos de estudiar asimismo, para llegar a esa síntesis necesaria, las tendencias
que se manifiestan ahora en el mismo sentido, ya sea como tentativas todavía
vacilantes o tan sólo como posibilidades ocultas en el fondo de la sociedad
contemporánea. Y como quiera que ningún nuevo movimiento consigue abrirse
camino si no logra despertar cierto entusiasmo, necesario para vencer las
resistencias de la rutina, la tarea fundamental de la nueva Ética ha de consistir en
inspirar al hombre ideales capaces de despertar en él la exaltación entusiasta y las
fuerzas indispensables para realizar la unión entre la energía individual y el
trabajo para el bien común.
La necesidad de tener un ideal real nos obliga a examinar ante todo el
argumento fundamental que se opone a todos los sistemas de Ética no religiosa.
Se afirma que todos ellos carecen de la autoridad necesaria y no pueden, por
consiguiente, despertar el sentimiento del deber, de una obligación moral.
Cierto es que la Ética empírica nunca ha pretendido tener el carácter
obligatorio propio de los diez mandamientos de Moisés. Al sentar como
imperativo categórico de toda moral la regla: Obra de tal modo que puedas siempre
querer que la máxima de tu acción sea una ley universal, pretendía probar Kant que esta
regla, para ser reconocida como universalmente obligatoria, no requiere ninguna
confirmación suprema. Esta regla –afirmaba Kant– constituye una forma
necesaria del pensamiento, una categoría de nuestra razón y no tiene su origen en
consideraciones utilitarias.
La critica contemporánea, empezando por Schopenhauer, ha mostrado,
sin embargo, que Kant no estaba en lo cierto. No explicó Kant por qué el
hombre se encontraba sometido a la ley de su imperativo y es curioso que de los
argumentos del filósofo se desprenda que la única razón para el reconocimiento
universal de su ley reside precisamente en la utilidad social de la misma. Y, sin
embargo, las mejores páginas de Kant son aquellas en que demuestra cómo en
ningún caso las consideraciones utilitarias han de considerarse como base de
moral. En realidad Kant escribió un elogio sublime del sentido del deber, pero
sin hallar para este sentido otra base que la consciencia íntima del hombre y el
deseo vivo en éste de conservar la armonía entre sus concepciones intelectuales y
su conducta.9
La Ética empírica no pretende oponerse a los mandamientos religiosos
con sus conceptos del deber como obligación. Hay que reconocer, por otra
parte, que la moral empírica no está del todo desprovista de un cierto carácter de
compulsión. La serie de sentimientos y hechos que desde Augusto Comte se
llaman altruistas puede dividirse en dos clases. Hay hechos que son
incondicionalmente necesarios para vivir en sociedad, que no cabe calificar de
altruistas. Tienen carácter de reciprocidad y el interés propio juega en ellos un
papel tan importante como en un acto de conservación. Pero al lado de los
hechos mencionados hay otros que en absoluto carecen del carácter de
reciprocidad. Quien los realiza da sus fuerzas, sus energías, su entusiasmo, sin
9Posteriormente

Kant fue todavía más allá. De su Religión dentro de los límites de la mera razón, editada en 1792, se
desprende que, después de empezar oponiendo la Ética racionalista a las doctrinas anticristianas de la época,
acabó reconociendo la inconcebibilidad de la capacidad moral, indicadora de su origen divino. (Obras de Kant. Edición
Hartenstein, t. VI, págs. 143 –44).
esperar nada en cambio, ni remuneración o recompensa alguna; y aunque
precisamente esos hechos son los factores primordiales de la perfección moral es
imposible calificarlos de obligatorios. Es corriente, sin embargo, que los
tratadistas confundan estos dos órdenes de hechos y en ellos reside la explicación
de las numerosas contradicciones que aparecen en el tratamiento de los
problemas éticos.
Pero, en realidad, no es difícil eliminar esa confusión. Ante todo no hay
que confundir los problemas de la Ética con los del Derecho. La moral no
resuelve el problema de saber si la legislación es necesaria o no. Su plano es
superior. Son muchos, en efecto, los tratadistas que negando la necesidad de
todo Derecho, apelaban directamente a la conciencia humana; en el primer
período de la Reforma estos tratadistas ejercieron una influencia nada
despreciable. En su esencia, la misión de la Ética no consiste en insistir sobre los
defectos del hombre y en reprocharle sus pecados, sino en actuar en un sentido
positivo, apelando a los mejores instintos humanos. Ha de determinar y explicar
los principios fundamentales sin los cuales ni el hombre ni los animales podrían
vivir en sociedad. Apela, al mismo tiempo, a razones superiores: al amor, al valor,
a la fraternidad, al respeto de sí mismo, a la vida de acuerdo con el ideal.
Finalmente ha de indicar al hombre que si quiere vivir una vida en la cual todas
sus fuerzas puedan ser íntegramente utilizadas, es necesario que renuncie de una
vez a la idea de que es posible vivir sin tener en cuenta las necesidades y los
deseos de los demás.
Tan sólo a condición de que exista una cierta armonía entre el individuo y
el mundo circundante, es posible acercarse a semejante ideal de vida –dice la
Ética–. Y enseguida añade: fijáos en la naturaleza; estudiad el pasado del género humano y
veréis cómo ello es cierto. Por lo tanto cuando el hombre, por una razón cualquiera,
vacila sobre lo que tiene que hacer en un caso dado, la Ética viene en su ayuda y
le dice que tiene que hacer lo que en un caso análogo desearía que hicieran con
él.10 Pero ni aun en este caso la Ética puede dictar al hombre una línea rigurosa
de conducta y se ve obligada a considerar y pesar por su propia cuenta las varias
alternativas que se le presentan. Es inútil, por ejemplo, aconsejar algo que
signifique un riesgo a un hombre incapaz de soportar un fracaso; igualmente
inútil es aconsejar a un joven lleno de energías la prudencia de un anciano:
contestaría a este consejo con las palabras profundamente justas y bellas de
Egmont al conde Olivier en el drama de Goethe. Y razón tendría para hacerlo.
Como empujados por espíritus invisibles los caballos de fuego del tiempo corren veloces,
arrastrando el carro ligero de nuestro destino; nosotros debemos tan sólo sostener las riendas
valerosamente y cuidar de que el carro no se estrelle a derecha contra un peñasco o se derrumbe a
izquierda en un precipicio. ¿Hacia dónde vamos? ¡Quién sabe! ¿Es que nos acordamos siquiera
de dónde venimos? La flor ha de hacer necesariamente eclosión, aunque ello le cueste la vida, ha
dicho Guyau en su obra La moral sin obligación ni sanción.
La Ética no le dirá: esto debes hacer, sino que investigará con él: qué quieres, tu propia y finalmente, y no tan
sólo de buen o de mal humor. (Federico Paulsen, Sistema de Etica, 2 tomos, Stuttgart y Berlin, 1913, t. I. pág.
28).
10
Y sin embargo no consiste la tarea fundamental de la Ética en repartir a
cada cual los correspondientes consejos. Su finalidad es más bien la de dar un
Ideal a los hombres en conjunto, que sirva a éstos instintivamente mejor que
cualquier consejo, para guiarlos en la acción. Así como el ejercicio intelectual nos
acostumbra a obtener casi inconscientemente toda una serie de conclusiones
importantes, debe consistir así también la tarea de la Ética en crear en la sociedad
una atmósfera tal en que se realicen casi impulsivamente, sin vacilaciones, todas
aquellas acciones que conducen al bienestar de la comunidad y a la mayor
felicidad posible de cada uno.
Tal es la última finalidad de la moral. Pero para alcanzarla es preciso
emancipar nuestras doctrinas morales de sus contradicciones internas. Así, por
ejemplo, la moral que predica el ejercicio del bien por misericordia y piedad lleva
dentro de sí una mortal contradicción. Empieza afirmando el principio de justicia
universal, es decir la igualdad o fraternidad absoluta, para declarar
inmediatamente después que no vale la pena aspirar a esos ideales porque la
igualdad es inasequible y la fraternidad, que constituye la base de todas las
religiones, no debe ser concebida en sentido literal, sino tan sólo como una
expresión poética de predicadores entusiastas. La desigualdad es una ley de la
naturaleza –nos dicen los propagandistas religiosos, acordándose esta vez de la
naturaleza y apoyándose en ella. A este respecto nos aconsejan que sigamos las
lecciones de la naturaleza y no de la Religión que ha criticado a la naturaleza.
Pero cuando la desigualdad en la vida de los hombres se hace demasiado
ostensible y las riquezas producidas se reparten con tanta injusticia que la
mayoría de las gentes se ven obligadas a vivir en la más negra miseria, entonces
se proclama el deber sagrado de compartir con los pobres lo que se puede, sin
necesidad de que por ello los privilegiados pierdan su posición de tales.
Una moral semejante puede mantenerse durante cierto tiempo –y aun
durante mucho tiempo– a condición de estar sostenida por la Religión. Pero
cuando el hombre empieza a examinar la Religión desde un punto de vista crítico
y en vez de la obediencia y el temor ciegos busca convicciones confirmadas por
la razón, esta contradicción interna no puede mantenerse largo tiempo. Hay que
despedirse de ella cuanto antes. La contradicción interna es una sentencia de
muerte para toda Ética, un gusano que roe la energía del hombre.
Todas las teorías morales modernas deben llenar una condición
fundamental. Han de abstenerse de encadenar la actividad del individuo, aunque
sea bajo el pretexto de alcanzar una finalidad tan elevada como el bien de la
comunidad o de la especie. En su admirable estudio de los sistemas éticos ha
dicho Wundt que desde el período enciclopedista hacia mediados del siglo XVIII casi
todos los sistemas éticos toman un carácter individualista. Pero esta observación
es justa tan sólo hasta cierto punto, puesto que los derechos del individuo eran
afirmados con energía tan sólo en el terreno económico. Pero también en este
campo la libertad individual tanto en la práctica como en la teoría, resultaba más
bien una apariencia que una realidad. En los demás campos, político, intelectual,
estético, puede decirse que, a medida que se hacía más vigorosa la afirmación del
individualismo económico, crecía también la sumisión del individuo a la
organización Milltar del Estado y a su sistema de instrucción, al propio tiempo
que se reforzaba la disciplina necesaria para el mantenimiento de las instituciones
existentes. Aun la mayoría de los reformadores más avanzados de nuestros días
en sus previsiones sobre la sociedad futura creen en una absorción, mayor
todavía que la actual, del individuo por la sociedad.
Una tendencia semejante no podía dejar de provocar la consiguiente
reacción. Godwin a principios del siglo XIX y Spencer en la segunda mitad del
mismo dieron expresión a esta protesta y Nietzsche ha llegado a afirmar que más
valía echar por la borda todas las teorías morales si éstas no pueden encontrar
otra base que el sacrificio del individuo a los intereses de la Humanidad. Esta
crítica de las ideas morales corrientes, es, tal vez, el rasgo más característico de
nuestra época, sobre todo si se tiene en cuenta que su motivo principal más que
en la aspiración estrictamente egoísta a la independencia económica (como era el
caso en el siglo XVIII de todos los defensores de los derechos del individuo, con
excepción de Godwin) reside en un deseo apasionado de independencia
individual para contribuir a formar una sociedad nueva y mejor, en la cual el
bienestar de todos sería la base del completo desarrollo de la personalidad
humana.11
El escaso desarrollo del individuo y la carencia de fuerza creadora personal
y de iniciativa constituyen, sin duda, uno de los principales defectos de nuestra
época. El individualismo económico no ha cumplido sus promesas: no ha
determinado el desenvolvimiento intenso de la personalidad. Como en la
antigüedad, la creación de las formas sociales continúa manifestándose con
extrema lentitud y la imitación sigue siendo el medio principal para la
propagación de las innovaciones. Las naciones contemporáneas repiten la
historia de las tribus bárbaras y de las ciudades medioevales, comunicándose
unas a otras los movimientos políticos, sociales, religiosos y económicos y las
constituciones. Naciones enteras se han apropiado durante los últimos tiempos,
con una rapidez asombrosa, la civilización industrial y la organización Milltar de
Europa. Y en estas mismas versiones de los viejos modelos puede apreciarse
claramente hasta qué punto lo que llamamos civilización tiene un carácter
superficial y está formado por simples procesos imitativos.
Es natural, por lo tanto, hacerse esta pregunta: ¿no contribuyen las
doctrinas morales actuales a extender esa sumisión imitativa? ¿No han querido
hacer del hombre el autómata intelectual de que nos habla Herbart, absorbido en la
contemplación y temeroso, sobre todo, de las tempestades pasionales? ¿No
habrá llegado ya el tiempo de defender los derechos del hombre vivo, lleno de
energías, capaz de amar lo que vale la pena de ser amado y de odiar lo que
merece odio, de un hombre dispuesto siempre a luchar por el ideal que exalta sus
Wundt hace una observación curiosa: Si no nos engañamos –dice– se opera ahora en la opinión pública una
revolución: al individualismo extremo de la época enciclopedista sucede un renacimiento del universalismo de los
antiguos pensadores, completado por la noción de la libertad de la personalidad individual. Es éste un progreso
que debemos al individualismo. (Ética, pág. 459 de la edición alemana).
11
amores y justifica sus antipatías? Desde los filósofos de la Edad Antigua ha
existido siempre la tendencia a pintar la virtud como una especie de sabiduría
que exhorta al hombre más bien a cuidar la belleza de su alma que a luchar contra
los males de su época. Más tarde se ha dado el nombre de virtud a la no resistencia
al mal. Y durante muchos siglos la salvación personal, junto con la sumisión al
destino y la indiferencia ante el mal, han constituido la esencia de la Ética
cristiana. De ello surgían una serie de refinados argumentos en pro del
individualismo virtuoso, y la glorificación de la indiferencia monástica ante el mal
social. Afortunadamente se inicia ya la reacción contra una virtud tan egoísta y se
plantea el problema de saber si la indiferencia ante el mal no es una criminal
cobardía. ¿No tiene razón el Zend~Avesta al afirmar que la lucha activa contra
Ariman, encarnación del mal, es la primera condición de la virtud?.12 El progreso
moral es necesario pero sin el valor moral resulta imposible.
Tales son las exigencias que la moral ha de satisfacer. Todas ellas
convergen en una sola idea fundamental. Es preciso elaborar una nueva doctrina
moral, cuyos principios fundamentales sean bastante amplios para dar nueva vida
a nuestra civilización, emancipada en sus aplicaciones prácticas tanto de las
supervivencias del pensamiento trascendental y sobrenatural como de las
concepciones estrechas del utilitarismo burgués.
Existen ya los elementos para una nueva concepción de la moral. La
importancia de la sociabilidad y de la ayuda mutua en la evolución del mundo
animal y en la historia del hombre puede, a mi juicio, ser aceptada como una
verdad científica establecida y libre de hipótesis.
Podemos además admitir que, a medida que la ayuda mutua se convierte
en una costumbre establecida en la sociedad humana y se ejerce por así decirlo
instintivamente, su misma práctica conduce al desarrollo del sentido de la
justicia, inevitablemente acompañado por el sentido de la igualdad. A medida que
van desapareciendo las diferencias de clase, se abre camino la idea de que los
derechos de un individuo determinado son tan inviolables como los de cualquier
otro. En el proceso de transformación social esta idea cobrará cada vez un
aspecto más amplio.
Ya en los comienzos de la vida social existió naturalmente, en cierta
medida, la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y
asimismo la encontramos entre los animales inferiores. Pero a medida que se
arraigan las relaciones de igualdad y de justicia en las sociedades humanas va
preparándose el terreno para el refinamiento de las mismas. Merced a ellas el
hombre se acostumbra a descubrir el reflejo de su conducta en la sociedad
entera, hasta tal punto que llega a abstenerse de molestar a los demás
renunciando a la satisfacción de un apetito o de un deseo. Y hasta tal punto llega
a identificar sus sentimientos con los de los demás que se halla dispuesto a
sacrificar sus fuerzas para el bien de sus semejantes sin espera de recompensa.
Sólo estos sentimientos y hábitos, calificados ordinariamente con los nombres
12 C. P. Thile, Historia de la Religión en la antigüedad. (Edición alemana, Gotha, 1903. T.II. pág. 163 y
siguientes).
poco exactos de altruismo y espíritu de sacrificio, son los que a mi juicio
corresponden propiamente al dominio de la moral, aun cuando la mayoría de los
escritores, bajo la denominación de altruismo, los agrupan junto al sentimiento de
Justicia.
Ayuda mutua, Justicia, Moralidad: tales son las etapas subsiguientes que
observamos al estudiar el mundo animal y el hombre. Constituyen una necesidad
orgánica que lleva su justificación en sí misma y que vemos confirmada en todo
el reino animal, empezando por sus capas inferiores en forma de colonias de
organismos primitivos y elevándose hasta las sociedades humanas más
adelantadas. Nos encontramos por lo tanto ante una ley universal de la evolución
orgánica. Los sentimientos de Ayuda Mutua, de Justicia y de Moralidad están
arraigados hondamente en el hombre, con toda la fuerza de los instintos. El
primero de ellos –el instinto de la ayuda mutua– aparece como el más fuerte,
mientras el último, desarrollado en último término, se caracteriza por su
debilidad y su carácter menos universal.
Como la necesidad de alimentación, albergue y sueño, estos instintos son
de conservación. Bajo la influencia que circunstancias determinadas pueden
debilitarse y abundan los casos en que ese debilitamiento ha tenido lugar, ya sea
en especie animales o en sociedades humanas. Pero las especies o sociedades en
que este fenómeno se produce están condenadas a decaer y a fracasar en la lucha
por la existencia. Si no se opera un retorno a las condiciones necesarias para su
conservación y desarrollo progresivos, es decir a la Ayuda Mutua, la Justicia y la
Moralidad, el grupo afectado –pueblo o especie– muere poco a poco y
desaparece. Cuando deja de cumplir la condición esencial para el desarroIlo
progresivo queda condenado fatalmente a la decadencia y a la desaparición.
Tal es la base firme que nos da la ciencia para la elaboración de un nuevo
sistema de Ética y para su justificación. En lugar de proclamar la bancarrota de la
ciencia se nos presenta por lo tanto el problema de elaborar una Ética científica
con los elementos que nos proporcionan las investigaciones contemporáneas
sobre la teoría de la evolución.
Capítulo 3
El principio moral en la naturaleza 13
Origen del sentimiento moral en el hombre, según la teoría de Darwin. – Gérmenes del
sentimiento moral en los animales. – Origen del sentimiento del deber en el hombre. – La
ayuda mutua como fuente de los sentimientos éticos en el hombre. – La sociabilidad en el
mundo animal. – Relaciones de los salvajes con los animales. – Desarrollo del concepto de
justicia entre las tribus primitivas.
La obra científica de Darwin no está limitada a la Biología. Ya en 1837,
después de haber trazado, nada más que en rasgos generales, un ensayo de su
teoría del origen de las especies, apuntó en su carnet: Mi teoría engendrará una nueva
Filosofía. Y así ha ocurrido en la realidad. Al aplicar la teoría de la evolución al
estudio de la vida orgánica, Darwin ha inaugurado una nueva era en la Filosofía;
y en cuanto al ensayo sobre la evolución del sentido moral en el hombre, que
escribió más tarde, constituye este trabajo un nuevo capítulo de la ciencia
moral.14
En este ensayo mostró Darwin el verdadero origen del sentido moral y
colocó el problema en un terreno puramente científico. Aunque sus conceptos
puedan estar considerados como el desarrollo de las ideas de Shaftesbury y
Hutcheson, hay que reconocer que inauguró un nuevo camino para la Ética y
precisamente en la dirección trazada –en rasgos generales– por Bacon. De este
modo resulta el fundador de una escuela ética, al igual que Hume, Hobbes y
Kant.
La idea fundamental de la Etica de Darwin puede ser expuesta en pocas
palabras. El mismo la ha fijado ya en las primeras líneas de su ensayo. Comienza
con la glorificación del sentido del deber, recurriendo a las expresiones poéticas
conocidas: ¡Deber! Pensamiento maravilloso que no obras ni por insinuación, ni por lisonja,
ni por amenaza, amo sólo afirmando en el alma tu ley desnuda, obligando a respetarte y a
obedecerte: ante ti enmudecen todos los groseros apetitos, por rebeldes que sean en secreto, ¿dónde
se halla tu origen? Y este sentido del deber, es decir la conciencia moral, Darwin lo
explica únicamente desde el punto de vista de la ciencia natural –una explicación que
según él, no había proporcionado hasta entonces ningún escritor inglés.15
En realidad, Bacon se acercó ya a una explicación semejante.
Desde el punto de vista de la evolución, Darwin ha repudiado el concepto
de que cada hombre adquiere individualmente, en el curso de su vida, un sentido
Este capítulo fue publicado en la revista Nineteenth Century, en marzo de 1905
Harald Hoffding. El profesor danés ha expuesto admirablemente el significado filosófico de la obra de Darwin
en su Historia de la Filosofía Moderna. (Jorro, Madrid, t. II, págs. 517 al 534)
15 El Origen del Hombre, cap. IV.
13
14
moral. Según él, este sentido procede de los sentimientos sociales instintivos o
innatos en los animales, así como también en el hombre. La verdadera base de
todos los sentimientos morales la veía en los instintos sociales, merced a los cuales un
animal se complace en la sociedad de los suyos, en cierta simpatía para con ellos y en la
posibilidad de prestarles algunos servicios. Darwin entendía la simpatía en el sentido
exacto de esta palabra, no como compasión o amor, sino como sentimiento de
compañerismo, de influencia mutua, esto es en el sentido de que el hombre
puede ser influenciado por los sentimientos de los demás.
Después de haber formulado esta idea fundamental, Darwin ha señalado
que en cada especie animal –a condición de que su capacidad espiritual se
desarrolle en el mismo sentido que la humana– se desarrolla también, sin duda
alguna, el instinto social. La imposibilidad de satisfacer este instinto despertará
en el individuo el descontento y hasta le hará sufrir cuando, al reconsiderar sus
actos, encuentre que en tal o cual caso ha obedecido no al instinto social, sino a otros
instintos que, aunque más poderosos en el momento, son tan sólo pasajeros y no dejan una
impresión realmente honda.
Así, pues, no concebía el sentido moral como una ofrenda mística de
origen desconocido y misterioso, según se lo representaba Kant. No importa que
animal –ha escrito– dotado de instintos sociales, incluso el cariño paternal y filial, puede
indudablemente llegar a adquirir el sentido moral o la consciencia moral (el conocimiento
del deber, según Kant) con tal de que su intelecto alcance el nivel del intelecto humano.
A estas dos ideas fundamentales, Darwin ha añadido otras dos
secundarias.
A medida que se desarrolla el don de la palabra y la posibilidad de dar
expresión a los anhelos de la sociedad, se transforma la opinión pública, en lo que
concierne a la conducta de cada miembro de la sociedad, en un guía poderoso y
aun principal de la conducta. Pero la fuerza de la aprobación o censura social
depende completamente del grado de desarrollo de la simpatía mutua.
Atribuimos cierta importancia a la opinión de nuestros semejantes únicamente
porque simpatizamos con ellos. Y la opinión pública o social ejerce una
influencia moral tan sólo cuando el instinto social ha alcanzado un grado
bastante elevado.
Lo justo de esta observación es evidente. Desmiente el concepto de
Mandeville (el autor de La Fábula de las abejas) y de sus partidarios en el siglo
XVIII, que se empeñaban en presentar a la moral como una acumulación de las
costumbres convencionales.
Finalmente ha considerado Darwin a la costumbre como un factor muy
activo en la formación de la conducta hacia nuestros semejantes. La costumbre
fortalece el instinto social y los sentimientos de simpatía mutua, así como la
obediencia a la opinión pública.
Después de haber formulado en estas cuatro afirmaciones sus conceptos
esenciales, ha procurado darles un amplio desarrollo.
En primer lugar ha estudiado la sociabilidad entre los animales: el contacto
continuo que los relaciona, las advertencias mutuas y la ayuda que se prestan
durante la caza y en caso de defensa contra los enemigos. A no dudarlo, ha dicho
Darwin, los animales comunicativos se quieren mutuamente, cosa que no ocurre entre los
animales desprovistos de instintos sociales. Esta simpatía mutua, tal vez, no se nota en
los momentos ordinarios (por ejemplo durante los juegos), pero sí cuando los
animales pasan una mala situación. Darwin lo demuestra con ejemplos
asombrosos, algunos de los cuales se han hecho ya muy populares (como el
pelícano ciego, descrito por Shaftesbury, o el ratón ciego, al cual alimentaban los
suyos).16
Además del amor y de la simpatía, continúa, los animales están dotados de otras
cualidades que nosotros los hombres hubiéramos calificado de morales. En apoyo de esta
afirmación ha citado algunos ejemplos del sentido moral entre los perros y los
elefantes.
En general, es concebible que para cada acción común –y toda la vida de
ciertas especies animales consiste en acciones comunes– se necesita cierto
sentido regulador. Desgraciadamente Darwin no ha estudiado en detalle el
problema de la sociabilidad y de los comienzos del sentido moral entre los
animales en la medida que corresponde a la importancia del asunto.
Tratando luego de la moral humana, observó que, aunque el hombre –por
lo menos tal como lo vemos ahora– posee pocos instintos sociales, es sin
embargo un ser sociable, que conserva, desde tiempos muy antiguos, cierto amor
instintivo y cierta compasión para con sus semejantes. Esos sentimientos actúan
como instintos impulsivos semiconscientes, ayudados por la razón, la experiencia
y el deseo de aprobación de parte de los demás.
De este modo –concluye Darwin– los instintos sociales que el hombre había
probablemente adquirido en un estado del desarrollo muy primitivo (tal vez cuando no distaba
mucho de los monos–antropoides) le sirven aún ahora de guía en sus actos. Lo restante es el
resultado del intelecto que se va desarrollando cada vez más y de la educación
colectiva.
Por supuesto que estos conceptos parecerán justos únicamente a aquellos
que reconocen que el intelecto animal se distingue del humano tan sólo en el
grado de su desarrollo, pero no en la substancia. Pero a esta conclusión ha
llegado también la mayoría de los investigadores de la Psicología comparada del
hombre y de los animales. Las tentativas recientes de ciertos psicólogos para
separar con un abismo infranqueable los instintos y el intelecto humanos del de
los animales han fracasado por completo.17 Claro está que, a pesar de cierta
semejanza entre los instintos y el intelecto del hombre con el de los animales, no
hay que considerarlos como idénticos. Al comparar, por ejemplo, a los insectos
con los mamíferos, no hay que olvidar que las líneas de su desarrollo se habían
separado ya en una época muy antigua. Existe una gran diferencia fisiológica en
16 Spencer, que antes se había negado a reconocer la moral entre los animales, más tarde citó él mismo unos hechos análogos en la revista Nineteenth Century. Están también reproducidos en
sus Principios de Etica.
17 La incapacidad de una hormiga, un perro o un gato para efectuar un descubrimiento o encontrar la solución justa en una situación difícil –en lo que insisten ciertos autores– no constituye,
ni mucho menos, una prueba de una diferencia esencial entre las capacidades humanas y animales; además, esta falta de sentido de orientación y de espíritu inventivo se observa también con
frecuencia en el hombre. Igual que la hormiga, en uno de los experimentos de John Lubbock, miles de hombres, sin el conocimiento previo del lugar, procuran atravesar un río sin haber
colocado un puente, aunque sea de carácter primitivo (por ejemplo en forma de un árbol) y perecen en consecuencia. Lo sé por experiencia propia y eso pueden confirmarlo todos los
exploradores de las regiones salvajes. Por otro lado encontramos entre los animales la razón colectiva (por ejemplo en un hormiguero o en una colmena de abejas). Y si una hormiga o una
abeja encuentran la solución justa, las demás siguen su ejemplo. Esta afirmación está confirmada por las abejas en la Exposición de París, que habían cubierto con cera la ventanilla de la
colmena para que no se las turbara en su trabajo, así como por otros muchos ejemplos de este género. (Véase La Ayuda Mutua, cap. I).
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Pedro kropotkin origen y evolución de la moral

  • 1. Libro corregido por Iddunne. Colaboradora de www.pidetulibro.cjb.net ORIGEN Y EVOLUCION DE LA MORAL PEDRO KROPOTKIN La elaboración de la edición virtual de la obra que aquí presentamos no fue, para nada, labor sencilla. De hecho su captura y diseño nos llevo prácticamente todo un mes, trabajando, dependiendo de nuestro tiempo disponible, entre dos y cuatro horas diarias. Sin embargo, el valor de esta obra y nuestro inmenso deseo por publicarla, nos llevo a concretizar nuestro sueño. Una vez más queda en evidencia la enorme utilidad de la Red de Redes en cuanto alternativa para la edición y difusión de textos. Ciertamente, realizar una tirada de esta obra en papel, representaría una inversión que muy probablemente rebasaría los cien mil pesos, o sea una cantidad cercana a los diez mil dólares americanos, por una tirada de tres mil ejemplares, y aparte debería contabilizarse el gasto de almacenamiento, puesto que tres mil ejemplares de esta obra con toda seguridad ocupan un espacio considerable. Pero, haciendo uso de la alternativa que representa la Red de Redes, todo se reduce a contar con la debida paciencia, y observar, lo más rigurosamente posible, un método de trabajo continuo, lo que
  • 2. conlleva a que tarde o temprano, el trabajo termina quedando la obra capturada y diseñada. Para la realización de la presente edición virtual nos hemos basado en la edición publicada por la Editorial Americalee, el 20 de agosto de 1945. Bien recordamos cuando encontramos el ejemplar que poseemos de esta obra póstuma del gran libertario ruso Pedro Kropotkin. Fue allá por el año de 1973 en la Librería Zaplana que se encontraba ubicada en la ciudad de México, en la calle de San Juan de Letrán (hoy Lázaro Cárdenas) casi esquina con Independencia. La entrada de aquella librería era pequeña, pero adentro era realmente muy grande. Acostumbrábamos ir con relativa frecuencia a esa librería, porque ahí encontrábamos cada joya que nos hacía brincar de alegría. Con respecto a la obra que aquí presentamos, recordamos haberla encontrado en un estante bastante escondido. El ejemplar se encontraba prácticamente cubierto de polvo. Cuando lo tuvimos en nuestras manos no dudamos ni un segundo y presurosos nos fuimos a pagarlo a la caja. Posteriormente lo leímos con avidez quedando prácticamente hechizados por su contenido. Durante meses lo comentamos en nuestras charlas con amigos y conocidos, vanagloriándonos de poseer un ejemplar de esta joya. Después, cuando iniciamos Ediciones Antorcha, pensamos en varias ocasiones editarlo pero, nunca pudimos hacerlo por el altísimo costo que ello representaba, así que nos quedamos con las ganas y no es sino hasta ahora que, haciendo uso de este maravilloso instrumento de comunicación que es la Red de Redes, podemos llevar a la práctica nuestro viejo sueño de editar esta obra póstuma de Kropotkin que por desgracia quedo inconclusa ya que la muerte le impidió terminarla. Pensamos que en los tiempos actuales, el recuperar los planteamientos de Pedro Kropotkin sobre la moral, no sólo vale la pena sino que es algo muy necesario para no perdernos en los laberintos interminables del autoritarismo prevaleciente. Esperamos que esta obra despierte el interés en quien se acerque a hojearla, por adentrarse en un tema de indudable actualidad: la apremiante necesidad de reconstruir los valores morales que dan coherencia y cohesión a nuestra vida en sociedad. Chantal López y Omar Cortés.
  • 3. Prólogo La Ética 1es el canto de cisne del gran sabio–humanista y revolucionario– anarquista, y viene a constituir como el coronamiento y la conclusión de todas las concepciones científicas, filosóficas y sociales de P. A. Kropotkin, elaboradas en el curso de su larga y extraordinaria vida. Desgraciadamente la muerte sorprendió a Kropotkin antes de que su obra estuviera totalmente terminada y a mí me incumbe, cumpliendo su voluntad, el deber y la responsabilidad de llevarla al conocimiento del público. Al publicar el primer tomo de la Ética; me parece necesario añadir algunas palabras que hagan conocer al lector la historia de esta obra. En su Etica; Kropotkin ha querido responder a dos cuestiones fundamentales: ¿Cuál es el origen de las concepciones morales en el hombre? Y, ¿cuáles son los fines a que tienden las normas y preceptos de la moral? Consiguientemente dividió su obra en dos partes: la primera dedicada al esclarecimiento del origen y desarrollo histórico de la moral, y la segunda consagrada a la exposición de las bases y finalidades de la Ética realista. Tan sólo le fue posible terminar el primer tomo, y aun no en su forma definitiva. De algunos capítulos del primer tomo había escrito únicamente el borrador. El último capítulo, en el cual habían de exponerse las concepciones éticas de Stirner, Nietzsche, Tolstoi, Multatuli y otros moralistas contemporáneos sobresalientes, no llegó a ser escrito. Para el segundo tomo de la Ética; Kropotkin llegó tan sólo a escribir (en inglés) algunos ensayos, completamente terminados, que se proponía publicar previamente como artículos de revista, y diversas notas y borradores. Entre los ensayos cabe mencionar: Primitive Ethics (Ética primitiva), Justice (Justicia), Morality and Religion (Moralidad y Religión), Ethics and Mutual Aid (Ética y Ayuda mutua) y Origen of Moral Motives and Sense of Duty (Origen de los motivos morales y sentido del deber). El estudio de los problemas de la moral atrajo ya a Kropotkin hacia 1880, pero fue en la última década del siglo diecinueve, cuando les dedicó mayor atención. Era precisamente la época en que la moral era repudiada por muchos, como cosa inútil, y el amoralismo de Nietzsche encontraba libre curso. Al mismo tiempo no pocos representantes de la ciencia y de la filosofía, influidos por una estrecha interpretación de las ideas de Darwin, afirmaban que el mundo está regido por una sola ley general: la de la lucha por la existencia, viniendo con ello a apoyar el amoralismo filosófico. Sintiendo la falsedad de tales concepciones, Kropotkin se dispuso a probar, desde un punto de vista científico, que la naturaleza no es amoral y no enseña al hombre el mal y que, al contrario, la moral es un producto natural de la evolución de la vida social no solamente en el hombre, sino en casi todos los 1 La primera parte de la misma, única que logró terminar el autor, forma el presente volumen. Origen y evolución de la moral.
  • 4. seres vivos, la mayoría de los cuales ofrecen ya algunos rudimentos, cuando menos, de las relaciones morales. En 1890, Kropotkin dio en la Hermandad Ancota, de Manchester, una conferencia sobre Justicia y Moral; y algún tiempo después la repitió ampliada en la Sociedad Ética de Londres. Durante el período 1891 – 94, publicó, en la revista Nineteenth Century; una serie de artículos sobre la ayuda mutua entre los animales, los salvajes y los pueblos civilizados. Estos ensayos que más tarde formaron el libro La ayuda mutua como factor de la evolución, constituyen, por así decirlo, la introducción a las concepciones morales de Kropotkin. En 1904 y 1905, Kropotkin publicó, en la misma revista, dos artículos dedicados directamente a los problemas de la moral: La necesidad de la moral en nuestros días y La moral en la naturaleza. Con algunas alteraciones de forma, estos ensayos constituyen los primeros tres capítulos del presente tomo. Por aquel entonces, Kropotkin escribió en francés un pequeño folleto con el título La Moral anarquista. En este folleto, Kropotkin exhorta al hombre a la actividad y afirma que la fuerza no reside en la soledad, sino en la unión con sus semejantes, con el pueblo, con las masas trabajadoras. En oposición al individualismo anarquista, se empeña en crear una moral social, una Ética de la solidaridad y de la sociabilidad. Opina Kropotkin que todo el progreso humano está íntimamente ligado a la vida social. La vida en común engendra, natural e inevitablemente en los hombres y en los animales, el instinto de sociabilidad y de ayuda mutua, cuyo desarrollo subsiguiente hace nacer en los hombres los sentimientos de simpatía y de afecto. En estos sentimientos e instintos reside el origen de la moral humana, o sea el conjunto de sentimientos morales, concepciones y representaciones, que, en último término, se transforman en la que es regla fundamental de todas las disciplinas morales: No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Pero el no hagas a los demás lo que no quieras te hagan a ti; no es por sí sola, a juicio de Kropotkin, la expresión íntegra de la moral. Esta regla es tan sólo la expresión de la justicia y de la igualdad de derechos. Ella no basta para satisfacer la conciencia íntegra de la moral. Kropotkin cree que entre los elementos fundamentales de la moral, junto con el sentimiento de la ayuda mutua y el concepto de la justicia, hay, todavía, algo más, que los hombres llaman magnanimidad, resignación o espíritu de sacrificio. Ayuda mutua, justicia, espíritu de sacrificio, tales son los tres elementos de la moral, según la teoría de Kropotkin. Sin tener el carácter de generalidad y necesidad de las leyes lógicas, esos elementos, sin embargo, forman parte de la base misma de la Ética humana, que puede ser considerada como una Física de las costumbres. La tarea de un filósofo–moralista consiste en estudiar el origen y el desarrollo de esos elementos de la moral, y en probar que, como los demás impulsos y sentimientos, forman parte de la naturaleza humana. Llegado a Rusia en junio de 1917, después de cuarenta años de destierro, Kropotkin se instaló en Petrogrado, pero al cabo de poco tiempo los médicos le
  • 5. aconsejaron el traslado a Moscú. Tampoco aquí encontró una residencia definitiva. Las condiciones generales de la vida en Moscú eran, entonces, a tal punto difíciles, que Kropotkin se vio obligado a marcharse, en el verano de 1918, a Dmitrov, pequeña ciudad sin importancia, situada a 65 kilómetros de la capital. Allí vivió aislado, por completo, del mundo civilizado, durante tres años, hasta el día de su muerte. Fácil es comprender cuán ardua ha de haber sido, para Kropotkin, la tarea de escribir una obra como la Ética y hacer una exposición histórica de las teorías morales en una ciudad como Dmitrov. No dispuso casi de libro alguno (toda su biblioteca había quedado en Inglaterra). La menor investigación o consulta, exigía largo tiempo y con frecuencia paralizaba el trabajo. Por carecer de medios, no podía Kropotkin adquirir los libros necesarios, y tan sólo, gracias a sus amigos y conocidos, pudo, a veces, procurarse alguno de los más indispensables. Tampoco pudo disponer de secretario, ni de mecanógrafa. Sobre sus hombros pesaba toda la labor, incluso la de poner en limpio sus manuscritos. Todo ello influía, naturalmente, en el trabajo. Por otra parte, desde su instalación en Dmitrov y a causa, quizás, de las deficiencias de alimentación, Kropotkin no se encontró bien de salud. He aquí lo que me escribía el 21 de enero de 1919: Trabajo con ahinco en la Ética, pero mis fuerzas son escasas. A veces me veo obligado a interrumpir el trabajo. Tenía que luchar con inconvenientes de toda suerte. Así, por ejemplo, durante mucho tiempo tuvo que trabajar por la noche con muy mala luz. Kropotkin atribuía gran importancia a sus trabajos sobre la Etica. Los consideraba una imprescindible obra revolucionaria. En una de sus últimas cartas, del 2 de mayo de 1920, dice: He vuelto a los trabajos sobre las cuestiones de la moral, porque, a mi parecer, se trata de una obra absolutamente necesaria. Sé muy bien que los libros no determinan las corrientes intelectuales, sino todo lo contrario. Pero sé, también, que para aclarar las ideas es preciso la ayuda de los libros que dan al pensamiento su forma concreta. Para sentar las bases de la moral emancipada de la religión y superior a la moral religiosa... es preciso la ayuda de los libros aclaradores. Y añade: Estos esclarecimientos son necesarios sobre todo ahora, cuando el pensamiento humano se encuentra encerrado entre Kant y Nietzsche. En sus conversaciones conmigo, me dijo, con frecuencia: Si no fuera tan viejo, no estaría en estos tiempos revolucionarios encorvado sobre un libro de moral. Tomaría parte activa en la construcción de la nueva vida. Revolucionario y realista, Kropotkin consideraba la Ética no como una ciencia abstracta sobre la conducta humana, sino que veía, ante todo, en ella una disciplina científica concreta, que tiene por finalidad guiar a los hombres en sus actividades prácticas. Veía que no bastaba llamarse revolucionario o comunista para tener un sólido fundamento moral, y que la mayoría de los que así se llaman carecen de una idea moral directora, de un ideal elevado de moral. Solía decir Kropotkin que la falta de este ideal moral elevado era, tal vez, la causa por la cual la revolución rusa se mostrara impotente para crear un nuevo régimen social sobre las bases de la justicia y de la libertad, y propagar a los demás pueblos la
  • 6. llama revolucionaría, como ocurrió en la época de la gran revolución francesa y de la revolución de 1848. El viejo revolucionario rebelde, cuyos pensamientos todos tendieron, siempre, hacia la felicidad humana, abrigaba la esperanza de que su Ética sirviera de inspiración en la lucha a las jóvenes generaciones, inculcándoles la fe en la justicia de la revolución social; encendiendo en sus corazones la llama del espíritu de sacrificio en pro de sus semejantes, y convenciéndoles de que la felicidad no consiste en el goce individual, ni en los placeres egoístas, por elevados que sean, sino en la lucha por la verdad y la justicia entre el pueblo y junto con el pueblo. Al negar los lazos entre la moral, por una parte, y la religión y la metafísica por otra, Kropotkin quería sentar la Ética sobre bases puramente naturales, empeñándose en probar que tan sólo permaneciendo dentro de la realidad puede encontrarse la fuerza para una vida verdaderamente moral. Se diría que Kropotkin quería, con la Ética, dar a la Humanidad algo así como su testamento, inspirándose en la estrofa del poeta: Amigo, no huyas con tu alma cansada De la tierra, de tu maldita patria. Trabaja con la tierra y sufre con la tierra El dolor común de los hombres, tus hermanos. Muchos esperan que la Ética de Kropotkin sea una Ética revolucionaria, o anarquista. Pero él solía afirmar que su intención era tan sólo escribir una Ética puramente humana (a veces se servía de la palabra realista). No admitía la existencia de Éticas diversas. Creía que la Ética debe ser única e igual para todos los hombres. Cuando se le objetaba que en la sociedad contemporánea, dividida en clases y castas hostiles entre sí, no podía darse una Ética única, respondía que toda Ética, burguesa o proletaria, se funda sobre una base étnica común, cuya influencia sobre los principios de la moral de clase o de grupo, es, a veces, grande. Afirmaba Kropotkin que todos nosotros, sea cual fuere el partido o la clase a que pertenezcamos, somos, ante todo, hombres, homo sapiens, unidad lógica que comprende desde el europeo más culto hasta el salvaje; desde el burgués más refinado al proletario más humilde. En sus concepciones de la sociedad futura, Kropotkin pensaba, siempre, en los hombres, sin las estúpidas clasificaciones consagradas por la Humanidad en su largo camino histórico. La teoría ética de Kropotkin se puede caracterizar como teoría de la fraternidad, a pesar de que esta palabra casi no aparece en su libro, sustituyéndola, casi siempre, por la de solidaridad. A su juicio, la solidaridad es algo más real que la fraternidad. Para probarlo, indicaba el hecho de que con frecuencia nacen, entre los hermanos, disputas y odios que conducen, a veces, hasta el fratricidio. Según la leyenda bíblica, la historia del género humano empieza precisamente por un fratricidio. En el orden vital, la concepción de la solidaridad expresa la relación física y orgánica entre los miembros y elementos de cada ser vivo, mientras que en el orden de las relaciones morales la solidaridad se expresa en la ayuda mutua y en la compasión. La solidaridad concuerda con la
  • 7. libertad y la igualdad, condiciones éstas indispensables para la justicia social. De aquí arranca la fórmula de la Etica de Kropotkin: Sin igualdad no hay justicia y sin justicia no hay moral. La Ética de Kropotkin no resuelve todos los problemas morales que apasionan a la Humanidad contemporánea; señala tan sólo el camino y propone una solución del problema ético. Su obra es, sencillamente, la tentativa de un hombre de ciencia y de un revolucionario, para contestar a esa cuestión penosa: ¿por qué he de vivir yo una vida moral? Es una lástima que la muerte le haya impedido dar forma definitiva a la segunda parte de su obra, en la cual se proponía exponer las bases de la Ética natural y realista, y formular su Credo ético. Con sus investigaciones para sentar las bases realistas de la Ética, Kropotkin ilumina nuestro camino en el mundo complicado de las relaciones morales. Para cuantos tienden a alcanzar la tierra prometida de la libertad y de la justicia, pero se ven condenados a vivir en un mundo de violencia y hostilidad, Kropotkin es un guía seguro. Enseña la ruta hacia la nueva Ética, hacia la moral del porvenir, que en lugar de dividir a los hombres en amos y esclavos; en gobernantes y gobernados, será la expresión de la libre colaboración colectiva de todos para el bien común, único medio para establecer sobre la tierra el reino, no ilusorio sino real, del Trabajo y de la Libertad. Al preparar la edición de esta obra, me he inspirado en las observaciones oídas al propio Kropotkin y en las contenidas en sus notas: Lo que hay que hacer con mis papeles y en el breve ensayo A un continuateur. En este último documento Kropotkin, entre otras cosas, dice: Si je ne réussis pas à terminer mon Éthique, je prie ceux qui tâcheront peut–être de la terminer d'utiliser mes Notes (Sino alcanzo a terminar mi Ética, ruego a aquellos que intentarán, tal vez, terminarla, de utilizar mis Notas). Estas notas no han sido utilizadas en la presente edición, en primer lugar, porque la familia y amigos de Kropotkin decidieron que era más interesante editar la Ética en la forma en que la había dejado el autor, y en segundo lugar, porque la utilización de ellas hubiera exigido un largo trabajo y retrasado la publicación del libro. En las siguientes ediciones, todos los materiales dejados por Kropotkin referentes a la Ética serán debidamente utilizados y publicados. N. Lebedeff Moscú, 1 de Mayo de 1922.
  • 8. Capítulo 1 Necesidad contemporánea de desarrollar los fundamentos de la moral2 Progresos de la ciencia y la filosofía en los últimos cien años.–Progreso de la técnica actual.–Posibilidad de elaborar una Ética sobre la base de las ciencias naturales.–Las modernas teorías morales.–Error fundamental de los actuales sistemas éticos.–Teoría de la lucha por la existencia; su interpretación errónea.–La ayuda mutua en la naturaleza.–La naturaleza no es amoral.–De la observación de la naturaleza el hombre recibe las primeras lecciones morales. Ante los resultados obtenidos por la ciencia durante el siglo XIX y las promesas que estos resultados entrañan para el porvenir, es preciso reconocer que una nueva era se abre en la vida de la Humanidad, o que, por lo menos, ésta cuenta con todos los medios para inaugurarla. En el curso de los últimos cien años surgieron, bajo los nombres de Antropología (estudio del hombre), Etnología prehistórica (estudio de las instituciones sociales primitivas) e Historia de las Religiones, nuevas ramas de la ciencia que transformaron, radicalmente, las concepciones sobre el desarrollo de la humanidad. Al mismo tiempo, los descubrimientos en el campo de la Física sobre la estructura de los cuerpos celestes y de la materia en general permitieron elaborar nuevas concepciones sobre la vida del Universo; las antiguas doctrinas sobre el origen de la vida; la posición del hombre en el mundo y la naturaleza de la razón, sufrieron cambios fundamentales gracias al rápido progreso de la Biología (estudio de la vida) y a la aparición de la teoría del desarrollo (evolución), así como al desenvolvimiento de la Psicología (estudio de la vida espiritual). No basta decir que todas las ramas de la ciencia, con excepción, quizás, de la Astronomía, hicieron mayores progresos en el curso del siglo XIX que en el de los tres o cuatro siglos anteriores. Hay que retroceder más de dos mil años, hasta la época del florecimiento filosófico en la Grecia antigua, para encontrar un despertar semejante del espíritu humano. Pero ni siquiera esta comparación es exacta, ya que, entonces, el hombre no disponía de los actuales medios técnicos, y sólo con el desarrollo de la técnica puede librarse el hombre del trabajo que le esclaviza. En la humanidad contemporánea se ha desarrollado, al mismo tiempo, un atrevido espíritu de descubrimiento, nacido de los recientes progresos de las ciencias. Los inventos, sucediéndose, rápidamente, uno tras otro, han aumentado hasta tal punto la capacidad productora del trabajo humano, que los pueblos cultos contemporáneos han podido alcanzar un nivel de bienestar general como 2 Este capítulo fue publicado por primera vez, en inglés en la revista Nineteenth Century (Agosto de 1904).
  • 9. ni siquiera pudo soñarse no sólo en la antigüedad o en la Edad Media, sino aun en la primera mitad del siglo XIX. Por primera vez se puede decir de la Humanidad que su capacidad para satisfacer todas las necesidades es superior a las necesidades mismas; que no es preciso ya someter al yugo de la miseria y de la humillación a clases enteras para dar el bienestar a algunos y facilitarles su desarrollo intelectual. El bienestar general, sin necesidad de obligar a los hombres a un trabajo opresor y nivelador, es, ahora posible. La Humanidad puede, finalmente, reconstruir toda su vida social sobre los principios de la justicia. ¿Tendrán los pueblos cultos contemporáneos la capacidad creadora y la suficiente audacia para utilizar las conquistas del espíritu humano en bien de la comunidad? Difícil es decirlo de antemano. En todo caso, es indudable que el florecimiento reciente de la ciencia ha creado ya la atmósfera intelectual necesaria para que surjan las fuerzas indispensables; disponemos ya de los conocimientos precisos para la realización de esta magna tarea. Vuelta a la sana filosofía de la naturaleza, olvidada desde la Grecia antigua hasta que Bacon despertó el estudio científico de su prolongado letargo, la ciencia contemporánea ha sentado las bases de una filosofía del Universo libre de hipótesis sobrenaturales y de una mitología metafísica del pensamiento, filosofía que, por su grandeza, poesía y fuerza de inspiración, tiene, naturalmente, el poder de despertar a la vida nuevas energías. El hombre no tiene ya necesidad de revestir con ropajes de superstición sus ideales de belleza moral y su concepción de una sociedad basada sobre la justicia; no tiene que esperar la reconstrucción de la sociedad de la Suprema Sabiduría. Puede encontrar sus ideales en la naturaleza misma y en el estudio de ésta hallar las fuerzas necesarias. Una de las primeras conquistas de la ciencia contemporánea ha consistido en probar la indestructibilidad de la energía, sean cualesquiera las transformaciones a que se la someta. Para los físicos y matemáticos esta idea fue una rica fuente de variadísimos descubrimientos. De ella están penetrados todos los estudios contemporáneos. Pero el valor filosófico de este descubrimiento tiene, también, gran importancia, puesto que acostumbra al hombre a concebir la vida del Universo como una cadena ininterrumpida e interminable de transformaciones de la energía. El movimiento mecánico puede transformarse en sonido, en calor, en luz, en electricidad y, al contrario cada una de esas manifestaciones de la energía, puede transformarse en las demás. Y en medio de todas estas transformaciones el nacimiento de nuestro planeta, el desarrollo continuo de su vida, su inevitable disgregación final, y su disolución en el gran Cosmos, no son más que fenómenos infinitamente pequeños; un momento fugaz en la vida de los mundos astrales. Lo mismo ocurre en el estudio de la vida orgánica. Las investigaciones hechas en la vasta zona intermedia que separa el mundo inorgánico del mundo orgánico, donde los más sencillos procesos vitales en los hongos inferiores apenas si pueden distinguirse, y aun de modo incompleto, de los desplazamientos químicos de los átomos que se operan, constantemente, en los
  • 10. cuerpos complicados, quitaron a los fenómenos vitales su carácter místico y misterioso. Al mismo tiempo, nuestras concepciones sobre la vida se han ampliado hasta tal punto, que estamos, ahora, acostumbrados a considerar la acumulación de la materia en el Universo, como algo viviente y sujeto a los mismos ciclos de desenvolvimiento y disgregación a que están sujetos los seres vivos. Volviendo a las ideas que se abrieron camino en la antigua Grecia, la ciencia moderna ha seguido, paso a paso, el maravilloso desarrollo de estos seres, desde sus formas más sencillas que apenas merecen el nombre de organismo, hasta la infinita variedad de especies que pueblan, ahora, nuestro planeta y son su mayor belleza. Finalmente, la Biología, después de habernos acostumbrado a la idea de que todo ser vivo es, en gran medida, producto del medio en que vive, descifró uno de los más grandes enigmas de la naturaleza, explicando las adaptaciones que podemos observar a cada paso. Aun en la más enigmática de las manifestaciones vitales, en el terreno del sentimiento y del pensamiento, donde la razón humana ha de buscar los procesos que le sirven para aprehender las impresiones externas, aun en este campo, el más obscuro de todos, ha podido ya el hombre comenzar a descifrar el mecanismo del pensamiento siguiendo los métodos de investigación adoptados por la fisiología. Por último, en el vasto campo de las instituciones humanas, costumbres y leyes, supersticiones, creencias e ideales, la Historia, el Derecho y la Economía Política, estudiadas desde un punto de vista antropológico, han proyectado una luz tal, que bien puede decirse que la aspiración a la felicidad del mayor número ha dejado de ser un sueño utópico. Su realización es posible y está, por lo tanto, demostrado que la felicidad de un pueblo o de una clase cualquiera, no puede basarse, ni siquiera provisionalmente, en la opresión de las demás clases, naciones o razas. La ciencia contemporánea ha conseguido, de este modo, un doble objeto. Por una parte ha dado al hombre una preciosa lección de modestia, enseñándole que es tan sólo una partícula infinitamente pequeña del universo. Con ello, lo ha sacado de su estrecho y egoísta aislamiento. Disipó su ilusión de creerse centro del universo y objeto de la preocupación especial del Creador. Le enseñó que, sin el gran Todo, nuestro Yo no es nada y que para determinar el yo un cierto tú es imprescindible. Y al propio tiempo, la ciencia ha mostrado cuán grande es la fuerza de la Humanidad en su evolución progresiva, cuando sabe aprovechar la infinita energía de la naturaleza. De este modo, la ciencia y la filosofía nos han dado la fuerza material y la libertad mental necesarias para despertar a la vida a los hombres capaces de hacer avanzar la Humanidad por el camino del progreso común. Existe, sin embargo, una rama de la ciencia que ha quedado más atrasada que las demás. Es la Ética, la ciencia de los principios fundamentales de la moral. No existe, todavía, una doctrina que se encuentre al nivel de la ciencia contemporánea y que aprovechando sus conquistas para asentar las bases de la moral sobre un vasto fundamento filosófico, pueda dar a los pueblos cultos la fuerza capaz de
  • 11. inspirarles en la gran reconstrucción del porvenir. Por todas partes se nota la necesidad de esta doctrina. La Humanidad demanda, imperiosamente, una nueva ciencia realista de la moral, libre de todo dogmatismo religioso, de las supersticiones y de la mitología metafísica, libre como lo está ya la filosofía naturalista contemporánea, e inspirada, al mismo tiempo, por los sentimientos elevados y las luminosas esperanzas que nos da la ciencia actual sobre el hombre y su historia. No cabe duda de que tal ciencia es posible. Si el estudio de la naturaleza nos ha dado las bases de una filosofía que abarca la vida de todo el universo, la evolución de los seres vivos en la tierra, las leyes de la vida psicológica y del desarrollo de las sociedades, ese estudio de la naturaleza debe darnos, también, la explicación natural del origen del sentido moral. Tiene que enseñarnos dónde residen las fuerzas capaces de exaltar este sentido moral hasta las cumbres más puras y elevadas. Si la contemplación del Universo y el conocimiento íntimo de la naturaleza fueron capaces de inspirar a los grandes naturalistas y poetas del siglo XIX; si el deseo de penetrar en ella hasta lo más profundo fue capaz de acelerar el ritmo de la vida en Goethe, Byron, Shelley, Lermontov, conmovidos por el espectáculo de la tempestad desencadenada de las montañas majestuosas, o de la selva obscura y de sus habitantes, ¿por qué no habrá de encontrar el poeta motivo de inspiración en la comprensión más profunda del hombre y su destino? Cuando el poeta encuentra la expresión justa de su sentimiento de comunidad con el Cosmos y con la Humanidad entera, posee, por ello mismo, la fuerza de contagiar su inspiración a millones de hombres, despertando en ellos sus fuerzas mejores y el deseo de perfección. Los hace arder, así, de éxtasis, que era considerado, hasta ahora, como el bien supremo de la Religión. Pues, ¿qué son, en realidad, los Salmos–en los cuales muchos ven la expresión suprema del sentido religioso–y las partes poéticas de los Libros Sagrados del Oriente, sino tentativas para expresar el éxtasis del hombre ante el Universo, manifestaciones del despertar del sentido de la poesía de la naturaleza? La necesidad de una Ética realista se hizo sentir desde los primeros años del Renacimiento científico, y ya Bacon, al formular las bases del resurgimiento de las ciencias, trazó, también, empíricamente, las líneas fundamentales de la Ética científica, sin ahondar tanto, como lo han hecho sus sucesores, pero con una fuerza de generalización que pocos han alcanzado después y que apenas hemos conseguido traspasar en nuestros días. Los mejores pensadores del siglo XVII siguieron, también, el mismo camino, tratando, asimismo, de elaborar los sistemas éticos independientemente de los preceptos religiosos. En Inglaterra, Hobbes, Cudworth, Locke, Shaftesbury, Paley, Hutcheson, Hume y Adam Smith, prosiguieron, audaz y esforzadamente, el estudio de este problema, procurando iluminarlo en todos sus aspectos. Atribuyeron gran importancia a las fuentes naturales del sentido moral, y en sus definiciones de los problemas de la moralidad se colocaron todos (a excepción de Paley) en un punto de vista científico. Trataron de coordinar por varios caminos el intelectualismo y el utilitarismo de Locke con el sentido moral y el
  • 12. sentido de la belleza de Hutcheson; la teoría de la asociación de Hartley y la Ética del sentimiento de Shaftesbury. Al tratar de los fines de la Ética, algunos de ellos aludían ya a la armonía entre el egoísmo y el sentimiento altruista que tanta importancia adquirió en las teorías morales del siglo XIX. Esta armonía la veían en el lazo íntimo que existe entre el deseo de elogio; de Hutcheson, y la simpatía; de Hume y de Adam Smith. Y cuando, por fin, tropezaron con dificultades para encontrar una explicación racional del sentimiento del deber, la buscaron en la influencia que la religión ejerció en las épocas primitivas, en el sentimiento innato o en la teoría, más o menos transformada, de Hobbes, según la cual, las leyes eran la causa principal de la formación de la sociedad y el salvaje primitivo un ser rebelde a la vida en comunidad. Los materialistas y enciclopedistas franceses enfocaron el problema desde el mismo punto de vista, insistiendo con más fuerza sobre el egoísmo y tratando de coordinar las dos tendencias opuestas de la naturaleza humana: la individual y la social. Sostenían que la vida social contribuye, necesariamente, al desenvolvimiento de los mejores aspectos de la naturaleza humana. Rousseau, con su religión racionalista, constituyó el vínculo entre los materialistas y los creyentes, y por su audacia al afrontar los problemas de su tiempo, ejerció una influencia muy superior a los demás. Por otra parte, ni los más extremos idealistas, como Descartes, el panteísta Spinoza y, durante cierto tiempo, el propio filósofo del idealismo trascendental Kant, aceptaban en absoluto la revelación como origen de los principios morales. Por esta razón trataron de dar a la Ética una base más amplia, no renunciando, sin embargo, a dar en parte una explicación sobrehumana de la ley moral. La misma aspiración a encontrar una base realista de la moralidad se hace notar, con mayor fuerza aún, en el siglo XIX. Sobre la base del egoísmo, del amor a la Humanidad (Augusto Comte, Littré y otros discípulos de menor importancia) , de la simpatía y de la identificación intelectual de la propia personalidad con la Humanidad (Schopenhauer) , del utilitarismo (Bentham y Mill) y, por fin, de la teoría de la evolución (Darwin, Spencer, Guyau) –sin hablar de los sistemas que niegan la moral, concebidos por La Rochefoucauld y Mandeville, y desarrollados en el siglo XIX por Nietzsche y algunos otros–, fueron elaborados una serie de sistemas éticos que, afirmando los derechos superiores del individuo, tendían, sin embargo, con sus ataques violentos, a las concepciones éticas de nuestro tiempo a elevar el nivel de la moral. Dos teorías de la moral, el positivismo de Comte y el utilitarismo de Bentham, han ejercido, como se sabe, una influencia profunda sobre el pensamiento de nuestro siglo. La doctrina de Comte ha puesto su sello sobre todas las investigaciones científicas que constituyen el orgullo de la ciencia contemporánea. De ambas teorías, la de Comte y la de Bentham, han arrancado una serie de sistemas secundarios, y casi todos los hombres eminentes que han trabajado en el terreno de la Psicología; la teoría de la evolución y la Antropología, han enriquecido la literatura de la Ética con estudios más o menos originales de gran valor. Baste nombrar, entre ellos, a Feuerbach, Bain, Leslie
  • 13. Stephen, Proudhon, Wundt, Sidgerick, Guyau, Jodl, aparte de otros muchos menos conocidos. Hay que mencionar, también, por último, la fundación de un gran número de sociedades éticas para la difusión de las doctrinas morales sin fundamento religioso. En la primera mitad del siglo XIX se inició, asimismo, bajo los nombres de fourierismo, owenismo, saint–simonismo y más tarde socialismo y anarquismo internacional, un vasto movimiento que aun estando dirigido, más que todo, por motivos económicos, ha sido, también, en su sentido más profundo, una dirección ética. Este movimiento, cuya importancia es cada día mayor, tiende, con la ayuda de los trabajadores de todos los países, no solamente a revisar las bases en que se fundan todas las concepciones morales, sino, también, a reconstruir la vida de tal modo, que se abran, para la Humanidad, los caminos de una nueva moral. Diríase que después de tantos sistemas de Ética racionalista, elaborados durante los últimos dos siglos, toda aportación nueva habría de resultar imposible. Pero, en realidad, cada uno de los principales sistemas del siglo XIX – el positivismo de Comte, el utilitarismo de Bentham y Mill, y el evolucionismo altruista, o sea la teoría del desarrollo social de la moral de Darwin, Spencer y Guyau–vino a añadir algo esencial a las teorías de sus predecesores, y ello prueba que el problema de la Ética no está todavía agotado. Fijándonos tan sólo en las concepciones de Darwin, Spencer y Guyau, vemos que el segundo no llegó, desgraciadamente, a utilizar, siquiera, todos los datos aportados por el admirable ensayo sobre Ética que contiene El Origen del Hombre; de Darwin, entretanto que Guyau introdujo en el estudio de los motivos morales un elemento tan importante, como el exceso de energía en el sentimiento, el pensamiento y la voluntad, que había pasado, hasta entonces, desapercibido a los investigadores anteriores. El hecho de que cada sistema consiguiera introducir un nuevo elemento de importancia, constituye ya una prueba de que la ciencia de los motivos morales está, todavía, lejos de haber encontrado su forma definitiva. Puede llegar a decirse que esta forma definitiva no llegará, nunca, a alcanzarla, ya que el continuo desarrollo de la Humanidad exigirá que sean tenidas en cuenta las nuevas fuerzas y aspiraciones que las nuevas condiciones de vida vayan creando. Es indiscutible, por lo tanto, que ninguno de los sistemas éticos del siglo XIX ha conseguido satisfacer a las clases intelectuales de los pueblos civilizados. Sin hablar ya de los numerosos trabajos filosóficos en los cuales queda claramente puesta de manifiesto la insuficiencia de la Ética contemporánea3, la mejor prueba de ello la encontramos en el sensible retorno al idealismo que hacia fines del siglo XIX se hizo observar. La ausencia de inspiración poética en el positivismo de Littré y Spencer, y su incapacidad para dar una respuesta satisfactoria a los grandes problemas de la vida contemporánea; el carácter estrecho de algunas de las concepciones del propio Spencer, el más importante de los filósofos de la teoría de la evolución; por fin, el hecho de que los 3. Bastará mencionar aquí los trabajos críticos e históricos de Paulsen, Wundt, Leslie Stephen, Lichtenberger, Fouillée, de Roberty y tantos otros.
  • 14. positivistas posteriores hayan llegado a negar las teorías humanitarias de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII, son todos factores que han contribuido a la gran reacción en provecho de un nuevo idealismo místico– religioso. Según dice, muy justamente, Fouillée, la interpretación unilateral del darvinismo, dada por los principales representantes del evolucionismo (contra la cual no protestó el propio Darwin durante los primeros doce años que siguieron a la publicación de El Origen de las Especies), fortaleció, esencialmente, la posición de los adversarios de la teoría naturalista de la Etica. Después de haber empezado señalando ciertos errores en la filosofía científica naturalista, la crítica no tardó en dirigirse contra la ciencia en general. Solemnemente se proclamó la bancarrota de la ciencia. Los hombres de estudio saben, sin embargo, que todas las ciencias van de una aproximación a otra, es decir de la primera explicación aproximada de una serie de fenómenos a la siguiente, más exacta. Pero esta verdad sencilla no quieren saberla los creyentes, ni cuantos se sienten atraídos por el misticismo. Al descubrir inexactitudes en la primera aproximación, se apresuran a proclamar la bancarrota de la ciencia en general. Pero aun las ciencias susceptibles de alcanzar una mayor exactitud, como la Astronomía, van por un camino de continuas aproximaciones sucesivas. La constatación de que los planetas giraban alrededor del Sol, constituyó un gran descubrimiento y la primera aproximación consistió en suponer que, al girar, describían círculos perfectos. Luego se averiguó que los círculos que describían eran elípticos y ésta fue la segunda aproximación. La tercera aproximación consistió en descubrir que la órbita de los planetas es ondulante y que éstos, apartándose ora a un lado ora a otro de la elipsis, no pasan, nunca, por el mismo camino. Por fin, ahora que sabemos que el Sol no está fijo, los astrónomos tratan de determinar el carácter y curso de las órbitas que siguen los planetas en su camino ondulado alrededor del Sol. Las mismas transiciones de una solución aproximada a otra más exacta se notan en todas las ciencias. Así, por ejemplo, las ciencias naturales están revisando, ahora, las primeras aproximaciones referentes a la vida, a la actividad psíquica, al desarrollo de las formas vegetales y animales, etc., a las cuales se llegó durante la época de los grandes descubrimientos (1856–62). Es preciso revisar estas aproximaciones, para poder llegar a las siguientes más profundas, y esta revisión la aprovechan algunos ignorantes para asegurar a otros, más ignorantes todavía que ellos, que la ciencia es impotente para explicar los grandes problemas de la creación. En la actualidad, muchos tienden a sustituir la ciencia por la intuición, es decir, por la adivinación y la fe ciega. Después de volver primero a Kant, luego a Schelling y aun a Lotze, muchos escritores propagan, ahora, el indeterminismo, el espiritualismo, el apriorismo, el idealismo individual, la intuición, etc., empeñándose en probar que en la fe y no en la ciencia reside la fuente de la verdadera sabiduría. Pero ni esto bastaba. Se ha puesto, ahora, de moda el misticismo de San Bernardo y de los neo–platónicos. El simbolismo, lo inaprehensible, lo inconcebible,
  • 15. gozan de gran predicamento. Ha llegado a resucitar la fe en el Satanás de la Edad Media.4 Verdad es que ninguna de estas nuevas corrientes ha conseguido adquirir una influencia amplia y profunda, pero es preciso, de todos modos, reconocer que la opinión pública vacila entre dos extremos: entre la aspiración obstinada de volver a las obscuras creencias de la Edad Media –con su cortejo de supersticiones, idolatría y aun con la creencia en las artes de embrujamiento–y de exaltar, una vez más, el amoralismo y el culto de los espíritus superiores, llamados, hoy, superhombres, que Europa conoció ya en los tiempos del byronismo y del romanticismo. Es, por lo tanto, necesario aclarar si las dudas en la autoridad de la ciencia, sobre los problemas morales, están fundamentadas y si la ciencia puede darnos las bases éticas que, sentadas con precisión, permitan contestar a los interrogantes del presente. El escaso éxito de los sistemas éticos, elaborados durante los últimos cien años, constituye un indicio de que el hombre no se da por satisfecho con la sola explicación científico–natural del origen del sentimiento moral. Reclama, también, la justificación de este sentimiento. En lo que a los problemas morales se refiere, no se conforma con el descubrimiento de las fuentes del sentido moral y de las causas determinantes que influyen sobre su desarrollo y refinamiento. Este método basta para el estudio del desarrollo de una flor, pero es insuficiente en el terreno que nos ocupa. Las gentes quieren encontrar una base que les permita comprender la esencia del sentido moral. ¿Hacia dónde nos conduce ese sentimiento? ¿A la meta deseada, o, como algunos pretenden, a debilitar la fuerza y el espíritu creador del género humano y, en último término, a la degeneración? Si la lucha por la existencia y el exterminio de los físicamente débiles es una ley de la naturaleza, sin la cual el progreso resulta imposible, ¿el estado industrial pacífico, prometido por Comte y Spencer, no será, más bien, el principio de la degeneración del género humano, como con tanta energía afirma Nietzsche? Y si queremos evitar este desenlace, ¿no es fuerza de que nos ocupemos de la revisión de los valores morales que tienden a hacer la lucha menos cruenta? El principal problema de la Ética realista contemporánea consiste, por lo tanto, como afirma Wundt en su Ética, en definir, ante todo, la finalidad moral a que aspiramos. Esa finalidad o finalidades, aun las más ideales y lejanas en su realización, deben, en todo caso, pertenecer al mundo real. La finalidad de la moral no puede ser trascendente, es decir sobrenatural, como quieren algunos idealistas: debe ser real. La satisfacción moral tenemos que encontrarla en la vida y no fuera de ella. Al lanzar Darwin su teoría de la lucha por la existencia y presentarla como el motor principal del desarrollo progresivo, resucitó, de inmediato, la vieja cuestión de saber si la naturaleza tiene un carácter moral o inmoral. El origen de 4. Véase: Fouíllee, Le mouvement idéaliste et la réaction contre la Science (2a edición). Paul Desjardins, Le devoir présent (del cual se han hecho en poco tiempo cinco ediciones), y otros muchos.
  • 16. la concepción del bien y del mal que preocupó a los espiritus desde la época del Zend~Avesta, se convirtió, de nuevo, en objeto de discusión, con mayor viveza y profundidad que nunca. Los darwinistas imaginaban la naturaleza como un enorme campo de batalla, en el cual no se veía más que la exterminación de los más débiles por los más fuertes, más hábiles y más astutos. De ello resultaba que, en la naturaleza, el hombre no puede aprender más que el mal. Como es sabido, estas concepciones alcanzaron una gran difusión. De haber sido justas, los filósofos evolucionistas hubieran tenido que resolver una honda contradicción planteada por ellos mismos. No podían negar, en efecto, que el hombre tiene un concepto elevado del bien y que la fe en el triunfo gradual del bien sobre el mal está profundamente arraigada en la naturaleza humana. Y siendo así, se veían obligados a explicar de dónde procede este concepto del bien: de dónde esa fe en el progreso. No podían contentarse con la concepción epicúrea, que el poeta Tennyson expresó con las palabras: Sea como fuere, el bien acabará saliendo del mal. No podían representarse la naturaleza empapada en sangre –red in tooth and claw, como han escrito el mismo Tennyson y el darvinista Huxley–, luchando en todas partes contra el bien, representando la negación del bien en cada ser vivo y, a pesar de todo ello, seguir afirmando que, al fin y al cabo, el bien acabará por triunfar. Tenían, por lo menos, el deber de decirnos cómo explican esta contradicción. Si un hombre de ciencia afirma que la única lección que el hombre puede sacar de la naturaleza es la del mal; estará obligado a reconocer la existencia de otras influencias, superiores a la naturaleza, que inspiran al hombre la idea del bien supremo y conducen a la Humanidad hacia el ideal. Y de este modo reducirá a la nada su tentativa de explicar el desarrollo de la Humanidad por la única acción de las fuerzas naturales.5 En realidad, la posición de la teoría evolucionista no es tan precaria, ni conduce a las contradicciones en que incurrió Huxley, puesto que el estudio de la naturaleza no confirma, ni de lejos, la concepción pesimista de la vida más arriba expuesta, y así lo reconoció el propio Darwin en su segunda obra El Origen del Hombre. La concepción de Tennyson y Huxley no es completa: es unilateral y, por consiguiente, falsa y tan poco científica, que aun el mismo Darwin, en un capítulo especial de su obra citada, ha creído deber completarla. En la propia naturaleza –ha dicho Darwin–podemos observar, al lado de la lucha mutua, una serie de otros hechos, cuyo sentido es completamente distinto, como el de ayuda mutua dentro de una misma especie; estos hechos tienen aún más importancia que los primeros para la conservación de la especie y su desenvolvimiento. Esta idea extremadamente importante, sobre la cual la mayoría de los darwinistas se niegan a fijar su atención. y que Alfred Russell Wallace llegó a repudiar por completo, quise yo, por mi parte, desenvolverla y 5 Eso le ocurrió, precisamente, a Huxley, el cual en su conferencia sobre La Evolución y la Ética; empezó por repudiar todo factor moral en la vida de la naturaleza, viéndose, así, obligado a reconocer la existencia del principio ético fuera de ella; pero luego renunció a este punto de vista y reconoció la presencia de un principio ético en la vida social de los animales.
  • 17. confirmarla con multitud de hechos en una serie de artículos dedicados a poner de relieve el valor enorme de la ayuda mutua para la conservación de las especies animales y de la Humanidad y, sobre todo, para su desarrollo progresivo y perfeccionamiento.6 Sin pretender quitar importancia al hecho de que la enorme mayoría de los animales vive devorando otras especies del mundo animal, o géneros inferiores de la misma especie, afirmaba yo que la lucha en la naturaleza está limitada a la lucha entre varias especies, pero que dentro de cada una de ellas, y a veces dentro de grupos compuestos de varias especies de animales que viven en común, la ayuda mutua es una regla general. Por esta razón, la convivencia entre los animales está más extendida y representa un papel más importante en la vida de la naturaleza que el exterminio mutuo. En efecto, son muchos los rumiantes, los roedores y los pájaros que, así como las abejas y las hormigas, no viven de la caza de las demás especies. Además, casi todas las fieras y aves de rapiña, sobre todo aquellas que no están en curso de desaparecer, exterminadas por el hombre o por otras causas, practican, también, en cierta medida, la ayuda mutua. Esta ayuda mutua, es, en la naturaleza, un hecho predominante. Si la ayuda mutua está tan extendida, hay que atribuirlo a las ventajas que ella ofrece a las especies animales que la practican, ventajas superiores a las que la rapacidad procura. Es la mejor arma en la gran lucha por la existencia que continuamente tienen que sostener los animales contra el clima, las inundaciones, tormentas, huracanes, frío, etc., y que exige de los animales una adaptación constante a las condiciones, siempre cambiantes, del ambiente. En conjunto, la naturaleza no confirma, de ningún modo, el triunfo de la fuerza física, de la celeridad, de la astucia y de las demás características útiles para la lucha. Al contrario, encontramos en la naturaleza numerosas especies débiles, sin caparazón, pico resistente, ni hocico que les sirva para la defensa contra sus enemigos y, en general, desprovistas de instintos bélicos y que, sin embargo, consiguen más que otras en la lucha por la existencia, merced a su comunicatividad y a la ayuda mutua, llegar a triunfar sobre rivales y enemigos mucho mejor armados. Este es el caso de las hormigas, abejas, palomos, patos, ratas de campo y otros roedores, cabras, ciervos, etc. Por fin, puede considerarse como cosa probada que mientras la lucha por la existencia puede ser causa, tanto de progreso como de regresión, es decir que a veces conduce a la mejora de la especie y otras a su empeoramiento, la práctica de la ayuda mutua es, siempre, un factor de desarrollo progresivo. En la evolución progresiva del mundo animal – desarrollo de la longevidad, del espíritu y de cualidades que calificamos de superiores–, la ayuda mutua constituye el factor principal. Ningún biólogo ha negado, hasta ahora, esta afirmación mía.7 En la revista Nineteenth Century (años 1890, 1891, 1892, 1894, 1896) y luego en el libro Mutual Aid, a factor of Evolution (Londres, Heinemann). 7 Véanse, a este respecto, las observaciones de Lloyd Morgan y mi respuesta a las mismas. 6
  • 18. Siendo la ayuda mutua un factor necesario para la conservación, el florecimiento y el desarrollo progresivo de cada especie, se ha convertido en lo que Darwin calificó de instinto permanente (a permanent instint), propio de todos los animales comunicativos, entre los cuales hay que contar, naturalmente, al hombre. Revelándose desde el comienzo mismo del desarrollo de la vida animal, no cabe duda que este instinto, como el maternal, está hondamente arraigado en todos los animales inferiores y superiores, y aun más, pues se le encuentra hasta en aquellas especies cuyo instinto maternal cabe poner en duda, como los gusanos, ciertos insectos y la mayoría de los peces. Por esto tuvo Darwin perfecta razón, al afirmar que el instinto de la simpatía mutua se manifiesta en los animales comunicativos de una manera más continua que el instinto puramente egoísta de la propia conservación. En ese instinto veía Darwin, como es sabido, el rudimento de la consciencia moral, cosa que, desgraciadamente, olvidan, con frecuencia, los darwinistas. Pero esto no es todo. En ese instinto reside el comienzo de los sentimientos que empujan a los animales a la ayuda mutua y que son el punto de partida de todos los sentimientos éticos más elevados. Sobre esta base se desarrolló el sentimiento, ya más elevado, de la justicia y de la igualdad y más tarde lo que conocemos con el nombre de espíritu de sacrificio. Al ver cómo decenas de millares de aves marinas llegan en grandes bandadas, desde el Sur lejano, para construir sus nidos en los peñascos de las costas del océano glacial y se instalan allí sin querellarse por los mejores sitios; cómo bandadas de pelícanos viven en la costa y saben repartirse, entre sí, las zonas para la pesca; cómo millares de especies de pájaros y mamíferos saben ponerse de acuerdo para repartirse las zonas de caza o alimentación; el emplazamiento para los nidos y el albergue para la noche; al ver, por fin, cómo un pájaro joven, al llevarse algunas pajas de un nido ajeno es castigado, por ello, por otros pájaros de su propia especie, podemos constatar, en la vida de los animales sociales, los comienzos y aun un cierto desarrollo del sentimiento de la igualdad de derechos y de la justicia. Y al acercarnos, por fin, dentro de cada especie, a los representantes superiores de la misma (hormigas, abejas y avispas, entre los insectos; grullas y loros entre los pájaros; rumiantes superiores, monos y, finalmente, entre los mamíferos, el hombre), encontramos que la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y aun, a veces, el espíritu de sacrificio del individuo por su grupo va en aumento, según se pasa de los representantes inferiores a los superiores de cada especie, hecho que denota que en la naturaleza reside el origen no sólo de los rudimentos de la ética, sino de sus expresiones superiores. Así, pues, la naturaleza, lejos de darnos una lección de amoralismo, es decir, de indiferencia hacia la moral, contra la cual un principio ajeno a la naturaleza ha de luchar para poder vencerla, nos obliga a reconocer que de ella dimanan las concepciones del bien y del mal, y nuestras ideas del bien supremo. No son estas concepciones otra cosa que el reflejo en el espíritu del hombre de lo que él ha podido observar en la vida de los animales. Subsiguientemente, con el
  • 19. desarrollo de la vida en común, dichas observaciones se convirtieron en la concepción general del Bien y del Mal. Téngase en cuenta, a este respecto, que no pretendemos referirnos a los juicios personales de la gente excepcional, sino al juicio de la mayoría, en el cual encontramos ya los elementos fundamentales de la justicia y de la compasión mutua. De igual modo las concepciones de la mecánica, fundadas en observaciones hechas sobre la superficie de la tierra, se adaptan, también, en esencia, a los espacios interplanetarios. Idéntica constatación se impone en lo que afecta al desenvolvimiento del carácter humano y de las instituciones humanas. La evolución del hombre ha tenido lugar dentro de la naturaleza y en el mismo sentido que la de ésta. Las mismas instituciones de apoyo y de ayuda mutuos, surgidas y desarrolladas en las sociedades humanas, ponían de relieve, ante el hombre, los provechos y ventajas que de ellas recibía. En el medio social iba desenvolviéndose la imagen moral del hombre. Basándonos en los últimos estudios históricos, podemos, ahora, representarnos la historia de la humanidad desde el punto de vista del desarrollo del elemento ético, es decir, como la evolución de la necesidad sentida por el hombre de organizar su vida sobre la base de la ayuda mutua, primero en el clan, luego en la comunidad rural y, finalmente, en las Repúblicas de las ciudades libres. A pesar de los interregnos de regresión, estas formas del régimen social se han convertido, siempre, en las fuentes del progreso. Hemos de renunciar, naturalmente, a la idea de exponer la historia de la humanidad como una cadena ininterrumpida de la evolución, desde la edad de piedra hasta nuestros días. El desarrollo de las sociedades no ha sido continuo. Algunas veces ha tenido que empezar de nuevo, como en la India, en Egipto, en Mesopotamia, Grecia, Roma, Escandinavia y Europa occidental, y siempre partiendo del clan primitivo y, después, de la comunidad rural. Pero, al observar estos casos separadamente, constatamos, en cada uno –sobre todo en la evolución de la Europa occidental desde la caída del Imperio romano–, una extensión continua de las concepciones de ayuda y defensa mutuas, desde el clan a la tribu, a la nación y, finalmente, a la unión internacional de las naciones. Por otra parte, a pesar de los períodos de regresión, manifestados aun entre las naciones más cultas, aparece, siempre –por lo menos entre los representantes del pensamiento avanzado en los pueblos cultos y en los movimientos populares progresivos–, el deseo de extender las concepciones corrientes de la solidaridad humana y de la justicia. y la tendencia a mejorar el carácter de las relaciones mutuas. Al propio tiempo vemos surgir el ideal, es decir, la idea de lo que es deseable para el porvenir. El hecho de que la parte culta de la humanidad considere los períodos de regresión como manifestaciones transitorias y enfermizas, cuya repetición es preciso impedir, constituye una prueba del progreso del criterio ético. Y a medida que en las sociedades civilizadas crecen los medios para satisfacer las necesidades de todos los habitantes, abriendo, así, el camino para una concepción universal de la justicia, aumenta la importancia de los postulados éticos.
  • 20. Desde el punto de vista de la Ética realista, el hombre puede, por lo tanto, no tan sólo creer en el progreso moral, sino fundamentar esta creencia científicamente, a pesar de todas las lecciones pesimistas de la Historia. Aunque en sus principios la fe en el progreso no haya pasado de ser una simple hipótesis (en toda ciencia, la hipótesis precede al descubrimiento), esta hipótesis ha resultado, después, científicamente comprobada.
  • 21. Capítulo 2 Visión de conjunto de los fundamentos de una nueva ética Obstáculos que se oponen al progreso moral. – Desarrollo del instinto de comunidad. – Fuerza inspiradora de la Ética evolucionista. – Ideas y concepciones morales. – El sentimiento del deber. – Dos clases de acciones morales. – Significado de la actividad personal. – Necesidad de la creación propia. – Ayuda mutua, Justicia y Moralidad, como fundamentos de la Ética científica. Si los filósofos empíricos, basándose en las ciencias naturales, no han conseguido hasta ahora probar la existencia de un progreso continuo de las concepciones morales (que puede ser considerado como el principio fundamental de la evolución) ello se debe a la oposición tenaz con que han tropezado de parte de los filósofos especulativos, es decir no científicos. Con tanta obstinación negaban estos últimos el origen empírico natural del sentido moral, tanto empeño ponían en atribuir al sentido moral un origen sobrenatural y tanta era la prodigalidad con que hablaban de la predestinación del hombre, del objeto de la vida, de las finalidades de la Naturaleza y de la Creación que forzosamente tenían que provocar una reacción en sentido contrario. Los evolucionistas contemporáneos, después de haber probado la existencia de la lucha por la vida en varias especies del mundo animal, no podían admitir que un fenómeno tan cruel, que tantos sufrimientos causa entre los seres vivos, sea expresión de la voluntad del Ser Supremo y negaron, por lo tanto, que en él residiera ningún principio ético. Tan sólo ahora, cuando empieza a considerarse como resultado de un desenvolvimiento natural la evolución sucesiva de las especies, así como de las razas e instituciones humanas y aun de los propios principios éticos, es posible estudiar, sin caer en la filosofía sobrenatural, los diversos factores que han contribuido a dicha evolución. Entre ellos figura la ayuda y la compasión mutuas, como fuerzas morales naturales. Pero siendo ello así, es preciso reconocer que hemos llegado a un momento de suma gravedad para la Filosofía. Porque tenemos el derecho de llegar a una conclusión y ella es que la lección que el hombre saca del estudio de la naturaleza y de su propia historia consiste en hacerle ver la existencia de una doble aspiración: por un lado la aspiración a la comunidad y por otro la aspiración, que emana de la primera, hacia una vida más intensa. Por consiguiente, hacia una mayor felicidad del individuo y a su más rápido progreso físico, intelectual y moral. Esa doble aspiración es el rasgo característico de la vida en general. Constituye una de las propiedades fundamentales de la vida (uno de sus atributos), sea cual fuere el aspecto que la vida revista en nuestro planeta o fuera de él. No es ni una confirmación metafísica de la universalidad de la ley moral ni una simple suposición. Sin un desenvolvimiento constante de la comunidad y por
  • 22. consiguiente de la intensidad de la vida y variedad de sus sensaciones, la vida misma es imposible. Esos elementos constituyen su substancia. Sin ellos la vida va a la disgregación y a la extinción. Es una ley de la naturaleza. Resulta por lo tanto que la ciencia, lejos de destruir las bases de la Etica, le da –en oposición a las nebulosas afirmaciones metafísicas de la Etica trascendental, o sea sobrenatural– un contenido concreto. Y a medida que la ciencia penetra más hondamente en la vida de la naturaleza encuentra para la Etica evolucionista una certidumbre filosófica, en tanto que los pensadores trascendentales podían tan sólo apoyar sus ideas en hipótesis flotantes. Escasa justificación tiene, asimismo, un reproche que con frecuencia se hace a la Filosofía, basada en el estudio de la naturaleza. Se pretende que esta Filosofía puede conducirnos tan sólo al conocimiento de una verdad fría y matemática, sin influencia, por ser tal, sobre nuestra conducta; que en el mejor caso el estudio de la naturaleza puede inspirarnos el amor a la verdad, pero que la inspiración para las emociones superiores, como por ejemplo la infinita bondad, puede dárnosla tan sólo la Religión. No es difícil probar que semejante afirmación carece por completo de fundamento y es, por consiguiente, falsa. El amor a la verdad es ya por sí sólo la mitad –y la mejor mitad– de toda doctrina moral. Las personas religiosas inteligentes lo comprenden muy bien. Y por lo que a la aspiración hacia el bien se refiere, la verdad a que más arriba se ha hecho alusión, es decir, el reconocimiento de la ayuda mutua como rasgo fundamental en la existencia de todos los seres vivos, es ciertamente una verdad inspiradora que un día habrá de encontrar su expresión digna en la poesía de la naturaleza, porque añade a la concepción de ésta un nuevo rasgo humanitario, Goethe, con la penetración de su genio panteísta, comprendió de un golpe toda su importancia filosófica,8 al oír de labios de Eckermann una alusión a esta verdad. A medida que adquirimos un conocimiento más exacto del hombre primitivo, se fortalece nuestro convencimiento de que en los animales con los cuales vivía en estrecha comunidad encontró el hombre las primeras lecciones de espíritu de sacrificio para la defensa de sus semejantes y el bien de su grupo, de infinita afección paternal y de reconocimiento de la utilidad de la vida en común. Los conceptos de virtud y vicio son concepciones zoológicas y no solamente humanas. No cabe, por otra parte, poner en duda la influencia de las ideas e ideales sobre las concepciones morales ni tampoco la que éstas ejercen sobre la imagen intelectual de cada época. La evolución de una sociedad dada puede tomar a veces una dirección completamente falsa bajo la influencia de circunstancias Véase Eckermann, Conversaciones con Goethe (en la Colección Universal, Calpe, Madrid), Al contarle Eckermann que un pajarito, cuya madre había sido muerta por el propio Eckermann, después de caer del nido había sido recogido por una madre de otra especie. Goethe dijo emocionado: Eso es, sin duda, algo divino que me produce un asombro gozoso. Si este hecho de alimentar a un extraño fuese una ley general de la Naturaleza, quedarían descifrados muchos enigmas y podría decirse con razón que Dios cuida de los pajarillos abandonados. Los zoólogos de principios del siglo XIX, entre ellos el célebre naturalista Brehm, que estudiaban la vida de los animales en el continente americano, en partes todavía despobladas, confirmaron que el hecho contado por Eckermann es en extremo frecuente en el mundo animal. 8
  • 23. externas: sed de enriquecimiento, guerras, etc., o, al contrario, elevarse a una gran altura. Pero en ambos casos el nivel intelectual de la época, influye siempre hondamente sobre el carácter de las concepciones morales, tanto de la sociedad como de los individuos. Fouillée ha dicho, con evidente exactitud, que las ideas son fuerzas. Son fuerzas morales cuando son justas y suficientemente amplias para expresar la verdadera vida de la naturaleza en todo su conjunto y no tan sólo en uno de sus aspectos. Por lo tanto, el primer paso para la elaboración de una moral que pueda tener sobre la sociedad una influencia duradera consiste en sentarla sobre verdades firmemente establecidas. En efecto, uno de los principales obstáculos para la elaboración de un sistema completo de Ética que corresponda a las exigencias contemporáneas reside en el hecho de que la Sociología se encuentra aún en su infancia. La Sociología ha reunido hasta ahora tan sólo los materiales necesarios para los estudios encaminados a determinar la dirección probable de la evolución subsiguiente de la humanidad. Pero en este campo tropieza constantemente con una serie de arraigados prejuicios. Lo que en primer término se exige ahora de la Ética es que encuentre en el estudio filosófico de los materiales ya reunidos lo que hay de común entre dos series de sentimientos que existen en el hombre, facilitando así no una transacción o compromiso, sino una síntesis, una generalización. De estos sentimientos unos empujan al hombre a someter a los demás para satisfacer sus fines personales, mientras que otros lo empujan a unirse con los demás para alcanzar en conjunto ciertas finalidades. Los primeros corresponden a la necesidad fundamental de lucha que siente el hombre, mientras los segundos corresponden a una necesidad también fundamental: la de unión y compasión mutuas. Es natural que entre esos dos grupos de sentimientos se establezca un combate; por ello mismo es absolutamente indispensable encontrar, sea como fuere, la síntesis que los reúna. Esta necesidad es tanto más urgente cuanto que, careciendo el hombre contemporáneo de normas fijas para orientarse en ese conflicto, derrocha en empeños inútiles sus fuerzas de acción. No puede el hombre creer que la lucha cruenta por la posesión que tiene lugar entre hombres aislados y entre las naciones sea la razón última de la ciencia, ni puede creer tampoco que la solución del problema pueda conseguirse solamente predicando la fraternidad y la resignación, como lo ha hecho durante tantos siglos el cristianismo, sin jamás conseguir que reinara la fraternidad entre los pueblos y los individuos, ni siquiera la tolerancia mutua entre las varias doctrinas cristianas. Iguales razones inducen a la mayoría de la gente a no creer en el comunismo. Nos encontramos, pues, con que la tarea principal de la Ética consiste ahora en ayudar al hombre a resolver esta contradicción fundamental. A este fin hemos de estudiar atentamente los medios de los cuales se ha servido el hombre en varias épocas para obtener el mayor bienestar general, del conjunto de los esfuerzos de los individuos aislados, sin paralizar por ello la energía individual. Hemos de estudiar asimismo, para llegar a esa síntesis necesaria, las tendencias que se manifiestan ahora en el mismo sentido, ya sea como tentativas todavía
  • 24. vacilantes o tan sólo como posibilidades ocultas en el fondo de la sociedad contemporánea. Y como quiera que ningún nuevo movimiento consigue abrirse camino si no logra despertar cierto entusiasmo, necesario para vencer las resistencias de la rutina, la tarea fundamental de la nueva Ética ha de consistir en inspirar al hombre ideales capaces de despertar en él la exaltación entusiasta y las fuerzas indispensables para realizar la unión entre la energía individual y el trabajo para el bien común. La necesidad de tener un ideal real nos obliga a examinar ante todo el argumento fundamental que se opone a todos los sistemas de Ética no religiosa. Se afirma que todos ellos carecen de la autoridad necesaria y no pueden, por consiguiente, despertar el sentimiento del deber, de una obligación moral. Cierto es que la Ética empírica nunca ha pretendido tener el carácter obligatorio propio de los diez mandamientos de Moisés. Al sentar como imperativo categórico de toda moral la regla: Obra de tal modo que puedas siempre querer que la máxima de tu acción sea una ley universal, pretendía probar Kant que esta regla, para ser reconocida como universalmente obligatoria, no requiere ninguna confirmación suprema. Esta regla –afirmaba Kant– constituye una forma necesaria del pensamiento, una categoría de nuestra razón y no tiene su origen en consideraciones utilitarias. La critica contemporánea, empezando por Schopenhauer, ha mostrado, sin embargo, que Kant no estaba en lo cierto. No explicó Kant por qué el hombre se encontraba sometido a la ley de su imperativo y es curioso que de los argumentos del filósofo se desprenda que la única razón para el reconocimiento universal de su ley reside precisamente en la utilidad social de la misma. Y, sin embargo, las mejores páginas de Kant son aquellas en que demuestra cómo en ningún caso las consideraciones utilitarias han de considerarse como base de moral. En realidad Kant escribió un elogio sublime del sentido del deber, pero sin hallar para este sentido otra base que la consciencia íntima del hombre y el deseo vivo en éste de conservar la armonía entre sus concepciones intelectuales y su conducta.9 La Ética empírica no pretende oponerse a los mandamientos religiosos con sus conceptos del deber como obligación. Hay que reconocer, por otra parte, que la moral empírica no está del todo desprovista de un cierto carácter de compulsión. La serie de sentimientos y hechos que desde Augusto Comte se llaman altruistas puede dividirse en dos clases. Hay hechos que son incondicionalmente necesarios para vivir en sociedad, que no cabe calificar de altruistas. Tienen carácter de reciprocidad y el interés propio juega en ellos un papel tan importante como en un acto de conservación. Pero al lado de los hechos mencionados hay otros que en absoluto carecen del carácter de reciprocidad. Quien los realiza da sus fuerzas, sus energías, su entusiasmo, sin 9Posteriormente Kant fue todavía más allá. De su Religión dentro de los límites de la mera razón, editada en 1792, se desprende que, después de empezar oponiendo la Ética racionalista a las doctrinas anticristianas de la época, acabó reconociendo la inconcebibilidad de la capacidad moral, indicadora de su origen divino. (Obras de Kant. Edición Hartenstein, t. VI, págs. 143 –44).
  • 25. esperar nada en cambio, ni remuneración o recompensa alguna; y aunque precisamente esos hechos son los factores primordiales de la perfección moral es imposible calificarlos de obligatorios. Es corriente, sin embargo, que los tratadistas confundan estos dos órdenes de hechos y en ellos reside la explicación de las numerosas contradicciones que aparecen en el tratamiento de los problemas éticos. Pero, en realidad, no es difícil eliminar esa confusión. Ante todo no hay que confundir los problemas de la Ética con los del Derecho. La moral no resuelve el problema de saber si la legislación es necesaria o no. Su plano es superior. Son muchos, en efecto, los tratadistas que negando la necesidad de todo Derecho, apelaban directamente a la conciencia humana; en el primer período de la Reforma estos tratadistas ejercieron una influencia nada despreciable. En su esencia, la misión de la Ética no consiste en insistir sobre los defectos del hombre y en reprocharle sus pecados, sino en actuar en un sentido positivo, apelando a los mejores instintos humanos. Ha de determinar y explicar los principios fundamentales sin los cuales ni el hombre ni los animales podrían vivir en sociedad. Apela, al mismo tiempo, a razones superiores: al amor, al valor, a la fraternidad, al respeto de sí mismo, a la vida de acuerdo con el ideal. Finalmente ha de indicar al hombre que si quiere vivir una vida en la cual todas sus fuerzas puedan ser íntegramente utilizadas, es necesario que renuncie de una vez a la idea de que es posible vivir sin tener en cuenta las necesidades y los deseos de los demás. Tan sólo a condición de que exista una cierta armonía entre el individuo y el mundo circundante, es posible acercarse a semejante ideal de vida –dice la Ética–. Y enseguida añade: fijáos en la naturaleza; estudiad el pasado del género humano y veréis cómo ello es cierto. Por lo tanto cuando el hombre, por una razón cualquiera, vacila sobre lo que tiene que hacer en un caso dado, la Ética viene en su ayuda y le dice que tiene que hacer lo que en un caso análogo desearía que hicieran con él.10 Pero ni aun en este caso la Ética puede dictar al hombre una línea rigurosa de conducta y se ve obligada a considerar y pesar por su propia cuenta las varias alternativas que se le presentan. Es inútil, por ejemplo, aconsejar algo que signifique un riesgo a un hombre incapaz de soportar un fracaso; igualmente inútil es aconsejar a un joven lleno de energías la prudencia de un anciano: contestaría a este consejo con las palabras profundamente justas y bellas de Egmont al conde Olivier en el drama de Goethe. Y razón tendría para hacerlo. Como empujados por espíritus invisibles los caballos de fuego del tiempo corren veloces, arrastrando el carro ligero de nuestro destino; nosotros debemos tan sólo sostener las riendas valerosamente y cuidar de que el carro no se estrelle a derecha contra un peñasco o se derrumbe a izquierda en un precipicio. ¿Hacia dónde vamos? ¡Quién sabe! ¿Es que nos acordamos siquiera de dónde venimos? La flor ha de hacer necesariamente eclosión, aunque ello le cueste la vida, ha dicho Guyau en su obra La moral sin obligación ni sanción. La Ética no le dirá: esto debes hacer, sino que investigará con él: qué quieres, tu propia y finalmente, y no tan sólo de buen o de mal humor. (Federico Paulsen, Sistema de Etica, 2 tomos, Stuttgart y Berlin, 1913, t. I. pág. 28). 10
  • 26. Y sin embargo no consiste la tarea fundamental de la Ética en repartir a cada cual los correspondientes consejos. Su finalidad es más bien la de dar un Ideal a los hombres en conjunto, que sirva a éstos instintivamente mejor que cualquier consejo, para guiarlos en la acción. Así como el ejercicio intelectual nos acostumbra a obtener casi inconscientemente toda una serie de conclusiones importantes, debe consistir así también la tarea de la Ética en crear en la sociedad una atmósfera tal en que se realicen casi impulsivamente, sin vacilaciones, todas aquellas acciones que conducen al bienestar de la comunidad y a la mayor felicidad posible de cada uno. Tal es la última finalidad de la moral. Pero para alcanzarla es preciso emancipar nuestras doctrinas morales de sus contradicciones internas. Así, por ejemplo, la moral que predica el ejercicio del bien por misericordia y piedad lleva dentro de sí una mortal contradicción. Empieza afirmando el principio de justicia universal, es decir la igualdad o fraternidad absoluta, para declarar inmediatamente después que no vale la pena aspirar a esos ideales porque la igualdad es inasequible y la fraternidad, que constituye la base de todas las religiones, no debe ser concebida en sentido literal, sino tan sólo como una expresión poética de predicadores entusiastas. La desigualdad es una ley de la naturaleza –nos dicen los propagandistas religiosos, acordándose esta vez de la naturaleza y apoyándose en ella. A este respecto nos aconsejan que sigamos las lecciones de la naturaleza y no de la Religión que ha criticado a la naturaleza. Pero cuando la desigualdad en la vida de los hombres se hace demasiado ostensible y las riquezas producidas se reparten con tanta injusticia que la mayoría de las gentes se ven obligadas a vivir en la más negra miseria, entonces se proclama el deber sagrado de compartir con los pobres lo que se puede, sin necesidad de que por ello los privilegiados pierdan su posición de tales. Una moral semejante puede mantenerse durante cierto tiempo –y aun durante mucho tiempo– a condición de estar sostenida por la Religión. Pero cuando el hombre empieza a examinar la Religión desde un punto de vista crítico y en vez de la obediencia y el temor ciegos busca convicciones confirmadas por la razón, esta contradicción interna no puede mantenerse largo tiempo. Hay que despedirse de ella cuanto antes. La contradicción interna es una sentencia de muerte para toda Ética, un gusano que roe la energía del hombre. Todas las teorías morales modernas deben llenar una condición fundamental. Han de abstenerse de encadenar la actividad del individuo, aunque sea bajo el pretexto de alcanzar una finalidad tan elevada como el bien de la comunidad o de la especie. En su admirable estudio de los sistemas éticos ha dicho Wundt que desde el período enciclopedista hacia mediados del siglo XVIII casi todos los sistemas éticos toman un carácter individualista. Pero esta observación es justa tan sólo hasta cierto punto, puesto que los derechos del individuo eran afirmados con energía tan sólo en el terreno económico. Pero también en este campo la libertad individual tanto en la práctica como en la teoría, resultaba más bien una apariencia que una realidad. En los demás campos, político, intelectual, estético, puede decirse que, a medida que se hacía más vigorosa la afirmación del
  • 27. individualismo económico, crecía también la sumisión del individuo a la organización Milltar del Estado y a su sistema de instrucción, al propio tiempo que se reforzaba la disciplina necesaria para el mantenimiento de las instituciones existentes. Aun la mayoría de los reformadores más avanzados de nuestros días en sus previsiones sobre la sociedad futura creen en una absorción, mayor todavía que la actual, del individuo por la sociedad. Una tendencia semejante no podía dejar de provocar la consiguiente reacción. Godwin a principios del siglo XIX y Spencer en la segunda mitad del mismo dieron expresión a esta protesta y Nietzsche ha llegado a afirmar que más valía echar por la borda todas las teorías morales si éstas no pueden encontrar otra base que el sacrificio del individuo a los intereses de la Humanidad. Esta crítica de las ideas morales corrientes, es, tal vez, el rasgo más característico de nuestra época, sobre todo si se tiene en cuenta que su motivo principal más que en la aspiración estrictamente egoísta a la independencia económica (como era el caso en el siglo XVIII de todos los defensores de los derechos del individuo, con excepción de Godwin) reside en un deseo apasionado de independencia individual para contribuir a formar una sociedad nueva y mejor, en la cual el bienestar de todos sería la base del completo desarrollo de la personalidad humana.11 El escaso desarrollo del individuo y la carencia de fuerza creadora personal y de iniciativa constituyen, sin duda, uno de los principales defectos de nuestra época. El individualismo económico no ha cumplido sus promesas: no ha determinado el desenvolvimiento intenso de la personalidad. Como en la antigüedad, la creación de las formas sociales continúa manifestándose con extrema lentitud y la imitación sigue siendo el medio principal para la propagación de las innovaciones. Las naciones contemporáneas repiten la historia de las tribus bárbaras y de las ciudades medioevales, comunicándose unas a otras los movimientos políticos, sociales, religiosos y económicos y las constituciones. Naciones enteras se han apropiado durante los últimos tiempos, con una rapidez asombrosa, la civilización industrial y la organización Milltar de Europa. Y en estas mismas versiones de los viejos modelos puede apreciarse claramente hasta qué punto lo que llamamos civilización tiene un carácter superficial y está formado por simples procesos imitativos. Es natural, por lo tanto, hacerse esta pregunta: ¿no contribuyen las doctrinas morales actuales a extender esa sumisión imitativa? ¿No han querido hacer del hombre el autómata intelectual de que nos habla Herbart, absorbido en la contemplación y temeroso, sobre todo, de las tempestades pasionales? ¿No habrá llegado ya el tiempo de defender los derechos del hombre vivo, lleno de energías, capaz de amar lo que vale la pena de ser amado y de odiar lo que merece odio, de un hombre dispuesto siempre a luchar por el ideal que exalta sus Wundt hace una observación curiosa: Si no nos engañamos –dice– se opera ahora en la opinión pública una revolución: al individualismo extremo de la época enciclopedista sucede un renacimiento del universalismo de los antiguos pensadores, completado por la noción de la libertad de la personalidad individual. Es éste un progreso que debemos al individualismo. (Ética, pág. 459 de la edición alemana). 11
  • 28. amores y justifica sus antipatías? Desde los filósofos de la Edad Antigua ha existido siempre la tendencia a pintar la virtud como una especie de sabiduría que exhorta al hombre más bien a cuidar la belleza de su alma que a luchar contra los males de su época. Más tarde se ha dado el nombre de virtud a la no resistencia al mal. Y durante muchos siglos la salvación personal, junto con la sumisión al destino y la indiferencia ante el mal, han constituido la esencia de la Ética cristiana. De ello surgían una serie de refinados argumentos en pro del individualismo virtuoso, y la glorificación de la indiferencia monástica ante el mal social. Afortunadamente se inicia ya la reacción contra una virtud tan egoísta y se plantea el problema de saber si la indiferencia ante el mal no es una criminal cobardía. ¿No tiene razón el Zend~Avesta al afirmar que la lucha activa contra Ariman, encarnación del mal, es la primera condición de la virtud?.12 El progreso moral es necesario pero sin el valor moral resulta imposible. Tales son las exigencias que la moral ha de satisfacer. Todas ellas convergen en una sola idea fundamental. Es preciso elaborar una nueva doctrina moral, cuyos principios fundamentales sean bastante amplios para dar nueva vida a nuestra civilización, emancipada en sus aplicaciones prácticas tanto de las supervivencias del pensamiento trascendental y sobrenatural como de las concepciones estrechas del utilitarismo burgués. Existen ya los elementos para una nueva concepción de la moral. La importancia de la sociabilidad y de la ayuda mutua en la evolución del mundo animal y en la historia del hombre puede, a mi juicio, ser aceptada como una verdad científica establecida y libre de hipótesis. Podemos además admitir que, a medida que la ayuda mutua se convierte en una costumbre establecida en la sociedad humana y se ejerce por así decirlo instintivamente, su misma práctica conduce al desarrollo del sentido de la justicia, inevitablemente acompañado por el sentido de la igualdad. A medida que van desapareciendo las diferencias de clase, se abre camino la idea de que los derechos de un individuo determinado son tan inviolables como los de cualquier otro. En el proceso de transformación social esta idea cobrará cada vez un aspecto más amplio. Ya en los comienzos de la vida social existió naturalmente, en cierta medida, la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y asimismo la encontramos entre los animales inferiores. Pero a medida que se arraigan las relaciones de igualdad y de justicia en las sociedades humanas va preparándose el terreno para el refinamiento de las mismas. Merced a ellas el hombre se acostumbra a descubrir el reflejo de su conducta en la sociedad entera, hasta tal punto que llega a abstenerse de molestar a los demás renunciando a la satisfacción de un apetito o de un deseo. Y hasta tal punto llega a identificar sus sentimientos con los de los demás que se halla dispuesto a sacrificar sus fuerzas para el bien de sus semejantes sin espera de recompensa. Sólo estos sentimientos y hábitos, calificados ordinariamente con los nombres 12 C. P. Thile, Historia de la Religión en la antigüedad. (Edición alemana, Gotha, 1903. T.II. pág. 163 y siguientes).
  • 29. poco exactos de altruismo y espíritu de sacrificio, son los que a mi juicio corresponden propiamente al dominio de la moral, aun cuando la mayoría de los escritores, bajo la denominación de altruismo, los agrupan junto al sentimiento de Justicia. Ayuda mutua, Justicia, Moralidad: tales son las etapas subsiguientes que observamos al estudiar el mundo animal y el hombre. Constituyen una necesidad orgánica que lleva su justificación en sí misma y que vemos confirmada en todo el reino animal, empezando por sus capas inferiores en forma de colonias de organismos primitivos y elevándose hasta las sociedades humanas más adelantadas. Nos encontramos por lo tanto ante una ley universal de la evolución orgánica. Los sentimientos de Ayuda Mutua, de Justicia y de Moralidad están arraigados hondamente en el hombre, con toda la fuerza de los instintos. El primero de ellos –el instinto de la ayuda mutua– aparece como el más fuerte, mientras el último, desarrollado en último término, se caracteriza por su debilidad y su carácter menos universal. Como la necesidad de alimentación, albergue y sueño, estos instintos son de conservación. Bajo la influencia que circunstancias determinadas pueden debilitarse y abundan los casos en que ese debilitamiento ha tenido lugar, ya sea en especie animales o en sociedades humanas. Pero las especies o sociedades en que este fenómeno se produce están condenadas a decaer y a fracasar en la lucha por la existencia. Si no se opera un retorno a las condiciones necesarias para su conservación y desarrollo progresivos, es decir a la Ayuda Mutua, la Justicia y la Moralidad, el grupo afectado –pueblo o especie– muere poco a poco y desaparece. Cuando deja de cumplir la condición esencial para el desarroIlo progresivo queda condenado fatalmente a la decadencia y a la desaparición. Tal es la base firme que nos da la ciencia para la elaboración de un nuevo sistema de Ética y para su justificación. En lugar de proclamar la bancarrota de la ciencia se nos presenta por lo tanto el problema de elaborar una Ética científica con los elementos que nos proporcionan las investigaciones contemporáneas sobre la teoría de la evolución.
  • 30. Capítulo 3 El principio moral en la naturaleza 13 Origen del sentimiento moral en el hombre, según la teoría de Darwin. – Gérmenes del sentimiento moral en los animales. – Origen del sentimiento del deber en el hombre. – La ayuda mutua como fuente de los sentimientos éticos en el hombre. – La sociabilidad en el mundo animal. – Relaciones de los salvajes con los animales. – Desarrollo del concepto de justicia entre las tribus primitivas. La obra científica de Darwin no está limitada a la Biología. Ya en 1837, después de haber trazado, nada más que en rasgos generales, un ensayo de su teoría del origen de las especies, apuntó en su carnet: Mi teoría engendrará una nueva Filosofía. Y así ha ocurrido en la realidad. Al aplicar la teoría de la evolución al estudio de la vida orgánica, Darwin ha inaugurado una nueva era en la Filosofía; y en cuanto al ensayo sobre la evolución del sentido moral en el hombre, que escribió más tarde, constituye este trabajo un nuevo capítulo de la ciencia moral.14 En este ensayo mostró Darwin el verdadero origen del sentido moral y colocó el problema en un terreno puramente científico. Aunque sus conceptos puedan estar considerados como el desarrollo de las ideas de Shaftesbury y Hutcheson, hay que reconocer que inauguró un nuevo camino para la Ética y precisamente en la dirección trazada –en rasgos generales– por Bacon. De este modo resulta el fundador de una escuela ética, al igual que Hume, Hobbes y Kant. La idea fundamental de la Etica de Darwin puede ser expuesta en pocas palabras. El mismo la ha fijado ya en las primeras líneas de su ensayo. Comienza con la glorificación del sentido del deber, recurriendo a las expresiones poéticas conocidas: ¡Deber! Pensamiento maravilloso que no obras ni por insinuación, ni por lisonja, ni por amenaza, amo sólo afirmando en el alma tu ley desnuda, obligando a respetarte y a obedecerte: ante ti enmudecen todos los groseros apetitos, por rebeldes que sean en secreto, ¿dónde se halla tu origen? Y este sentido del deber, es decir la conciencia moral, Darwin lo explica únicamente desde el punto de vista de la ciencia natural –una explicación que según él, no había proporcionado hasta entonces ningún escritor inglés.15 En realidad, Bacon se acercó ya a una explicación semejante. Desde el punto de vista de la evolución, Darwin ha repudiado el concepto de que cada hombre adquiere individualmente, en el curso de su vida, un sentido Este capítulo fue publicado en la revista Nineteenth Century, en marzo de 1905 Harald Hoffding. El profesor danés ha expuesto admirablemente el significado filosófico de la obra de Darwin en su Historia de la Filosofía Moderna. (Jorro, Madrid, t. II, págs. 517 al 534) 15 El Origen del Hombre, cap. IV. 13 14
  • 31. moral. Según él, este sentido procede de los sentimientos sociales instintivos o innatos en los animales, así como también en el hombre. La verdadera base de todos los sentimientos morales la veía en los instintos sociales, merced a los cuales un animal se complace en la sociedad de los suyos, en cierta simpatía para con ellos y en la posibilidad de prestarles algunos servicios. Darwin entendía la simpatía en el sentido exacto de esta palabra, no como compasión o amor, sino como sentimiento de compañerismo, de influencia mutua, esto es en el sentido de que el hombre puede ser influenciado por los sentimientos de los demás. Después de haber formulado esta idea fundamental, Darwin ha señalado que en cada especie animal –a condición de que su capacidad espiritual se desarrolle en el mismo sentido que la humana– se desarrolla también, sin duda alguna, el instinto social. La imposibilidad de satisfacer este instinto despertará en el individuo el descontento y hasta le hará sufrir cuando, al reconsiderar sus actos, encuentre que en tal o cual caso ha obedecido no al instinto social, sino a otros instintos que, aunque más poderosos en el momento, son tan sólo pasajeros y no dejan una impresión realmente honda. Así, pues, no concebía el sentido moral como una ofrenda mística de origen desconocido y misterioso, según se lo representaba Kant. No importa que animal –ha escrito– dotado de instintos sociales, incluso el cariño paternal y filial, puede indudablemente llegar a adquirir el sentido moral o la consciencia moral (el conocimiento del deber, según Kant) con tal de que su intelecto alcance el nivel del intelecto humano. A estas dos ideas fundamentales, Darwin ha añadido otras dos secundarias. A medida que se desarrolla el don de la palabra y la posibilidad de dar expresión a los anhelos de la sociedad, se transforma la opinión pública, en lo que concierne a la conducta de cada miembro de la sociedad, en un guía poderoso y aun principal de la conducta. Pero la fuerza de la aprobación o censura social depende completamente del grado de desarrollo de la simpatía mutua. Atribuimos cierta importancia a la opinión de nuestros semejantes únicamente porque simpatizamos con ellos. Y la opinión pública o social ejerce una influencia moral tan sólo cuando el instinto social ha alcanzado un grado bastante elevado. Lo justo de esta observación es evidente. Desmiente el concepto de Mandeville (el autor de La Fábula de las abejas) y de sus partidarios en el siglo XVIII, que se empeñaban en presentar a la moral como una acumulación de las costumbres convencionales. Finalmente ha considerado Darwin a la costumbre como un factor muy activo en la formación de la conducta hacia nuestros semejantes. La costumbre fortalece el instinto social y los sentimientos de simpatía mutua, así como la obediencia a la opinión pública. Después de haber formulado en estas cuatro afirmaciones sus conceptos esenciales, ha procurado darles un amplio desarrollo. En primer lugar ha estudiado la sociabilidad entre los animales: el contacto continuo que los relaciona, las advertencias mutuas y la ayuda que se prestan
  • 32. durante la caza y en caso de defensa contra los enemigos. A no dudarlo, ha dicho Darwin, los animales comunicativos se quieren mutuamente, cosa que no ocurre entre los animales desprovistos de instintos sociales. Esta simpatía mutua, tal vez, no se nota en los momentos ordinarios (por ejemplo durante los juegos), pero sí cuando los animales pasan una mala situación. Darwin lo demuestra con ejemplos asombrosos, algunos de los cuales se han hecho ya muy populares (como el pelícano ciego, descrito por Shaftesbury, o el ratón ciego, al cual alimentaban los suyos).16 Además del amor y de la simpatía, continúa, los animales están dotados de otras cualidades que nosotros los hombres hubiéramos calificado de morales. En apoyo de esta afirmación ha citado algunos ejemplos del sentido moral entre los perros y los elefantes. En general, es concebible que para cada acción común –y toda la vida de ciertas especies animales consiste en acciones comunes– se necesita cierto sentido regulador. Desgraciadamente Darwin no ha estudiado en detalle el problema de la sociabilidad y de los comienzos del sentido moral entre los animales en la medida que corresponde a la importancia del asunto. Tratando luego de la moral humana, observó que, aunque el hombre –por lo menos tal como lo vemos ahora– posee pocos instintos sociales, es sin embargo un ser sociable, que conserva, desde tiempos muy antiguos, cierto amor instintivo y cierta compasión para con sus semejantes. Esos sentimientos actúan como instintos impulsivos semiconscientes, ayudados por la razón, la experiencia y el deseo de aprobación de parte de los demás. De este modo –concluye Darwin– los instintos sociales que el hombre había probablemente adquirido en un estado del desarrollo muy primitivo (tal vez cuando no distaba mucho de los monos–antropoides) le sirven aún ahora de guía en sus actos. Lo restante es el resultado del intelecto que se va desarrollando cada vez más y de la educación colectiva. Por supuesto que estos conceptos parecerán justos únicamente a aquellos que reconocen que el intelecto animal se distingue del humano tan sólo en el grado de su desarrollo, pero no en la substancia. Pero a esta conclusión ha llegado también la mayoría de los investigadores de la Psicología comparada del hombre y de los animales. Las tentativas recientes de ciertos psicólogos para separar con un abismo infranqueable los instintos y el intelecto humanos del de los animales han fracasado por completo.17 Claro está que, a pesar de cierta semejanza entre los instintos y el intelecto del hombre con el de los animales, no hay que considerarlos como idénticos. Al comparar, por ejemplo, a los insectos con los mamíferos, no hay que olvidar que las líneas de su desarrollo se habían separado ya en una época muy antigua. Existe una gran diferencia fisiológica en 16 Spencer, que antes se había negado a reconocer la moral entre los animales, más tarde citó él mismo unos hechos análogos en la revista Nineteenth Century. Están también reproducidos en sus Principios de Etica. 17 La incapacidad de una hormiga, un perro o un gato para efectuar un descubrimiento o encontrar la solución justa en una situación difícil –en lo que insisten ciertos autores– no constituye, ni mucho menos, una prueba de una diferencia esencial entre las capacidades humanas y animales; además, esta falta de sentido de orientación y de espíritu inventivo se observa también con frecuencia en el hombre. Igual que la hormiga, en uno de los experimentos de John Lubbock, miles de hombres, sin el conocimiento previo del lugar, procuran atravesar un río sin haber colocado un puente, aunque sea de carácter primitivo (por ejemplo en forma de un árbol) y perecen en consecuencia. Lo sé por experiencia propia y eso pueden confirmarlo todos los exploradores de las regiones salvajes. Por otro lado encontramos entre los animales la razón colectiva (por ejemplo en un hormiguero o en una colmena de abejas). Y si una hormiga o una abeja encuentran la solución justa, las demás siguen su ejemplo. Esta afirmación está confirmada por las abejas en la Exposición de París, que habían cubierto con cera la ventanilla de la colmena para que no se las turbara en su trabajo, así como por otros muchos ejemplos de este género. (Véase La Ayuda Mutua, cap. I).