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CATECISMO ROMANO
PROMULGADO POR EL CONCILIO DE TRENTO
Comentado y anotado por el
R.P. Alfonso Mª Gubianas, O.S.B.
MANUAL CLÁSICO DE FORMACIÓN RELIGIOSA
Necesario al clero y a los fieles,
E indispensable, como catecismo de perseverancia,
A las parroquias, familias cristianas
Y colegios
EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A.
SUCESORES DE JUAN GILI
Cortes, 581. Barcelona.
1926
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Sobre ésta edición digital.
En la presente edición se encuentra la traducción hecha y anotada por el R. P. Alfonso María Gubianas,
O.S.B., editada, originalmente por la ―Editorial litúrgica española‖ en el año 1926, Barcelona; con nihil obstat
de Agustín Mas Folchi, sensor, imprimatur del Vicario general Pascual López y por mandato de Su Sría., Lic.
Salvador Carreras, Pbro. Dada la licencia de la Orden por el Abad D. Romualdus Somó (abb. Proc. Et Vicarius
Glis.) y el D. Semilianus de Caurentiis O.S.B., consultor a secretis.
A esta edición:
Hemos dejado las anotaciones del padre Gubianas, las cuales, aparecen como notas al pié de página.
Hemos respetado íntegramente el texto original, inclusive, respetando la traducción y los nombres de los
capítulos.
También, hemos agregado a esta edición digital, a cada capítulo, introducciones a modo de resumen de
la materia a tratar, que puede servir como ―apuntes‖ para el estudio de éste catecismo. Los resúmenes están
realizados por el R.P. José María Mestre Roc, profesor de Sagrada Escritura, Espiritualidad y Catecismo en el
Semianrio Internacional Nuestra Señora Corredentora, de Buenos Aires, La Reja.
Stat Veritas (www.statveritas.com.ar)
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INTRODUCCIÓN AL CATECISMO ROMANO
No siendo posible considerar las maravillosas excelencias de la obra inmortal de un Dios
misericordioso, cual es la Iglesia católica, sin que la más profunda veneración hacia la misma se apodere de
nuestro ánimo, ya se atienda a los hermosos frutos de santidad que han aparecido desde su institución, ya a sus
constantes esfuerzos para elevar al hombre, ya a su prodigiosa influencia en todos los órdenes de la vida, para
la realización del reinado de Jesucristo en medio de la sociedad, ¿cómo no deberá aumentar más y más esta
admiración si nos fijamos en lo que ha hecho la Iglesia católica para propagar las verdades revela-das por
Jesucristo, de las que la hiciera depositaria, tesorera y maestra infalible?
Que la Iglesia haya cumplido el encargo de su divino Fundador de enseñar a los hombres toda la verdad
revelada, lo están pregonando los mil y mil pueblos que conocen al verdadero Dios, y le adoran; son de ello
monumento perenne todas las instituciones cristianas encaminadas al auxilio de las necesidades de los
hombres redimidos por Jesucristo.
No solamente ha propagado la Iglesia católica las verdades que recibió de Jesucristo, sino que, como la
más amante de las mismas, ha condenado cuantos errores a ellas se oponían. Cuantas veces se han levantado
falsos maestros para negar las verdades evangélicas, cuantas veces el espíritu del mal ha querido sembrar
cizaña en el campo de la Iglesia, cuantas veces el espíritu de las tinieblas ha intentado obscurecer la antorcha
de la fe, ella ha mostrado a sus hijos, al mundo entero, cuál era la verdad, en dónde estaba el error, cuál era el
camino recto y cuál el que conducía al engaño y a la perdición.
Desde las páginas evangélicas en que el Apóstol amado demostró a los adversarios de la divinidad de
Jesucristo su divina generación, hasta nuestros días, en que hemos contemplado cómo el sucesor de San Pedro
anatematizaba la moderna herejía, siempre ostenta la Iglesia, en frente del error, en frente de la herejía, su más
explícita y solemne condenación.
Este carácter de la Iglesia santa, esta su prerrogativa, esta su nota de acérrima defensora de la verdad,
tal vez no ha brillado jamás tan resplandeciente, quizá no la ha contemplado jamás el mundo con tanto
esplendor como en el siglo décimosexto.
Grandes fueron los esfuerzos de las pasiones para la propagación del error, para su defensa, para
presentarlo como el único que debía dirigir la humana conducta, como el único salvador y regenerador de la
sociedad. No podía permanecer en silencio la Iglesia de Jesucristo en tales circunstancias, y no permaneció,
según nos lo demuestran clarísimamente cada una de las verdades solemnemente proclamadas en el Concilio
Tridentino, cada uno de los anatemas fulminados por aquella santa asamblea contra la herejía protestante.
Congregado aquel Concilio Ecuménico para atender a las necesidades que experimentaba el pueblo cristiano,
no le fué difícil comprender la importancia y necesidad de la publicación de un Catecismo destinado a la
explicación de las verdades dogmáticas y morales de nuestra santa fe, para contrarrestar los perniciosísimos
esfuerzos de los novadores al esparcir por todos los modos posibles, aun entre el pueblo sencillo e incauto, sus
perversas y heréticas enseñanzas. Tal podríamos decir que fué el principal objeto de la publicación de este
Catecismo. Y con esto queda ya indicado lo que es el Catecismo Tridentino: una explicación sólida, sencilla y
luminosa de las verdades fundamentales del Cristianismo, de aquellos dogmas que constituyen las solidísimas
y esbeltas columnas sobre las cuales descansa toda la doctrina católica.
En primer lugar, lo que distingue a este preciosísimo libro, a este monumento perenne de la solicitud de
la Iglesia para la religiosa instrucción de sus hijos, del pueblo cristiano, es la solidez. Esta se descubre y
manifiesta en los argumentos que emplea para la demostración de cada una de las verdades propuestas a la fe
de sus hijos. No pretende ni quiere que creamos ninguno de los artículos de la fe sin ponernos de manifiesto,
sin dejar de aducir aquellos testimonios de la divina Escritura reconocidos como clásicos por todos los grandes
apologistas cristianos, por los grandes maestros de la ciencia divina. Este es siempre el primer argumento del
Catecismo; sobre él descansan todos los demás, demostrándonos cómo la enseñanza cristiana, la fe de la Iglesia
católica, está en todo conforme con las letras sagradas. Este modo de demostrar la verdad católica, además de
enseñarnos el origen de la misma, era una refutación de los falsos asertos de la nueva herejía, pues no
reconociendo ésta otra verdad que la de la Escritura, por la misma Escritura, se la obligaba a confesar por
verdadero lo que con tanto aparato quería demostrar y predicaba como erróneo y falso.
Es tal el uso que de las Escrituras se hace para demostrar las verdades del Catecismo, que, leyéndolo
atentamente, no podemos dejar de persuadirnos que es éste el más sabio, el más ordenado, el más completo
compendio de la palabra de Dios.
Al testimonio de las Sagradas Escrituras, añade el Catecismo la autoridad de los Santos Padres. Estos,
además de mostrarnos el unánime consentimiento de la Iglesia en lo relativo al dogma y a la moral, además de
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ser fieles testigos de las divinas tradiciones, esclarecen con sus discursos las mismas verdades, las confirman
con su autoridad y nos persuaden que asintamos a las mismas, tan conformes así a la sabiduría como a la
omnipotencia del Altísimo.
Es tan grande la autoridad atribuida por el Catecismo a los Santos Padres, que, en relación con la
importancia y sublimidad de los dogmas propuestos, está el número de sus testimonios aducidos. Así, para
enseñarnos la doctrina de la Iglesia relativa al divino sacramento de la Eucaristía, no se contenta con
recordarnos las palabras de los santos Ambrosio, Crisóstomo, Agustín y Cirilo, sino que nos invita a leer lo
enseñado por los santos Dionisio, Hilarlo, Jerónimo, Damasceno y otros muchos, en todos los cuales podremos
reconocer una misma fe en la presencia real de Jesucristo en el sacramento del amor.
Por último, quiere el Catecismo que tengamos presente las definiciones de los Sumos Pontífices y los
decretos de los Concilios Ecuménicos, como inapelables e infalibles, en todas las controversias religiosas. He
ahí indicado de algún modo el carácter que tanto distingue, ennoblece y hace inapreciable al Catecismo. Más no
se contentó la Iglesia con dar solidez a su Catecismo, sino que le dotó de otra cualidad que aumenta su mérito y
le hace sumamente apto para la consecución de su finalidad educadora: es sencillo en sus raciocinios y ex-
plicaciones. Quiso el Santo Concilio que sirviera para la educación del pueblo, y para ello ofrece tal diafanidad
en la expresión de las más elevadas verdades teológicas, que aparece todo él, no como si fuera la voz de un
oráculo que reviste de enigmas sus palabras, sino como la persuasiva y clara explicación de un padre
amantísimo, deseoso de comunicar a sus predilectos y tiernos hijos el conocimiento de lo que más les interesa,
el conocimiento de Dios, de sus atributos, de las relaciones que le unen con los hombres y de los deberes de
éstos para con su Padre celestial. Si alguna vez se han visto en amable consorcio la sublimidad de la doctrina
con la sencillez embelesadora de la forma, es, sin duda ninguna, en este nuestro y nunca bastante elogiado
Catecismo.
Este carácter, que le hace tan apreciable, nos recuerda la predicación evangélica, la más sublime y
popular que jamás escucharon los hombres. Esta sublime sencillez se nos presenta más admirable cuando nos
propone los más encumbrados misterios, de tal modo expuestos, que apenas habrá inteligencia que no pueda
formarse de los mismos siquiera alguna idea. Como prueba de esto, véase cómo explica con una semejanza la
generación eterna del Verbo: ―Entre todos los símiles que pueden proponerse —dice— para dar a entender el
modo de esta generación eterna, el que más parece acercarse a la verdad es el que se toma del modo de pensar
de nuestro entendimiento, por cuyo motivo San Juan llama Verbo al Hijo de Dios. Porque así como nuestro
entendimiento, conociéndose de algún modo a sí mismo, forma una imagen suya que los teólogos llaman
verbo, así Dios, en cuanto las cosas humanas pueden compararse con las divinas, entendiéndose a sí mismo,
engendra al Eterno Verbo‖. Otras muchas explicaciones de las más elevadas verdades hallamos en este
Catecismo, todas las cuales nos demuestran cuánto desea que sean comprendidas por los fieles y el gran interés
que todos debemos tener para procurar su inteligencia aun por los que menos ejercitada tienen su mente en el
conocimiento de las verdades religiosas.
De la solidez y sublime sencillez, tan características de este Catecismo, nace otra cualidad digna de
consideración, y es la extraordinaria luz con que ilustra el entendimiento, sin omitir de un modo muy eficaz la
moción de la voluntad para la práctica de cuanto se desprende de todas sus enseñanzas.
Después de la lectura y estudio de cualquiera de las partes del Catecismo, parece que la mente queda ya
plenamente satisfecha en sus aspiraciones, y no necesita de más explicaciones para comprender, en cuanto es
posible, lo que enseña y exige la fe. Mas no se contenta con la ilustración del entendimiento, sino que, según
hemos ya indicado, se dirige especialmente a que la voluntad se enamore santamente de tan consoladoras
verdades, las aprecie y se esfuerce en demostrar con sus obras que su fe es viva, práctica, y la más pode-rosa
para la realización de la vida cristiana, aun en las más difíciles circunstancias.
Quiénes fueron sus autores
Varios son los nombres dados a este Catecismo según los diferentes respectos con que se le considere.
Es conocido con el nombre de Catecismo Tridentino, por haberse empezado por disposición de aquel Concilio
Ecuménico; Catecismo de San Pío V, porque fué aprobado y publicado por este Soberano Pontífice, y también
Catecismo Romano, por ser el que la Iglesia Romana propone a quienes tienen el encargo de enseñar su
doctrina al pueblo como norma segura, exenta de error y la más acomodada a la capacidad de la generalidad de
los fieles.
Para demostrar con cuánta verdad se le da el nombre de Catecismo Tridentino, no tenemos más que
recordar lo establecido por aquella santa Asamblea en su sesión XXIV, cap. 7, por estas palabras: ―Para que los
fieles se presenten a recibir los sacramentos con mayor reverencia y devoción, manda el santo Concilio a todos
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los obispos que expliquen, según la capacidad de los que los reciben, la eficacia y uso de los mismos
Sacramentos, no sólo cuando los hayan de administrar por sí mismos al pueblo, sino también han de cuidar de
que todos los párrocos observen lo mismo con devoción y prudencia, haciendo dicha explicación aun en lengua
vulgar si fuere menester y cómodamente se pueda, según la forma que el santo Concilio ha de prescribir
respecto de todos los Sacramentos en su Catecismo, el cual cuidarán los obispos se traduzca fielmente en
lengua vulgar, y que todos los párrocos lo expliquen al pueblo‖.
No habiendo sido posible terminar el Catecismo antes de la clausura del Concilio Tridentino, el Sumo
Pontífice Pío IV encomendó este asunto al cuidado de algunos obispos y teólogos para que preparasen la
materia necesaria a tan útil obra. Los principales a quienes eligió para esta importante empresa fueron Muelo
Calina1, Leonardo de Marinis2, Egidio Fuscario3 y Francisco Foreiro4.
También cooperaron a la misma el Cardenal Seripando5, Miguel Medina6, y Pedro Galesino7.
Reunido todo lo necesario para la composición de la obra, escogió a Mucio Calino, Pedro Galesino y
Julio Poggiani8 para que la ordenasen y compusiesen en estilo elegante y el más acomodado a la sublimidad del
asunto.
Constando el Catecismo de cuatro partes, encomendó las dos primeras, esto es, el Símbolo y los
Sacramentos, a Mucio Calino; el Decálogo, a Pedro Galesino, y la Oración Dominical, a Julio Poggiani. Este
empleó los últimos cuatro meses del año de 1564 en la redacción de la última parte del Catecismo. Cuando
Mucio Calino y Pedro Galesino hubieron terminado el Símbolo, los Sacramentos y el Decálogo en el año de
1565, quisieron que Julio Poggiani revisara, corrigiera y enmendase cuanto habían hecho, dando a toda la obra
uniformidad de estilo, como si fuese tan sólo uno mismo el autor de ella.
Muerto el Papa Pío IV en el año de 1565, le sucedió Pío V, al que rogó en gran manera San Carlos
Borromeo la publicación del Catecismo Tridentino. De nuevo fué revisado y perfeccionado por el cardenal
Sirleto9, Mucio Colino, Leonardo de Marinis, Tomás Manrique10, Eustaquio Locatello y Curcio Franco.
Terminados todos estos estudios, y perfeccionada la obra por tan eminentes teólogos y literatos, en
octubre del año de 1566 se encomendó su impresión a Paulo Manucio, quien la publicó en Roma, con privilegio
del Santísimo Papa Pío V, en hermosos y nítidos caracteres, excelente papel, aunque sin las divisiones
introducidas posteriormente.
1 Mucio Calino, natural de Brescia, varón de mucha piedad y adornado de no vulgar ciencia, primeramente fué obispo de
Zara, y últimamente de Terni. Por mandato de Pío IV y Pío V, colaboró en la redacción del Catecismo Tridentino, Indice de
libros prohibidos, Breviario y Misal.
2 Leonardo de Marinis, O. P., fué creado por Julio III obispo de Laodicea y sufragáneo del obispo de Mantua; después Pío
IV le hizo arzobispo. Enviado al Concilio Tridentino, se portó muy dignamente, mereciendo ser alabado y admirado por
aquella santa Asamblea. Los Sumos Pontífices le enviaron tres veces como Legado Apostólico a diferentes Príncipes.
Finalmente, trasladado al obispado de Alba, murió en Roma el año de 1578. Trabajó en la reforma del Breviario, Misal
Romano y en la redacción del Catecismo del Concilio Tridentino.
3 Egidio Fuscario, O. P., fué Maestro del Sacro Palacio en el Pontificado de Paulo III. El Papa Julio III le creó obispo
Munitense. Fué en gran manera perseguido y acusado de herejía, pero calmada esta tempestad, y convencidos todos de la
pureza e integridad de su fe, fué enviado por el Sumo Pontífice Pío IV al Concilio de Trento, en el cual dio ilustres pruebas
y el más brillante testimonio de católica fe, eximia doctrina y singular prudencia. Murió en Roma el año de 1564.
4 Francisco Foreiro, O. P., insigne por sus estudios teológicos y literarios, fué enviado por el rey de Portugal como teólogo
al Concilio Tridentino, en el cual brilló en tanto grado por su ingenio, que, disponiéndose a partir de Trento, terminado el
Concilio, pidió san Carlos Borromeo al rey de Portugal le dejase ocupar en la composición del Catecismo.
5 Jerónimo Seripando, natural de Nápoles, cardenal de la Santa Iglesia Romana del título de santa Susana, fué enviado por
Pío IV como Legado Apostólico al Concilio Tridentino.
6 Miguel Medina, O. M. C. Asistió al Concilio Tridentino como teólogo enviado por Felipe II. Era muy erudito en las
lenguas hebrea, griega y latina. Defendió con mucho valor la Iglesia Católica, así con escritos como de palabra.
7 Pedro Galesino, de Milán, fué Protonotario Apostólico. Poseía en grado superior las lenguas hebrea, griega y latina.
Escribió, además de otras varias obras, unas anotaciones al Martirologio.
8 Julio Poggiani, natural de Suna, nació el día 13 de septiembre de 1522. Se distinguió por su pericia en la lengua del Lacio.
Fué secretario de tres cardenales, Dandini, Truxi y Borromeo. Los Papas Pío IV y Pío V le confiaron este mismo cargo.
Escribió las Actas del primer Concilio Provincial de Milán. Murió el año de 1562.
9 Guillermo Sirleto, no fué noble por su cuna o riquezas, sino por sus virtudes y doctrinas. Habiéndose instruido en
Nápoles en las lenguas hebrea, griega y latina, vino a Roma, en donde fué muy amado de Paulo IV y del Cardenal
Borromeo. Paulo IV le creó obispo y después cardenal de la santa Romana Iglesia. El Papa san Pío V le nombró revisor del
Catecismo Tridentino. Murió el año de 1581.
10 Tomás Manrique, O. P. Español, descendiente de una noble familia, brilló en tanto grado por su prudencia y erudición,
que fué Procurador de su Orden, y después de pocos años, el Papa Pío IV le nombró Maestro del Sacro Palacio. Habiendo
creado el Papa Pío V una Cátedra de Teología en la Basílica Vaticana, fué el primero que la regentó.
7
Concilios y Sumos Pontífices que lo han recomendado
En la imposibilidad de enumerar los Concilios Provinciales y Sínodos diocesanos que recomendaron
este Catecismo como el más propio para la educación religiosa del pueblo cristiano, tan sólo apuntaremos los
más importantes.
El primer Concilio Provincial de Milán, celebrado bajo la presidencia de San Carlos Borromeo, el alío de
1565, aun antes de la publicación del Catecismo Tridentino, estableció que ―los clérigos, después de haber
entrado en los catorce años, a fin de poder meditar de día y de noche la Ley del Señor, en cuya suerte se hallan,
tengan, cuando no abundancia, a lo menos el necesario número de libros sagrados ; pero imprescindiblemente
posean el Antiguo Testamento y el Catecismo que se publicará en Roma, tan pronto salga a luz‖. Además de
San Carlos Borromeo, asistió a este Concilio, Hugo Boncompagnus, miembro que fué también del Concilio
Tridentino, y después Sumo Pontífice con el nombre de Gregorio XIII; Nicolás Sfondrato, obispo de Cremora y
después Sumo Pontífice con el nombre de Gregorio XIV; el cardenal Guido Fe rreiro, obispo de Vercelli; el
cardenal Federico Cornelio, obispo de Bérgamo, y otros muchos, ilustres por su virtud, piedad y doctrina, todos
los cuales asistieron al Concilio Tridentino.
En el Concilio Provincial de Benevento, celebrado el año de 1567, siendo arzobispo de aquella Sede el
cardenal Jaime Sabello, se ordenó a los párrocos y demás que tenían el cuidado pastoral: ―Por cuanto su
principal cuidado debe consistir en instruir al pueblo que está a su cargo en los artículos de la fe que se
contienen en el Credo, en los Mandamientos del Decálogo, en los Sacramentos de la Iglesia y en la inteligencia
de la oración dominical, para desempeñar esta obligación tengan continuamente entre manos el Catecismo que
se ha publicado por disposición de Pío Pontífice, a fin de que así puedan enseñar todas estas cosas según la
sana y eclesiástica doctrina‖. De los diez prelados que asistieron a este Concilio Provincial, seis habían
concurrido al Concilio Ecuménico de Trento.
El Concilio Provincial de Rávena, celebrado el año de 1568 y presidido por el cardenal arzobispo Julio
Feltrio, en el cap. IV, tít. de Seminario, establece: ―Principalmente tengan los seminaristas de continuo entre
manos el Catecismo que poco ha se publicó por disposición de nuestro Santísimo Padre Pío V‖. Este Concilio, al
que asistieron quince sufragáneos, fué aprobado por el Papa San Pío V.
El segundo Concilio de Milán, celebrado bajo la presidencia de San Carlos Borromeo el año de 1569, y
en el que se reunieron 13 obispos, ordena a los párrocos: ―Que, reuniéndose, traten, con frecuencia, alguna
lección del Catecismo Romano‖.
El Concilio de Salzburgo del 1569, celebrado bajo la presidencia del arzobispo Juan Santiago, establece
en la constitución 26, cap. III: ―Cuando los párrocos hubieren de administrar los Sacramentos, como también
los obispos cuando hubieren de hacerlo, deben explicar a los que estuvieren a su cargo, la virtud y uso de los
Sacramentos en nuestra lengua vulgar alemana, acomodándose a la capacidad de los que los reciben, según lo
que se con-tiene en el Catecismo Romano, a la verdad utilísimo y en nuestros tiempos muy necesario, el cual,
traducido también ahora en lengua alemana, todos le pueden adquirir por poco precio‖. Asistieron al mismo
Concilio ocho obispos, siendo confirmado por el Sumo Pontífice Gregorio XIII, el día 5 de julio de 1574.
El tercer Concilio Provincial de Milán, celebrado en 1573 por San Carlos Borromeo, manda: ―Que los párrocos
usen en la administración de los Sacramentos los lugares y doctrina del Catecismo Romano‖. Además del
cardenal Paulo Adressio, concurrieron trece obispos al mismo Concilio. Fué aprobado por Gregorio XIII.
El Concilio Provincial de Génova, celebrado en el año de 1574 bajo la presidencia de Cipriano Palavicini,
dispone: ―Que los párrocos reciten a los niños, palabra por palabra, alguna cosa del Catecismo Romano‖. Este
Concilio fué aprobado por la Congregación de los Cardenales, intérpretes del Concilio Tridentino el día 9 de
octubre de 1574.
El cuarto Concilio Provincial de Milán, celebrado por San Carlos Borromeo en 1576, ordena: ―Que el
párroco muestre a la vista, cuando hiciere la visita, entre otros libros, el Catecismo Romano‖. Y en las
advertencias a los clérigos: ―Trabajadores dice con el mayor cuidado, para tener presentes y bien considerados,
según la doctrina del Catecismo Romano, mayormente los cuatro lugares que son los doce artículos de la fe, los
siete Sacramentos, los diez mandamientos y la oración dominical‖. Este Concilio fué aprobado por el Papa
Gregorio XIII.
El quinto Concilio Provincial de Milán, celebrado en 1579 por San Carlos Borromeo, establece: ―Que en
la enseñanza de los misterios de la fe se siga principalmente la doctrina del Catecismo Romano‖, También fué
aprobado por Gregorio XIII. Además, manda su lectura en los seminarios y que se pregunte a los ordenandos si
tiene el Catecismo Romano, averiguando si poseen su doctrina.
8
En este mismo año de 1579, el clero de toda la Galia, en la asamblea de Melun, ordena: ―Que aquellos
que tienen cura de almas tuviesen continuamente entre manos el Catecismo del Concilio Tridentino‖.
El Concilio Provincial de Ruan, celebrado en el año 1581 bajo la presidencia del cardenal Carlos de
Borbón, en el tít. De Curat. Officiis, manda: ―Para que todo párroco pueda cumplir con su oficio, tengan todos
el Catecismo Romano en latín y francés, y, según él prescribe, enseñen la doctrina del Credo, de los
Sacramentos, del Decálogo y demás cosas necesarias para la salvación‖. Fué aprobado por el Sumo Pontífice
Gregorio XIII, el 19 de marzo de 1582.
El Concilio Provincial de Burdeos, celebrado en el año 1583 por Antonio Prevoste, en el tít. VIII De
Sacramentis, ordena: ―A los párrocos que traigan continuamente entre manos el Catecismo del Concilio
Tridentino, en donde con toda claridad se explica la virtud y eficacia de los Sacramentos‖. En el tit. XVIII de
Parochis, dice: ―Todos los días de fiesta expliquen los párrocos al pueblo alguna cosa del Catecismo Tridentino
(el cual, publicado ya por nuestra orden en latín y francés, les encargamos le tengan consigo), en orden a todo
lo que el cristiano ha de saber, a fin de que así entiendan los fieles qué es lo contenido en los artículos de la fe y
qué piden cuando rezan la oración dominical y cuál es el número, virtud, eficacia y efecto de los Sacramentos‖.
Fue aprobado este Concilio por el Papa Gregorio XIII el día 3 de diciembre de 1583, y por los cardenales
intérpretes del Concilio Tridentino el día 9 del mismo mes y año.
El Concilio Provincial de Turs, celebrado el año de 1583 y presidido por el arzobispo Simón de Maille,
en el tít. De proff. fid. tuenda, manda : ―Que todos los admitidos a oír confesiones estén obligados a tener el
Catecismo del Concilio Tridentino y a saberlo de memoria‖. Fue aprobado por el Sumo Pontífice Gregorio XIII,
el día 8 de octubre de 1584.
El Concilio de Reims, celebrado en 1583 por el cardenal arzobispo Ludovico de Guisa, en el título VI, de
Curatis, establece: ―Que los párrocos no sólo vivan santamente, sino que, además, tengan siempre en las manos
algún libro que trate del modo de administrar los Sacramentos, o el Catecismo del Concilio Tridentino, ya en
latín o en lengua vulgar, del cual saquen cada domingo lo que sea conforme al Evangelio y se deba proponer al
pueblo‖. Fué confirmado por el Papa Gregorio XIII, como puede leerse en las letras que expidió el día 30 de
julio de 1584.
El Concilio Provincial de Aix, celebrado el año, de 1585 bajo la presidencia del arzobispo Alejandro
Canigiano, determina en el tít. de Parochis: ―Para que cada párroco pueda desempeñar su cargo, tenga el
Catecismo Romano en latín y francés, y enseñe la doctrina del Credo, Decálogo, Sacramentos, oración
dominical y demás cosas necesarias para la salvación, según él enseña y prescribe‖. Y en el título De Seminario:
―Este sea el uso perpetuo de todos los Seminarios, que el Catecismo Romano se lea primero y se explique con la
mayor diligencia a los jóvenes y no se deje parte alguna suya, de cuyas doctrinas no queden aquéllos imbuidos
con todo el cuidado posible‖. Fué aprobado este Concilio por el Sumo Pontífice Sixto V, el día 4 de mayo de
1586, y por los cardenales intérpretes del Concilio Tridentino el día 5 del mismo mes y año,
El Concilio Provincial de Gnesma, en Polonia, celebrado en 1589 bajo la presidencia de Estanislao Kankouski,
en el tít. De Parochorum ofjicio, número VII estableció: ―Que todos los días de fiesta propusiesen los párrocos
al pueblo alguna cosa del Catecismo Romano, el cual procuraremos adquiera en breve nuestra provincia,
acerca de lo que todos han de saber para salvarse, para que así entiendan los fieles qué es lo que comprenden
los artículos de la fe, qué es lo que contiene el Decálogo, qué piden al decir la Oración Dominical, cuál es el
número de los Sacramentos, su virtud y eficacia, cuál su uso, y cómo deben estar dispuestos los fieles para
recibirlos‖. Este Concilio fui aprobado por la Congregación de los cardenales intérpretes del Concilio
Tridentino, el día 6 de marzo de 1590, y por el Papa Sixto V, el día 9 del mismo mes y año.
El Concilio Provincial de Tolosa, celebrado el ario de 1590, siendo su presidente el cardenal arzobispo
Francisco de Joyosa, en la part. 1, capítulo III, De Parochis, núm. II, estableció: ―Para que más fielmente
puedan (los párrocos) cumplir con su oficio, tengan perpetuamente el Catecismo Latino-Francés de la Fe
Romana, y expliquen al pueblo siempre que fuere necesario, las cosas que en él se contienen acerca del Credo,
Decálogo, Sacramentos y demás cosas necesarias para la salvación‖. En la part. II, cap. I, número I: ―Nunca los
obispos ni los párrocos pasarán a administrar los Sacramentos, sin que primero hayan explicado por el
Catecismo del Concilio Tridentino, su provechoso uso y maravillosa virtud a los que los reciben y a los demás
que oyen‖. En la part. III, capítulo V, De Seminariis Clericorum: ―El Catecismo Romano se leerá con la mayor
frecuencia a los alumnos de los Seminarios en ciertos y determinados días‖.
El Concilio Provincial de Tarragona, celebrado en 1581, siendo su presidente Juan Torres, arzobispo,
recomienda que: ―Los párrocos lean y enseñen con diligencia el Catecismo Romano‖.
El Concilio Provincial de Aviñón, celebrado el año de 1594 por el cardenal arzobispo Francisco María
Taurusi, en el tít. De Officio Parochi, se lee: ―Tenga continuamente cada párroco entre manos el Catecismo
9
Romano, para que con su auxilio pueda conocer bien el modo de administrar debidamente los Sacramentos y
pueda imbuirse de sana doctrina para la predicación al pueblo que está a su cargo‖.
El Concilio Provincial de Aquileya, celebrado en 1596 por el arzobispo Francisco Barbaro, se expresa
así: ―Deseamos que el clero de Eslavonia lea con frecuencia el Catecismo Romano, traducido ya en lengua
eslavona por disposición de Gregorio XIII, y tengan los obispos el cuidado de guardar en el archivo arzobispal
un ejemplar muy correcto del mismo Catecismo, para que a su contexto se puedan en lo sucesivo reconocer y
aprobar los demás ejemplares‖. También fué aprobado este Concilio por los cardenales intérpretes de Concilio
Tridentino.
El Concilio Provincial de Burdeos, celebrado el año de 1624, siendo presidente el cardenal De Sourdis,
en el cap. XII, De praedicatione Verbi Dei, establece: ―Los que tienen cura de almas expliquen a sus
parroquianos, desde el púlpito, el Catecismo Romano‖.
Últimamente, el Concilio de Cremona, celebrado en 1603 por César Spaciani, dice: ―Inspirados por el
Espíritu Santo aquellos Padres que presidieron el Concilio Tridentino, mandaron que se compusiese cuanto
antes el Catecismo Romano, para que de él, como de fecundísimas fuentes de la santa Madre Iglesia, pudiesen
todos los clérigos beber la suavísima leche de la doctrina eclesiástica; por tanto, los clérigos destinados a la
enseñanza de los jóvenes guarden inviolablemente de aquí en adelante, bajo pena de suspensión, la costumbre
santamente introducida en nuestros Seminarios de explicar a todos los clérigos el Catecismo Romano,
haciéndolo cada día o por lo menos tres veces a la semana‖.
Después de tan ilustres testimonios, después de tantas recomendaciones, después que con voz unánime
es proclamada la excelencia del Catecismo Tridentino, no creo sea posible que nadie deje de convencerse del
mérito de una obra así alabada y con tantos encomios enaltecida. Y no solamente los Concilios reconocieron y
confesaron sus excelencias, sino que los mismos Soberanos Pontífices, Maestros infalibles de la Iglesia, son los
primeros en mostrarnos el aprecio con que debe ser tenido; ellos mismos procuraron su difusión y propaga-
ción.
El Sumo Pontífice San Pío V, según puede verse por el siguiente Breve dirigido a Manucio el día 26 de
septiembre de 1566, procuró adelantar cuanto le fué posible su publicación. ―Deseando ejecutar, por razón de
nuestro cargo, ayudados por la divina gracia con la mayor diligencia lo que fué decretado y ordenado por el
Concilio Tridentino, hemos procurado que se compusiera en esta ciudad, por algunos escogidos teólogos, el
Catecismo, con el cual los párrocos enseñen a los fieles lo que conviene conozcan, profesen y guarden. El cual
libro, habiendo de ser publicado con toda perfección, con la ayuda de Dios hemos dado providencia a fin de que
se imprima con la mayor diligencia posible‖11.
En la Bula, de fecha 8 de marzo de 1570, establece que en todos los Monasterios del Císter se tenga este
Catecismo, juntamente con la Biblia y las obras de San Bernardo. En otra Bula, publicada el día 30 de junio de
1570, ordena que en todos los Conventos de los Siervos de María se lea este Catecismo todos los días festivos.
Finalmente, lo hizo traducir al italiano, francés, alemán y polaco, según asegura Gabutio en la vida de este
celosísimo y preclaro Pontífice.
Gregorio XIII, en un Breve del año de 1593, afirma que por su mandato y con su aprobación se publicó
de nuevo el Catecismo; ordenó que fuese traducido en lengua eslava, y aprobó con su autoridad suprema
muchos Concilios Provinciales que recomendaron el uso del Catecismo Tridentino; todo lo cual claramente nos
indica el aprecio y estima con que miraba el Catecismo Tridentino.
La santidad del Papa Clemente XIII, en sus Letras Apostólicas de 14 de junio del año de 1761, entre
otras cosas, decía así para recomendar el Catecismo Tridentino: ―Este libro, que los Pontífices Romanos
quisieron proponer a los Pastores, como norma de fe católica y máximas cristianas, para que también en el
modo de enseñar la doctrina fuesen todos uniformes, ahora es cuando más os lo recomendamos, venerables
hermanos, y os exhortamos encarecidamente en el Señor mandéis que todos cuantos ejercen cura de almas
usen de él cuando enseñan a los pueblos la verdad católica, para que así se guarde tanto la uniformidad de
enseñar cuanto la caridad y concordia de los ánimos‖.
Para enseñarnos el intento de la Iglesia en la publicación de este Catecismo, se expresa de este modo:
―Después que el Concilio Tridentino condenó las herejías que en aquel tiempo intentaban ofuscar la luz de la
Iglesia, y, como desvaneciendo la niebla de los errores, expuso con más clara luz la verdad católica, viendo los
mismos predecesores nuestros que aquella sagrada asamblea de la universal Iglesia usaba de tan prudente
11 ―Pastorali officio cupientes quam diligentissime divina adiuvante gratia fungi, et ea, quae a sacro Tridentino Concilio
statuta et decreta fuerunt, exequi, curavimus, ut a delectis aliquot Theologis in hac alma Urbe componeretur Catechismus,
quo Christi fideles de iis rebus, quas eos nosse, profiteri et servare oportet, Pare, chorum suorum diligentia edocerentur.
Qui liber cum Deo iuvante perfectus in lucen edendus sit, providendum duximus, ut quam diligentissime imprimatur‖.
10
consejo y de tanta moderación, que se abstenían de condenar las opiniones sostenidas por la autoridad de los
doctores escolásticos, quisieron que, según la mente del mismo Sagrado Concilio se compusiese una obra que
comprendiese toda la doctrina de que fuera necesario instruir a los fieles y estuviese muy lejos de todo error.
Este fué el libro que imprimieron y publicaron con el nombre de Catecismo Romano, mereciendo con esto ser
alabados por dos títulos, ya porque en él juntaron aquella doctrina que es común en la Iglesia y está lejos de
todo peligro de error, ya también porque, con clarísimas palabras, propusieron esta misma doctrina para ser
enseñada públicamente al pueblo, obedeciendo con esto al precepto de Cristo Señor, quien mandó a los
Apóstoles que publicasen delante de todos lo que Él había dicho en las tinieblas, y que predicasen sobre los
tejados lo que habían aprendido en el secreto del oído‖.
El Sumo Pontífice León XIII, en la Carta Encíclica al clero de Francia, de 8 de septiembre de 1899,
escribe así con relación al Catecismo Tridentino: ―Recomendarnos que todos los seminaristas tengan en sus
manos y relean frecuentemente el libro de oro, conocido con el nombre de Catecismo del Santo Concilio de
Trento o Catecismo Romano, dedicado a todos los sacerdotes investidos del cargo pastoral. Notable por la
riqueza y exactitud de la doctrina a la vez que por la elegancia de su estilo, este Catecismo es un precioso
resumen de toda la Teología dogmática y moral. Quien lo posea a fondo, tendrá siempre a su disposición los
recursos con cuya ayuda puede un sacerdote predicar con fruto, ejercer dignamente el importante ministerio de
la confesión y de la dirección de las almas y refutar victoriosamente las objeciones de los incrédulos‖12.
Finalmente, el Santísimo Papa Pío X, en la Encíclica Acerbo nimis, de 15 de abril de 1905, ordenaba lo
siguiente: ―Ya que, principalmente en nuestros aciagos días, la edad viril necesita tanto de instrucción religiosa
como la edad de la niñez, todos los párrocos y demás que tengan cura de almas, fuera de la acostumbrada
homilía del Evangelio, que se debe predicar todos los días festivos en la misa parroquial, expliquen también el
Catecismo a los fieles, en lenguaje sencillo y acomodado al auditorio, a la hora que estimen más oportuna para
la concurrencia del pueblo, exceptuando solamente la del Catecismo de los niños. Por lo cual deben seguir el
Catecismo del Concilio de Trento, procurando al cabo de cuatro o cinco años abarcar todo lo referente al
símbolo, sacramentos, decálogo, oración y mandamientos de la Iglesia‖.13
Encomios tributados al Catecismo Romano
Si bien con lo apuntado hasta aquí podemos formarnos el concepto más elevado sobre la excelencia del
Catecismo del Concilio de Trento, no queremos perder ocasión tan propicia para dejar consignados algunos
encomios tributados al mismo por hombres distinguidos, después de estudiar y admirar los tesoros de
sabiduría verdaderamente cristiana que en él están como depositados para enriquecer la inteligencia de
cuantos en sus hermosas páginas quisieran estudiar la doctrina de la Iglesia.
Si el catolicismo no pudiera ostentar otros mil títulos que le hacen acreedor a la admiración y al amor de
todos los hombres, este solo libro sería suficiente para colocarlo en el lugar más eminente y superior al de todas
las comuniones separadas de la Iglesia Romana. ¿Cuál de éstas puede ofrecer un compendio tan sabio, tan
ordenado y luminoso como el que nos presenta la Iglesia Católica en el Catecismo Romano?
―Sólo él contiene más verdad y ciencia y más espíritu y unción celestial y divina sabiduría que los
portentosos y abultados volúmenes de todos los modernos reunidos‖. Jorge Eder. In praefat. ad partitiones
Catechismi, anni 1567.
―Es como un compendio de todos los Catecismos católicos, porque en él se enseña toda la teología
necesaria para la formación de los párrocos e instrucción de los pueblos. Sus doctrinas fueron dictadas por el
Santo Concilio Tridentino, inspirado por el Espíritu Santo‖. Posevino. Bibli., libro VII, capítulo XII.
12 ―Nous recommandons que tous les Seminaristes aient entre les mains et relisent souvent le livre d'or, connu sous le nom
de Catechisme du S. Concile de Trente ou Catechisme Romain dedié a tous les prêtres investis de la charge pastorale
(Catechismus ad parochos). Remarquable á la fois par la richesse et l'exactitude de la doctrine et par l'elegance du style, ce
Catechisme est un precieux abrégé de toute la Theologie dogmatique et morale. Qui le possederait á fond aurait toujours á
sa disposition les ressources à L'alde desquelles un prêtre peut prêcher avec fruit, s'acquitter dignement de l'important
ministere de la confession et de la direction des ames, et être de refuter victorieusement les objections des incredules.‖
13 ―Quoniam vero, praesertim hac tempestate, grandior aetas non secas ac puerilis religiosa eget institutione; parochi
universi ceterique animarum curam gerentes, praeter consuetam homiliam de Evangelio, quae festis diebus omnibus in
parochiali Sacro est habenda, ea hora quam opportuniorem duxerint ad populi frequentiam, illa tantum excepta qua pueri
erudiuntur, catechesim ad fideles instituant, facili quidem sermone et ad captum accommodato. Qua in re Catechismo
Tridentino utentur, eo utique ordine ut quadriennii vel quinquennii spatio totam materiam pertractent quae de Symbolo
est, de Sacramentis de Decalogo, de Oratione et de praeceptis Ecclesiae.‖
11
―Lo que el Santo Concilio de Trento dijo sucintamente sobre las principales verdades de la religión, eso
explica y propone más difusa y distintamente el Catecismo Romano según la mente del mismo Concilio. Por lo
cual, veo que su doctrina es de tanta autoridad, que el contradecirla es manifiesta temeridad, ya porque la
doctrina de este Catecismo es, en cierta manera, doctrina del Concilio Tridentino, ya también porque este
Catecismo fué publicado por dos autoridades, a saber: la de un Concilio general y la del Sumo Pontífice, por lo
cual, con justa razón, parece se ha de afirmar que fué compuesto con especial asistencia del Espíritu Santo‖.
Juan Bellarini. In praef. ad lib. De doct. Cathol.
―Si por gran beneficio se suele estimar una obra que por dictamen particular de un hombre se publica
para ilustración de la fe católica, ¿cuánto debemos apreciar este Catecismo, que, comenzado por dictamen de
un Concilio general, y perfeccionado por los desvelos de los varones más célebres de toda la cristiandad, ha sido
confirmado por la autoridad de la Silla Apostólica, y, finalmente, publicado por mandamiento de San Pío V,
Pontífice tan prudente como el que más en el gobierno de la Iglesia, y tan santo, que apenas le aventaja otro en
estos tiempos en religión? ¿Por ventura, después de las santas Escrituras, hay otra obra que deba ocupar las
manos de los Pastores con preferencia al Catecismo Romano?‖ Andrés Fabricio Leodio. In praef. ad
Catechism.
―Es tal este libro, que sólo él equivale a todos, ya por cuanto consolida toda la jerarquía antigua de la
Iglesia, ya también por el método prontísimo con que ataja y extingue las peregrinas extravagancias que
esparcen los herejes. Cualquiera que se familiarice con el estudio de este Catecismo, con su frecuente lectura,
oirá, no palabras de hombres que se deban examinar a la luz de la razón, o comparar con otros dictámenes de
otros sabios, sino las mismas lenguas de los apóstoles que hablan las grandezas de Dios‖. Alberto, duque de
Baviera.
―Este Catecismo es antídoto contra el veneno de las herejías, piedra de toque e infalible norma a cuyo
contraste se han de examinar todas las doctrinas, teniendo el primer lugar entre todos los escritos de los
Doctores, porque expresa, no el pensamiento de un hombre particular, sino el juicio de toda la Iglesia, que es
columna y firmamento de la verdad‖. Jaime Bayo.
―El Catecismo Romano es obra tan excelente, que, ya en lo relativo a la gravedad de las sentencias, ya
por la elegancia de sus palabras, juzgan los hombres doctos que no ha salido otra más ilustre desde muchos
siglos, porque todas las cosas tocantes a la instrucción y educación de las almas, están explicadas en él con
tanto orden, tal claridad y majestad, que parece no habla hombre alguno, sino que la santa Madre Iglesia
enseñada por el Espíritu Santo, es la que instruye a todos‖. Agustín Valerio, cardenal y obispo de Verona.
―Los Pastores y demás encargados de la cura de almas deben traer entre manos día y noche este
Catecismo del Concilio Tridentino, que goza en la Iglesia Católica de grandísima autoridad, para que puedan
imbuir de sana doctrina y educar con buenas costumbres el pueblo que Dios les ha confiado‖. Ignacio Jacinto
Gravesón.
Frutos que se consiguen con el estudio de este Catecismo
Si por los frutos se conoce el árbol, necesaria-mente los que ha de producir este Catecismo han de ser
copiosos y excelentes, ya que él es reconocido universalmente por su relevante mérito.
El primer fruto que ha de producir su estudio es la renovación de las ideas y enseñanzas adquiridas en
el estudio de la Sagrada Teología. Por esta razón dijo el inmortal León XIII de este Catecismo que era “Un
precioso resumen de toda la Teología dogmática y moral”. Ahora bien, ¿a quién no puede ser de sumo
provecho después de haber terminado el estudio de la ciencia sagrada, conservar siempre claro su recuerdo por
medio de un precioso compendio de la misma? Es verdad que a muchos, por razón de sus ocupaciones, ni
tiempo les resta para dedicarse sosegadamente a tan provechoso estudio; pero ¿quién no podrá hallar cada día
algunos momentos para consagrarlos a una ciencia necesaria, y de tan gran provecho, así para nosotros
mismos como para los confiados a nuestro cuidado? Y si bien existen muchos compendios de Teología, ¿cuál
como este tan sabiamente escrito, tan claro y de tanta autoridad?
Además, uno de los principales cargos de los que tienen el cuidado de los fieles es la enseñanza ca-
tequística. Esta es una obligación ineludible, necesaria y de gran responsabilidad. Su cumplimiento exige
preparación, exige estudio, exige un conocimiento perfecto de las verdades cristianas, de las obligaciones
propias de cada estado. No basta un conocimiento general y superficial de los divinos dogmas, si la enseñanza
catequística ha de ser provechosa y fructífera. La necesidad de esta preparación nos la recuerda el Papa Pío X
en su inmortal Encíclica Acerbo nimis, con estas palabras: ―No quisiéramos que nadie, en razón de esta misma
sencillez que conviene observar, imagine que la enseñanza catequística no requiere trabajo ni meditación; por
lo contrario, los exige mayores que otra alguna. Es más fácil hallar un orador sagrado que hable con
12
abundancia y brillantez, que un catequista cuyas explicaciones merezcan en todo alabanza. De suerte que, por
mucha facilidad de formar conceptos y expresarlos con que le haya dotado la naturaleza, sépase que nadie
hablará bien de Doctrina cristiana, ni alcanzará fruto en el pueblo y en los niños, si antes no se ha preparado y
ensayado con seria meditación. Se engañan, pues, los que, fiando en la inexperiencia y torpeza intelectual del
pueblo, creen que pueden proceder negligentemente en esta materia; antes al contrario, cuanto mayor sea la
incultura del auditorio, mayor celo y cuidado se requiere para acomodar la explicación de las verdades
religiosas (de suyo tan superiores a un entendimiento vulgar) a la débil comprensión de los ignorantes, que no
menos que los sabios necesitan conocerlas para alcanzar la eterna bienaventuranza‖.14
Esto supuesto, ¿en dónde hallar un libro más propio para la instrucción y formación de aquellos que
han de enseñar la Doctrina cristiana al pueblo como el que ofrece a todos los párrocos la Iglesia en el Catecismo
Tridentino?
Este debería ser el libro favorito, el más apreciado por los que tienen el deber de ilustrar la mente de los
ignorantes en las verdades religiosas, por los que han de procurar la verdadera regeneración de la sociedad
cristiana mediante el conocimiento de las verdades de la fe, únicas que, enseñando al cristiano sus deberes, su
dignidad, su fin sobre la tierra, pueden hacerle feliz en este mundo, mostrándole el camino infalible de la ver-
dadera dicha mediante el amor y la obediencia a su Padre celestial.
Este debería ser el consultor y el maestro de aquellos que, por amor de Dios y del prójimo, se todo fruto
sazonado, nada se halla en el inútil, nada superfluo.
Es modelo perfectísimo que todos deberíamos imitar en la exposición de las verdades religiosas.
Cuantas veces lo leo, 'me admiro del modo ingenio-so con que sabe proponer los misterios de la fe para
hacernos comprender la importancia de los mismos.
He aquí, en confirmación de esto, cómo empieza a tratar de cada uno de los Sacramentos:
Del Sacramento del Bautismo.
―El que atentamente leyere al Apóstol tendrá por cosa cierta que el perfecto conocimiento del Bautismo
es muy importante a los fieles, persuadiéndose de esto por la mucha frecuencia y gravedad de palabras llenas
del Espíritu de Dios con que el santo renueva la memoria de este misterio, recomienda su divina virtud y nos
pone ante los ojos la muerte, sepultura y resurrección del Redentor, ya para considerarlas, ya también para
imitarlas‖.
Del Sacramento de la Confirmación.
―Si algún tiempo requiere en los Pastores gran cuidado para explicar el Sacramento de la Confirmación,
ninguno en verdad más que el presente pide que se exponga con toda claridad, cuando en la Iglesia de, Dios
muchos abandonan del todo este Sacramento y son poquísimos los que procuran sacar de él el fruto que
deberían de la divina gracia‖.
Del Sacramento de la Eucaristía.
―Así como entre todos los sagrados misterios que como instrumentos ciertísimos de la divina gracias
nos encomendó nuestro Salvador y Señor, ninguno hay que pueda compararse con el Santísimo Sacramento de
la Eucaristía, así tampoco hay que temer de Dios castigo más severo de alguna otra maldad, como de que no se
trate por los fieles santa y religiosamente una cosa llena de toda santidad, o más i bien, que contiene al mismo
Autor y fuente de la santidad‖.
14 “Nolumus porro, ne ex eiusmodi simplicitatis studio persuadeat quis sibi in hoc genere tractando, millo labore
nullaque meditatione opus esse: quin immo maiorem plane, quam quodvis genus aliad, requirit. Facilius longe est
reperire oratorem, qui copiose dicat ac splendide, quam catechistam qui praeceptionem habeat omni ex parte
laudabilem. Quacumque igitur facilitate cogitandi et eloquendi quis a natura sit nactus, hoc probe teneat, numquam se
de christiana doctrina ad pueros vel ad populum cum animi fructu esse dicturum, nisi multa commentatione parafum
atque expeditum. Falluntur sane qui plebis imperitia ac tarditate fisi, hac in re negligentius agere se posse autumant. E
contrario, quo quis ruidores nactus sit auditores, eo maiore studio ac diligentia utatur oportet, ut sublimissimas
veritates, adeo a vulgari intelligentia remotas, ad obtusiorem imperitorum aciem accomodent, quibus aeque ac
sapientibus, ad aeternam beatitatem adipiscendam sunt necessarias.”
13
Del Sacramento ele la Penitencia.
―Así como es a todos manifiesta la fragilidad y miseria de la naturaleza humana y cada uno luego la
reconoce en sí por experiencia propia, así ninguno puede ignorar lo muy necesario que es el Sacramento de la
Penitencia. Y por esto, si el cuidado que han de poner los párrocos en cada argumento debe medirse por la
gravedad e importancia del asunto que tratan, necesariamente debemos confesar que, por muy diligentes que
sean en la explicación de este Sacramento, nunca les ha de parecer suficiente‖.
Del Sacramento de la, Extremaunción.
―Dándonos las Divinas Escrituras, este documento: "En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías, y
nunca más pecarás", tácitamente amonestan a los párrocos que en ningún tiempo se ha de dejar de exhortar al
pueblo fiel a que ande meditando continuamente la muerte. Y como el Sacramento de la Extremaunción no
puede menos de recordar este último día, es fácil comprender que se debe tratar de él con frecuencia, así
porque conviene en gran manera descubrir y explicar los misterios de lo conducente a la salvación, como
también porque, considerando los fieles la necesidad de morir en que todos nos vemos, refrenen sus
depravados apetitos‖.
Del Sacramento del Orden.
―Si se considerare con cuidado la naturaleza y condición de los demás Sacramentos, luego se verá que,
en tanto grado dependen todos ellos del Sacramento del Orden, que, sin él, Apóstol que ―cada uno tiene su
propio don de Dios, uno de una manera y otro de otra‖, y además de esto, estando el Matrimonio dotado de
grandes y divinos bienes, de suerte que se cuenta verdadera y propiamente entre los demás Sacramentos de la
Iglesia Católica, y habiendo el mismo Señor honrado con su presencia la celebración de las bodas, bien
podemos comprender que se ha de explicar esta materia, mayormente si atendemos a que, así San Pablo como
el Príncipe de los Apóstoles, dejaron escrito en muchos lugares lo relativo al Matrimonio, no solamente en
orden a su dignidad, sino también a su oficio‖.
¿No es verdad que con tan pocas palabras nos enseña la necesidad que hay de explicar cada uno de los
Sacramentos, indicándonos los motivos más poderosos y que más deben movernos a procurar que sea perfecta
su explicación? Pues bien, como los párrafos transcritos hallará muchísimos quien se resuelva al estudio de
este precioso tesoro, pues verdadero tesoro es para todo cristiano ilustrado, para todo celoso catequista, para
todo ministro de la divina palabra.
Objeto de la nueva edición
Si son pruebas evidentes de la bondad de un libro sus repetidas y numerosas ediciones, ciertamente
nuestro libro debe ser de los mejores, pues difícilmente se podrán contar las veces que ha sido editado, así en
lengua latina como en otras varias. No siendo nuestro ánimo estudiar esta interesante y curiosa cuestión,
solamente queremos dejar consignado que la biblioteca de nuestro Monasterio de Montserrat posee más de
quince diferentes ediciones.
La nueva que ahora nos decidimos a ofrecer al público, tiene por objeto la publicación de un estudio
más cabal y perfecto del mismo Catecismo. Cuántos lean este libro, podrán observar cómo repetidas veces nos
advierte e indica la necesidad de consultar los Santos Padres y Doctores de la Iglesia a fin de adquirir un
conocimiento más profundo acerca de los misterios propuestos; con mucha frecuencia aduce, como prueba de
sus asertos, diferentes lugares de las Sagradas Escrituras, indicándonos tan sólo que en varios lugares de la
misma los hallaremos confirmados; las mismas virtudes enseñadas por el Catecismo han sido de nuevo
proclamadas por el magisterio de la Iglesia; a satisfacer, pues, los deseos e indicaciones del Catecismo, es lo
único a que aspira esta edición.
En ella hallará el lector algunos lugares de los Santos Padres reconocidos como clásicos para confirmar
las principales verdades del Catecismo; en ella tienen lugar preferente las definiciones de los Sumos Pontífices
y de los Concilios Ecuménicos, como pruebas e intérpretes infalibles de la divina revelación; los diversos
lugares de las Sagradas Escrituras, tan sólo indicados, se podrán leer íntegramente. Además, hemos hecho un
estudio comparativo de los diversos símbolos o profesiones de fe para comprobar, así la antigüedad, como
universalidad de nuestras cristianas creencias.
14
Finalmente, incluimos en nuestra edición dos exposiciones hermosísimas, escritas por el Ángel de las
escuelas, Santo Tomás de Aquino, una del Símbolo, y de la Oración Dominical la otra, como páginas bellísimas
y luminosas que, sin duda, han de contribuir a la mayor inteligencia de las dos partes importantísimas de
Catecismo: el Credo y la oración del Padre nuestro.
Quiera Nuestro Divino Maestro Jesús bendecir estas humildes páginas destinadas al conocimiento y a la
práctica de su celestial doctrina, única que puede hacer verdaderamente feliz al hombre y a la sociedad.
Real Monasterio de Ntra. Sra. de Montserrat.
Festividad de Santa Gertrudis, O. S. B., del año de 1924.
15
ENCÍCLICA SOBRE LA ENSEÑANZA
DE LA DOCTRINA CRISTIANA
A nuestros Venerables Hermanos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y
comunión con la Sede Apostólica.
Pío X, Papa
Venerables Hermanos
Salud y Bendición Apostólica.
Aciagos sobremanera y difíciles son los tiempos en que, por altos juicios de Dios, fue nuestra flaqueza
sublimada al supremo cargo de pastor universal de la grey de Cristo; porque es tal, en efecto, la diabólica
astucia con que el enemigo cerca y acecha al rebaño, que no parece sino que, hoy más que nunca, tienen
acabado cumplimiento aquellas proféticas palabras del Apóstol a los ancianos de la Iglesia de Éfeso: “Sé que
entrarán... lobos rapaces entre vosotros, que no perdonarán la grey15‖. Cuántos se sienten aún animados por
el deseo de la divina gloria, buscan las causas y razones de esta decadencia religiosa; y, en consonancia con sus
diferentes investigaciones, eligen los diversos caminos que a cada cual dicta su parecer para el restablecimiento
y conservación del reino de Dios sobre la tierra. Nos, Venerables Hermanos, sin desconocer el mayor o menor
Influjo de las demás causas, creemos que están en la verdad los que piensan que, tanto la actual indiferencia y
embotamiento de los espíritus, como los gravísimos males que de aquí se originan, reconocen por causa
primaria y principal la ignorancia de las cosas divinas; lo que admirablemente concuerda con lo que el mismo
Dios dijo por el Profeta Oseas: “...Y no hay en la tierra ciencia de Dios. La maldición, y a mentira, y el
homicidio, y el robo, y el adulterio, todo lo Inundan, y la sangre sobre la sangre se ha derramado. Por esto
caerán el llanto y la miseria sobre la tierra y todos los que la habitan”16. Y efectivamente, comunísimos son y,
por desgracia, no injustos los clamores que nos advierten que en nuestra época hay muchos entre el pueblo
cristiano sumidos en la más completa ignorancia de las verdades necesarias para la salvación eterna.
Y al decir pueblo cristiano, no nos referimos sólo a la plebe o a los hombres de humilde condición, cuya
ignorancia hasta cierto punto es excusable, pues sometidos como están a la dura ley de sus señores, apenas les
queda tiempo para atender, a sí mismos; sino también, y muy principalmente, a aquellos que, no careciendo de
ilustración y talento, como lo prueba su erudición en las ciencias profanas, sin embargo, en materia de religión,
viven con lamentable temeridad y con ciega imprudencia. Es increíble la obscuridad que acerca de esto los
envuelve y, lo que es peor, se mantienen en ella con la más perfecta tranquilidad! Ni un pensamiento acerca de
Dios, supremo Autor y Moderador de todas las cosas, ni una idea sobre la fe cristiana; nada saben, por tanto, de
la Encarnación del Verbo, ni de la perfecta restauración del género humano, que fue su consecuencia ; nada de
la gracia, principalísimo auxilio en la consecución de los eternos bienes; nada del augusto sacrificio, ni de los
sacramentos, por medio de los cuales recibimos y conservamos esa misma gracia. Cuánta sea la malicia, cuánta
la fealdad y torpeza del pecado, jamás se tiene presente para nada; de donde resulta el ningún cuidado por
evitarlo o salir de él; y así se llega hasta el supremo día, y el sacerdote entonces, para no frustrar todo esperanza
de salvación, tiene que dedicarse a la enseñanza sumaria de la religión los últimos momentos de aquella alma,
momentos que sólo debiera emplear en excitarla a hacer actos de amor a Dios; y esto si no es que, como sucede
con frecuencia, sea tal la culpable ignorancia del moribundo, que estime inútil la obra del sacerdote y, sin
aplacar en modo alguno a Dios, se atreva a entrar con ánimo sereno por el tremendo camino de la eternidad.
Por eso dijo con razón nuestro Predecesor Benedicto XIV: “Afirmamos que una gran parte de los que se
condenan, llegan a esta perpetua desgracia por la ignorancia de los misterios de la fe que es necesario
conocer y creer para conseguir la felicidad eterna17‖. Siendo esto así, Venerables Hermanos, ¿qué tiene de
admirable que no ya entre las naciones bárbaras, sino aun entre las mismas que blasonan de cristianas, sea tan
profunda y tienda cada día a serlo más la corrupción de hábitos y costumbres? Es cierto que el Apóstol San
Pablo decía a los efesios: ―La fornicación y toda inmundicia y la avaricia, ni de nombre deben conocerse entre
15 Act., XX, 29.
16 Os., IV, I, 3.
17 Instit., XXVI, 18.
16
vosotros, como cumple a los santos; ni tampoco palabras torpes ni truhanerías‖18 ; pero, como fundamento de
tanta santidad y pureza, de ese pudor que sirve de freno a los desordenados apetitos, puso la ciencia de las
cosas divinas: “Mirad, hermanos, con cuánta cautela debéis andar; no como ignorantes, sino como sabios...
No queráis, pues, ser imprudentes, sino sabed primero la voluntad de Dios”19.
Y con mucha razón. Porque la voluntad humana apenas retiene ya algo de aquel amor innato a lo recto y
honesto con que Dios mismo la había enriquecido, y mediante el cual se veía como arrastrada por el verdadero
bien. Depravada por la corrupción de la primera culpa y casi olvidada de Dios, su Creador, todo su afán lo ha
puesto en correr tras la vanidad y la mentira.
Extraviada, pues, y obcecada por desenfrenadas concupiscencias, la voluntad necesita un guía que le
muestre el camino y la enderece por los malamente abandonados senderos de la justicia. Ahora bien, este guía
no está lejos; nos lo ha dado la misma naturaleza y no es otro que nuestra propia razón; y si ella se ve privada
de la verdadera luz, es decir, del conocimiento de las cosas divinas, será un ciego que guía a otro ciego, y, por
consiguiente, ambos darán luego en el abismo. El santo Rey David, alabando a Dios por haber concedido al
hombre la luz de la verdad, decía: “Grabada está, Señor, sobre nosotros, la luz de tu rostro”20; y para decirnos
los efectos de este don, agrega: Has dado la alegría a mi corazón; esto es, aquella alegría que ensancha nuestro
corazón para correr por el camino de los divinos mandatos.
Y que no puede ser de otro modo, lo verá fácilmente cualquiera que piense en ello, en efecto, la
sabiduría cristiana nos da a conocer a Dios y sus infinitas perfecciones, con mucha mayor amplitud que cuánto
pidieran hacer las solas fuerzas naturales. ¿De qué manera? Mandándonos al mismo tiempo que reverenciemos
a Dios por medio de la fe, que pertenece al entendimiento; de la esperanza, que nace de la voluntad; de la
caridad, que arraiga en el corazón; y así somete todo el hombre a su supremo Autor y Moderador, igualmente,
la doctrina de Jesucristo es la única que constituye al hombre en su verdadera y sublime dignidad, haciéndole
hijo del Padre celestial que está en los cielos, criado a su semejanza y partícipe con El de la bienaventuranza
eterna.
Pero, de esta misma dignidad y de su conocimiento, deduce Cristo que los hombres deben amarse entre
sí como hermanos, vivir en la tierra la vida de los hijos de la luz, no en medio de la gula y de la ebriedad, no en
concupiscencia y torpeza, no en rivalidades y emulaciones21; nos manda también que pongamos toda nuestra
confianza en Dios, que cuida de nosotros; nos manda dar a los pobres, hacer a los que nos odian y anteponer
los bienes eternos a los caducos intereses del tiempo. Y, para no entrar en más pormenores, ¿no es, acaso,
consejo y precepto de Cristo la humildad, fundamento y origen de la verdadera gloria?
“Aquel que... se humillare... ese será el mayor en el reino de los cielos”22. La humildad es la que nos
enseña la prudencia del espíritu para dominar con ella la prudencia de la carne; la justicia, para dar a cada uno
lo que le pertenece; la fortaleza, para estar dispuesto a arrostrar con ánimo sereno todos los padecimientos por
la causa de Dios y por nuestra eterna salvación; la templanza, en fin, para que, sin temor a ningún respeto
humano, nos gloriemos en la misma cruz. En resumen, por medio de la sabiduría cristiana, no sólo adquirimos
para nuestro entendimiento la luz de la verdad, sino que también se mueve y enfervoriza nuestra voluntad y
elevándonos hasta Dios, nos unimos a El por el ejercicio de la virtud. Muy lejos estamos, pues, por cierto, de
asegurar que la perversidad del alma y la corrupción de costumbres no puedan ir unidas con la ciencia
religiosa.
¡Ojalá no lo probaran cumplidamente los hechos! Sostenemos, sin embargo, que, con la mente envuelta
en las tinieblas de crasa ignorancia, no pueden ir unidas ni la voluntad recta, ni las buenas costumbres. Es
verdad que el que camina con los ojos abiertos puede voluntariamente apartarse del camino recto y seguro;
pero al que camina ciego amenaza este peligro a cada instante.
Más aún: la sola corrupción de costumbres, si no se ha extinguido ya del todo la luz de la fe, deja al
menos la esperanza de la enmienda; mas, si unir la perversidad de costumbres y la falta de fe e ignorancia, ya
es casi imposible el remedio y sólo queda abierto el camino de la ruina. Si, pues, juntos y tan graves males se
derivan de la ignorancia de la religión; y si, por otra parte, es tal la utilidad y necesidad de la instrucción
religiosa que en vano pretenderá cumplir con sus deberes de cristiano el que de ella carezca; será ya oportuno
averiguar a quién corresponde en definitiva disipar de las inteligencias esta perniciosísima ignorancia, y, por
consiguiente, ilustrarlas con la necesaria ciencia.
18 Ephes. V, 3, 4.
19 Ibidem., V, 15, 17.
20 Ps., IV, 7.
21 Rom., XIII, 13.
22 Matth., XVIII, 4.
17
Plantear esta cuestión es resolverla, Venerables Hermanos: esta gravísima obligación incumbe
directamente a todos los pastores de almas. Ellos son los que, según el precepto de Cristo, deben conocer y
apacentar sus ovejas; ahora bien, apacentar es, ante todo, enseñar: ―Os daré, dice Dios por el Profeta Jeremías,
pastores según mi corazón, y os apacentarán en la ciencia y la doctrina‖23. Por eso decía también el Apóstol San
Pablo: “No... me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar”24, para dar a entender que la principal obligación
de los que de cualquier modo tienen parte en el gobierno de la Iglesia, consiste en dar a los fieles la instrucción
religiosa. Inútil nos parece ponderar las alabanzas de esta instrucción y cuán agradable sea ante los ojos de
Dios. La limosna que damos al pobre para aliviar sus necesidades es ciertamente muy grata a Dios; pero quién
podrá negar que han de serle mucho más gratos el deseo y el trabajo con que nos consagramos, no ya al alivio
de las miserias transitorias del cuerpo, sino de las eternas necesidades del alma, por medio de la enseñanza y
de la exhortación? Nada puede haber más deseable, nada más agradable para Cristo, Salvador de las almas, que
dijo de Sí mismo por el Profeta Isaías: ―A evangelizar a, los pobres me ha enviado‖25. Y aquí es del caso;
Venerables Hermanos, dejar bien en claro que no puede haber para el sacerdote obligación más grave, ni
vínculo más estrecho que éste. ¿Quién negará que en el sacerdote, a la santidad de la vida, debe: unirse la
ciencia? “Los labios... del sacerdote custodiarán la, ciencia”26. Y en realidad la Iglesia la exige severísimamente
en los que han de ser elevados al sacerdocio. Pero, ¿por qué razón? Porque el pueblo cristiano espera de ellos el
conocimiento de la luz divina, y porque Dios los destina para propagarla: “Y de su boca aprenderán la ley;
porque es el ángel del Señor de los ejércitos”27. Por eso el obispo, en la sagrada ordenación, dirigiéndose a los
presbíteros ordenados, dice: ―Sea vuestra, doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; sean próvidos
cooperadores nuestros; que, meditando día, y noche en su ley, crean lo que leyeren y enseñen lo que creyeren28.
Y si no hay sacerdote alguno a quien esto no concierna, ¿qué diremos de aquellos que, revestidos de la potestad
de jefes, ejercen el cargo de rectores de almas en virtud de su misma dignidad y, podría decirse, de una especie
de solemne pacto? Deben, en cierto modo, equipararse a aquellos doctores y pastores elegidos por Cristo para
evitar que los fieles, como débiles niños, sean arrastrados por los vientos de nuevas doctrinas inventadas por la
maldad de los hombres, y para hacer que, adultos y fuertes en la verdad y en el amor, permanezcan en todo
unidos a Cristo que es su cabeza29.
Por esta razón, el Santo Concilio de Trento, al tratar de los pastores de almas, declara que su principal y
más grave obligación es enseñar al pueblo cristiano. Por eso les manda que, prediquen al pueblo en los
domingos y fiestas más solemnes, por lo menos, y durante el Adviento y la Cuaresma, lo hagan diariamente o,
al menos tres veces por semana. Y, no contento con esto, agrega que están obligados también los párrocos, por
lo menos en esos mismos domingos y días festivos, a instruir a los niños, por sí mismos o por otros, en las
verdades de la fe, y a enseñarles la obediencia a Dios y a sus padres. Y, si se trata de administrar los
Sacramentos, manda que a cuántos los han de recibir se les dé a conocer en lenguaje claro y sencillo su eficacia.
Estas prescripciones del santo Concilio fueron breve y distintamente compendiadas y definidas en las
siguientes palabras de la Constitución: Etsi minime, de nuestro Predecesor Benedicto XIV: Dos cargas
principalísimas fueron impuestas por el Concilio de Trento a los que tienen cura de almas: la primera, que
prediquen al pueblo en los días festivos sobre las cosas divinas; la segunda, que instruyan a los niños y a todos
los ignorantes en los rudimentos de la fe y de la ley de Dios.
E hizo muy bien el sapientísimo Pontífice al deslindar estas dos obligaciones, es decir, la predicación,
enseñanza de la doctrina cristiana; porque no faltarán tal vez algunos que, llevados por el afán de disminuir su
trabajo, lleguen a persuadirse de que una homilía será suficiente catequismo. Lo cual es, ciertamente, un error
bien manifiesto; porque la predicación acerca del Evangelio está destinada a los que ya tienen suficiente
instrucción religiosa; es como el pan que se distribuye a los adultos; mientras que, por el contrario, el
catequismo viene a ser como aquella leche que, según el Apóstol San Pedro, debían desear los fieles del modo
que la apetecen los niños en su más tierna infancia.
El oficio del catequista se reduce a esto: escogida una verdad, de fe o de moral, explicarla con la mayor
claridad y extensión; y, como el fin de la enseñanza es la enmienda de la vida, debe el catequista poner frente
afrente lo que Dios manda hacer y lo que en la práctica hacen los hombres; en seguida, por medio 1 de
oportunos ejemplos, elegidos con tino en la Sagrada Escritura, en la Historia Eclesiástica o en la vida de los
23 Jer., III, 15.
24 Cor., I, 17.
25 Luc. IV, 18.
26 Malach. II, 7.
27 Ibidem.
28 Pontif.Rom.
29 Ephes., IV, 14, 15.
18
santos, persuadir a sus oyentes de la necesidad de reformar sus costumbres, mostrándoles como con la mano el
modo de efectuarlo; concluir, finalmente, con una exhortación al aborrecimiento y la fuga del vicio, y al amor y
práctica de la virtud.
No ignoramos, es cierto, que este oficio de enseñar la doctrina cristiana es por muchos tenido en menos,
como cosa de poca monta y tal vez inadecuada para captarse el aura popular; pero Nos creemos que sólo
pueden pensar así los que ligeramente se dejan llevar por las apariencias más que por la verdad. No
escatimamos, naturalmente, nuestra aprobación y alabanza a los oradores sagrados que, inflamados por el celo
de la divina gloria, se consagran a la defensa de la fe o a la glorificación de los santos; pero esa obra exige un
trabajo previo, el trabajo de los catequistas: si éste falta, falta el fundamento y en vano trabajarán los que
edifican la casa. Atildadísimos discursos, aplaudidos como preciosísimas joyas literarias, no logran muchas
veces otro fruto que halagar gratamente los oídos, dejando absolutamente frío el corazón.
Por el contrario, la instrucción catequística, aun la más humilde y sencilla, es como aquella palabra de
Dios, de la cual dice El mismo por Isaías: “Ahí como la lluvia y el rocío que descienden del cielo no toman allí,
sino que alegran la tierra, la empapan y fecundan, y dan fruto al que siembra y pan al que come; así también
será la palabra salida de mi boca; no volverá vacía, sino que hará lo que Yo quiero y fructificará en la misión
que le he confiado (16)30. De igual modo pensamos respecto de los sacerdotes que, para ilustrar las verdades de
la religión, se dan a escribir gruesos volúmenes: nada más justo que tributarles por ello el más cumplido elogio.
Pero, ¿cuántos son los lectores que saquen de tales libros un fruto proporcionado a las esperanzas y fatigas del
autor? En cambio, la enseñanza de la doctrina cristiana, hecha como es debido, nunca deja de producir utilidad
para los oyentes.
Porque, a la verdad (y lo repetimos para inflamar el celo de los ministros del Señor), hay un grandísimo
número de cristianos, que va creciendo aún de día en día, que o están en la más absoluta ignorancia de la
religión, o tienen tales nociones acerca de Dios y la fe cristiana que, sin embargo de estar rodeados por la
esplendorosa luz de la verdad católica, viven como si fueran, idolatras. Cuántos hay, cuántos son los niños, y no
sólo los niños, sino también los adultos y hasta los ancianos, que ignoran totalmente los principales misterios
de la fe, y al oír el nombre de Cristo exclaman: “¿Quién es... para creer en él”31. Así se explica que no tengan
empacho alguno de vivir criando y fomentando odios, pactar los más inicuos compromisos, realizar negocios
altamente inmorales, apoderarse de lo ajeno mediante la usura, y tantas otras maldades de esta naturaleza. Así
se explica que, ignorando la ley de Cristo, que no sólo condena las torpezas, sino hasta el deseo o pensamiento
voluntario de cometerlas, aunque por cualquier causa extraña vivan alejados de los placeres obscenos, acepten
sin reparo tales y tantos torpísimos pensamientos, que verdaderamente multiplican sus iniquidades sobre los
cabellos de su cabeza.
Y esto sucede es necesario repetirlo no sólo en los campos o entre el mísero populacho, sino también, y
quizás con mayor frecuencia, entre las clases elevadas, entre aquellos a quienes la ciencia hincha, que,
envanecidos por su falsa sabiduría, creen poder reírse de la religión y “blasfeman de todo lo que ignoran”32.
Ahora bien, si es inútil esperar fruto de una tierra donde nada se ha sembrado, ¿cómo pretender que se
formen generaciones morales, si no han sido oportunamente Instruidas en la doctrina cristiana? De donde con
razón deducimos que, si tanto languidece hoy la fe, hasta quedar en muchos casi extinguida, es porque, o se
cumple mal con la obligación de enseñar la religión por medio del catequismo, o totalmente no se cumple.
Sería, en verdad, muy pobre y torpe excusa la del que alegase que la fe es un don gratuito que a cada uno se nos
infunde en el bautismo; porque, si bien es cierto que todos los bautizados en Cristo quedamos enriquecidos con
el hábito de la fe, ese germen divinísimo no crece... y forma grandes ramas33 por sí solo y como por virtud
innata.
También el hombre posee desde su nacimiento la facultad de la razón; pero necesita de la palabra de su
madre que la avive y la excite a obrar. No de otra manera acontece al cristiano, que, al renacer por el agua y el
Espíritu Santo, lleva en sí engendrada la fe; pero necesita de las enseñanzas de la Iglesia para alimentarla,
robustecerla y hacerla fructífera. Por eso escribía el Apóstol: “La fe entra por el oído, y al oído llega la palabra
de Cristo”34; y para manifestar la necesidad de la enseñanza religiosa, agrega: “¿Cómo... oirán si no se les
predica?”35.
30 Is., LV, 10, 11.
31 Joan, IX, 36.
32 Jud., 10.
33 Marc, IV, 32.
34 Rom., X, 17.
35 Ib., 14.
19
Y, si con lo que hemos dicho queda probada la importancia de la enseñanza religiosa, toca a Nos
emplear la más exquisita solicitud en que esta obligación de enseñar la doctrina cristiana, la más útil, como
dice nuestro Predecesor Benedicto XIV, para la gloria de Dios y salvación de las almas36, se mantenga siempre
en todo su vigor y, si en alguna parte estuviere descuidada, recobre su antiguo lustre.
Deseando, pues, Venerables Hermanos, satisfacer a este gravísimo deber de nuestro Supremo Apostolado, y
uniformar en todas partes el método en cosa de tanta importancia; en virtud de nuestra suprema autoridad,
establecemos y mandamos severísimamente que en todas las diócesis se observe y practique lo que sigue:
I. Todos los párrocos y, en general, cuántos tengan cura de almas, instruirán a los niños y niñas, en los
domingos y días festivos del año, sin exceptuar ninguno, valiéndose del catecismo elemental, y por espacio de
una hora íntegra, sobre lo que cada uno debe creer y obrar para conseguir la salvación.
II. Los mismos, en determinados tiempos del año, prepararán a los niños y niñas para la conveniente
recepción de los Sacramentos de la Penitencia y Confirmación, precia una instrucción de varios días.
III. Igualmente, y con especialísimo cuidado, en todos los días de Cuaresma y, si fuere necesario, en los
días siguientes a la Pascua, instruyan a los jóvenes de uno y otro sexo, por medio de oportunas enseñanzas y
exhortaciones, de modo que puedan recibir los santos frutos de la primera Comunión.
IV. Institúyase en todas y cada una de las parroquias la asociación canónica llamada vulgarmente
Congregación de la doctrina cristiana. Por medio de ella encontrarán los párrocos, especialmente donde sea
escaso el número de sacerdotes, auxiliares laicos para la enseñanza del catequismo, que prestarán este servicio,
ya por el celo de la gloria de Dios, ya también para lucrar las numerosísimas indulgencias concedidas por los
romanos pontífices a los que se dedican a este magisterio.
V. En las principales ciudades, y especialmente en aquellas que estén dotadas de universidades y liceos,
ábranse cursos de religión, a fin de que pueda instruirse en las verdades de la fe y en las prácticas de la vida
cristiana, esa juventud que asiste a los colegios superiores, donde para ; nada se hace mención de la enseñanza
religiosa.
VI. y ya que, principalmente en nuestros aciagos días, la edad viril necesita tanto de instrucción
religiosa como la edad de la niñez, todos los párrocos y demás que tengan cura de almas, fuera de la
acostumbrada homilía sobre el Evangelio, que se debe predicar todos los días festivos en la iglesia parroquial,
hagan también el catequismo a los fieles, en lenguaje sencillo y acomodado al auditorio, a la hora que estimen
más oportuna para la concurrencia del pueblo, exceptuando solamente la hora del catequismo de los niños.
Para lo cual deben seguir el catecismo del Concilio de Trento, procurando que, al cabo de cuatro o cinco años,
abarquen todo lo referente al símbolo, sacramentos, decálogo, oración y mandamientos de la Iglesia.
Tal es lo que Nos, Venerables Hermanos, en virtud de nuestra autoridad apostólica, establecemos y mandamos:
a vosotros toca procurar eficazmente que, en cada una de vuestras diócesis, se ponga sin demora alguna y
totalmente en práctica; vigilar, además, y hacer uso de vuestra autoridad, a fin de que nada de lo que
mandamos se eche a olvido, o, lo que sería lo mismo, se cumpla a medias y con tibieza. Y para que
efectivamente tal cosa no suceda, es indispensable que recomendéis a los párrocos, insistiendo frecuentemente
en ello, que nunca hagan su catequismo sin previa y diligente preparación; que no usen el lenguaje de la
humana sabiduría, sino que, con simplicidad de corazón y con la sinceridad de Dios37, sigan el ejemplo de
Cristo que, aunque conocía lo más oculto desde el principio del mundo38, sin embargo, todo lo comunicaba por
medio de parábolas a las turbas, y nunca les hablaba sin parábolas39. Esto mismo sabemos que hicieron los
Apóstoles, enseñados por el Señor, y de ellos decía Gregorio Magno: Pusieron especial cuidado en predicar a las
gentes rudas, cosas fáciles y sencillas, no materias arduas y elevadas40. Y en lo que se refiere a la religión, la
mayor parte de los hombres debe, en nuestra calamitosa época equipararse a la gente ruda.
No queremos, sin embargo, que, engañado por el deseo de esta misma sencillez, se figure alguno que, en
esta materia, no necesita ningún trabajo ni preparación; muy al contrario: es este el género que con más
36 Constit. Etsi minime, 13.
37 Cor., I, 12
38 Matth. XIII, 35
39 Matth. XIII, 34
40 Moral. I, XVII, Cap. 26
20
necesidad lo requiere. Mucho más fácil es encontrar un orador grandilocuente y fecundo, que un catequista
perfecto. Por muy admirable que sea pues la facilidad del pensamiento y expresión con que la naturaleza haya
dotado a alguno, tenga siempre por cierto que, si no se prepara con larga preparación y cuidado, nunca
reportará frutos espirituales de la enseñanza de la doctrina a los niños o al pueblo. Engáñanse muy mucho los
que, confiados en la ignorancia y rudeza del pueblo, pretenden que, para instruirle, no se requiere ninguna
diligencia. Al contrario, mientras más rudo sea el auditorio, mayor esfuerzo y cuidado es necesario para
amoldar a la capacidad de esas e incultas inteligencias esas sublimísimas verdades, tan superiores a toda vulgar
comprensión, y tan necesarias a sabios como a ignorantes para conseguir la eterna felicidad.
Séanos ya permitido, Venerables Hermanos, para concluir, dirigirnos a vosotros con las palabras de
Moisés: “El que sea del Señor, sígame”41. Ponderad un momento, os lo rogamos y suplicamos, cuántos males
puede acarrear a las almas la ignorancia de una sola de las verdades divinas. Muchas y muy útiles y muy
laudables instituciones tendréis, a no dudarlo, en vuestras diócesis, para bien de vuestra grey: no dejéis, sin
embargo, de procurar, ante todas las cosas, con todo el empeño, con todo el celo, con toda la solicitud de que
sois capaces, que el conocimiento de la doctrina cristiana llegue a todos los fieles y se inculque profundamente
en sus almas. “Cada uno de vosotros -son palabras del Apóstol San Pedro-, comunique a los demás la gracia
en la medida que la haya recibido, como buenos dispensadores de la multiforme gracia de Dios”42.
Haga próspera vuestra diligencia y fecundo vuestro celo, por mediación de la Beatísima Virgen
Inmaculada, nuestra apostólica bendición, que, como testimonio de nuestro amor y como feliz augurio de las
gracias celestiales, a vosotros y al clero y pueblo a cada uno de vosotros confiado, otorgamos de todo corazón.
Dado en Roma, en San Pedro, el día 15 de abril del año 1905, segundo de nuestro pontificado.
Pío X, Papa.
41 Exod. XXXII, 26.
42 I Pet., IV, 10
21
PRIMERA PARTE
INTRODUCCIÓN AL CAPÍTULO
Necesidad de la fe y de la predicación en general
[1] La inteligencia del hombre, aunque puede, con mucho trabajo y actividad, conocer la existencia de
Dios y algunas de sus perfecciones a partir de la creación (Rom. 1 20.), no puede conocer la mayor parte de
aquellas cosas por las que se consigue la salvación eterna, a no ser que Dios le revele por la fe esos misterios.
[2] Esta fe se recibe por la audición. Por eso, Dios no dejó nunca de hablar a los hombres por medio de
los profetas, para revelarles, según la condición de los tiempos, el camino recto y seguro que conduce a la
eterna felicidad. [3] Es más, Dios quiso hablarnos por medio de su Hijo, mandando que todos le escuchasen. Y,
después de habernos enseñado la fe, el Hijo constituyó apóstoles en su Iglesia para que ellos y sus sucesores
anunciaran la doctrina de vida a todas las gentes.
[4] Por lo tanto, los fieles deben recibir la predicación de sus pastores, no como una palabra humana,
sino como la palabra divina del mismo Jesucristo (Lc. 10 16.).
Necesidad de la predicación y de este Catecismo en los tiempos actuales
[5] Esta predicación, que nunca debe omitirse en la Iglesia, es mucho más necesaria en los tiempos
actuales, a fin de que los fieles sean fortalecidos con doctrina sana y pura; pues se han presentado en el mundo
falsos profetas (Jer. 23 21.), que pervierten las almas cristianas con doctrinas falsas y perversas; y habiendo
conseguido arrastrar a sus errores provincias enteras, que antes profesaban la religión verdadera, tratan de
penetrar furtivamente en todos los lugares y regiones. [6] Y sabiendo que no pueden llegar a todos por la
palabra, esos herejes tratan de difundir sus errores por medio de libros que combaten la fe católica, y por
medio de obritas de apariencia piadosa, para engañar las almas de los sencillos.
[7] Por eso, el Concilio de Trento juzgó conveniente, con el fin de remediar tan gran mal, dar un
catecismo para la instrucción del pueblo cristiano; [8] catecismo publicado con la autoridad del mismo
Concilio, y que diese a los que han recibido el cargo de enseñar, la regla de exponer la fe y de instruir al pueblo
fiel en todos los deberes de la religión. [9] Con esto, el Concilio no se propone explicar minuciosamente todos
los dogmas de la fe cristiana, sino sólo exponer a los párrocos aquellas cosas que pudieran ayudarles en la
enseñanza de esta misma fe.
Qué deben tener presente los párrocos al predicar la fe
En su predicación, los párrocos deben:
[10] 1º Ante todo, tener en mente un doble fin: • el primero, dar a conocer al solo Dios verdadero
y a Jesucristo, y éste Crucificado, pues toda la ciencia del hombre cristiano y toda su felicidad se encierran en
este punto (Jn. 17 3.); • el segundo, exhortar al pueblo fiel a traducir ese conocimiento en obras por la
imitación de las virtudes de Cristo, especialmente de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo, pues en la caridad
se resumen la Ley y los Profetas (Mt. 9 22.), es el cumplimiento de la Ley (Rom. 13 8.), el fin de los
Mandamientos (I Tim. 1 5.) y el camino más excelente para ir a Dios (I Cor. 12 31.).
[11] 2º Acomodarse a sus oyentes, a su edad, a su capacidad, a sus costumbres y estado, a sus
necesidades, a fin de hacerse todo a todos para ganarlos a todos para Cristo(I Cor. 9 22.), imitando en eso a
nuestro Señor, que siendo la Sabiduría del eterno Padre, no se desdeñó en bajar hasta nosotros y acomodarse a
nuestra capacidad para darnos los preceptos de la vida del Cielo.
[12] 3º Sacar lo que deben predicar de la Escritura y de la Tradición, en las cuales se contiene
la Revelación de Dios, ocupándose continuamente en su estudio y meditación (I Tim. 4 13.), y distribuyendo la
doctrina, como nuestros mayores, en cuatro partes: • el Símbolo de los Apóstoles, que contiene todas las
verdades que se deben saber; • los Sacramentos, que comprenden las cosas que son signos e instrumentos para
recibir la gracia de Dios; • el Decálogo, que contiene los mandamientos de Dios; • la Oración Dominical, que
encierra todo lo que los hombres deben desear, esperar y pedir.
[13] 4º Finalmente, adquirir la costumbre de hermanar la explicación del Evangelio con la
del Catecismo, ya que todo lo que se enseña en los Evangelios de los domingos cabe en alguna de las cuatro
22
partes en que se divide la doctrina cristiana. De esta manera, los párrocos enseñarán a un mismo tiempo, y con
el mismo trabajo, el Catecismo y el Evangelio.
PRELIMINARES
DE LA NECESIDAD, AUTORIDAD Y DEBERES DE LOS PASTORES DE LA IGLESIA,
Y DE LAS PARTES PRINCIPALES DE LA DOCTRINA CRISTIANA
I. Necesidad de la divina revelación para el conocimiento de la mayor parte de las verdades del
orden sobrenatural.
1. Es de tal naturaleza la Inteligencia humana, que aun habiendo descubierto y conocido por sí misma,
después de haber empleado grande aplicación y estudio, muchas de las verdades que pertenecen al
conocimiento de las cosas divinas, nunca pudo, con la sola luz natural, conocer o alcanzar la mayor parte de las
verdades por las cuales se consigue la eterna salvación, y para cuyo último fin fue el hombre creado y hecho a
imagen y semejanza de Dios. Pues, según enseña el Apóstol ―las perfecciones invisibles de Dios, aun su eterno
poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas
nos dan las criaturas‖43. Mas aquel misterio44 escondido desde los siglos y generaciones, de tal manera
sobrepuja a la inteligencia humana, que si no hubiera sido manifestado a los santos, a quienes Dios quiso hacer
notorias por el don de la fe, las riquezas de la gloria de este gran sacramento en las gentes, que es Cristo,
ningún hombre podría aspirar a tan alta sabiduría45.
II. Por qué medio se alcanza, el don maravilloso de la fe.
2. Mas como la fe proviene del oír46, es manifiesto cuán necesaria ha sido siempre para conseguir la
eterna salud, la solicitud y ministerio fiel del maestro legítimo. Porque escrito está: ―¿Cómo oirán, si no se les
predica? ¿Ni cómo predicarán, si no son enviados?”47. Por eso el clementísimo y benignísimo Dios nunca,
desde el principio del mundo, desamparó a los suyos, antes bien, muchas veces y de varios modos habló a los
Padres por los Profetas48, y según la condición de los tiempos les mostró el camino seguro y recto para la eterna
felicidad.
III. Cristo enseñó la fe, que después propagaron los Apóstoles y sus sucesores.
3. Pero como tenía prometido que había de enviar al Doctor de la Justicia para luz de las gentes49, y para
que fuese su salud hasta los fines de la tierra, últimamente nos habló por medio de su Hijo50, mandando por
voz venida del cielo desde el trono de su gloria que todos lo oyesen y obedeciesen a sus mandamientos. Luego
43 “Invisibilia enim ipsius, a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur: sempiterna quoque eius
virtus et divinitas.” Rom., I, 20.
44 “Mysterium quod absconditum fuit a saeculis, et generatiombus, nunc autem manifestum est sanctis eius, quibus
voluit Deus notas facere divitias sacramenti huius in gentibus, quod est Cristus.” Colss., I, 26, 27.
45 Cuanto nos enseña el Catecismo en este primer párrafo fué confirmado por el Concilio Vaticano con estas palabras: ―La
misma Santa Madre Iglesia tiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido con
la luz natural de la razón humana por las cosas creadas, pues las cosas de El invisibles, se ven después de la creación del
mundo, considerándolas por las obras creadas, pero esto no obstante, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género
humano por otra vía, y esa sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad, pues dice el Apóstol”.
“Habiendo hablado Dios muchas veces y en muchas maneras a los padres en otro tiempo por los profetas, últimamente
en estos días nos ha hablado por el Hijo. A esta divina revelación se debe ciertamente el que aquellas cosas del orden
divino, no inaccesibles por si a la razón humana, puedan ser conocidas por todos, aun en el estado actual del género
humano, fácilmente, con certeza y sin mezcla de error alguno. Mas no por esta causa se ha de tener por absolutamente
necesaria la revelación, sino porque Dios, en su bondad infinita, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a
participar de bienes divinos que exceden a toda inteligencia de mente humana.‖ De la Sesión III, cap. 2. °, del Concilio
Vaticano, celebrada el día 24 de abril de 1870.
46 “Fides ex auditu”. Rom., X, 17.
47 “Quomodo audient sine praedicante? Quomodo vero praedicabunt nisi mittantur” ? Rom., X, 14, 15.
48 “Multifariam, multisque modis olim Deus loquens patribus in prophetis.” Hebr., I, 1.
49 ―Ecce dedi te in lucem gentium, ut sis salus meã usque ad extremum terrae.” Isai., XLIX, 6.
50 “Accipiens a Deo Patre honorem et gloriam, voce delapsa ad eum huiuscemodi a magnifica gloria. Hic est Filius meos
dilectus, in quo mihi complacui, ipsum audite”. Petr. I, 17
23
Jesucristo a unos constituyó Apóstoles51, a otros Profetas, a otros Pastores y Doctores que anunciasen la
palabra de vida, para que no seamos como niños vacilantes, ni nos dejemos llevar de todo viento de doctrina,
sino que, apoyados sobre el cimiento firme de la fe52, fuésemos juntamente edificados para morada de Dios en
el Espíritu Santo.
IV. Cómo deben recibirse las palabras de los Pastores de la Iglesia.
4. Y para que nadie reciba de los ministros de la Iglesia la palabra revelada por Dios, como si fuese
palabra de hombres, sino como palabra de Cristo, supuesto que lo es en verdad, estableció nuestro mismo
Salvador que se diese tanta autoridad a su magisterio, que dijo: ―El que os oye, me oye, y el que os desprecia,
me desprecia‖53. Y esto sin duda quiso se entendiese, no sólo de aquellos con quienes hablaba entonces, sino
también de todos los que después por sucesión legítima habían de ejercer el ministerio de la enseñanza, a todos
los cuales prometió que estaría siempre con ellos hasta el fin del mundo54.
V. Es necesaria la predicación de la palabra, divina.
5. Aunque nunca debe dejarse en la Iglesia la predicación de la palabra divina, en estos tiempos se debe
ciertamente trabajar con el mayor desvelo y piedad para que los fieles sean sustentados y fortalecidos con la
doctrina sana e incorrupta como alimento de vida55. Pues han aparecido en el mundo aquellos falsos profetas,
de quienes dijo el Señor: ―Yo no los enviaba, pero ellos corrían. No les hablaba, mas ellos predicaban‖56, para
pervertir los ánimos de los cristianos con enseñanzas falsas y peregrinas. Y en esto su malicia auxiliada con
todas las artes de Satanás ha hecho tales progresos, que parece no reconoce límite ni término alguno, de suerte
que si no estuviéramos asegurados con aquella promesa del Salvador, quien afirmó que había puesto en su
Iglesia un fundamento57 tan firme que jamás las puertas del Infierno podrían prevalecer contra ella, bien
pudiéramos temer por su existencia estando cercada ahora por todas partes de tantos enemigos, tentada y
combatida de tantas maneras.
VI. Las herejías se han propagado por muchísimas provincias.
6. Pues dejando aparte provincias nobilísimas que en tiempos antiguos retenían piadosa y santamente
la verdadera y católica religión que heredaron de sus mayores, y que ahora, apartados del recto camino, de tal
modo les ha seducido el error que se glorían de profesar la verdadera piedad por el mismo hecho de haberse
apartado muy lejos de la doctrina de sus padres, no puede hallarse región tan remota, o lugar tan seguro, ni
parte alguna de la república cristiana en la cual esta maldad no haya intentado introducirse ocultamente.
VII. De qué manera se han propagado los errores.
7. Aquellos que se propusieron seducir las almas de los fieles, conociendo que en manera alguna podían
hablar en público con todos, ni comunicar a sus almas las perversas doctrinas, emplearon otro medio por el
cual propagaron los errores de la impiedad mucho más fácil y extensamente. Pues, además de publicar grandes
volúmenes con los que procuraron la ruina de la fe católica, pero de los cuales fue fácil precaverse por contener
herejías manifiestas, escribieron también innumerables librillos, al parecer piadosos, con los cuales, es
increíble la facilidad con que sedujeron los ánimos incautos de los sencillos.
VIII. Por qué mandó el Concilio Tridentino que se publicase este Catecismo58.
51 “Et ipse dedit quosdam quidem apostolos, quosdam autem prophetas, alios autem pastores et doctores...omni
vento simus parvuli fluctuantes, et circunferamur omni vento doctrinae.” Eph., IV, 11.
52 “In quo et vos coaedificamini habitaculum Dei in Spiritu.” Eph., II, 22.
53 “Qui vos audit, me audit: et qui vos spernit, me spernit.” Luc., X, 16
54 “Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi.” Matth., XXVIII, 20.
55 “Doctrinis variis et peregrinis nolite abduci.” Hebr., XIII, 9.
56 “Non mittebam prophetas, et ipsi currebant: non loquebar ad eos, et ipsi prophetabant.” Hier., XXIII, 21.
57 “Super hanc petram aedificabo ecelesiam meam, et portae inferi non praevalebunt adversus eam.” Matth., XVI, 18.
58 El día 13 de abril de 1546 se propuso a los Padres de Concilio Tridentino un proyecto de decreto sobre la publicación de
un Catecismo en latín y en lengua vulgar, ex ipsa sacra Seriptura a pattious orthodoxis exceptum, para la instrucción de
los niños y de los ignorantes, que necesitan leche de doctrina antes de poder digerir el alimento sólido. Aprobada esta
moción por la mayoría de los Padres, decretóse a 16 del dicho mes: Que se hiciese, y que sólo se pusieran en él las cosas
que miran a los fundamentos de la fe. Nombróse una comisión para redactarlo; pero no tuvo tiempo de hacerlo antes de
la clausura del Concilio. Con todo, antes de separarse, el Concilio encargó al Papa el cuidado de la terminación y
publicación del Catecismo. Sess. XXV.)
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Catecismo romano concilio de trento - p. alfonso maría gubianas

  • 1.
  • 2. 2 CATECISMO ROMANO PROMULGADO POR EL CONCILIO DE TRENTO Comentado y anotado por el R.P. Alfonso Mª Gubianas, O.S.B. MANUAL CLÁSICO DE FORMACIÓN RELIGIOSA Necesario al clero y a los fieles, E indispensable, como catecismo de perseverancia, A las parroquias, familias cristianas Y colegios EDITORIAL LITÚRGICA ESPAÑOLA, S. A. SUCESORES DE JUAN GILI Cortes, 581. Barcelona. 1926
  • 3. 3 Sobre ésta edición digital. En la presente edición se encuentra la traducción hecha y anotada por el R. P. Alfonso María Gubianas, O.S.B., editada, originalmente por la ―Editorial litúrgica española‖ en el año 1926, Barcelona; con nihil obstat de Agustín Mas Folchi, sensor, imprimatur del Vicario general Pascual López y por mandato de Su Sría., Lic. Salvador Carreras, Pbro. Dada la licencia de la Orden por el Abad D. Romualdus Somó (abb. Proc. Et Vicarius Glis.) y el D. Semilianus de Caurentiis O.S.B., consultor a secretis. A esta edición: Hemos dejado las anotaciones del padre Gubianas, las cuales, aparecen como notas al pié de página. Hemos respetado íntegramente el texto original, inclusive, respetando la traducción y los nombres de los capítulos. También, hemos agregado a esta edición digital, a cada capítulo, introducciones a modo de resumen de la materia a tratar, que puede servir como ―apuntes‖ para el estudio de éste catecismo. Los resúmenes están realizados por el R.P. José María Mestre Roc, profesor de Sagrada Escritura, Espiritualidad y Catecismo en el Semianrio Internacional Nuestra Señora Corredentora, de Buenos Aires, La Reja. Stat Veritas (www.statveritas.com.ar)
  • 4. 4 INTRODUCCIÓN AL CATECISMO ROMANO No siendo posible considerar las maravillosas excelencias de la obra inmortal de un Dios misericordioso, cual es la Iglesia católica, sin que la más profunda veneración hacia la misma se apodere de nuestro ánimo, ya se atienda a los hermosos frutos de santidad que han aparecido desde su institución, ya a sus constantes esfuerzos para elevar al hombre, ya a su prodigiosa influencia en todos los órdenes de la vida, para la realización del reinado de Jesucristo en medio de la sociedad, ¿cómo no deberá aumentar más y más esta admiración si nos fijamos en lo que ha hecho la Iglesia católica para propagar las verdades revela-das por Jesucristo, de las que la hiciera depositaria, tesorera y maestra infalible? Que la Iglesia haya cumplido el encargo de su divino Fundador de enseñar a los hombres toda la verdad revelada, lo están pregonando los mil y mil pueblos que conocen al verdadero Dios, y le adoran; son de ello monumento perenne todas las instituciones cristianas encaminadas al auxilio de las necesidades de los hombres redimidos por Jesucristo. No solamente ha propagado la Iglesia católica las verdades que recibió de Jesucristo, sino que, como la más amante de las mismas, ha condenado cuantos errores a ellas se oponían. Cuantas veces se han levantado falsos maestros para negar las verdades evangélicas, cuantas veces el espíritu del mal ha querido sembrar cizaña en el campo de la Iglesia, cuantas veces el espíritu de las tinieblas ha intentado obscurecer la antorcha de la fe, ella ha mostrado a sus hijos, al mundo entero, cuál era la verdad, en dónde estaba el error, cuál era el camino recto y cuál el que conducía al engaño y a la perdición. Desde las páginas evangélicas en que el Apóstol amado demostró a los adversarios de la divinidad de Jesucristo su divina generación, hasta nuestros días, en que hemos contemplado cómo el sucesor de San Pedro anatematizaba la moderna herejía, siempre ostenta la Iglesia, en frente del error, en frente de la herejía, su más explícita y solemne condenación. Este carácter de la Iglesia santa, esta su prerrogativa, esta su nota de acérrima defensora de la verdad, tal vez no ha brillado jamás tan resplandeciente, quizá no la ha contemplado jamás el mundo con tanto esplendor como en el siglo décimosexto. Grandes fueron los esfuerzos de las pasiones para la propagación del error, para su defensa, para presentarlo como el único que debía dirigir la humana conducta, como el único salvador y regenerador de la sociedad. No podía permanecer en silencio la Iglesia de Jesucristo en tales circunstancias, y no permaneció, según nos lo demuestran clarísimamente cada una de las verdades solemnemente proclamadas en el Concilio Tridentino, cada uno de los anatemas fulminados por aquella santa asamblea contra la herejía protestante. Congregado aquel Concilio Ecuménico para atender a las necesidades que experimentaba el pueblo cristiano, no le fué difícil comprender la importancia y necesidad de la publicación de un Catecismo destinado a la explicación de las verdades dogmáticas y morales de nuestra santa fe, para contrarrestar los perniciosísimos esfuerzos de los novadores al esparcir por todos los modos posibles, aun entre el pueblo sencillo e incauto, sus perversas y heréticas enseñanzas. Tal podríamos decir que fué el principal objeto de la publicación de este Catecismo. Y con esto queda ya indicado lo que es el Catecismo Tridentino: una explicación sólida, sencilla y luminosa de las verdades fundamentales del Cristianismo, de aquellos dogmas que constituyen las solidísimas y esbeltas columnas sobre las cuales descansa toda la doctrina católica. En primer lugar, lo que distingue a este preciosísimo libro, a este monumento perenne de la solicitud de la Iglesia para la religiosa instrucción de sus hijos, del pueblo cristiano, es la solidez. Esta se descubre y manifiesta en los argumentos que emplea para la demostración de cada una de las verdades propuestas a la fe de sus hijos. No pretende ni quiere que creamos ninguno de los artículos de la fe sin ponernos de manifiesto, sin dejar de aducir aquellos testimonios de la divina Escritura reconocidos como clásicos por todos los grandes apologistas cristianos, por los grandes maestros de la ciencia divina. Este es siempre el primer argumento del Catecismo; sobre él descansan todos los demás, demostrándonos cómo la enseñanza cristiana, la fe de la Iglesia católica, está en todo conforme con las letras sagradas. Este modo de demostrar la verdad católica, además de enseñarnos el origen de la misma, era una refutación de los falsos asertos de la nueva herejía, pues no reconociendo ésta otra verdad que la de la Escritura, por la misma Escritura, se la obligaba a confesar por verdadero lo que con tanto aparato quería demostrar y predicaba como erróneo y falso. Es tal el uso que de las Escrituras se hace para demostrar las verdades del Catecismo, que, leyéndolo atentamente, no podemos dejar de persuadirnos que es éste el más sabio, el más ordenado, el más completo compendio de la palabra de Dios. Al testimonio de las Sagradas Escrituras, añade el Catecismo la autoridad de los Santos Padres. Estos, además de mostrarnos el unánime consentimiento de la Iglesia en lo relativo al dogma y a la moral, además de
  • 5. 5 ser fieles testigos de las divinas tradiciones, esclarecen con sus discursos las mismas verdades, las confirman con su autoridad y nos persuaden que asintamos a las mismas, tan conformes así a la sabiduría como a la omnipotencia del Altísimo. Es tan grande la autoridad atribuida por el Catecismo a los Santos Padres, que, en relación con la importancia y sublimidad de los dogmas propuestos, está el número de sus testimonios aducidos. Así, para enseñarnos la doctrina de la Iglesia relativa al divino sacramento de la Eucaristía, no se contenta con recordarnos las palabras de los santos Ambrosio, Crisóstomo, Agustín y Cirilo, sino que nos invita a leer lo enseñado por los santos Dionisio, Hilarlo, Jerónimo, Damasceno y otros muchos, en todos los cuales podremos reconocer una misma fe en la presencia real de Jesucristo en el sacramento del amor. Por último, quiere el Catecismo que tengamos presente las definiciones de los Sumos Pontífices y los decretos de los Concilios Ecuménicos, como inapelables e infalibles, en todas las controversias religiosas. He ahí indicado de algún modo el carácter que tanto distingue, ennoblece y hace inapreciable al Catecismo. Más no se contentó la Iglesia con dar solidez a su Catecismo, sino que le dotó de otra cualidad que aumenta su mérito y le hace sumamente apto para la consecución de su finalidad educadora: es sencillo en sus raciocinios y ex- plicaciones. Quiso el Santo Concilio que sirviera para la educación del pueblo, y para ello ofrece tal diafanidad en la expresión de las más elevadas verdades teológicas, que aparece todo él, no como si fuera la voz de un oráculo que reviste de enigmas sus palabras, sino como la persuasiva y clara explicación de un padre amantísimo, deseoso de comunicar a sus predilectos y tiernos hijos el conocimiento de lo que más les interesa, el conocimiento de Dios, de sus atributos, de las relaciones que le unen con los hombres y de los deberes de éstos para con su Padre celestial. Si alguna vez se han visto en amable consorcio la sublimidad de la doctrina con la sencillez embelesadora de la forma, es, sin duda ninguna, en este nuestro y nunca bastante elogiado Catecismo. Este carácter, que le hace tan apreciable, nos recuerda la predicación evangélica, la más sublime y popular que jamás escucharon los hombres. Esta sublime sencillez se nos presenta más admirable cuando nos propone los más encumbrados misterios, de tal modo expuestos, que apenas habrá inteligencia que no pueda formarse de los mismos siquiera alguna idea. Como prueba de esto, véase cómo explica con una semejanza la generación eterna del Verbo: ―Entre todos los símiles que pueden proponerse —dice— para dar a entender el modo de esta generación eterna, el que más parece acercarse a la verdad es el que se toma del modo de pensar de nuestro entendimiento, por cuyo motivo San Juan llama Verbo al Hijo de Dios. Porque así como nuestro entendimiento, conociéndose de algún modo a sí mismo, forma una imagen suya que los teólogos llaman verbo, así Dios, en cuanto las cosas humanas pueden compararse con las divinas, entendiéndose a sí mismo, engendra al Eterno Verbo‖. Otras muchas explicaciones de las más elevadas verdades hallamos en este Catecismo, todas las cuales nos demuestran cuánto desea que sean comprendidas por los fieles y el gran interés que todos debemos tener para procurar su inteligencia aun por los que menos ejercitada tienen su mente en el conocimiento de las verdades religiosas. De la solidez y sublime sencillez, tan características de este Catecismo, nace otra cualidad digna de consideración, y es la extraordinaria luz con que ilustra el entendimiento, sin omitir de un modo muy eficaz la moción de la voluntad para la práctica de cuanto se desprende de todas sus enseñanzas. Después de la lectura y estudio de cualquiera de las partes del Catecismo, parece que la mente queda ya plenamente satisfecha en sus aspiraciones, y no necesita de más explicaciones para comprender, en cuanto es posible, lo que enseña y exige la fe. Mas no se contenta con la ilustración del entendimiento, sino que, según hemos ya indicado, se dirige especialmente a que la voluntad se enamore santamente de tan consoladoras verdades, las aprecie y se esfuerce en demostrar con sus obras que su fe es viva, práctica, y la más pode-rosa para la realización de la vida cristiana, aun en las más difíciles circunstancias. Quiénes fueron sus autores Varios son los nombres dados a este Catecismo según los diferentes respectos con que se le considere. Es conocido con el nombre de Catecismo Tridentino, por haberse empezado por disposición de aquel Concilio Ecuménico; Catecismo de San Pío V, porque fué aprobado y publicado por este Soberano Pontífice, y también Catecismo Romano, por ser el que la Iglesia Romana propone a quienes tienen el encargo de enseñar su doctrina al pueblo como norma segura, exenta de error y la más acomodada a la capacidad de la generalidad de los fieles. Para demostrar con cuánta verdad se le da el nombre de Catecismo Tridentino, no tenemos más que recordar lo establecido por aquella santa Asamblea en su sesión XXIV, cap. 7, por estas palabras: ―Para que los fieles se presenten a recibir los sacramentos con mayor reverencia y devoción, manda el santo Concilio a todos
  • 6. 6 los obispos que expliquen, según la capacidad de los que los reciben, la eficacia y uso de los mismos Sacramentos, no sólo cuando los hayan de administrar por sí mismos al pueblo, sino también han de cuidar de que todos los párrocos observen lo mismo con devoción y prudencia, haciendo dicha explicación aun en lengua vulgar si fuere menester y cómodamente se pueda, según la forma que el santo Concilio ha de prescribir respecto de todos los Sacramentos en su Catecismo, el cual cuidarán los obispos se traduzca fielmente en lengua vulgar, y que todos los párrocos lo expliquen al pueblo‖. No habiendo sido posible terminar el Catecismo antes de la clausura del Concilio Tridentino, el Sumo Pontífice Pío IV encomendó este asunto al cuidado de algunos obispos y teólogos para que preparasen la materia necesaria a tan útil obra. Los principales a quienes eligió para esta importante empresa fueron Muelo Calina1, Leonardo de Marinis2, Egidio Fuscario3 y Francisco Foreiro4. También cooperaron a la misma el Cardenal Seripando5, Miguel Medina6, y Pedro Galesino7. Reunido todo lo necesario para la composición de la obra, escogió a Mucio Calino, Pedro Galesino y Julio Poggiani8 para que la ordenasen y compusiesen en estilo elegante y el más acomodado a la sublimidad del asunto. Constando el Catecismo de cuatro partes, encomendó las dos primeras, esto es, el Símbolo y los Sacramentos, a Mucio Calino; el Decálogo, a Pedro Galesino, y la Oración Dominical, a Julio Poggiani. Este empleó los últimos cuatro meses del año de 1564 en la redacción de la última parte del Catecismo. Cuando Mucio Calino y Pedro Galesino hubieron terminado el Símbolo, los Sacramentos y el Decálogo en el año de 1565, quisieron que Julio Poggiani revisara, corrigiera y enmendase cuanto habían hecho, dando a toda la obra uniformidad de estilo, como si fuese tan sólo uno mismo el autor de ella. Muerto el Papa Pío IV en el año de 1565, le sucedió Pío V, al que rogó en gran manera San Carlos Borromeo la publicación del Catecismo Tridentino. De nuevo fué revisado y perfeccionado por el cardenal Sirleto9, Mucio Colino, Leonardo de Marinis, Tomás Manrique10, Eustaquio Locatello y Curcio Franco. Terminados todos estos estudios, y perfeccionada la obra por tan eminentes teólogos y literatos, en octubre del año de 1566 se encomendó su impresión a Paulo Manucio, quien la publicó en Roma, con privilegio del Santísimo Papa Pío V, en hermosos y nítidos caracteres, excelente papel, aunque sin las divisiones introducidas posteriormente. 1 Mucio Calino, natural de Brescia, varón de mucha piedad y adornado de no vulgar ciencia, primeramente fué obispo de Zara, y últimamente de Terni. Por mandato de Pío IV y Pío V, colaboró en la redacción del Catecismo Tridentino, Indice de libros prohibidos, Breviario y Misal. 2 Leonardo de Marinis, O. P., fué creado por Julio III obispo de Laodicea y sufragáneo del obispo de Mantua; después Pío IV le hizo arzobispo. Enviado al Concilio Tridentino, se portó muy dignamente, mereciendo ser alabado y admirado por aquella santa Asamblea. Los Sumos Pontífices le enviaron tres veces como Legado Apostólico a diferentes Príncipes. Finalmente, trasladado al obispado de Alba, murió en Roma el año de 1578. Trabajó en la reforma del Breviario, Misal Romano y en la redacción del Catecismo del Concilio Tridentino. 3 Egidio Fuscario, O. P., fué Maestro del Sacro Palacio en el Pontificado de Paulo III. El Papa Julio III le creó obispo Munitense. Fué en gran manera perseguido y acusado de herejía, pero calmada esta tempestad, y convencidos todos de la pureza e integridad de su fe, fué enviado por el Sumo Pontífice Pío IV al Concilio de Trento, en el cual dio ilustres pruebas y el más brillante testimonio de católica fe, eximia doctrina y singular prudencia. Murió en Roma el año de 1564. 4 Francisco Foreiro, O. P., insigne por sus estudios teológicos y literarios, fué enviado por el rey de Portugal como teólogo al Concilio Tridentino, en el cual brilló en tanto grado por su ingenio, que, disponiéndose a partir de Trento, terminado el Concilio, pidió san Carlos Borromeo al rey de Portugal le dejase ocupar en la composición del Catecismo. 5 Jerónimo Seripando, natural de Nápoles, cardenal de la Santa Iglesia Romana del título de santa Susana, fué enviado por Pío IV como Legado Apostólico al Concilio Tridentino. 6 Miguel Medina, O. M. C. Asistió al Concilio Tridentino como teólogo enviado por Felipe II. Era muy erudito en las lenguas hebrea, griega y latina. Defendió con mucho valor la Iglesia Católica, así con escritos como de palabra. 7 Pedro Galesino, de Milán, fué Protonotario Apostólico. Poseía en grado superior las lenguas hebrea, griega y latina. Escribió, además de otras varias obras, unas anotaciones al Martirologio. 8 Julio Poggiani, natural de Suna, nació el día 13 de septiembre de 1522. Se distinguió por su pericia en la lengua del Lacio. Fué secretario de tres cardenales, Dandini, Truxi y Borromeo. Los Papas Pío IV y Pío V le confiaron este mismo cargo. Escribió las Actas del primer Concilio Provincial de Milán. Murió el año de 1562. 9 Guillermo Sirleto, no fué noble por su cuna o riquezas, sino por sus virtudes y doctrinas. Habiéndose instruido en Nápoles en las lenguas hebrea, griega y latina, vino a Roma, en donde fué muy amado de Paulo IV y del Cardenal Borromeo. Paulo IV le creó obispo y después cardenal de la santa Romana Iglesia. El Papa san Pío V le nombró revisor del Catecismo Tridentino. Murió el año de 1581. 10 Tomás Manrique, O. P. Español, descendiente de una noble familia, brilló en tanto grado por su prudencia y erudición, que fué Procurador de su Orden, y después de pocos años, el Papa Pío IV le nombró Maestro del Sacro Palacio. Habiendo creado el Papa Pío V una Cátedra de Teología en la Basílica Vaticana, fué el primero que la regentó.
  • 7. 7 Concilios y Sumos Pontífices que lo han recomendado En la imposibilidad de enumerar los Concilios Provinciales y Sínodos diocesanos que recomendaron este Catecismo como el más propio para la educación religiosa del pueblo cristiano, tan sólo apuntaremos los más importantes. El primer Concilio Provincial de Milán, celebrado bajo la presidencia de San Carlos Borromeo, el alío de 1565, aun antes de la publicación del Catecismo Tridentino, estableció que ―los clérigos, después de haber entrado en los catorce años, a fin de poder meditar de día y de noche la Ley del Señor, en cuya suerte se hallan, tengan, cuando no abundancia, a lo menos el necesario número de libros sagrados ; pero imprescindiblemente posean el Antiguo Testamento y el Catecismo que se publicará en Roma, tan pronto salga a luz‖. Además de San Carlos Borromeo, asistió a este Concilio, Hugo Boncompagnus, miembro que fué también del Concilio Tridentino, y después Sumo Pontífice con el nombre de Gregorio XIII; Nicolás Sfondrato, obispo de Cremora y después Sumo Pontífice con el nombre de Gregorio XIV; el cardenal Guido Fe rreiro, obispo de Vercelli; el cardenal Federico Cornelio, obispo de Bérgamo, y otros muchos, ilustres por su virtud, piedad y doctrina, todos los cuales asistieron al Concilio Tridentino. En el Concilio Provincial de Benevento, celebrado el año de 1567, siendo arzobispo de aquella Sede el cardenal Jaime Sabello, se ordenó a los párrocos y demás que tenían el cuidado pastoral: ―Por cuanto su principal cuidado debe consistir en instruir al pueblo que está a su cargo en los artículos de la fe que se contienen en el Credo, en los Mandamientos del Decálogo, en los Sacramentos de la Iglesia y en la inteligencia de la oración dominical, para desempeñar esta obligación tengan continuamente entre manos el Catecismo que se ha publicado por disposición de Pío Pontífice, a fin de que así puedan enseñar todas estas cosas según la sana y eclesiástica doctrina‖. De los diez prelados que asistieron a este Concilio Provincial, seis habían concurrido al Concilio Ecuménico de Trento. El Concilio Provincial de Rávena, celebrado el año de 1568 y presidido por el cardenal arzobispo Julio Feltrio, en el cap. IV, tít. de Seminario, establece: ―Principalmente tengan los seminaristas de continuo entre manos el Catecismo que poco ha se publicó por disposición de nuestro Santísimo Padre Pío V‖. Este Concilio, al que asistieron quince sufragáneos, fué aprobado por el Papa San Pío V. El segundo Concilio de Milán, celebrado bajo la presidencia de San Carlos Borromeo el año de 1569, y en el que se reunieron 13 obispos, ordena a los párrocos: ―Que, reuniéndose, traten, con frecuencia, alguna lección del Catecismo Romano‖. El Concilio de Salzburgo del 1569, celebrado bajo la presidencia del arzobispo Juan Santiago, establece en la constitución 26, cap. III: ―Cuando los párrocos hubieren de administrar los Sacramentos, como también los obispos cuando hubieren de hacerlo, deben explicar a los que estuvieren a su cargo, la virtud y uso de los Sacramentos en nuestra lengua vulgar alemana, acomodándose a la capacidad de los que los reciben, según lo que se con-tiene en el Catecismo Romano, a la verdad utilísimo y en nuestros tiempos muy necesario, el cual, traducido también ahora en lengua alemana, todos le pueden adquirir por poco precio‖. Asistieron al mismo Concilio ocho obispos, siendo confirmado por el Sumo Pontífice Gregorio XIII, el día 5 de julio de 1574. El tercer Concilio Provincial de Milán, celebrado en 1573 por San Carlos Borromeo, manda: ―Que los párrocos usen en la administración de los Sacramentos los lugares y doctrina del Catecismo Romano‖. Además del cardenal Paulo Adressio, concurrieron trece obispos al mismo Concilio. Fué aprobado por Gregorio XIII. El Concilio Provincial de Génova, celebrado en el año de 1574 bajo la presidencia de Cipriano Palavicini, dispone: ―Que los párrocos reciten a los niños, palabra por palabra, alguna cosa del Catecismo Romano‖. Este Concilio fué aprobado por la Congregación de los Cardenales, intérpretes del Concilio Tridentino el día 9 de octubre de 1574. El cuarto Concilio Provincial de Milán, celebrado por San Carlos Borromeo en 1576, ordena: ―Que el párroco muestre a la vista, cuando hiciere la visita, entre otros libros, el Catecismo Romano‖. Y en las advertencias a los clérigos: ―Trabajadores dice con el mayor cuidado, para tener presentes y bien considerados, según la doctrina del Catecismo Romano, mayormente los cuatro lugares que son los doce artículos de la fe, los siete Sacramentos, los diez mandamientos y la oración dominical‖. Este Concilio fué aprobado por el Papa Gregorio XIII. El quinto Concilio Provincial de Milán, celebrado en 1579 por San Carlos Borromeo, establece: ―Que en la enseñanza de los misterios de la fe se siga principalmente la doctrina del Catecismo Romano‖, También fué aprobado por Gregorio XIII. Además, manda su lectura en los seminarios y que se pregunte a los ordenandos si tiene el Catecismo Romano, averiguando si poseen su doctrina.
  • 8. 8 En este mismo año de 1579, el clero de toda la Galia, en la asamblea de Melun, ordena: ―Que aquellos que tienen cura de almas tuviesen continuamente entre manos el Catecismo del Concilio Tridentino‖. El Concilio Provincial de Ruan, celebrado en el año 1581 bajo la presidencia del cardenal Carlos de Borbón, en el tít. De Curat. Officiis, manda: ―Para que todo párroco pueda cumplir con su oficio, tengan todos el Catecismo Romano en latín y francés, y, según él prescribe, enseñen la doctrina del Credo, de los Sacramentos, del Decálogo y demás cosas necesarias para la salvación‖. Fué aprobado por el Sumo Pontífice Gregorio XIII, el 19 de marzo de 1582. El Concilio Provincial de Burdeos, celebrado en el año 1583 por Antonio Prevoste, en el tít. VIII De Sacramentis, ordena: ―A los párrocos que traigan continuamente entre manos el Catecismo del Concilio Tridentino, en donde con toda claridad se explica la virtud y eficacia de los Sacramentos‖. En el tit. XVIII de Parochis, dice: ―Todos los días de fiesta expliquen los párrocos al pueblo alguna cosa del Catecismo Tridentino (el cual, publicado ya por nuestra orden en latín y francés, les encargamos le tengan consigo), en orden a todo lo que el cristiano ha de saber, a fin de que así entiendan los fieles qué es lo contenido en los artículos de la fe y qué piden cuando rezan la oración dominical y cuál es el número, virtud, eficacia y efecto de los Sacramentos‖. Fue aprobado este Concilio por el Papa Gregorio XIII el día 3 de diciembre de 1583, y por los cardenales intérpretes del Concilio Tridentino el día 9 del mismo mes y año. El Concilio Provincial de Turs, celebrado el año de 1583 y presidido por el arzobispo Simón de Maille, en el tít. De proff. fid. tuenda, manda : ―Que todos los admitidos a oír confesiones estén obligados a tener el Catecismo del Concilio Tridentino y a saberlo de memoria‖. Fue aprobado por el Sumo Pontífice Gregorio XIII, el día 8 de octubre de 1584. El Concilio de Reims, celebrado en 1583 por el cardenal arzobispo Ludovico de Guisa, en el título VI, de Curatis, establece: ―Que los párrocos no sólo vivan santamente, sino que, además, tengan siempre en las manos algún libro que trate del modo de administrar los Sacramentos, o el Catecismo del Concilio Tridentino, ya en latín o en lengua vulgar, del cual saquen cada domingo lo que sea conforme al Evangelio y se deba proponer al pueblo‖. Fué confirmado por el Papa Gregorio XIII, como puede leerse en las letras que expidió el día 30 de julio de 1584. El Concilio Provincial de Aix, celebrado el año, de 1585 bajo la presidencia del arzobispo Alejandro Canigiano, determina en el tít. de Parochis: ―Para que cada párroco pueda desempeñar su cargo, tenga el Catecismo Romano en latín y francés, y enseñe la doctrina del Credo, Decálogo, Sacramentos, oración dominical y demás cosas necesarias para la salvación, según él enseña y prescribe‖. Y en el título De Seminario: ―Este sea el uso perpetuo de todos los Seminarios, que el Catecismo Romano se lea primero y se explique con la mayor diligencia a los jóvenes y no se deje parte alguna suya, de cuyas doctrinas no queden aquéllos imbuidos con todo el cuidado posible‖. Fué aprobado este Concilio por el Sumo Pontífice Sixto V, el día 4 de mayo de 1586, y por los cardenales intérpretes del Concilio Tridentino el día 5 del mismo mes y año, El Concilio Provincial de Gnesma, en Polonia, celebrado en 1589 bajo la presidencia de Estanislao Kankouski, en el tít. De Parochorum ofjicio, número VII estableció: ―Que todos los días de fiesta propusiesen los párrocos al pueblo alguna cosa del Catecismo Romano, el cual procuraremos adquiera en breve nuestra provincia, acerca de lo que todos han de saber para salvarse, para que así entiendan los fieles qué es lo que comprenden los artículos de la fe, qué es lo que contiene el Decálogo, qué piden al decir la Oración Dominical, cuál es el número de los Sacramentos, su virtud y eficacia, cuál su uso, y cómo deben estar dispuestos los fieles para recibirlos‖. Este Concilio fui aprobado por la Congregación de los cardenales intérpretes del Concilio Tridentino, el día 6 de marzo de 1590, y por el Papa Sixto V, el día 9 del mismo mes y año. El Concilio Provincial de Tolosa, celebrado el ario de 1590, siendo su presidente el cardenal arzobispo Francisco de Joyosa, en la part. 1, capítulo III, De Parochis, núm. II, estableció: ―Para que más fielmente puedan (los párrocos) cumplir con su oficio, tengan perpetuamente el Catecismo Latino-Francés de la Fe Romana, y expliquen al pueblo siempre que fuere necesario, las cosas que en él se contienen acerca del Credo, Decálogo, Sacramentos y demás cosas necesarias para la salvación‖. En la part. II, cap. I, número I: ―Nunca los obispos ni los párrocos pasarán a administrar los Sacramentos, sin que primero hayan explicado por el Catecismo del Concilio Tridentino, su provechoso uso y maravillosa virtud a los que los reciben y a los demás que oyen‖. En la part. III, capítulo V, De Seminariis Clericorum: ―El Catecismo Romano se leerá con la mayor frecuencia a los alumnos de los Seminarios en ciertos y determinados días‖. El Concilio Provincial de Tarragona, celebrado en 1581, siendo su presidente Juan Torres, arzobispo, recomienda que: ―Los párrocos lean y enseñen con diligencia el Catecismo Romano‖. El Concilio Provincial de Aviñón, celebrado el año de 1594 por el cardenal arzobispo Francisco María Taurusi, en el tít. De Officio Parochi, se lee: ―Tenga continuamente cada párroco entre manos el Catecismo
  • 9. 9 Romano, para que con su auxilio pueda conocer bien el modo de administrar debidamente los Sacramentos y pueda imbuirse de sana doctrina para la predicación al pueblo que está a su cargo‖. El Concilio Provincial de Aquileya, celebrado en 1596 por el arzobispo Francisco Barbaro, se expresa así: ―Deseamos que el clero de Eslavonia lea con frecuencia el Catecismo Romano, traducido ya en lengua eslavona por disposición de Gregorio XIII, y tengan los obispos el cuidado de guardar en el archivo arzobispal un ejemplar muy correcto del mismo Catecismo, para que a su contexto se puedan en lo sucesivo reconocer y aprobar los demás ejemplares‖. También fué aprobado este Concilio por los cardenales intérpretes de Concilio Tridentino. El Concilio Provincial de Burdeos, celebrado el año de 1624, siendo presidente el cardenal De Sourdis, en el cap. XII, De praedicatione Verbi Dei, establece: ―Los que tienen cura de almas expliquen a sus parroquianos, desde el púlpito, el Catecismo Romano‖. Últimamente, el Concilio de Cremona, celebrado en 1603 por César Spaciani, dice: ―Inspirados por el Espíritu Santo aquellos Padres que presidieron el Concilio Tridentino, mandaron que se compusiese cuanto antes el Catecismo Romano, para que de él, como de fecundísimas fuentes de la santa Madre Iglesia, pudiesen todos los clérigos beber la suavísima leche de la doctrina eclesiástica; por tanto, los clérigos destinados a la enseñanza de los jóvenes guarden inviolablemente de aquí en adelante, bajo pena de suspensión, la costumbre santamente introducida en nuestros Seminarios de explicar a todos los clérigos el Catecismo Romano, haciéndolo cada día o por lo menos tres veces a la semana‖. Después de tan ilustres testimonios, después de tantas recomendaciones, después que con voz unánime es proclamada la excelencia del Catecismo Tridentino, no creo sea posible que nadie deje de convencerse del mérito de una obra así alabada y con tantos encomios enaltecida. Y no solamente los Concilios reconocieron y confesaron sus excelencias, sino que los mismos Soberanos Pontífices, Maestros infalibles de la Iglesia, son los primeros en mostrarnos el aprecio con que debe ser tenido; ellos mismos procuraron su difusión y propaga- ción. El Sumo Pontífice San Pío V, según puede verse por el siguiente Breve dirigido a Manucio el día 26 de septiembre de 1566, procuró adelantar cuanto le fué posible su publicación. ―Deseando ejecutar, por razón de nuestro cargo, ayudados por la divina gracia con la mayor diligencia lo que fué decretado y ordenado por el Concilio Tridentino, hemos procurado que se compusiera en esta ciudad, por algunos escogidos teólogos, el Catecismo, con el cual los párrocos enseñen a los fieles lo que conviene conozcan, profesen y guarden. El cual libro, habiendo de ser publicado con toda perfección, con la ayuda de Dios hemos dado providencia a fin de que se imprima con la mayor diligencia posible‖11. En la Bula, de fecha 8 de marzo de 1570, establece que en todos los Monasterios del Císter se tenga este Catecismo, juntamente con la Biblia y las obras de San Bernardo. En otra Bula, publicada el día 30 de junio de 1570, ordena que en todos los Conventos de los Siervos de María se lea este Catecismo todos los días festivos. Finalmente, lo hizo traducir al italiano, francés, alemán y polaco, según asegura Gabutio en la vida de este celosísimo y preclaro Pontífice. Gregorio XIII, en un Breve del año de 1593, afirma que por su mandato y con su aprobación se publicó de nuevo el Catecismo; ordenó que fuese traducido en lengua eslava, y aprobó con su autoridad suprema muchos Concilios Provinciales que recomendaron el uso del Catecismo Tridentino; todo lo cual claramente nos indica el aprecio y estima con que miraba el Catecismo Tridentino. La santidad del Papa Clemente XIII, en sus Letras Apostólicas de 14 de junio del año de 1761, entre otras cosas, decía así para recomendar el Catecismo Tridentino: ―Este libro, que los Pontífices Romanos quisieron proponer a los Pastores, como norma de fe católica y máximas cristianas, para que también en el modo de enseñar la doctrina fuesen todos uniformes, ahora es cuando más os lo recomendamos, venerables hermanos, y os exhortamos encarecidamente en el Señor mandéis que todos cuantos ejercen cura de almas usen de él cuando enseñan a los pueblos la verdad católica, para que así se guarde tanto la uniformidad de enseñar cuanto la caridad y concordia de los ánimos‖. Para enseñarnos el intento de la Iglesia en la publicación de este Catecismo, se expresa de este modo: ―Después que el Concilio Tridentino condenó las herejías que en aquel tiempo intentaban ofuscar la luz de la Iglesia, y, como desvaneciendo la niebla de los errores, expuso con más clara luz la verdad católica, viendo los mismos predecesores nuestros que aquella sagrada asamblea de la universal Iglesia usaba de tan prudente 11 ―Pastorali officio cupientes quam diligentissime divina adiuvante gratia fungi, et ea, quae a sacro Tridentino Concilio statuta et decreta fuerunt, exequi, curavimus, ut a delectis aliquot Theologis in hac alma Urbe componeretur Catechismus, quo Christi fideles de iis rebus, quas eos nosse, profiteri et servare oportet, Pare, chorum suorum diligentia edocerentur. Qui liber cum Deo iuvante perfectus in lucen edendus sit, providendum duximus, ut quam diligentissime imprimatur‖.
  • 10. 10 consejo y de tanta moderación, que se abstenían de condenar las opiniones sostenidas por la autoridad de los doctores escolásticos, quisieron que, según la mente del mismo Sagrado Concilio se compusiese una obra que comprendiese toda la doctrina de que fuera necesario instruir a los fieles y estuviese muy lejos de todo error. Este fué el libro que imprimieron y publicaron con el nombre de Catecismo Romano, mereciendo con esto ser alabados por dos títulos, ya porque en él juntaron aquella doctrina que es común en la Iglesia y está lejos de todo peligro de error, ya también porque, con clarísimas palabras, propusieron esta misma doctrina para ser enseñada públicamente al pueblo, obedeciendo con esto al precepto de Cristo Señor, quien mandó a los Apóstoles que publicasen delante de todos lo que Él había dicho en las tinieblas, y que predicasen sobre los tejados lo que habían aprendido en el secreto del oído‖. El Sumo Pontífice León XIII, en la Carta Encíclica al clero de Francia, de 8 de septiembre de 1899, escribe así con relación al Catecismo Tridentino: ―Recomendarnos que todos los seminaristas tengan en sus manos y relean frecuentemente el libro de oro, conocido con el nombre de Catecismo del Santo Concilio de Trento o Catecismo Romano, dedicado a todos los sacerdotes investidos del cargo pastoral. Notable por la riqueza y exactitud de la doctrina a la vez que por la elegancia de su estilo, este Catecismo es un precioso resumen de toda la Teología dogmática y moral. Quien lo posea a fondo, tendrá siempre a su disposición los recursos con cuya ayuda puede un sacerdote predicar con fruto, ejercer dignamente el importante ministerio de la confesión y de la dirección de las almas y refutar victoriosamente las objeciones de los incrédulos‖12. Finalmente, el Santísimo Papa Pío X, en la Encíclica Acerbo nimis, de 15 de abril de 1905, ordenaba lo siguiente: ―Ya que, principalmente en nuestros aciagos días, la edad viril necesita tanto de instrucción religiosa como la edad de la niñez, todos los párrocos y demás que tengan cura de almas, fuera de la acostumbrada homilía del Evangelio, que se debe predicar todos los días festivos en la misa parroquial, expliquen también el Catecismo a los fieles, en lenguaje sencillo y acomodado al auditorio, a la hora que estimen más oportuna para la concurrencia del pueblo, exceptuando solamente la del Catecismo de los niños. Por lo cual deben seguir el Catecismo del Concilio de Trento, procurando al cabo de cuatro o cinco años abarcar todo lo referente al símbolo, sacramentos, decálogo, oración y mandamientos de la Iglesia‖.13 Encomios tributados al Catecismo Romano Si bien con lo apuntado hasta aquí podemos formarnos el concepto más elevado sobre la excelencia del Catecismo del Concilio de Trento, no queremos perder ocasión tan propicia para dejar consignados algunos encomios tributados al mismo por hombres distinguidos, después de estudiar y admirar los tesoros de sabiduría verdaderamente cristiana que en él están como depositados para enriquecer la inteligencia de cuantos en sus hermosas páginas quisieran estudiar la doctrina de la Iglesia. Si el catolicismo no pudiera ostentar otros mil títulos que le hacen acreedor a la admiración y al amor de todos los hombres, este solo libro sería suficiente para colocarlo en el lugar más eminente y superior al de todas las comuniones separadas de la Iglesia Romana. ¿Cuál de éstas puede ofrecer un compendio tan sabio, tan ordenado y luminoso como el que nos presenta la Iglesia Católica en el Catecismo Romano? ―Sólo él contiene más verdad y ciencia y más espíritu y unción celestial y divina sabiduría que los portentosos y abultados volúmenes de todos los modernos reunidos‖. Jorge Eder. In praefat. ad partitiones Catechismi, anni 1567. ―Es como un compendio de todos los Catecismos católicos, porque en él se enseña toda la teología necesaria para la formación de los párrocos e instrucción de los pueblos. Sus doctrinas fueron dictadas por el Santo Concilio Tridentino, inspirado por el Espíritu Santo‖. Posevino. Bibli., libro VII, capítulo XII. 12 ―Nous recommandons que tous les Seminaristes aient entre les mains et relisent souvent le livre d'or, connu sous le nom de Catechisme du S. Concile de Trente ou Catechisme Romain dedié a tous les prêtres investis de la charge pastorale (Catechismus ad parochos). Remarquable á la fois par la richesse et l'exactitude de la doctrine et par l'elegance du style, ce Catechisme est un precieux abrégé de toute la Theologie dogmatique et morale. Qui le possederait á fond aurait toujours á sa disposition les ressources à L'alde desquelles un prêtre peut prêcher avec fruit, s'acquitter dignement de l'important ministere de la confession et de la direction des ames, et être de refuter victorieusement les objections des incredules.‖ 13 ―Quoniam vero, praesertim hac tempestate, grandior aetas non secas ac puerilis religiosa eget institutione; parochi universi ceterique animarum curam gerentes, praeter consuetam homiliam de Evangelio, quae festis diebus omnibus in parochiali Sacro est habenda, ea hora quam opportuniorem duxerint ad populi frequentiam, illa tantum excepta qua pueri erudiuntur, catechesim ad fideles instituant, facili quidem sermone et ad captum accommodato. Qua in re Catechismo Tridentino utentur, eo utique ordine ut quadriennii vel quinquennii spatio totam materiam pertractent quae de Symbolo est, de Sacramentis de Decalogo, de Oratione et de praeceptis Ecclesiae.‖
  • 11. 11 ―Lo que el Santo Concilio de Trento dijo sucintamente sobre las principales verdades de la religión, eso explica y propone más difusa y distintamente el Catecismo Romano según la mente del mismo Concilio. Por lo cual, veo que su doctrina es de tanta autoridad, que el contradecirla es manifiesta temeridad, ya porque la doctrina de este Catecismo es, en cierta manera, doctrina del Concilio Tridentino, ya también porque este Catecismo fué publicado por dos autoridades, a saber: la de un Concilio general y la del Sumo Pontífice, por lo cual, con justa razón, parece se ha de afirmar que fué compuesto con especial asistencia del Espíritu Santo‖. Juan Bellarini. In praef. ad lib. De doct. Cathol. ―Si por gran beneficio se suele estimar una obra que por dictamen particular de un hombre se publica para ilustración de la fe católica, ¿cuánto debemos apreciar este Catecismo, que, comenzado por dictamen de un Concilio general, y perfeccionado por los desvelos de los varones más célebres de toda la cristiandad, ha sido confirmado por la autoridad de la Silla Apostólica, y, finalmente, publicado por mandamiento de San Pío V, Pontífice tan prudente como el que más en el gobierno de la Iglesia, y tan santo, que apenas le aventaja otro en estos tiempos en religión? ¿Por ventura, después de las santas Escrituras, hay otra obra que deba ocupar las manos de los Pastores con preferencia al Catecismo Romano?‖ Andrés Fabricio Leodio. In praef. ad Catechism. ―Es tal este libro, que sólo él equivale a todos, ya por cuanto consolida toda la jerarquía antigua de la Iglesia, ya también por el método prontísimo con que ataja y extingue las peregrinas extravagancias que esparcen los herejes. Cualquiera que se familiarice con el estudio de este Catecismo, con su frecuente lectura, oirá, no palabras de hombres que se deban examinar a la luz de la razón, o comparar con otros dictámenes de otros sabios, sino las mismas lenguas de los apóstoles que hablan las grandezas de Dios‖. Alberto, duque de Baviera. ―Este Catecismo es antídoto contra el veneno de las herejías, piedra de toque e infalible norma a cuyo contraste se han de examinar todas las doctrinas, teniendo el primer lugar entre todos los escritos de los Doctores, porque expresa, no el pensamiento de un hombre particular, sino el juicio de toda la Iglesia, que es columna y firmamento de la verdad‖. Jaime Bayo. ―El Catecismo Romano es obra tan excelente, que, ya en lo relativo a la gravedad de las sentencias, ya por la elegancia de sus palabras, juzgan los hombres doctos que no ha salido otra más ilustre desde muchos siglos, porque todas las cosas tocantes a la instrucción y educación de las almas, están explicadas en él con tanto orden, tal claridad y majestad, que parece no habla hombre alguno, sino que la santa Madre Iglesia enseñada por el Espíritu Santo, es la que instruye a todos‖. Agustín Valerio, cardenal y obispo de Verona. ―Los Pastores y demás encargados de la cura de almas deben traer entre manos día y noche este Catecismo del Concilio Tridentino, que goza en la Iglesia Católica de grandísima autoridad, para que puedan imbuir de sana doctrina y educar con buenas costumbres el pueblo que Dios les ha confiado‖. Ignacio Jacinto Gravesón. Frutos que se consiguen con el estudio de este Catecismo Si por los frutos se conoce el árbol, necesaria-mente los que ha de producir este Catecismo han de ser copiosos y excelentes, ya que él es reconocido universalmente por su relevante mérito. El primer fruto que ha de producir su estudio es la renovación de las ideas y enseñanzas adquiridas en el estudio de la Sagrada Teología. Por esta razón dijo el inmortal León XIII de este Catecismo que era “Un precioso resumen de toda la Teología dogmática y moral”. Ahora bien, ¿a quién no puede ser de sumo provecho después de haber terminado el estudio de la ciencia sagrada, conservar siempre claro su recuerdo por medio de un precioso compendio de la misma? Es verdad que a muchos, por razón de sus ocupaciones, ni tiempo les resta para dedicarse sosegadamente a tan provechoso estudio; pero ¿quién no podrá hallar cada día algunos momentos para consagrarlos a una ciencia necesaria, y de tan gran provecho, así para nosotros mismos como para los confiados a nuestro cuidado? Y si bien existen muchos compendios de Teología, ¿cuál como este tan sabiamente escrito, tan claro y de tanta autoridad? Además, uno de los principales cargos de los que tienen el cuidado de los fieles es la enseñanza ca- tequística. Esta es una obligación ineludible, necesaria y de gran responsabilidad. Su cumplimiento exige preparación, exige estudio, exige un conocimiento perfecto de las verdades cristianas, de las obligaciones propias de cada estado. No basta un conocimiento general y superficial de los divinos dogmas, si la enseñanza catequística ha de ser provechosa y fructífera. La necesidad de esta preparación nos la recuerda el Papa Pío X en su inmortal Encíclica Acerbo nimis, con estas palabras: ―No quisiéramos que nadie, en razón de esta misma sencillez que conviene observar, imagine que la enseñanza catequística no requiere trabajo ni meditación; por lo contrario, los exige mayores que otra alguna. Es más fácil hallar un orador sagrado que hable con
  • 12. 12 abundancia y brillantez, que un catequista cuyas explicaciones merezcan en todo alabanza. De suerte que, por mucha facilidad de formar conceptos y expresarlos con que le haya dotado la naturaleza, sépase que nadie hablará bien de Doctrina cristiana, ni alcanzará fruto en el pueblo y en los niños, si antes no se ha preparado y ensayado con seria meditación. Se engañan, pues, los que, fiando en la inexperiencia y torpeza intelectual del pueblo, creen que pueden proceder negligentemente en esta materia; antes al contrario, cuanto mayor sea la incultura del auditorio, mayor celo y cuidado se requiere para acomodar la explicación de las verdades religiosas (de suyo tan superiores a un entendimiento vulgar) a la débil comprensión de los ignorantes, que no menos que los sabios necesitan conocerlas para alcanzar la eterna bienaventuranza‖.14 Esto supuesto, ¿en dónde hallar un libro más propio para la instrucción y formación de aquellos que han de enseñar la Doctrina cristiana al pueblo como el que ofrece a todos los párrocos la Iglesia en el Catecismo Tridentino? Este debería ser el libro favorito, el más apreciado por los que tienen el deber de ilustrar la mente de los ignorantes en las verdades religiosas, por los que han de procurar la verdadera regeneración de la sociedad cristiana mediante el conocimiento de las verdades de la fe, únicas que, enseñando al cristiano sus deberes, su dignidad, su fin sobre la tierra, pueden hacerle feliz en este mundo, mostrándole el camino infalible de la ver- dadera dicha mediante el amor y la obediencia a su Padre celestial. Este debería ser el consultor y el maestro de aquellos que, por amor de Dios y del prójimo, se todo fruto sazonado, nada se halla en el inútil, nada superfluo. Es modelo perfectísimo que todos deberíamos imitar en la exposición de las verdades religiosas. Cuantas veces lo leo, 'me admiro del modo ingenio-so con que sabe proponer los misterios de la fe para hacernos comprender la importancia de los mismos. He aquí, en confirmación de esto, cómo empieza a tratar de cada uno de los Sacramentos: Del Sacramento del Bautismo. ―El que atentamente leyere al Apóstol tendrá por cosa cierta que el perfecto conocimiento del Bautismo es muy importante a los fieles, persuadiéndose de esto por la mucha frecuencia y gravedad de palabras llenas del Espíritu de Dios con que el santo renueva la memoria de este misterio, recomienda su divina virtud y nos pone ante los ojos la muerte, sepultura y resurrección del Redentor, ya para considerarlas, ya también para imitarlas‖. Del Sacramento de la Confirmación. ―Si algún tiempo requiere en los Pastores gran cuidado para explicar el Sacramento de la Confirmación, ninguno en verdad más que el presente pide que se exponga con toda claridad, cuando en la Iglesia de, Dios muchos abandonan del todo este Sacramento y son poquísimos los que procuran sacar de él el fruto que deberían de la divina gracia‖. Del Sacramento de la Eucaristía. ―Así como entre todos los sagrados misterios que como instrumentos ciertísimos de la divina gracias nos encomendó nuestro Salvador y Señor, ninguno hay que pueda compararse con el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, así tampoco hay que temer de Dios castigo más severo de alguna otra maldad, como de que no se trate por los fieles santa y religiosamente una cosa llena de toda santidad, o más i bien, que contiene al mismo Autor y fuente de la santidad‖. 14 “Nolumus porro, ne ex eiusmodi simplicitatis studio persuadeat quis sibi in hoc genere tractando, millo labore nullaque meditatione opus esse: quin immo maiorem plane, quam quodvis genus aliad, requirit. Facilius longe est reperire oratorem, qui copiose dicat ac splendide, quam catechistam qui praeceptionem habeat omni ex parte laudabilem. Quacumque igitur facilitate cogitandi et eloquendi quis a natura sit nactus, hoc probe teneat, numquam se de christiana doctrina ad pueros vel ad populum cum animi fructu esse dicturum, nisi multa commentatione parafum atque expeditum. Falluntur sane qui plebis imperitia ac tarditate fisi, hac in re negligentius agere se posse autumant. E contrario, quo quis ruidores nactus sit auditores, eo maiore studio ac diligentia utatur oportet, ut sublimissimas veritates, adeo a vulgari intelligentia remotas, ad obtusiorem imperitorum aciem accomodent, quibus aeque ac sapientibus, ad aeternam beatitatem adipiscendam sunt necessarias.”
  • 13. 13 Del Sacramento ele la Penitencia. ―Así como es a todos manifiesta la fragilidad y miseria de la naturaleza humana y cada uno luego la reconoce en sí por experiencia propia, así ninguno puede ignorar lo muy necesario que es el Sacramento de la Penitencia. Y por esto, si el cuidado que han de poner los párrocos en cada argumento debe medirse por la gravedad e importancia del asunto que tratan, necesariamente debemos confesar que, por muy diligentes que sean en la explicación de este Sacramento, nunca les ha de parecer suficiente‖. Del Sacramento de la, Extremaunción. ―Dándonos las Divinas Escrituras, este documento: "En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías, y nunca más pecarás", tácitamente amonestan a los párrocos que en ningún tiempo se ha de dejar de exhortar al pueblo fiel a que ande meditando continuamente la muerte. Y como el Sacramento de la Extremaunción no puede menos de recordar este último día, es fácil comprender que se debe tratar de él con frecuencia, así porque conviene en gran manera descubrir y explicar los misterios de lo conducente a la salvación, como también porque, considerando los fieles la necesidad de morir en que todos nos vemos, refrenen sus depravados apetitos‖. Del Sacramento del Orden. ―Si se considerare con cuidado la naturaleza y condición de los demás Sacramentos, luego se verá que, en tanto grado dependen todos ellos del Sacramento del Orden, que, sin él, Apóstol que ―cada uno tiene su propio don de Dios, uno de una manera y otro de otra‖, y además de esto, estando el Matrimonio dotado de grandes y divinos bienes, de suerte que se cuenta verdadera y propiamente entre los demás Sacramentos de la Iglesia Católica, y habiendo el mismo Señor honrado con su presencia la celebración de las bodas, bien podemos comprender que se ha de explicar esta materia, mayormente si atendemos a que, así San Pablo como el Príncipe de los Apóstoles, dejaron escrito en muchos lugares lo relativo al Matrimonio, no solamente en orden a su dignidad, sino también a su oficio‖. ¿No es verdad que con tan pocas palabras nos enseña la necesidad que hay de explicar cada uno de los Sacramentos, indicándonos los motivos más poderosos y que más deben movernos a procurar que sea perfecta su explicación? Pues bien, como los párrafos transcritos hallará muchísimos quien se resuelva al estudio de este precioso tesoro, pues verdadero tesoro es para todo cristiano ilustrado, para todo celoso catequista, para todo ministro de la divina palabra. Objeto de la nueva edición Si son pruebas evidentes de la bondad de un libro sus repetidas y numerosas ediciones, ciertamente nuestro libro debe ser de los mejores, pues difícilmente se podrán contar las veces que ha sido editado, así en lengua latina como en otras varias. No siendo nuestro ánimo estudiar esta interesante y curiosa cuestión, solamente queremos dejar consignado que la biblioteca de nuestro Monasterio de Montserrat posee más de quince diferentes ediciones. La nueva que ahora nos decidimos a ofrecer al público, tiene por objeto la publicación de un estudio más cabal y perfecto del mismo Catecismo. Cuántos lean este libro, podrán observar cómo repetidas veces nos advierte e indica la necesidad de consultar los Santos Padres y Doctores de la Iglesia a fin de adquirir un conocimiento más profundo acerca de los misterios propuestos; con mucha frecuencia aduce, como prueba de sus asertos, diferentes lugares de las Sagradas Escrituras, indicándonos tan sólo que en varios lugares de la misma los hallaremos confirmados; las mismas virtudes enseñadas por el Catecismo han sido de nuevo proclamadas por el magisterio de la Iglesia; a satisfacer, pues, los deseos e indicaciones del Catecismo, es lo único a que aspira esta edición. En ella hallará el lector algunos lugares de los Santos Padres reconocidos como clásicos para confirmar las principales verdades del Catecismo; en ella tienen lugar preferente las definiciones de los Sumos Pontífices y de los Concilios Ecuménicos, como pruebas e intérpretes infalibles de la divina revelación; los diversos lugares de las Sagradas Escrituras, tan sólo indicados, se podrán leer íntegramente. Además, hemos hecho un estudio comparativo de los diversos símbolos o profesiones de fe para comprobar, así la antigüedad, como universalidad de nuestras cristianas creencias.
  • 14. 14 Finalmente, incluimos en nuestra edición dos exposiciones hermosísimas, escritas por el Ángel de las escuelas, Santo Tomás de Aquino, una del Símbolo, y de la Oración Dominical la otra, como páginas bellísimas y luminosas que, sin duda, han de contribuir a la mayor inteligencia de las dos partes importantísimas de Catecismo: el Credo y la oración del Padre nuestro. Quiera Nuestro Divino Maestro Jesús bendecir estas humildes páginas destinadas al conocimiento y a la práctica de su celestial doctrina, única que puede hacer verdaderamente feliz al hombre y a la sociedad. Real Monasterio de Ntra. Sra. de Montserrat. Festividad de Santa Gertrudis, O. S. B., del año de 1924.
  • 15. 15 ENCÍCLICA SOBRE LA ENSEÑANZA DE LA DOCTRINA CRISTIANA A nuestros Venerables Hermanos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica. Pío X, Papa Venerables Hermanos Salud y Bendición Apostólica. Aciagos sobremanera y difíciles son los tiempos en que, por altos juicios de Dios, fue nuestra flaqueza sublimada al supremo cargo de pastor universal de la grey de Cristo; porque es tal, en efecto, la diabólica astucia con que el enemigo cerca y acecha al rebaño, que no parece sino que, hoy más que nunca, tienen acabado cumplimiento aquellas proféticas palabras del Apóstol a los ancianos de la Iglesia de Éfeso: “Sé que entrarán... lobos rapaces entre vosotros, que no perdonarán la grey15‖. Cuántos se sienten aún animados por el deseo de la divina gloria, buscan las causas y razones de esta decadencia religiosa; y, en consonancia con sus diferentes investigaciones, eligen los diversos caminos que a cada cual dicta su parecer para el restablecimiento y conservación del reino de Dios sobre la tierra. Nos, Venerables Hermanos, sin desconocer el mayor o menor Influjo de las demás causas, creemos que están en la verdad los que piensan que, tanto la actual indiferencia y embotamiento de los espíritus, como los gravísimos males que de aquí se originan, reconocen por causa primaria y principal la ignorancia de las cosas divinas; lo que admirablemente concuerda con lo que el mismo Dios dijo por el Profeta Oseas: “...Y no hay en la tierra ciencia de Dios. La maldición, y a mentira, y el homicidio, y el robo, y el adulterio, todo lo Inundan, y la sangre sobre la sangre se ha derramado. Por esto caerán el llanto y la miseria sobre la tierra y todos los que la habitan”16. Y efectivamente, comunísimos son y, por desgracia, no injustos los clamores que nos advierten que en nuestra época hay muchos entre el pueblo cristiano sumidos en la más completa ignorancia de las verdades necesarias para la salvación eterna. Y al decir pueblo cristiano, no nos referimos sólo a la plebe o a los hombres de humilde condición, cuya ignorancia hasta cierto punto es excusable, pues sometidos como están a la dura ley de sus señores, apenas les queda tiempo para atender, a sí mismos; sino también, y muy principalmente, a aquellos que, no careciendo de ilustración y talento, como lo prueba su erudición en las ciencias profanas, sin embargo, en materia de religión, viven con lamentable temeridad y con ciega imprudencia. Es increíble la obscuridad que acerca de esto los envuelve y, lo que es peor, se mantienen en ella con la más perfecta tranquilidad! Ni un pensamiento acerca de Dios, supremo Autor y Moderador de todas las cosas, ni una idea sobre la fe cristiana; nada saben, por tanto, de la Encarnación del Verbo, ni de la perfecta restauración del género humano, que fue su consecuencia ; nada de la gracia, principalísimo auxilio en la consecución de los eternos bienes; nada del augusto sacrificio, ni de los sacramentos, por medio de los cuales recibimos y conservamos esa misma gracia. Cuánta sea la malicia, cuánta la fealdad y torpeza del pecado, jamás se tiene presente para nada; de donde resulta el ningún cuidado por evitarlo o salir de él; y así se llega hasta el supremo día, y el sacerdote entonces, para no frustrar todo esperanza de salvación, tiene que dedicarse a la enseñanza sumaria de la religión los últimos momentos de aquella alma, momentos que sólo debiera emplear en excitarla a hacer actos de amor a Dios; y esto si no es que, como sucede con frecuencia, sea tal la culpable ignorancia del moribundo, que estime inútil la obra del sacerdote y, sin aplacar en modo alguno a Dios, se atreva a entrar con ánimo sereno por el tremendo camino de la eternidad. Por eso dijo con razón nuestro Predecesor Benedicto XIV: “Afirmamos que una gran parte de los que se condenan, llegan a esta perpetua desgracia por la ignorancia de los misterios de la fe que es necesario conocer y creer para conseguir la felicidad eterna17‖. Siendo esto así, Venerables Hermanos, ¿qué tiene de admirable que no ya entre las naciones bárbaras, sino aun entre las mismas que blasonan de cristianas, sea tan profunda y tienda cada día a serlo más la corrupción de hábitos y costumbres? Es cierto que el Apóstol San Pablo decía a los efesios: ―La fornicación y toda inmundicia y la avaricia, ni de nombre deben conocerse entre 15 Act., XX, 29. 16 Os., IV, I, 3. 17 Instit., XXVI, 18.
  • 16. 16 vosotros, como cumple a los santos; ni tampoco palabras torpes ni truhanerías‖18 ; pero, como fundamento de tanta santidad y pureza, de ese pudor que sirve de freno a los desordenados apetitos, puso la ciencia de las cosas divinas: “Mirad, hermanos, con cuánta cautela debéis andar; no como ignorantes, sino como sabios... No queráis, pues, ser imprudentes, sino sabed primero la voluntad de Dios”19. Y con mucha razón. Porque la voluntad humana apenas retiene ya algo de aquel amor innato a lo recto y honesto con que Dios mismo la había enriquecido, y mediante el cual se veía como arrastrada por el verdadero bien. Depravada por la corrupción de la primera culpa y casi olvidada de Dios, su Creador, todo su afán lo ha puesto en correr tras la vanidad y la mentira. Extraviada, pues, y obcecada por desenfrenadas concupiscencias, la voluntad necesita un guía que le muestre el camino y la enderece por los malamente abandonados senderos de la justicia. Ahora bien, este guía no está lejos; nos lo ha dado la misma naturaleza y no es otro que nuestra propia razón; y si ella se ve privada de la verdadera luz, es decir, del conocimiento de las cosas divinas, será un ciego que guía a otro ciego, y, por consiguiente, ambos darán luego en el abismo. El santo Rey David, alabando a Dios por haber concedido al hombre la luz de la verdad, decía: “Grabada está, Señor, sobre nosotros, la luz de tu rostro”20; y para decirnos los efectos de este don, agrega: Has dado la alegría a mi corazón; esto es, aquella alegría que ensancha nuestro corazón para correr por el camino de los divinos mandatos. Y que no puede ser de otro modo, lo verá fácilmente cualquiera que piense en ello, en efecto, la sabiduría cristiana nos da a conocer a Dios y sus infinitas perfecciones, con mucha mayor amplitud que cuánto pidieran hacer las solas fuerzas naturales. ¿De qué manera? Mandándonos al mismo tiempo que reverenciemos a Dios por medio de la fe, que pertenece al entendimiento; de la esperanza, que nace de la voluntad; de la caridad, que arraiga en el corazón; y así somete todo el hombre a su supremo Autor y Moderador, igualmente, la doctrina de Jesucristo es la única que constituye al hombre en su verdadera y sublime dignidad, haciéndole hijo del Padre celestial que está en los cielos, criado a su semejanza y partícipe con El de la bienaventuranza eterna. Pero, de esta misma dignidad y de su conocimiento, deduce Cristo que los hombres deben amarse entre sí como hermanos, vivir en la tierra la vida de los hijos de la luz, no en medio de la gula y de la ebriedad, no en concupiscencia y torpeza, no en rivalidades y emulaciones21; nos manda también que pongamos toda nuestra confianza en Dios, que cuida de nosotros; nos manda dar a los pobres, hacer a los que nos odian y anteponer los bienes eternos a los caducos intereses del tiempo. Y, para no entrar en más pormenores, ¿no es, acaso, consejo y precepto de Cristo la humildad, fundamento y origen de la verdadera gloria? “Aquel que... se humillare... ese será el mayor en el reino de los cielos”22. La humildad es la que nos enseña la prudencia del espíritu para dominar con ella la prudencia de la carne; la justicia, para dar a cada uno lo que le pertenece; la fortaleza, para estar dispuesto a arrostrar con ánimo sereno todos los padecimientos por la causa de Dios y por nuestra eterna salvación; la templanza, en fin, para que, sin temor a ningún respeto humano, nos gloriemos en la misma cruz. En resumen, por medio de la sabiduría cristiana, no sólo adquirimos para nuestro entendimiento la luz de la verdad, sino que también se mueve y enfervoriza nuestra voluntad y elevándonos hasta Dios, nos unimos a El por el ejercicio de la virtud. Muy lejos estamos, pues, por cierto, de asegurar que la perversidad del alma y la corrupción de costumbres no puedan ir unidas con la ciencia religiosa. ¡Ojalá no lo probaran cumplidamente los hechos! Sostenemos, sin embargo, que, con la mente envuelta en las tinieblas de crasa ignorancia, no pueden ir unidas ni la voluntad recta, ni las buenas costumbres. Es verdad que el que camina con los ojos abiertos puede voluntariamente apartarse del camino recto y seguro; pero al que camina ciego amenaza este peligro a cada instante. Más aún: la sola corrupción de costumbres, si no se ha extinguido ya del todo la luz de la fe, deja al menos la esperanza de la enmienda; mas, si unir la perversidad de costumbres y la falta de fe e ignorancia, ya es casi imposible el remedio y sólo queda abierto el camino de la ruina. Si, pues, juntos y tan graves males se derivan de la ignorancia de la religión; y si, por otra parte, es tal la utilidad y necesidad de la instrucción religiosa que en vano pretenderá cumplir con sus deberes de cristiano el que de ella carezca; será ya oportuno averiguar a quién corresponde en definitiva disipar de las inteligencias esta perniciosísima ignorancia, y, por consiguiente, ilustrarlas con la necesaria ciencia. 18 Ephes. V, 3, 4. 19 Ibidem., V, 15, 17. 20 Ps., IV, 7. 21 Rom., XIII, 13. 22 Matth., XVIII, 4.
  • 17. 17 Plantear esta cuestión es resolverla, Venerables Hermanos: esta gravísima obligación incumbe directamente a todos los pastores de almas. Ellos son los que, según el precepto de Cristo, deben conocer y apacentar sus ovejas; ahora bien, apacentar es, ante todo, enseñar: ―Os daré, dice Dios por el Profeta Jeremías, pastores según mi corazón, y os apacentarán en la ciencia y la doctrina‖23. Por eso decía también el Apóstol San Pablo: “No... me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar”24, para dar a entender que la principal obligación de los que de cualquier modo tienen parte en el gobierno de la Iglesia, consiste en dar a los fieles la instrucción religiosa. Inútil nos parece ponderar las alabanzas de esta instrucción y cuán agradable sea ante los ojos de Dios. La limosna que damos al pobre para aliviar sus necesidades es ciertamente muy grata a Dios; pero quién podrá negar que han de serle mucho más gratos el deseo y el trabajo con que nos consagramos, no ya al alivio de las miserias transitorias del cuerpo, sino de las eternas necesidades del alma, por medio de la enseñanza y de la exhortación? Nada puede haber más deseable, nada más agradable para Cristo, Salvador de las almas, que dijo de Sí mismo por el Profeta Isaías: ―A evangelizar a, los pobres me ha enviado‖25. Y aquí es del caso; Venerables Hermanos, dejar bien en claro que no puede haber para el sacerdote obligación más grave, ni vínculo más estrecho que éste. ¿Quién negará que en el sacerdote, a la santidad de la vida, debe: unirse la ciencia? “Los labios... del sacerdote custodiarán la, ciencia”26. Y en realidad la Iglesia la exige severísimamente en los que han de ser elevados al sacerdocio. Pero, ¿por qué razón? Porque el pueblo cristiano espera de ellos el conocimiento de la luz divina, y porque Dios los destina para propagarla: “Y de su boca aprenderán la ley; porque es el ángel del Señor de los ejércitos”27. Por eso el obispo, en la sagrada ordenación, dirigiéndose a los presbíteros ordenados, dice: ―Sea vuestra, doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; sean próvidos cooperadores nuestros; que, meditando día, y noche en su ley, crean lo que leyeren y enseñen lo que creyeren28. Y si no hay sacerdote alguno a quien esto no concierna, ¿qué diremos de aquellos que, revestidos de la potestad de jefes, ejercen el cargo de rectores de almas en virtud de su misma dignidad y, podría decirse, de una especie de solemne pacto? Deben, en cierto modo, equipararse a aquellos doctores y pastores elegidos por Cristo para evitar que los fieles, como débiles niños, sean arrastrados por los vientos de nuevas doctrinas inventadas por la maldad de los hombres, y para hacer que, adultos y fuertes en la verdad y en el amor, permanezcan en todo unidos a Cristo que es su cabeza29. Por esta razón, el Santo Concilio de Trento, al tratar de los pastores de almas, declara que su principal y más grave obligación es enseñar al pueblo cristiano. Por eso les manda que, prediquen al pueblo en los domingos y fiestas más solemnes, por lo menos, y durante el Adviento y la Cuaresma, lo hagan diariamente o, al menos tres veces por semana. Y, no contento con esto, agrega que están obligados también los párrocos, por lo menos en esos mismos domingos y días festivos, a instruir a los niños, por sí mismos o por otros, en las verdades de la fe, y a enseñarles la obediencia a Dios y a sus padres. Y, si se trata de administrar los Sacramentos, manda que a cuántos los han de recibir se les dé a conocer en lenguaje claro y sencillo su eficacia. Estas prescripciones del santo Concilio fueron breve y distintamente compendiadas y definidas en las siguientes palabras de la Constitución: Etsi minime, de nuestro Predecesor Benedicto XIV: Dos cargas principalísimas fueron impuestas por el Concilio de Trento a los que tienen cura de almas: la primera, que prediquen al pueblo en los días festivos sobre las cosas divinas; la segunda, que instruyan a los niños y a todos los ignorantes en los rudimentos de la fe y de la ley de Dios. E hizo muy bien el sapientísimo Pontífice al deslindar estas dos obligaciones, es decir, la predicación, enseñanza de la doctrina cristiana; porque no faltarán tal vez algunos que, llevados por el afán de disminuir su trabajo, lleguen a persuadirse de que una homilía será suficiente catequismo. Lo cual es, ciertamente, un error bien manifiesto; porque la predicación acerca del Evangelio está destinada a los que ya tienen suficiente instrucción religiosa; es como el pan que se distribuye a los adultos; mientras que, por el contrario, el catequismo viene a ser como aquella leche que, según el Apóstol San Pedro, debían desear los fieles del modo que la apetecen los niños en su más tierna infancia. El oficio del catequista se reduce a esto: escogida una verdad, de fe o de moral, explicarla con la mayor claridad y extensión; y, como el fin de la enseñanza es la enmienda de la vida, debe el catequista poner frente afrente lo que Dios manda hacer y lo que en la práctica hacen los hombres; en seguida, por medio 1 de oportunos ejemplos, elegidos con tino en la Sagrada Escritura, en la Historia Eclesiástica o en la vida de los 23 Jer., III, 15. 24 Cor., I, 17. 25 Luc. IV, 18. 26 Malach. II, 7. 27 Ibidem. 28 Pontif.Rom. 29 Ephes., IV, 14, 15.
  • 18. 18 santos, persuadir a sus oyentes de la necesidad de reformar sus costumbres, mostrándoles como con la mano el modo de efectuarlo; concluir, finalmente, con una exhortación al aborrecimiento y la fuga del vicio, y al amor y práctica de la virtud. No ignoramos, es cierto, que este oficio de enseñar la doctrina cristiana es por muchos tenido en menos, como cosa de poca monta y tal vez inadecuada para captarse el aura popular; pero Nos creemos que sólo pueden pensar así los que ligeramente se dejan llevar por las apariencias más que por la verdad. No escatimamos, naturalmente, nuestra aprobación y alabanza a los oradores sagrados que, inflamados por el celo de la divina gloria, se consagran a la defensa de la fe o a la glorificación de los santos; pero esa obra exige un trabajo previo, el trabajo de los catequistas: si éste falta, falta el fundamento y en vano trabajarán los que edifican la casa. Atildadísimos discursos, aplaudidos como preciosísimas joyas literarias, no logran muchas veces otro fruto que halagar gratamente los oídos, dejando absolutamente frío el corazón. Por el contrario, la instrucción catequística, aun la más humilde y sencilla, es como aquella palabra de Dios, de la cual dice El mismo por Isaías: “Ahí como la lluvia y el rocío que descienden del cielo no toman allí, sino que alegran la tierra, la empapan y fecundan, y dan fruto al que siembra y pan al que come; así también será la palabra salida de mi boca; no volverá vacía, sino que hará lo que Yo quiero y fructificará en la misión que le he confiado (16)30. De igual modo pensamos respecto de los sacerdotes que, para ilustrar las verdades de la religión, se dan a escribir gruesos volúmenes: nada más justo que tributarles por ello el más cumplido elogio. Pero, ¿cuántos son los lectores que saquen de tales libros un fruto proporcionado a las esperanzas y fatigas del autor? En cambio, la enseñanza de la doctrina cristiana, hecha como es debido, nunca deja de producir utilidad para los oyentes. Porque, a la verdad (y lo repetimos para inflamar el celo de los ministros del Señor), hay un grandísimo número de cristianos, que va creciendo aún de día en día, que o están en la más absoluta ignorancia de la religión, o tienen tales nociones acerca de Dios y la fe cristiana que, sin embargo de estar rodeados por la esplendorosa luz de la verdad católica, viven como si fueran, idolatras. Cuántos hay, cuántos son los niños, y no sólo los niños, sino también los adultos y hasta los ancianos, que ignoran totalmente los principales misterios de la fe, y al oír el nombre de Cristo exclaman: “¿Quién es... para creer en él”31. Así se explica que no tengan empacho alguno de vivir criando y fomentando odios, pactar los más inicuos compromisos, realizar negocios altamente inmorales, apoderarse de lo ajeno mediante la usura, y tantas otras maldades de esta naturaleza. Así se explica que, ignorando la ley de Cristo, que no sólo condena las torpezas, sino hasta el deseo o pensamiento voluntario de cometerlas, aunque por cualquier causa extraña vivan alejados de los placeres obscenos, acepten sin reparo tales y tantos torpísimos pensamientos, que verdaderamente multiplican sus iniquidades sobre los cabellos de su cabeza. Y esto sucede es necesario repetirlo no sólo en los campos o entre el mísero populacho, sino también, y quizás con mayor frecuencia, entre las clases elevadas, entre aquellos a quienes la ciencia hincha, que, envanecidos por su falsa sabiduría, creen poder reírse de la religión y “blasfeman de todo lo que ignoran”32. Ahora bien, si es inútil esperar fruto de una tierra donde nada se ha sembrado, ¿cómo pretender que se formen generaciones morales, si no han sido oportunamente Instruidas en la doctrina cristiana? De donde con razón deducimos que, si tanto languidece hoy la fe, hasta quedar en muchos casi extinguida, es porque, o se cumple mal con la obligación de enseñar la religión por medio del catequismo, o totalmente no se cumple. Sería, en verdad, muy pobre y torpe excusa la del que alegase que la fe es un don gratuito que a cada uno se nos infunde en el bautismo; porque, si bien es cierto que todos los bautizados en Cristo quedamos enriquecidos con el hábito de la fe, ese germen divinísimo no crece... y forma grandes ramas33 por sí solo y como por virtud innata. También el hombre posee desde su nacimiento la facultad de la razón; pero necesita de la palabra de su madre que la avive y la excite a obrar. No de otra manera acontece al cristiano, que, al renacer por el agua y el Espíritu Santo, lleva en sí engendrada la fe; pero necesita de las enseñanzas de la Iglesia para alimentarla, robustecerla y hacerla fructífera. Por eso escribía el Apóstol: “La fe entra por el oído, y al oído llega la palabra de Cristo”34; y para manifestar la necesidad de la enseñanza religiosa, agrega: “¿Cómo... oirán si no se les predica?”35. 30 Is., LV, 10, 11. 31 Joan, IX, 36. 32 Jud., 10. 33 Marc, IV, 32. 34 Rom., X, 17. 35 Ib., 14.
  • 19. 19 Y, si con lo que hemos dicho queda probada la importancia de la enseñanza religiosa, toca a Nos emplear la más exquisita solicitud en que esta obligación de enseñar la doctrina cristiana, la más útil, como dice nuestro Predecesor Benedicto XIV, para la gloria de Dios y salvación de las almas36, se mantenga siempre en todo su vigor y, si en alguna parte estuviere descuidada, recobre su antiguo lustre. Deseando, pues, Venerables Hermanos, satisfacer a este gravísimo deber de nuestro Supremo Apostolado, y uniformar en todas partes el método en cosa de tanta importancia; en virtud de nuestra suprema autoridad, establecemos y mandamos severísimamente que en todas las diócesis se observe y practique lo que sigue: I. Todos los párrocos y, en general, cuántos tengan cura de almas, instruirán a los niños y niñas, en los domingos y días festivos del año, sin exceptuar ninguno, valiéndose del catecismo elemental, y por espacio de una hora íntegra, sobre lo que cada uno debe creer y obrar para conseguir la salvación. II. Los mismos, en determinados tiempos del año, prepararán a los niños y niñas para la conveniente recepción de los Sacramentos de la Penitencia y Confirmación, precia una instrucción de varios días. III. Igualmente, y con especialísimo cuidado, en todos los días de Cuaresma y, si fuere necesario, en los días siguientes a la Pascua, instruyan a los jóvenes de uno y otro sexo, por medio de oportunas enseñanzas y exhortaciones, de modo que puedan recibir los santos frutos de la primera Comunión. IV. Institúyase en todas y cada una de las parroquias la asociación canónica llamada vulgarmente Congregación de la doctrina cristiana. Por medio de ella encontrarán los párrocos, especialmente donde sea escaso el número de sacerdotes, auxiliares laicos para la enseñanza del catequismo, que prestarán este servicio, ya por el celo de la gloria de Dios, ya también para lucrar las numerosísimas indulgencias concedidas por los romanos pontífices a los que se dedican a este magisterio. V. En las principales ciudades, y especialmente en aquellas que estén dotadas de universidades y liceos, ábranse cursos de religión, a fin de que pueda instruirse en las verdades de la fe y en las prácticas de la vida cristiana, esa juventud que asiste a los colegios superiores, donde para ; nada se hace mención de la enseñanza religiosa. VI. y ya que, principalmente en nuestros aciagos días, la edad viril necesita tanto de instrucción religiosa como la edad de la niñez, todos los párrocos y demás que tengan cura de almas, fuera de la acostumbrada homilía sobre el Evangelio, que se debe predicar todos los días festivos en la iglesia parroquial, hagan también el catequismo a los fieles, en lenguaje sencillo y acomodado al auditorio, a la hora que estimen más oportuna para la concurrencia del pueblo, exceptuando solamente la hora del catequismo de los niños. Para lo cual deben seguir el catecismo del Concilio de Trento, procurando que, al cabo de cuatro o cinco años, abarquen todo lo referente al símbolo, sacramentos, decálogo, oración y mandamientos de la Iglesia. Tal es lo que Nos, Venerables Hermanos, en virtud de nuestra autoridad apostólica, establecemos y mandamos: a vosotros toca procurar eficazmente que, en cada una de vuestras diócesis, se ponga sin demora alguna y totalmente en práctica; vigilar, además, y hacer uso de vuestra autoridad, a fin de que nada de lo que mandamos se eche a olvido, o, lo que sería lo mismo, se cumpla a medias y con tibieza. Y para que efectivamente tal cosa no suceda, es indispensable que recomendéis a los párrocos, insistiendo frecuentemente en ello, que nunca hagan su catequismo sin previa y diligente preparación; que no usen el lenguaje de la humana sabiduría, sino que, con simplicidad de corazón y con la sinceridad de Dios37, sigan el ejemplo de Cristo que, aunque conocía lo más oculto desde el principio del mundo38, sin embargo, todo lo comunicaba por medio de parábolas a las turbas, y nunca les hablaba sin parábolas39. Esto mismo sabemos que hicieron los Apóstoles, enseñados por el Señor, y de ellos decía Gregorio Magno: Pusieron especial cuidado en predicar a las gentes rudas, cosas fáciles y sencillas, no materias arduas y elevadas40. Y en lo que se refiere a la religión, la mayor parte de los hombres debe, en nuestra calamitosa época equipararse a la gente ruda. No queremos, sin embargo, que, engañado por el deseo de esta misma sencillez, se figure alguno que, en esta materia, no necesita ningún trabajo ni preparación; muy al contrario: es este el género que con más 36 Constit. Etsi minime, 13. 37 Cor., I, 12 38 Matth. XIII, 35 39 Matth. XIII, 34 40 Moral. I, XVII, Cap. 26
  • 20. 20 necesidad lo requiere. Mucho más fácil es encontrar un orador grandilocuente y fecundo, que un catequista perfecto. Por muy admirable que sea pues la facilidad del pensamiento y expresión con que la naturaleza haya dotado a alguno, tenga siempre por cierto que, si no se prepara con larga preparación y cuidado, nunca reportará frutos espirituales de la enseñanza de la doctrina a los niños o al pueblo. Engáñanse muy mucho los que, confiados en la ignorancia y rudeza del pueblo, pretenden que, para instruirle, no se requiere ninguna diligencia. Al contrario, mientras más rudo sea el auditorio, mayor esfuerzo y cuidado es necesario para amoldar a la capacidad de esas e incultas inteligencias esas sublimísimas verdades, tan superiores a toda vulgar comprensión, y tan necesarias a sabios como a ignorantes para conseguir la eterna felicidad. Séanos ya permitido, Venerables Hermanos, para concluir, dirigirnos a vosotros con las palabras de Moisés: “El que sea del Señor, sígame”41. Ponderad un momento, os lo rogamos y suplicamos, cuántos males puede acarrear a las almas la ignorancia de una sola de las verdades divinas. Muchas y muy útiles y muy laudables instituciones tendréis, a no dudarlo, en vuestras diócesis, para bien de vuestra grey: no dejéis, sin embargo, de procurar, ante todas las cosas, con todo el empeño, con todo el celo, con toda la solicitud de que sois capaces, que el conocimiento de la doctrina cristiana llegue a todos los fieles y se inculque profundamente en sus almas. “Cada uno de vosotros -son palabras del Apóstol San Pedro-, comunique a los demás la gracia en la medida que la haya recibido, como buenos dispensadores de la multiforme gracia de Dios”42. Haga próspera vuestra diligencia y fecundo vuestro celo, por mediación de la Beatísima Virgen Inmaculada, nuestra apostólica bendición, que, como testimonio de nuestro amor y como feliz augurio de las gracias celestiales, a vosotros y al clero y pueblo a cada uno de vosotros confiado, otorgamos de todo corazón. Dado en Roma, en San Pedro, el día 15 de abril del año 1905, segundo de nuestro pontificado. Pío X, Papa. 41 Exod. XXXII, 26. 42 I Pet., IV, 10
  • 21. 21 PRIMERA PARTE INTRODUCCIÓN AL CAPÍTULO Necesidad de la fe y de la predicación en general [1] La inteligencia del hombre, aunque puede, con mucho trabajo y actividad, conocer la existencia de Dios y algunas de sus perfecciones a partir de la creación (Rom. 1 20.), no puede conocer la mayor parte de aquellas cosas por las que se consigue la salvación eterna, a no ser que Dios le revele por la fe esos misterios. [2] Esta fe se recibe por la audición. Por eso, Dios no dejó nunca de hablar a los hombres por medio de los profetas, para revelarles, según la condición de los tiempos, el camino recto y seguro que conduce a la eterna felicidad. [3] Es más, Dios quiso hablarnos por medio de su Hijo, mandando que todos le escuchasen. Y, después de habernos enseñado la fe, el Hijo constituyó apóstoles en su Iglesia para que ellos y sus sucesores anunciaran la doctrina de vida a todas las gentes. [4] Por lo tanto, los fieles deben recibir la predicación de sus pastores, no como una palabra humana, sino como la palabra divina del mismo Jesucristo (Lc. 10 16.). Necesidad de la predicación y de este Catecismo en los tiempos actuales [5] Esta predicación, que nunca debe omitirse en la Iglesia, es mucho más necesaria en los tiempos actuales, a fin de que los fieles sean fortalecidos con doctrina sana y pura; pues se han presentado en el mundo falsos profetas (Jer. 23 21.), que pervierten las almas cristianas con doctrinas falsas y perversas; y habiendo conseguido arrastrar a sus errores provincias enteras, que antes profesaban la religión verdadera, tratan de penetrar furtivamente en todos los lugares y regiones. [6] Y sabiendo que no pueden llegar a todos por la palabra, esos herejes tratan de difundir sus errores por medio de libros que combaten la fe católica, y por medio de obritas de apariencia piadosa, para engañar las almas de los sencillos. [7] Por eso, el Concilio de Trento juzgó conveniente, con el fin de remediar tan gran mal, dar un catecismo para la instrucción del pueblo cristiano; [8] catecismo publicado con la autoridad del mismo Concilio, y que diese a los que han recibido el cargo de enseñar, la regla de exponer la fe y de instruir al pueblo fiel en todos los deberes de la religión. [9] Con esto, el Concilio no se propone explicar minuciosamente todos los dogmas de la fe cristiana, sino sólo exponer a los párrocos aquellas cosas que pudieran ayudarles en la enseñanza de esta misma fe. Qué deben tener presente los párrocos al predicar la fe En su predicación, los párrocos deben: [10] 1º Ante todo, tener en mente un doble fin: • el primero, dar a conocer al solo Dios verdadero y a Jesucristo, y éste Crucificado, pues toda la ciencia del hombre cristiano y toda su felicidad se encierran en este punto (Jn. 17 3.); • el segundo, exhortar al pueblo fiel a traducir ese conocimiento en obras por la imitación de las virtudes de Cristo, especialmente de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo, pues en la caridad se resumen la Ley y los Profetas (Mt. 9 22.), es el cumplimiento de la Ley (Rom. 13 8.), el fin de los Mandamientos (I Tim. 1 5.) y el camino más excelente para ir a Dios (I Cor. 12 31.). [11] 2º Acomodarse a sus oyentes, a su edad, a su capacidad, a sus costumbres y estado, a sus necesidades, a fin de hacerse todo a todos para ganarlos a todos para Cristo(I Cor. 9 22.), imitando en eso a nuestro Señor, que siendo la Sabiduría del eterno Padre, no se desdeñó en bajar hasta nosotros y acomodarse a nuestra capacidad para darnos los preceptos de la vida del Cielo. [12] 3º Sacar lo que deben predicar de la Escritura y de la Tradición, en las cuales se contiene la Revelación de Dios, ocupándose continuamente en su estudio y meditación (I Tim. 4 13.), y distribuyendo la doctrina, como nuestros mayores, en cuatro partes: • el Símbolo de los Apóstoles, que contiene todas las verdades que se deben saber; • los Sacramentos, que comprenden las cosas que son signos e instrumentos para recibir la gracia de Dios; • el Decálogo, que contiene los mandamientos de Dios; • la Oración Dominical, que encierra todo lo que los hombres deben desear, esperar y pedir. [13] 4º Finalmente, adquirir la costumbre de hermanar la explicación del Evangelio con la del Catecismo, ya que todo lo que se enseña en los Evangelios de los domingos cabe en alguna de las cuatro
  • 22. 22 partes en que se divide la doctrina cristiana. De esta manera, los párrocos enseñarán a un mismo tiempo, y con el mismo trabajo, el Catecismo y el Evangelio. PRELIMINARES DE LA NECESIDAD, AUTORIDAD Y DEBERES DE LOS PASTORES DE LA IGLESIA, Y DE LAS PARTES PRINCIPALES DE LA DOCTRINA CRISTIANA I. Necesidad de la divina revelación para el conocimiento de la mayor parte de las verdades del orden sobrenatural. 1. Es de tal naturaleza la Inteligencia humana, que aun habiendo descubierto y conocido por sí misma, después de haber empleado grande aplicación y estudio, muchas de las verdades que pertenecen al conocimiento de las cosas divinas, nunca pudo, con la sola luz natural, conocer o alcanzar la mayor parte de las verdades por las cuales se consigue la eterna salvación, y para cuyo último fin fue el hombre creado y hecho a imagen y semejanza de Dios. Pues, según enseña el Apóstol ―las perfecciones invisibles de Dios, aun su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan las criaturas‖43. Mas aquel misterio44 escondido desde los siglos y generaciones, de tal manera sobrepuja a la inteligencia humana, que si no hubiera sido manifestado a los santos, a quienes Dios quiso hacer notorias por el don de la fe, las riquezas de la gloria de este gran sacramento en las gentes, que es Cristo, ningún hombre podría aspirar a tan alta sabiduría45. II. Por qué medio se alcanza, el don maravilloso de la fe. 2. Mas como la fe proviene del oír46, es manifiesto cuán necesaria ha sido siempre para conseguir la eterna salud, la solicitud y ministerio fiel del maestro legítimo. Porque escrito está: ―¿Cómo oirán, si no se les predica? ¿Ni cómo predicarán, si no son enviados?”47. Por eso el clementísimo y benignísimo Dios nunca, desde el principio del mundo, desamparó a los suyos, antes bien, muchas veces y de varios modos habló a los Padres por los Profetas48, y según la condición de los tiempos les mostró el camino seguro y recto para la eterna felicidad. III. Cristo enseñó la fe, que después propagaron los Apóstoles y sus sucesores. 3. Pero como tenía prometido que había de enviar al Doctor de la Justicia para luz de las gentes49, y para que fuese su salud hasta los fines de la tierra, últimamente nos habló por medio de su Hijo50, mandando por voz venida del cielo desde el trono de su gloria que todos lo oyesen y obedeciesen a sus mandamientos. Luego 43 “Invisibilia enim ipsius, a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur: sempiterna quoque eius virtus et divinitas.” Rom., I, 20. 44 “Mysterium quod absconditum fuit a saeculis, et generatiombus, nunc autem manifestum est sanctis eius, quibus voluit Deus notas facere divitias sacramenti huius in gentibus, quod est Cristus.” Colss., I, 26, 27. 45 Cuanto nos enseña el Catecismo en este primer párrafo fué confirmado por el Concilio Vaticano con estas palabras: ―La misma Santa Madre Iglesia tiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido con la luz natural de la razón humana por las cosas creadas, pues las cosas de El invisibles, se ven después de la creación del mundo, considerándolas por las obras creadas, pero esto no obstante, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otra vía, y esa sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad, pues dice el Apóstol”. “Habiendo hablado Dios muchas veces y en muchas maneras a los padres en otro tiempo por los profetas, últimamente en estos días nos ha hablado por el Hijo. A esta divina revelación se debe ciertamente el que aquellas cosas del orden divino, no inaccesibles por si a la razón humana, puedan ser conocidas por todos, aun en el estado actual del género humano, fácilmente, con certeza y sin mezcla de error alguno. Mas no por esta causa se ha de tener por absolutamente necesaria la revelación, sino porque Dios, en su bondad infinita, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar de bienes divinos que exceden a toda inteligencia de mente humana.‖ De la Sesión III, cap. 2. °, del Concilio Vaticano, celebrada el día 24 de abril de 1870. 46 “Fides ex auditu”. Rom., X, 17. 47 “Quomodo audient sine praedicante? Quomodo vero praedicabunt nisi mittantur” ? Rom., X, 14, 15. 48 “Multifariam, multisque modis olim Deus loquens patribus in prophetis.” Hebr., I, 1. 49 ―Ecce dedi te in lucem gentium, ut sis salus meã usque ad extremum terrae.” Isai., XLIX, 6. 50 “Accipiens a Deo Patre honorem et gloriam, voce delapsa ad eum huiuscemodi a magnifica gloria. Hic est Filius meos dilectus, in quo mihi complacui, ipsum audite”. Petr. I, 17
  • 23. 23 Jesucristo a unos constituyó Apóstoles51, a otros Profetas, a otros Pastores y Doctores que anunciasen la palabra de vida, para que no seamos como niños vacilantes, ni nos dejemos llevar de todo viento de doctrina, sino que, apoyados sobre el cimiento firme de la fe52, fuésemos juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu Santo. IV. Cómo deben recibirse las palabras de los Pastores de la Iglesia. 4. Y para que nadie reciba de los ministros de la Iglesia la palabra revelada por Dios, como si fuese palabra de hombres, sino como palabra de Cristo, supuesto que lo es en verdad, estableció nuestro mismo Salvador que se diese tanta autoridad a su magisterio, que dijo: ―El que os oye, me oye, y el que os desprecia, me desprecia‖53. Y esto sin duda quiso se entendiese, no sólo de aquellos con quienes hablaba entonces, sino también de todos los que después por sucesión legítima habían de ejercer el ministerio de la enseñanza, a todos los cuales prometió que estaría siempre con ellos hasta el fin del mundo54. V. Es necesaria la predicación de la palabra, divina. 5. Aunque nunca debe dejarse en la Iglesia la predicación de la palabra divina, en estos tiempos se debe ciertamente trabajar con el mayor desvelo y piedad para que los fieles sean sustentados y fortalecidos con la doctrina sana e incorrupta como alimento de vida55. Pues han aparecido en el mundo aquellos falsos profetas, de quienes dijo el Señor: ―Yo no los enviaba, pero ellos corrían. No les hablaba, mas ellos predicaban‖56, para pervertir los ánimos de los cristianos con enseñanzas falsas y peregrinas. Y en esto su malicia auxiliada con todas las artes de Satanás ha hecho tales progresos, que parece no reconoce límite ni término alguno, de suerte que si no estuviéramos asegurados con aquella promesa del Salvador, quien afirmó que había puesto en su Iglesia un fundamento57 tan firme que jamás las puertas del Infierno podrían prevalecer contra ella, bien pudiéramos temer por su existencia estando cercada ahora por todas partes de tantos enemigos, tentada y combatida de tantas maneras. VI. Las herejías se han propagado por muchísimas provincias. 6. Pues dejando aparte provincias nobilísimas que en tiempos antiguos retenían piadosa y santamente la verdadera y católica religión que heredaron de sus mayores, y que ahora, apartados del recto camino, de tal modo les ha seducido el error que se glorían de profesar la verdadera piedad por el mismo hecho de haberse apartado muy lejos de la doctrina de sus padres, no puede hallarse región tan remota, o lugar tan seguro, ni parte alguna de la república cristiana en la cual esta maldad no haya intentado introducirse ocultamente. VII. De qué manera se han propagado los errores. 7. Aquellos que se propusieron seducir las almas de los fieles, conociendo que en manera alguna podían hablar en público con todos, ni comunicar a sus almas las perversas doctrinas, emplearon otro medio por el cual propagaron los errores de la impiedad mucho más fácil y extensamente. Pues, además de publicar grandes volúmenes con los que procuraron la ruina de la fe católica, pero de los cuales fue fácil precaverse por contener herejías manifiestas, escribieron también innumerables librillos, al parecer piadosos, con los cuales, es increíble la facilidad con que sedujeron los ánimos incautos de los sencillos. VIII. Por qué mandó el Concilio Tridentino que se publicase este Catecismo58. 51 “Et ipse dedit quosdam quidem apostolos, quosdam autem prophetas, alios autem pastores et doctores...omni vento simus parvuli fluctuantes, et circunferamur omni vento doctrinae.” Eph., IV, 11. 52 “In quo et vos coaedificamini habitaculum Dei in Spiritu.” Eph., II, 22. 53 “Qui vos audit, me audit: et qui vos spernit, me spernit.” Luc., X, 16 54 “Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi.” Matth., XXVIII, 20. 55 “Doctrinis variis et peregrinis nolite abduci.” Hebr., XIII, 9. 56 “Non mittebam prophetas, et ipsi currebant: non loquebar ad eos, et ipsi prophetabant.” Hier., XXIII, 21. 57 “Super hanc petram aedificabo ecelesiam meam, et portae inferi non praevalebunt adversus eam.” Matth., XVI, 18. 58 El día 13 de abril de 1546 se propuso a los Padres de Concilio Tridentino un proyecto de decreto sobre la publicación de un Catecismo en latín y en lengua vulgar, ex ipsa sacra Seriptura a pattious orthodoxis exceptum, para la instrucción de los niños y de los ignorantes, que necesitan leche de doctrina antes de poder digerir el alimento sólido. Aprobada esta moción por la mayoría de los Padres, decretóse a 16 del dicho mes: Que se hiciese, y que sólo se pusieran en él las cosas que miran a los fundamentos de la fe. Nombróse una comisión para redactarlo; pero no tuvo tiempo de hacerlo antes de la clausura del Concilio. Con todo, antes de separarse, el Concilio encargó al Papa el cuidado de la terminación y publicación del Catecismo. Sess. XXV.)