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Mi Lady in Red
A veces ocurre que oyes una canción cientos de veces y no la comprendes hasta
vives la historia concreta que esa canción relata. Y entonces, la vez siguiente, escuchas
en vez de oír. Esto me ocurrió hace tiempo con la canción You are beautiful de ese
soldado con voz aflautada de su Descojonante Majestad. Metro de Paris. Delante de mí
se sienta alguien. Levantó la vista de mi libro – creo recordar que era sobre Escipión el
Africano - y me tropiezo con un par de ojazos azules. Abro el plano, y enfrente tengo
una pedazo francesa de las que receta el médico. Cara de porcelana, rasgos a lo Audrey,
vestida con un traje de ejecutiva, parisinamente elegante, que regalaba un escote fino,
no vulgar, al punto de insinuarte lo justo, como un buen trailer que te hace luego ir
corriendo a ver la película. En resumen, que la hice un escáner en toda regla. Ella, que
se había dado cuenta de mi fichaje, me miró y me sonrió. Dulce, graciosa, como
diciendo mira este españolito, le tengo roto con una sola mirada; que fáciles son. Así
que allí me quede con cara de bobo, robando de vez en cuando alguna miradita, y
obsequiado, también de vez en cuando, con otra de esas sonrisas. Cuando me disponía a
irme, tropecé con ella, y con mi francés del Tour le solté un escusemuá. Yo no entendí
nada de lo que ella me contestó, pero esa voz sonaba como las trompetas que preceden a
la apertura de las puertas del paraíso – o al anuncio de la llegada del Apocalipsis, que a
veces es difícil de distinguirlas –. Y me bajé del vagón. Y no la volví a ver jamás.
Hace poco volví a vivir otro momento de esos en los que comprendes por entero
una de esas canciones, y está sí que me gusta. Su título es Lady in Red. Una buena
balada de los ochenta, que admito que es un poco ñoña pero que le voy a hacer, me
gusta. Ocurrió una noche, en una buena juerga verbenera legendaria. Ya me había fijado
en ella previamente durante la pitanza, pero allí había demasiado bullicio y uno estaba
algo distraído haciendo el canelo – que en eso uno es un profesional muy profesional –.
La revelación vino después. Juro por lo más sagrado – Snoopy o Freddie o Aníbal
Smith o quién fuere – que no había bebido más que un par de copas de vino, que venía
de gripar y había que controlarse. Así que el alcohol no es excusa – si es que necesito
excusas –.
La recuerdo con un traje de noche espectacular – por supuesto rojo – de esos que
hacen a los hombres rebuznar – en la mayoría de los casos –, que destrozan, cual golpe
del martillo de Thor, las defensas y los códigos que uno pueda tener – o desear tener –,
y que provocan que se pida cuartel, que se saque bandera blanca, y que se rindan
legiones enteras sin decir esta boca es mía. Pura elegancia femenina hecha realidad, del
ese tipo de elegancia que por desgracia escasea – por no decir que está extinguida – en
estos días y que, los que la apreciamos y la admiramos, solo nos queda el consuelo de
disfrutarla en esas viejas películas en blanco y negro, cuando las estrellas eran estrellas,
y las mujeres eran mujeres.
Nos acercamos juntos a la barra. Yo pedí mi ron y ella un Gin-tonic. Y empezó
el despiporre. La rutina de costumbre: bailar y beber, reír y seguir bebiendo, y vacilar
mientras se continua bebiendo – lo de vacilar en el buen sentido, que yo no estaba para
otros menesteres, que el médico solo me deja una traca por año, y yo ya había cubierto
el cupo, no vayan ustedes a imaginar que aquello era eso del flechazo a primera vista y
demás embustes propagados por las series yankees, que lo valiente no quita lo cortés –.
Después de un buen rato desfasando, ella se sentó en unos de los taburetes del local. Y
entonces ocurrió, viví mi quinto. Todavía no he encontrado el nombre adecuado para
esos momentos. Se podrían definir como instantes, casi ínfimos, en el que una mujer,
por causa y deseo de vete a saber tú qué o quién alcanza una sublime excelencia. No hay
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reglas para definir esos instantes, a veces son de día, a veces de noche, a veces ella está
arreglada, a veces está informal…; simplemente ocurren. Son algo instintivo, puro
percepción subjetiva. No sé cómo explicarlo, simplemente los veo. Y los admiro. Pues
aquella noche viví otro de esos instantes, el quinto como dije antes.
Lo habíamos dejado en que por causa de tanto meneo, ella se había ido a
sentarse. Se estaba echando al gaznate un sorbo de su segundo Gin-tonic cuando
ocurrió. Pausa. El tiempo se detuvo y yo me quedé mirándola. Sin saber cómo todo se
hizo oscuridad, o eso supuse yo. No es que hubiera un eclipse dentro del local, era como
si todos los focos del lugar se hubieran puesto de acuerdo en iluminarla para decirnos:
- ehh so capullos, fijaros bien lo que es una mujer en mayúsculas, fijaros bien lo que es
una hembra por la que en otros tiempos los hombres se batirían por un beso, que digo
por un beso, por una mirada de esas que provocan que las leyes de la Física no se
cumplan. Pero claro que sabréis vosotros de jacas como Dios manda, acostumbrados a
princesitas sin reinos, y a plebeyas sin sueños, a mujeres de las que no se sabe si lo son
o son hombres travestidos, de mujeres protesta en continua reivindicación de causas
pérdidas o no encontradas, de mujeres que piden en vez de tomar lo que es suyo, a las
bravas, mujeres que para sonreír necesitan un mandamiento judicial acompañado por la
pertinente pareja de picoletos. Que sabréis vosotros hombres del siglo XXI de mujeres
como Dios manda. Iros a tomar por saco admiradores de lo zafio y chabacano, ayatolás
del mete bien y no mires en quién, ciegos voluntarios de lo que realmente es una mujer,
UNA MUJER, so cenutrios.– Así que allí estaba yo plantado, contemplando esa
maravilla de la naturaleza cuando me sonrió. Y la sonreí, y me volví a sentir un hombre
afortunado de nuevo por tener ante mis ojos una Mujer como aquella; a veces, uno
recupera la fe.
Después seguimos bailando, y bebiendo, y vacilando hasta que ella no pudo más
y se fue. La seguí con la mirada mientras ella se alejaba para grabar bien en mi mente
aquel vestido rojo. Y en es instante me acordé de la canción. Allí, aquella noche, había
conocido a mi Lady in Red. Y se llamaba Ana.