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2
El Samtotaj y otros cuentos




 Gabriel Cebrián




El Samtotaj
 y otros cuentos




                                 3
Gabriel Cebrián




4
El Samtotaj y otros cuentos




   A mis amigos oscuros Nidhogg,
Levana, Junkers y Morgana.




                                 5
Gabriel Cebrián




6
El Samtotaj y otros cuentos


                   EL SAMTOTAJ


                             Uno


        El reporte que leerán a continuación responde
a múltiples causas, tanto así que resultará difícil (in-
cluso lo es hoy día para mí mismo) de ajustar a una
determinada clasificación. En principio, fue motivado
por cuestiones académicas, pero fue asumiendo aris-
tas tan extraordinarias que acabó siendo ésto; infor-
me, confesión, infidencia, testimonio de poderes aje-
nos al ámbito de nuestra cultura. Y, por sobre todo e-
llo, producto de la necesidad de alertar a los etnógra-
fos -aficionados, noveles o experimentados- acerca de
las dramáticas experiencias que puede acarrear el he-
cho de meter las narices donde primero el Dr. Malloy,
y luego yo, tuvimos la desgracia de hacerlo.

         No había oído hablar del Dr. Benjamin Malloy
hasta 1996, cuando llegué a la instancia de tener que
formular la tesis tendiente a mi propio doctorado en
Antropología. Luego de barajar numerosas temáticas
y grupos étnicos, me decidí por los Nivaklé 1 del Gran
Chaco por varias razones, algunas de orden práctico
(el territorio en el que debía llevar a cabo el trabajo de

1
  Grupo étnico también conocido como “Chulupi” y “Ashlush-
lay”, correspondiente a la familia lingüística Mataco-Mataguayo.
                                                              7
Gabriel Cebrián


campo era relativamente cercano, varios de los posi-
bles informantes manejaban la lengua española, etcé-
tera); y otras de orden intelectual, ya que consideraba
fascinante esa paradójica cosmovisión que adunaba u-
na marcada ingenuidad con rituales chamánicos extre-
madamente sofisticados. También en este orden de
fundamentos debe considerarse la escasa atención que
este grupo étnico ha suscitado -comparado con otras
culturas americanas- tanto entre los estudiosos como
entre el gran público, circunstancia sorprendente te-
niendo en cuenta lo ya dicho en cuanto a la comple-
jidad y riqueza de sus tradiciones esotéricas. Y es esta
misma característica la que me obligará más adelante
a fatigarlos con conceptualizaciones y terminología
propias de esa cultura, las que si bien hubiesen sido
más oportunas y necesarias en el caso de haber pro-
seguido con el plan original –esto es, la tesis doctoral-
continúan siendo imprescindibles para comprender u-
na serie de sucesos que, no obstante la más puntillosa
explicitación, continuarán siendo esquivos a los cáno-
nes de raciocinio que nos son consustanciales. Pero
todo a su tiempo.
        Ni bien hube tomado la decisión de orientar
mi estudio en esa dirección, acordé una entrevista con
el Dr. Matías Lasalle, a quien había escogido para a-
padrinarme en la empresa. Nos encontramos en el bu-
ffet de la Universidad, y allí, café de por medio, le co-
muniqué mis planes. A contrario de lo que había yo
previsto, no sólo no se mostró entusiasmado con el
proyecto, sino que pareció disgustado.

8
El Samtotaj y otros cuentos


        -¿Los Nivaklé, le parece? –Inquirió, con gesto
adusto y ceño fruncido. Pasé a comentarle somera-
mente las motivaciones que me impulsaban en ese
sentido, más o menos en los términos que lo hice más
arriba. Me escuchó sin pronunciar palabra, y perma-
neció en silencio aún después que mi alegato había
concluido. Comencé a sentirme incómodo y me vi o-
bligado a preguntarle las razones de su evidente con-
trariedad.
        -Usted sabe, todas esas cuestiones vinculadas
al chamanismo, tan en boga actualmente, flaco favor
suelen hacerle a la objetividad científica que todo in-
vestigador serio pretende, o debería pretender. Hay
demasiada basura romántica de esa estofa polucionan-
do la seriedad de nuestra disciplina. Sobre todo a par-
tir de los dislates publicados por esos pseudocientífi-
cos, llámense Carlos Castaneda, Florinda Donner y
todos los orates que compraron su receta. Me fastidia
sobre todo el paso atrás que sus pergeños nos han
causado.
        -Usted no irá a creer que voy a incurrir en sin-
sentidos como ésos, ¿o sí? –Pregunté, algo molesto
por lo que consideré un prejuzgamiento irrelevante.
        -No lo creería si hubiese usted elegido cual-
quier otro grupo, pero tratándose de los Nivaklé...
        -¿Qué tienen de particular?
        -Probablemente nada –dijo, meneando la cabe-
za, como arrepintiéndose de haber argumentado en el
sentido que lo había hecho. –Está bien, si está tan de-
cidido, voy a apoyarlo y ayudarlo en lo que esté a mi
alcance para bien de su tesis.
                                                       9
Gabriel Cebrián


        -Una buena manera de ayudarme –aventuré,
presa de gran curiosidad- sería que me dijese los mo-
tivos que lo llevaron a plantear dudas sobre la oportu-
nidad de investigar sobre ellos.
        -Tal vez sean cuestiones personales, que no
vienen al caso. Déjeme ver... ¿sobre qué autores se ha
basado para escoger esa cultura?
        Referí entonces a varios autores, argentinos,
brasileños, paraguayos, europeos; y a diversas publi-
caciones, tanto tradicionales como extraídas de la In-
ternet. Me escuchó, asintiendo con la cabeza a medida
que los iba mencionando. Cuando acabé la lista, se
quedó mirándome un momento y luego dijo:
        -Todos esos autores están muy bien, al menos
los que conozco. Pero es una lástima que no pueda
contar con la información que podría darle la auto-
ridad máxima en este tema. Estoy hablando de mi a-
migo Benjamin Malloy. ¿Oyó hablar de él?
        -No, no recuerdo... ¿Malloy, dice?
        -Benjamin Malloy.
        -¿Y por qué no puedo contar con información
de su parte? ¿No dice acaso que es amigo suyo?
        -Es, o era, no sé. La cuestión es que fue a ha-
cer sus trabajos de campo entre los Nivaklé y algo es-
pantoso parece haberle ocurrido. Al principio me en-
vió algunas cartas, de las que lo único que puedo de-
cir es que evidencian un deterioro progresivo de su
psique. Algo o alguien debió afectarlo de un modo
que no puedo llegar a imaginar. De hecho, nunca más
se supo nada de él. Una pérdida lamentable, la ver-
dad, tratándose de un brillante científico. Para serle
10
El Samtotaj y otros cuentos


franco, le digo que si había alguien de quien no espe-
raba semejante actitud, ciertamente era él.
         -¿Podría leer esas cartas? –Aventuré.
         -Eso es imposible, por más de una razón. Fun-
damentalmente, el expreso pedido de reserva que for-
muló Malloy respecto de ellas. Y en segundo lugar,
no quisiera poner a su alcance elementos que pudie-
ran incidir en su ánimo. Ya ve que me hace poca gra-
cia el mero hecho de que vaya usted allí, y si con-
siento es porque pretender disuadirlo implicaría, en
cierto modo, mi aceptación de las fantasías aberrantes
que con tanto ahínco trato de combatir. Vaya, haga un
estudio exhaustivo y demuestre palmariamente el ca-
rácter primitivo y fantástico de las prácticas chamáni-
cas de esa gente, claro que sin obviar todas sus carac-
terísticas llamativas y lo elaborado de sus ritos. Pero
sobre todo, cuídese mucho. No ingiera ninguna pó-
cima que vayan a ofrecerle, ni se entusiasme demasia-
do con los prodigios que puedan mostrarle. Conserve
todo el tiempo su rigor epistemológico y su ecuanimi-
dad. Y, lo más importante, al primer atisbo de confu-
sión, deje todo y vuelva inmediatamente. No quisiera
perder ahora a uno de mis mejores discípulos, ya tuve
bastante con la pérdida de mi viejo y querido amigo
Malloy.
         -Tendré muy en cuenta su consejo, usted sabe
la consideración que le profeso.
         -Espero que lo haga, sinceramente. Y no vaya
a tomar lo que le digo como un indicio de credulidad
ni reblandecimiento senil. Es simplemente que no
quiero más avatares como el que acabo de transmitir-
                                                     11
Gabriel Cebrián


le, y sé muy bien por experiencia que a veces los más
palurdos suelen ostentar como contraparte una picar-
día maliciosa, una capacidad de sugestión que si no es
tomada en cuenta, si es desdeñada, puede causar seve-
ros trastornos. Si se mantiene conciente de esto, no
tendrá problemas.

        De más está decir que todas las advertencias
que el Dr. Lasalle me formuló, y sobre todo la historia
de la desaparición de su colega y amigo, el Dr.
Benjamin Malloy, no hicieron más que excitar mi
curiosidad y aumentar las ansias de llevar a cabo mi
plan; tanto así que aún a pesar de que los tardíos
calores del verano harían casi intolerable mi estancia
en el norte, decidí adelantar el viaje.


                             Dos


       Así es que el viernes 15 de marzo de 1996,
bien temprano, tomé la ruta 11. Debido a la intención
de optimizar mis recursos –dado que no sabía cuánto
tiempo podía insumir la empresa- no encendí el aire
acondicionado de la camioneta, por el consumo extra
de combustible que ello habría ocasionado; lo que re-
dundó en varias horas de calor agobiante, especial-
mente hacia el mediodía. Asumí, de todos modos, que
era un buen entrenamiento previo, una especie de a-
climatamiento en función de las tórridas jornadas de
trabajo que seguramente sobrevendrían. Conduje sin
12
El Samtotaj y otros cuentos


detenerme más que para reaprovisionarme de com-
bustible e ir al baño, así que hacia la media tarde es-
taba ya en la ciudad formoseña de Clorinda. Allí me
entrevisté con un anciano algo excéntrico llamado
Alcides Liboreiro, tal como me había indicado el Dr.
Lasalle que hiciese. El viejo era una suerte de etnó-
logo aficionado, que había desarrollado tales intereses
a partir de su desempeño como baqueano en infinidad
de expediciones como la que yo encaraba. Claro que
los achaques propios de la edad le impedían seguir
oficiando en tal carácter, mas no por ello su fuego se
había apagado. Mostró mucho entusiasmo y predispo-
sición para ayudarme, e hizo los debidos honores a las
cervezas que le convidé, que fueron muchas. No fue
hasta que estuvo ebrio que conseguí que me hablara
de su conocimiento personal de Benjamin Malloy, o
“El Gringo”, como él lo llamaba. Al principio se ha-
bía mostrado reticente, pero luego de la ingesta alco-
hólica sus reservas cedieron (de hecho, al derivar el
diálogo hacia Malloy estaba contradiciendo, de entra-
da nomás, los consejos del Dr. Lasalle, pero no era
aquella una oportunidad para desperdiciar). El Gringo
era un gran hombre, dijo, a pesar de ser Norteameri-
cano. Quería mucho a loj’ indio, y ellos también lo
querían. Casi todos, bah. Algunos no. Tanto se identi-
ficó con los de las tolderías que se las dio de Toiyé 2 ,
y ansí le fue. ¡Un Toiyé samtó 3 , vaya cosa que se le
jué a ocurrir al gringo loco ése! Ió sé que lo hizo de

2
    Entre los Nivaklé, chamán, médico brujo.
3
    Persona no Nivaklé.
                                                      13
Gabriel Cebrián


gau-cho, nomás, pa’yudarlos, vio, pero fíjese que
dispara-te, pensar que los otros Toiyés lo iban a
acetar ansí nomás, sin hacerle la guerra. Sobre todo
ese Uj-Toi-yé 4 malvado que se hace llamar
Coicheyik, que quie-re decir “loco”. Se juntó con
todos los otros Toiyés, que hacen lo que les dice
porque le tienen miedo, vio, y entre todos juntos le
sacaron el alma, al pobre Gringo. No sé si murió,
aclaró, respondiendo a mis ansiosas preguntas, pero
en el estado que queda uno cuando estos brujos le
sacan el alma, no hace mucha diferencia, créame. Si
quiere averiguar qué jué de él, tiene que ir por áhi
por las tolderías que están en las ajueras de Pozo
Colorado. Si va, tenga cuidáo y sea discreto, no vaia
a ser cosa que termine usté también desalmáo. Hay
que cuidarse de esa gente. Uno los ve ansí, brutos,
perdidos de borrachos, y capaz que se confía. Pero
con esos brujos no se jode. Usté va’ pen-sar que soy
un viejo chocho, que se anda creiendo cualquier
bolazo que le dicen, pero igual hágame ca-so, no se
confíe.

        Pasé la noche en un hotel del centro. Aprove-
ché para dormir en una cama cómoda y tomar una
buena comida, quién sabe cuándo volvería a darme
esos lujos (había traído una pequeña carpa de tipo
iglú y los mínimos enseres necesarios, dado que que-
ría mostrarme ante los Nivaklé lo más humilde que
me fuera posible, a efectos de estimular su empatía

4
    Gran chamán
14
El Samtotaj y otros cuentos


hacia mi persona). A la mañana siguiente emprendí el
último tramo del viaje, pasé al Paraguay atravesando
el Pilcomayo por el Puente San Ignacio de Loyola y,
pasado el mediodía, llegué a Pozo Colorado, en el
Departamento de Villa Hayes. Deambulé por entre los
bosques al sur de la ciudad en busca del “Lechigua-
no”, un mestizo llamado en realidad Eusebio Fernán-
dez, quien me había sido recomendado por el viejo
Liboreiro para que estableciera los contactos pertinen-
tes y, en caso de tratar con informantes que no ha-
blaran español, para oficiar de “lenguaraz”. Como las
indicaciones que el viejo me había dado eran por de-
más vagas, y encima las chozas desperdigadas en el
bosque carecían de referencias precisas, me llevó un
buen par de horas dar con él. Finalmente hallé su
precaria vivienda, enclavada en medio de una espe-
sura tan cerrada que la luz del sol apenas si conseguía
atravesarla, lo que le daba un cierto aire ominoso. Tal
vez hayan sido los aprontes tan inquietantes que La-
salle y el propio Liboreiro me habían formulado; lo
cierto es que cavilé que si alguien me asesinaba y me
arrojaba por allí, entre la fronda, jamás me hallarían,
y correría así la misma suerte que el “Gringo” Benja-
min Malloy. Mas me dije que era muy temprano para
caer en esa clase de consideraciones alarmistas. No
sabía entonces que los sucesos que sobrevendrían hu-
biesen justificado zozobras muchísimo mayores aún.
        Golpeé las manos a modo de llamada, y un par
de perros flacos salió a chumbarme. La cortina de tela
que colgaba en la puerta se descorrió, y un hombre
moreno, también delgado, de unos treintaitantos años,
                                                     15
Gabriel Cebrián


pelo renegrido, lacio y bastante largo, y mirada torva,
me preguntó qué quería.
        -Estoy buscando a Eusebio Fernández.
        -¿Pa’qué lo busca?
        -¿Es usted?
        -Depende de pa’ lo que lo busque.
        -El viejo Alcides Liboreiro, de Clorinda, me
dijo que lo viera.
        -Iá me lo figuraba, ió. Usté es uno de esos que
vienen pa’ estudiá’ loj’indio.
        -Sí, pues. Espero que usted pueda ayudarme.
        -Eso depende, también.
        -Claro que le pagaré por ello, no vaya a creer
que pretendo que me ayude gratis.
        -¿Y cuánto me piensa pagá?
        -Y, en principio... unos cincuenta guaraníes
diarios.
        -Cincuenta, eh... no había sido muy suelto de
mano, el mozo.
        -Y tengo una carabina 22 en la camioneta, que
le puedo dar.
        -Eso es otra cosa. ¿Y qué es lo que quiere que
haga, ió?
        -Ayudarme a sacar información de los Niva-
klé. Me dijo el viejo Alcides que usted se da bastante
maña para eso.
        -Pué ser, pué ser. Traiga la carabina, pa’ver,
nomás.
        Le alcancé la carabina y la miró, tratando de
disimular la codicia. Supe entonces que el pez había
mordido el anzuelo. Me preguntó si tenía balas, y le
16
El Samtotaj y otros cuentos


dije que le podía dar tres cajas de cincuenta tiros.
Cerramos trato. Nos sentamos a beber una chicha de
maíz bastante fuerte que convidó él, y yo ofrecí
cigarrillos argentinos, que aceptó de muy buen grado.
Al cabo dijo:
        -Yo no soy Eusebio Fernandez.
        -Ah, ¿no? –Pregunté alarmado, creyendo que
había perdido el tiempo.
        -No sé quién es ese Eusebio Fernandez –acla-
ró-. Las autoridades me han dicho así pa’darme la li-
breta de identidá. Yo soy Nivaklé, como mi madre.
Tengo un nombre indio, pero tampoco lo uso. Puede
llamarme Lechiguano, nomás, que ansí me conocen
todos.


                                     Tres


        Pese a la primera impresión, el Lechiguano re-
sultó ser un hombre muy simpático y gracioso. Pasa-
mos la tarde tomando chicha y tereré 5 , y hablando ge-
neralidades (no quise entrar en tema de buenas a pri-
meras, quería terminar de ganar su confianza). Al caer
el sol fuimos en mi camioneta a buscar carne y vino.
Con el asado a las brasas que preparé, y luego de una
copiosa ingesta alcohólica, sentí que había superado
cualquier reserva que pudiera haber quedado en mi
pintoresco compañero. Cerca de la medianoche, y ya

5
    Infusión en agua fría de yerba mate.
                                                    17
Gabriel Cebrián


bastante ebrio, iba a disponerme a armar mi carpa, pe-
ro me dijo que tenía un jergón de más en su choza.
No me agradó la idea, temía al mal de chagas o a
cualquier otro agente infeccioso que pudiese atacarme
en el interior de esa precaria vivienda, pero no me a-
treví a rehusar su hospitalidad. Evacué intestino y ve-
jiga en el monte e ingresé. Era una cabaña típica, de
un solo ambiente. Contaba con una cocina a leña de
lo más antigua, una mesa cuadrada y pequeña, tres
bancos y los dos jergones cubiertos por petates que
parecían no haber sido limpiados nunca. Claro que és-
ta era una presunción inducida sobre todo por el pre-
juicio, dado que a la trémula luz de unas cuantas velas
colocadas en un plato con asa, no podía advertirse su
real condición. El Lechiguano seguía bebiendo. Le
deseé buenas noches y me tendí de costado en mi jer-
gón. No respondió nada, simplemente se quedó mi-
rándome. Muy incómodo, y por cierto bastante preo-
cupado, cerré los ojos.

        Seguramente fue debido al gran consumo de
alcohol que me quedé dormido, teniendo en cuenta
las circunstancias. Pero no duré mucho en ese estado.
Pocas veces, si no ninguna, he despertado con tal so-
bresalto: afuera, hacia el frente de la choza, el Lechi-
guano había comenzado a cantar de un modo por
demás vocinglero. No entendí lo que decían las pala-
bras; sin embargo estuve seguro que eran correspon-
dientes a la lengua Nivaklé, por cuanto me sonaban
semejantes al puñado de voces sueltas que conocía de
ella. Cuando los pelos erizados de todo mi cuerpo de-
18
El Samtotaj y otros cuentos


jaron de emanar su estática, recordé que los hechice-
ros de esa cultura llamaban a sus espíritus auxiliares,
los Sichées, mediante cánticos específicos. Eso signi-
ficaba que el propio Lechiguano era un Toiyé, y no un
simple contacto o traductor, como me había dicho Li-
boreiro. Aunque tal vez estuviese dando rienda suelta
a su borrachera, sólo eso. Me incorporé y salí de la
choza. El Lechiguano se veía como una masa oscura,
aposentada unos cinco metros adelante. Continuaba
cantando. Me senté junto a la puerta, sigilosamente.
Luego de unos pocos minutos los cánticos amainaron,
y se oyó un rumor como de alas batiendo, en la copa
de los árboles linderos al claro en el que estaba em-
plazada la cabaña. Miré hacia arriba y pude ver una
sombra alada descendiendo hasta posarse frente al
Lechiguano, quien a esa altura ya había callado total-
mente, como si la función del cántico hubiese sido la
invocación al ave, o lo que fuera. Todo aquel evento,
que se desarrollaba en una penumbra casi total, estaba
imbuido de un fuerte sentido de irrealidad, que halló
su paroxismo en la extravagante resolución: la som-
bra pequeña, con movimientos como de ave, se acer-
có hasta fundirse con la sombra grande, presuntamen-
te el Lechiguano; y a continuación, con un batir de a-
las ahora portentoso, las dos sombras –que quizá ha-
yan sido ya una sola- emprendieron el vuelo hacia el
profundo cielo de la noche. Me abalancé hacia el lu-
gar en el que momentos antes mi empleado-anfitrión
cantaba, y no había nada ni nadie. Me sentí mareado,
y vomité. Enseguida sentí un dolor punzante en el
vientre, y un rumor en las tripas. Apenas tuve tiempo
                                                    19
Gabriel Cebrián


de bajarme los pantalones. La chicha, el vino, el tere-
ré, el susto, todo ello había coadyuvado para desem-
bocar en esa catarsis orgánica. Tuve que limpiarme
con el calzoncillo, y luego lo arrojé por ahí. Aún tem-
blando, volví a la choza, adonde me esperaba una
nueva y desquiciante sorpresa: el Lechiguano estaba
allí, durmiendo plácidamente en su jergón. ¿Cómo
podía ser? Había oído su voz cantando a gritos allí
fuera; y luego lo había visto, aunque sonara a delirio,
desaparecer en un vuelo increíble. Jadeando, lo con-
miné a levantarse. Ni aún sacudiéndolo conseguí des-
pertarlo. Más que dormido, parecía en trance. No pu-
de volver a pegar un ojo, como podrán comprender.
Intenté tranquilizarme recordando una y otra vez las
palabras del Dr. Lasalle: los más palurdos suelen os-
tentar como contraparte una picardía maliciosa, una
capacidad de sugestión que si no es tomada en cuen-
ta, si es desdeñada, puede causar severos trastornos.
Tal vez hubiese sido sólo una triquiñuela de esas a las
que los aborígenes suelen ser tan afectos, y yo había
caído de pies y manos en la tramoya. Cualquier otra
hipótesis me resultaba demasiado inquietante y, de to-
dos modos, no resistiría el menor análisis, en términos
de rigurosidad. Ocupé el tiempo de aquella vigilia
forzada para asimilar el evento en dichos términos, de
acuerdo a los cánones metodológicos en los que había
sido entrenado. Si el Lechiguano era Toiyé, se supo-
nía que en estado de sueño o de trance podía despegar
su doble mágico, su alma psíquica, llamada por ellos
Sa’c’aclít; elemento éste que, acorde a la función ar-
quetípica atribuida a esta clase de entidades, era el
20
El Samtotaj y otros cuentos


que propiciaba todos los contactos con los demás en-
tes de existencia espiritual -especialmante con los Si-
chées, que como ya señalé antes, son una especie de
seres incorpóreos que pueden ser controlados y utili-
zados por los Toiyés 6 -. Supuse que la explicación que
él eventualmente daría, ante mi requerimiento, se iba
a ajustar a estas pautas. Al menos él tendría una ma-
nera de explicar lo sucedido, aunque esa explicación
valiera un comino para nuestras estructuras mentales.
Por mi parte, me devanaba los sesos tratando de opo-
ner otra, de corte racional, a la extrañeza de lo ocurri-
do; pero me veía en figurillas para articular una inter-
pretación que no pasara lisa y llanamente por la aluci-
nación, o al menos por la sugestión, y no podía evitar
sentir que tal argumento comportaba un flagrante so-
fisma, una negación dogmática, casi fraudulenta. Pero
pensando en ello, se me ocurrió otra posibilidad:
solamente había visto un bulto negro, y creí reconocer
la voz del Lechiguano en el estentóreo canto, lo que
no excluía la posibilidad de que alguien más, de voz
parecida, o remedándolo, se hubiese hecho pasar por

6
  Quiero expresar aquí que, en función del carácter si se quiere
anecdótico de la presente crónica, estoy tratando de acotar las
denominaciones y conceptos Nivaklé a su mínima expresión –
quizá no debiera omitir, entre otros ítems, la clasificación
exhaustiva de los Sichées y la nomenclatura de ellos mismos
según su utilidad y características-; ello en pos de no atosigar al
lector poco interesado en esta suerte de especificaciones (cosa
que sabrán comprender los que las encontrarían útiles o
atrayentes, a quienes invito a investigar los numerosos artículos
y bibliografías existentes en la red referidos a esta cultura).
                                                               21
Gabriel Cebrián


él. Aún más, la sombra bien podía haber sido un bulto
atado a un sistema de sogas y poleas, quién sabe, y el
propio Lechiguano haber cantado desde un sitio cer-
cano, para luego aprovechar mi estupor para ingresar
a la cabaña sin que yo lo advirtiese. Estaba claro que
algo así había sucedido, toda vez que las otras lectu-
ras de los sucesos se inscribían en supercherías de
suyo insostenibles. Me tranquilizó bastante la certeza
que me vino de que había sido sólo un embuste, y me
felicité por estar actuando según lo aconsejado por el
Dr. Lasalle, oponiendo ecuanimidad y sentido común
a esas truculentas y primitivas bastedades.


                           Cuatro


        Poco después de la salida del sol, el Lechigua-
no se levantó como si nada. Se estiró y salió de la
choza. Unos minutos depués volvió cargando una cu-
beta con agua, virtió un tanto en una gran pava negra
de tizne, la posó en una de las aberturas de la cocina y
comenzó a encender el fuego.
        -Buenos días –saludé.
        -Ah, estaba dispierto...
        -Sí, he permanecido despierto toda la noche.
        -¿Es que mi casa no es cómoda pa’usté?
        -No, sucede que me alarmó alguien que estaba
cantando a los gritos, ahí afuera. Es raro que no lo ha-
ya escuchado –insinué.

22
El Samtotaj y otros cuentos


        -No, no es nada raro, eso. Yo, cuando duermo,
duermo, vea.
        -Pues sí, ni que lo diga.
        -Aparte no podría haberlo escucháo.
        -¿Por qué?
        -Porque era mi Sa’c’aclít el que cantó anoche.
        Meneé la cabeza, sonriendo irónicamente, y
dije:
        -Estaba seguro de que iba a decir algo como e-
so.
        -Y yo estaba seguro que usté estaba seguro de
que iba a decir eso. Por eso lo dije.
        -Dejémonos de juegos, ¿quiere?
        -Si a usté le parece que yo vuá estar jugando
con cosas de ésas...
        -Entonces, usted es un Toiyé...
        -Puede decir que me he visto obligáo a hacer-
me Toiyé. Jamás me gustaron esas cosas de brujo, y e-
so. Pero llegó un punto en el que tenía que aprender o
me moría.
        -¿Le gustaría contarme cómo fue que se vio o-
bligado a aprender?
        -Es un asunto un poco largo, vea.
        -No importa, tómese su tiempo.
        -Y pa’colmo tiene que ver con el asunto que
fui a atender anoche, y que tiene que ver con usté.
        -¿Conmigo?
        -Y, sí, pué. Tuve que irlo a ver al Coicheyik. –
Recordé ni bien lo dijo que ése era el apodo del Uj-
Toiyé, del gran hechicero loco que el viejo Liboreiro
había señalado como el causante de la desaparición de
                                                     23
Gabriel Cebrián


Malloy, lo que redundó en un recrudecimiento de mis
temores. Pregunté entonces qué podía tener que ver e-
so conmigo, y me respondió: -La última vez que vino
uno como usté me armó un problema terrible.
        -¿Malloy? –Aventuré.
        -¡No me diga que lo conoce!
        -No lo conozco, solamente oí hablar de él.
        -Ah, menos mal.
        -¿Y qué problema habría, si lo conociera?
        -Pa’ mí, ninguno. Pa’ los Toiyés de por acá, ni
le cuento –aclaró, mientras retiraba la pava del fuego
y preparaba una infusión con hierbas que despedían
un aroma desconocido para mí. Me ofreció, pero re-
husé, a cuento de la advertencia que oportunamente
me había formulado Lasalle respecto de beber subs-
tancias que no conociera. En cambio, fui hasta la ca-
mioneta a buscar café. Los perros flacos vinieron a
olisquearme, y entonces caí en la cuenta que la noche
anterior, durante los extraños sucesos, no habían es-
tado por allí, o al menos no se habían hecho ver. Tal
vez el instinto los conducía a alejarse de esa suerte de
manifestaciones. Me preparé café, y en ese entretanto
guardamos silencio, un silencio que presagiaba gran-
des revelaciones, una especie de calma chicha antes
de la tempestad. Ya sentados a la mesa, decidí ir al
grano:
        -Me ayudaría mucho que comenzara por el
mero principio, y me cuente la historia de Malloy y
cómo fue que eso le complicó la vida.
        -Ió no quería ser Toiyé. Siempre me pareció
cosa de locos, eso de andar con espíritus, y esas co-
24
El Samtotaj y otros cuentos


sas. Tá bien que alguien tiene que curar, pero no era
mi preferencia. Pero siempre me ievé bien con eios,
nunca un problema. Y cuando un gringo quería ver-
los, lo ievaba y lo dejaba que se arregle. Eios les mos-
traban sus cosas, le sacaban unos cuantos guaraníes y
se iban, todos contentos. Hasta que vino el loco ése
que usté dice. Jué por su culpa que me tuve que hacer
Toiyé.
         -Mire, Lechiguano, no lo entiendo muy bien.
Cuénteme las cosas desde el principio, déme los deta-
lles.
         -Bueno, ió no soy de hablar bien, qué quiere
que haga. Le estoy contando como puedo, pué.
         -Está bien, pero trate de explicarme las cosas
porque yo tampoco soy un gran “entendedor” –dije,
con cierta connivencia.
         -Es lo que trato de hacer. Resulta que vino el
Gringo y, como siempre, lo ievé a hablar con los Toi-
yés comunes, que le empezaron a enseñar sus cosas.
Pero sabe qué pasa, todos los Toiyés de por acá lo tie-
nen al Coicheyik de jefe, vio, porque es el más pode-
roso y todos le tienen miedo. Iba todo bien hasta que
se enfermó una niñita, la hija ‘el Bocanegra. El Boca-
negra es uno que hizo negocio con los samtó y se vi-
no bastante rico, vio. Pero eso a costa de su gente, que
no fue más su gente, entonces. Pero se hizo ladero y
compadre con el Coicheyik, sobre todo porque le daba
mucho dinero, y porque entre los dos, uno con su ma-
gia y el otro con su riqueza, eran los que mandaban.
Ansí que ni bien la gurisa se puso mala, corrieron a
buscarlo, al Coicheyik, quién mejor que él pa’curarla.
                                                      25
Gabriel Cebrián


No más la vio dijo que le habían hecho un daño, pero
no sabían quién podía haber sido, porque como le de-
cía, todos los Toiyés de por acá eran práticamente sus
esclavos, y jamás se hubieran atrevido a hacerle nada
a la hija’el Bocanegra. Esa mesma noche se juntaron
todos, tomaron chicha, cantaron, llamaron a to’los Si-
chées de eios, que eran muchísimos, todos juntos. Te-
nían cabaios, pájaros, víboras y to’los necesarios pa’
buscar el Sa’c’aclít de la gurisa, que así es como eios
embrujan a la gente, vio, le sacan el Sa’c’aclít y se lo
ievan y lo escuenden en cualquiera de los otros mun-
dos, hasta que la persona se muere. Entonces eios van
y pelean... no, los Sichées de eios van y pelean contra
los del que se lo robó, y si ganan lo recuperan y lo tra-
en de güelta, ansí la persona se cura. Güeno, la cosa
es que atravesaron el Tulhitaj, la tierra de la noche,
donde agarraron unos cuantos Cuvaiuchás, que son
los cabaios más rápidos y más bravos pa’l combate, y
se jueron pa’l mundo amariio (que está bastante cerca
de éste) porque por el color de la gurisa se pensaron
que su Sa’c’aclít debía estar prisionero por ahí. Die-
ron güelta todo y no la pudieron encontrar. Y cuando
se estaban por ir, vinieron unos Chivosís 7 , que aiá son
chiquititos y amariios, como to’ en ese mundo, y les
dijeron que había venido un Samtotaj 8 y se había es-


7
  Seres pequeños que habitan los distintos mundos experimenta-
dos por los Toiyés, y que cuando son dominados por éstos se
transforman en sus Sichées.
8
  Cuerpo etérico de un Toiyé Samtó, es decir, un hechicero no
Nivaklé.
26
El Samtotaj y otros cuentos


cuendido en el aquiotayúc... ¿sabe lo que es el aquio-
tayúc?
        -No.
        -Es un árbol que los Toiyés usan pa’escuen-
derse, y pa’escuender el Sa’c’aclít que se han robáo.
Mientras estén a cubierto de las ramas del aquiotayúc,
los otros Toiyés no pueden hacerle nada. La cosa es
que jueron pa’l aquiotayúc de ese mundo, y lo vieron.
        -Era Malloy –aventuré.
        -Pues sí, era ese Gringo del infierno. Por su
culpa me tuve que hacer Toiyé.
        -No se adelante, siga contando, por favor.
        -La cosa es que se cansaron de esperar que el
Samtotaj saliera del árbol pa’ matarlo y recuperar el
Sa’c’aclít de la hija ‘el Bocanegra. Pero el gringo era
bicho, ni mierda qu’iba a salí. Ansí que se golvieron y
le dijeron al Bocanegra que la única forma de recupe-
rá el Sa’c’aclít de la gurisa era buscarlo al gringo en
este mundo pa’matarlo. Como no sabían adónde esta-
ba, y el que lo había ievado con eios era ió, se vinie-
ron pa’cá y me preguntaron. Ió hacía como un mes
que no lo veía. Se los dije y no me creieron. Hasta me
golpearon y todo, vea. Dispué se jueron, y me di por
muerto. No por los palos, que no jué pa’tanto, sino
porque seguramente m’iban a embrujá. Ansí que no
me quedé quieto. Agarré y me juí pa’ Pedro Peña 9 ,
adonde estaba mi agüelo Nivakle. Mi agüelo era un
Toiyé de los güenos, había aprendido la brujería dire-
tamente de los Sichées, no como ahura que son los

9
    Ciudad paraguaya de Doctor Pedro P. Peña.
                                                    27
Gabriel Cebrián


otros los que enseñan, y lo güelven loco a uno con iu-
ios y chicha. Fíjese cómo sería de güeno mi agüelo
que antes que iegara, él iá sabía todo. Y más le digo,
se lo había ido a ver al gringo aiá al aquiotayúc que se
había escuendido, porque sus Sichées iá le habían
contáo todo. Habló con el gringo y le dijo que tenía
que devolver el Sa’c’aclít de la gurisa, que si no, el
Coicheyik y sus aiudantes nos iban a matar a todos. El
gringo le respondió qu’el Bocanegra y ese Coicheyik
estaban vendiendo gente pa’los ingenios, como escla-
vos. y que estaban matando a los Nivaklé por dinero,
que él les iba a enseñá a no ser tan hijue’putas. Mi a-
güelo trató de convencerlo, le dijo mil veces que ansí
no era, que la magia del Coicheyik era fuerte, y más
con la de los otros que él dominaba, y que íbamos a
terminar todos embrujáos o muertos, pero el gringo
seguía en la suia, decía que iba a defender a los nues-
tro’ hasta lo último, y qué sé ió cuanta cosa así, de
comunista, dijo el agüelo. Como venía el asunto, no
había mucho pa’elegí, el Coicheyik nos iba a hacer la
guerra y lo único que se podía hacer entonces era pe-
leá. Ansí que arregló con el gringo pa’ que cualquier
cosa nos aiudara, y se golvió. Esa mesma noche me
dio bastante chicha, me enseñó a cantá pa iamar al
aguilucho que me iba a dá como Sichée, y dispué me
escupió adentro ‘e la boca, que ansí se hace cuando el
que le da a uno la magia la ha recibido diretamente de
los Sichées. Y me hice Toiyé, nomás, pa’tratá de con-
servar la vida. Y soy de los voladores, como se dice
ando en avión, porque mi Sichée principal, el que
m’escupió el agüelo, es pájaro.
28
El Samtotaj y otros cuentos


                               Cinco


        (Voy a insertar aquí una suerte de pausa refle-
xiva, y ello en atención a un doble propósito: primero,
el de transmitir mi situación mental al momento de o-
ír el discurso que el Lechiguano soltaba, casi sin to-
mar en cuenta mi capacidad de interpretación del mis-
mo -cosa que al propio tiempo dará al lector la opor-
tunidad de comprender mejor el contexto-. En segun-
do término, y ahora sí exclusivamente en función de
no atosigar, el de aflojar un poco la cuerda semánti-
ca.)

        Cuando el Lechiguano comenzó a contar esta
historia -por otra parte una típica historia de indios
como tantas que había yo leído, incluso de los Niva-
klé-, estuve tentado a interrumpirlo, a increparlo por
lo que supuse una falta de consideración rayana en el
menosprecio; pero ello habría significado romper lan-
zas con el único informante que había conseguido
hasta el momento. Así que, atenido entonces a lo que
contaba, puedo decir que, palabras más, palabras me-
nos, casi todas las vinculadas al chamanismo me eran
conocidas, como también varias de las prácticas que
relataba, así que no me costó gran cosa interpretarlas.
Incluso, en una tarea como la que había emprendido,
era básico dejar hablar libremente al sujeto, y en todo
caso después separar la paja del trigo. Así que me ar-
mé de paciencia y escuché atentamente. Todo parecía
indicar que se trataba de un cuento más, quizá refrito
                                                     29
Gabriel Cebrián


de miles de otros similares, y en ningún momento se
me cruzó por la mente que algo como aquello pudiese
efectivamente haber ocurrido. Pensé que el Lechigua-
no, atado de pies y manos a la visión del mundo de
sus ancestros, había desarrollado una distorsión men-
tal típica. Y quizá lo mismo habría pasado con el pro-
pio Malloy, quien -aunque proveniente de otra cultu-
ra, completamente diversa- había caído en las trampas
de aquella gente y se había disturbado en un sentido
análogo. No iba a ser el primer científico que resulta-
ba víctima de un proceso semejante.
         En función de todas estas consideraciones, y
sin dejar de prestar oídos, me sentí en crisis respecto
de la finalidad de mi empresa, de qué diablos estaba
haciendo allí. Si era el acopio de material para una te-
sis, más me convenía buscar algún informante menos
conflictivo, tomar unas cuantas notas, regresar, afinar
la pluma y hasta luego. Pero eso significaba renunciar
a todo el sentido de aventura que el destino parecía
poner a mi alcance. ¿Y si hallaba a Malloy? ¿Y si
conseguía hablar con él, reportearlo, o quizá devol-
verlo al mundo civilizado? Resolví no tomar decisio-
nes en lo inmediato, tener la cuerda a mi informante;
aunque permaneciendo alerta, impermeable a todo in-
tento de sugestión o de involucramiento en los con-
flictos que pudiera tener con sus vecinos, hechiceros
o no.
           -Me dijo que la salida suya de anoche tenía
que ver conmigo –dije, aprovechando un breve impa-
sse en su discurso, tratando de focalizar la conversa-
ción en carriles más prácticos.
30
El Samtotaj y otros cuentos


        -Sí, pué, iá ve lo que me pasó la última vez
que me metí a presentarles gringos a los Toiyés. No le
vuá mentir, los guaraníes y la escopeta me vienen
bien, y por eso me la jugué. Pero no da pa’tanto, vio.
Si había lío le degolvía todo y a otra cosa.
        -¿Y qué le dijeron los Toiyés?
        -Que me ande con cuidáo, que me fije bien si
no era usté otro loco como el gringo ése y dispué al-
borotaba a toda la gente. Me dijeron que si lej hacía
otra vez la mesma cagada no iba a tené tanta suerte
como la otra vez. Así que usté dirá...
        -¿Qué pasó la otra vez?
        -Y, si no me deja terminar de contá... la otra
vez pasó que nomás el agüelo me alcanzó a dar el Si-
chée, vimos venir pa’l rancho un ejército de Iautói,
que son...
        -Si, ya sé, los Sichées domados por los brujos,
¿no?
        -Tal cual, vea. Eran como qué sé ió cuántos.
Daba miedo, la verdá. El agüelo entonce empezó a
cantá y se vinieron los sei o siete que lo aiudaban a él,
pero se los veía asutáos, nomás. Y claro, no quisieron
peleá. Despacito se fueron iendo con loj’otro, como
quien no quiere la cosa, vio. Y ió sentía como que me
aleteaban, adentro. Se nota que el aguilucho que me
había dao el agüelo quería salí, nomás. Ió sabía que
tenía que cantá pa’sacarlo, pero ni mierda iba a cantá.
A ver si loj’otro se pensaban que quería peliá ió tam-
bién... y usté por lo visto iá sabe, no le tengo que decí
lo que pasó con el agüelo, ¿verdá?
        -¿Los Iautói lo mataron?
                                                      31
Gabriel Cebrián


         -No, ve que no sabe tanto como dice... se mu-
rió solo. Cualquiera sabe que cuando un Sichée le da
el poder a uno, diretamente, como era el caso de mi a-
güelo, se hace uno con su alma; y cuando se le va, se
la ieva, y el Toiyé se muere. Ansí que el viejo se echó
por ahí, a morir. Y entonces vino el Coicheyik en per-
sona y se me plantó. Ió bajé la cabeza, estaba tem-
blando como una hoja, y pa´colmo el pajarraco me a-
leteaba, y me aleteaba, me hacía dar gana de vomitá.
Estaba siguro qu’iba a morir ahí mesmo. Pero no. El
desgraciáo me dijo que me quedara con el pajarraco,
que a él no le iban en falta Iautói. Que total la hija’el
Bocanegra ya había muerto, y no había ná’que hacer-
le, y que ió iba a viví nada más si hacía todo lo que él
me mandara. Y aquí estoy, pué. Tengo que hacé lo
que me dice, pero al meno’ no soy el único, es lo que
hacen todos los Toiyé de Pozo Coloráo y de otros la-
dos más. Lo único que le puedo decí es que el gringo
hijo‘e puta ése, encima que armó todo el lío, ni apa-
reció más. Mató a esa gurisa inocente al ñudo, que era
una niñita que na’ tenía que vé con las cagadas que
hacía el padre. Y pa’ colmo nos dejó en la estaqueada,
al agüelo y a mí. Ansí que no le debo nada al mierda
ése, y si el Coicheyik me pidiera aiuda pa’matarlo,
pues se la daría de mil amores. Pero el muy cobarde
parece que se ha quedáo aiá, en el mundo amariio,
bien cobijáo abajo del aquiotayúc, vaia a sabé’ espe-
rando qué cosa. Y hace bien en no salí, porque en
cuanto salga lo destripan.
         -¿Cómo, lo destripan? ¿Acaso no es su Sa’c’a-
clít el que está ahí?
32
El Samtotaj y otros cuentos


         -Pero sí, hombre, ej una forma de decí, nomá.
         -Pero si su Sa’c’aclít está ahí, su cuerpo, digo
el cuerpo de todos los días, debe estar en otro lado, ¿o
no?
         -Sí, pero puede está en cualquier parte. Puede
está en Francia, si quiere. Por eso hay que agarrarlo
ahí.
         -Entonces, digo yo, ¿no?, si usted tiene tanto
miedo de ese Coicheyik, o si está tan cansado de ser-
virle, ¿por qué no se va a cualquier lado, lejos de acá,
y listo?
         -No, pero si ió no le temo al Coicheyik. Aparte
que la vida no es tan mala, vea. Mi pájaro me ieva a
volá por tós los mundos que puede, me enseña, y si
no tengo más Iautói que él, es nomás porque no me
da la gana. Aparte me hago el que vuelo bajito, ansí
no me dan mucho que curá, me dan a curá cosas fá-
ciles, andá’verlo a éste que le duele la muela, andá
vela’aqueia que no se le pasa la regla, y cosas como
ésa. Y sabe qué, don... a mí déjeme con eso de la ciu-
dá, de la Uropa y la Norteamérica. Pa’ mí ésos son los
que están locos. La verdá, no me veo entre los Samtó.
Como sea, prefiero el monte. Ió le tengo miedo a los
suios, como usté le tiene miedo a los míos.
         -No, pero si yo...
         -Deje, deje, no diga más ná. Ustedes vienen y
estudian y escriben historias que dicen que es cosa ‘e
locos nomás porque en el fondo les da miedo. No
digo a usté, digo a tós los gringos que vienen por acá
con ese asunto. A mí también me daba un poco de

                                                      33
Gabriel Cebrián


miedo, pero antes. Cuando uno aprende se da cuenta
de que no es tan jodido como parecía.


                              Seis


        Esa tarde salimos a cazar, dado que el Lechi-
guano estaba ansioso por probar la carabina, a la que
llamaba “escopeta”. Demostró tener muy buena pun-
tería, derribando a dos pecaríes pequeños con sendos
disparos “en el codiio” (como decía él), en las costi-
llas justo al lado de la articulación de la pata delante-
ra, ya que de ese modo, según me explicó, el tiro de
carabina daba directamente en el corazón del animal.
Volvimos cargando uno cada uno, y en el calor de la
tarde el esfuerzo casi fue demasiado para mí. Mien-
tras me recuperaba, bebiendo abundante agua y co-
miendo algo de las provisiones que había traído con-
migo, ví que él, completamente fresco y sin demostrar
el menor síntoma de cansancio, se puso a cuerear los
animales, con llamativa pericia. Una vez limpios, los
trozó muniéndose de machete y cuchillo, y separó dos
cuartos traseros. El resto lo introdujo en un fuentón de
metal, y luego lo cubrió con sal gruesa. Después co-
menzó a encender un gran fuego, atravesó las porcio-
nes en unos fierros y los plantó de modo que fueran
recibiendo el calor de las llamas. Comenté que era
mucha comida para nosotros dos.


34
El Samtotaj y otros cuentos


        -Pasa que van a venir invitáos –me aclaró. –
Van a venir el viejo Zuleque y el Alhutáj. El viejo Zu-
leque es víbora, y el Alhutaj, iguana.
        -Son los emisarios de Coicheyik, que quieren
ver qué se trae el gringo nuevo, ¿verdad?
        -Sí, pué. Ansí que no se haga el loco. Su vida
y la mía dependen de usté.
        -¿Y cómo se supone que tengo que actuar?
        -Con rispeto, con humildá. Sobre todo, escu-
che, y no se ponga pesáo con preguntas; no hable de
cosas raras, ni se haga el sabihondo. Y tampoco se ca-
gue en los calzones si los Toiyés empiezan a iamar a
sus Iautói y a hacé sus cosas.
        -No sé si estoy preparado, todavía, para en-
contrarme con ellos –dije, presa de una alarma cre-
ciente.
        -Mire, amigo –me respondió, con tono de fas-
tidio-, eso que acaba de decí es una estupidez. Ten-
dría que haber estáo peparáo ni bien se dispuso a ve-
nir pa’cá. ¿O qué se creió, que ésto es guasa? Déjese
de mariconeadas de niño fino y aguánteselas. Y si no,
no me haga perdé tiempo y mándese a mudá, pero
bien lejos. No vaia a sé’ cosa que dispué se la anden
agarrando conmigo.
        Debo haberme ruborizado. Fuera como fuera,
el Lechiguano tenía razón. Me sentí un pusilánime, y
éste fue el factor que me impidió en esta última co-
yuntura, especie de bisagra en la historia, optar por lo
que a ultranza hubiese sido mi salvación: huir de allí
como de la peste. En lugar de ello, le espeté con cierta
altanería, producto del orgullo mancillado:
                                                     35
Gabriel Cebrián


         -Estaba hablando de conocer mejor algunas
cosas, no de cuestiones de ánimo.
         Y él se quedó mirándome, socarrón, perfecta-
mente al tanto de mis azarosas maniobras psicológi-
cas.
         Mientras caía la tarde y la carne iba asándose,
comenzamos a beber chicha. Si bien era importante
para mí mantener el juicio alerta y los sentidos des-
piertos en orden a lo que vendría, necesitaba un buen
par de tragos. Además, rehusar el convite habría sido
lo mismo que manifestar abiertamente mi zozobra in-
terior, cosa a la que no estaba dispuesto luego del co-
nato verbal referido precedentemente. Mientras bebía-
mos y fumábamos en silencio, y sumido como estaba
en un puntilloso análisis de la situación en la que me
había involucrado, caí en la cuenta de un detalle que
no era menor, ni mucho menos. ¿Cómo y cuándo ha-
bía sido concertada la cita con los Toiyés? Desde el
mismo momento en el que había dado con Eusebio
Fernández, o “El Lechiguano”, como prefería ser lla-
mado, no me había separado ni un momento de él. Es-
tuve tentado a preguntárselo, y no lo hice porque de
ese modo exhibiría nuevamente mi preocupación; en
balde, pues estaba seguro de conocer la respuesta que
me daría. Diría que había sido su Sa’c’aclít, durante
el viaje astral de la noche anterior. Lo malo del caso
es que yo no era capaz de imaginar ninguna otra hipó-
tesis que pudiera oponérsele. Me esforcé tratando de
dilucidar algún medio por el cual, según códigos esta-
blecidos de antemano, pudo él dar aviso a los hechi-
ceros, pero no pude recordar hecho ni situación algu-
36
El Samtotaj y otros cuentos


na que trasuntara el menor indicio de algo así. Las ú-
nicas veces que lo había perdido de vista había sido
cuando uno u otro había ido a los matorrales a atender
sus necesidades fisiológicas, pero habían sido lapsos
muy breves. Costaba creer que en alguno de ellos hu-
biese tomado contacto con alguien, quizás un mensa-
jero. Aunque pareciera muy improbable, era lo único
que podía explicarlo en términos de normalidad. El
Lechiguano, como si hubiese estado al tanto de mis
lucubraciones, me miró fijamente, echó al coleto un
buen trago de chicha, dio una calada al cigarrillo y me
dijo:
        -Oiga, deje de buscar la quinta pata al gato.
No se preocupe, hombre, por lo meno’ de antemano.
Guarde sus fuerzas pa’cuando las vaia a necesitá.
        -¿Para qué necesitaría de mis fuerzas? ¿Acaso
los Toiyés vienen a confrontar?
        -No creo, vio, pero con esta gente nunca se sa-
be, pué. Si le digo qué se traen, le miento. Capaz ni e-
ios mismos lo saben. Son de atuá’ ansí, a lo que salga.
Por eso le digo, que no lo vean cagáo porque si no la
vaca por áhi se le güelve toro. Igual, ahorita nomá lo
vamu’a sabé. –Y añadió, cabeceando en dirección a
mis espaldas. -Ahí vienen.
        Me volví de golpe, casi en movimiento reflejo,
justo para ver venir por el sendero abierto en pleno
bosque a dos individuos; uno viejo, de cabellera larga
y blanca, estatura baja, enjuto, como doblados sus
huesos por el peso de los años. Caminaba apoyándose
en un cayado de palo. El otro, en vivo contraste, era

                                                     37
Gabriel Cebrián


un joven indígena de contextura atlética, como de me-
tro noventa de altura.
        -Como iá le dije, el viejo es Zuleque, que es
víbora, y el otro alto es el Alhutáj, que es iguana. Son
los escamosos del Coicheyik. No les demuestre mie-
do, porque por áhi se ponen pícaros y cuando empie-
zan a jodé’, vaia a sabé adónde termina la guasa.
        -No tengo miedo.
        -‘tonce dígaselo a su cara, pué.

        Al momento de efectuar las presentaciones,
muy ceremoniosamente por cierto, tendí la mano al
Zuleque y me respondió con una inclinación de cabe-
za, haciendo caso omiso de mi modo de saludar, así
que la retiré e incliné la cabeza a mi vez, actitud que
repetí al serme presentado el Alhutáj. El Lechiguano
se apresuró a servirles chicha. Tomaron sus vasos,
metieron los dedos en racimo y esparcieron unas go-
tas sobre la tierra. Luego la bebieron de un trago y es-
tiraron el vaso para que les sirviera más. Ya servidos,
ocuparon dos de los tres bancos. El anfitrión me indi-
có ocupar el restante, y se acercó un tocón de quebra-
cho para él. A continuación se produjo un silencio
que me resultó muy embarazoso, y fue a caballo de e-
sa sensación que me encontré diciendo al anciano:
        -Es un verdadero honor para mí conocer a un
Toiyé como usted.
        El anciano me miró y no dijo nada. Sin embar-
go la respuesta la dio el Alhutáj:
        -El viejo ‘e mierda éste no sabe hablá español.
A gatas si habla en su lengua, de achacáo qu’está – y
38
El Samtotaj y otros cuentos


tanto él como el Lechiguano soltaron ruidosas carca-
jadas. El viejo, por su parte, se sonrió, como adivi-
nando el tenor del diálogo. El Alhutáj continuó di-
ciendo: -¿Ansí que usté quiere aprendé las cosa ‘e los
Nivaklé?
        Aproveché la pregunta para tratar de tomar
cierta iniciativa, ya que de todos modos estaba si-
guiendo las indicaciones del Lechiguano, en el senti-
do de que no debía mostrarme avasallado, así que re-
pregunté:
        -¿Y ustedes cómo se han enterado?
        El Alhutáj y el Lechiguano se miraron como
sorprendidos. El primero volvió a inquirir:
        -¿Cómo, cómo noj enteramo’? El hombre acá,
su amigo, noj dijo.
        -Claro, pero no puedo darme cuenta de cuándo
fue que se los dijo, si desde que llegué hemos estado
juntos...
        -Sabé que pasa, Alhutáj, que al mozo le gusta
hacerse el tonto. Iá le dije que jué mi Sa’c’aclít, pero
resulta que le dá por hacerse el duro de cabeza, y ter-
quea, pué.
        -Ah, no, mire, mozo, si empezamo’ansí más
vale ni empezamo, vio. Si un gringo anda queriendo
averiguá cosa’e nosotro, lo primero y principal que
tiene que hacé es no faltarno’al rispeto, vea –me re-
criminó, meneando la cabeza y con gesto muy serio.
        -No lo tome así, nada más lejos de mi inten-
ción que faltarles el respeto.
        -Entonces no lo haga. Y si le da por terquear,
les iamo a mis Iautói y dispué me cuenta.
                                                      39
Gabriel Cebrián


       -No se moleste, ya entendí –dije, provocando
una nueva explosión de hilaridad.

        Fue en ese preciso momento, en lo azaroso de
la situación a la que me había expuesto, dominado
psicológicamente, totalmente a merced de aquellos
locos tal vez peligrosos, que por primera vez desée no
haberme involucrado nunca en semejante empresa.


                            Siete


        Mientras el Lechiguano se ocupaba del asado,
conversaron cosas de su gente, chismorrearon, bah.
De cuando en cuando se dirigían a mí para contarme
algunas historias de brujería, de curaciones, de sus
problemas con los Samtó y cómo éstos los explota-
ban, en fin, todo pareció volver a los carriles norma-
les, y renació en mí la esperanza de que el asunto fi-
nalmente se limitara a recopilar unos cuantos datos,
para luego marcharme. Tal vez me había dejado im-
presionar más de la cuenta, aunque buenas razones
había tenido el Dr. Lasalle para advertirme respecto
de la malicia y poder de sugestión de aquella gente.
La chicha corría sin pausa, y aunque estaba medio
mareado, no me atrevía a decirles que no cuando me
servían. Tal vez haya sido el alcohol lo que me llevó a
ingresar en un ánimo más templado, más distendido.
        Dimos buena cuenta de la carne, excelente-
mente asada y sabrosa, mientras el diálogo permane-
40
El Samtotaj y otros cuentos


cía acotado a los contenidos antedichos. Lo único que
me resultaba raro en aquel contexto era el mutismo
observado todo el tiempo por el Zuleque, quien no
obstante escudriñaba atentamente a cada uno que to-
mara la palabra. Cuando la voracidad fue saciada,
permanecimos bebiendo chicha. Ya estaba a punto de
caer dormido (recordarán que la noche anterior la ha-
bía pasado en vela) cuando, repentina y sentenciosa-
mente, el anciano me miró y dijo algo en Nivaklé. Por
alguna razón, las luces de alarma encendieron instan-
táneamente mis entendederas. El Lechiguano, enton-
ces, me formuló la traducción:
        -Dice el Zuleque que si quiere sabé las cosas
de los Toiyés, tiene que tomá el Vatlhuquéi.
        Mi instinto no había fallado, había hecho muy
bien en alarmarme. Según tenía entendido, el Vatlhu-
quéi era una poción alucinógena por demás poderosa,
hecha a base de una maceración de raíces, hojas y flo-
res de distintas variedades de Datura, vulgarmente
conocida como Floripón o Floripondio. Precisamente
por esa característica fuertemente visionaria era con-
siderada por muchos pueblos aborígenes como una de
las principales avenidas hacia el poder espiritual y las
virtudes chamánicas. En función de ello, y dispuesto a
negarme hasta las últimas consecuencias, comencé a
argumentar que quería conocer sus costumbres única-
mente en teoría, y que de ningún modo quería conver-
tirme en Toiyé. Entonces volvió a hablar el Zuleque,
sin esperar traducción alguna, seguramente al tanto
del tenor de mi negativa por los factores metalingüís-
ticos de expresión tan evidentes que habían acompa-
                                                     41
Gabriel Cebrián


ñado mi negativa. Cuando terminó de hablar, con to-
no tan perentorio y dramático que consiguió intimi-
darme aún más de lo que ya estaba, fue el Alhutáj
quien tradujo esta vez:
        -Dice el viejo que no ha venío hasta acá al ñu-
do, y que si no hace lo que se le manda la locura del
Vatlhuquéi no va´ser ná’ comparáo con las cosas que
le va’cer vé. Y crealé, pué. El viejo es como to’ viejo,
cabrón y malváo. ¿No’cierto, “Lechi”?
        El Lechiguano se tomó unos instantes antes de
responder, durante los cuales deseé fervorosamente
que la mínima lealtad que pudiera haberle generado
en el poco tiempo que nos conocíamos lo hiciera ma-
nifestarse a mi favor; mas, evidentemente, el miedo a
contrariar a los esbirros del Coicheyik prevaleció, co-
sa harto previsible:
        -Nadie quiere golverlo Toiyé, aparte no creo
que le dé pa’eso. Pasa que no le pueden enseñá las co-
sa’ d’eios si no las ve. Esas cosa’ no se pueden contá,
hay que verla’.
        Insistí entonces en que no era necesario llegar
a tanto, que para lo que yo necesitaba me sobraba con
que me hablaran de las cosas de las que sí se podía
hablar, que les pagaría bien por la información y que
jamás volvería a molestarlos. Esta vez fue el Alhutáj
quien, visiblemente fastidiado por mi actitud, tomó la
palabra:
        -Vea, mozo, más le vale hacerle caso al Zule-
que y dejarse´jodé. Iá le dije que la pacencia no es su
juerte. Tómese unoj minuto pa’ponerse en orden, de-
mientras el viejo priepara el Vatlhuquéi. Y no se prio-
42
El Samtotaj y otros cuentos


cupe, ni se haga el taimáo. Ej un honor el que le’
stamo’ haciendo. No cualquiera viene y le convida-
mo’, ¿entiende? Lo único que falta es que encima se
venga a hacé el cagón.
        Miré al Lechiguano, que se encogió de hom-
bros, como señalándome que mi suerte estaba echada.
Las amenazas no habían sido en vano, ya que estaba
yo seguro que de no hacer lo que me pedían, iba a
provocarme males mayores. Así que traté de tranqui-
lizarme, me dije que un etnógrafo alguna vez tenía
que pasar por una eventualidad semejante, respiré
hondo y traté de tomar un coraje que al parecer no te-
nía. Temblando como una hoja, vi al Zuleque sacar de
entre sus ropas un paquete envuelto en diario, y mani-
pular unas picaduras vegetales. A continuación las
puso en un cuenco que sacó asimismo de algún plie-
gue entre sus harapos y pidió algo al Lechiguano. És-
te se levantó y puso una lata con agua sobre los res-
coldos. Al rato tomó un trapo, la retiró y la vertió en
el cuenco que el viejo sostenía con sus dos manos. El
viejo comenzó a cantar, y entretanto yo casi gemía un
llanto al que pugnaba por reprimir.


                               Ocho


        El viejo, sin dejar de cantar ni por un momen-
to, se dirigió hacia mí, y creo que si hubiese sido el
mismísimo Satán que lo hacía me habría provocado
menos desasosiego. Los otros dos permanecían senta-
                                                    43
Gabriel Cebrián


dos en sus lugares, como expectantes. Cuando estuvo
frente a mí, me tendió el cuenco, al que tomé con ma-
nos temblorosas. Bebí un poco y sentí un gusto acre y
a la vez dulzón, como de vegetales fermentados, real-
mente asqueroso. Lo más horrible que he probado en
mi vida. Hice una violenta arcada, que a punto estuvo
de hacerme volcar el resto, cosa que, de haberme atre-
vido, hubiese hecho de buena gana. Oí a los otros dos
que a gritos me decían que terminara de beber de una
vez, y que por nada del mundo dejase caer una sola
gota. Respiré hondo y pasé el resto de un gran trago;
entonces sentí que mi pecho se partía, a resultas de la
brutal arcada que sobrevino. Sin embargo conseguí
mantenerlo en el estómago.
        Cuando pude separar mi atención de los seve-
ros desajustes digestivos advertí que ahora eran los
tres los que cantaban, enredando melodías diferentes
en una armonía disonante, sobre ritmos aleatorios. El
cuadro era en verdad tétrico para mí. Casi como in-
merso en una cuestión de supervivencia comencé a a-
nalizar los procesos fisiológicos que la infusión co-
menzaba a provocarme. Sentía como un nivel de agua
en mi garganta, como si hubiese estado lleno de líqui-
do hasta allí; también una cierta pesadez estomacal, o
una sensación como de malestar hepático, no podía
precisar muy bien, pero allí estaba, haciéndome temer
una eventual intoxicación más severa que la lógica
para ese tipo de ingesta. Mas poco a poco fue pasan-
do, y lo que advertí a continuación fue la brillantez
que emanaba de los pocos elementos a mi alrededor
que producían luz, que eran los rescoldos, las estrellas
44
El Samtotaj y otros cuentos


y la luna. Era como un brillo líquido, acuoso, por lo
que deduje que algo estaba pasando con mis ojos, y
recordé que uno de los efectos nocivos de la intoxica-
ción con esta clase de alcaloides es el glaucoma. Esta-
ba ahora entre dos mundos, pavorosos ambos, ya que
temía tanto a cuestiones de salud corporal como a o-
tras de corte supersticioso, animista. Y no sólo mi
presión ocular parecía estar incrementándose, sino
también la sanguínea, impulsándome a moverme, a
no quedarme allí quieto, entre esos tres bultos en las
sombras que rato antes había podido identificar sin in-
conveniente, y ahora no atinaba a discernir quién era
cada uno. Pero aquí se acabó el tiempo de los análisis
y comenzó el de la acción, mal que ello pudiese pe-
sarme: algo revoloteó sobre nuestras cabezas, levanté
la vista y sólo pude verlo dirigirse en picada hacia mí.
Me impactó a la altura del plexo solar, provocándome
un dolor lacerante. Me llevé las manos hacia allí y no
hallé nada, aunque enseguida, con certeza desquician-
te, supe que lo que fuese que hubiese sido se había in-
crustado dentro mío, lo sentía moverse en mi interior.
Grité, presa del pánico, y entonces el Alhutáj me dijo:
        -No grite como una gurisa, no sea cagón. Ej la
lechuza que le ha dáo el Zuleque pa’ que pueda vé a
l’oscuro –Ni bien lo dijo me dí cuenta que podía ver
casi como si hubiésemos estado a pleno día. –¿Cómo
va’ cruzá el Tulhitaj, la tierra de la noche, ‘tonce, si
no ve una mierda? Tiene que iegá’ al mundo amariio,
que queda abajo, abajo de acá y del Tulhitaj.
        -No quiero ir a ninguna parte –dije, y di una
pitada al cigarrillo. Los tres casi se mueren de risa, y
                                                     45
Gabriel Cebrián


ahí fue que me percaté de que no tenía ningún cigarri-
llo entre los dedos. El criterio de realidad se me esta-
ba escabullendo velozmente, por más que tratara de a-
ferrarme a él con desesperación. La sensación de agua
al cuello se hacía cada vez más intolerable, y ello en
un nivel físico. El Lechiguano me alcanzó entonces
un vaso con agua, y lo bebí con avidez. El agua me a-
placó un poco. Comencé a caminar por una planicie
cenicienta que se iba oscureciendo, y reparé en la im-
posibilidad de ello, puesto que la cabaña del Lechi-
guano estaba rodeada de varias hectáreas cuadradas
de bosque tupido, solamente atravesado por unos
cuantos senderos angostos abiertos a fuerza de ma-
chete. Me volví de golpe, y pude ver que la planicie
polvorienta y oscura se extendía por todo el derredor
hasta el plomizo horizonte. Y que estaba solo.
        Continué caminando en la misma dirección en
la que venía, total era indistinto. Si todo aquello era
una alucinación, como seguramente lo era, en algún
momento debía terminar. Además prefería aquello,
por sombrío o tétrico que pudiera verse, a la fanfarria
de espíritus que había supuesto de antemano iba a a-
tosigarme. Claro que esta ocurrencia pareció ser la a-
pertura formal a eso que precisamente más temía. U-
nos cincuenta metros adelante había unas cuantas for-
mas un poco más oscuras, semejantes a arbustos. Me
quedé parado unos instantes, indeciso entre cambiar
de dirección o no. Un impulso, quizá producto de una
suerte de curiosidad morbosa, me llevó a continuar.
Cuando estuve cerca, si bien me costaba enfocar un
poco la visión (además del escaso contraste entre a-
46
El Samtotaj y otros cuentos


quellos objetos y el fondo), comprobé que eran arbus-
tos, absolutamente quietos en una atmósfera sin el
menor indicio de brisa, casi como que siquiera hubie-
se aire. Esa observación me valió un sofoco, el que a
su vez me hizo pensar en la validez que parecía co-
brar la mente sobre la materia en ese extraño mundo.
Pensé que mi cuerpo estaría desmayado, intoxicado
en el claro del Lechiguano; pero la sensación física en
ese raro paraje era rotunda, sobre todo esa sensación
de líquido al nivel de la glotis que me esforzaba por
tragar y no podía, y que generaba una paradójica y a-
brasadora sed. Mi cuerpo físico estaba allí, eso era
quizá lo único evidente para mí en ese trance. Y que
ese mundo, que daba toda la sensación de estar muer-
to, en algún lugar existía; instintiva e intuitivamente
experimentaba su entidad.
        Mas todas estas absurdas consideraciones me-
tafísicas -que mi mente parecía articular en busca de
vacuos asideros- fueron interrumpidas por uno de los
presuntos arbustos, que dijo La eternidad está sucia.
Extrañamente, sentí que esa era la frase con más sen-
tido que había oído en toda mi vida. Ostentaba para
mí un profundo carácter oracular (como a veces ocu-
rre en sueños, que una locución trivial alcanza signifi-
cados trascendentales). No sé que es lo que estoy ha-
ciendo aquí, balbuceé, y vi que en uno de los arbustos
negruzcos se había formado una cabeza humana, aun-
que muy alargada y con una nariz de puente cóncavo
y puntiaguda. Esa cosa antropomorfa lucía como si
padeciera un raro sindrome, de hecho había visto al-
gunas deformidades semejantes con anterioridad. I-
                                                     47
Gabriel Cebrián


maginé que esos casos patológicos del mundo cotidia-
no se daban porque individuos que debían haber naci-
do aquí, habían -vaya a saber por qué causa-, equivo-
cado el mundo, plano dimensional o lo que fuere. Se-
mejante lucubración me pareció entonces de suyo evi-
dente. La cosa en el arbusto miró hacia abajo y dijo
Cuando me muera voy a estar muy solo. Eso me arro-
jó a un nuevo dilema. Un objeto fantástico, una aluci-
nación, venía a plantearme sus conflictos psicológi-
cos. Y lo peor del asunto era que yo era por demás
susceptible a cualquier emocionalidad que el hombre-
arbusto arrojara sobre el tapete, en una corriente de e-
norme empatía, que operaba aún reñida con cualquier
volición de mi parte. Algo ofuscado, inquirí ¿Acaso
ustedes también mueren?, y, asumiendo nuevamente
aires oraculares, me respondió Todo está muerto.
Nuestras experiencias solamente son las ilusiones que
nos dejan hacernos. Todo está muerto, pero la muerte
final es la muerte de la ilusión. Esto ya no me conmo-
vió, hasta me pareció un poco cursi. Atormentado por
la sed y la sensación en mi laringe pregunté entonces
adónde podía conseguir un poco de agua, y los arbus-
tos -que no lo eran finalmente-, comenzaron una es-
pecie de ronda de bailes tribales en mi derredor, y
prorrumpieron en cánticos similares a los del Zuleque
y los otros. Me dí cuenta que se trataba de Sichées,
que en ese mundo adoptaban la forma de homúnculos
oscuros. O al menos eso creí. Pero este súbito movi-
miento me arrojó a un estado de pánico, en el que vo-
ciferaba pidiéndoles que terminaran con eso. Mas no
solamente no se detuvieron, sino que sus cantos pare-
48
El Samtotaj y otros cuentos


cieron convocar a nuevas presencias. Esta vez se tra-
taba de cuatro mujeres, que llegaron danzando frené-
ticamente desde lo que parecían ser los cuatro puntos
cardinales de ese mundo. Ingresaron en el círculo de-
limitado por el baile de los Sichées, y pude ver sus o-
jos, que a pesar de ser demasiado acuosos tenían un
brillo de locura y ferocidad. Yo continuaba gritando,
ya sin sentido, por el mero hecho de expresar un te-
rror primario. Las mujeres comenzaron a chillar y a
reír de modo espeluznante. Tenían aspecto de aborí-
genes, estaban desnudas, sus cuerpos eran morenos y
bien formados. A pesar del miedo, no pude dejar de
sentir la profunda sensualidad que emanaba de sus
formas y de sus movimientos. Me encontré excitado,
y ello me llevó a un paroxismo de pavor, por cuanto
me resultaba evidente que así estaba abriendo la puer-
ta que me haría vulnerable a lo que fuera que preten-
dieran hacerme. Y como parecía suceder en ese lugar,
el pensamiento determinaba el derrotero de las accio-
nes. Tres de ellas se abalanzaron sobre mí, y con fuer-
za irresistible me derribaron. Caí boca arriba y una
me sujetó de las muñecas. Las otras dos hicieron lo
propio con mis piernas. Yo no paraba de chillar; y era
ello, junto con los cánticos de los Sichées y las risas
diabólicas de las mujeres, lo que configuraba una
suerte de sinfonía macabra. Entonces la cuarta mujer,
danzando casi obscenamente, de piernas abiertas y sa-
cudimientos pélvicos, se acercó, apoyó un pie a cada
lado de mi cuerpo y sin dejar de contorsionarse, clavó
su mirada líquida y feroz en mis ojos y fue acercando
su vulva hacia mi plexo solar, en balanceos rítmicos,
                                                     49
Gabriel Cebrián


alimentando en mí una libido sacrílega, tan poderosa
como repulsiva a la vez. Cuando finalmente sus geni-
tales tomaron contacto con mi piel, sentí una quema-
zón tremenda, como si hubiese sido un hierro canden-
te el que me tocaba, y si bien no había dejado ni por
un momento de gritar, mis alaridos alcanzaron su má-
ximo volumen. Luego la negrura me tragó.


                           Nueve


         Era de día cuando desperté en el jergón de la
cabaña del Lechiguano. Me sentía débil, afiebrado, y
era presa de una terrible sed. Fui a incorporarme para
beber algo y experimenté un dolor lacerante en el ple-
xo. El Lechiguano estaba tomando mate a mi lado,
cosa que no había advertido, y me forzó a mantener la
posición horizontal. Quería exigirle todo tipo de ex-
plicaciones, pero mis fuerzas solamente alcanzaron
para pedir un poco de agua. Me la alcanzó, y hasta
sostuvo mi cabeza erguida para que bebiese sin incor-
porarme. A continuación, con manos temblorosas, a-
brí mi camisa y vi una venda en el sitio en el cual el
ave me había impactado y luego la mujer me había a-
poyado su sexo. Al mismo tiempo sentí un olor acre,
similar al de la poción que había tomado la noche an-
terior, seguramente de algún ungüento que me habían
colocado. La sensación de fatiga, acompañada por u-
na profunda melancolía, me impedía dar voz a todas
las preguntas que se agolpaban en mi cerebro. Sin
50
El Samtotaj y otros cuentos


embargo el Lechiguano, al tanto de mi preocupación,
comenzó a hablar, y dijo:
        -La verdá compadre que no se ha portáo muy
bien que digamo’, anoche. Los Toiyés se jueron bas-
tante disconforme’ –quise expresar que era yo quien
debía estar agraviado por lo que me habían hecho, pe-
ro no tuve fuerzas para hacerlo. –Primero que nada,
no jué capaz de iegar hasta el mundo amariio, se ago-
tó nomás en el Tulhitaj, cosa que ni a los Nivaklé más
pendejos les pasa. Dispué agarró p’al monte, y si no
lo paramos vaia a sabé adónde termina. Áhi jue cuan-
do se puso a gritar como loco, los Sichées nos mira-
ban como diciendo ‘¿a quién mierda noj han tráido?’
A la final se tiró ansí, de panza nomá, sobre un tronco
prendido que había quedao del asáu. Y si no lo saca-
mo’, ahora mesmo estaría más crocante que lo’ pecarí
que comimo’ anoche. Había resultáo loco, el hombre.
Capaz de matarse ante’ de mirá el mundo nuestro. Y
eso que pa’eso dice que vino...
        La explicación no me resultó suficiente. De al-
gún modo exacerbó mi estado depresivo. Tan vívida
había sido la experiencia de la noche anterior, tan
contundente su carácter existencial, que el propio
mundo cotidiano ahora me resultaba, en un nivel in-
terno, tan aparente como presuntamente lo era el otro.
Mi criterio de realidad se veía en una profunda crisis,
y eso me provocaba una angustia raigal, a cuenta del
sinsentido consecuente, que me atosigaba. El hecho
de haber experimentado la rigurosidad de los códigos
de otro modo de existencia me habían llevado a la e-
videncia de que ésta no es más que una visión dentro
                                                     51
Gabriel Cebrián


de un amplio espectro de otras posibles, y por primera
vez en mi vida consideré la posibilidad de que los he-
chiceros -de cualquier etnia que fuere- realmente te-
nían acceso a códigos de otros mundos tan tangibles
como éste. Y si digo “tangibles” y no “reales” es por-
que la sensación que me quedaba era de la inexisten-
cia, a ultranza, de todos ellos. Inexistencia que por o-
tra parte no empecía en lo absoluto la capacidad de
desentrañar dichos códigos y así interactuar en cual-
quiera de ellos. Ya lo había dicho el Sichée-arbusto:
Todo está muerto. Nuestras experiencias solamente
son las ilusiones que nos dejan hacernos. Todo está
muerto, pero la muerte final es la muerte de la ilu-
sión. Ahora sí la frase tenía sentido. Un sentido tan
desgarrador y amargo que lo hacía insoslayable, a mi
pesar. Y tal marco emocional se veía empeorado por
la certeza de haber dado ya el paso, de haber cruzado
la peligrosa línea que el Dr. Lasalle tanto me había
recomendado que no traspasase.
        Una especie de voluntad de supervivencia, sin
embargo, halló espacio suficiente como para hacerme
caer en la cuenta de que, para salir de la oprobiosa si-
tuación en la que me había metido, tenía que reponer-
me, física y mentalmente. Y para ello lo primero era
descansar, tratar de dormir. Así lo hice, y la fatiga me
ayudó. Cuando volví a despertar estaba solo, y ya me
sentía bastante mejor. El sol casi se había ido. Me su-
bí a la camioneta y manejé hasta Pozo Colorado, con
la intención de hacer que un médico revisara la que-
madura. No pensaba, por nada del mundo, regresar a
casa del Lechiguano ni volver a tener trato con nin-
52
El Samtotaj y otros cuentos


gún Nivaklé. Una vez medicado correctamente, em-
prendería el regreso a Buenos Aires y barajaría cual-
quier otra temática menos comprometida para mi te-
sis. Durante el viaje, me reproché ácidamente el he-
cho de no haber prestado oídos al Dr. Lasalle cuando
pretendió disuadirme del proyecto. Y hasta recé para
que los artilugios de los Toiyés no me fueran a alcan-
zar luego del intempestivo abandono que estaba per-
petrando.
        Luego de preguntar a un par de transeúntes dí
con un hospital público cuyo nombre no recuerdo
(creo que tenía que ver con una Virgen determinada,
porque sí quedó en mi memoria la sensación de con-
traste entre la religiosidad del mundo civilizado y la
del que acababa de huir). Luego de aguardar unas dos
horas en el atestado servicio de guardia, ingresé en el
consultorio. Un médico de mediana edad, tez morena
y ojos pardos me preguntó qué me ocurría. Le dije
que me había quemado en el vientre. A su indicación,
me quité la camisa y me recosté en la camilla. Sentí
un ligero dolor cuando despegó la venda de la herida,
y no me gustó nada ver la cara que puso al examinar-
la.
        -Hombre, ¿cómo se ha dejado estar así? –In-
quirió, con reproche implícito.
        -¿Dejarme estar? –Respondí. –Si fue nomás a-
noche que me ha ocurrido...
        -Imposible. Esta herida tiene al menos tres dí-
as. ¿Quién le ha colocado este ungüento?


                                                    53
Gabriel Cebrián


        Levanté la cabeza para observar la quemadura
y quedé paralizado por la impresión: unos cuantos gu-
sanos blancos se movían sobre la piel estragada.
        -¿Qué diablos...?
        -Recuéstese, lo primero es limpiar esto –dijo,
mientras se calzaba un par de guantes quirúrgicos y
tomaba un frasco y unos hisopos. Cerré los ojos y de-
jé que hiciera su trabajo; me entregué, con ese sentido
de gratitud propio del paciente conmocionado que de-
posita en manos del galeno su esperanza de supervi-
vencia. Quizá no era para tanto, mas así lo sentía. Fue
entonces que pensé que tal vez había estado durmien-
do mucho más tiempo del que había creído.
        -Esto no es broma, mi amigo –comentó, mien-
tras se aplicaba a su tarea. –Una necrosis en esta zona
puede resultar en algo muy grave. ¿Quién le puso este
ungüento? –Volvió a preguntar.
        -Fueron unos campesinos que me ayudaron en
la emergencia. Creo que eran Nivaklé.
        -Ha hecho muy mal en no venir aquí inmedia-
tamente. Pero bueno, no se preocupe. Desinfectaré la
herida lo mejor que pueda y, eso sí, voy a tener que
administrarle una fuerte dosis de antibióticos. ¿Es us-
ted alérgico a algo?
        -No, que yo sepa.
        -Tanto mejor, entonces. Usted no es de por a-
quí, ¿me equivoco?
        -No, soy argentino.
        -Ahá. Eso pensé. Y seguro que es antropólogo,
o algo por el estilo.

54
El Samtotaj y otros cuentos


        -No aún. Vine a recoger material para mi tesis.
¿Cómo lo supo?
        -Lo supe porque hace algún tiempo vino otro,
que no era argentino pero sí antropólogo, con una he-
rida similar, el mismo ungüento e idéntico desfasaje
temporal.
        -¿Acaso se trata de Benjamin Malloy?
        -No recuerdo. Si bien procuramos tomar los
datos personales de los que vienen a atenderse, mu-
chas veces nos vemos superados por las circunstan-
cias y apenas si tenemos tiempo de hacerlo, y ello en
los casos que pueden esperar. Además, muchos de los
que vienen aquí no tienen papeles que acrediten su
identidad, y sospecho que muchas veces dan cual-
quier nombre.
        -¿Qué fue de él?
        -No lo sé. Quedó en volver unos días después
para continuar el tratamiento y no lo hizo. Jamás vol-
ví a verlo.
        -Pero lo recuerda.
        -Pues sí, y ello debido a que no es la única
persona que he visto padecer de este cuadro. Una en-
fermera me dijo que tenía que ver con prácticas de
brujería de los aborígenes de por acá. Por supuesto
que no le creí, y hoy mismo no lo creo. Lo que sí creo
es que intoxican a la gente con plantas alucinógenas,
luego las lastiman salvajemente y de alguna manera
cultivan esta fauna cadavérica en personas aún vivas.
Supongo que apelan a semejantes aberraciones para
debilitar a sus víctimas y alimentar un sentido de tabú
que acaba por matarlas, de infección, de miedo, todo
                                                     55
Gabriel Cebrián


junto. Si me permite una sugerencia, le diría que le
conviene internarse unos días.
        -Piensa que yo tampoco vendré a continuar
con el tratamiento, ¿es eso?
        -Sí, eso es lo que pienso.
        -Preferiría, doctor, y usted dirá si es viable,
volver a Buenos Aires en mi camioneta, sin escalas, y
continuar el tratamiento allá.
        -Está bien, supongo que si hace lo debido y to-
ma puntillosamente la medicación, no debería tener
mayores inconvenientes. Si le aconsejé en contrario,
es más que nada debido a que nunca, de los cuatro ca-
sos similares que atendí, tuve ocasión de observar la
evolución del tratamiento.
        -¿Los otros tres eran también antropólogos?
        -No, solamente el que le mencioné antes. Los
otros dos fueron un indio y un capataz de una empre-
sa agrícola cuya mano de obra proviene precisamente,
en su mayor parte, de los habitantes de las tolderías
cercanas.
        -Entiendo. Hagamos una cosa, si quiere darme
su teléfono, le prometo que lo mantendré al tanto de
mi evolución.
        -Una última pregunta: ¿tomó alguna pócima
antes de sufrir esta herida?
        -Sí, creo que un brebaje a base de solanáceas,
o algo por el estilo.
        -La higuera loca, eh. La hierba del diablo, el té
de los hechiceros. Tiene suerte de no estar muerto, o
cuando menos ciego. No vuelva a hacer cosas como
esa, ¿entiende?
56
El Samtotaj y otros cuentos


       -De eso sí que puede estar seguro.


                                Diez


        Si no hubiese sido por mi estado de debilidad
general, agravado por la conmoción de haber visto mi
plexo agusanado, habría emprendido el regreso esa
misma noche. Pero dadas las circunstancias, me alojé
en un hotel céntrico con la finalidad de dormir cuanto
fuese necesario, para luego regresar a Buenos Aires lo
antes posible. Tomé una cena liviana pero nutritiva, y
comencé a ingerir los antibióticos recetados. Antes de
dormir, pedí desde el teléfono de mi habitación que
me comunicaran con Argentina, al número del Dr.
Lasalle. No estaba en casa, así que dejé un mensaje en
su contestador, en el que escuetamente le decía que
habían surgido inconvenientes, y que al día siguiente,
tal como él me había aconsejado, iba a dejarlo todo y
volvería a la Capital. Luego intenté relajarme; el estó-
mago me escocía, aunque supongo que mucho de a-
quella sensación se debía a la impresión que me había
provocado la vista de los gusanos. Antes de dormir-
me, y por primera vez en lustros, elevé una plegaria al
Señor pidiéndole que me mantuviera a salvo de cual-
quier infestación maléfica que estuviese tratando de
alcanzarme. Pero lamentablemente, la deprecación no
dio resultado, ya que a poco comenzaron a cobrar for-
ma en mi mente unas pesadillas tan vívidas como lo
habían sido las experiencias alucinatorias pasadas, y
                                                     57
Gabriel Cebrián


de un sesgo absolutamente análogo. Estaba otra vez
en el Tulhitaj, y los Sichées arbustivos celebraban mi
llegada. Tal vez fuera debido a la condición onírica,
pero en esta ocasión no sentía miedo, siquiera inquie-
tud. Se mostraban muy amistosos, así que les pedí
que esta vez no llamaran a las mujeres locas que me
habían herido. Rieron, y me dijeron que ellas ya ha-
bían hecho lo suyo, y que no volverían a molestarme.
Me dieron otro Iautói, esta vez un Sichée con forma
de caballo, para que me condujera al mundo amarillo,
adonde podría encontrar al Samtotaj, o sea el Sa’c’a-
clít de Malloy, que se había ocultado en el aquiota-
yúc, el árbol protector de ese mundo. Sentí entonces,
en esa certidumbre irracional propia de los sueños,
que finalmente se me brindaba la posibilidad de hallar
a Malloy e incluso hablar con él, así que subí a mi
nuevo Iautói, que tomó vuelo y me condujo por entre
escenarios tan vertiginosos que casi no fui capaz de
percibir detalles. Descendió en un mundo azufroso,
polvoriento, con algunos picos escarpados sobre todo
el contorno horizontal. Luego emprendió el paso ha-
cia lo que en la lejanía parecía un grande y frondoso
árbol, completamente incongruente con la caracterís-
tica desértica del paisaje. A medida que me iba acer-
cando, un raro fenómeno parecía tener lugar: las ra-
mas descendían, incluso hasta tocar el suelo. Daba la
impresión de que daban forma a una especie de círcu-
lo protector. El Iautói se detuvo a unos diez metros, y
fue entonces cuando oí la voz de quien, basado en la
misma certeza onírica a que hice mención más arriba,
estaba seguro era Malloy:
58
El Samtotaj y otros cuentos


        -Váyase -dijo.
        -Señor Malloy, no he venido a hacerle daño.
Por el contrario, deseo ayudarlo.
        -No necesito ayuda de nadie. Váyase.
        -He recorrido distancias enormes y me he ex-
puesto a grandes peligros para hallarlo. Haga el favor
de hablar conmigo, déjeme ayudarlo.
        -Nadie puede ayudarme ya. Menos quien vie-
ne de parte del Coicheyik.
        -No vengo de parte del Coicheyik.
        -Eso es lo que dicen todos. Y yo le digo que
usted ha sido enviado directamente por él.
        -¿Lo dice porque los ayudantes del Coicheyik
fueron quienes me dieron estos Iautói?
        -Lo digo porque ha sido él quien lo ha envia-
do. Váyase, no me haga perder el poco tiempo que le
queda a mi Sa’c’aclít.
        -No sabe lo que dice, Malloy. Odio a ese Uj-
Toiyée tanto como usted, si no más. Déjeme ayudarlo,
por favor, y tal vez usted pueda a su vez ayudarme.
        - Nadie puede ayudarme, ya se lo dije. Hace
rato que he muerto.
        -Si hubiese muerto, no estaría hablando ahora.
        -Ah, ¿sí? ¿Y usted qué sabe? ¿Está seguro?
¿Está seguro de no haber muerto, acaso? Yo que us-
ted, no estaría tan seguro. Que yo sepa, los gusanos
no proliferan en los organismos vivos.
        -A veces sí, en las heridas. Pero ya estoy lim-
pio.


                                                    59
Gabriel Cebrián


       -No los gusanos de los que estoy hablando. E-
sos nunca se limpian. Se pueden sacar unos cuantos,
pero nunca se limpian.

        Esta última aseveración me produjo una in-
quietud que rápidamente se resolvió en pánico. Tan a-
sí que desperté agitado, para comprobar con desazón
que en la penumbra de aquella habitación de hotel la
realidad parecía tener menor entidad incluso que el
mundo amarillo que acababa de experimentar en sue-
ños. La agitación devino en náusea, tosí a pecho des-
garrado, repentinamente me sentí muy enfermo y vol-
ví el estómago sobre el piso de madera, al lado de la
cama. Encendí la luz y casi muero del susto: el vómi-
to estaba plagado de gusanos, que trepidaban mezcla-
dos en el fallido bolo alimenticio. Escupí con repul-
sión los pedazos de materia que habían permanecido
en mi boca, mientras corría al baño a enjuagarme.
Cuando comenzaba a pensar en la imposibilidad de lo
que parecía estar ocurriendo, con reales esperanzas de
que aún estuviera soñando y que todo aquello fuera
nada más que una horrible pesadilla, me vino otra
naúsea, y esta vez arrojé un par de espasmódicos bor-
botones de gusanos. Luego me desmayé.


                            Once


       Cuando volví en mí, el asco también lo hizo, y
debí esforzarme para no vomitar de nuevo y así pasar
60
El Samtotaj y otros cuentos


una y otra vez por lo mismo. Me apresuré a verificar
la existencia de los verminosos vómitos, y con desa-
zón y repulsa ví que se habían diseminado, tanto en la
habitación como en el baño. Me vestí, tomé mi equi-
paje y salí como alma que lleva el diablo, ignorando
el saludo que me dirigió el sorprendido conserje (por
suerte había pagado por adelantado). Subí a la camio-
neta y, contrariamente a lo que indicaba el sentido co-
mún más elemental, no me dirigí al hospital, sino que
tomé la ruta Transchaco y enfilé directamente hacia el
sudeste, deshaciendo el camino que por tan mal de-
rrotero me había conducido. Pensaba ir de un tirón
hasta Clorinda, para hablar de nuevo con el viejo Li-
boreiro. Tal vez el viejo conociera algún modo de
contrarrestar lo que fuera que me habían hecho. Se-
gún Lasalle, el viejo baquiano había conducido a mu-
chos estudiosos con los Nivaklé, y además era, según
también había dicho, una especie de etnólogo aficio-
nado. Aparte, como estaban las cosas, quizá necesita-
ra de él para que se hiciera cargo de lo que fuera que
quedase de mí al momento de llegar. No había atrave-
sado aún el Río Negro cuando me sentí descompuesto
otra vez, y arrojé otra serie de borbotones tanatológi-
cos. Pensé que más allá de los gusanos o de las infec-
ciones, el asco sería suficiente para matarme. Había
olvidado de tomar el antibiótico, pero todo parecía in-
dicar que no iba a ser muy efectivo que digamos, ante
semejante proliferación de gusanos en mi interior.
Despegué la venda de mi estómago justo lo suficiente
como para echar un vistazo, y al menos eso parecía
estar bien. Al menos no estaba agusanada. Decidí en-
                                                     61
Gabriel Cebrián


tonces entrar en un almacén y comprar algún aguar-
diente. Por alguna razón pensaba que sería mucho
más efectivo que los antibióticos. Lo más alcohólico
que conseguí fue un vodka de destilación local. Com-
pré tres botellas, y apenas salí abrí una y comencé a
beber a morro. Cada serie de tragos que ardía en mis
entrañas me daba la ilusión de estar dando su mere-
cido a tan desagradables parásitos. Llegando a las cer-
canías de Asunción, a la vera del Río Confuso, ya es-
taba yo mismo peor que el río, entre el vodka barato,
la repulsa y la fiebre. Aunque de alguna manera la
automedicación había sido efectiva, dado que los vó-
mitos, si bien no habían cesado, eran más fluidos y
menos cargados de gusanos.
        El estado deplorable en el que me encontraba,
sin embargo, me provocó grandes contratiempos en la
oficina de migraciones. Cuando los gendarmes me in-
dicaron bajar y amenazaron con detenerme por con-
ducir en palmaria embriaguez, argumenté que estaba
enfermo y que debía ver urgente a un médico en Clo-
rinda. Se rieron de mí, pero dejaron de hacerlo cuan-
do una más que oportuna vuelta de estómago arrojó
frente a ellos una evidencia contundente, por lo que
me dejaron pasar en el trámite más sumario que quizá
se haya registrado en la historia de ese paso fronteri-
zo. Llegué desfalleciente a casa del viejo Liboreiro,
quien afortunadamente estaba allí. Le conté los suce-
sos rápida y someramente, y se mostró por demás pre-
ocupado. Estuvo de acuerdo de informar inmediata-
mente al Dr. Lasalle, pero no estuvo de acuerdo en
que continuase mi alocado regreso a Buenos Aires,
62
El Samtotaj y otros cuentos


basándose en la certeza que el daño infligido a mi
persona por los Toiyés solamente podía ser retirado
por ellos mismos, o por uno más poderoso que ellos,
y eso no lo iba a hallar en la urbe metropolitana. A
pesar de mis resistencias viscerales, me convenció de
que ése era el único modo posible de sortear una
muerte horrorosa. Preparó un té de hierbas y me indi-
có que lo bebiese lo más caliente que me fuera posi-
ble. Luego, dijo, debía tratar de descansar, mientras él
iba a comunicarse por teléfono con Lasalle para po-
nerlo al tanto del estado de las cosas, y a pedirle que
se dirigiera a Pozo Colorado para ayudarnos en la e-
mergencia. Estuve de acuerdo. Bebí el té y me tendí
en un sofá a tratar de descansar, sintiendo una inmen-
sa gratitud para con el anciano. El té de hierbas pare-
ció dar resultado, ya que me pude relajar bastante y
por un rato no tuve más vómitos. Como digo, traté de
descansar pero procurando no dormirme, pues temía a
lo que podía estar esperando por mí en la dimensión
onírica. Al serenarme, sin embargo, el impacto de to-
do cuanto estaba ocurriéndome halló un cauce más
objetivo de análisis, y me sentí profundamente desdi-
chado. Lo peor para mí era la abolición de todas las
certezas, la patente sensación de que el mundo al que
había aprendido a considerar como el único real, era
sólo una configuración más en el seno de otras mu-
chas, tal vez infinitas, y ello me llevaba a asumir una
condición que quizá podría definirse como la de un
espectro doliente. Llega un momento en que uno se a-
costumbra incluso al horror más abyecto. Tal vez mo-
rir por debilitamiento, agusanado en vida, atrapado en
                                                     63
Gabriel Cebrián


las redes de unos demonios encarnados o no, era sólo
el colofón de una existencia absurda e intrascendente;
como había dicho el Sichée, nada más que el fin de la
ilusión, de una ilusión por cierto macabra. En fin...
        Al cabo de un lapso de tiempo que no podría
precisar, sumido como estaba en estas cavilaciones
resignadas, el viejo Liboreiro regresó. Me preguntó
cómo me sentía, y le respondí que un poco mejor,
aunque no estaba tan seguro de que así fuera. A con-
tinuación me informó que se había comunicado con
Lasalle, y que habían decidido cambiar el plan. Lo es-
peraríamos allí, para luego dirigirnos juntos a Pozo
Colorado a ver qué podía hacerse para curar el daño
que los Toiyés me habían infligido. Agotado como es-
taba, hallé muy favorable la variación. Significaba
quizá veinte horas más de descanso.
        -No se preocupe, joven, iá va’ver que prontito
nomá va´star bien.
        -Ojalá pudiera creerle, Don Liboreiro.
        -Creamé, pué. El Coicheyik es un brujo pode-
roso, pero es malváo. Tiene a todos los Toiyés a los
saltos. Por áhi encontramo’alguno que se le quiera
volvé’en contra.
        -La verdad, lamentaría mucho arrastrarlos a
usted y al Dr. Lasalle a una agonía tan aciaga como la
que estoy padeciendo.
        -Aguante, nomá, que en unas cuantaj’hora sa-
bremo’si se muere usté o ese hijue´puta.
        -Parece que tiene un plan, por la forma que es-
tá hablando.

64
El Samtotaj y otros cuentos


        .Y, si le parece que uno va’enfrentarse al Coi-
cheyik ansí nomá, sin prepararse... pero ni mierda le
vuá decí lo que vamu’hacer.
        -¿Por qué dice eso?
        -Porque el Coicheyik está adentro suio, y si se
lo digo lo sabrá al momento. ¿O acaso de ánde piensa
que le salen todos esos gusanos, pué? Pa’engañá al
diablo hay que sé bastante menos que santo. Ahura
descanse, que cuando el sol esté caiendo vuá ievarlo
p’al fondo y lo vuá prepará p’al viaje.
        Por supuesto, no entendí a qué se refería con
esto último que dijo, mas no tuve fuerzas para conti-
nuar hablando. De todos modos, confiaba absoluta-
mente en él. Desde que estábamos juntos me había
sentido mucho mejor, si es que algo así puede decirse
entre tanta calamidad.


                               Doce


        Tal como dijo, al atardecer me ayudó a cami-
nar hasta el fondo -un fondo abierto y yermo- y me
hizo sentar en una silla de madera con apoyabrazos,
muy rústica y firme. Luego apiló una buena cantidad
de leña, la roció con combustible y encendió una im-
portante fogata. Dentro de un cuadro de creciente de-
bilidad tuve la certeza de que el viejo se movía con
mucha más energía, velocidad y precisión que la otra
vez que lo había visto, aunque atribuí dicha percep-
ción al hecho que era yo el que estaba en condiciones
                                                   65
Gabriel Cebrián


mucho más endebles, y ello era lo que daba al ancia-
no una perspectiva distinta. Los vómitos habían cesa-
do por completo, pero como contrapartida era presa
de una debilidad casi agónica. Tanta que cuando pro-
cedió a atar mis muñecas y mis tobillos a la silla, no
pude oponer resistencia alguna. Lloré de rabia ante la
certeza de que el viejo taimado aquél era en realidad
el Coycheyik, y que tratando de huir me había metido
justamente en la boca del lobo.
       -Maldito hijo de puta –lo insulté, casi en un
susurro. –Máteme de una vez, no quiero ver más esa
cara de viejo cabrón.
       -Cáiese, pué.
       -Es que es usted un brujo maligno, un viejo hi-
jo de una perra, que no contento con haberme hecho
pasar por el infierno, ahora va a sacrificarme a sus de-
monios.
       Acercó su rostro casi hasta tocar el mío, me
miró con fiereza y me ordenó:
       -Le dije que se caie...

        Cerré los ojos y comencé a rezar, a encomen-
darme a Dios, a implorarle que cualquier cosa que
fuera a ser de mi cuerpo, se hiciese cargo de mi alma,
si es que aún tenía una, o si alguna vez la había teni-
do. Alcides Liboreiro -o tal vez debería decir el Coi-
cheyik- como al tanto de mis invocaciones, reía sar-
cásticamente. Luego cruzó las piernas y se sentó en el
suelo a mi derecha, de frente a la puerta trasera de la
casa, esperando por Lasalle. Fue claro para mí enton-
ces que yo había cometido el pecado de interferir en
66
El Samtotaj y otros cuentos


sus asuntos, y que para no dejar cabos sueltos, debía
sacarlo del medio también a él. Era evidente que está-
bamos siguiendo los pasos de Malloy. Lo malo que e-
sos pasos parecían conducir al infierno. Había estado
jugando con nosotros. Su relación de años con Lasalle
seguramente tenía como objeto asegurarse el conoci-
miento y el control de cualquiera que éste enviase a
meter inocentemente las narices académicas en su
feudo.
        Luego de algo así como una hora –ustedes i-
maginarán que el sentido del tiempo en circunstancias
como aquella suele ser absolutamente subjetivo- oí a
Lasalle llamando a Liboreiro. Quise gritarle que se
fuera, alertarlo acerca de la trampa, pero mi voz sona-
ba leve y cascada. A poco abrió la puerta y nos vio.
Cuál no fue mi sorpresa cuando dijo:
        -Buen trabajo. Veo que ya lo tiene a buen re-
caudo.
        Otra vez comencé a llorar. Las sorpresas desa-
gradables estaban a la orden del día.
        -Lo tengo a buen recaudo, sí –dijo Liboreiro,
ahora sin el tono campechano que había empleado ca-
da vez que habló conmigo.
        -Bueno, terminemos con este asunto de una
vez.
        -Eso, pero creo que no me entendió. Al que
tengo a buen recaudo es a usted.
        El rostro de Lasalle se contrajo en una mueca
de disgusto. Liboreiro comenzó a cantar y de pronto
todo a nuestro alrededor se llenó de Iautói: caballos,
aves, serpientes, caimanes, jaguares y hasta algunas
                                                     67
Gabriel Cebrián


especies que yo no conocía. Entonces la mueca de
disgusto devino en otra de pánico.
        -Los conoce, ¿no? Son los Iautói de los Toiyés
a los que ha estado oprimiendo desde hace años. Fi-
nalmente me escucharon, y de a poco fueron perdién-
dole el miedo. Usted sabe, esta gente es influenciable.
Sólo era cuestión que me oyesen, y yo sabía que tarde
o temprano lo iban a hacer.
        -¿Malloy? –Pregunté, con voz trémula, al bor-
de del vahído.
        -Puedes decir que sí, de algún modo. El cuer-
po es de Liboreiro, soy mi Sa’c’aclít. El pobre viejo
estaba con un pie en la tumba, por eso estuvo muy
contento cuando le pedí que me ayudara a tenderle u-
na trampa al hijo de puta éste. Siento mucho haber
tenido que usarte como carnada, pero ya ves que esta
víbora era muy difícil de atrapar. Eso, con perdón de
las víboras aquí presentes.

         Lasalle aulló e intentó abalanzarse sobre Libo-
reiro, Malloy o quienquiera que fuese de ellos, pero
hubo un fogonazo y sonó un estampido. El anciano lo
había parado en seco con un arma de grueso calibre,
arrojándolo dos o tres metros hacia atrás, desarticula-
do, probablemente muerto antes del costalazo. Los
Iautói prorrumpieron en la más extraña ovación que
tuve y tendré oportunidad de oír. Entonces el viejo se
volvió hacia mí, aún empuñando el revólver humean-
te con la diestra, en tanto con la otra sacaba un facón
de la parte trasera de la faja y cortaba mis amarras;
tras lo cual, mirándome fijo a los ojos, dijo:
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  • 3. El Samtotaj y otros cuentos Gabriel Cebrián El Samtotaj y otros cuentos 3
  • 5. El Samtotaj y otros cuentos A mis amigos oscuros Nidhogg, Levana, Junkers y Morgana. 5
  • 7. El Samtotaj y otros cuentos EL SAMTOTAJ Uno El reporte que leerán a continuación responde a múltiples causas, tanto así que resultará difícil (in- cluso lo es hoy día para mí mismo) de ajustar a una determinada clasificación. En principio, fue motivado por cuestiones académicas, pero fue asumiendo aris- tas tan extraordinarias que acabó siendo ésto; infor- me, confesión, infidencia, testimonio de poderes aje- nos al ámbito de nuestra cultura. Y, por sobre todo e- llo, producto de la necesidad de alertar a los etnógra- fos -aficionados, noveles o experimentados- acerca de las dramáticas experiencias que puede acarrear el he- cho de meter las narices donde primero el Dr. Malloy, y luego yo, tuvimos la desgracia de hacerlo. No había oído hablar del Dr. Benjamin Malloy hasta 1996, cuando llegué a la instancia de tener que formular la tesis tendiente a mi propio doctorado en Antropología. Luego de barajar numerosas temáticas y grupos étnicos, me decidí por los Nivaklé 1 del Gran Chaco por varias razones, algunas de orden práctico (el territorio en el que debía llevar a cabo el trabajo de 1 Grupo étnico también conocido como “Chulupi” y “Ashlush- lay”, correspondiente a la familia lingüística Mataco-Mataguayo. 7
  • 8. Gabriel Cebrián campo era relativamente cercano, varios de los posi- bles informantes manejaban la lengua española, etcé- tera); y otras de orden intelectual, ya que consideraba fascinante esa paradójica cosmovisión que adunaba u- na marcada ingenuidad con rituales chamánicos extre- madamente sofisticados. También en este orden de fundamentos debe considerarse la escasa atención que este grupo étnico ha suscitado -comparado con otras culturas americanas- tanto entre los estudiosos como entre el gran público, circunstancia sorprendente te- niendo en cuenta lo ya dicho en cuanto a la comple- jidad y riqueza de sus tradiciones esotéricas. Y es esta misma característica la que me obligará más adelante a fatigarlos con conceptualizaciones y terminología propias de esa cultura, las que si bien hubiesen sido más oportunas y necesarias en el caso de haber pro- seguido con el plan original –esto es, la tesis doctoral- continúan siendo imprescindibles para comprender u- na serie de sucesos que, no obstante la más puntillosa explicitación, continuarán siendo esquivos a los cáno- nes de raciocinio que nos son consustanciales. Pero todo a su tiempo. Ni bien hube tomado la decisión de orientar mi estudio en esa dirección, acordé una entrevista con el Dr. Matías Lasalle, a quien había escogido para a- padrinarme en la empresa. Nos encontramos en el bu- ffet de la Universidad, y allí, café de por medio, le co- muniqué mis planes. A contrario de lo que había yo previsto, no sólo no se mostró entusiasmado con el proyecto, sino que pareció disgustado. 8
  • 9. El Samtotaj y otros cuentos -¿Los Nivaklé, le parece? –Inquirió, con gesto adusto y ceño fruncido. Pasé a comentarle somera- mente las motivaciones que me impulsaban en ese sentido, más o menos en los términos que lo hice más arriba. Me escuchó sin pronunciar palabra, y perma- neció en silencio aún después que mi alegato había concluido. Comencé a sentirme incómodo y me vi o- bligado a preguntarle las razones de su evidente con- trariedad. -Usted sabe, todas esas cuestiones vinculadas al chamanismo, tan en boga actualmente, flaco favor suelen hacerle a la objetividad científica que todo in- vestigador serio pretende, o debería pretender. Hay demasiada basura romántica de esa estofa polucionan- do la seriedad de nuestra disciplina. Sobre todo a par- tir de los dislates publicados por esos pseudocientífi- cos, llámense Carlos Castaneda, Florinda Donner y todos los orates que compraron su receta. Me fastidia sobre todo el paso atrás que sus pergeños nos han causado. -Usted no irá a creer que voy a incurrir en sin- sentidos como ésos, ¿o sí? –Pregunté, algo molesto por lo que consideré un prejuzgamiento irrelevante. -No lo creería si hubiese usted elegido cual- quier otro grupo, pero tratándose de los Nivaklé... -¿Qué tienen de particular? -Probablemente nada –dijo, meneando la cabe- za, como arrepintiéndose de haber argumentado en el sentido que lo había hecho. –Está bien, si está tan de- cidido, voy a apoyarlo y ayudarlo en lo que esté a mi alcance para bien de su tesis. 9
  • 10. Gabriel Cebrián -Una buena manera de ayudarme –aventuré, presa de gran curiosidad- sería que me dijese los mo- tivos que lo llevaron a plantear dudas sobre la oportu- nidad de investigar sobre ellos. -Tal vez sean cuestiones personales, que no vienen al caso. Déjeme ver... ¿sobre qué autores se ha basado para escoger esa cultura? Referí entonces a varios autores, argentinos, brasileños, paraguayos, europeos; y a diversas publi- caciones, tanto tradicionales como extraídas de la In- ternet. Me escuchó, asintiendo con la cabeza a medida que los iba mencionando. Cuando acabé la lista, se quedó mirándome un momento y luego dijo: -Todos esos autores están muy bien, al menos los que conozco. Pero es una lástima que no pueda contar con la información que podría darle la auto- ridad máxima en este tema. Estoy hablando de mi a- migo Benjamin Malloy. ¿Oyó hablar de él? -No, no recuerdo... ¿Malloy, dice? -Benjamin Malloy. -¿Y por qué no puedo contar con información de su parte? ¿No dice acaso que es amigo suyo? -Es, o era, no sé. La cuestión es que fue a ha- cer sus trabajos de campo entre los Nivaklé y algo es- pantoso parece haberle ocurrido. Al principio me en- vió algunas cartas, de las que lo único que puedo de- cir es que evidencian un deterioro progresivo de su psique. Algo o alguien debió afectarlo de un modo que no puedo llegar a imaginar. De hecho, nunca más se supo nada de él. Una pérdida lamentable, la ver- dad, tratándose de un brillante científico. Para serle 10
  • 11. El Samtotaj y otros cuentos franco, le digo que si había alguien de quien no espe- raba semejante actitud, ciertamente era él. -¿Podría leer esas cartas? –Aventuré. -Eso es imposible, por más de una razón. Fun- damentalmente, el expreso pedido de reserva que for- muló Malloy respecto de ellas. Y en segundo lugar, no quisiera poner a su alcance elementos que pudie- ran incidir en su ánimo. Ya ve que me hace poca gra- cia el mero hecho de que vaya usted allí, y si con- siento es porque pretender disuadirlo implicaría, en cierto modo, mi aceptación de las fantasías aberrantes que con tanto ahínco trato de combatir. Vaya, haga un estudio exhaustivo y demuestre palmariamente el ca- rácter primitivo y fantástico de las prácticas chamáni- cas de esa gente, claro que sin obviar todas sus carac- terísticas llamativas y lo elaborado de sus ritos. Pero sobre todo, cuídese mucho. No ingiera ninguna pó- cima que vayan a ofrecerle, ni se entusiasme demasia- do con los prodigios que puedan mostrarle. Conserve todo el tiempo su rigor epistemológico y su ecuanimi- dad. Y, lo más importante, al primer atisbo de confu- sión, deje todo y vuelva inmediatamente. No quisiera perder ahora a uno de mis mejores discípulos, ya tuve bastante con la pérdida de mi viejo y querido amigo Malloy. -Tendré muy en cuenta su consejo, usted sabe la consideración que le profeso. -Espero que lo haga, sinceramente. Y no vaya a tomar lo que le digo como un indicio de credulidad ni reblandecimiento senil. Es simplemente que no quiero más avatares como el que acabo de transmitir- 11
  • 12. Gabriel Cebrián le, y sé muy bien por experiencia que a veces los más palurdos suelen ostentar como contraparte una picar- día maliciosa, una capacidad de sugestión que si no es tomada en cuenta, si es desdeñada, puede causar seve- ros trastornos. Si se mantiene conciente de esto, no tendrá problemas. De más está decir que todas las advertencias que el Dr. Lasalle me formuló, y sobre todo la historia de la desaparición de su colega y amigo, el Dr. Benjamin Malloy, no hicieron más que excitar mi curiosidad y aumentar las ansias de llevar a cabo mi plan; tanto así que aún a pesar de que los tardíos calores del verano harían casi intolerable mi estancia en el norte, decidí adelantar el viaje. Dos Así es que el viernes 15 de marzo de 1996, bien temprano, tomé la ruta 11. Debido a la intención de optimizar mis recursos –dado que no sabía cuánto tiempo podía insumir la empresa- no encendí el aire acondicionado de la camioneta, por el consumo extra de combustible que ello habría ocasionado; lo que re- dundó en varias horas de calor agobiante, especial- mente hacia el mediodía. Asumí, de todos modos, que era un buen entrenamiento previo, una especie de a- climatamiento en función de las tórridas jornadas de trabajo que seguramente sobrevendrían. Conduje sin 12
  • 13. El Samtotaj y otros cuentos detenerme más que para reaprovisionarme de com- bustible e ir al baño, así que hacia la media tarde es- taba ya en la ciudad formoseña de Clorinda. Allí me entrevisté con un anciano algo excéntrico llamado Alcides Liboreiro, tal como me había indicado el Dr. Lasalle que hiciese. El viejo era una suerte de etnó- logo aficionado, que había desarrollado tales intereses a partir de su desempeño como baqueano en infinidad de expediciones como la que yo encaraba. Claro que los achaques propios de la edad le impedían seguir oficiando en tal carácter, mas no por ello su fuego se había apagado. Mostró mucho entusiasmo y predispo- sición para ayudarme, e hizo los debidos honores a las cervezas que le convidé, que fueron muchas. No fue hasta que estuvo ebrio que conseguí que me hablara de su conocimiento personal de Benjamin Malloy, o “El Gringo”, como él lo llamaba. Al principio se ha- bía mostrado reticente, pero luego de la ingesta alco- hólica sus reservas cedieron (de hecho, al derivar el diálogo hacia Malloy estaba contradiciendo, de entra- da nomás, los consejos del Dr. Lasalle, pero no era aquella una oportunidad para desperdiciar). El Gringo era un gran hombre, dijo, a pesar de ser Norteameri- cano. Quería mucho a loj’ indio, y ellos también lo querían. Casi todos, bah. Algunos no. Tanto se identi- ficó con los de las tolderías que se las dio de Toiyé 2 , y ansí le fue. ¡Un Toiyé samtó 3 , vaya cosa que se le jué a ocurrir al gringo loco ése! Ió sé que lo hizo de 2 Entre los Nivaklé, chamán, médico brujo. 3 Persona no Nivaklé. 13
  • 14. Gabriel Cebrián gau-cho, nomás, pa’yudarlos, vio, pero fíjese que dispara-te, pensar que los otros Toiyés lo iban a acetar ansí nomás, sin hacerle la guerra. Sobre todo ese Uj-Toi-yé 4 malvado que se hace llamar Coicheyik, que quie-re decir “loco”. Se juntó con todos los otros Toiyés, que hacen lo que les dice porque le tienen miedo, vio, y entre todos juntos le sacaron el alma, al pobre Gringo. No sé si murió, aclaró, respondiendo a mis ansiosas preguntas, pero en el estado que queda uno cuando estos brujos le sacan el alma, no hace mucha diferencia, créame. Si quiere averiguar qué jué de él, tiene que ir por áhi por las tolderías que están en las ajueras de Pozo Colorado. Si va, tenga cuidáo y sea discreto, no vaia a ser cosa que termine usté también desalmáo. Hay que cuidarse de esa gente. Uno los ve ansí, brutos, perdidos de borrachos, y capaz que se confía. Pero con esos brujos no se jode. Usté va’ pen-sar que soy un viejo chocho, que se anda creiendo cualquier bolazo que le dicen, pero igual hágame ca-so, no se confíe. Pasé la noche en un hotel del centro. Aprove- ché para dormir en una cama cómoda y tomar una buena comida, quién sabe cuándo volvería a darme esos lujos (había traído una pequeña carpa de tipo iglú y los mínimos enseres necesarios, dado que que- ría mostrarme ante los Nivaklé lo más humilde que me fuera posible, a efectos de estimular su empatía 4 Gran chamán 14
  • 15. El Samtotaj y otros cuentos hacia mi persona). A la mañana siguiente emprendí el último tramo del viaje, pasé al Paraguay atravesando el Pilcomayo por el Puente San Ignacio de Loyola y, pasado el mediodía, llegué a Pozo Colorado, en el Departamento de Villa Hayes. Deambulé por entre los bosques al sur de la ciudad en busca del “Lechigua- no”, un mestizo llamado en realidad Eusebio Fernán- dez, quien me había sido recomendado por el viejo Liboreiro para que estableciera los contactos pertinen- tes y, en caso de tratar con informantes que no ha- blaran español, para oficiar de “lenguaraz”. Como las indicaciones que el viejo me había dado eran por de- más vagas, y encima las chozas desperdigadas en el bosque carecían de referencias precisas, me llevó un buen par de horas dar con él. Finalmente hallé su precaria vivienda, enclavada en medio de una espe- sura tan cerrada que la luz del sol apenas si conseguía atravesarla, lo que le daba un cierto aire ominoso. Tal vez hayan sido los aprontes tan inquietantes que La- salle y el propio Liboreiro me habían formulado; lo cierto es que cavilé que si alguien me asesinaba y me arrojaba por allí, entre la fronda, jamás me hallarían, y correría así la misma suerte que el “Gringo” Benja- min Malloy. Mas me dije que era muy temprano para caer en esa clase de consideraciones alarmistas. No sabía entonces que los sucesos que sobrevendrían hu- biesen justificado zozobras muchísimo mayores aún. Golpeé las manos a modo de llamada, y un par de perros flacos salió a chumbarme. La cortina de tela que colgaba en la puerta se descorrió, y un hombre moreno, también delgado, de unos treintaitantos años, 15
  • 16. Gabriel Cebrián pelo renegrido, lacio y bastante largo, y mirada torva, me preguntó qué quería. -Estoy buscando a Eusebio Fernández. -¿Pa’qué lo busca? -¿Es usted? -Depende de pa’ lo que lo busque. -El viejo Alcides Liboreiro, de Clorinda, me dijo que lo viera. -Iá me lo figuraba, ió. Usté es uno de esos que vienen pa’ estudiá’ loj’indio. -Sí, pues. Espero que usted pueda ayudarme. -Eso depende, también. -Claro que le pagaré por ello, no vaya a creer que pretendo que me ayude gratis. -¿Y cuánto me piensa pagá? -Y, en principio... unos cincuenta guaraníes diarios. -Cincuenta, eh... no había sido muy suelto de mano, el mozo. -Y tengo una carabina 22 en la camioneta, que le puedo dar. -Eso es otra cosa. ¿Y qué es lo que quiere que haga, ió? -Ayudarme a sacar información de los Niva- klé. Me dijo el viejo Alcides que usted se da bastante maña para eso. -Pué ser, pué ser. Traiga la carabina, pa’ver, nomás. Le alcancé la carabina y la miró, tratando de disimular la codicia. Supe entonces que el pez había mordido el anzuelo. Me preguntó si tenía balas, y le 16
  • 17. El Samtotaj y otros cuentos dije que le podía dar tres cajas de cincuenta tiros. Cerramos trato. Nos sentamos a beber una chicha de maíz bastante fuerte que convidó él, y yo ofrecí cigarrillos argentinos, que aceptó de muy buen grado. Al cabo dijo: -Yo no soy Eusebio Fernandez. -Ah, ¿no? –Pregunté alarmado, creyendo que había perdido el tiempo. -No sé quién es ese Eusebio Fernandez –acla- ró-. Las autoridades me han dicho así pa’darme la li- breta de identidá. Yo soy Nivaklé, como mi madre. Tengo un nombre indio, pero tampoco lo uso. Puede llamarme Lechiguano, nomás, que ansí me conocen todos. Tres Pese a la primera impresión, el Lechiguano re- sultó ser un hombre muy simpático y gracioso. Pasa- mos la tarde tomando chicha y tereré 5 , y hablando ge- neralidades (no quise entrar en tema de buenas a pri- meras, quería terminar de ganar su confianza). Al caer el sol fuimos en mi camioneta a buscar carne y vino. Con el asado a las brasas que preparé, y luego de una copiosa ingesta alcohólica, sentí que había superado cualquier reserva que pudiera haber quedado en mi pintoresco compañero. Cerca de la medianoche, y ya 5 Infusión en agua fría de yerba mate. 17
  • 18. Gabriel Cebrián bastante ebrio, iba a disponerme a armar mi carpa, pe- ro me dijo que tenía un jergón de más en su choza. No me agradó la idea, temía al mal de chagas o a cualquier otro agente infeccioso que pudiese atacarme en el interior de esa precaria vivienda, pero no me a- treví a rehusar su hospitalidad. Evacué intestino y ve- jiga en el monte e ingresé. Era una cabaña típica, de un solo ambiente. Contaba con una cocina a leña de lo más antigua, una mesa cuadrada y pequeña, tres bancos y los dos jergones cubiertos por petates que parecían no haber sido limpiados nunca. Claro que és- ta era una presunción inducida sobre todo por el pre- juicio, dado que a la trémula luz de unas cuantas velas colocadas en un plato con asa, no podía advertirse su real condición. El Lechiguano seguía bebiendo. Le deseé buenas noches y me tendí de costado en mi jer- gón. No respondió nada, simplemente se quedó mi- rándome. Muy incómodo, y por cierto bastante preo- cupado, cerré los ojos. Seguramente fue debido al gran consumo de alcohol que me quedé dormido, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero no duré mucho en ese estado. Pocas veces, si no ninguna, he despertado con tal so- bresalto: afuera, hacia el frente de la choza, el Lechi- guano había comenzado a cantar de un modo por demás vocinglero. No entendí lo que decían las pala- bras; sin embargo estuve seguro que eran correspon- dientes a la lengua Nivaklé, por cuanto me sonaban semejantes al puñado de voces sueltas que conocía de ella. Cuando los pelos erizados de todo mi cuerpo de- 18
  • 19. El Samtotaj y otros cuentos jaron de emanar su estática, recordé que los hechice- ros de esa cultura llamaban a sus espíritus auxiliares, los Sichées, mediante cánticos específicos. Eso signi- ficaba que el propio Lechiguano era un Toiyé, y no un simple contacto o traductor, como me había dicho Li- boreiro. Aunque tal vez estuviese dando rienda suelta a su borrachera, sólo eso. Me incorporé y salí de la choza. El Lechiguano se veía como una masa oscura, aposentada unos cinco metros adelante. Continuaba cantando. Me senté junto a la puerta, sigilosamente. Luego de unos pocos minutos los cánticos amainaron, y se oyó un rumor como de alas batiendo, en la copa de los árboles linderos al claro en el que estaba em- plazada la cabaña. Miré hacia arriba y pude ver una sombra alada descendiendo hasta posarse frente al Lechiguano, quien a esa altura ya había callado total- mente, como si la función del cántico hubiese sido la invocación al ave, o lo que fuera. Todo aquel evento, que se desarrollaba en una penumbra casi total, estaba imbuido de un fuerte sentido de irrealidad, que halló su paroxismo en la extravagante resolución: la som- bra pequeña, con movimientos como de ave, se acer- có hasta fundirse con la sombra grande, presuntamen- te el Lechiguano; y a continuación, con un batir de a- las ahora portentoso, las dos sombras –que quizá ha- yan sido ya una sola- emprendieron el vuelo hacia el profundo cielo de la noche. Me abalancé hacia el lu- gar en el que momentos antes mi empleado-anfitrión cantaba, y no había nada ni nadie. Me sentí mareado, y vomité. Enseguida sentí un dolor punzante en el vientre, y un rumor en las tripas. Apenas tuve tiempo 19
  • 20. Gabriel Cebrián de bajarme los pantalones. La chicha, el vino, el tere- ré, el susto, todo ello había coadyuvado para desem- bocar en esa catarsis orgánica. Tuve que limpiarme con el calzoncillo, y luego lo arrojé por ahí. Aún tem- blando, volví a la choza, adonde me esperaba una nueva y desquiciante sorpresa: el Lechiguano estaba allí, durmiendo plácidamente en su jergón. ¿Cómo podía ser? Había oído su voz cantando a gritos allí fuera; y luego lo había visto, aunque sonara a delirio, desaparecer en un vuelo increíble. Jadeando, lo con- miné a levantarse. Ni aún sacudiéndolo conseguí des- pertarlo. Más que dormido, parecía en trance. No pu- de volver a pegar un ojo, como podrán comprender. Intenté tranquilizarme recordando una y otra vez las palabras del Dr. Lasalle: los más palurdos suelen os- tentar como contraparte una picardía maliciosa, una capacidad de sugestión que si no es tomada en cuen- ta, si es desdeñada, puede causar severos trastornos. Tal vez hubiese sido sólo una triquiñuela de esas a las que los aborígenes suelen ser tan afectos, y yo había caído de pies y manos en la tramoya. Cualquier otra hipótesis me resultaba demasiado inquietante y, de to- dos modos, no resistiría el menor análisis, en términos de rigurosidad. Ocupé el tiempo de aquella vigilia forzada para asimilar el evento en dichos términos, de acuerdo a los cánones metodológicos en los que había sido entrenado. Si el Lechiguano era Toiyé, se supo- nía que en estado de sueño o de trance podía despegar su doble mágico, su alma psíquica, llamada por ellos Sa’c’aclít; elemento éste que, acorde a la función ar- quetípica atribuida a esta clase de entidades, era el 20
  • 21. El Samtotaj y otros cuentos que propiciaba todos los contactos con los demás en- tes de existencia espiritual -especialmante con los Si- chées, que como ya señalé antes, son una especie de seres incorpóreos que pueden ser controlados y utili- zados por los Toiyés 6 -. Supuse que la explicación que él eventualmente daría, ante mi requerimiento, se iba a ajustar a estas pautas. Al menos él tendría una ma- nera de explicar lo sucedido, aunque esa explicación valiera un comino para nuestras estructuras mentales. Por mi parte, me devanaba los sesos tratando de opo- ner otra, de corte racional, a la extrañeza de lo ocurri- do; pero me veía en figurillas para articular una inter- pretación que no pasara lisa y llanamente por la aluci- nación, o al menos por la sugestión, y no podía evitar sentir que tal argumento comportaba un flagrante so- fisma, una negación dogmática, casi fraudulenta. Pero pensando en ello, se me ocurrió otra posibilidad: solamente había visto un bulto negro, y creí reconocer la voz del Lechiguano en el estentóreo canto, lo que no excluía la posibilidad de que alguien más, de voz parecida, o remedándolo, se hubiese hecho pasar por 6 Quiero expresar aquí que, en función del carácter si se quiere anecdótico de la presente crónica, estoy tratando de acotar las denominaciones y conceptos Nivaklé a su mínima expresión – quizá no debiera omitir, entre otros ítems, la clasificación exhaustiva de los Sichées y la nomenclatura de ellos mismos según su utilidad y características-; ello en pos de no atosigar al lector poco interesado en esta suerte de especificaciones (cosa que sabrán comprender los que las encontrarían útiles o atrayentes, a quienes invito a investigar los numerosos artículos y bibliografías existentes en la red referidos a esta cultura). 21
  • 22. Gabriel Cebrián él. Aún más, la sombra bien podía haber sido un bulto atado a un sistema de sogas y poleas, quién sabe, y el propio Lechiguano haber cantado desde un sitio cer- cano, para luego aprovechar mi estupor para ingresar a la cabaña sin que yo lo advirtiese. Estaba claro que algo así había sucedido, toda vez que las otras lectu- ras de los sucesos se inscribían en supercherías de suyo insostenibles. Me tranquilizó bastante la certeza que me vino de que había sido sólo un embuste, y me felicité por estar actuando según lo aconsejado por el Dr. Lasalle, oponiendo ecuanimidad y sentido común a esas truculentas y primitivas bastedades. Cuatro Poco después de la salida del sol, el Lechigua- no se levantó como si nada. Se estiró y salió de la choza. Unos minutos depués volvió cargando una cu- beta con agua, virtió un tanto en una gran pava negra de tizne, la posó en una de las aberturas de la cocina y comenzó a encender el fuego. -Buenos días –saludé. -Ah, estaba dispierto... -Sí, he permanecido despierto toda la noche. -¿Es que mi casa no es cómoda pa’usté? -No, sucede que me alarmó alguien que estaba cantando a los gritos, ahí afuera. Es raro que no lo ha- ya escuchado –insinué. 22
  • 23. El Samtotaj y otros cuentos -No, no es nada raro, eso. Yo, cuando duermo, duermo, vea. -Pues sí, ni que lo diga. -Aparte no podría haberlo escucháo. -¿Por qué? -Porque era mi Sa’c’aclít el que cantó anoche. Meneé la cabeza, sonriendo irónicamente, y dije: -Estaba seguro de que iba a decir algo como e- so. -Y yo estaba seguro que usté estaba seguro de que iba a decir eso. Por eso lo dije. -Dejémonos de juegos, ¿quiere? -Si a usté le parece que yo vuá estar jugando con cosas de ésas... -Entonces, usted es un Toiyé... -Puede decir que me he visto obligáo a hacer- me Toiyé. Jamás me gustaron esas cosas de brujo, y e- so. Pero llegó un punto en el que tenía que aprender o me moría. -¿Le gustaría contarme cómo fue que se vio o- bligado a aprender? -Es un asunto un poco largo, vea. -No importa, tómese su tiempo. -Y pa’colmo tiene que ver con el asunto que fui a atender anoche, y que tiene que ver con usté. -¿Conmigo? -Y, sí, pué. Tuve que irlo a ver al Coicheyik. – Recordé ni bien lo dijo que ése era el apodo del Uj- Toiyé, del gran hechicero loco que el viejo Liboreiro había señalado como el causante de la desaparición de 23
  • 24. Gabriel Cebrián Malloy, lo que redundó en un recrudecimiento de mis temores. Pregunté entonces qué podía tener que ver e- so conmigo, y me respondió: -La última vez que vino uno como usté me armó un problema terrible. -¿Malloy? –Aventuré. -¡No me diga que lo conoce! -No lo conozco, solamente oí hablar de él. -Ah, menos mal. -¿Y qué problema habría, si lo conociera? -Pa’ mí, ninguno. Pa’ los Toiyés de por acá, ni le cuento –aclaró, mientras retiraba la pava del fuego y preparaba una infusión con hierbas que despedían un aroma desconocido para mí. Me ofreció, pero re- husé, a cuento de la advertencia que oportunamente me había formulado Lasalle respecto de beber subs- tancias que no conociera. En cambio, fui hasta la ca- mioneta a buscar café. Los perros flacos vinieron a olisquearme, y entonces caí en la cuenta que la noche anterior, durante los extraños sucesos, no habían es- tado por allí, o al menos no se habían hecho ver. Tal vez el instinto los conducía a alejarse de esa suerte de manifestaciones. Me preparé café, y en ese entretanto guardamos silencio, un silencio que presagiaba gran- des revelaciones, una especie de calma chicha antes de la tempestad. Ya sentados a la mesa, decidí ir al grano: -Me ayudaría mucho que comenzara por el mero principio, y me cuente la historia de Malloy y cómo fue que eso le complicó la vida. -Ió no quería ser Toiyé. Siempre me pareció cosa de locos, eso de andar con espíritus, y esas co- 24
  • 25. El Samtotaj y otros cuentos sas. Tá bien que alguien tiene que curar, pero no era mi preferencia. Pero siempre me ievé bien con eios, nunca un problema. Y cuando un gringo quería ver- los, lo ievaba y lo dejaba que se arregle. Eios les mos- traban sus cosas, le sacaban unos cuantos guaraníes y se iban, todos contentos. Hasta que vino el loco ése que usté dice. Jué por su culpa que me tuve que hacer Toiyé. -Mire, Lechiguano, no lo entiendo muy bien. Cuénteme las cosas desde el principio, déme los deta- lles. -Bueno, ió no soy de hablar bien, qué quiere que haga. Le estoy contando como puedo, pué. -Está bien, pero trate de explicarme las cosas porque yo tampoco soy un gran “entendedor” –dije, con cierta connivencia. -Es lo que trato de hacer. Resulta que vino el Gringo y, como siempre, lo ievé a hablar con los Toi- yés comunes, que le empezaron a enseñar sus cosas. Pero sabe qué pasa, todos los Toiyés de por acá lo tie- nen al Coicheyik de jefe, vio, porque es el más pode- roso y todos le tienen miedo. Iba todo bien hasta que se enfermó una niñita, la hija ‘el Bocanegra. El Boca- negra es uno que hizo negocio con los samtó y se vi- no bastante rico, vio. Pero eso a costa de su gente, que no fue más su gente, entonces. Pero se hizo ladero y compadre con el Coicheyik, sobre todo porque le daba mucho dinero, y porque entre los dos, uno con su ma- gia y el otro con su riqueza, eran los que mandaban. Ansí que ni bien la gurisa se puso mala, corrieron a buscarlo, al Coicheyik, quién mejor que él pa’curarla. 25
  • 26. Gabriel Cebrián No más la vio dijo que le habían hecho un daño, pero no sabían quién podía haber sido, porque como le de- cía, todos los Toiyés de por acá eran práticamente sus esclavos, y jamás se hubieran atrevido a hacerle nada a la hija’el Bocanegra. Esa mesma noche se juntaron todos, tomaron chicha, cantaron, llamaron a to’los Si- chées de eios, que eran muchísimos, todos juntos. Te- nían cabaios, pájaros, víboras y to’los necesarios pa’ buscar el Sa’c’aclít de la gurisa, que así es como eios embrujan a la gente, vio, le sacan el Sa’c’aclít y se lo ievan y lo escuenden en cualquiera de los otros mun- dos, hasta que la persona se muere. Entonces eios van y pelean... no, los Sichées de eios van y pelean contra los del que se lo robó, y si ganan lo recuperan y lo tra- en de güelta, ansí la persona se cura. Güeno, la cosa es que atravesaron el Tulhitaj, la tierra de la noche, donde agarraron unos cuantos Cuvaiuchás, que son los cabaios más rápidos y más bravos pa’l combate, y se jueron pa’l mundo amariio (que está bastante cerca de éste) porque por el color de la gurisa se pensaron que su Sa’c’aclít debía estar prisionero por ahí. Die- ron güelta todo y no la pudieron encontrar. Y cuando se estaban por ir, vinieron unos Chivosís 7 , que aiá son chiquititos y amariios, como to’ en ese mundo, y les dijeron que había venido un Samtotaj 8 y se había es- 7 Seres pequeños que habitan los distintos mundos experimenta- dos por los Toiyés, y que cuando son dominados por éstos se transforman en sus Sichées. 8 Cuerpo etérico de un Toiyé Samtó, es decir, un hechicero no Nivaklé. 26
  • 27. El Samtotaj y otros cuentos cuendido en el aquiotayúc... ¿sabe lo que es el aquio- tayúc? -No. -Es un árbol que los Toiyés usan pa’escuen- derse, y pa’escuender el Sa’c’aclít que se han robáo. Mientras estén a cubierto de las ramas del aquiotayúc, los otros Toiyés no pueden hacerle nada. La cosa es que jueron pa’l aquiotayúc de ese mundo, y lo vieron. -Era Malloy –aventuré. -Pues sí, era ese Gringo del infierno. Por su culpa me tuve que hacer Toiyé. -No se adelante, siga contando, por favor. -La cosa es que se cansaron de esperar que el Samtotaj saliera del árbol pa’ matarlo y recuperar el Sa’c’aclít de la hija ‘el Bocanegra. Pero el gringo era bicho, ni mierda qu’iba a salí. Ansí que se golvieron y le dijeron al Bocanegra que la única forma de recupe- rá el Sa’c’aclít de la gurisa era buscarlo al gringo en este mundo pa’matarlo. Como no sabían adónde esta- ba, y el que lo había ievado con eios era ió, se vinie- ron pa’cá y me preguntaron. Ió hacía como un mes que no lo veía. Se los dije y no me creieron. Hasta me golpearon y todo, vea. Dispué se jueron, y me di por muerto. No por los palos, que no jué pa’tanto, sino porque seguramente m’iban a embrujá. Ansí que no me quedé quieto. Agarré y me juí pa’ Pedro Peña 9 , adonde estaba mi agüelo Nivakle. Mi agüelo era un Toiyé de los güenos, había aprendido la brujería dire- tamente de los Sichées, no como ahura que son los 9 Ciudad paraguaya de Doctor Pedro P. Peña. 27
  • 28. Gabriel Cebrián otros los que enseñan, y lo güelven loco a uno con iu- ios y chicha. Fíjese cómo sería de güeno mi agüelo que antes que iegara, él iá sabía todo. Y más le digo, se lo había ido a ver al gringo aiá al aquiotayúc que se había escuendido, porque sus Sichées iá le habían contáo todo. Habló con el gringo y le dijo que tenía que devolver el Sa’c’aclít de la gurisa, que si no, el Coicheyik y sus aiudantes nos iban a matar a todos. El gringo le respondió qu’el Bocanegra y ese Coicheyik estaban vendiendo gente pa’los ingenios, como escla- vos. y que estaban matando a los Nivaklé por dinero, que él les iba a enseñá a no ser tan hijue’putas. Mi a- güelo trató de convencerlo, le dijo mil veces que ansí no era, que la magia del Coicheyik era fuerte, y más con la de los otros que él dominaba, y que íbamos a terminar todos embrujáos o muertos, pero el gringo seguía en la suia, decía que iba a defender a los nues- tro’ hasta lo último, y qué sé ió cuanta cosa así, de comunista, dijo el agüelo. Como venía el asunto, no había mucho pa’elegí, el Coicheyik nos iba a hacer la guerra y lo único que se podía hacer entonces era pe- leá. Ansí que arregló con el gringo pa’ que cualquier cosa nos aiudara, y se golvió. Esa mesma noche me dio bastante chicha, me enseñó a cantá pa iamar al aguilucho que me iba a dá como Sichée, y dispué me escupió adentro ‘e la boca, que ansí se hace cuando el que le da a uno la magia la ha recibido diretamente de los Sichées. Y me hice Toiyé, nomás, pa’tratá de con- servar la vida. Y soy de los voladores, como se dice ando en avión, porque mi Sichée principal, el que m’escupió el agüelo, es pájaro. 28
  • 29. El Samtotaj y otros cuentos Cinco (Voy a insertar aquí una suerte de pausa refle- xiva, y ello en atención a un doble propósito: primero, el de transmitir mi situación mental al momento de o- ír el discurso que el Lechiguano soltaba, casi sin to- mar en cuenta mi capacidad de interpretación del mis- mo -cosa que al propio tiempo dará al lector la opor- tunidad de comprender mejor el contexto-. En segun- do término, y ahora sí exclusivamente en función de no atosigar, el de aflojar un poco la cuerda semánti- ca.) Cuando el Lechiguano comenzó a contar esta historia -por otra parte una típica historia de indios como tantas que había yo leído, incluso de los Niva- klé-, estuve tentado a interrumpirlo, a increparlo por lo que supuse una falta de consideración rayana en el menosprecio; pero ello habría significado romper lan- zas con el único informante que había conseguido hasta el momento. Así que, atenido entonces a lo que contaba, puedo decir que, palabras más, palabras me- nos, casi todas las vinculadas al chamanismo me eran conocidas, como también varias de las prácticas que relataba, así que no me costó gran cosa interpretarlas. Incluso, en una tarea como la que había emprendido, era básico dejar hablar libremente al sujeto, y en todo caso después separar la paja del trigo. Así que me ar- mé de paciencia y escuché atentamente. Todo parecía indicar que se trataba de un cuento más, quizá refrito 29
  • 30. Gabriel Cebrián de miles de otros similares, y en ningún momento se me cruzó por la mente que algo como aquello pudiese efectivamente haber ocurrido. Pensé que el Lechigua- no, atado de pies y manos a la visión del mundo de sus ancestros, había desarrollado una distorsión men- tal típica. Y quizá lo mismo habría pasado con el pro- pio Malloy, quien -aunque proveniente de otra cultu- ra, completamente diversa- había caído en las trampas de aquella gente y se había disturbado en un sentido análogo. No iba a ser el primer científico que resulta- ba víctima de un proceso semejante. En función de todas estas consideraciones, y sin dejar de prestar oídos, me sentí en crisis respecto de la finalidad de mi empresa, de qué diablos estaba haciendo allí. Si era el acopio de material para una te- sis, más me convenía buscar algún informante menos conflictivo, tomar unas cuantas notas, regresar, afinar la pluma y hasta luego. Pero eso significaba renunciar a todo el sentido de aventura que el destino parecía poner a mi alcance. ¿Y si hallaba a Malloy? ¿Y si conseguía hablar con él, reportearlo, o quizá devol- verlo al mundo civilizado? Resolví no tomar decisio- nes en lo inmediato, tener la cuerda a mi informante; aunque permaneciendo alerta, impermeable a todo in- tento de sugestión o de involucramiento en los con- flictos que pudiera tener con sus vecinos, hechiceros o no. -Me dijo que la salida suya de anoche tenía que ver conmigo –dije, aprovechando un breve impa- sse en su discurso, tratando de focalizar la conversa- ción en carriles más prácticos. 30
  • 31. El Samtotaj y otros cuentos -Sí, pué, iá ve lo que me pasó la última vez que me metí a presentarles gringos a los Toiyés. No le vuá mentir, los guaraníes y la escopeta me vienen bien, y por eso me la jugué. Pero no da pa’tanto, vio. Si había lío le degolvía todo y a otra cosa. -¿Y qué le dijeron los Toiyés? -Que me ande con cuidáo, que me fije bien si no era usté otro loco como el gringo ése y dispué al- borotaba a toda la gente. Me dijeron que si lej hacía otra vez la mesma cagada no iba a tené tanta suerte como la otra vez. Así que usté dirá... -¿Qué pasó la otra vez? -Y, si no me deja terminar de contá... la otra vez pasó que nomás el agüelo me alcanzó a dar el Si- chée, vimos venir pa’l rancho un ejército de Iautói, que son... -Si, ya sé, los Sichées domados por los brujos, ¿no? -Tal cual, vea. Eran como qué sé ió cuántos. Daba miedo, la verdá. El agüelo entonce empezó a cantá y se vinieron los sei o siete que lo aiudaban a él, pero se los veía asutáos, nomás. Y claro, no quisieron peleá. Despacito se fueron iendo con loj’otro, como quien no quiere la cosa, vio. Y ió sentía como que me aleteaban, adentro. Se nota que el aguilucho que me había dao el agüelo quería salí, nomás. Ió sabía que tenía que cantá pa’sacarlo, pero ni mierda iba a cantá. A ver si loj’otro se pensaban que quería peliá ió tam- bién... y usté por lo visto iá sabe, no le tengo que decí lo que pasó con el agüelo, ¿verdá? -¿Los Iautói lo mataron? 31
  • 32. Gabriel Cebrián -No, ve que no sabe tanto como dice... se mu- rió solo. Cualquiera sabe que cuando un Sichée le da el poder a uno, diretamente, como era el caso de mi a- güelo, se hace uno con su alma; y cuando se le va, se la ieva, y el Toiyé se muere. Ansí que el viejo se echó por ahí, a morir. Y entonces vino el Coicheyik en per- sona y se me plantó. Ió bajé la cabeza, estaba tem- blando como una hoja, y pa´colmo el pajarraco me a- leteaba, y me aleteaba, me hacía dar gana de vomitá. Estaba siguro qu’iba a morir ahí mesmo. Pero no. El desgraciáo me dijo que me quedara con el pajarraco, que a él no le iban en falta Iautói. Que total la hija’el Bocanegra ya había muerto, y no había ná’que hacer- le, y que ió iba a viví nada más si hacía todo lo que él me mandara. Y aquí estoy, pué. Tengo que hacé lo que me dice, pero al meno’ no soy el único, es lo que hacen todos los Toiyé de Pozo Coloráo y de otros la- dos más. Lo único que le puedo decí es que el gringo hijo‘e puta ése, encima que armó todo el lío, ni apa- reció más. Mató a esa gurisa inocente al ñudo, que era una niñita que na’ tenía que vé con las cagadas que hacía el padre. Y pa’ colmo nos dejó en la estaqueada, al agüelo y a mí. Ansí que no le debo nada al mierda ése, y si el Coicheyik me pidiera aiuda pa’matarlo, pues se la daría de mil amores. Pero el muy cobarde parece que se ha quedáo aiá, en el mundo amariio, bien cobijáo abajo del aquiotayúc, vaia a sabé’ espe- rando qué cosa. Y hace bien en no salí, porque en cuanto salga lo destripan. -¿Cómo, lo destripan? ¿Acaso no es su Sa’c’a- clít el que está ahí? 32
  • 33. El Samtotaj y otros cuentos -Pero sí, hombre, ej una forma de decí, nomá. -Pero si su Sa’c’aclít está ahí, su cuerpo, digo el cuerpo de todos los días, debe estar en otro lado, ¿o no? -Sí, pero puede está en cualquier parte. Puede está en Francia, si quiere. Por eso hay que agarrarlo ahí. -Entonces, digo yo, ¿no?, si usted tiene tanto miedo de ese Coicheyik, o si está tan cansado de ser- virle, ¿por qué no se va a cualquier lado, lejos de acá, y listo? -No, pero si ió no le temo al Coicheyik. Aparte que la vida no es tan mala, vea. Mi pájaro me ieva a volá por tós los mundos que puede, me enseña, y si no tengo más Iautói que él, es nomás porque no me da la gana. Aparte me hago el que vuelo bajito, ansí no me dan mucho que curá, me dan a curá cosas fá- ciles, andá’verlo a éste que le duele la muela, andá vela’aqueia que no se le pasa la regla, y cosas como ésa. Y sabe qué, don... a mí déjeme con eso de la ciu- dá, de la Uropa y la Norteamérica. Pa’ mí ésos son los que están locos. La verdá, no me veo entre los Samtó. Como sea, prefiero el monte. Ió le tengo miedo a los suios, como usté le tiene miedo a los míos. -No, pero si yo... -Deje, deje, no diga más ná. Ustedes vienen y estudian y escriben historias que dicen que es cosa ‘e locos nomás porque en el fondo les da miedo. No digo a usté, digo a tós los gringos que vienen por acá con ese asunto. A mí también me daba un poco de 33
  • 34. Gabriel Cebrián miedo, pero antes. Cuando uno aprende se da cuenta de que no es tan jodido como parecía. Seis Esa tarde salimos a cazar, dado que el Lechi- guano estaba ansioso por probar la carabina, a la que llamaba “escopeta”. Demostró tener muy buena pun- tería, derribando a dos pecaríes pequeños con sendos disparos “en el codiio” (como decía él), en las costi- llas justo al lado de la articulación de la pata delante- ra, ya que de ese modo, según me explicó, el tiro de carabina daba directamente en el corazón del animal. Volvimos cargando uno cada uno, y en el calor de la tarde el esfuerzo casi fue demasiado para mí. Mien- tras me recuperaba, bebiendo abundante agua y co- miendo algo de las provisiones que había traído con- migo, ví que él, completamente fresco y sin demostrar el menor síntoma de cansancio, se puso a cuerear los animales, con llamativa pericia. Una vez limpios, los trozó muniéndose de machete y cuchillo, y separó dos cuartos traseros. El resto lo introdujo en un fuentón de metal, y luego lo cubrió con sal gruesa. Después co- menzó a encender un gran fuego, atravesó las porcio- nes en unos fierros y los plantó de modo que fueran recibiendo el calor de las llamas. Comenté que era mucha comida para nosotros dos. 34
  • 35. El Samtotaj y otros cuentos -Pasa que van a venir invitáos –me aclaró. – Van a venir el viejo Zuleque y el Alhutáj. El viejo Zu- leque es víbora, y el Alhutaj, iguana. -Son los emisarios de Coicheyik, que quieren ver qué se trae el gringo nuevo, ¿verdad? -Sí, pué. Ansí que no se haga el loco. Su vida y la mía dependen de usté. -¿Y cómo se supone que tengo que actuar? -Con rispeto, con humildá. Sobre todo, escu- che, y no se ponga pesáo con preguntas; no hable de cosas raras, ni se haga el sabihondo. Y tampoco se ca- gue en los calzones si los Toiyés empiezan a iamar a sus Iautói y a hacé sus cosas. -No sé si estoy preparado, todavía, para en- contrarme con ellos –dije, presa de una alarma cre- ciente. -Mire, amigo –me respondió, con tono de fas- tidio-, eso que acaba de decí es una estupidez. Ten- dría que haber estáo peparáo ni bien se dispuso a ve- nir pa’cá. ¿O qué se creió, que ésto es guasa? Déjese de mariconeadas de niño fino y aguánteselas. Y si no, no me haga perdé tiempo y mándese a mudá, pero bien lejos. No vaia a sé’ cosa que dispué se la anden agarrando conmigo. Debo haberme ruborizado. Fuera como fuera, el Lechiguano tenía razón. Me sentí un pusilánime, y éste fue el factor que me impidió en esta última co- yuntura, especie de bisagra en la historia, optar por lo que a ultranza hubiese sido mi salvación: huir de allí como de la peste. En lugar de ello, le espeté con cierta altanería, producto del orgullo mancillado: 35
  • 36. Gabriel Cebrián -Estaba hablando de conocer mejor algunas cosas, no de cuestiones de ánimo. Y él se quedó mirándome, socarrón, perfecta- mente al tanto de mis azarosas maniobras psicológi- cas. Mientras caía la tarde y la carne iba asándose, comenzamos a beber chicha. Si bien era importante para mí mantener el juicio alerta y los sentidos des- piertos en orden a lo que vendría, necesitaba un buen par de tragos. Además, rehusar el convite habría sido lo mismo que manifestar abiertamente mi zozobra in- terior, cosa a la que no estaba dispuesto luego del co- nato verbal referido precedentemente. Mientras bebía- mos y fumábamos en silencio, y sumido como estaba en un puntilloso análisis de la situación en la que me había involucrado, caí en la cuenta de un detalle que no era menor, ni mucho menos. ¿Cómo y cuándo ha- bía sido concertada la cita con los Toiyés? Desde el mismo momento en el que había dado con Eusebio Fernández, o “El Lechiguano”, como prefería ser lla- mado, no me había separado ni un momento de él. Es- tuve tentado a preguntárselo, y no lo hice porque de ese modo exhibiría nuevamente mi preocupación; en balde, pues estaba seguro de conocer la respuesta que me daría. Diría que había sido su Sa’c’aclít, durante el viaje astral de la noche anterior. Lo malo del caso es que yo no era capaz de imaginar ninguna otra hipó- tesis que pudiera oponérsele. Me esforcé tratando de dilucidar algún medio por el cual, según códigos esta- blecidos de antemano, pudo él dar aviso a los hechi- ceros, pero no pude recordar hecho ni situación algu- 36
  • 37. El Samtotaj y otros cuentos na que trasuntara el menor indicio de algo así. Las ú- nicas veces que lo había perdido de vista había sido cuando uno u otro había ido a los matorrales a atender sus necesidades fisiológicas, pero habían sido lapsos muy breves. Costaba creer que en alguno de ellos hu- biese tomado contacto con alguien, quizás un mensa- jero. Aunque pareciera muy improbable, era lo único que podía explicarlo en términos de normalidad. El Lechiguano, como si hubiese estado al tanto de mis lucubraciones, me miró fijamente, echó al coleto un buen trago de chicha, dio una calada al cigarrillo y me dijo: -Oiga, deje de buscar la quinta pata al gato. No se preocupe, hombre, por lo meno’ de antemano. Guarde sus fuerzas pa’cuando las vaia a necesitá. -¿Para qué necesitaría de mis fuerzas? ¿Acaso los Toiyés vienen a confrontar? -No creo, vio, pero con esta gente nunca se sa- be, pué. Si le digo qué se traen, le miento. Capaz ni e- ios mismos lo saben. Son de atuá’ ansí, a lo que salga. Por eso le digo, que no lo vean cagáo porque si no la vaca por áhi se le güelve toro. Igual, ahorita nomá lo vamu’a sabé. –Y añadió, cabeceando en dirección a mis espaldas. -Ahí vienen. Me volví de golpe, casi en movimiento reflejo, justo para ver venir por el sendero abierto en pleno bosque a dos individuos; uno viejo, de cabellera larga y blanca, estatura baja, enjuto, como doblados sus huesos por el peso de los años. Caminaba apoyándose en un cayado de palo. El otro, en vivo contraste, era 37
  • 38. Gabriel Cebrián un joven indígena de contextura atlética, como de me- tro noventa de altura. -Como iá le dije, el viejo es Zuleque, que es víbora, y el otro alto es el Alhutáj, que es iguana. Son los escamosos del Coicheyik. No les demuestre mie- do, porque por áhi se ponen pícaros y cuando empie- zan a jodé’, vaia a sabé adónde termina la guasa. -No tengo miedo. -‘tonce dígaselo a su cara, pué. Al momento de efectuar las presentaciones, muy ceremoniosamente por cierto, tendí la mano al Zuleque y me respondió con una inclinación de cabe- za, haciendo caso omiso de mi modo de saludar, así que la retiré e incliné la cabeza a mi vez, actitud que repetí al serme presentado el Alhutáj. El Lechiguano se apresuró a servirles chicha. Tomaron sus vasos, metieron los dedos en racimo y esparcieron unas go- tas sobre la tierra. Luego la bebieron de un trago y es- tiraron el vaso para que les sirviera más. Ya servidos, ocuparon dos de los tres bancos. El anfitrión me indi- có ocupar el restante, y se acercó un tocón de quebra- cho para él. A continuación se produjo un silencio que me resultó muy embarazoso, y fue a caballo de e- sa sensación que me encontré diciendo al anciano: -Es un verdadero honor para mí conocer a un Toiyé como usted. El anciano me miró y no dijo nada. Sin embar- go la respuesta la dio el Alhutáj: -El viejo ‘e mierda éste no sabe hablá español. A gatas si habla en su lengua, de achacáo qu’está – y 38
  • 39. El Samtotaj y otros cuentos tanto él como el Lechiguano soltaron ruidosas carca- jadas. El viejo, por su parte, se sonrió, como adivi- nando el tenor del diálogo. El Alhutáj continuó di- ciendo: -¿Ansí que usté quiere aprendé las cosa ‘e los Nivaklé? Aproveché la pregunta para tratar de tomar cierta iniciativa, ya que de todos modos estaba si- guiendo las indicaciones del Lechiguano, en el senti- do de que no debía mostrarme avasallado, así que re- pregunté: -¿Y ustedes cómo se han enterado? El Alhutáj y el Lechiguano se miraron como sorprendidos. El primero volvió a inquirir: -¿Cómo, cómo noj enteramo’? El hombre acá, su amigo, noj dijo. -Claro, pero no puedo darme cuenta de cuándo fue que se los dijo, si desde que llegué hemos estado juntos... -Sabé que pasa, Alhutáj, que al mozo le gusta hacerse el tonto. Iá le dije que jué mi Sa’c’aclít, pero resulta que le dá por hacerse el duro de cabeza, y ter- quea, pué. -Ah, no, mire, mozo, si empezamo’ansí más vale ni empezamo, vio. Si un gringo anda queriendo averiguá cosa’e nosotro, lo primero y principal que tiene que hacé es no faltarno’al rispeto, vea –me re- criminó, meneando la cabeza y con gesto muy serio. -No lo tome así, nada más lejos de mi inten- ción que faltarles el respeto. -Entonces no lo haga. Y si le da por terquear, les iamo a mis Iautói y dispué me cuenta. 39
  • 40. Gabriel Cebrián -No se moleste, ya entendí –dije, provocando una nueva explosión de hilaridad. Fue en ese preciso momento, en lo azaroso de la situación a la que me había expuesto, dominado psicológicamente, totalmente a merced de aquellos locos tal vez peligrosos, que por primera vez desée no haberme involucrado nunca en semejante empresa. Siete Mientras el Lechiguano se ocupaba del asado, conversaron cosas de su gente, chismorrearon, bah. De cuando en cuando se dirigían a mí para contarme algunas historias de brujería, de curaciones, de sus problemas con los Samtó y cómo éstos los explota- ban, en fin, todo pareció volver a los carriles norma- les, y renació en mí la esperanza de que el asunto fi- nalmente se limitara a recopilar unos cuantos datos, para luego marcharme. Tal vez me había dejado im- presionar más de la cuenta, aunque buenas razones había tenido el Dr. Lasalle para advertirme respecto de la malicia y poder de sugestión de aquella gente. La chicha corría sin pausa, y aunque estaba medio mareado, no me atrevía a decirles que no cuando me servían. Tal vez haya sido el alcohol lo que me llevó a ingresar en un ánimo más templado, más distendido. Dimos buena cuenta de la carne, excelente- mente asada y sabrosa, mientras el diálogo permane- 40
  • 41. El Samtotaj y otros cuentos cía acotado a los contenidos antedichos. Lo único que me resultaba raro en aquel contexto era el mutismo observado todo el tiempo por el Zuleque, quien no obstante escudriñaba atentamente a cada uno que to- mara la palabra. Cuando la voracidad fue saciada, permanecimos bebiendo chicha. Ya estaba a punto de caer dormido (recordarán que la noche anterior la ha- bía pasado en vela) cuando, repentina y sentenciosa- mente, el anciano me miró y dijo algo en Nivaklé. Por alguna razón, las luces de alarma encendieron instan- táneamente mis entendederas. El Lechiguano, enton- ces, me formuló la traducción: -Dice el Zuleque que si quiere sabé las cosas de los Toiyés, tiene que tomá el Vatlhuquéi. Mi instinto no había fallado, había hecho muy bien en alarmarme. Según tenía entendido, el Vatlhu- quéi era una poción alucinógena por demás poderosa, hecha a base de una maceración de raíces, hojas y flo- res de distintas variedades de Datura, vulgarmente conocida como Floripón o Floripondio. Precisamente por esa característica fuertemente visionaria era con- siderada por muchos pueblos aborígenes como una de las principales avenidas hacia el poder espiritual y las virtudes chamánicas. En función de ello, y dispuesto a negarme hasta las últimas consecuencias, comencé a argumentar que quería conocer sus costumbres única- mente en teoría, y que de ningún modo quería conver- tirme en Toiyé. Entonces volvió a hablar el Zuleque, sin esperar traducción alguna, seguramente al tanto del tenor de mi negativa por los factores metalingüís- ticos de expresión tan evidentes que habían acompa- 41
  • 42. Gabriel Cebrián ñado mi negativa. Cuando terminó de hablar, con to- no tan perentorio y dramático que consiguió intimi- darme aún más de lo que ya estaba, fue el Alhutáj quien tradujo esta vez: -Dice el viejo que no ha venío hasta acá al ñu- do, y que si no hace lo que se le manda la locura del Vatlhuquéi no va´ser ná’ comparáo con las cosas que le va’cer vé. Y crealé, pué. El viejo es como to’ viejo, cabrón y malváo. ¿No’cierto, “Lechi”? El Lechiguano se tomó unos instantes antes de responder, durante los cuales deseé fervorosamente que la mínima lealtad que pudiera haberle generado en el poco tiempo que nos conocíamos lo hiciera ma- nifestarse a mi favor; mas, evidentemente, el miedo a contrariar a los esbirros del Coicheyik prevaleció, co- sa harto previsible: -Nadie quiere golverlo Toiyé, aparte no creo que le dé pa’eso. Pasa que no le pueden enseñá las co- sa’ d’eios si no las ve. Esas cosa’ no se pueden contá, hay que verla’. Insistí entonces en que no era necesario llegar a tanto, que para lo que yo necesitaba me sobraba con que me hablaran de las cosas de las que sí se podía hablar, que les pagaría bien por la información y que jamás volvería a molestarlos. Esta vez fue el Alhutáj quien, visiblemente fastidiado por mi actitud, tomó la palabra: -Vea, mozo, más le vale hacerle caso al Zule- que y dejarse´jodé. Iá le dije que la pacencia no es su juerte. Tómese unoj minuto pa’ponerse en orden, de- mientras el viejo priepara el Vatlhuquéi. Y no se prio- 42
  • 43. El Samtotaj y otros cuentos cupe, ni se haga el taimáo. Ej un honor el que le’ stamo’ haciendo. No cualquiera viene y le convida- mo’, ¿entiende? Lo único que falta es que encima se venga a hacé el cagón. Miré al Lechiguano, que se encogió de hom- bros, como señalándome que mi suerte estaba echada. Las amenazas no habían sido en vano, ya que estaba yo seguro que de no hacer lo que me pedían, iba a provocarme males mayores. Así que traté de tranqui- lizarme, me dije que un etnógrafo alguna vez tenía que pasar por una eventualidad semejante, respiré hondo y traté de tomar un coraje que al parecer no te- nía. Temblando como una hoja, vi al Zuleque sacar de entre sus ropas un paquete envuelto en diario, y mani- pular unas picaduras vegetales. A continuación las puso en un cuenco que sacó asimismo de algún plie- gue entre sus harapos y pidió algo al Lechiguano. És- te se levantó y puso una lata con agua sobre los res- coldos. Al rato tomó un trapo, la retiró y la vertió en el cuenco que el viejo sostenía con sus dos manos. El viejo comenzó a cantar, y entretanto yo casi gemía un llanto al que pugnaba por reprimir. Ocho El viejo, sin dejar de cantar ni por un momen- to, se dirigió hacia mí, y creo que si hubiese sido el mismísimo Satán que lo hacía me habría provocado menos desasosiego. Los otros dos permanecían senta- 43
  • 44. Gabriel Cebrián dos en sus lugares, como expectantes. Cuando estuvo frente a mí, me tendió el cuenco, al que tomé con ma- nos temblorosas. Bebí un poco y sentí un gusto acre y a la vez dulzón, como de vegetales fermentados, real- mente asqueroso. Lo más horrible que he probado en mi vida. Hice una violenta arcada, que a punto estuvo de hacerme volcar el resto, cosa que, de haberme atre- vido, hubiese hecho de buena gana. Oí a los otros dos que a gritos me decían que terminara de beber de una vez, y que por nada del mundo dejase caer una sola gota. Respiré hondo y pasé el resto de un gran trago; entonces sentí que mi pecho se partía, a resultas de la brutal arcada que sobrevino. Sin embargo conseguí mantenerlo en el estómago. Cuando pude separar mi atención de los seve- ros desajustes digestivos advertí que ahora eran los tres los que cantaban, enredando melodías diferentes en una armonía disonante, sobre ritmos aleatorios. El cuadro era en verdad tétrico para mí. Casi como in- merso en una cuestión de supervivencia comencé a a- nalizar los procesos fisiológicos que la infusión co- menzaba a provocarme. Sentía como un nivel de agua en mi garganta, como si hubiese estado lleno de líqui- do hasta allí; también una cierta pesadez estomacal, o una sensación como de malestar hepático, no podía precisar muy bien, pero allí estaba, haciéndome temer una eventual intoxicación más severa que la lógica para ese tipo de ingesta. Mas poco a poco fue pasan- do, y lo que advertí a continuación fue la brillantez que emanaba de los pocos elementos a mi alrededor que producían luz, que eran los rescoldos, las estrellas 44
  • 45. El Samtotaj y otros cuentos y la luna. Era como un brillo líquido, acuoso, por lo que deduje que algo estaba pasando con mis ojos, y recordé que uno de los efectos nocivos de la intoxica- ción con esta clase de alcaloides es el glaucoma. Esta- ba ahora entre dos mundos, pavorosos ambos, ya que temía tanto a cuestiones de salud corporal como a o- tras de corte supersticioso, animista. Y no sólo mi presión ocular parecía estar incrementándose, sino también la sanguínea, impulsándome a moverme, a no quedarme allí quieto, entre esos tres bultos en las sombras que rato antes había podido identificar sin in- conveniente, y ahora no atinaba a discernir quién era cada uno. Pero aquí se acabó el tiempo de los análisis y comenzó el de la acción, mal que ello pudiese pe- sarme: algo revoloteó sobre nuestras cabezas, levanté la vista y sólo pude verlo dirigirse en picada hacia mí. Me impactó a la altura del plexo solar, provocándome un dolor lacerante. Me llevé las manos hacia allí y no hallé nada, aunque enseguida, con certeza desquician- te, supe que lo que fuese que hubiese sido se había in- crustado dentro mío, lo sentía moverse en mi interior. Grité, presa del pánico, y entonces el Alhutáj me dijo: -No grite como una gurisa, no sea cagón. Ej la lechuza que le ha dáo el Zuleque pa’ que pueda vé a l’oscuro –Ni bien lo dijo me dí cuenta que podía ver casi como si hubiésemos estado a pleno día. –¿Cómo va’ cruzá el Tulhitaj, la tierra de la noche, ‘tonce, si no ve una mierda? Tiene que iegá’ al mundo amariio, que queda abajo, abajo de acá y del Tulhitaj. -No quiero ir a ninguna parte –dije, y di una pitada al cigarrillo. Los tres casi se mueren de risa, y 45
  • 46. Gabriel Cebrián ahí fue que me percaté de que no tenía ningún cigarri- llo entre los dedos. El criterio de realidad se me esta- ba escabullendo velozmente, por más que tratara de a- ferrarme a él con desesperación. La sensación de agua al cuello se hacía cada vez más intolerable, y ello en un nivel físico. El Lechiguano me alcanzó entonces un vaso con agua, y lo bebí con avidez. El agua me a- placó un poco. Comencé a caminar por una planicie cenicienta que se iba oscureciendo, y reparé en la im- posibilidad de ello, puesto que la cabaña del Lechi- guano estaba rodeada de varias hectáreas cuadradas de bosque tupido, solamente atravesado por unos cuantos senderos angostos abiertos a fuerza de ma- chete. Me volví de golpe, y pude ver que la planicie polvorienta y oscura se extendía por todo el derredor hasta el plomizo horizonte. Y que estaba solo. Continué caminando en la misma dirección en la que venía, total era indistinto. Si todo aquello era una alucinación, como seguramente lo era, en algún momento debía terminar. Además prefería aquello, por sombrío o tétrico que pudiera verse, a la fanfarria de espíritus que había supuesto de antemano iba a a- tosigarme. Claro que esta ocurrencia pareció ser la a- pertura formal a eso que precisamente más temía. U- nos cincuenta metros adelante había unas cuantas for- mas un poco más oscuras, semejantes a arbustos. Me quedé parado unos instantes, indeciso entre cambiar de dirección o no. Un impulso, quizá producto de una suerte de curiosidad morbosa, me llevó a continuar. Cuando estuve cerca, si bien me costaba enfocar un poco la visión (además del escaso contraste entre a- 46
  • 47. El Samtotaj y otros cuentos quellos objetos y el fondo), comprobé que eran arbus- tos, absolutamente quietos en una atmósfera sin el menor indicio de brisa, casi como que siquiera hubie- se aire. Esa observación me valió un sofoco, el que a su vez me hizo pensar en la validez que parecía co- brar la mente sobre la materia en ese extraño mundo. Pensé que mi cuerpo estaría desmayado, intoxicado en el claro del Lechiguano; pero la sensación física en ese raro paraje era rotunda, sobre todo esa sensación de líquido al nivel de la glotis que me esforzaba por tragar y no podía, y que generaba una paradójica y a- brasadora sed. Mi cuerpo físico estaba allí, eso era quizá lo único evidente para mí en ese trance. Y que ese mundo, que daba toda la sensación de estar muer- to, en algún lugar existía; instintiva e intuitivamente experimentaba su entidad. Mas todas estas absurdas consideraciones me- tafísicas -que mi mente parecía articular en busca de vacuos asideros- fueron interrumpidas por uno de los presuntos arbustos, que dijo La eternidad está sucia. Extrañamente, sentí que esa era la frase con más sen- tido que había oído en toda mi vida. Ostentaba para mí un profundo carácter oracular (como a veces ocu- rre en sueños, que una locución trivial alcanza signifi- cados trascendentales). No sé que es lo que estoy ha- ciendo aquí, balbuceé, y vi que en uno de los arbustos negruzcos se había formado una cabeza humana, aun- que muy alargada y con una nariz de puente cóncavo y puntiaguda. Esa cosa antropomorfa lucía como si padeciera un raro sindrome, de hecho había visto al- gunas deformidades semejantes con anterioridad. I- 47
  • 48. Gabriel Cebrián maginé que esos casos patológicos del mundo cotidia- no se daban porque individuos que debían haber naci- do aquí, habían -vaya a saber por qué causa-, equivo- cado el mundo, plano dimensional o lo que fuere. Se- mejante lucubración me pareció entonces de suyo evi- dente. La cosa en el arbusto miró hacia abajo y dijo Cuando me muera voy a estar muy solo. Eso me arro- jó a un nuevo dilema. Un objeto fantástico, una aluci- nación, venía a plantearme sus conflictos psicológi- cos. Y lo peor del asunto era que yo era por demás susceptible a cualquier emocionalidad que el hombre- arbusto arrojara sobre el tapete, en una corriente de e- norme empatía, que operaba aún reñida con cualquier volición de mi parte. Algo ofuscado, inquirí ¿Acaso ustedes también mueren?, y, asumiendo nuevamente aires oraculares, me respondió Todo está muerto. Nuestras experiencias solamente son las ilusiones que nos dejan hacernos. Todo está muerto, pero la muerte final es la muerte de la ilusión. Esto ya no me conmo- vió, hasta me pareció un poco cursi. Atormentado por la sed y la sensación en mi laringe pregunté entonces adónde podía conseguir un poco de agua, y los arbus- tos -que no lo eran finalmente-, comenzaron una es- pecie de ronda de bailes tribales en mi derredor, y prorrumpieron en cánticos similares a los del Zuleque y los otros. Me dí cuenta que se trataba de Sichées, que en ese mundo adoptaban la forma de homúnculos oscuros. O al menos eso creí. Pero este súbito movi- miento me arrojó a un estado de pánico, en el que vo- ciferaba pidiéndoles que terminaran con eso. Mas no solamente no se detuvieron, sino que sus cantos pare- 48
  • 49. El Samtotaj y otros cuentos cieron convocar a nuevas presencias. Esta vez se tra- taba de cuatro mujeres, que llegaron danzando frené- ticamente desde lo que parecían ser los cuatro puntos cardinales de ese mundo. Ingresaron en el círculo de- limitado por el baile de los Sichées, y pude ver sus o- jos, que a pesar de ser demasiado acuosos tenían un brillo de locura y ferocidad. Yo continuaba gritando, ya sin sentido, por el mero hecho de expresar un te- rror primario. Las mujeres comenzaron a chillar y a reír de modo espeluznante. Tenían aspecto de aborí- genes, estaban desnudas, sus cuerpos eran morenos y bien formados. A pesar del miedo, no pude dejar de sentir la profunda sensualidad que emanaba de sus formas y de sus movimientos. Me encontré excitado, y ello me llevó a un paroxismo de pavor, por cuanto me resultaba evidente que así estaba abriendo la puer- ta que me haría vulnerable a lo que fuera que preten- dieran hacerme. Y como parecía suceder en ese lugar, el pensamiento determinaba el derrotero de las accio- nes. Tres de ellas se abalanzaron sobre mí, y con fuer- za irresistible me derribaron. Caí boca arriba y una me sujetó de las muñecas. Las otras dos hicieron lo propio con mis piernas. Yo no paraba de chillar; y era ello, junto con los cánticos de los Sichées y las risas diabólicas de las mujeres, lo que configuraba una suerte de sinfonía macabra. Entonces la cuarta mujer, danzando casi obscenamente, de piernas abiertas y sa- cudimientos pélvicos, se acercó, apoyó un pie a cada lado de mi cuerpo y sin dejar de contorsionarse, clavó su mirada líquida y feroz en mis ojos y fue acercando su vulva hacia mi plexo solar, en balanceos rítmicos, 49
  • 50. Gabriel Cebrián alimentando en mí una libido sacrílega, tan poderosa como repulsiva a la vez. Cuando finalmente sus geni- tales tomaron contacto con mi piel, sentí una quema- zón tremenda, como si hubiese sido un hierro canden- te el que me tocaba, y si bien no había dejado ni por un momento de gritar, mis alaridos alcanzaron su má- ximo volumen. Luego la negrura me tragó. Nueve Era de día cuando desperté en el jergón de la cabaña del Lechiguano. Me sentía débil, afiebrado, y era presa de una terrible sed. Fui a incorporarme para beber algo y experimenté un dolor lacerante en el ple- xo. El Lechiguano estaba tomando mate a mi lado, cosa que no había advertido, y me forzó a mantener la posición horizontal. Quería exigirle todo tipo de ex- plicaciones, pero mis fuerzas solamente alcanzaron para pedir un poco de agua. Me la alcanzó, y hasta sostuvo mi cabeza erguida para que bebiese sin incor- porarme. A continuación, con manos temblorosas, a- brí mi camisa y vi una venda en el sitio en el cual el ave me había impactado y luego la mujer me había a- poyado su sexo. Al mismo tiempo sentí un olor acre, similar al de la poción que había tomado la noche an- terior, seguramente de algún ungüento que me habían colocado. La sensación de fatiga, acompañada por u- na profunda melancolía, me impedía dar voz a todas las preguntas que se agolpaban en mi cerebro. Sin 50
  • 51. El Samtotaj y otros cuentos embargo el Lechiguano, al tanto de mi preocupación, comenzó a hablar, y dijo: -La verdá compadre que no se ha portáo muy bien que digamo’, anoche. Los Toiyés se jueron bas- tante disconforme’ –quise expresar que era yo quien debía estar agraviado por lo que me habían hecho, pe- ro no tuve fuerzas para hacerlo. –Primero que nada, no jué capaz de iegar hasta el mundo amariio, se ago- tó nomás en el Tulhitaj, cosa que ni a los Nivaklé más pendejos les pasa. Dispué agarró p’al monte, y si no lo paramos vaia a sabé adónde termina. Áhi jue cuan- do se puso a gritar como loco, los Sichées nos mira- ban como diciendo ‘¿a quién mierda noj han tráido?’ A la final se tiró ansí, de panza nomá, sobre un tronco prendido que había quedao del asáu. Y si no lo saca- mo’, ahora mesmo estaría más crocante que lo’ pecarí que comimo’ anoche. Había resultáo loco, el hombre. Capaz de matarse ante’ de mirá el mundo nuestro. Y eso que pa’eso dice que vino... La explicación no me resultó suficiente. De al- gún modo exacerbó mi estado depresivo. Tan vívida había sido la experiencia de la noche anterior, tan contundente su carácter existencial, que el propio mundo cotidiano ahora me resultaba, en un nivel in- terno, tan aparente como presuntamente lo era el otro. Mi criterio de realidad se veía en una profunda crisis, y eso me provocaba una angustia raigal, a cuenta del sinsentido consecuente, que me atosigaba. El hecho de haber experimentado la rigurosidad de los códigos de otro modo de existencia me habían llevado a la e- videncia de que ésta no es más que una visión dentro 51
  • 52. Gabriel Cebrián de un amplio espectro de otras posibles, y por primera vez en mi vida consideré la posibilidad de que los he- chiceros -de cualquier etnia que fuere- realmente te- nían acceso a códigos de otros mundos tan tangibles como éste. Y si digo “tangibles” y no “reales” es por- que la sensación que me quedaba era de la inexisten- cia, a ultranza, de todos ellos. Inexistencia que por o- tra parte no empecía en lo absoluto la capacidad de desentrañar dichos códigos y así interactuar en cual- quiera de ellos. Ya lo había dicho el Sichée-arbusto: Todo está muerto. Nuestras experiencias solamente son las ilusiones que nos dejan hacernos. Todo está muerto, pero la muerte final es la muerte de la ilu- sión. Ahora sí la frase tenía sentido. Un sentido tan desgarrador y amargo que lo hacía insoslayable, a mi pesar. Y tal marco emocional se veía empeorado por la certeza de haber dado ya el paso, de haber cruzado la peligrosa línea que el Dr. Lasalle tanto me había recomendado que no traspasase. Una especie de voluntad de supervivencia, sin embargo, halló espacio suficiente como para hacerme caer en la cuenta de que, para salir de la oprobiosa si- tuación en la que me había metido, tenía que reponer- me, física y mentalmente. Y para ello lo primero era descansar, tratar de dormir. Así lo hice, y la fatiga me ayudó. Cuando volví a despertar estaba solo, y ya me sentía bastante mejor. El sol casi se había ido. Me su- bí a la camioneta y manejé hasta Pozo Colorado, con la intención de hacer que un médico revisara la que- madura. No pensaba, por nada del mundo, regresar a casa del Lechiguano ni volver a tener trato con nin- 52
  • 53. El Samtotaj y otros cuentos gún Nivaklé. Una vez medicado correctamente, em- prendería el regreso a Buenos Aires y barajaría cual- quier otra temática menos comprometida para mi te- sis. Durante el viaje, me reproché ácidamente el he- cho de no haber prestado oídos al Dr. Lasalle cuando pretendió disuadirme del proyecto. Y hasta recé para que los artilugios de los Toiyés no me fueran a alcan- zar luego del intempestivo abandono que estaba per- petrando. Luego de preguntar a un par de transeúntes dí con un hospital público cuyo nombre no recuerdo (creo que tenía que ver con una Virgen determinada, porque sí quedó en mi memoria la sensación de con- traste entre la religiosidad del mundo civilizado y la del que acababa de huir). Luego de aguardar unas dos horas en el atestado servicio de guardia, ingresé en el consultorio. Un médico de mediana edad, tez morena y ojos pardos me preguntó qué me ocurría. Le dije que me había quemado en el vientre. A su indicación, me quité la camisa y me recosté en la camilla. Sentí un ligero dolor cuando despegó la venda de la herida, y no me gustó nada ver la cara que puso al examinar- la. -Hombre, ¿cómo se ha dejado estar así? –In- quirió, con reproche implícito. -¿Dejarme estar? –Respondí. –Si fue nomás a- noche que me ha ocurrido... -Imposible. Esta herida tiene al menos tres dí- as. ¿Quién le ha colocado este ungüento? 53
  • 54. Gabriel Cebrián Levanté la cabeza para observar la quemadura y quedé paralizado por la impresión: unos cuantos gu- sanos blancos se movían sobre la piel estragada. -¿Qué diablos...? -Recuéstese, lo primero es limpiar esto –dijo, mientras se calzaba un par de guantes quirúrgicos y tomaba un frasco y unos hisopos. Cerré los ojos y de- jé que hiciera su trabajo; me entregué, con ese sentido de gratitud propio del paciente conmocionado que de- posita en manos del galeno su esperanza de supervi- vencia. Quizá no era para tanto, mas así lo sentía. Fue entonces que pensé que tal vez había estado durmien- do mucho más tiempo del que había creído. -Esto no es broma, mi amigo –comentó, mien- tras se aplicaba a su tarea. –Una necrosis en esta zona puede resultar en algo muy grave. ¿Quién le puso este ungüento? –Volvió a preguntar. -Fueron unos campesinos que me ayudaron en la emergencia. Creo que eran Nivaklé. -Ha hecho muy mal en no venir aquí inmedia- tamente. Pero bueno, no se preocupe. Desinfectaré la herida lo mejor que pueda y, eso sí, voy a tener que administrarle una fuerte dosis de antibióticos. ¿Es us- ted alérgico a algo? -No, que yo sepa. -Tanto mejor, entonces. Usted no es de por a- quí, ¿me equivoco? -No, soy argentino. -Ahá. Eso pensé. Y seguro que es antropólogo, o algo por el estilo. 54
  • 55. El Samtotaj y otros cuentos -No aún. Vine a recoger material para mi tesis. ¿Cómo lo supo? -Lo supe porque hace algún tiempo vino otro, que no era argentino pero sí antropólogo, con una he- rida similar, el mismo ungüento e idéntico desfasaje temporal. -¿Acaso se trata de Benjamin Malloy? -No recuerdo. Si bien procuramos tomar los datos personales de los que vienen a atenderse, mu- chas veces nos vemos superados por las circunstan- cias y apenas si tenemos tiempo de hacerlo, y ello en los casos que pueden esperar. Además, muchos de los que vienen aquí no tienen papeles que acrediten su identidad, y sospecho que muchas veces dan cual- quier nombre. -¿Qué fue de él? -No lo sé. Quedó en volver unos días después para continuar el tratamiento y no lo hizo. Jamás vol- ví a verlo. -Pero lo recuerda. -Pues sí, y ello debido a que no es la única persona que he visto padecer de este cuadro. Una en- fermera me dijo que tenía que ver con prácticas de brujería de los aborígenes de por acá. Por supuesto que no le creí, y hoy mismo no lo creo. Lo que sí creo es que intoxican a la gente con plantas alucinógenas, luego las lastiman salvajemente y de alguna manera cultivan esta fauna cadavérica en personas aún vivas. Supongo que apelan a semejantes aberraciones para debilitar a sus víctimas y alimentar un sentido de tabú que acaba por matarlas, de infección, de miedo, todo 55
  • 56. Gabriel Cebrián junto. Si me permite una sugerencia, le diría que le conviene internarse unos días. -Piensa que yo tampoco vendré a continuar con el tratamiento, ¿es eso? -Sí, eso es lo que pienso. -Preferiría, doctor, y usted dirá si es viable, volver a Buenos Aires en mi camioneta, sin escalas, y continuar el tratamiento allá. -Está bien, supongo que si hace lo debido y to- ma puntillosamente la medicación, no debería tener mayores inconvenientes. Si le aconsejé en contrario, es más que nada debido a que nunca, de los cuatro ca- sos similares que atendí, tuve ocasión de observar la evolución del tratamiento. -¿Los otros tres eran también antropólogos? -No, solamente el que le mencioné antes. Los otros dos fueron un indio y un capataz de una empre- sa agrícola cuya mano de obra proviene precisamente, en su mayor parte, de los habitantes de las tolderías cercanas. -Entiendo. Hagamos una cosa, si quiere darme su teléfono, le prometo que lo mantendré al tanto de mi evolución. -Una última pregunta: ¿tomó alguna pócima antes de sufrir esta herida? -Sí, creo que un brebaje a base de solanáceas, o algo por el estilo. -La higuera loca, eh. La hierba del diablo, el té de los hechiceros. Tiene suerte de no estar muerto, o cuando menos ciego. No vuelva a hacer cosas como esa, ¿entiende? 56
  • 57. El Samtotaj y otros cuentos -De eso sí que puede estar seguro. Diez Si no hubiese sido por mi estado de debilidad general, agravado por la conmoción de haber visto mi plexo agusanado, habría emprendido el regreso esa misma noche. Pero dadas las circunstancias, me alojé en un hotel céntrico con la finalidad de dormir cuanto fuese necesario, para luego regresar a Buenos Aires lo antes posible. Tomé una cena liviana pero nutritiva, y comencé a ingerir los antibióticos recetados. Antes de dormir, pedí desde el teléfono de mi habitación que me comunicaran con Argentina, al número del Dr. Lasalle. No estaba en casa, así que dejé un mensaje en su contestador, en el que escuetamente le decía que habían surgido inconvenientes, y que al día siguiente, tal como él me había aconsejado, iba a dejarlo todo y volvería a la Capital. Luego intenté relajarme; el estó- mago me escocía, aunque supongo que mucho de a- quella sensación se debía a la impresión que me había provocado la vista de los gusanos. Antes de dormir- me, y por primera vez en lustros, elevé una plegaria al Señor pidiéndole que me mantuviera a salvo de cual- quier infestación maléfica que estuviese tratando de alcanzarme. Pero lamentablemente, la deprecación no dio resultado, ya que a poco comenzaron a cobrar for- ma en mi mente unas pesadillas tan vívidas como lo habían sido las experiencias alucinatorias pasadas, y 57
  • 58. Gabriel Cebrián de un sesgo absolutamente análogo. Estaba otra vez en el Tulhitaj, y los Sichées arbustivos celebraban mi llegada. Tal vez fuera debido a la condición onírica, pero en esta ocasión no sentía miedo, siquiera inquie- tud. Se mostraban muy amistosos, así que les pedí que esta vez no llamaran a las mujeres locas que me habían herido. Rieron, y me dijeron que ellas ya ha- bían hecho lo suyo, y que no volverían a molestarme. Me dieron otro Iautói, esta vez un Sichée con forma de caballo, para que me condujera al mundo amarillo, adonde podría encontrar al Samtotaj, o sea el Sa’c’a- clít de Malloy, que se había ocultado en el aquiota- yúc, el árbol protector de ese mundo. Sentí entonces, en esa certidumbre irracional propia de los sueños, que finalmente se me brindaba la posibilidad de hallar a Malloy e incluso hablar con él, así que subí a mi nuevo Iautói, que tomó vuelo y me condujo por entre escenarios tan vertiginosos que casi no fui capaz de percibir detalles. Descendió en un mundo azufroso, polvoriento, con algunos picos escarpados sobre todo el contorno horizontal. Luego emprendió el paso ha- cia lo que en la lejanía parecía un grande y frondoso árbol, completamente incongruente con la caracterís- tica desértica del paisaje. A medida que me iba acer- cando, un raro fenómeno parecía tener lugar: las ra- mas descendían, incluso hasta tocar el suelo. Daba la impresión de que daban forma a una especie de círcu- lo protector. El Iautói se detuvo a unos diez metros, y fue entonces cuando oí la voz de quien, basado en la misma certeza onírica a que hice mención más arriba, estaba seguro era Malloy: 58
  • 59. El Samtotaj y otros cuentos -Váyase -dijo. -Señor Malloy, no he venido a hacerle daño. Por el contrario, deseo ayudarlo. -No necesito ayuda de nadie. Váyase. -He recorrido distancias enormes y me he ex- puesto a grandes peligros para hallarlo. Haga el favor de hablar conmigo, déjeme ayudarlo. -Nadie puede ayudarme ya. Menos quien vie- ne de parte del Coicheyik. -No vengo de parte del Coicheyik. -Eso es lo que dicen todos. Y yo le digo que usted ha sido enviado directamente por él. -¿Lo dice porque los ayudantes del Coicheyik fueron quienes me dieron estos Iautói? -Lo digo porque ha sido él quien lo ha envia- do. Váyase, no me haga perder el poco tiempo que le queda a mi Sa’c’aclít. -No sabe lo que dice, Malloy. Odio a ese Uj- Toiyée tanto como usted, si no más. Déjeme ayudarlo, por favor, y tal vez usted pueda a su vez ayudarme. - Nadie puede ayudarme, ya se lo dije. Hace rato que he muerto. -Si hubiese muerto, no estaría hablando ahora. -Ah, ¿sí? ¿Y usted qué sabe? ¿Está seguro? ¿Está seguro de no haber muerto, acaso? Yo que us- ted, no estaría tan seguro. Que yo sepa, los gusanos no proliferan en los organismos vivos. -A veces sí, en las heridas. Pero ya estoy lim- pio. 59
  • 60. Gabriel Cebrián -No los gusanos de los que estoy hablando. E- sos nunca se limpian. Se pueden sacar unos cuantos, pero nunca se limpian. Esta última aseveración me produjo una in- quietud que rápidamente se resolvió en pánico. Tan a- sí que desperté agitado, para comprobar con desazón que en la penumbra de aquella habitación de hotel la realidad parecía tener menor entidad incluso que el mundo amarillo que acababa de experimentar en sue- ños. La agitación devino en náusea, tosí a pecho des- garrado, repentinamente me sentí muy enfermo y vol- ví el estómago sobre el piso de madera, al lado de la cama. Encendí la luz y casi muero del susto: el vómi- to estaba plagado de gusanos, que trepidaban mezcla- dos en el fallido bolo alimenticio. Escupí con repul- sión los pedazos de materia que habían permanecido en mi boca, mientras corría al baño a enjuagarme. Cuando comenzaba a pensar en la imposibilidad de lo que parecía estar ocurriendo, con reales esperanzas de que aún estuviera soñando y que todo aquello fuera nada más que una horrible pesadilla, me vino otra naúsea, y esta vez arrojé un par de espasmódicos bor- botones de gusanos. Luego me desmayé. Once Cuando volví en mí, el asco también lo hizo, y debí esforzarme para no vomitar de nuevo y así pasar 60
  • 61. El Samtotaj y otros cuentos una y otra vez por lo mismo. Me apresuré a verificar la existencia de los verminosos vómitos, y con desa- zón y repulsa ví que se habían diseminado, tanto en la habitación como en el baño. Me vestí, tomé mi equi- paje y salí como alma que lleva el diablo, ignorando el saludo que me dirigió el sorprendido conserje (por suerte había pagado por adelantado). Subí a la camio- neta y, contrariamente a lo que indicaba el sentido co- mún más elemental, no me dirigí al hospital, sino que tomé la ruta Transchaco y enfilé directamente hacia el sudeste, deshaciendo el camino que por tan mal de- rrotero me había conducido. Pensaba ir de un tirón hasta Clorinda, para hablar de nuevo con el viejo Li- boreiro. Tal vez el viejo conociera algún modo de contrarrestar lo que fuera que me habían hecho. Se- gún Lasalle, el viejo baquiano había conducido a mu- chos estudiosos con los Nivaklé, y además era, según también había dicho, una especie de etnólogo aficio- nado. Aparte, como estaban las cosas, quizá necesita- ra de él para que se hiciera cargo de lo que fuera que quedase de mí al momento de llegar. No había atrave- sado aún el Río Negro cuando me sentí descompuesto otra vez, y arrojé otra serie de borbotones tanatológi- cos. Pensé que más allá de los gusanos o de las infec- ciones, el asco sería suficiente para matarme. Había olvidado de tomar el antibiótico, pero todo parecía in- dicar que no iba a ser muy efectivo que digamos, ante semejante proliferación de gusanos en mi interior. Despegué la venda de mi estómago justo lo suficiente como para echar un vistazo, y al menos eso parecía estar bien. Al menos no estaba agusanada. Decidí en- 61
  • 62. Gabriel Cebrián tonces entrar en un almacén y comprar algún aguar- diente. Por alguna razón pensaba que sería mucho más efectivo que los antibióticos. Lo más alcohólico que conseguí fue un vodka de destilación local. Com- pré tres botellas, y apenas salí abrí una y comencé a beber a morro. Cada serie de tragos que ardía en mis entrañas me daba la ilusión de estar dando su mere- cido a tan desagradables parásitos. Llegando a las cer- canías de Asunción, a la vera del Río Confuso, ya es- taba yo mismo peor que el río, entre el vodka barato, la repulsa y la fiebre. Aunque de alguna manera la automedicación había sido efectiva, dado que los vó- mitos, si bien no habían cesado, eran más fluidos y menos cargados de gusanos. El estado deplorable en el que me encontraba, sin embargo, me provocó grandes contratiempos en la oficina de migraciones. Cuando los gendarmes me in- dicaron bajar y amenazaron con detenerme por con- ducir en palmaria embriaguez, argumenté que estaba enfermo y que debía ver urgente a un médico en Clo- rinda. Se rieron de mí, pero dejaron de hacerlo cuan- do una más que oportuna vuelta de estómago arrojó frente a ellos una evidencia contundente, por lo que me dejaron pasar en el trámite más sumario que quizá se haya registrado en la historia de ese paso fronteri- zo. Llegué desfalleciente a casa del viejo Liboreiro, quien afortunadamente estaba allí. Le conté los suce- sos rápida y someramente, y se mostró por demás pre- ocupado. Estuvo de acuerdo de informar inmediata- mente al Dr. Lasalle, pero no estuvo de acuerdo en que continuase mi alocado regreso a Buenos Aires, 62
  • 63. El Samtotaj y otros cuentos basándose en la certeza que el daño infligido a mi persona por los Toiyés solamente podía ser retirado por ellos mismos, o por uno más poderoso que ellos, y eso no lo iba a hallar en la urbe metropolitana. A pesar de mis resistencias viscerales, me convenció de que ése era el único modo posible de sortear una muerte horrorosa. Preparó un té de hierbas y me indi- có que lo bebiese lo más caliente que me fuera posi- ble. Luego, dijo, debía tratar de descansar, mientras él iba a comunicarse por teléfono con Lasalle para po- nerlo al tanto del estado de las cosas, y a pedirle que se dirigiera a Pozo Colorado para ayudarnos en la e- mergencia. Estuve de acuerdo. Bebí el té y me tendí en un sofá a tratar de descansar, sintiendo una inmen- sa gratitud para con el anciano. El té de hierbas pare- ció dar resultado, ya que me pude relajar bastante y por un rato no tuve más vómitos. Como digo, traté de descansar pero procurando no dormirme, pues temía a lo que podía estar esperando por mí en la dimensión onírica. Al serenarme, sin embargo, el impacto de to- do cuanto estaba ocurriéndome halló un cauce más objetivo de análisis, y me sentí profundamente desdi- chado. Lo peor para mí era la abolición de todas las certezas, la patente sensación de que el mundo al que había aprendido a considerar como el único real, era sólo una configuración más en el seno de otras mu- chas, tal vez infinitas, y ello me llevaba a asumir una condición que quizá podría definirse como la de un espectro doliente. Llega un momento en que uno se a- costumbra incluso al horror más abyecto. Tal vez mo- rir por debilitamiento, agusanado en vida, atrapado en 63
  • 64. Gabriel Cebrián las redes de unos demonios encarnados o no, era sólo el colofón de una existencia absurda e intrascendente; como había dicho el Sichée, nada más que el fin de la ilusión, de una ilusión por cierto macabra. En fin... Al cabo de un lapso de tiempo que no podría precisar, sumido como estaba en estas cavilaciones resignadas, el viejo Liboreiro regresó. Me preguntó cómo me sentía, y le respondí que un poco mejor, aunque no estaba tan seguro de que así fuera. A con- tinuación me informó que se había comunicado con Lasalle, y que habían decidido cambiar el plan. Lo es- peraríamos allí, para luego dirigirnos juntos a Pozo Colorado a ver qué podía hacerse para curar el daño que los Toiyés me habían infligido. Agotado como es- taba, hallé muy favorable la variación. Significaba quizá veinte horas más de descanso. -No se preocupe, joven, iá va’ver que prontito nomá va´star bien. -Ojalá pudiera creerle, Don Liboreiro. -Creamé, pué. El Coicheyik es un brujo pode- roso, pero es malváo. Tiene a todos los Toiyés a los saltos. Por áhi encontramo’alguno que se le quiera volvé’en contra. -La verdad, lamentaría mucho arrastrarlos a usted y al Dr. Lasalle a una agonía tan aciaga como la que estoy padeciendo. -Aguante, nomá, que en unas cuantaj’hora sa- bremo’si se muere usté o ese hijue´puta. -Parece que tiene un plan, por la forma que es- tá hablando. 64
  • 65. El Samtotaj y otros cuentos .Y, si le parece que uno va’enfrentarse al Coi- cheyik ansí nomá, sin prepararse... pero ni mierda le vuá decí lo que vamu’hacer. -¿Por qué dice eso? -Porque el Coicheyik está adentro suio, y si se lo digo lo sabrá al momento. ¿O acaso de ánde piensa que le salen todos esos gusanos, pué? Pa’engañá al diablo hay que sé bastante menos que santo. Ahura descanse, que cuando el sol esté caiendo vuá ievarlo p’al fondo y lo vuá prepará p’al viaje. Por supuesto, no entendí a qué se refería con esto último que dijo, mas no tuve fuerzas para conti- nuar hablando. De todos modos, confiaba absoluta- mente en él. Desde que estábamos juntos me había sentido mucho mejor, si es que algo así puede decirse entre tanta calamidad. Doce Tal como dijo, al atardecer me ayudó a cami- nar hasta el fondo -un fondo abierto y yermo- y me hizo sentar en una silla de madera con apoyabrazos, muy rústica y firme. Luego apiló una buena cantidad de leña, la roció con combustible y encendió una im- portante fogata. Dentro de un cuadro de creciente de- bilidad tuve la certeza de que el viejo se movía con mucha más energía, velocidad y precisión que la otra vez que lo había visto, aunque atribuí dicha percep- ción al hecho que era yo el que estaba en condiciones 65
  • 66. Gabriel Cebrián mucho más endebles, y ello era lo que daba al ancia- no una perspectiva distinta. Los vómitos habían cesa- do por completo, pero como contrapartida era presa de una debilidad casi agónica. Tanta que cuando pro- cedió a atar mis muñecas y mis tobillos a la silla, no pude oponer resistencia alguna. Lloré de rabia ante la certeza de que el viejo taimado aquél era en realidad el Coycheyik, y que tratando de huir me había metido justamente en la boca del lobo. -Maldito hijo de puta –lo insulté, casi en un susurro. –Máteme de una vez, no quiero ver más esa cara de viejo cabrón. -Cáiese, pué. -Es que es usted un brujo maligno, un viejo hi- jo de una perra, que no contento con haberme hecho pasar por el infierno, ahora va a sacrificarme a sus de- monios. Acercó su rostro casi hasta tocar el mío, me miró con fiereza y me ordenó: -Le dije que se caie... Cerré los ojos y comencé a rezar, a encomen- darme a Dios, a implorarle que cualquier cosa que fuera a ser de mi cuerpo, se hiciese cargo de mi alma, si es que aún tenía una, o si alguna vez la había teni- do. Alcides Liboreiro -o tal vez debería decir el Coi- cheyik- como al tanto de mis invocaciones, reía sar- cásticamente. Luego cruzó las piernas y se sentó en el suelo a mi derecha, de frente a la puerta trasera de la casa, esperando por Lasalle. Fue claro para mí enton- ces que yo había cometido el pecado de interferir en 66
  • 67. El Samtotaj y otros cuentos sus asuntos, y que para no dejar cabos sueltos, debía sacarlo del medio también a él. Era evidente que está- bamos siguiendo los pasos de Malloy. Lo malo que e- sos pasos parecían conducir al infierno. Había estado jugando con nosotros. Su relación de años con Lasalle seguramente tenía como objeto asegurarse el conoci- miento y el control de cualquiera que éste enviase a meter inocentemente las narices académicas en su feudo. Luego de algo así como una hora –ustedes i- maginarán que el sentido del tiempo en circunstancias como aquella suele ser absolutamente subjetivo- oí a Lasalle llamando a Liboreiro. Quise gritarle que se fuera, alertarlo acerca de la trampa, pero mi voz sona- ba leve y cascada. A poco abrió la puerta y nos vio. Cuál no fue mi sorpresa cuando dijo: -Buen trabajo. Veo que ya lo tiene a buen re- caudo. Otra vez comencé a llorar. Las sorpresas desa- gradables estaban a la orden del día. -Lo tengo a buen recaudo, sí –dijo Liboreiro, ahora sin el tono campechano que había empleado ca- da vez que habló conmigo. -Bueno, terminemos con este asunto de una vez. -Eso, pero creo que no me entendió. Al que tengo a buen recaudo es a usted. El rostro de Lasalle se contrajo en una mueca de disgusto. Liboreiro comenzó a cantar y de pronto todo a nuestro alrededor se llenó de Iautói: caballos, aves, serpientes, caimanes, jaguares y hasta algunas 67
  • 68. Gabriel Cebrián especies que yo no conocía. Entonces la mueca de disgusto devino en otra de pánico. -Los conoce, ¿no? Son los Iautói de los Toiyés a los que ha estado oprimiendo desde hace años. Fi- nalmente me escucharon, y de a poco fueron perdién- dole el miedo. Usted sabe, esta gente es influenciable. Sólo era cuestión que me oyesen, y yo sabía que tarde o temprano lo iban a hacer. -¿Malloy? –Pregunté, con voz trémula, al bor- de del vahído. -Puedes decir que sí, de algún modo. El cuer- po es de Liboreiro, soy mi Sa’c’aclít. El pobre viejo estaba con un pie en la tumba, por eso estuvo muy contento cuando le pedí que me ayudara a tenderle u- na trampa al hijo de puta éste. Siento mucho haber tenido que usarte como carnada, pero ya ves que esta víbora era muy difícil de atrapar. Eso, con perdón de las víboras aquí presentes. Lasalle aulló e intentó abalanzarse sobre Libo- reiro, Malloy o quienquiera que fuese de ellos, pero hubo un fogonazo y sonó un estampido. El anciano lo había parado en seco con un arma de grueso calibre, arrojándolo dos o tres metros hacia atrás, desarticula- do, probablemente muerto antes del costalazo. Los Iautói prorrumpieron en la más extraña ovación que tuve y tendré oportunidad de oír. Entonces el viejo se volvió hacia mí, aún empuñando el revólver humean- te con la diestra, en tanto con la otra sacaba un facón de la parte trasera de la faja y cortaba mis amarras; tras lo cual, mirándome fijo a los ojos, dijo: 68