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EL PERFECTO ASESINO
¿Cómo sobrevivirá el policial en el siglo XXI, ahora que el mundo todo está en manos de
criminales?
POR MARCELO FIGUERAS
A comienzos de 1954 —hace casi un siglo, aunque parezca mentira: cuando
se vivía en la anticipación de un nuevo disco de Sinatra, la televisión era un
electrodoméstico importado y los médicos fumaban mientras pedían que
dijeses treinta y tres—, un periodista y escritor tan joven como
antiperonista, Rodolfo Jorge Walsh, publicó un panegírico sobre el policial
en el diario La Nación. Allí remontaba los orígenes del género a La Biblia,
con Daniel, el interpretador de sueños, como primer detective de la
historia. Su recorrido hacía escala en Homero, Cicerón, El conde Lucanor,
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Las mil y una noches, el Decamerón, el Zadig de Voltaire y el Quijote, para
entonces conectar con los formalizadores del género: Hawthorne, Poe,
Wilkie Collins y compañía.
Lo de Walsh era sobreactuación. Para defender el género no hacía falta
exagerar un linaje que lo vincula con los monumentos de la literatura
mainstream. Porque a Walsh le gustaban los policiales en sus propios
términos y desde chico, cuando los peones de los campos que su padre
regía como mayordomo hojeaban novelitas pulp de esas que se vendían en
los kioskos. Pero siempre temió que el género fuese menor —porque lo era:
un consumo popular— y por ende un placer culpable; algo que había que
leer a escondidas, sin confesarlo en los círculos sociales que aspiraba a
frecuentar. Hasta que, a mediados de los ’40, Borges y Bioy Casares
iniciaron una tarea de reivindicación a través de la colección El Séptimo
Círculo. Y Walsh, que era admirador confeso de Borges (en una carta del
’54 a Donald Yates, lo definía como “el escritor argentino más talentoso y
lúcido”), sintió que había llegado el momento de ponerse a prueba.
Poco después recibió el Premio Municipal de Literatura por su primer libro,
una colección de cuentos llamada Variaciones en rojo que, en su
genuflexión hacia la vertiente de enigmas a la inglesa, atrasaba un cuarto
de siglo. Dashiell Hammett ya había inventado la vertiente negra en 1929,
con Cosecha roja, pero claro: Hammett era un populista de izquierda y
Walsh era un joven conservador que venía de militar en el nacionalismo de
derecha. Todavía pensaba en el crimen como anomalía en el seno de una
sociedad civilizada; no estaba en condiciones de entender que, en su
articulación del poder económico con los medios y las instituciones
políticas y judiciales, el sistema todo era criminal.
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Rodolfo Walsh sentó las bases para lo que debería ser el relato criminal del siglo XXI.
La hipérbole de rastrear el policial hasta La Biblia enmascaraba un error
frecuente: el de no percibir cuánto de común hay entre lo que entendemos
como el género propiamente dicho y el mainstream de la literatura
universal. En algún sentido, todo relato —desde la épica y la picaresca hasta
el Beckett que acababa de estrenar, en el ’53, Esperando a Godot— entraña
una búsqueda de sentido. Se narra, siempre, para arribar a un destino que
no es exactamente idéntico al punto de partida; de otro modo, ¿cuál sería la
gracia? Algo debe ser descifrado, aun cuando a menudo esa necesidad no
forme parte del menú inicial del relato. Narramos para entender más y
mejor, con la secreta esperanza de que, al arribar al final del libro, seamos
una versión superadora de lo que éramos en sus primeras páginas; y ese
impulso oculto es el mismo cuando abrimos el Ulysses que al acometer El
largo adiós. Toda la literatura es “de intriga” en algún sentido, porque
proviene del mismo tronco que el género per se: el tan humano deseo de
acceder a una cierta sabiduría, de arribar a una verdad que hasta entonces
era solo intuición. El relato como investigación, dijo Piglia, es
esencialmente una estrategia narrativa inteligente.
Pero Walsh no tardó en compensar el tiempo perdido y saltar a la
vanguardia. A mediados del ’56 ocurrieron los fusilamientos del basural de
José León Suárez, un claro antecedente de los crímenes de Estado que
llegarían a su clímax (esperemos no tener que decir, en un futuro: a su
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primer climax) con la dictadura de los ’70. Una asonada peronista contra el
régimen cívico-militar que se hacía llamar Revolución Libertadora había
concluído en la detención y ejecución de un grupo de civiles, que en su
mayoría no tenían nada que ver con el asunto: simplemente se habían
reunido en casa de un vecino del barrio, a escuchar la pelea de Lause. A
fines de ese mismo año Walsh se enteró que alguien había sobrevivido al
fusilamiento; y la tentación de dar una primicia que le permitiese llegar a la
tapa de los diarios —con el tiempo confesó que hasta soñaba con el Pulitzer
— lo llevó a minimizar inicialmente el hecho de que, en su mayoría, los
fusilados eran peronistas.
Pronto entendió que nadie quería difundir el asunto. Tan monolítico era el
apoyo al régimen por parte de los medios —algunos de los cuales siguen en
pie, y funcionando hoy como entonces—, que Walsh empezó a hablar
(insisto, hace casi un siglo) de la existencia de una cadena de
desinformación. Lo más sensato hubiese sido olvidarse de todo, para el
beneficio de su carrera como periodista y escritor. Pero en aquel momento
eligió —en una encrucijada que le habría divertido asumir como borgiana—
estar a la altura de lo que consideraba un llamado de su destino y hacer lo
que hubiese que hacer para difundir esa investigación que había realizado
— esa verdad a la que había arribado, movido por la indignación ante una
injusticia, a riesgo de su propia vida.
De la adaptación a historieta de “Operación Masacre”.
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Este es el momento en el cual voy a sobreactuar yo. Para decir que, a partir
de su consciencia de que para contar esa historia y que llegase a sus
destinatarios naturales debía apelar a una forma nueva, Walsh cambió el
rumbo de nuestra narrativa. Suele decirse que esta obra, Operación
masacre (publicada primero por entregas y en el ’57 como libro), inauguró
el género que llamamos non fiction, varios años antes que el libro al que se
reconoce internacionalmente como fundador: A sangre fría de Truman
Capote. Yo creo que, a través de Operación masacre, Walsh hizo algo
todavía más revulsivo: dejar sentadas las bases ideales para la novela
criminal del siglo XXI.
¿Quién mató al policial tradicional?
El narrador de Operación masacre es un sujeto complejo: en parte
periodista, en parte escritor de policiales —o sea, de ficciones— devenido
detective en el mundo real, que arranca narrando en tercera persona
omnisciente en un tono naturalista (“Nicolás Carranza no era un hombre
feliz, esa noche del 9 de junio de 1956”) y va evolucionando del relato
convencional hacia un tono de denuncia expresado en primera persona. Lo
que Operación masacre cuenta, pues, es la evolución de una consciencia,
desde las formas difusas y pretendidamente objetivas del relato tradicional
—eso es la tercera persona, que predica una distancia prudente respecto de
lo que se narra— hacia un yo comprometido, una voz narradora que resigna
la pretensión del escritor-como-dios que mira desde las alturas para contar
desde el más humano de los barros.
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La tapa de la edición más popular de
“Operación masacre”.
Además el escritor / detective ha cerrado su investigación con éxito, pero
para arribar a la más inquietante de las conclusiones: el asesino es un
policía. Y no cualquiera, sino el Jefe de la Policía de la Provincia de Buenos
Aires, o sea el representante de hacer cumplir la ley en el territorio más
vasto y rico de la Argentina. Sobre el final, Walsh exhibe la lucidez de quien
finalmente ha entendido cómo es la cosa, el modo en que se articula esta
sociedad. De un lado está el Poder, representado por el Jefe de Policía. Del
otro lado estamos nosotros, en este caso él —como proxy, o sea quien nos
representa—, o sea un anónimo, un Don Nadie que elige autodefinirse
como “un periodista obscuro“.
El duelo queda planteado. Y como no puede ser más desigual, el relato
permanece trunco. En cualquier otra narración del género, el
descubrimiento del criminal —en abundancia de pruebas respecto de su
culpabilidad— daría paso al accionar de la Justicia. Pero en esta
investigación del mundo real, el responsable del crimen es un
representante insigne del Poder y por eso recibe protección: el gobierno
militar lo avala, la Corte Suprema ignora la evidencia y los medios miran
para otro lado. Para más inri, aún cuando la Revolución Fusiladora termina
cayendo, el gobierno seudodemocrático de Frondizi asciende al asesino. El
corolario es la impunidad premiada y ese no es un final ideal, no puede
serlo; por eso Operación masacre parece una obra inconclusa, que Walsh
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retoca a medida que pasan los años pero sin arribar nunca a un cierre
satisfactorio. Le va agregando epílogos que describe como provisorios, en
los que detalla las nuevas trapisondas con que el Poder se preserva (los
periodistas que “copian lo que les dicta el teniente coronel”, los jueces que
ven terroristas entre el pueblo pero nunca descubren a “los terroristas de
arriba, los fusiladores, los torturadores”) y expresa un desencanto
creciente. En el epílogo a la edición del ’64 dice que releyó la historia
pensando que ahora la escribiría mejor, pero ante todo preguntándose:
“¿La escribiría?”
Walsh confiesa su desilusión con la Justicia, con la democracia y con su
oficio de periodista. No es casual que una década y pico después, a la hora
de firmar el último texto que difundió en vida —la carta a la Junta Militar
—, haya elegido definirse no como reportero ni como militante político,
sino como escritor. Quizás intuyó que lo mejor que legaba a la posteridad
como parte de su tarea de “dar testimonio en tiempos difíciles” eran sus
escritos literarios, o por lo menos aquellos en los que le había permitido a
lo literario copular con lo real para dar a luz criaturas inesperadas, al estilo
Caso Satanowsky o ¿Quién mató a Rosendo? Por mucho que jugó con el
texto de Operación masacre —al cual le metió nuevos prólogos y agregó el
Retrato de la oligarquía dominante en la tercera edición del ’69, donde
hablaba de “esa clase (…) temperamentalmente inclinada al asesinato”—, el
final siguió quedando trunco porque estaba bien que así fuese, porque esa
era su forma ideal, porque ese abismo desde el cual despeñaba al lector era
el único modo de expresar lo que había que decir, una inquietud para la
cual no había consuelo ni admitía moño de regalo, la angustia en estado
puro que deriva de contemplar por vez primera un mundo impiadoso.
Lo que el final contrahecho de Operación masacre decía era: Hemos
recorrido un largo camino desde que apostamos a una civilización cuyas
instituciones juraban buscar el bien común. Hoy sabemos que ese
presupuesto es una mascarada, que el sistema está diseñado para
beneficiar a los poderosos del modo más eficiente. En consecuencia, todo
crimen es político. Y cuando se trata de un crimen particularmente
funcional al poder, hacer justicia es casi imposible.
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Primera entrega de “Operación masacre” en un medio, el libro que no encontraba editor.
Así, en un texto investigado a escondidas, escrito en la clandestinidad bajo
persecución concreta y a gatas publicado en medios y editoriales
marginales, Rodolfo Walsh contrabandeó un mensaje oculto: las
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instrucciones respecto de lo que hay que hacer para alumbrar la novela
criminal del siglo XXI.
Mundo Chinatown
El género que amamos nació en culturas que se glorificaban como cifra de
la excelencia humana, donde el crimen era un error del sistema, una célula
aislada que había degenerado, y el detective —el approach de aquellos
criminólogos seminales era siempre seudo-científico— se desempeñaba
como un médico: detectaba el tejido maligno y derivaba al sistema de
Justicia para que medicase o extirpase en el quirófano. Con el género
negro, el detective advirtió que ya no podía curar nada; su única opción era
cagarse en el juramento hipocrático y alterar una receta para medicar de
más, en la esperanza de que la sobredosis operase como veneno y tornase
necrótico el tejido letal.
Pero de la Segunda Guerra para acá —desde el genocidio nazi e Hiroshima
y Nagasaki—, ya no hay nada que el detective pueda hacer para que ocurra
algo parecido a la justicia real. Su función es decorativa, está puesto en el
escenario para apuntar en una dirección cuando el sistema urde sus tramas
detrás de bastidores; en este sentido es tan efectivo como el vendedor
medieval de dispensas, ni el detective puede prometer justicia ni el
vendedor de dispensas garantiza a sus clientes una estancia más breve en el
purgatorio. La ley existe —así como existen las fuerzas del orden, su brazo
armado— para establecer que criminal es quien roba un banco cuando en
realidad, como lo sugirió Brecht, el crimen es la existencia de una
institución que se apodera del esfuerzo ajeno, lucra con él y no tributa a sus
clientes sino al poder.
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“Olvídalo, Jake. Es Chinatown”. Pero Chinatown se convirtió en el mundo entero.
Así visto, el sistema todo es criminal y se torna imposible enfrentársele. La
única salida sería la resignación, como recomiendan al detective Jake Gittes
al final del film clásico de Polanski: “Olvídalo, Jake. Es Chinatown”.
Nuestro mundo entero ha devenido Chinatown. Y en Chinatown lo
recomendable es pasar desapercibido y evitar que mandarín alguno repare
en nuestra existencia.
En un universo así, ¿qué le queda por hacer el relato criminal? Todo indica
que estaría llamado a reproducir ad infinitum el final trunco de Operación
masacre: el/la protagonista arriban a la verdad pero no pueden difundirla
—por lo menos, no masivamente— ni contar con los funcionarios públicos
que deberían hacerla valer —policías, jueces—, de modo que los criminales
quedarían sistemáticamente impunes. Suena frustrante, y lo es. Son las
reglas del juego que este mundo impone. Sería ingenuo pretender que no
existen.
Pero el margen de acción que le queda al relato criminal del siglo XXI no es
menor. Al contrario, es de una enorme relevancia. Está claro que nos va a
dificultar la llegada a un happy ending donde se aten todos los piolines
para nuestra satisfacción y se haga justicia. Difícil que Sherlock reúna a los
sospechosos de siempre y señale al culpable para que el inspector Lestrade
lo lleve a los calabozos de Scotland Yard; en nuestro mundo, Lestrade
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sobornaría a Sherlock para que elija como culpable a un perejil o
adulteraría la droga que Holmes se mete en las venas para que muera o,
dado vuelta, pretenda que Mrs. Hudson es Moriarty travestido.
Ese sería, entonces, un primer rasgo del relato criminal del siglo XXI: no
puede ser nunca tranquilizador. Está compelido a ser inquietante, porque
nuestra realidad lo es. (Siempre y cuando uno conserve algo parecido a una
conciencia, por supuesto.) Tiene que desequilibrarnos, que cuestionar todo
nuestro sistema de creencias del mismo modo en que el/la protagonista se
lo cuestiona a medida que avanza en su búsqueda de la verdad.
He aquí un segundo rasgo que no debería estar ausente: que la verdad a
que se arriba no produzca consecuencias visibles en el mundo real no
significa que pierda valor, por el contrario, se resignifica y potencia.
Identificar al criminal Equis y contar con pruebas en su contra podrá
fracasar en los estrados a la hora de condenarlo, pero de todos modos
transforma al/la protagonista porque la verdad siempre es
transformadora. En este sentido, el relato criminal del siglo XXI tenderá a
una variante metafísica del género: lo que cuenta no es un cambio externo
—un sistema abocado a restablecer su correcto funcionamiento— sino un
cambio interior, la travesía de una consciencia hacia una lucidez nueva.
En el final original de Operación masacre, Walsh se describe como una
figura insignificante, obscura, que contrasta con la energía enceguecedora
del sistema de impunidad que lo rodea. Esto no puede sino ser inquietante,
pero al mismo tiempo posee un carga positiva: significa que por primera
vez puede ver el tablero al cual lo han lanzado a jugar y entender su rol en
él — es un peón negro, una pieza menor, muy limitada, que de todos
modos, si juega bien y establece alianzas inteligentes, puede llegar a
coronar y adquirir nuevo poder. Es difícil, sí, pero no imposible; forma
parte del menú. Lo importante, lo esencial, es que por primera vez hace pie
en la realidad y puede calibrar sus movidas porque la verdad le ha abierto
los ojos y ahora ve, sabe, entiende.
El tercer rasgo de esta narrativa tiene que ver con la calidad de esa lucidez
que se persigue. ¿Qué está buscando el/la protagonista, qué es lo que desea
saber más allá del dato material de la identidad de un criminal? Lo que se
persigue es entender la naturaleza del sistema, un conocimiento que no
puede sino transformar a quien logra adquirirlo. En este sentido, el prisma
a través del cual el/la protagonista contempla el problema supone una
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evolución respecto del género tradicional. En el relato de enigma, el
detective señalaba la pieza defectuosa y el sistema se autorreparaba. En la
novela negra el detective entendía que la máquina era siniestra y le tiraba
mugre adentro, en la esperanza de que se jodiera parte del mecanismo y
por un ratito dejase de hacer daño. En el relato del siglo XXI, un/a (no)
detective descubre que nada es como le contaron y que el crimen que lo/la
puso en marcha no es sino una consecuencia del sistema que nos contiene.
Por eso valoro la subtrama de intriga que existe en una fuente que puede
sonar inesperada, el film 2001, Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968):
porque aporta algo esencial al relato criminal de hoy. Lo que cuenta, entre
otras cosas, es el proceso mediante el cual el protagonista descubre que
Hal, la inteligencia artificial de la cual creía depender, está loca y es asesina.
A partir de allí hay que plantearse cómo sobrevivir, si es que sobrevivir en
ese contexto vale la pena; y en último término, qué se puede hacer para
desactivarla o mancar su funcionamiento.
Hal 9000, la inteligencia artificial de “2001”: el sistema está loco y es asesino.
El cuarto rasgo sugiere que, una vez asumido que vivimos en un sistema
criminal —porque funciona como una ruleta trucada, que siempre beneficia
a la casa—, llega el momento de la pregunta: ¿Y qué hacemos con el
crimen? Cabe planteárselo: si este mecanismo está podrido desde la cabeza
y su corrupción se desparrama por el tejido social (esto es lo único que el
sistema socializa: su podredumbre, nunca el dinero contante y sonante más
sí su endiosamiento), ¿qué sería más criminal, plegarse a la norma o seguir
vociferando una excepción? El género del siglo XXI debería ser claro: lo
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que nuestrxs protagonistas y lectores hacen con el crimen es, ante todo,
seguir nombrándolo como tal. Que la mayoría lo perpetre o consienta no lo
vuelve lícito, por eso al calificar sus hechos de criminales hacemos lo
esencial, que es establecer una distinción ética. Pueden ser poderosísimos
y lograr que las mayorías acepten una situación de vasallaje, pero eso no los
convierte en virtuosos. Lo que el género hará en este siglo será
denunciarlos desde el desierto, con voz profética. Nadie nos escuchará al
principio porque nos tomarán por dementes y desmelenados —como
cualquier profeta que se precie—, que descaradamente señalan con un dedo
sucio a los notables de la sociedad. Pero bastará con que unx solx se anime
a escucharnos, para que la semilla de la duda quede plantada.
El quinto y último rasgo prolonga esa concienciación. Una vez que
entendimos que el sistema está basado en el crimen y que por eso lo
señalamos como tal, ¿qué nos resta hacer? ¿Basta con asumir que ciertas
conductas son criminales y en el mejor de los casos denunciarlas —
socialmente, ya que la denuncia legal no suele prosperar—, o hay algo más
que esté a nuestro alcance? Y sí, lo hay. Puedo carecer de poder para lograr
que un criminal sea juzgado y condenado, pero no carezco de la voluntad
para no convertirme en su cómplice. En el relato criminal del siglo XXI,
el/la protagonista fortalece su identidad como paria dentro de un sistema
que no lx representa. Por supuesto, eso no significa que esté solx. Si algo
sobran en este tablero son otros peones, dispuestos a articular jugadas.
Crimen y (falta de) castigo
Lo que hasta ahora sostuvo el género era que los crímenes eran “errores o
excesos” de un sistema que, más allá de esas excepciones, funcionaba bien.
Los que el género sostiene en el siglo XXI es que, por el contrario, esos
crímenes son una expresión del funcionamiento del sistema, parte esencial
de su mecanismo. Para que un sistema radicalmente injusto se prolongue
en el tiempo, tienen que existir fuertes mecanismos de control social. Por
eso, cuando algo o alguien se desmadra se recurre a una violencia que
produce un crimen visible; pero en la vida cotidiana, cuando todo parece
marchar más o menos como siempre, el control social se verifica a través de
violencias poco visibles o no registradas como tales, lo cual redunda en —
para homenajear a un colega— lo que podríamos llamar crímenes
imperceptibles. Los “errores y excesos” —uso la terminología con que se
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excusaban los criminales de la dictadura, dado que el razonamiento con
que el sistema sigue justificándose es el mismo— son crímenes imperfectos,
porque muestran la hilacha del mecanismo de control social, lo exponen, lo
dejan en off side; pero el sistema comete a diario crímenes que son
perfectos, porque ni siquiera parecen crímenes y porque eximen de culpa a
sus verdaderos responsables.
Y es precisamente esta área la que le abre al género una posibilidad nueva.
No digo que ya no debamos escribir historias sobre atracos, asesinatos por
envidia, celos y ambición o estafas deslumbrantes. Lo que digo es que,
ahora que intuímos de qué modo cada crimen individual se conecta con la
matriz del sistema —si los poderosos engañan y matan a diario en su propio
beneficio, ¿cómo evitar que la gente común apele a una de las pocas vías
que le quedan para ascender socialmente u obtener satisfacción?—, ya no
podemos escribir sobre episodios aislados, desgajados de la urdimbre que
los genera y da sentido. En el género del siglo XXI, el crimen es un ritual
que evoca el credo secreto de la sociedad que nos convirtió en lo que somos.
En las últimas horas se produjeron tres hechos que no podrían parecer más
distintos. Una niña de diez años fue secuestrada y apareció muerta y
desnuda dentro de bolsas de basura. Al protestar contra un desalojo que
consideraba injusto, un campesino santiagueño fue víctima de las llamas y
murió días después. Acorralado por la falta de trabajo y el acoso policial, un
changarín chaqueño —que tiempo atrás se había convertido en noticia, al
salvar a una niña caída de un puente— se suicidó. De estos tres, sólo el
primero sería un crimen formal, mientras que el segundo podría ser
homicidio culposo, porque se escucha un disparo justo antes de que estalle
el recipiente del combustible y el campesino se inflame a lo bonzo.
Aun cuando se condenase a el o los asesinos de Sheila Ayala, la niña de diez
años: ¿quedaría resuelto su crimen? ¿O no habría que apuntar también a la
situación que condujo a esta criatura a vivir en una intemperie existencial
—expuesta a todos los peligros, sin ninguna de las redes de contención que
preservan a las familias de clase media— mucho antes de que se arrojase su
cuerpo a una zona de nadie entre dos medianeras? No olvidemos que, entre
las filas de nuestros bienpensantes, hay muchos que ni siquiera consideran
la muerte de Sheila como un crimen sino como un hecho natural, de esas
cosas que pasan entre la gente inferior que vive vidas bestiales — un perro
cimarrón que mata a un cachorro. Pero el o los asesinos materiales de
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Sheila no hicieron más que empujarla al ataúd que el sistema ya le había
preparado. Por lo cual deben ser condenados, sin duda, sin que eso
resuelva el problema de fondo. Si se juzgasen los crímenes de Hiroshima y
Nagasaki —que a no dudarlo, fueron crímenes contra la humanidad—, ¿nos
daríamos por satisfechos si se condenase sólo a los obreros que remacharon
las bombas?
Aquí encontraron en cuerpo de Sheila Ayala: vivir y morir en una zona de nadie.
Nadie niega hoy que Operación masacre es un hito en la historia de
nuestras letras. Pero en general se lo valora en tanto texto periodístico-
histórico o por su contribución de un género nuevo al mainstream literario.
Y así se soslaya su increíble aporte al género que fue uno de los primeros
amores de Walsh y que, como lo señaló Viviana Paletta en un ensayo, fue
además “el laboratorio de su escritura y de sus inquietudes sociales”. Con
Operación masacre, Walsh escribió nuestro Crimen y (falta de) castigo. Y
sentó las bases para un salto evolutivo del género que se mostraba
encallado, produciendo variaciones infinitas sobre el noir. Queda en
nuestras manos, entonces —en la sensibilidad de lxs escritorxs y lectorsx
que amamos este tipo de relatos—, la tarea de descifrar el código que el
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criptógrafo Walsh escondió entre las páginas de su texto más genial para,
una vez descifrado, llevar el género a las alturas enrarecidas de lo que
puede ser su hora más relevante.
Este texto fue leído durante la edición 2018 del festival BAN!, Buenos Aires
Negra.
Martín Ferreira Dice 3 Horas hace
Gracias, excelente artículo!
Cuca Rapoport Dice 21 Horas hace
cómo estás Maestro, es un placer renovado leerte y más todavía cuando me alumbras con conceptos que no tengo
en cuenta cuando mis inclinaciones literarias se muestran como aperturas al mundo artístico de verdad, ojo, no me
considero escritora hecha, pero estoy madurando. Este proceso es difícil, sobre todo porque es raro encontrar el
maestro justo, el más sincero ,el que más sabe, claro no es por ósmosis la cosa.Sea como sea la concepcion q del
mundo q se evidencia con arte y elegancia en lo q escribís es un modelo para mí
hasta pronto y muchas gracias.
Haydée Lin Dice 21 Horas hace
Excelente artículo, como siempre. Lo comparto.
Verona Dice 1 día hace
Con precisión de bisturí has logrado está brillante operación simbólica. Vamos por este género del sxxi y elegir
entre la pastillita azul o la roja de esta Matrix. Excelente artículo. Comparto
17. 29/10/2018 El perfecto asesino | El Cohete a la Luna
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Gulle Dice 1 día hace
También eyes wide shut…
Anabella Dice 1 día hace
Cuenten con migo nikita macri venganza por el pueblo diría a Charly chessman Sí matamos el pájaro de dos tiros
no es demasiado tarde si son dos tiros gritaba enfurecido
Anabella Frenetica Dice 1 día hace
Creencias y prácticas que se transmiten de una generación a otra en las escrituras el señor constantemente
amonesta a los justos a evitar las tradiciones inicuas de los hombres