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La luz encerrada
José L. Lobo Moriche
La luz encerrada
Prólogo: Enrique Lobo Moriche
Fotografías: archivo del autor
Cortegana, año de 2013
Edita: José Luis Lobo Moriche
E-mail: lobomoriche@hotmail.com
Depósito Legal:
Imprime: Imprenta Rayego, sl. imprentarayego@yahoo.es
Telf: 924 55 00 89
Zafra (Badajoz)
Si el ruiseñor nunca canta en el árbol seco y hueco y,
alguna vez o constantemente, todos los seres humanos
sufrimos sentimientos trágicos…, entonces, ¿por qué no
negamos las guerras?
A mis nietos María, Miguel Carsana y José, y a la me-
moria de mis paisanos Antonio Amigo Sánchez, Eulogio
Martín Martín y José Vázquez Sánchez, que murieron
lejos de Cortegana, en los campos nazis de Neuen-
gamme, Mauthausen y Gusen.
9
Prólogo
aludamos la publicación de una nueva novela, con
la que su autor, mi querido hermano Pepe Luis, nos
insinúa que no está dispuesto a cesar en su empeño
de dar rienda suelta a su afición por la búsqueda de in-
formación histórica, a través de datos o relatos previos
que puedan servirle para componer su trama. Como es-
toy convencido de su férrea voluntad y de su sólida pre-
paración, de la que se sirve -con una muy aceptable y cui-
dada prosa- en su empeño de describir personajes, situa-
ciones sobrevenidas, paisajes…, y lo que creo más im-
portante: mantener la fidelidad en la defensa de unos
principios éticos, basados en un credo libre y humanita-
rio; por todo ello, le animo en su prosecución literaria,
para que, al tiempo que disfruta, nos sorprenda con nue-
vos retos.
Ahora, saca a la luz, precisamente, „La luz encerrada‟.
Un insinuante título, confirmado y motivado en cada uno
de sus nueve capítulos. De hecho, juguetea con la luz,
desde la bombilla, como elemento físico en sí, que hace
perceptible los objetos de la escena; o bien, de la lámpara
fundida, que nos trae el recuerdo infantil junto a la figura
inocente de „Antoñito‟, empeñado vanamente en devol-
verle su brillo. O, una luz que al rayar de la razón permi-
te abrir el conocimiento a la comprensión de los sucesos
y nos hace patente lo que estaba oculto en esta trama.
Una luz que a veces aparece velada y nos confunde en
S
10
nuestras apreciaciones, o que puede presagiar desgracias
y muerte; pero, a pesar de las adversidades, su búsqueda
es coincidente con las ansias de vida y libertad. Toda una
simbología radiante que obliga a una reflexión.
Como en ocasiones anteriores, el autor vuelve al mode-
lo de novela histórica en su modalidad de „microhistoria‟,
lo que conlleva que proponga una comprensión de la ac-
ción humana y una explicación de generalidades par-
tiendo del análisis „micro‟ de experiencias personales y
singulares. En este caso, saca a la luz la memoria de dos
de aquellos tres corteganeses de los que tenemos noticias
de haber sido víctimas de la barbarie nazi en sus lúgubres
campos de concentración.
Con respeto a la memoria histórica de unos aconteci-
mientos que conviene preservar como paliativo ante la
maldición de las guerras y de sus crueles consecuencias,
se adentra en uno de los periodos más oscuros y trágicos
del siglo XX y retrata la condición humana ante situacio-
nes límites, sus miserias y su grito contra el sinsentido del
totalitarismo, así como su confirmación en la creencia de
la libertad como el bien más preciado del hombre.
La novela discurre entre la serenidad de estos dos pai-
sanos, sus esperanzas o desasosiegos o bien, el confor-
mismo ante el desplome de lo inevitable. Ellos son dos
simples peones en un entramado muy complicado en el
que se ventila la supervivencia de todo el campo. Se ven
envueltos en una titánica disciplina impuesta por el opre-
sor nazi y en un excitante juego de espionaje frente a un
no menos sutil contraespionaje.
11
Nos retrata la vida cotidiana de los prisioneros, sus mi-
serias: hambre, desnudez, rutina, falta de intimidad, im-
properios, castigos y represiones. Por doquier vemos co-
mo se contagia la maldad que se traduce en una degra-
dación del ser humano que conlleva el derrumbe progre-
sivo y final, antesala de la muerte. Pero aun envueltos en-
tre tanta perversidad, hay margen para que estos conde-
nados se resistan a perder su dignidad y condición huma-
na y sueñen con la libertad. Son capaces de mantener o
iniciar nuevas amistades, protegerse mutuamente, solida-
rizarse y elaborar un plan de fuga. Cada uno para seguir
vivo se agarra a las pocas fuerzas que le quedan; hay
quien carente de esa vitalidad, como ocurre con José
Daniel, se refugia en el lirismo de sus canciones y música
y evoca nostálgicamente su entorno familiar junto al dis-
tante paisaje serrano. Él ya sólo se conforma en pensar
que su vida haya podido tener sentido y que sus cenizas
puedan ser esparcidas por las laderas del castillo de su
Cortegana natal cuando brille la luz de la esperanza y de
la libertad en su amado terruño.
Cierra este relato, novelado sí pero histórico, de home-
naje a esos dos paisanos, Eulogio y José Daniel, con la
esperanza de que su recuerdo no se pierda en la bruma
de los tiempos y sea un testimonio más contra la barba-
rie nazi, que a punto estuvo de destruir los cimientos de
toda una civilización. Y como contrapunto y fin de tantas
penurias, podemos recrearnos en el recuerdo, relativa-
mente cercano, de esa „Caravana de la Libertad‟ que des-
de Cortegana recorrió nuestra Sierra, repartiendo aires
frescos de autonomía, pregonando al grito de potentes
12
altavoces que el sueño, de nuestros dos humildes héroes
junto al de tantos otros, se había hecho realidad.
Enrique Lobo Moriche. Octubre 2013
13
Impresiones de la Biblioteca de
la Deportación
ace poco tiempo, tuve la oportunidad de pre-
guntarle a la señora Graciela Kohan Starcman,
investigadora y estudiosa de la Segunda Guerra
Mundial y del Holocausto, qué opinaba ella acerca de la
literatura sobre el Holocausto. Me preocupaba la inmi-
nente desaparición de los supervivientes, verdaderos „jue-
ces‟ y sabedores de lo que realmente ocurrió en esos
campos de la muerte. Le hacía ver mi temor ante una
nueva „etapa de madurez‟, en la que los historiadores ten-
drían que conformarse con el material escrito y audiovi-
sual dejado por los testigos. Le pregunté: „¿Qué se puede
esperar de la narrativa, de la obra de ficción que verse so-
bre el tema?, ¿qué se le debe pedir al autor?, ¿qué requisi-
tos debe cumplir?, ¿cómo reconocer el fraude?‟.
Su repuesta fue clara: „La ficción puede llegar a conmo-
vernos, a conocer la historia. No obstante hay que estar
atentos a cómo se aborda una publicación‟.
La ficción es una posibilidad de transmisión. Incluso
testigos presenciales de la catástrofe eligieron la obra lite-
raria como la mejor manera de transmitir el horror vivido
(Semprún, Wiesel, Fred Wander…).
H
14
Está claro que resulta imposible controlar todos los
textos que aparecen sobre el Holocausto, pero sí hay que
exigirle al escritor un compromiso histórico, una base di-
dáctica, que reviva el pasado, que nos lo describa sin caer
en el error de reescribirlo.
„La luz encerrada‟ de José Luis Lobo Moriche tiene una
sólida base histórica (el 26 de abril de 1945 se tenía
constancia de que al menos doscientos ochenta y seis es-
pañoles pasaron por Dachau) y salda una cuenta pen-
diente con respecto a tres corteganeses amantes de la li-
bertad (Antonio Amigo Sánchez, Eulogio Martín Martín
y José Vázquez Sánchez), que recalaron en los campos
nazis de Neuengamme y Mauthausen. Incluso los nom-
bres de Eulogio y José, elegidos como personajes de la
novela, les rinden homenaje. La obra de José Luis Lobo
es un bello ejercicio de memoria histórica y de recono-
cimiento, un despliegue de los valores humanos que to-
dos deberíamos albergar y potenciar: la amistad, el amor,
la bondad, el compañerismo, la entrega, la fidelidad, la
generosidad, la honestidad, la igualdad, la integridad, la
lealtad, y así un largo etcétera.
Al acompañar a los protagonistas, nos hacemos tam-
bién testigos de sus ansias de paz, de libertad y de amor.
Al lector se le va mostrando poco a poco, de una manera
clara, las distintas etapas del sufrimiento y de la reclu-
sión, desde la salida de la estación de Compiegne hasta la
liberación del campo por las tropas norteamericanas. La
15
historia está sólidamente hilvanada, en un escenario en el
que no existía un „porqué‟, pero en el que „todo era po-
sible‟, porque cada preso vivía su particular calvario.
„La luz encerrada‟ es una obra cargada de humanidad,
valores y esperanza. Un compromiso constante con to-
dos los seres humanos que fueron víctimas del mayor
genocidio conocido, un gesto hacia esas voces que fue-
ron apagadas, sin darles tiempo a expresarse, como la luz
de la bombilla que tanto representa en la novela de José
Luis Lobo Moriche.
Pablo García Gutiérrez. Biblioteca de la Deportación
http://bibliotecadeladeportacion.blogspot.com.es/
17
Prólogo… 9
Impresiones… 13
La luz de la bombilla… 19
Sin luces… 51
Algo de luz: El Comité… 67
Buscando la luz… 95
Luz muerta… 117
La luz de Helen… 145
De espalda a la luz… 157
Luces de muerte y vida… 169
Luz blanca y verde… 193
19
La luz de la bombilla
os trenes buscan destinos diferentes, tan lejanos
entre sí como aquel julio de 1944 y este 4 de
diciembre de 1977. El tren alemán, que ahora
incordia a mi memoria, trata de esquivar los bombardeos
de la aviación inglesa y huye hacia un campo de acero y
alambradas, en donde el honor de Alemania resiste frente
a un agitador que alza una bandera de mentiras…, mien-
tras que este tren español silbará varias veces, en esta ma-
ñana espléndida de final de otoño, antes de que entre en
cada uno de los veintitantos túneles de una sierra de la
Andalucía Occidental.
Aún pervive en mí la imagen nítida del andén de la es-
tación de Compiegne, en donde una escuadra de „SS‟
rinde culto al Führer. Son viejos conocidos míos: el de-
sequilibrado Víctor, el pordiosero Jaeger con su pastor
alemán „Klodo‟ y el bull-dog „Prado‟. Todos mantienen
D
José Luis Lobo Moriche
20
escondida bajo el casco la misma mirada de fiera de su
amo, el chulesco mujeriego Horst Wessel, de quien estos
servidores mamaron los instintos malignos necesarios pa-
ra degradar al hombre no ario, y a quien tributan pleite-
sía, acompasando los intimidadores pasos de la oca con
el canto del „Hors Wessel Lied‟. Ante la pomposa colum-
na de estos ciegos revanchistas de odio a los judíos y co-
munistas, más de mil seres humanos llegan presos a la
estación francesa, con la incertidumbre de qué le depara-
rá el viaje. Sé que la maldad está revestida con los caño-
nes y culatas de los fusiles y ametralladoras, que empuja-
rán a los más fuertes hasta un mundo cerrado en donde
sólo habitan la ansiedad, la angustia, la soledad y el te-
mor. Los débiles no alcanzarán la estación final, antes se-
rán seleccionados como ganado de mala calaña.
-¡Achtung!, ¡alto! -gritan Víctor y Jaeger a cada pelotón de
deportados.
El „Achtung‟ va cayendo, fila tras fila y pelotón tras pe-
lotón, a lo largo del andén, tal como se desparraman las
fichas de dominó sobre la tapa de un velador, y luego el
grito de guerra se escapa de la estación y se pierde en la
confluencia de los ríos Oise y Aisne, a sesenta y cinco ki-
lómetros al norte de París. Testigo mudo de estos ecos
guerreros es el vagón 2419-D, oficina ambulante de ar-
misticios y rendiciones. Estacionado cerca de la puerta de
acceso a la estación, un mes después del día en que los
aliados desembarcaron en la costa de Normandía, los na-
zis lo exhiben como pieza sublime de revancha, porque
todavía no se han olvidado de sus fracasos en la guerra
del 14. En nada se asemeja a la treintena de vagones de
este convoy de la muerte, que conduce a más de un mi-
La luz encerrada
21
llar de franceses hasta los campos de concentración de
Alemania. Los resistentes a la capitulación francesa serán
tratados como mercancía animal, apretujados unos con-
tra otros, en lucha por conseguir la trampilla atrancada
con alambres de púas, por donde apenas se cuela un hilo
de luz y aire. Empieza la función dramática, rutinarias es-
cenas sin chispa de creación.
Yo, en cambio, viajaré con ciertos privilegios junto a
una docena de franceses y a los „SS‟ que custodiarán el
transporte de prisioneros. Pero no llamaré a estos doce
hombres como afortunados viajeros. Ni pertenecieron a
la resistencia activa francesa ni fueron republicanos es-
pañoles, ¡locos!, así consta en la hoja de ruta que porta el
oficial nazi. El reloj de estilo modernista de la estación de
Compiegne testifica que aún quedan varias horas de sol,
antes de que la locomotora BR-52 tire de los treinta va-
gones. Tiempo suficiente para que, con los culatazos de
los fusiles y con los mordiscos de los perros, los dese-
quilibrados y los pordioseros vayan llenando los vagones.
Cincuenta hombres con los ojos helados, un cerrojazo…,
y cada uno ocupa -en el suelo o el aire- un espacio menor
que su propio cuerpo. Empieza la necesaria solidaridad,
compartir un costado con otro costado, que los cuerpos
se sujeten mutuamente y vayan sumergidos bajo el silen-
cio que les impondrán los miedos y la oscuridad. Otro
medio centenar y otro.
Llega el momento de la primera selección. „¿Cuántos
años tienes?, ¿sano o enfermo?‟. Ahora sólo sirve ser jo-
ven y mantener todavía algunas fuerzas que ayuden a
conseguir la nueva Europa; y si los nazis no satisficieran
sus deseos de un imperio ario, llegado el momento en
José Luis Lobo Moriche
22
que tuviesen que rendir cuenta de sus atropellos, aduci-
rán que ellos sólo fueron ruedecillas inconscientes de la
imparable maquinaria del III Reich. Así que los vagones
son cargados con seres hacinados según las edades. „Tú,
viejo inservible, sube ahí‟, „Tú, jovenzuelo de mierda,
entra aquí‟. Ningún deportado ocupará asiento, ni verá la
luz de julio ni apenas podrá respirar. Todo este juego de
poderío es contemplado con total indiferencia por civiles
alemanes e, incluso, aplauden a los secuaces de este de-
sorden, como si ellos mismos se hubiesen contagiado de
sadismo y asumido que, antes de aniquilarlos, deben ser
degradados y ridiculizados. A los ojos de estos alemanes
burócratas, el tropel de franceses que luchaba en la resis-
tencia sólo es ganado, que debe ser acorralado y explo-
tado. Dos medias preguntas para ir a un infierno o a la
misma muerte sin pasar por los tormentos: „¿Cuántos
años?, ¿sano o enfermo?‟.
Tras haberlos apretujado, los guardianes se sacuden las
palmas de las manos, orgullosos de haber cumplido las
órdenes, como si hubiesen acomodado a los pasajeros en
un tren de primera clase y no en vagones de mercancía.
Aunque estamos en pleno verano de 1944, yo ni siento
calor ni escalofrío porque, viciado por tanta paranoia al-
rededor de mí, mi cuerpo permanece inalterable, como si
se me hubiese vaciado el alma. Tampoco miedo ni pie-
dad, me he convertido en un ser impasible; quizás si en-
tre esta marabunta humana hubiese alguna mujer o al-
gún niño, mi corazón diese alguna sacudida con cualquier
tipo de emoción.
La luz encerrada
23
Víctor y Jaeger se bastan para llevar a los doce locos
hasta el andén. La escena que contemplo desde mi asien-
to me resulta surrealista: los hombres que compartirán
conmigo el vagón no forman fila ni de dos ni de tres, vie-
nen apiñados en torno a los dos militares, que se ven in-
capaces de mantenerlos en orden, como si estos locos li-
berasen una energía muy superior a los cuerdos. Ellos,
igual que yo, ni sienten miedo ni piedad. El escenario que
los rodea les atrae y emboba, no necesitan expresar sus
sentimientos con el lenguaje de la palabra. Incluso los na-
zis se contagian de sus silencios y ni siquiera tienen que
mandarles que se suban al tren, que para ellos es como
un juguete. Entran en el compartimento y enseguida em-
piezan a hacerme carantoñas, y cada uno de ellos me tra-
ta tal como si fuese un amigo de siempre y que me invita
a compartir con él su propio mundo inalcanzable.
La noche está cayendo sobre los tejados de Compiegne
y la locomotora empieza a humear. Hechos vapor, entre-
veo varias decenas de „SS‟ montados en sus yapas y con
el arma terciada por delante del pecho con intención de
intimidar a cualquiera, mientras ocultan la cara y el alma
bajo un casco de acero. Apenas es legible el cartel del go-
bierno de Vichy que cuelga de uno de los muros de la es-
tación; es uno de esos panfletos propagandísticos que
echa las culpas de la resistencia a una camarilla de te-
rroristas extranjeros. Me sobrecojo al leer el nombre de
mi compañero Pierre Verdín y la suerte que ha corrido
frente a un pelotón de ejecución. Dos imágenes se me
superponen: las caras de mis amigos José Daniel López y
Eulogio Sánchez, dos republicanos españoles convenci-
dos de que debían aunar fuerzas con el Consejo Nacional
José Luis Lobo Moriche
24
de la Resistencia de Jean Mulin. ¿Qué desdicha habrán
sufrido?, ¿la misma que el general Charles De Les
Traient? Con los dos españoles llegué a conformar una
especie de trinidad y a veces no sé si el que piensa y habla
en voz baja soy yo, Peter Leclaux, al que llamaban „Profe-
sor‟, o son las palabras de mis dos amigos las que zum-
ban en mis oídos. Ni José Daniel ni Eulogio tienen la
sangre fría de la que disponía Mulin, al que en los círcu-
los clandestinos le nombrábamos como „Max‟. Me siento
culpable de haberles allanado el camino para que, des-
pués, hayan caído en el precipicio del espionaje. Si así
fuese, José Daniel no habría aguantado los envites de la
tortura, porque él es música y poesía. En cambio, Eulo-
gio sí goza de la fortaleza de ánimo para soportar el casti-
go. Unos vaivenes de los vagones sobre los raíles de la
vía me devuelven a la realidad: el millar de franceses se ha
quedado a solas con la oscuridad, la sed, la angustia y el
cansancio. Suenan los primeros gritos de quienes barrun-
tan cercana la muerte.
Mientras observo cómo echan doce miradas distintas y
cargadas de vida, me pregunto ¿por qué llamarán locos a
estos sabios hombres, si son hábiles en cortar los hilos
que tiran de los fantoches de la guerra? ¡Con qué soltura
doblegan la rigidez militar y con qué facilidad se sumer-
gen en las aguas profundas de sus „yo‟ y son capaces de
idiotizar a este pelotón de asesinos! Quizás no lleguen al
lugar en donde la muerte les espera; pero, si desgraciada-
mente los alcanzara, no debemos temer por ellos, porque
seguro que estos doce hombres serían capaces de imagi-
narse el campo de concentración como si fuesen literatos
que crean su propia obra y, como tales creadores, vence-
La luz encerrada
25
rían a la adversa realidad que unos asesinos han dibujado
-a su antojo- sobre unos terrenos pantanosos.
La locomotora no silba al salir de la ciudad, apenas per-
cibo que está en movimiento y que busca el este, ante la
indiferencia de los pocos ciudadanos que pasean por los
arrabales y los constantes aplausos de mis doce compa-
ñeros de viaje. Me pregunto a quién sirvieron para haber
corrido la suerte que les acecha, ¡son tantas las preguntas!
Incluso dudo de que yo siga siendo un francés, si ahora
gozo del privilegio de viajar en un asiento y alcanzo el
agua y el chocolate sin necesidad de lucir el uniforme mi-
litar alemán. No es el instante más propicio para que ha-
ga una introspección sobre mi pasado, entonces tendría
que rendir cuentas a José Daniel y a Eulogio y no sé si
ellos dos me… A mis dudas las entrecortan los quejidos
de hombres amontonados entre sí, gemidos que gotean a
lo largo de un camino de hierro y que pasan desaper-
cibidos para mis doce compañeros de viaje. Los „SS‟ que
vigilan nuestro vagón parecen sordos ante los alaridos
que se escapan por las trampillas de los demás vagones y
se ríen de las que para ellos son travesuras o locuras de
doce hombres inútiles, sin saber que el extraño compor-
tamiento de estos tiernos seres desprende las chispas ne-
cesarias para que la vida humana sea posible. Ante los na-
zis aparecen como inservibles, sin ser considerados por
lo menos como desgraciados. Los consienten y se ríen,
tal como el rey torpón y los príncipes canallas hacían con
los bufones en las cortes europeas. Me están contagiando
de felicidad, me siento cada vez más venturoso a su lado
e incluso participo de sus ficciones teatrales, ¡son verda-
deros genios, creadores de la nada! Si llamásemos a este
José Luis Lobo Moriche
26
convoy „El tren de los locos‟, ¿quién sería quién? Con
toda seguridad, sus martirizadores no disfrutan ni siquie-
ra de un intervalo de lucidez, porque se mantienen siem-
pre ególatras, padecen cientos de manías y carecen de au-
toestima. Ellos, en cambio, viven de espalda al complejo
de persecución, que tanto nos hace volver la cara hacia
atrás y nos obliga a empuñar la pistola. Ríen y sus risas
son consentidas. Escenifican no sé qué cuento ni tampo-
co conozco los escenarios reales, pero me voy identi-
ficando con los personajes a los que dan vida, son tan de
carne y hueso como ellos, porque sí son ellos mismos.
Entonces comprendo que coexisten con los ángeles, que
gozan de mil privilegios para posarse sobre el rincón
apetecido; que, sin tener alas, vuelan etéreamente por el
espacio y se les permite en este tren de muertos decir las
verdades que a los demás deportados se les vedan. Por
ello, quizás, durante el tiempo en que dure el trayecto
hasta que el tren llegue a su destino final, ellos sean los
únicos hombres libres y sabios que hayan iniciado este
viaje sin retorno.
Uno de ellos ya trae la cabeza rapada al cero, señal de
que se ha mostrado gallardo ante el sufrimiento. Apenas
articula una sílaba, más bien tararea algo incomprensible,
mientras se muerde las muñecas con sus dientes amari-
llentos a un ritmo desmedido. El „Aaaag‟ y su semblante
desencajado paralizan incluso a Jaeger y Víctor, incapaces
de acercarse a él y sentarlo a culatazos. Con la cabecilla
inclinada, sin dejar de silabear ni mordisquearse, siente
atracción por una de las bombillas encendidas del vagón.
¿Qué buscará este luchador incansable en el filamento in-
candescente? ¿Será un buscador de sí mismo? Refle-
La luz encerrada
27
xiono si será la luz encerrada o el calor lo que le ensi-
misma, o tal vez ambas cosas. ¡Qué fácil y maravilloso se-
ría ganar el juicio con una bombilla, tal como los dibu-
jantes consiguen con los personajes de las viñetas! Trans-
curren los minutos, casi una hora, y el hombre sigue alre-
dedor del cuerpo luminoso, cada vez más cerca de él, pe-
ro sin llegar a tocarlo. Las sílabas se encadenan con la ba-
ba que cae de su boca abierta y Jaeger se le acerca con
intención de empujarlo y obligarle a que deje de contor-
nearse. No lo consigue, cae derrotado ante el impulso de
la locura, tan hábil que es capaz de burlarse de una som-
bra. Este hombrecillo no debe masticar un mendrugo de
pan desde hace dos días, pero ni siquiera intenta coger la
corteza que le acerco, la aparta violentamente y de nue-
vo busca la luz encerrada. ¡Con qué ternura muestra sus
deseos de alcanzarla!, ¿para liberar la luz? Imposible iden-
tificarlo con un caballero andante medieval, él no trata de
transformar nada, a ninguna sociedad ni construir una
nueva Europa con un código de fuerzas. Si tales fueran
sus deseos, entonces este hombrecillo rapado sí que haría
realidad la locura. La baba generada cada vez se hace más
pastosa, tan espesa que tapa completamente la dentadura
y se le pega a las muñecas.
A este cuento no le podía faltar un desenlace feliz, y
más tratándose de un protagonista que consta en un do-
cumento de guerra con el calificativo de loco. Dice así: Y,
entonces, el militar alemán que parecía más resolutivo desenroscó
una bombilla fundida que estaba en un rincón del vagón y se
dispuso a dársela. Abrió la mano y ante los ojillos bailones del
hombrecillo apareció la bombilla sin luz ni calor. El hombrecillo
dejó de balbucear y de contornearse, su rostro se hizo más violento,
José Luis Lobo Moriche
28
más agresivo, sin un atisbo de la ternura que había mostrado en las
escenas anteriores; con una destreza impresionante, dio un zarpazo
a la mano abierta del militar y le arrebató la bombilla. Como si
repentinamente hubiese recobrado ágiles movimientos, serenamente
se acercó al asiento que compartía con tres compañeros, se sentó y
empezó a observar la bombilla con semblante de intelectual.
Al ritmo perezoso del tren y con el traqueteo que los
vagones producen al pasar por las traviesas de la vía, casi
todos los ocupantes del compartimento se han quedado
adormilados. Si algún loco urgiese un plan de fuga, todo
correría a su favor: los vigilantes dormidos, la lentitud de
la locomotora, un paisaje espeso de coníferas que facilita
la ocultación, la media madrugada y, quizás, la suerte de
que el fugado alcanzara una granja en donde encontraría
la ayuda de algún agricultor francés que apoye a los ma-
quis o a las Fuerzas Francesas del Interior. No obstante,
Jaeger, Víctor y demás „SS‟ duermen repanchigados en
los asientos, con la seguridad de que los custodiados son
gentes solidarias y que no se abandonarán. Pero, sin per-
cibir que también son doce noveleros excepcionales, su-
midos en doce sueños imposibles de interpretar por cual-
quier hombre vulgar.
Los frenazos de la maquinaria provocan múltiples chi-
rríos de hierro contra hierro, anunciando que la primera
etapa del viaje ha finalizado. Aún la luz que entra por la
ventanilla es muy débil, pero suficiente para que el con-
voy sea fácil blanco de la aviación aliada. Ante el temor
de un ataque aéreo, el tren se ha detenido en la segunda
ciudad del itinerario, a tan sólo cien kilómetros de Com-
piegne. Jaeger se despereza y con desgana se asea; luego,
embetuna las botas y engrasa el correaje. Todos sus actos
La luz encerrada
29
son mecánicos, académicamente aprendidos y ejecutados.
Suena un único „clic clac‟ -producido por los cargadores
de decenas de pistolas- que no intimida a ninguno de mis
compañeros. El hombrecillo de la bombilla sigue abraza-
do a su mágico…, no sé si calificarlo como objeto por-
que, con el mimo que la envuelve entre sus manos, pre-
siento que ese algo tiene una vida inexplicable para noso-
tros.
Los detenidos llevan hacinados casi veinticuatro horas,
unos sobre otros, buscando en unos espacios muertos un
huequecillo para que los orines no caigan en sus bocas.
Una oleada de malos olores se cuela por la ventanilla de
mi vagón. La cierro, y sobre el vaho de los cristales dibu-
jo con mis dedos la silueta de la magnífica catedral que se
alza en el centro de la ciudad. Un destartalado cartel ado-
sado a un muro de la estación nos anuncia la capital de
Reims. La belleza del edificio religioso contrasta con la
pestilente escena de este convoy, al igual que el dulce so-
nido de las campanas con los alaridos de un millar de hu-
manos a un metro de mí. De nada sirve que Reims Remo
-el hijo del fundador de Roma- levantara libremente la
urbe, ahora está doblegada por la fuerza brutal del nacio-
nalsocialismo, que la ha hecho suya.
Mientras los detenidos intentan moverse sobre la ma-
dera o encima de otros cuerpos, Jaeger y Víctor se beben
una taza de café, acompañada con varios pastelillos y re-
petidos tragos de coñac. Luego, los olores estimulantes se
expanden y llegan hasta mí. Mis acompañantes, sin sín-
tomas de haber sido vencidos por el sueño, no intentan
alcanzar los pastelillos. Yo, aunque no soy un „SS‟ ni
José Luis Lobo Moriche
30
consto como loco, participo del ritual de un buen desa-
yuno sin alcohol.
El convoy permanecerá estacionado y oculto de la
aviación aliada, hasta que la noche vuelva a caer sobre los
tejados de Reims. Los detenidos han soportado a duras
penas las tinieblas de la primera noche, ahora vendrá la
luz del día, que arrastrará un cruel apagón para muchos
de ellos. El pitido prolongado de un silbato ocasiona un
revuelo de motos y coches todoterrenos dentro de los
andenes de la estación. Con la precisión de la que hacen
gala los fríos calculadores, los más de cien metros de la
longitud del tren son ocupados por tres decenas de „SS‟,
que se despliegan a lo largo de él, como si rindiesen arma
al propio Fúhrer. Suenan nuevos pitidos, que llaman a
que hay que acabar con los deportados que no sirven pa-
ra la causa nazi. La escena está más que diseñada: un ofi-
cial levanta una de sus manos y un grupo de unos diez
militares se aposta rápidamente delante del último vagón.
Se abren de piernas, formando sobre el andén una figura
geométrica que conmovería a cualquier persona sensible
y que ahora pasa desapercibida para los pocos civiles que
trasiegan por el recinto.
A ninguno de mis doce acompañantes le atrae la tétrica
función representada, porque gozan del bien de la depre-
sión en estos terribles momentos previos de destrucción.
Ajeno al macabro espectáculo, el hombrecillo sigue aca-
riciando su bombilla, tan feliz como si hubiese podido
insuflarle con las manos el calor necesario para que los
filamentos diesen luz. Parece que el personaje y el objeto
constituyen una bella metáfora de vida. Los militares, en
La luz encerrada
31
cambio, con su cordura no ven la realidad, ¡ojalá pudié-
ramos llamarles tocados, chiflados o grillados!
Dos militares violentan los candados de la portezuela
del último vagón y se escapa al exterior una nube de ga-
ses nauseabundos, acuchillada por cientos de gritos. Los
cincuenta deportados viajan tan aprisionados que no al-
canzan a ver la cegadora luz de julio, que bate desde el
este. La escena final está tan milimétricamente diseñada
por el director, que incluso las ráfagas de ametralladoras
que barren los cuerpos me parecen predeterminadas de
antemano. Ninguna descarga suena a destiempo, ningún
tirador se ha adelantado ni rezagado, detonan al ritmo
marcial. Ni siquiera los tiros y gritos han conseguido inti-
midar a los doce hombres. Para ellos, que son capaces de
armonizar los fuegos de artificios, las metrallas pasan
inadvertidas. Los quejidos de los moribundos son acalla-
dos por el nazi más laureado con un tiro de gracia. Ahora
espero a que empiecen a sacar los cadáveres de los cin-
cuenta franceses y los apilen. Ésas serían las primeras in-
tenciones. ¡No!, han cambiado de plan, porque el oficial
que manda el convoy ha ordenado que cierren la porte-
zuela. Alguien la cumplimenta en el acto, sin necesidad
de volver a echar los candados. Es mediodía y el calor ve-
raniego acrecienta los malos olores, cuando la brisa revo-
ca.
Jaeger, Víctor y demás „SS‟ conversan, sin tapujos,
acerca de las etapas del viaje. Saben que yo hablo francés
y alemán perfectamente, que entenderé sus palabras y
que estaré al corriente de los propósitos del oficial. Ellos
también parlotean en francés, la mayoría lleva tres años
en Francia. Comentan que la aviación aliada hace vuelos
José Luis Lobo Moriche
32
de reconocimiento sobre las principales ciudades france-
sas, que el peligro de sabotaje no pasará hasta que cruce-
mos la frontera y nos adentremos en tierras alemanas. De
ahí que las etapas sean de unos cien kilómetros diarios y a
paso de tortuga. Enseguida echo las cuentas y dudo de
que los demás deportados aguanten tres días más en las
condiciones inhumanas en que se encuentran.
Al atardecer, la mayoría de los vehículos abandona la
estación. Tiempo de espera hasta que llegue de nuevo la
madrugada. Se encienden las luces del vagón y los ojos
del hombrecillo bailotean nerviosamente, pero sin dejar
de apretujar con las manos la bombilla fundida. Un se-
gundo hombre -de estos que llaman locos- sale a escena y
cuenta su propia vida, inalcanzable para cualquier cuerdo.
Dice así:
-Yo soy el mandamás de este tren que va cargado de sa-
cos de patatas, las llevo a Berlín para que Hitler y su es-
posa coman frutos frescos. Porque tú, oficial, debes saber
que el Fúhrer es muy amigo mío y que, cuando yo entro
en el Estado Mayor, todo el mundo se me cuadra. ¡Ofi-
cial, cuádrate!
-¡A sus órdenes, mi mariscal! -le contesta en un francés
mediano el „SS‟ al que se ha dirigido, ante las risotadas de
los demás camaradas-. ¡Siga, siga, mariscal!
-Estos once hombres -señalando a sus compañeros- son
todos grandes señores de Francia, me acompañan para…
-duda el hombre y hace un giro sobre sí y les da un corte
de manga a los „SS‟-. ¡Esto para vosotros!
La luz encerrada
33
-¿Qué, son marqueses? -le pregunta jocosamente el ofi-
cial.
El contador de historias no le contesta; pero, con sus
armas mentales, es capaz de animarme e incluso de le-
vantar -con energía y optimismo- a los más caídos.
Pienso que esta historia ilógica que está contando debe
ser resultado de algo que yo no atino a encajar. Parece
como si este hombre se hiciese el loco; que, habiendo
sido un sabio, estuviera avergonzado por haber descu-
bierto un mundo con el que no está de acuerdo.
-Eva es mi criada, ¿lo sabéis?
-¡No me digas! ¿Desde cuándo?
-Un día llegué a casa de Hitler y hablábamos de lo bueno
que son los soldados ingleses y de lo malo que era ese ge-
neral español. ¡Porque Hitler tiene muy buenos amigos!,
¿sabéis que él también es judío?
-¡No, no, es gitano! -dijo el „SS‟ que con más interés se-
guía la historia contada.
Venciendo a la censura, el contador de vidas es capaz
de unir al Sol con la Luna y, acercándose a las estrellas,
sentirse placentero. ¿Qué ocurriría si el tal Fúhrer hubiese
sido un maniático? ¿No lo fueron, quizás, Apolo con sus
profecías y Dionisio con sus rituales? ¿No son causas de
manías el nacimiento de la poesía y el erotismo? Sin dar-
me cuenta, este hombre que viaja hacia la muerte, con su
sabiduría, ha sido capaz de inquietarme o, por lo menos,
remover la zona oscura de mi mente.
José Luis Lobo Moriche
34
-¡Oye!, ¿qué te pasó con Hitler?
-Llegó la hora del almuerzo y como éstas de aquí abajo -
señalándose el estómago- hacían mucho ruido, tan
fuertes sonaban que Hitler las oyó quejarse. Pues, claro,
él manda mucho y todo lo que él ordena es para el bien
de los demás…, así que igual que un conejo movió el bi-
gote ¡y ya está!
-¡Eva, fríele un par de huevos a mi amigo! ¡Pero pregún-
tale antes cómo los quiere!
El ruido que produce la locomotora al arrancar acalla al
cuentista, ocultando el final y la moraleja. El tren del do-
lor, durante unos instantes, había sido lugar donde se
fraguaba algo de arte, ¿qué mejor escenario para que mu-
riese el propio novelista? Luego, los alemanes me regalan
que el convoy salga de la estación y recorra con mucha
lentitud el lado sur de la ciudad. Conocía ya Reims, pero
desde mi asiento la veo más bella, la ciudad perfecta para
que algún día se firme aquí el acta de rendición. Mis
acompañantes siguen sin inquietarse de tanto ajetreo de
coches militares por las calles. Miran, pero no sé qué ve-
rán. La locomotora alcanza una plataforma techada, y va-
rios operarios empiezan a revisar la maquinaria.
La tarde se va con un tono violáceo que se conjuga con
un sombreado de nubes al fondo del bosque por donde
se está ocultando el sol. La puesta es sorprendente, pero
sólo para mí. Varios „SS‟ van de vagón en vagón gol-
peando con las culatas de sus fusiles sobre la madera y
acompañando los golpes con unos sonidos de „che‟, que
no necesito que alguien me traduzca. Me temo lo peor,
La luz encerrada
35
que abran el portón de un segundo vagón y aniquilen a
otros cincuenta franceses. Sin embargo, los militares que
están en la plataforma tendrán otras intenciones, porque
entran y salen de una oficina y se comportan indiferentes
ante el insoportable olor que despiden tanto los cadáve-
res como las mierdas y orines que empiezan a salir por
las ranuras de la madera.
Nuestros vigilantes gastan el tiempo de espera en co-
mer, fumar, bostezar y hacer las necesidades particulares.
Los vigilados apenas comen y cumplen con la visita al vá-
ter, pero nunca bostezan. No saben a dónde los llevan ni
lo preguntan, quizás hayan trazado de antemano su pro-
pio itinerario. Yo sí que lo conozco perfectamente, mi
trabajo me ha permitido recorrer casi toda la Lorena en
compañía de José Daniel y Eulogio, ¡si ellos me vieran
rodeado de „SS‟, que me ofrecen la comida de sus petates!
Cien kilómetros al este está Revigny, en el departamento
de Mosa. ¡Bello distrito Bar-le-Duc! Ese pequeño pueblo
debe ser la siguiente parada del convoy. Se lo pregunto a
uno de los vigilantes y me contesta que sí. Los „SS‟ se li-
mitan a que esté suficientemente alimentado, pero no en-
tran en conversación conmigo; todo su lenguaje está ex-
presado con un código de gestos, como si ellos y yo co-
nociéramos adonde me llevan y para qué.
El tren ha salido de Reims de madrugada, arrastrando
tanto los olores cada vez más insoportables de los cadá-
veres en descomposición como los quejidos de los medio
muertos. A Jaeger se le ha despertado la maldad de im-
proviso. Mira con cara de alcohólico al hombrecillo de la
bombilla, que sigue emitiendo los conmovedores arru-
llos, y le escupe fuego. Se la arrebata violentamente y la
José Luis Lobo Moriche
36
arroja por la ventanilla. Le gesticulo las acciones que se
merecería, y con los ojos en llamas me despide el odio
que concentra en sus entrañas. Al hombrecillo se le hu-
medecen las pupilas y empieza a contornearse mientras
se mordisquea una de sus muñecas. Los monosílabos que
echa se van entrelazando con la baba al ritmo del „trac,
trac‟ de las ruedas sobre la vía. Como siempre, el hom-
brecillo sale victorioso: otro „SS‟ desenrosca una de las
bombillas encendidas y se la da. Recobrado el estado que
le habían robado, se acurruca en un rincón y vuelve a en-
quistarse.
He dormido bien, sin sobresaltos. Los doce hombres
comen algunas galletas que le ofrecen los militares y algu-
nos de ellos aceptan un pitillo. Aunque apenas fumo, en-
ciendo un cigarrillo. Las bocanadas de humo de los „SS‟,
las de mis acompañantes y las mías forman dentro del va-
gón una única nube, como si los tres grupos hubiésemos
diluido nuestra propia identidad y la estuviésemos com-
partiendo. En un acto instintivo de abominación o de no
sé qué, arrojo el cigarrillo por la ventanilla.
Las luces del alba me presentan la llanura de Lorena y
allá, en la lejanía, Revigny. El tren silba a la entrada de la
estación y en un santiamén aparece una escuadrilla de
„SS‟, que se despliega a lo largo del andén. Un oficial se
baja de una moto sidecar y entrega un documento a uno
de los militares. No comprendo por qué dilatan tanto los
sufrimientos de los deportados más viejos e inútiles. Los
nazis repiten los actos macabros, como si fuesen robots
entrenados para matar a la misma hora y a un número
exacto de medio centenar de hombres casi moribundos.
La luz encerrada
37
Esta vez doce franceses de los que ellos llaman locos se
han interesado por la escenificación al aire libre. Se han
quedado embobados ante la presencia de esta nueva fi-
gura geométrica que los „SS‟ conforman. Si son los mis-
mos decorados y actores de ayer, ¿por qué les atrae hoy la
función de siempre? Son idénticos gritos en otros cuer-
pos que intentan retorcerse con más hambre y miedos,
entonces, ¿qué motivos les llevan a que sientan en este
instante una atracción hacia el drama que antes no les
inquietaba? Cada vez me convenzo más de que son seres
demasiados misteriosos como para que los hombres vul-
gares podamos descubrir sus íntimos secretos.
Las ráfagas de ametralladoras detonan de nuevo y silen-
cian los quejidos de los cincuenta franceses inútiles para
la causa nacionalsocialista. Algo habrá conmovido a uno
de mis acompañantes, pues doblando su antebrazo dere-
cho y extendiendo el brazo izquierdo ha barrido al oficial
nazi con sonidos que imitan perfectamente los disparos
de una metralleta. Este hombre, sin que yo sepa por qué,
ha contagiado a sus compañeros, parece como si los hu-
biese animado a la sublevación. Otro, con su mano dere-
cha, simula un tiro de gracia que resuena dentro del va-
gón; apunta a la cabeza de Jaeger y el „paf‟ que sale de su
boca le habrá resultado certero, a tenor de la sonrisilla
que se le derrama por los labios. Luego, apunta a Víctor,
más tiros de gracia, más falsos disparos y más sonrisillas.
Afuera todo continúa cuadriculado y frío, a pesar de la
flama que la meseta desprende. Aún los gritos de los de-
portados que fueron seleccionados como válidos no se
han escapado del todo, cuando el oficial le ordena al ma-
quinista que arranque la locomotora. El „SS‟ que acaba de
José Luis Lobo Moriche
38
subir a nuestro vagón le anuncia a sus compañeros que la
salida de Revigny será inminente y que el recorrido que
queda hasta alcanzar la etapa final se realizará en dos
jornadas cada vez más largas y que, a partir de ahora,
marcharemos con menos preocupaciones, tanto de la
aviación enemiga como de los posibles sabotajes.
La tarde nos regala otras ráfagas distintas, de sol sobre
las colinas onduladas de la Lorena, mientras que los ríos
serpenteantes que atraviesan sus valles arbolados me ayu-
dan a que me sienta un ser diferente. Las luces naturales
se irán apagando, a medida que hayamos alcanzado el va-
lle del río Meuse. Me viene a la memoria, cuando este río
era frontera del Sacro Imperio Germánico. Evito hacer
algún comentario histórico en voz alta, pues estoy seguro
de que Jaeger lo interpretaría como si mi historia fuese
otro cuento de un nuevo loco. Luego, las luces son bas-
tante mortecinas cuando atravesamos Noveant y el río
Moselle. A pesar de que la noche viene avanzando poco
a poco, vislumbro difusamente en la lejanía la robustez
del macizo de los Vosgos, final de esta etapa del viaje.
Las luces artificiales del vagón y la música exterior que
interpretan el hierro y la madera ayudan al recogimiento.
Cierro los ojos y hablo con José Daniel y Eulogio. Me
traslado con ellos al París ocupado, aquel día en que los
tres asistimos a un concierto de una banda militar alema-
na en la explanada de Nôtre Dame. Durante el festejo ur-
gimos nuestro futuro plan de sabotaje, luego llegarían
más traiciones. ¿Si ahora viesen que comparto los paste-
lillos que unos „SS‟ llevan en sus petates y marcho en me-
dio de unos verdugos quienes, a cara descubierta, condu-
cen a sus víctimas hacia el final? Las escenas de la vida
La luz encerrada
39
compartida con ellos se me presentan desenfocadas y
borrosas. Quiero fijar únicamente los acontecimientos
que corresponden a los instantes placenteros, cuando fre-
cuentábamos los burdeles parisinos; pero otras peripecias
que hablan de engaños y desesperanzas me lo impiden e
inquietan. Al final, los sonidos del hierro y la madera me
vencen de nuevo.
Como suelen comportarse los genios del cante, uno de
estos llamados locos se arranca de improviso e inicia un
cuento. Lo observo bien: un ser tierno que irradia bon-
dad y que se siente el humano más feliz de la Tierra. No
necesita presentarse ante los viajeros, ni le importa que
sepamos su nombre ni de qué región o pueblo francés es
oriundo. Es un hombre especial, de esos que no entien-
den el dogma del dominio de las razas ni de las especies.
Debe ser gente de cultura media. Desconozco con qué
medios colaboraría con la resistencia, a lo más que pudo
llegar sería a que cumpliera el mandado de un vecino pa-
ra que metiera en algunos buzones de correo algún ejem-
plar del France-d‟Abord o de L‟Université Libré. Hoy ca-
mina hacia la muerte, sin miedos y zambullido en sus
historias. Dice así:
-Oficial, todas estas tierras que usted ve son mías, los ríos
y valles me pertenecen. ¡Yo soy un hombre muy rico!
-¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo?
-Pues… ¡desde siempre! ¿No sabe que yo no me voy a
morir nunca?
-¡Vaya, qué suerte!
José Luis Lobo Moriche
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-¡No, suerte no! ¡Eso es una verdadera desgracia! ¡Ser in-
mortal como yo no se lo deseo a nadie!
-¿Ni a los nazis?
-¡Eso del nazismo nunca me he parado a pensarlo bien!
¡Será otro tipo de desgracia!
-¿Y cómo te gustaría morir?
-¡En un castillo! Sin duda es el lugar más noble para mo-
rir, aunque fuera a manos de otros.
El oficial interrumpe al narrador y lo empuja violenta-
mente contra el hombrecillo de la bombilla, quien en ese
momento la acariciaba con sus manos abovedadas.
A medio sueño entreveo más movimiento de vehículos
militares que durante el inicio del viaje. Será que los ale-
manes están fortificando la defensa del Rhin. Me despier-
tan las maniobras de otro tren, y Víctor nos anuncia que
estamos entrando en Sarrebourg, última estación francesa
antes de atravesar los Vosgos y el río fronterizo. El ofi-
cial nos recuerda con sorna que estas tierras eran la base
de la retaguardia de la línea Maginot, que estamos a las
puertas de Alemania y a unos cuatrocientos kilómetros
de la estación final.
No conocía estos lugares extremos de la Lorena, en el
distrito de Metz-Campagne, pero hay que ser un verdugo
con la cara tapada para no excitarse con la excepcional
situación de Sarrebourg. Este pueblo parece haberse edi-
ficado por sí mismo al tiempo en que se elevaban los pi-
cachos de los Vosgos, que casi se inician en sus calles.
La luz encerrada
41
Pero en este vagón, el lirismo únicamente lo ponen estos
doce hombres que habitan en sus castillos. Los demás
viajeros, sin poesía, cumplen y cumplen.
Los „SS‟ ejecutan, cuadrícula a cuadrícula, el guion de
quien diseñó las escenas de terror en este tren. ¿Para qué
recordarlas? Podría representar en cualquier escenario las
horas que transcurrieron en Reims y ahorraría describir
las que aquí, en Sarrebourg, sucederán: los mismos olores
y horrores, iguales sonidos, idéntica figura geométrica
desplegada sobre el andén, las cientos de balas acom-
pasadas…, los únicos diferentes serán los cincuenta de-
portados que viajaban medio vivos en el antepenúltimo
vagón. Por fin, la muerte los ha liberado y los gritos se
han escurrido por las ranuras y la trampilla atravesada
con alambre de espinos.
Siento necesidad de bajarme del tren, curiosear las ma-
niobras de los soldados en el andén y mirar hacia el cielo
plomizo que toca el macizo. Podría hacerlo, pero no en-
tra en el guion que le han entregado al oficial. Mi situa-
ción es especial con respecto a los deportados -hombres
medio vivos o muertos- que viajan hacinados dentro de
los vagones; pero en mi particular papel se me manda
que no entre en escena hasta que llegue a la estación final
del viaje. Tengo que cumplir, aunque sepa que cada vez
amo más la poesía. Así que gastaré el tiempo en los que-
haceres rutinarios: masticar el bocadillo de salchicha que
el militar encargado de estos menesteres me ha ofrecido.
El hombrecillo de la bombilla ni se inmuta, cuando ha
llegado la hora del rancho; sigue lejano a todo lo que le
rodea, dentro del ensimismamiento que inició cuando
poseyó el objeto deseado. Noto a los once restantes más
José Luis Lobo Moriche
42
nerviosos, como si en silencio hubiesen conjurado entre
ellos una venganza o motín. Pero deben ser otros los
motivos. Me recuerdan la inquietud de un zorro enjau-
lado y expuesto al sol en la plaza de cualquier pueblo y
que al fondo está viendo los montes espesos de donde un
trampero lo sacó.
Aún no hay penumbra en el ambiente como para que
uno de estos doce poetas me devuelva el lirismo que los
actos mecánicos me han robado, ¡demasiada claridad pa-
ra el recogimiento interior! Aquí nadie reza, ni se apiada,
ni jura por Dios, ni te desea que Él te acompañe en esta
tarde tan llena de luz cegadora. Varios aviones de guerra
que sobrevuelan Sarrebourg y que se ocultan detrás del
majestuoso macizo me corroboran que julio de 1944 es
un mes poco espiritual.
Ha anochecido y la locomotora sigue parada, los ope-
rarios se han retirado y sólo el tren del dolor y dos mer-
cancías cargados con material de guerra permanecen en la
estación. El alto mando alemán no tiene prisas en que el
convoy alcance el destino final; poco le importa que
Sarrebourg apeste a cadáveres putrefactos y que por su
cielo vuelen pájaros que huyen espantados de tantos gri-
tos. Por fin, a las doce en punto de la noche, la loco-
motora expulsa violentamente una nube de gases oscu-
rísimos y el tren sale lentamente del pueblo. Cierro los
ojos e intento que el sueño me venza. Duermo entre las
palabras musicales de José Daniel y las revolucionarias de
Eulogio, inquieto por no saber qué ha sido de ellos. La
última vez que los vi fue el pasado mes de enero, en las
cercanías de París. Los tres servíamos de enlaces a la Co-
misión de Acción, tratábamos de interconectar a la recién
La luz encerrada
43
fundada Comac con la Organización de la Resistencia
Armada. Nuestra misión conjunta conllevaba muchos pe-
ligros porque, una vez ocupados Marruecos y Argelia, la
resistencia se nutrió de diversas facciones. En el intento
de aunar a La Armé Secréte, a Los Francs-tireur y a los
partisanos fue cuando les perdí la pista. Me temo lo peor,
y siento la necesidad del arrepentimiento. ¿Si ahora me
vieran que viajo, sentado entre Jaeger y Víctor, compar-
tiendo sus pastelillos? La angustia de no saber nada de
mis dos amigos me despierta, cuando el tren ya ha avan-
zado más de doscientos kilómetros, que hace tiempo que
atravesó el Rhin y se adentró en tierras alemanas.
Mis doce acompañantes comparten sus historias, no sé
qué motivos les han llevado a aislarse totalmente de los
„SS‟ y a formar un corro entre ellos. Ni a mí siquiera me
han invitado a que sea testigo directo de sus ensueños. Se
cuentan sin atropellarse mutuamente, dejándose oír. La
forma de la conversación, pues, es perfecta. El fondo si-
gue siendo intraducible para mí. Los saltos que dan con
la palabra los hacen tan libres como el vapor que des-
prende la locomotora. Sus pensamientos son amorfos,
sin aristas ni vértices. Ahora ellos son los que han forti-
ficado sus propios castillos.
-¡No, París es encantadora! Lo que la afea son los aviones
alemanes, que ensucian su cielo. ¡Con ellos es imposible
una primavera de flores! ¡Si las balas sólo pincharan co-
mo hacen los rosales!
-Mi mamá seguirá cultivando petunias en su huerto, pero
seguro que se le habrán marchitado, antes de que yo re-
grese a casa.
José Luis Lobo Moriche
44
-La solución para las flores de tu mamá es que las proteja
de las bombas, que no las riegue con el agua que reparten
los soldados, ¡apesta a orines!
-¿Y con qué las alimenta tu mamá? ¿Con los cagajones de
los caballos alemanes?
-¡Ni hablar!, allí todos somos muy pulcros, incluso nues-
tro perro Dick.
-Me gustaría hacerme de la semilla del veneno para sem-
brarla en las macetas de tu mamá.
-¿Y para qué?
-Pues… no sé. Algo se me ocurriría.
No entiendo nada, pero envidio esta sabiduría que les
protege. El hombrecillo de la bombilla no protesta ni in-
cordia al grupo de contertulios; al contrario, cada vez que
un compañero suyo poetiza el ambiente del vagón, él
acaricia con más ternura su objeto.
Jaeger y Víctor empiezan a mostrarse más rígidos. Se
han metido totalmente en el personaje maligno que cada
uno de ellos interpretará, cuando se levante el telón; pero
ya han iniciado el ensayo y dejado de consentir las fanta-
sías a mis doce acompañantes. De repente, tratan de mili-
tarizarlos. No hay mano que les extienda tabaco ni galle-
tas. Difícil que yo extrajese una moraleja. De mí, los mili-
tares también se han alejado. Bueno, no me sorprende,
estaba escrito en el guion.
El nombre que más suena en boca de los „SS‟ es Da-
chau. Parece que hubiese sido una palabra secreta para
La luz encerrada
45
ellos y para mí. Poco sé de esta pequeña localidad situada
a veinte kilómetros al norte de Munich, únicamente he
oído hablar de los vastos terrenos pantanosos que la ro-
dean. El convoy ha ralentizado la marcha al cruzar un
campo en obras lleno de traviesas y raíles. Pregunto a
Víctor de qué se trata.
-¡No preguntes tanto! Es un comando de Dachau.
Observo la indumentaria a rayas de los obreros, la uni-
formidad de los cuerpos enclenques y las cabezas rapa-
das, monótonas miradas deseosas de engancharse a un
tren que los lleve hacia el oeste. Busco preso por preso,
tratando de encontrar a mis dos amigos. Eulogio sobre-
saldría del grupo, porque es un buen mozo, espigado y
ágil. Rebusco entre las cientos de caras alineadas a lo lar-
go de la vía, pero nadie me regala que mis dos amigos
pertenezcan a este comando. Sin embargo, mantengo la
esperanza de reencontrarme con ellos en Dachau.
Los cuatrocientos kilómetros recorridos en esta última
jornada han mellado el aspecto físico de mis doce acom-
pañantes. Incluso al hombrecillo de la bombilla se le cie-
rran los ojos y deja caer la cabeza rapada sobre el hom-
bro de otro adormecido. Un fuerte „Achtung‟ le sobre-
salta. A partir de ahora tendrá que cumplir orden tras or-
den, para él y sus once amigos se les acabaron los tratos
consentidos. ¿Y a mí? Yo soy un deportado especial, fiel
cumplidor de compromisos. Me toca interpretar un papel
diferente a ellos en ese gran teatro que ha levantado el
nazismo, pero sin posible vuelta atrás. No cabe ninguna
duda si el personaje es trágico o cómico. Ya veremos
cuántas amarguras me arrastra la interpretación.
José Luis Lobo Moriche
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El escenario que se me ha presentado repentinamente
no ofrece ningún encanto, no se ve catedral alguna ni se
oyen campanas. El conjunto resulta como un territorio
de batalla previo al inicio de un feroz combate, en donde
se mantiene la rigidez militar en el emplazamiento de ca-
rros, coches y motos aparcados a las afueras de la esta-
ción. Hay un hervidero de hombres rapados y con trajes
a rayas que están siendo bajados de un tren mercancía.
¡Un millar de deportados más o menos! Busco entre ellos
una figura espigada, ¡nada!, ninguna señal de que José
Daniel y Eulogio vengan a coincidir conmigo en el cam-
po de Dachau. Han formado en grupos de unos cincuen-
ta hombres, y ahí llevan firmes más de dos horas ante el
oficial de guardia. Es un grupo demasiado numeroso co-
mo para que estos hombres pertenezcan a comandos de
trabajo. Supongo que el desembarco aliado habrá obli-
gado a los alemanes a que concentren los prisioneros más
cerca de Berlín y a que exploten al máximo la mano -no
barata sino gratis- que tienen a su alcance.
De pronto, nos han hecho levantarnos de nuestros
asientos y nos han colocado en el pasillo.
-Tú no te muevas de aquí, primero bajarán estos doce y
luego ya te mandaremos a que te incorpores al último
pelotón, ¿entendido? -me dice el oficial que acaba de en-
tregar unos papeles a uno de los „SS‟.
Al cabo de tres horas de haber permanecido formados,
los primeros deportados reciben las órdenes a seguir.
-Achtung, media vuelta -y cientos de miradas se quedan
perdidas delante de mi ventanilla.
La luz encerrada
47
Me cercioro de que José Daniel y Eulogio no han lle-
gado en ese convoy. ¿Y si no fueron detenidos?
-Achtung, derecha, izquierda, derecha. -y los veo cómo
salen de la estación en cinco filas.
Inmediatamente el andén ha sido ocupado por decenas
de „SS‟, que muestran un semblante mucho más maligno
que el que mantuvieron durante el viaje. Contemplar des-
de arriba las bóvedas de los cascos de acero impresiona y
paraliza tanto como el silencio con que envuelven la pa-
rafernalia y la figura geométrica que han conformado con
las piernas abiertas y la ametralladora por delante. Varios
„SS‟ abren los candados del primer vagón, luego desco-
rren los cerrojos de la portezuela lateral que da al andén.
Enseguida un oficial levanta una de sus manos y dos
militares violentan el portón. ¡Ni se oyen gritos! Los que-
jidos, si los comparo con la corriente eléctrica, no creo
que alcanzaran los doce voltios. Un vaho de aire viciado
por los orines y las mierdas se eleva con tal virulencia que
obliga a los „SS‟ a retirarse rápidamente del vagón y a
ponerse las mascarillas.
Empiezan a salir cuerpos entumecidos y manos que se
agarran la cara. Pero apenas les dan el tiempo necesario
para que estas varas que fueron torcidas violentamente
recobren la verticalidad. A golpes de fusta los mantienen
en pie. Me emociono con este milagro de la naturaleza
humana, ¡cómo lucharon por sobrevivir y cómo mantu-
vieron verde la savia! Los cuento una vez formados: ¡cin-
cuenta!
José Luis Lobo Moriche
48
Segundo vagón, tercero, cuarto. El sufrimiento huma-
no obliga a que uno se comporte siempre igual, si aún se
goza de las fuerzas necesarias para resistir. Los que las te-
nían limitadas, por ser viejos o enfermos, fueron conver-
tidos en chatarra durante el viaje. Los hombres que ahora
forman en el andén han quedado con restos de bilis en la
boca y con las tripas pegadas.
-Tú, ¿a dónde vas con esa bombilla? ¡Déjala en el asien-
to!
El hombrecillo no se despierta de su ensimismamiento.
Entonces Jaeger le arrebata la bombilla y la enrosca en un
casquillo vacío. El hurto violento le hace aflorar una baba
espesa mientras se mordisquea las muñecas. Hay dema-
siada luz en el exterior como para que ninguno de ellos
cuente otra bella historia. Antes de ser obligados a dejar
el vagón, me acerco al hombrecillo y le hago un par de
carantoñas, que él me agradece con una tierna sonrisilla
de complicidad. Sus once amigos empiezan a bajarse, al
tiempo que mueven sutilmente los labios, sin revelar a
nadie qué camino han iniciado y en qué posada se para-
rán a descansar. Él, en cambio, se resiste a abandonar el
vagón sin el objeto más preciado. Desenrosco la bombi-
lla y se la doy. Entonces, la guarda en uno de los bolsillos
y corre tras sus once amigos.
No han sido capaces de militarizar a los doce, ni „el
achtung‟ ni „el media vuelta‟ los han intimidado, ¡dema-
siado libres como para que vanas órdenes y restallidos de
fusta los derrumben! Al oficial que controla los movi-
mientos de los deportados no le habrá gustado la escena
burlesca, y enseguida ordena que los quiten del medio.
La luz encerrada
49
No se hace esperar, a empujones los meten en el interior
de una camioneta, que abandona rápidamente la estación.
En una de las portezuelas leo tres palabras que pellizcan
mi alma: „Castillo de Harthein‟.
Escoltado por dos „SS‟, me incorporan en una de las
cinco filas que forman los deportados del último vagón.
Aguanto impasible las tres horas que dura el cómputo de
prisioneros, respirando un aire contaminado por ciento
cincuenta cadáveres en putrefacción, ¡a partir de ahora
soy un preso más de Dachau!
51
Sin luces
rbeit macht frei‟, el trabajo da la libertad, es-
crito con letras de metal en la cancela de en-
trada al campo de prisioneros, me ofrece la
bienvenida. ¡Trabajo y libertad! -una de las consecuencias
del pecado original, por haber caído un hombre y una
mujer en la tentación de mordisquear la sensual manzana,
y también el goce de los descendientes de los pecadores
cuando se han acercado a la palabra divina para que los
haga más libres- conjugados caprichosamente con el hie-
rro. Atrás, hemos dejado los chalets donde los jefes
duermen la tranquilidad de conciencia; ante mí aparece
de pronto una mole infernal de cemento, en cuyos late-
„A
José Luis Lobo Moriche
52
rales se alzan treinta y cuatro bloques distribuidos alre-
dedor de una plaza abierta, en donde ahora miles de pri-
sioneros con las cabezas rapadas se esfuerzan para no ca-
erse. Marcho en formación y voy leyendo los letreros:
Cocina, Lavandería, Duchas, Talleres, Oficinas, Bunker,
Casamatas, Crematorios. Sin letreros que las identifiquen,
se elevan siete torres de vigilancia y una doble alambrada
electrificada. Impresiona esta fortaleza de Babel, que en-
cierra a cien ideologías expresadas con cien idiomas. So-
cialistas, comunistas, monárquicos bávaros, alemanes di-
sidentes, polacos, religiosos que se niegan a levantar el
brazo en honor a un dios de tierra y entre ellos yo, Peter
Leclaux, a quien mis dos amigos españoles llaman „Profe-
sor‟.
Me angustia desconocer con qué señal distintiva los ha-
brán marcado en el lado izquierdo de la americana, ¿con
la „S‟ de español o con „la azul‟ de antipatriótico? A mí,
seguro que me atenuarán los pecados con „la verde‟ que
identifica a los prisioneros de delito común. Pregunto al
preso que me precede en la fila si hay muchos españoles.
-No, los hombres de los Pirineos van a Manthausen. Es
raro que pasen por aquí. No te intereses por ningún es-
pañol, puede ser que a quien buscas sea ya ceniza en Gu-
sen.
Llevamos en fila más de una hora. Víctor y Jaeger son
quienes enderezan los cuerpos que se van derrumbando.
Con las vergas en las manos gozan de un parecido sem-
blante demoníaco: la tez tirando al color hepático que da
el alcohol, los ojos algo achinados, la mirada inquieta y
maligna, las pupilas brillantes como un reptil. Los dos go-
La luz encerrada
53
zan de estos caracteres de la uniformidad, porque ambos
sirven a la misma causa con idénticos métodos.
Tres camiones acaban de entrar en la plaza. Como si se
tratase de un espectáculo público diseñado para atemo-
rizar a los espectadores, decenas de presos bajan ante no-
sotros los cuerpos putrefactos de los franceses asesinados
en el tren y, amontonados en un carro tirado por varios
prisioneros, son transportados a los crematorios. Al fon-
do, por las chimeneas, se eleva una columna de humo
que se va extendiendo por encima de los tejados de las
barracas. Un Blockführer nos regala las primeras pala-
bras.
-¡Achtung, derecha! ¡Sabed que de Dachau sólo se sale
por esas chimeneas!
Nosotros hemos sido los últimos deportados y todavía
no lucimos los trasquilones en la cabeza. Empieza el
tercer recuento, nuestros nombres son pronunciados por
última vez. A partir de ahora seré el número cosido a mi
americana.
-¡Peter Leclaux, el número 30.031! ¡Aquí tienes tu ropa!
¡Bloque 30! ¡Lleva visible el distintivo verde! ¡Atento a
cuando suenen tres pitidos! ¡Antes del tercero, tienes que
estar formado delante del bloque!
Me han rapado la cabeza, fumigado y duchado con el
grupo de franceses que viajaron hacinados en el tren. No
he visto a ninguno de ellos retorcerse ante el dolor de
tripas que les abrasa, a pesar de que llevan cuatro días sin
probar alimento. Pocos han entrado en las letrinas, por-
que no tienen nada que cagar. Sentarse sobre la taza del
José Luis Lobo Moriche
54
váter, en grupos de doce, no es muy íntimo que digamos;
pero aquí se pierde lo esencial del individuo, te lo arre-
batan. Al defecar en compañía de otros, he sentido el pri-
mer hachazo invisible.
Un pitido de silbato, un segundo y ya estoy formado
delante de mi futuro hogar. Sólo uno de los deportados
que compartirán conmigo el bloque 30 no ha cumplido la
orden. Se incorpora a fila, una vez que han sonado los
tres pitidos de llamada. El pobre hombre llega renquean-
do; y esa tara física significa, en el código del terror, que
un cojo no sirve para el trabajo. Resiste como puede los
veinticinco primeros cachiporrazos pero, a mitad de la
segunda tanda, se cae vencido. El decano del bloque 30,
un alemán que goza de algunas tolerancias debido a su
veteranía, se dirige al Blockfürer y le pide que el grupo de
detenidos pueda mantenerse en silencio durante un mi-
nuto. Accede, y el veterano monta en un carro al muerto.
Nadie rechista mientras nos aguantamos la respiración
entrecortada, ¡la liturgia del silencio! Más tarde, ese hom-
bre solidario cruza conmigo unas palabras de bienvenida
con un tono amistoso. Se ha pegado a mí y, mientras me
coloco el traje a rayas que me han entregado, me pregun-
ta a qué grupo de trabajo quiero que me asignen.
-Ya veré, sé hacer muchas cosas y estoy fuerte como un
roble.
-Los informes que el oficial de las oficinas le ha entre-
gado al Blockführer hablan bien de ti. ¿A qué se debe
este privilegio?
La luz encerrada
55
-Soy un preso político, y quizás me utilicen como intér-
prete. Les cambiaré parte de mi sabiduría por una sopa
más espesa, para que pueda mantener verde la savia de
este árbol que llevo dentro.
-¡Qué raro que sepas de antemano cuál será tu trabajo!,
¿no? Pues, hoy vas a debutar con la sopa clara, ¡un ten-
tempié! ¡Vamos, a formar!
A golpes de silbatos hemos formado delante del bloque
y al rato tres „SS‟ pasan lista. A veinte viajeros del tren del
dolor nos ha correspondido la misma barraca. Al tiempo
que van llamando a cada número y éstos contestan sus
nombres, intento memorizar los físicos de los deporta-
dos. Hay alemanes, franceses, polacos, italianos, pero
ningún español. Por fin reparten la sopa, es tan clara que
se ve el fondo de la cacerola. Apenas bebo el caldo, me
mojo los labios, ¡huele a cebolla y zanahoria! Uno de los
recién llegados se la ha embuchado de un único tirón. Se
lame los labios e intenta sacar de donde no hay. Le doy la
mía y se la echa a pecho.
-¡Ya habéis comido bastante! ¡No os vaya a sentar mal!
¡Mañana será otro día! -es la lluvia de improperios que
moja constantemente la piel de los detenidos, unas gotas
frías que van calando tejido tras tejido hasta que consigan
penetrar en la última corteza del ánimo.
Nos han metido dentro de la barraca. Me han asignado
la litera de arriba, al fondo de la tercera fila. Tengo que
alcanzarla trepando una escalerilla. No creo que la suerte
haya influido para que desde ella vea la plaza, seguro que
José Luis Lobo Moriche
56
la ventana estaba asignada de antemano para mí. ¿De qué
gozarán mis dos amigos?
-¡A buen sitio has venido a caer! ¿No serás un kapo? -me
pregunta mi vecino de litera.
-¡He comprobado que contigo se tienen que andar con
pies de plomo! Me llamo Peter, Peter Leclaux, para lo
que necesites.
-Gracias, pero aquí las necesidades son otras. ¿De dónde
vienes?
-¡De darme de jeta con los alemanes! ¡Están en todas par-
tes!
-Sí, pero no sabemos hasta cuándo. ¿Qué noticias corren
por París?
-¡Las cosas pintan para los vichistas…!
-¿Bien o mal?
-Se palpa un clima revolucionario. La depuración y ejecu-
ción de los colaboracionistas están muy extendidas entre
los miembros de la resistencia.
-¡Hombre, el desembarco habrá contribuido a sacar pe-
cho!, ¿no?
-Pero, creo que han perdido el norte.
-¿El norte?, ¿por qué lo dices?
-¡Incluso se enfrentan con los gaullistas y norteamerica-
nos!
La luz encerrada
57
-¿Con las armas no será?
-¡Qué va, es una lucha de ideas!
-¿De ideas? Ahora debe imperar una única meta, después
ya veremos. ¿Y tú qué solución ves?
-¿Solución? Quizás en que destinaran las Fuerzas France-
sas del Interior como unidades de asedio en las bolsas de
resistencia alemana.
-¡No es mala idea! ¡Están preparados para ello! ¡Los repu-
blicanos españoles son muy bragados! ¿Pertenecías al
„FFI‟?
-Sí, con carnet 2015.
-¡Y la bandera francesa terciada!
-¡Ah, nuestra bandera! ¡Un carnet sin fecha ni foto!
-Se me olvidó decirte mi nombre: ¡Duftin Saussure!
-Duftin, ¿cuánto tiempo llevas en Dachau?
-Aquí, setecientos tres días. Ha pasado casi un lustro des-
de que me detuvieron. Estuve otros dos años en los cam-
pos de Flossenborg y Stutthof. Allí, a los que estaban en
fase terminal, los liquidaban con inyecciones de fenol, ¡de
musulmanes nada!
-¿Gasean en Dachau?
-No sé, creo que no; pero las duchas las tienen prepara-
das. Espero que ninguno de los dos las estrenemos. Se
acabó la charla, han sonado los pitidos de silencio.
José Luis Lobo Moriche
58
-Gracias, Duftin. ¡Hasta mañana!
A las cinco han tocado diana, en la barraca se aprende a
repetir los movimientos de los veteranos, vas detrás de
ellos tratando de imitar sus acciones: el aseo personal, la
visita al váter y a estar en fila antes de que oigas los res-
tallidos de las fustas sobre tu espalda. Voy pegado a la
sombra de Duftin e incluso retiro con ganas el tazón de
agua sucia que debo tomar. Todo va encadenado, el lla-
mado desayuno con la formación en la plaza; luego, oír
tu número y pasar a la fila del comando asignado.
A Duftin lo han destinado a un comando de limpieza.
Al rato lo veo pasar por delante de la fila en donde espe-
ro a que me destinen al trabajo correspondiente. El de-
cano empuja con otros cinco deportados un carro; luego,
salen del campo y enseguida entran con decenas de
muertos. ¡No tengo dudas, los viajeros del tren del dolor!
Aparcan el carro a la puerta de los crematorios; una hora
después, las chimeneas humean sobre los tejados de las
barracas.
-¿Número 30.031?
-¡Yo!
-¡Sígueme, y no preguntes!
Me han llevado a la oficina central, „Arbeitsstatistik‟,
anuncia el letrero del edificio. Por respeto a la memoria
de José Daniel y Eulogio, prefiero callar las insinuaciones
que el jefe de la oficina me ha hecho y los planes que el
Arbeitsdienstführer ha diseñado para mí. Mi trabajo será
mucho más liviano que el de Duftin, incluso me dará la
La luz encerrada
59
oportunidad de no olvidarme de los idiomas que hablo,
sobre todo de la lengua rusa. Estaré, pues, varios escalo-
nes por encima de mis compañeros de barraca y esa si-
tuación privilegiada podría acarrearme problemas con
Duftin y demás presos. ¡Tendré que ser sincero con el
decano! Además, él también me necesitará. ¡El estómago
nos pide que lo llenemos de vez en cuando o, por lo me-
nos, que evitemos que se nos peguen las tripas!
He probado, al mediodía, la sopa que se asemeja al se-
rrín de madera y, de noche, más sopa con legumbres se-
cas, col y nabos. Tendido sobre la litera, los reflectores
me ayudan a que pueda extender mi campo de visión
hasta el final de la plaza. Simulo que pienso en algo tras-
cendente, pero en realidad lo que estoy esperando es que
Duftin me dé la oportunidad de que pueda abrirme a él.
-¿Cómo te ha ido el día?, me pregunta con un tono des-
concertante y sin apartar la mirada de la bombilla en la
que tiene clavados sus ojos.
-¡Se ve que necesitan a alguien que entienda ruso! He pal-
pado mucho nerviosismo entre los oficiales nazis, como
si se temiesen que la liberación de París fuese cuestión de
días.
-¿En qué consistirá tu trabajo?
-Quieren que les traduzca al inglés y al ruso algunos do-
cumentos.
-¡Vaya!, ¿y no temen nada de ti?
José Luis Lobo Moriche
60
-¡Supongo que la Gestapo pondrá las máximas pre-
cauciones! ¿Crees tú que en nuestra barraca hay algún ka-
po?
-No sospecho de nadie, pero tienes que andar con bue-
nos pies. Como te resbales, ¡ni traductor ni nada!
-¿Perteneces a algún comité?
-¿Por qué lo preguntas? ¿Tengo cara de revolucionario?
-¡Cuenta conmigo! ¡Alguna información válida podré sa-
car de la oficina! Busco la pista de dos amigos españoles,
los perdí de vista en una encerrona que nos tendió la Car-
linga a las afueras de París.
-¡Qué partida de cabrones!, ¡son peores que la misma
Gestapo!
-¿Los conoces bien?
-¡Esos perros lucharon en contacto con la Brigada Nor-
teafricana!
-¡Sí, he oído hablar de esa Brigada! ¡Musulmanes adictos a
la causa nazi!, ¿no?
-Ya te dije que son unos cabrones, combatieron en Tulle.
-¡Duftin, quiero revelarte un secreto!
-¡No hace falta que te esfuerces, Peter!
-Te lo supones, ¿verdad? Yo también presté servicios de
información a la Carlinga.
-¿Y con qué operaciones traicionaste a Francia?
La luz encerrada
61
-Fue de Pierre Loutrel, „El Loco‟, de quien aprendí el an-
sia de los sobornos. Ocultaba su personalidad bajo un tu-
pé, las cejas rectas, el ancho de la cara, la ampulosidad, a
mi lado parecía que él era un verdadero profesor de ins-
tituto.
-¿Conociste al jefe?
-No, a Henry Lafont no lo vi nunca, yo no tenía acceso a
la sede en 93, Rue Lauriston de París. Mis contactos no
llegaron por encima del comisario Bonny.
-Entonces, ¿qué pintas en Dachau?
-¡Eso mismo me pregunto en las noches de desvelo!
-¡Me dijiste que no eres un kapo!
-¡Y no te mentí, Duftin! Las cosas no estaban como para
andar titubeando, caí en las trampas de los nazis y sigo
enredado entre miserias y traiciones. Mi misión aquí es
muy ambigua. Necesitaban un traductor de ruso, pero
pensarían que con un falso preso político mataban dos
pájaros de un tiro.
-¡Uno el ruso!, ¿y cuál es el otro pájaro?
-Informar al Lagerführer de cómo está organizado el
Comité Internacional. Aquí consto como un delincuente
común, nadie sabe mi turbio pasado.
-¿Y ahora qué vas a hacer, si duermes junto a tu enemi-
go?
-¡Mis enemigos están fuera de las barracas! Un tren ati-
borrado de dolor y doce locos me hicieron cambiar de
José Luis Lobo Moriche
62
bando. Me gustaría ser tú, ¡Duftin Saussure! Naciste Duf-
tin y mantienes el nombre. ¡Nunca te traicionaste! Yo, en
cambio, nací Simon pero les di a los nazis una goma para
que me borraran el nombre.
-¡Ya no te darán la oportunidad de que retrocedas! Estás
obligado a seguir el juego, condenado a llamarte Peter
Leclaux.
-¡Un juego muy peligroso!, ¿verdad, amigo?
-Partes con ventaja, tienes carta libre para cotorrear con
los decanos de los bloques y encima el Blockfürer te hace
la vista gorda, ¿qué más quieres?
-Me atormenta el papel de chivato, ser un cómplice del
nazismo; además, la losa de la traición me está aplastando
lentamente.
-¿Qué me dices de esos dos republicanos españoles?
-Trabé con ellos unos lazos fortísimos de amistad. Te ju-
ro que nunca los delaté. Me serví de ellos para informar
de la estructura interna de los comités que conforman la
„FFI‟, pero carecían de peso político. Colaboraban con la
resistencia en la distribución de los panfletos, sobre todo
con „Combat‟ y „Liberation‟. ¡Nada de redactar los artí-
culos!
-Entonces, ¿qué te atormenta?
-¡Que crean que yo preparé la asamblea en una granja de
las afueras de París! Yo desconocía que la Carlinga estaba
al tanto de la reunión. Fui yo quien les informé de los
La luz encerrada
63
propósitos de la „FFI‟, porque los dos querían dar un sal-
to cualitativo en las operaciones de la resistencia.
-¡No te obsesiones!, ¡las circunstancias mandan! Que des-
canses, buenas noches.
-Gracias, Duftin, de nuevo.
**********
Han pasado dos semanas desde que el hombrecillo de
la bombilla fue hospedado, como conejo de laboratorio,
en el Castillo de Harthein; yo llevo el mismo tiempo en
Dachau como servidor de la Gestapo. Desconozco qué
le habrán arrancado a aquellos doce sabios; durante estos
quince días, he recuperado el honor perdido y he dejado
de sentirme un apátrida. Tengo que convencerme de que
mi transformación no ha sido un cambio de chaqueta
motivado por ser consciente de que la guerra ha dado un
vuelco tremendo a raíz del desembarco aliado. ¡Esos do-
ce locos, aquel tren del dolor! ¡Junto a Duftin, ellos son
los referentes de la dignidad! Esta mañana estoy deseoso
de encontrarme con el veterano para adelantarle el conte-
nido de la conversación que los oficinistas han manteni-
do y comunicarle que pronto me reuniré con mis dos
amigos españoles. Allí está, con el garfio en las manos y
con la rabia en sus vísceras.
-Duftin, tengo buenísima noticias, ¡tantas que me atu-
rrullo!
José Luis Lobo Moriche
64
-¿De qué se trata, Peter?, perdón, Simón.
-Hitler ha sufrido un atentado. Todo está muy confuso,
pero el hijo de perra ha salido ileso.
-¡Eso es lo de menos! Es vital que las víboras aniden de-
bajo de la mesa de su despacho.
-¡Sí, el desembarco…! ¡Pero falta que los aliados tomen
París! ¡No creo que tarde más de un mes!
-¡Hay que resistir! Te presentaré al jefe del comité patrió-
tico de Dachau. ¡Pero extrema las precauciones con tus
informes al Lagerführer!
-¡No es sólo el atentado! ¡Mis dos amigos, Duftin!
-¿Has sabido algo?
-¡Están en Mauthausen, pero en unos días llegarán a Da-
chau!
-¿Cómo te las ha arreglado?
-En el documento relativo a la entrada de deportados no
constan los motivos para la llegada de un tren desde
Mauthausen. ¡Están en la lista, destinados al bloque 25!
-¡Vamos a celebrarlo!
-¿Con champán francés?
-¡Con algo mejor! Te enseñaré nuestro himno, „El canto
de los pantanos‟.
La luz encerrada
65
Lejos, hacia el infinito, se extienden
los grandes prados pantanosos.
Ni un pájaro canta
en el árbol seco y hueco…
Pero un día, en nuestra vida,
la primavera florecerá de nuevo.
67
Algo de luz: El Comité
l mes de agosto de 1944 nos ha traído la libera-
ción de París, pero no ha sido tan generoso con
los deportados de los comandos externos que, a
golpes frenéticos, refuerzan las trincheras de las líneas
militares cercanas a Dachau. Tanto drenaje de zonas pan-
tanosas significa un repliegue de las fuerzas alemanas
asentadas en Francia. El Comité de Resistencia así lo in-
terpreta. Pero aquí el paisaje geométrico que conforman
las alambradas con los barracones y torres mantiene el
aspecto tétrico o incluso ha empeorado. Los comandos
entran y salen marcando el paso con unos esqueletos que
apenas dan sombra y cuyos ojos ya no les pertenecen,
E
José Luis Lobo Moriche
68
porque están escondidos. Dentro, algunos deportados
menos ahuesados encuentran un panorama peor: sufren
los experimentos salvajes de los médicos nazis. Un docu-
mento que he podido hojear habla de estudios sobre ma-
laria, tuberculosis, hipotermia, potabilización del agua sa-
lada, interrupción del sangrado. Este es el cementerio en
el que esta mañana ha entrado un nuevo convoy que hu-
yó de Francia. ¡Los que han llegado ni siquiera saben que
París fue liberado mientras ellos trataban de atrapar algo
de luz y aire dentro del vagón!
-¡Debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia y
no tendréis por qué temer al gas! -les grita Jaeger, mien-
tras restalla el ligamento de caballo sobre la espalda de un
moribundo.
No veo el cuerpo espigado de Eulogio, quizás porque
haya perdido el porte elegante y hoy sea una vara encor-
vada y sin apenas vigor. ¡Si José Daniel tuviera entre sus
manos un clarinete o un acordeón! Entonces, la plaza de
Dachau sería bella, porque con los acordes de fiesta an-
daluza tensaría las alambradas hasta romperlas y ende-
rezaría los cuerpos oxidados. ¡O si el hombrecillo de la
bombilla fundida, vestido con una larga levita y con su
mirada torcida, se parase delante de cada pelotón de pri-
sioneros! Entonces, los colmaría de candidez y ternura.
Desde el ventanuco de la barraca veo la repetitiva escena
intimidatoria de un carromato lleno de cadáveres, apar-
cado a la puerta de los crematorios. Duftin hace el traba-
jo rutinario con frialdad e incluso a veces arroja violen-
tamente los cuerpos, para que definitivamente el dolor se
haga ceniza. Tiene entre sus manos el largo garfio de hie-
rro con el que arrastra los sufrimientos muertos. Humean
La luz encerrada
69
las chimeneas y los inciensos del terror se van exten-
diendo por encima de las filas de los deportados. ¡Otra
liturgia, la de bienvenida a un nuevo infierno!
Para alcanzar la oficina principal del Lagerführer, pre-
meditadamente empiezo a rodear la plaza. El desequi-
librado Víctor restalla el „schlague‟ en el aire y viene en-
demoniado a mi encuentro. Antes de que se alivie de su
ira, le enseño mi credencial de oficinista; pero la fusta
baja impetuosamente y encuentra al prisionero recién
llegado que tiene más cerca de él. No ha habido ningún
porqué. Paso a la derecha del primer pelotón de prisio-
neros, los están desparasitando. Pelotón tras pelotón de
cuerpos desnudos, llego a las oficinas. Encima de la mesa
del escribiente están los documentos con los nombres de
los nuevos deportados. El papel oficial donde constan
los nombres de mis dos amigos es el 3247/08/44. Es un
impreso tipo cuartilla, fácil de copiar para un hombre que
fue agente de la Carlinga. Pacientemente espero a que el
escribiente se ausente de la mesa de trabajo. Cojo la plu-
ma del palillero y en menos de dos minutos he falsificado
la letra, puesto los sellos de rigor y hospedado a José
Daniel y a Eulogio en el bloque 30, debajo de los pies de
Duftin. Mientras transcribo al ruso las palabras de un ofi-
cial soviético reflejadas en un documento confidencial
que el Lagerführer debe enviar a Berlín, el escribiente se
dirige a entregarle las fichas de los nuevos presos al mili-
tar que coordina la distribución. En ninguna de mis ante-
riores acciones subversivas en favor de la Carlinga mi co-
razón había palpitado tan aceleradamente. Ni nunca viví
un instante de tanta tensión emocional como para sentir
la necesidad de tomarme un café.
José Luis Lobo Moriche
70
Tengo que recomponer la serenidad perdida, un tintero
se me ha caído de las manos y la tinta ha emborronado
de azul un documento. El escribiente me vomita su vene-
no, intento concentrarme en el texto y olvidarme de la
llegada de mis dos amigos. Un rato antes de que finalice
la jornada de trabajo en la oficina, me escondo bajo la
americana una tarra de margarina y un bollo de pan.
Duftin se ha contagiado de mi estado eufórico al cono-
cer la llegada tan deseada por mí. Le ha cogido de sorpre-
sa, sobre todo desconocía mis habilidades como falsifi-
cador. Si aún no estaba convencido del cambio brusco de
actitud que yo había adoptado ante el nazismo, ahora es
consciente de que estoy arriesgando la vida por dos pre-
sos españoles, ¡demasiados compromisos, cuando se trata
de sobrevivir!
-¡Toma, comparte la margarina de los oficinistas! ¡La he
birlado de la estantería!
-¡Guárdala para tus amigos!, ¡el Comité nos necesita fuer-
tes y sanos! ¡Las cenizas me quitan el hambre!
-¿Y quién coordina el Comité Internacional de Resisten-
cia?
-Le llamamos Genet. ¡Es un sacerdote polaco!
-¿Un sacerdote católico en Dachau?
-El bloque 28, contiguo al nuestro, está reservado para
los religiosos. ¡Un bloque entero!
-¿Qué tiene que ver la religión con el sueño de la nueva
Europa?
La luz encerrada
71
-Hay muchos testigos de Jehová que se negaban a le-
vantar el brazo al estilo fascista y algunos católicos disi-
dentes. Son los únicos prisioneros que gozan de ciertos
privilegios, igual que los presos políticos que actúan co-
mo kapos. ¡No te olvides de que el honor de Alemania
está encerrado en estas jaulas!
-Entonces, los curas son unos privilegiados como yo,
¿verdad, Duftin?
-¡Valiente pájaro volandero eres!
-¡Oye, Duftin, no he visto a ninguna mujer en el campo!
¡Necesito faldas cerca de mí!
-¡Golpea en las puertas de los chalets!, ¡a ver cómo te re-
ciben los fascistas! Creo que hay una veintena de presas
políticas alemanas en un módulo externo. De vez en
cuando, algunas con estudios de medicina vienen al Re-
vier.
-El Revier es la enfermería, ¿no? ¡Pues ya me tienes con
las tripas perforadas!
**********
Los presos se agarran a las asas de los pequeños tarecos
que aún retienen en la memoria para elevarse por encima
de las nubes de cenizas que cubren Dachau. ¡Yo también
me consideraba un preso, pero ahora me he liberado de
algunas de las trabas con las que voluntariamente me dejé
José Luis Lobo Moriche
72
atar! Me siento más libre y gozoso al contemplar desde la
puerta de la barraca cómo los pelotones de los depor-
tados novatos se dirigen desde la plaza a los respectivos
bloques. El grupo de prisioneros que ha doblado a la iz-
quierda y viene de frente a mí está formado por treinta
hombres. Visten a rayas, igual que yo. Marchan al com-
pás que les marcan los golpes de silbato y los restallidos
de las fustas, conformando una rara mancha uniforme y
listada. No percibo que la cabeza de Eulogio sobresalga,
ni mucho menos oigo los tarareos de José Daniel. „No te
inquietes‟, me digo entre dientes. Los trescientos metros
que me separan del pelotón se me hacen la distancia en-
tre dos galaxias. ¿Y el tiempo? ¡Se ha tenido que oxidar la
maquinaria que lo mueve! ¡Ni llegan las expresiones „de
pronto‟ ni „de repente‟ con las que desahogamos nuestras
impaciencias!
¡Tan poco espacio en tanto tiempo, que me he quedado
petrificado cuando he visto una figura altiva que abre la
tercera fila del pelotón! ¡Sí, es mi querido Eulogio! ¡Como
siempre, está hablando consigo mismo! ¡Acaba de entrar
en un campo de alambradas y seguro que el primer obje-
to que se le la ha venido a la cabeza son los alicates! En
cambio, José Daniel insuflará el aire que se ha traído de la
Sierra al clarinete de sus labios, ¡las musas le ayudarán a
resistir los chirríos del descompás!
José Daniel es el quinto de la cuarta fila, algunas notas
acompasadas habrá entonado que no le han gustado al
Blockführer. El ritmo contrario al fragmento de su melo-
día lo marca un filamento de caballo con forma de fusta
sobre la espalda de mi amigo. He sentido mil puñaladas
en mi vientre al contemplar ante mí cómo su menudo
La luz encerrada
73
cuerpo se ha reclinado hacia delante y luego un segundo
fustazo le ha devuelto el equilibrio.
-¡Nooo! -le grito furiosamente al Blockführer.
Mi rechazo a la violencia de cualquier nazi le hubiese
supuesto mil tormentos a otro prisionero. Con una arti-
ficiosa sonrisa, trato de devolverle la autoridad que le he
quitado; luego, me acerco a él y le susurro al oído: „A este
español de mierda no lo estropees tan pronto, le tengo
que sacar mucha información. El Lagerführer nos lo
agradecerá a los dos‟.
No creo que ninguno de mis dos amigos se percate de
que también la Muerte los recibe con cara y cuerpo de di-
sentería, como si ella ofreciese la más hermosa de las es-
peranzas o, quizás, la alegría del reencuentro los haya
envalentonado para que ambos me levanten jubilosamen-
te sus brazos. Como cualquier deportado recién llegado a
Dachau, llevan en fila más de una hora, tiempo que pa-
cientemente espero de pie en las escalerillas del bloque,
sin haber apartado mis ojos de José Daniel y de Eulogio,
con el deseo de transmitirles confianza y que sigo cerca
de ellos. Tras una de las ventanas de la barraca, Duftin
está atento a los movimientos de los recién llegados,
atraído por la presencia en Dachau de dos republicanos
españoles. Luego, el Blockführer repite las consabidas ór-
denes intimidatorias de bienvenida y acaba señalándoles a
los „pedazos de mierda‟ las chimeneas de los crematorios
como única salida posible.
-¡Scheis-stück! Von hier geht es nur durch den Scherns-
tein raus.
José Luis Lobo Moriche
74
A partir de este momento serán dos números cosidos
a sus americanas que se mueven al son de los silbatos.
Por fin, rompen fila y corro hacia ellos. Los tres nos uni-
mos en el mismo abrazo, pero con diferentes lágrimas.
-¡Oh, Profesor!, ¡perdóname mis dudas!, -me dice el
músico, envolviendo sus ojos con el brillo lírico de una
plegaria-. Creíamos que nos habías traicionado, que la
reunión en la granja de las afueras de París había sido una
encerrona tuya.
-¡Espero que hayáis enterrado vuestros recelos! ¡Qué bien
te veo, José Daniel! ¡Y tú, electricista, a ver si aguantas el
alto voltaje de esta maquinaria nazi! ¡Ah, os presento a
Duftin! Es algo más que un mero vecino de litera, acarrea
los muertos y los convierte en ceniza.
-¡Seréis los primeros españoles que haya tenido el Comi-
té! ¡El Profesor os adora y, a su vera, el viento os soplará
de cara!
-Ya he sido testigo de los primeros soplidos de pro-
tección, como cuando nos metíamos en jaleos con los
nazis durante las veladas nocturnas en los burdeles de
París, ¿eh, Peter?
-¡No, Peter Leclaux murió para siempre! ¡He renacido
como Simon Saussure! Es una larga historia que, después
de la sopa, os descubriré; ahora nos urge que os apuntéis
a un comando, con el fin de que no terminéis arrojados al
precipicio como un paracaidista.
La luz encerrada
75
-¿Podremos resistir? -me pregunta Eulogio con un tono
tan limpio como la imagen que seguramente haya proyec-
tado su cerebro.
-¡Si tus fuerzas empiezan a flaquear, puedes terminar co-
mo una cobaya en los laboratorios de la Bayer!
-¿Tanta deshumanización, Profesor? ¿Ni siquiera una me-
lodía silbada por José Daniel les devolvería el rostro hu-
mano?
-¡No tienen vuelta atrás, se desfiguraron en el año 1933!
¿Sabéis que en el Instituto de Higiene de la „SS‟ nos me-
ten en bañeras de hielo para controlar los efectos fisio-
lógicos del frío?
-Profesor, ¡hazte de unos alicates para mí!
-¡No, nada de locuras! ¡Apúntate como electricista y
quizás tengas la oportunidad de resistir hasta que los alia-
dos lleguen!
-¿Resistiré?
-¡El Comité te dará la moral! Yo te proporcionaré el
chocolate que necesites. ¡Esta noche probarás la marga-
rina! ¿Qué más quieres?
-Y si no resisto, ¿conseguirás unos alicates, Profesor?
-¡No me gustaría ver todas las mañanas, sobre la mesa del
Lagerführer, tu cabeza desosada pisando los papeles que
yo debo traducir! ¡Serás un electricista! ¡Por favor, no le
des más trabajo al pobre Duftin!
José Luis Lobo Moriche
76
-¡Profesor, no se preocupe…, llegado el momento de que
visitara los crematorios, le haríamos los honores mereci-
dos!
-¿Qué honores a un muerto inservible?
-¡Aquí aprovechan todo! ¡Incluso podrías terminar como
pastilla de jabón! ¡Abre la boca! ¡Vaya, no tendría que
arrancarte ningún diente de oro! ¡En cambio, tus hue-
sos…!
-¿También los huesos?
-¡Un hueso machacado es superfosfato!, ¡no lo olvides!
-¡Duftin, ya le has dibujado el panorama que le espera si
no…! En cuanto a ti, mi querido José Daniel, que las ar-
tes te amparen para que tu rostro no tome el color de la
cera y seas un esqueleto con piel.
-¿Qué debo hacer, Profesor?
-Después de la sopa, os irán numerando y os asignarán a
un comando. ¡Di que eres músico!, ¡pero antes, quítate la
gorra…, que no estaré presente para detener los fustazos!
-¿Y qué me deparará la música?
-Te destinarán al Lagermusik. Di que tocas bien el acor-
deón. Esta noche ensayaremos el „Dachaulied‟. Mantenga
un hombre, compañero, sé un hombre, compañero. ¡Venga, que os
llaman a la sopa!
**********
La luz encerrada
77
Ni siquiera las buenas noticias que traslado al electri-
cista le sosiegan. En parte, le comprendo. ¡Es un tipo que
se agobia entre alambradas! Intento convencerle de que
se olvide de una fuga…, que es cuestión de aguantar va-
rios meses…, que la liberación está muy próxima. El ve-
rano de 1944 está dando las últimas boqueadas y ello ha
acrecentado su idea de alcanzar la frontera suiza, antes de
que la nieve cubra los valles. Duftin ha conversado con él
varias veces e incluso le ha presentado a Genet y a los
miembros más destacados del Comité. ¡Ni cura ni Comi-
té! Él sólo ve ante sí unas lejanas sierras revestidas con
flores de castaños; apenas se ha contagiado del opti-
mismo de nuestro jefe, cuando le ha manifestado que la
llegada de más prisioneros a Dachau desde el campo de
Natzweiter-Struthof es señal de que los alemanes están
evacuando los campos más cercanos a las líneas de los
americanos y rusos. En cambio, sí le ha conmovido la
noticia de la rebelión de un comando en Auschwitz, ¡el
electricista tiene la sangre de los jacobinos! Todas las ma-
ñanas pasa por delante de las oficinas portando una esca-
lera para cumplir con el parte de las averías. Le silbo y me
saluda levantando una de sus manos y enseguida sacude
nerviosamente los dedos, tratando de transmitirme que él
no aguanta más calambres, ¡que se pira! Entonces com-
prendo que la idea de fuga se ha pegado a su cerebro y
que ya no hay quien se la despegue. Conozco su testaru-
dez y valentía, y estoy decidido a ayudarle.
Al músico le han dado un acordeón y en él ha encon-
trado al acompañante ideal para pasearse por las sierras
de su pueblo, allá en el suroeste de España. En un lateral
de la plaza, cerca del Revier y del bloque de los curas, es-
José Luis Lobo Moriche
78
tá la pequeña plataforma en donde la orquesta ensaya. A
veces, antes de que llegue el „SS‟ que ejerce como direc-
tor, oigo los acordes del acordeón, los únicos instantes
líricos que se cuelan en Dachau. Toca jotillas, sevillanas y
también unas cancioncillas populares desgarradas que
desconozco. Él no necesita planear una fuga, que sabe
que no le llevaría -por unas veredas heladas- hasta la Sui-
za libre. „Eins, zwei… drei… vier…‟, y toca marchas por
la mañana y por la noche en el entarimado, cuando los
comandos salen y entran en el campo. Esta mañana se ha
subido al estrado y ensaya una marcha marcial que suena
arrebatadora, casi alegre. La música atenúa el sufrimiento
del músico, mientras ve cómo salen cientos de hombres
huesudos. Luego, el Comandante de Campo aparca su
motocicleta en un rincón de la plaza y ni siquiera la mú-
sica le conmueve para que frene la aparatosidad del cas-
tigo que el „Sanguinario‟ le está infligiendo a un pobre
hombre que ya ha alcanzado el estado terminal de mu-
sulmán. „La música les acentúa la represión‟, me dice
constantemente José Daniel. ¿Qué sentirá el hombre de
la batuta, cuando apoya las punteras de las botas y les
marca el compás?
-¡Tocad tal como ensayamos! ¡Transmitidle al jefe la fuer-
za embriagadora de esta marcha! -grita el „SS‟ que hace de
director.
El músico sabe que no obtendrá una sopa más espesa ni
que nadie le liberará de nada, que es él quien debe reco-
rrer a solas los caminillos que la música haya abierto. Va-
rios militares vestidos de negro y gorras adornadas con
calaveras acompañan al Comandante, quien se ha apos-
tado frente a la orquesta. Es pequeño, enclenque, pálido
La luz encerrada
79
y cetrino. ¡No encarna el tipo de un mito! Es más, hasta
esconde sus ojos tras los cristales de unas oscuras gafas.
Los músicos dejan de tocar, se levantan de las sillas y se
cuadran ante ellos. „Un espectáculo grotesco y ridículo,
Profesor‟. El músico constata que el director se aburre;
que no siente nada, cuando levanta las punteras de las
botas. „¿Pedirá que toque Madame Butterfly, Profesor?‟,
me estará preguntando. Irónicamente le respondo con
leves movimientos de mis labios: ¡Sí, tocadla, que es un
aria!
Suena la „Viuda Alegre‟, y los músicos la interpretan con
la paciencia que les ha nacido al errar tan cerca de la
muerte. El Comandante de Campo apenas ha escuchado
el primer ritmo; atildado emprende la marcha y camina
como una serpiente entre un montón de cadáveres. Uno
de los moribundos se le agarra a las piernas, en un inten-
to desesperado de pedirle clemencia. La respuesta se la da
la puntera de las botas, ¡la Viuda ni es alegre ni tierna!
José Daniel ha dejado de tocar el acordeón, no desea
tributarle honores musicales a ese nazi convencido, faná-
tico y cuyo corazón sólo late con los impulsos del nacio-
nalsocialismo, ¡el primer gesto de rebeldía que le veo!
Sin embargo, cuando interpreta las canciones de su te-
rruño a la puerta del bloque, algunos „SS‟ se paran y se
quedan embobados de la destreza con que mueve sus
dedos por el teclado. „Los engatuso, Profesor. Las jotillas
de mis sierras les obligan a menearse‟. A veces pienso que
José Daniel es el único deportado libre de Dachau que,
en cualquier instante, puede compartir con sus padres y
hermanos la belleza que desprenden los castañares serra-
José Luis Lobo Moriche
80
nos. En este campo de alambradas no hay puestas de sol;
parece como si el astro aligerase los pasos, cuando ve
tanto hierro y hormigón. Por ello, quizás, el electricista
anhele las tardes doradas de sus montañas y constante-
mente nos diga que se pira. El músico sí goza de la nece-
saria sensibilidad para detener tanta presura y contemplar
la luz vespertina. Incluso puede alargar los rayos deca-
dentes hasta conseguir que acaloren su piel. Sin dudas, es
quien mejor sobrevive ante los tormentos.
-¡Profesor, tenemos que quitarle de la cabeza esa ob-
sesión!
-¡Es mejor desistir! ¡Conoces a tu paisano mejor que yo!
¡La idea que constantemente le aterra es no saber cómo
su esposa lleva la ausencia! ¿Desde cuándo no tiene noti-
cias?
-Recibió una carta en París, un mes antes de que fuéra-
mos detenidos.
-¡Las cosas no se han puesto como para correspondencia!
¿Y tú?
-Les envié a mis padres una carta de consuelo, unos días
antes del suceso de la granja.
-¡Pero tú no tienes esposa!
-¡Yo no, en cambio él sí, su adorada María! Eulogio es in-
capaz de vivir sin las luces de siempre. Nadie podrá con-
vencerle, no está hecho para sobrevivir. A mí, lo único
que me atormenta es desconocer si a mi padre le habrá
afectado la ausencia de su pequeño clarinetista. ¡Mi ma-
La luz encerrada
81
dre se confortará con los rezos! Diariamente le envío
flores y besos con mi acordeón, seguro que ella recogerá
los pétalos blancos de nuestro naranjo en flor y me de-
volverá los besos hilados con suspiros frente al bastidor.
Entonces…, las telas bordadas con sus manos florecerán
cuando retire el canevá.
- José Daniel, eres el mismo poeta de París. ¿Y tu padre?
-La última vez que toqué el clarinete en la banda muni-
cipal yo era un mozalbete de diecisiete años que soñaba
con trasladarme a Madrid para cursar estudios de piano.
Recuerdo el concierto, fue en un pueblo fronterizo con
Portugal. Mi hermano Daniel también tocó el clarinete, y
mi padre -el hombre más dadivoso del mundo- se hizo
una foto abrazado a sus dos músicos. ¡Quizás presintiera
esta larga ausencia y desease pasar a papel la luz de aquel
atardecer! ¡Con qué maestría levantaba la batuta y se
apoyaba sobre las punteras de los zapatos! ¡La Viuda con
él sí sería alegre y generosa! ¡Eso es lo que me apena, que
quizás haya sucumbido y arrojado la montaña de par-
tituras al cuarto oscuro del desván! Enseguida vino la
guerra civil, mi hermano en la Sevilla de los nacionales y
yo sirviendo militarmente a la República en Madrid, ¡dos
hermanos músicos alejados de su director! Lo que me
aconteció después es parte de tu propia vida, querido
Profesor. ¿Para qué recordar ahora el día en que me di de
cara con los alemanes? ¡Los maldigo, porque el nazismo
abortó mis ilusiones de haber sido pianista! ¡La Francia,
que aún era libre, acogió a este apátrida igual que una
mujer bondadosa acaricia a un niño huérfano! ¡La Francia
de la fraternidad! Lloré, Profesor, aquella noche en que
me revelaste tu verdadera identidad, no me acongojó la
La luz encerrada.
La luz encerrada.
La luz encerrada.
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La luz encerrada.

  • 1.
  • 2.
  • 4.
  • 5. José L. Lobo Moriche La luz encerrada Prólogo: Enrique Lobo Moriche Fotografías: archivo del autor
  • 6. Cortegana, año de 2013 Edita: José Luis Lobo Moriche E-mail: lobomoriche@hotmail.com Depósito Legal: Imprime: Imprenta Rayego, sl. imprentarayego@yahoo.es Telf: 924 55 00 89 Zafra (Badajoz)
  • 7. Si el ruiseñor nunca canta en el árbol seco y hueco y, alguna vez o constantemente, todos los seres humanos sufrimos sentimientos trágicos…, entonces, ¿por qué no negamos las guerras? A mis nietos María, Miguel Carsana y José, y a la me- moria de mis paisanos Antonio Amigo Sánchez, Eulogio Martín Martín y José Vázquez Sánchez, que murieron lejos de Cortegana, en los campos nazis de Neuen- gamme, Mauthausen y Gusen.
  • 8.
  • 9. 9 Prólogo aludamos la publicación de una nueva novela, con la que su autor, mi querido hermano Pepe Luis, nos insinúa que no está dispuesto a cesar en su empeño de dar rienda suelta a su afición por la búsqueda de in- formación histórica, a través de datos o relatos previos que puedan servirle para componer su trama. Como es- toy convencido de su férrea voluntad y de su sólida pre- paración, de la que se sirve -con una muy aceptable y cui- dada prosa- en su empeño de describir personajes, situa- ciones sobrevenidas, paisajes…, y lo que creo más im- portante: mantener la fidelidad en la defensa de unos principios éticos, basados en un credo libre y humanita- rio; por todo ello, le animo en su prosecución literaria, para que, al tiempo que disfruta, nos sorprenda con nue- vos retos. Ahora, saca a la luz, precisamente, „La luz encerrada‟. Un insinuante título, confirmado y motivado en cada uno de sus nueve capítulos. De hecho, juguetea con la luz, desde la bombilla, como elemento físico en sí, que hace perceptible los objetos de la escena; o bien, de la lámpara fundida, que nos trae el recuerdo infantil junto a la figura inocente de „Antoñito‟, empeñado vanamente en devol- verle su brillo. O, una luz que al rayar de la razón permi- te abrir el conocimiento a la comprensión de los sucesos y nos hace patente lo que estaba oculto en esta trama. Una luz que a veces aparece velada y nos confunde en S
  • 10. 10 nuestras apreciaciones, o que puede presagiar desgracias y muerte; pero, a pesar de las adversidades, su búsqueda es coincidente con las ansias de vida y libertad. Toda una simbología radiante que obliga a una reflexión. Como en ocasiones anteriores, el autor vuelve al mode- lo de novela histórica en su modalidad de „microhistoria‟, lo que conlleva que proponga una comprensión de la ac- ción humana y una explicación de generalidades par- tiendo del análisis „micro‟ de experiencias personales y singulares. En este caso, saca a la luz la memoria de dos de aquellos tres corteganeses de los que tenemos noticias de haber sido víctimas de la barbarie nazi en sus lúgubres campos de concentración. Con respeto a la memoria histórica de unos aconteci- mientos que conviene preservar como paliativo ante la maldición de las guerras y de sus crueles consecuencias, se adentra en uno de los periodos más oscuros y trágicos del siglo XX y retrata la condición humana ante situacio- nes límites, sus miserias y su grito contra el sinsentido del totalitarismo, así como su confirmación en la creencia de la libertad como el bien más preciado del hombre. La novela discurre entre la serenidad de estos dos pai- sanos, sus esperanzas o desasosiegos o bien, el confor- mismo ante el desplome de lo inevitable. Ellos son dos simples peones en un entramado muy complicado en el que se ventila la supervivencia de todo el campo. Se ven envueltos en una titánica disciplina impuesta por el opre- sor nazi y en un excitante juego de espionaje frente a un no menos sutil contraespionaje.
  • 11. 11 Nos retrata la vida cotidiana de los prisioneros, sus mi- serias: hambre, desnudez, rutina, falta de intimidad, im- properios, castigos y represiones. Por doquier vemos co- mo se contagia la maldad que se traduce en una degra- dación del ser humano que conlleva el derrumbe progre- sivo y final, antesala de la muerte. Pero aun envueltos en- tre tanta perversidad, hay margen para que estos conde- nados se resistan a perder su dignidad y condición huma- na y sueñen con la libertad. Son capaces de mantener o iniciar nuevas amistades, protegerse mutuamente, solida- rizarse y elaborar un plan de fuga. Cada uno para seguir vivo se agarra a las pocas fuerzas que le quedan; hay quien carente de esa vitalidad, como ocurre con José Daniel, se refugia en el lirismo de sus canciones y música y evoca nostálgicamente su entorno familiar junto al dis- tante paisaje serrano. Él ya sólo se conforma en pensar que su vida haya podido tener sentido y que sus cenizas puedan ser esparcidas por las laderas del castillo de su Cortegana natal cuando brille la luz de la esperanza y de la libertad en su amado terruño. Cierra este relato, novelado sí pero histórico, de home- naje a esos dos paisanos, Eulogio y José Daniel, con la esperanza de que su recuerdo no se pierda en la bruma de los tiempos y sea un testimonio más contra la barba- rie nazi, que a punto estuvo de destruir los cimientos de toda una civilización. Y como contrapunto y fin de tantas penurias, podemos recrearnos en el recuerdo, relativa- mente cercano, de esa „Caravana de la Libertad‟ que des- de Cortegana recorrió nuestra Sierra, repartiendo aires frescos de autonomía, pregonando al grito de potentes
  • 12. 12 altavoces que el sueño, de nuestros dos humildes héroes junto al de tantos otros, se había hecho realidad. Enrique Lobo Moriche. Octubre 2013
  • 13. 13 Impresiones de la Biblioteca de la Deportación ace poco tiempo, tuve la oportunidad de pre- guntarle a la señora Graciela Kohan Starcman, investigadora y estudiosa de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto, qué opinaba ella acerca de la literatura sobre el Holocausto. Me preocupaba la inmi- nente desaparición de los supervivientes, verdaderos „jue- ces‟ y sabedores de lo que realmente ocurrió en esos campos de la muerte. Le hacía ver mi temor ante una nueva „etapa de madurez‟, en la que los historiadores ten- drían que conformarse con el material escrito y audiovi- sual dejado por los testigos. Le pregunté: „¿Qué se puede esperar de la narrativa, de la obra de ficción que verse so- bre el tema?, ¿qué se le debe pedir al autor?, ¿qué requisi- tos debe cumplir?, ¿cómo reconocer el fraude?‟. Su repuesta fue clara: „La ficción puede llegar a conmo- vernos, a conocer la historia. No obstante hay que estar atentos a cómo se aborda una publicación‟. La ficción es una posibilidad de transmisión. Incluso testigos presenciales de la catástrofe eligieron la obra lite- raria como la mejor manera de transmitir el horror vivido (Semprún, Wiesel, Fred Wander…). H
  • 14. 14 Está claro que resulta imposible controlar todos los textos que aparecen sobre el Holocausto, pero sí hay que exigirle al escritor un compromiso histórico, una base di- dáctica, que reviva el pasado, que nos lo describa sin caer en el error de reescribirlo. „La luz encerrada‟ de José Luis Lobo Moriche tiene una sólida base histórica (el 26 de abril de 1945 se tenía constancia de que al menos doscientos ochenta y seis es- pañoles pasaron por Dachau) y salda una cuenta pen- diente con respecto a tres corteganeses amantes de la li- bertad (Antonio Amigo Sánchez, Eulogio Martín Martín y José Vázquez Sánchez), que recalaron en los campos nazis de Neuengamme y Mauthausen. Incluso los nom- bres de Eulogio y José, elegidos como personajes de la novela, les rinden homenaje. La obra de José Luis Lobo es un bello ejercicio de memoria histórica y de recono- cimiento, un despliegue de los valores humanos que to- dos deberíamos albergar y potenciar: la amistad, el amor, la bondad, el compañerismo, la entrega, la fidelidad, la generosidad, la honestidad, la igualdad, la integridad, la lealtad, y así un largo etcétera. Al acompañar a los protagonistas, nos hacemos tam- bién testigos de sus ansias de paz, de libertad y de amor. Al lector se le va mostrando poco a poco, de una manera clara, las distintas etapas del sufrimiento y de la reclu- sión, desde la salida de la estación de Compiegne hasta la liberación del campo por las tropas norteamericanas. La
  • 15. 15 historia está sólidamente hilvanada, en un escenario en el que no existía un „porqué‟, pero en el que „todo era po- sible‟, porque cada preso vivía su particular calvario. „La luz encerrada‟ es una obra cargada de humanidad, valores y esperanza. Un compromiso constante con to- dos los seres humanos que fueron víctimas del mayor genocidio conocido, un gesto hacia esas voces que fue- ron apagadas, sin darles tiempo a expresarse, como la luz de la bombilla que tanto representa en la novela de José Luis Lobo Moriche. Pablo García Gutiérrez. Biblioteca de la Deportación http://bibliotecadeladeportacion.blogspot.com.es/
  • 16.
  • 17. 17 Prólogo… 9 Impresiones… 13 La luz de la bombilla… 19 Sin luces… 51 Algo de luz: El Comité… 67 Buscando la luz… 95 Luz muerta… 117 La luz de Helen… 145 De espalda a la luz… 157 Luces de muerte y vida… 169 Luz blanca y verde… 193
  • 18.
  • 19. 19 La luz de la bombilla os trenes buscan destinos diferentes, tan lejanos entre sí como aquel julio de 1944 y este 4 de diciembre de 1977. El tren alemán, que ahora incordia a mi memoria, trata de esquivar los bombardeos de la aviación inglesa y huye hacia un campo de acero y alambradas, en donde el honor de Alemania resiste frente a un agitador que alza una bandera de mentiras…, mien- tras que este tren español silbará varias veces, en esta ma- ñana espléndida de final de otoño, antes de que entre en cada uno de los veintitantos túneles de una sierra de la Andalucía Occidental. Aún pervive en mí la imagen nítida del andén de la es- tación de Compiegne, en donde una escuadra de „SS‟ rinde culto al Führer. Son viejos conocidos míos: el de- sequilibrado Víctor, el pordiosero Jaeger con su pastor alemán „Klodo‟ y el bull-dog „Prado‟. Todos mantienen D
  • 20. José Luis Lobo Moriche 20 escondida bajo el casco la misma mirada de fiera de su amo, el chulesco mujeriego Horst Wessel, de quien estos servidores mamaron los instintos malignos necesarios pa- ra degradar al hombre no ario, y a quien tributan pleite- sía, acompasando los intimidadores pasos de la oca con el canto del „Hors Wessel Lied‟. Ante la pomposa colum- na de estos ciegos revanchistas de odio a los judíos y co- munistas, más de mil seres humanos llegan presos a la estación francesa, con la incertidumbre de qué le depara- rá el viaje. Sé que la maldad está revestida con los caño- nes y culatas de los fusiles y ametralladoras, que empuja- rán a los más fuertes hasta un mundo cerrado en donde sólo habitan la ansiedad, la angustia, la soledad y el te- mor. Los débiles no alcanzarán la estación final, antes se- rán seleccionados como ganado de mala calaña. -¡Achtung!, ¡alto! -gritan Víctor y Jaeger a cada pelotón de deportados. El „Achtung‟ va cayendo, fila tras fila y pelotón tras pe- lotón, a lo largo del andén, tal como se desparraman las fichas de dominó sobre la tapa de un velador, y luego el grito de guerra se escapa de la estación y se pierde en la confluencia de los ríos Oise y Aisne, a sesenta y cinco ki- lómetros al norte de París. Testigo mudo de estos ecos guerreros es el vagón 2419-D, oficina ambulante de ar- misticios y rendiciones. Estacionado cerca de la puerta de acceso a la estación, un mes después del día en que los aliados desembarcaron en la costa de Normandía, los na- zis lo exhiben como pieza sublime de revancha, porque todavía no se han olvidado de sus fracasos en la guerra del 14. En nada se asemeja a la treintena de vagones de este convoy de la muerte, que conduce a más de un mi-
  • 21. La luz encerrada 21 llar de franceses hasta los campos de concentración de Alemania. Los resistentes a la capitulación francesa serán tratados como mercancía animal, apretujados unos con- tra otros, en lucha por conseguir la trampilla atrancada con alambres de púas, por donde apenas se cuela un hilo de luz y aire. Empieza la función dramática, rutinarias es- cenas sin chispa de creación. Yo, en cambio, viajaré con ciertos privilegios junto a una docena de franceses y a los „SS‟ que custodiarán el transporte de prisioneros. Pero no llamaré a estos doce hombres como afortunados viajeros. Ni pertenecieron a la resistencia activa francesa ni fueron republicanos es- pañoles, ¡locos!, así consta en la hoja de ruta que porta el oficial nazi. El reloj de estilo modernista de la estación de Compiegne testifica que aún quedan varias horas de sol, antes de que la locomotora BR-52 tire de los treinta va- gones. Tiempo suficiente para que, con los culatazos de los fusiles y con los mordiscos de los perros, los dese- quilibrados y los pordioseros vayan llenando los vagones. Cincuenta hombres con los ojos helados, un cerrojazo…, y cada uno ocupa -en el suelo o el aire- un espacio menor que su propio cuerpo. Empieza la necesaria solidaridad, compartir un costado con otro costado, que los cuerpos se sujeten mutuamente y vayan sumergidos bajo el silen- cio que les impondrán los miedos y la oscuridad. Otro medio centenar y otro. Llega el momento de la primera selección. „¿Cuántos años tienes?, ¿sano o enfermo?‟. Ahora sólo sirve ser jo- ven y mantener todavía algunas fuerzas que ayuden a conseguir la nueva Europa; y si los nazis no satisficieran sus deseos de un imperio ario, llegado el momento en
  • 22. José Luis Lobo Moriche 22 que tuviesen que rendir cuenta de sus atropellos, aduci- rán que ellos sólo fueron ruedecillas inconscientes de la imparable maquinaria del III Reich. Así que los vagones son cargados con seres hacinados según las edades. „Tú, viejo inservible, sube ahí‟, „Tú, jovenzuelo de mierda, entra aquí‟. Ningún deportado ocupará asiento, ni verá la luz de julio ni apenas podrá respirar. Todo este juego de poderío es contemplado con total indiferencia por civiles alemanes e, incluso, aplauden a los secuaces de este de- sorden, como si ellos mismos se hubiesen contagiado de sadismo y asumido que, antes de aniquilarlos, deben ser degradados y ridiculizados. A los ojos de estos alemanes burócratas, el tropel de franceses que luchaba en la resis- tencia sólo es ganado, que debe ser acorralado y explo- tado. Dos medias preguntas para ir a un infierno o a la misma muerte sin pasar por los tormentos: „¿Cuántos años?, ¿sano o enfermo?‟. Tras haberlos apretujado, los guardianes se sacuden las palmas de las manos, orgullosos de haber cumplido las órdenes, como si hubiesen acomodado a los pasajeros en un tren de primera clase y no en vagones de mercancía. Aunque estamos en pleno verano de 1944, yo ni siento calor ni escalofrío porque, viciado por tanta paranoia al- rededor de mí, mi cuerpo permanece inalterable, como si se me hubiese vaciado el alma. Tampoco miedo ni pie- dad, me he convertido en un ser impasible; quizás si en- tre esta marabunta humana hubiese alguna mujer o al- gún niño, mi corazón diese alguna sacudida con cualquier tipo de emoción.
  • 23. La luz encerrada 23 Víctor y Jaeger se bastan para llevar a los doce locos hasta el andén. La escena que contemplo desde mi asien- to me resulta surrealista: los hombres que compartirán conmigo el vagón no forman fila ni de dos ni de tres, vie- nen apiñados en torno a los dos militares, que se ven in- capaces de mantenerlos en orden, como si estos locos li- berasen una energía muy superior a los cuerdos. Ellos, igual que yo, ni sienten miedo ni piedad. El escenario que los rodea les atrae y emboba, no necesitan expresar sus sentimientos con el lenguaje de la palabra. Incluso los na- zis se contagian de sus silencios y ni siquiera tienen que mandarles que se suban al tren, que para ellos es como un juguete. Entran en el compartimento y enseguida em- piezan a hacerme carantoñas, y cada uno de ellos me tra- ta tal como si fuese un amigo de siempre y que me invita a compartir con él su propio mundo inalcanzable. La noche está cayendo sobre los tejados de Compiegne y la locomotora empieza a humear. Hechos vapor, entre- veo varias decenas de „SS‟ montados en sus yapas y con el arma terciada por delante del pecho con intención de intimidar a cualquiera, mientras ocultan la cara y el alma bajo un casco de acero. Apenas es legible el cartel del go- bierno de Vichy que cuelga de uno de los muros de la es- tación; es uno de esos panfletos propagandísticos que echa las culpas de la resistencia a una camarilla de te- rroristas extranjeros. Me sobrecojo al leer el nombre de mi compañero Pierre Verdín y la suerte que ha corrido frente a un pelotón de ejecución. Dos imágenes se me superponen: las caras de mis amigos José Daniel López y Eulogio Sánchez, dos republicanos españoles convenci- dos de que debían aunar fuerzas con el Consejo Nacional
  • 24. José Luis Lobo Moriche 24 de la Resistencia de Jean Mulin. ¿Qué desdicha habrán sufrido?, ¿la misma que el general Charles De Les Traient? Con los dos españoles llegué a conformar una especie de trinidad y a veces no sé si el que piensa y habla en voz baja soy yo, Peter Leclaux, al que llamaban „Profe- sor‟, o son las palabras de mis dos amigos las que zum- ban en mis oídos. Ni José Daniel ni Eulogio tienen la sangre fría de la que disponía Mulin, al que en los círcu- los clandestinos le nombrábamos como „Max‟. Me siento culpable de haberles allanado el camino para que, des- pués, hayan caído en el precipicio del espionaje. Si así fuese, José Daniel no habría aguantado los envites de la tortura, porque él es música y poesía. En cambio, Eulo- gio sí goza de la fortaleza de ánimo para soportar el casti- go. Unos vaivenes de los vagones sobre los raíles de la vía me devuelven a la realidad: el millar de franceses se ha quedado a solas con la oscuridad, la sed, la angustia y el cansancio. Suenan los primeros gritos de quienes barrun- tan cercana la muerte. Mientras observo cómo echan doce miradas distintas y cargadas de vida, me pregunto ¿por qué llamarán locos a estos sabios hombres, si son hábiles en cortar los hilos que tiran de los fantoches de la guerra? ¡Con qué soltura doblegan la rigidez militar y con qué facilidad se sumer- gen en las aguas profundas de sus „yo‟ y son capaces de idiotizar a este pelotón de asesinos! Quizás no lleguen al lugar en donde la muerte les espera; pero, si desgraciada- mente los alcanzara, no debemos temer por ellos, porque seguro que estos doce hombres serían capaces de imagi- narse el campo de concentración como si fuesen literatos que crean su propia obra y, como tales creadores, vence-
  • 25. La luz encerrada 25 rían a la adversa realidad que unos asesinos han dibujado -a su antojo- sobre unos terrenos pantanosos. La locomotora no silba al salir de la ciudad, apenas per- cibo que está en movimiento y que busca el este, ante la indiferencia de los pocos ciudadanos que pasean por los arrabales y los constantes aplausos de mis doce compa- ñeros de viaje. Me pregunto a quién sirvieron para haber corrido la suerte que les acecha, ¡son tantas las preguntas! Incluso dudo de que yo siga siendo un francés, si ahora gozo del privilegio de viajar en un asiento y alcanzo el agua y el chocolate sin necesidad de lucir el uniforme mi- litar alemán. No es el instante más propicio para que ha- ga una introspección sobre mi pasado, entonces tendría que rendir cuentas a José Daniel y a Eulogio y no sé si ellos dos me… A mis dudas las entrecortan los quejidos de hombres amontonados entre sí, gemidos que gotean a lo largo de un camino de hierro y que pasan desaper- cibidos para mis doce compañeros de viaje. Los „SS‟ que vigilan nuestro vagón parecen sordos ante los alaridos que se escapan por las trampillas de los demás vagones y se ríen de las que para ellos son travesuras o locuras de doce hombres inútiles, sin saber que el extraño compor- tamiento de estos tiernos seres desprende las chispas ne- cesarias para que la vida humana sea posible. Ante los na- zis aparecen como inservibles, sin ser considerados por lo menos como desgraciados. Los consienten y se ríen, tal como el rey torpón y los príncipes canallas hacían con los bufones en las cortes europeas. Me están contagiando de felicidad, me siento cada vez más venturoso a su lado e incluso participo de sus ficciones teatrales, ¡son verda- deros genios, creadores de la nada! Si llamásemos a este
  • 26. José Luis Lobo Moriche 26 convoy „El tren de los locos‟, ¿quién sería quién? Con toda seguridad, sus martirizadores no disfrutan ni siquie- ra de un intervalo de lucidez, porque se mantienen siem- pre ególatras, padecen cientos de manías y carecen de au- toestima. Ellos, en cambio, viven de espalda al complejo de persecución, que tanto nos hace volver la cara hacia atrás y nos obliga a empuñar la pistola. Ríen y sus risas son consentidas. Escenifican no sé qué cuento ni tampo- co conozco los escenarios reales, pero me voy identi- ficando con los personajes a los que dan vida, son tan de carne y hueso como ellos, porque sí son ellos mismos. Entonces comprendo que coexisten con los ángeles, que gozan de mil privilegios para posarse sobre el rincón apetecido; que, sin tener alas, vuelan etéreamente por el espacio y se les permite en este tren de muertos decir las verdades que a los demás deportados se les vedan. Por ello, quizás, durante el tiempo en que dure el trayecto hasta que el tren llegue a su destino final, ellos sean los únicos hombres libres y sabios que hayan iniciado este viaje sin retorno. Uno de ellos ya trae la cabeza rapada al cero, señal de que se ha mostrado gallardo ante el sufrimiento. Apenas articula una sílaba, más bien tararea algo incomprensible, mientras se muerde las muñecas con sus dientes amari- llentos a un ritmo desmedido. El „Aaaag‟ y su semblante desencajado paralizan incluso a Jaeger y Víctor, incapaces de acercarse a él y sentarlo a culatazos. Con la cabecilla inclinada, sin dejar de silabear ni mordisquearse, siente atracción por una de las bombillas encendidas del vagón. ¿Qué buscará este luchador incansable en el filamento in- candescente? ¿Será un buscador de sí mismo? Refle-
  • 27. La luz encerrada 27 xiono si será la luz encerrada o el calor lo que le ensi- misma, o tal vez ambas cosas. ¡Qué fácil y maravilloso se- ría ganar el juicio con una bombilla, tal como los dibu- jantes consiguen con los personajes de las viñetas! Trans- curren los minutos, casi una hora, y el hombre sigue alre- dedor del cuerpo luminoso, cada vez más cerca de él, pe- ro sin llegar a tocarlo. Las sílabas se encadenan con la ba- ba que cae de su boca abierta y Jaeger se le acerca con intención de empujarlo y obligarle a que deje de contor- nearse. No lo consigue, cae derrotado ante el impulso de la locura, tan hábil que es capaz de burlarse de una som- bra. Este hombrecillo no debe masticar un mendrugo de pan desde hace dos días, pero ni siquiera intenta coger la corteza que le acerco, la aparta violentamente y de nue- vo busca la luz encerrada. ¡Con qué ternura muestra sus deseos de alcanzarla!, ¿para liberar la luz? Imposible iden- tificarlo con un caballero andante medieval, él no trata de transformar nada, a ninguna sociedad ni construir una nueva Europa con un código de fuerzas. Si tales fueran sus deseos, entonces este hombrecillo rapado sí que haría realidad la locura. La baba generada cada vez se hace más pastosa, tan espesa que tapa completamente la dentadura y se le pega a las muñecas. A este cuento no le podía faltar un desenlace feliz, y más tratándose de un protagonista que consta en un do- cumento de guerra con el calificativo de loco. Dice así: Y, entonces, el militar alemán que parecía más resolutivo desenroscó una bombilla fundida que estaba en un rincón del vagón y se dispuso a dársela. Abrió la mano y ante los ojillos bailones del hombrecillo apareció la bombilla sin luz ni calor. El hombrecillo dejó de balbucear y de contornearse, su rostro se hizo más violento,
  • 28. José Luis Lobo Moriche 28 más agresivo, sin un atisbo de la ternura que había mostrado en las escenas anteriores; con una destreza impresionante, dio un zarpazo a la mano abierta del militar y le arrebató la bombilla. Como si repentinamente hubiese recobrado ágiles movimientos, serenamente se acercó al asiento que compartía con tres compañeros, se sentó y empezó a observar la bombilla con semblante de intelectual. Al ritmo perezoso del tren y con el traqueteo que los vagones producen al pasar por las traviesas de la vía, casi todos los ocupantes del compartimento se han quedado adormilados. Si algún loco urgiese un plan de fuga, todo correría a su favor: los vigilantes dormidos, la lentitud de la locomotora, un paisaje espeso de coníferas que facilita la ocultación, la media madrugada y, quizás, la suerte de que el fugado alcanzara una granja en donde encontraría la ayuda de algún agricultor francés que apoye a los ma- quis o a las Fuerzas Francesas del Interior. No obstante, Jaeger, Víctor y demás „SS‟ duermen repanchigados en los asientos, con la seguridad de que los custodiados son gentes solidarias y que no se abandonarán. Pero, sin per- cibir que también son doce noveleros excepcionales, su- midos en doce sueños imposibles de interpretar por cual- quier hombre vulgar. Los frenazos de la maquinaria provocan múltiples chi- rríos de hierro contra hierro, anunciando que la primera etapa del viaje ha finalizado. Aún la luz que entra por la ventanilla es muy débil, pero suficiente para que el con- voy sea fácil blanco de la aviación aliada. Ante el temor de un ataque aéreo, el tren se ha detenido en la segunda ciudad del itinerario, a tan sólo cien kilómetros de Com- piegne. Jaeger se despereza y con desgana se asea; luego, embetuna las botas y engrasa el correaje. Todos sus actos
  • 29. La luz encerrada 29 son mecánicos, académicamente aprendidos y ejecutados. Suena un único „clic clac‟ -producido por los cargadores de decenas de pistolas- que no intimida a ninguno de mis compañeros. El hombrecillo de la bombilla sigue abraza- do a su mágico…, no sé si calificarlo como objeto por- que, con el mimo que la envuelve entre sus manos, pre- siento que ese algo tiene una vida inexplicable para noso- tros. Los detenidos llevan hacinados casi veinticuatro horas, unos sobre otros, buscando en unos espacios muertos un huequecillo para que los orines no caigan en sus bocas. Una oleada de malos olores se cuela por la ventanilla de mi vagón. La cierro, y sobre el vaho de los cristales dibu- jo con mis dedos la silueta de la magnífica catedral que se alza en el centro de la ciudad. Un destartalado cartel ado- sado a un muro de la estación nos anuncia la capital de Reims. La belleza del edificio religioso contrasta con la pestilente escena de este convoy, al igual que el dulce so- nido de las campanas con los alaridos de un millar de hu- manos a un metro de mí. De nada sirve que Reims Remo -el hijo del fundador de Roma- levantara libremente la urbe, ahora está doblegada por la fuerza brutal del nacio- nalsocialismo, que la ha hecho suya. Mientras los detenidos intentan moverse sobre la ma- dera o encima de otros cuerpos, Jaeger y Víctor se beben una taza de café, acompañada con varios pastelillos y re- petidos tragos de coñac. Luego, los olores estimulantes se expanden y llegan hasta mí. Mis acompañantes, sin sín- tomas de haber sido vencidos por el sueño, no intentan alcanzar los pastelillos. Yo, aunque no soy un „SS‟ ni
  • 30. José Luis Lobo Moriche 30 consto como loco, participo del ritual de un buen desa- yuno sin alcohol. El convoy permanecerá estacionado y oculto de la aviación aliada, hasta que la noche vuelva a caer sobre los tejados de Reims. Los detenidos han soportado a duras penas las tinieblas de la primera noche, ahora vendrá la luz del día, que arrastrará un cruel apagón para muchos de ellos. El pitido prolongado de un silbato ocasiona un revuelo de motos y coches todoterrenos dentro de los andenes de la estación. Con la precisión de la que hacen gala los fríos calculadores, los más de cien metros de la longitud del tren son ocupados por tres decenas de „SS‟, que se despliegan a lo largo de él, como si rindiesen arma al propio Fúhrer. Suenan nuevos pitidos, que llaman a que hay que acabar con los deportados que no sirven pa- ra la causa nazi. La escena está más que diseñada: un ofi- cial levanta una de sus manos y un grupo de unos diez militares se aposta rápidamente delante del último vagón. Se abren de piernas, formando sobre el andén una figura geométrica que conmovería a cualquier persona sensible y que ahora pasa desapercibida para los pocos civiles que trasiegan por el recinto. A ninguno de mis doce acompañantes le atrae la tétrica función representada, porque gozan del bien de la depre- sión en estos terribles momentos previos de destrucción. Ajeno al macabro espectáculo, el hombrecillo sigue aca- riciando su bombilla, tan feliz como si hubiese podido insuflarle con las manos el calor necesario para que los filamentos diesen luz. Parece que el personaje y el objeto constituyen una bella metáfora de vida. Los militares, en
  • 31. La luz encerrada 31 cambio, con su cordura no ven la realidad, ¡ojalá pudié- ramos llamarles tocados, chiflados o grillados! Dos militares violentan los candados de la portezuela del último vagón y se escapa al exterior una nube de ga- ses nauseabundos, acuchillada por cientos de gritos. Los cincuenta deportados viajan tan aprisionados que no al- canzan a ver la cegadora luz de julio, que bate desde el este. La escena final está tan milimétricamente diseñada por el director, que incluso las ráfagas de ametralladoras que barren los cuerpos me parecen predeterminadas de antemano. Ninguna descarga suena a destiempo, ningún tirador se ha adelantado ni rezagado, detonan al ritmo marcial. Ni siquiera los tiros y gritos han conseguido inti- midar a los doce hombres. Para ellos, que son capaces de armonizar los fuegos de artificios, las metrallas pasan inadvertidas. Los quejidos de los moribundos son acalla- dos por el nazi más laureado con un tiro de gracia. Ahora espero a que empiecen a sacar los cadáveres de los cin- cuenta franceses y los apilen. Ésas serían las primeras in- tenciones. ¡No!, han cambiado de plan, porque el oficial que manda el convoy ha ordenado que cierren la porte- zuela. Alguien la cumplimenta en el acto, sin necesidad de volver a echar los candados. Es mediodía y el calor ve- raniego acrecienta los malos olores, cuando la brisa revo- ca. Jaeger, Víctor y demás „SS‟ conversan, sin tapujos, acerca de las etapas del viaje. Saben que yo hablo francés y alemán perfectamente, que entenderé sus palabras y que estaré al corriente de los propósitos del oficial. Ellos también parlotean en francés, la mayoría lleva tres años en Francia. Comentan que la aviación aliada hace vuelos
  • 32. José Luis Lobo Moriche 32 de reconocimiento sobre las principales ciudades france- sas, que el peligro de sabotaje no pasará hasta que cruce- mos la frontera y nos adentremos en tierras alemanas. De ahí que las etapas sean de unos cien kilómetros diarios y a paso de tortuga. Enseguida echo las cuentas y dudo de que los demás deportados aguanten tres días más en las condiciones inhumanas en que se encuentran. Al atardecer, la mayoría de los vehículos abandona la estación. Tiempo de espera hasta que llegue de nuevo la madrugada. Se encienden las luces del vagón y los ojos del hombrecillo bailotean nerviosamente, pero sin dejar de apretujar con las manos la bombilla fundida. Un se- gundo hombre -de estos que llaman locos- sale a escena y cuenta su propia vida, inalcanzable para cualquier cuerdo. Dice así: -Yo soy el mandamás de este tren que va cargado de sa- cos de patatas, las llevo a Berlín para que Hitler y su es- posa coman frutos frescos. Porque tú, oficial, debes saber que el Fúhrer es muy amigo mío y que, cuando yo entro en el Estado Mayor, todo el mundo se me cuadra. ¡Ofi- cial, cuádrate! -¡A sus órdenes, mi mariscal! -le contesta en un francés mediano el „SS‟ al que se ha dirigido, ante las risotadas de los demás camaradas-. ¡Siga, siga, mariscal! -Estos once hombres -señalando a sus compañeros- son todos grandes señores de Francia, me acompañan para… -duda el hombre y hace un giro sobre sí y les da un corte de manga a los „SS‟-. ¡Esto para vosotros!
  • 33. La luz encerrada 33 -¿Qué, son marqueses? -le pregunta jocosamente el ofi- cial. El contador de historias no le contesta; pero, con sus armas mentales, es capaz de animarme e incluso de le- vantar -con energía y optimismo- a los más caídos. Pienso que esta historia ilógica que está contando debe ser resultado de algo que yo no atino a encajar. Parece como si este hombre se hiciese el loco; que, habiendo sido un sabio, estuviera avergonzado por haber descu- bierto un mundo con el que no está de acuerdo. -Eva es mi criada, ¿lo sabéis? -¡No me digas! ¿Desde cuándo? -Un día llegué a casa de Hitler y hablábamos de lo bueno que son los soldados ingleses y de lo malo que era ese ge- neral español. ¡Porque Hitler tiene muy buenos amigos!, ¿sabéis que él también es judío? -¡No, no, es gitano! -dijo el „SS‟ que con más interés se- guía la historia contada. Venciendo a la censura, el contador de vidas es capaz de unir al Sol con la Luna y, acercándose a las estrellas, sentirse placentero. ¿Qué ocurriría si el tal Fúhrer hubiese sido un maniático? ¿No lo fueron, quizás, Apolo con sus profecías y Dionisio con sus rituales? ¿No son causas de manías el nacimiento de la poesía y el erotismo? Sin dar- me cuenta, este hombre que viaja hacia la muerte, con su sabiduría, ha sido capaz de inquietarme o, por lo menos, remover la zona oscura de mi mente.
  • 34. José Luis Lobo Moriche 34 -¡Oye!, ¿qué te pasó con Hitler? -Llegó la hora del almuerzo y como éstas de aquí abajo - señalándose el estómago- hacían mucho ruido, tan fuertes sonaban que Hitler las oyó quejarse. Pues, claro, él manda mucho y todo lo que él ordena es para el bien de los demás…, así que igual que un conejo movió el bi- gote ¡y ya está! -¡Eva, fríele un par de huevos a mi amigo! ¡Pero pregún- tale antes cómo los quiere! El ruido que produce la locomotora al arrancar acalla al cuentista, ocultando el final y la moraleja. El tren del do- lor, durante unos instantes, había sido lugar donde se fraguaba algo de arte, ¿qué mejor escenario para que mu- riese el propio novelista? Luego, los alemanes me regalan que el convoy salga de la estación y recorra con mucha lentitud el lado sur de la ciudad. Conocía ya Reims, pero desde mi asiento la veo más bella, la ciudad perfecta para que algún día se firme aquí el acta de rendición. Mis acompañantes siguen sin inquietarse de tanto ajetreo de coches militares por las calles. Miran, pero no sé qué ve- rán. La locomotora alcanza una plataforma techada, y va- rios operarios empiezan a revisar la maquinaria. La tarde se va con un tono violáceo que se conjuga con un sombreado de nubes al fondo del bosque por donde se está ocultando el sol. La puesta es sorprendente, pero sólo para mí. Varios „SS‟ van de vagón en vagón gol- peando con las culatas de sus fusiles sobre la madera y acompañando los golpes con unos sonidos de „che‟, que no necesito que alguien me traduzca. Me temo lo peor,
  • 35. La luz encerrada 35 que abran el portón de un segundo vagón y aniquilen a otros cincuenta franceses. Sin embargo, los militares que están en la plataforma tendrán otras intenciones, porque entran y salen de una oficina y se comportan indiferentes ante el insoportable olor que despiden tanto los cadáve- res como las mierdas y orines que empiezan a salir por las ranuras de la madera. Nuestros vigilantes gastan el tiempo de espera en co- mer, fumar, bostezar y hacer las necesidades particulares. Los vigilados apenas comen y cumplen con la visita al vá- ter, pero nunca bostezan. No saben a dónde los llevan ni lo preguntan, quizás hayan trazado de antemano su pro- pio itinerario. Yo sí que lo conozco perfectamente, mi trabajo me ha permitido recorrer casi toda la Lorena en compañía de José Daniel y Eulogio, ¡si ellos me vieran rodeado de „SS‟, que me ofrecen la comida de sus petates! Cien kilómetros al este está Revigny, en el departamento de Mosa. ¡Bello distrito Bar-le-Duc! Ese pequeño pueblo debe ser la siguiente parada del convoy. Se lo pregunto a uno de los vigilantes y me contesta que sí. Los „SS‟ se li- mitan a que esté suficientemente alimentado, pero no en- tran en conversación conmigo; todo su lenguaje está ex- presado con un código de gestos, como si ellos y yo co- nociéramos adonde me llevan y para qué. El tren ha salido de Reims de madrugada, arrastrando tanto los olores cada vez más insoportables de los cadá- veres en descomposición como los quejidos de los medio muertos. A Jaeger se le ha despertado la maldad de im- proviso. Mira con cara de alcohólico al hombrecillo de la bombilla, que sigue emitiendo los conmovedores arru- llos, y le escupe fuego. Se la arrebata violentamente y la
  • 36. José Luis Lobo Moriche 36 arroja por la ventanilla. Le gesticulo las acciones que se merecería, y con los ojos en llamas me despide el odio que concentra en sus entrañas. Al hombrecillo se le hu- medecen las pupilas y empieza a contornearse mientras se mordisquea una de sus muñecas. Los monosílabos que echa se van entrelazando con la baba al ritmo del „trac, trac‟ de las ruedas sobre la vía. Como siempre, el hom- brecillo sale victorioso: otro „SS‟ desenrosca una de las bombillas encendidas y se la da. Recobrado el estado que le habían robado, se acurruca en un rincón y vuelve a en- quistarse. He dormido bien, sin sobresaltos. Los doce hombres comen algunas galletas que le ofrecen los militares y algu- nos de ellos aceptan un pitillo. Aunque apenas fumo, en- ciendo un cigarrillo. Las bocanadas de humo de los „SS‟, las de mis acompañantes y las mías forman dentro del va- gón una única nube, como si los tres grupos hubiésemos diluido nuestra propia identidad y la estuviésemos com- partiendo. En un acto instintivo de abominación o de no sé qué, arrojo el cigarrillo por la ventanilla. Las luces del alba me presentan la llanura de Lorena y allá, en la lejanía, Revigny. El tren silba a la entrada de la estación y en un santiamén aparece una escuadrilla de „SS‟, que se despliega a lo largo del andén. Un oficial se baja de una moto sidecar y entrega un documento a uno de los militares. No comprendo por qué dilatan tanto los sufrimientos de los deportados más viejos e inútiles. Los nazis repiten los actos macabros, como si fuesen robots entrenados para matar a la misma hora y a un número exacto de medio centenar de hombres casi moribundos.
  • 37. La luz encerrada 37 Esta vez doce franceses de los que ellos llaman locos se han interesado por la escenificación al aire libre. Se han quedado embobados ante la presencia de esta nueva fi- gura geométrica que los „SS‟ conforman. Si son los mis- mos decorados y actores de ayer, ¿por qué les atrae hoy la función de siempre? Son idénticos gritos en otros cuer- pos que intentan retorcerse con más hambre y miedos, entonces, ¿qué motivos les llevan a que sientan en este instante una atracción hacia el drama que antes no les inquietaba? Cada vez me convenzo más de que son seres demasiados misteriosos como para que los hombres vul- gares podamos descubrir sus íntimos secretos. Las ráfagas de ametralladoras detonan de nuevo y silen- cian los quejidos de los cincuenta franceses inútiles para la causa nacionalsocialista. Algo habrá conmovido a uno de mis acompañantes, pues doblando su antebrazo dere- cho y extendiendo el brazo izquierdo ha barrido al oficial nazi con sonidos que imitan perfectamente los disparos de una metralleta. Este hombre, sin que yo sepa por qué, ha contagiado a sus compañeros, parece como si los hu- biese animado a la sublevación. Otro, con su mano dere- cha, simula un tiro de gracia que resuena dentro del va- gón; apunta a la cabeza de Jaeger y el „paf‟ que sale de su boca le habrá resultado certero, a tenor de la sonrisilla que se le derrama por los labios. Luego, apunta a Víctor, más tiros de gracia, más falsos disparos y más sonrisillas. Afuera todo continúa cuadriculado y frío, a pesar de la flama que la meseta desprende. Aún los gritos de los de- portados que fueron seleccionados como válidos no se han escapado del todo, cuando el oficial le ordena al ma- quinista que arranque la locomotora. El „SS‟ que acaba de
  • 38. José Luis Lobo Moriche 38 subir a nuestro vagón le anuncia a sus compañeros que la salida de Revigny será inminente y que el recorrido que queda hasta alcanzar la etapa final se realizará en dos jornadas cada vez más largas y que, a partir de ahora, marcharemos con menos preocupaciones, tanto de la aviación enemiga como de los posibles sabotajes. La tarde nos regala otras ráfagas distintas, de sol sobre las colinas onduladas de la Lorena, mientras que los ríos serpenteantes que atraviesan sus valles arbolados me ayu- dan a que me sienta un ser diferente. Las luces naturales se irán apagando, a medida que hayamos alcanzado el va- lle del río Meuse. Me viene a la memoria, cuando este río era frontera del Sacro Imperio Germánico. Evito hacer algún comentario histórico en voz alta, pues estoy seguro de que Jaeger lo interpretaría como si mi historia fuese otro cuento de un nuevo loco. Luego, las luces son bas- tante mortecinas cuando atravesamos Noveant y el río Moselle. A pesar de que la noche viene avanzando poco a poco, vislumbro difusamente en la lejanía la robustez del macizo de los Vosgos, final de esta etapa del viaje. Las luces artificiales del vagón y la música exterior que interpretan el hierro y la madera ayudan al recogimiento. Cierro los ojos y hablo con José Daniel y Eulogio. Me traslado con ellos al París ocupado, aquel día en que los tres asistimos a un concierto de una banda militar alema- na en la explanada de Nôtre Dame. Durante el festejo ur- gimos nuestro futuro plan de sabotaje, luego llegarían más traiciones. ¿Si ahora viesen que comparto los paste- lillos que unos „SS‟ llevan en sus petates y marcho en me- dio de unos verdugos quienes, a cara descubierta, condu- cen a sus víctimas hacia el final? Las escenas de la vida
  • 39. La luz encerrada 39 compartida con ellos se me presentan desenfocadas y borrosas. Quiero fijar únicamente los acontecimientos que corresponden a los instantes placenteros, cuando fre- cuentábamos los burdeles parisinos; pero otras peripecias que hablan de engaños y desesperanzas me lo impiden e inquietan. Al final, los sonidos del hierro y la madera me vencen de nuevo. Como suelen comportarse los genios del cante, uno de estos llamados locos se arranca de improviso e inicia un cuento. Lo observo bien: un ser tierno que irradia bon- dad y que se siente el humano más feliz de la Tierra. No necesita presentarse ante los viajeros, ni le importa que sepamos su nombre ni de qué región o pueblo francés es oriundo. Es un hombre especial, de esos que no entien- den el dogma del dominio de las razas ni de las especies. Debe ser gente de cultura media. Desconozco con qué medios colaboraría con la resistencia, a lo más que pudo llegar sería a que cumpliera el mandado de un vecino pa- ra que metiera en algunos buzones de correo algún ejem- plar del France-d‟Abord o de L‟Université Libré. Hoy ca- mina hacia la muerte, sin miedos y zambullido en sus historias. Dice así: -Oficial, todas estas tierras que usted ve son mías, los ríos y valles me pertenecen. ¡Yo soy un hombre muy rico! -¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo? -Pues… ¡desde siempre! ¿No sabe que yo no me voy a morir nunca? -¡Vaya, qué suerte!
  • 40. José Luis Lobo Moriche 40 -¡No, suerte no! ¡Eso es una verdadera desgracia! ¡Ser in- mortal como yo no se lo deseo a nadie! -¿Ni a los nazis? -¡Eso del nazismo nunca me he parado a pensarlo bien! ¡Será otro tipo de desgracia! -¿Y cómo te gustaría morir? -¡En un castillo! Sin duda es el lugar más noble para mo- rir, aunque fuera a manos de otros. El oficial interrumpe al narrador y lo empuja violenta- mente contra el hombrecillo de la bombilla, quien en ese momento la acariciaba con sus manos abovedadas. A medio sueño entreveo más movimiento de vehículos militares que durante el inicio del viaje. Será que los ale- manes están fortificando la defensa del Rhin. Me despier- tan las maniobras de otro tren, y Víctor nos anuncia que estamos entrando en Sarrebourg, última estación francesa antes de atravesar los Vosgos y el río fronterizo. El ofi- cial nos recuerda con sorna que estas tierras eran la base de la retaguardia de la línea Maginot, que estamos a las puertas de Alemania y a unos cuatrocientos kilómetros de la estación final. No conocía estos lugares extremos de la Lorena, en el distrito de Metz-Campagne, pero hay que ser un verdugo con la cara tapada para no excitarse con la excepcional situación de Sarrebourg. Este pueblo parece haberse edi- ficado por sí mismo al tiempo en que se elevaban los pi- cachos de los Vosgos, que casi se inician en sus calles.
  • 41. La luz encerrada 41 Pero en este vagón, el lirismo únicamente lo ponen estos doce hombres que habitan en sus castillos. Los demás viajeros, sin poesía, cumplen y cumplen. Los „SS‟ ejecutan, cuadrícula a cuadrícula, el guion de quien diseñó las escenas de terror en este tren. ¿Para qué recordarlas? Podría representar en cualquier escenario las horas que transcurrieron en Reims y ahorraría describir las que aquí, en Sarrebourg, sucederán: los mismos olores y horrores, iguales sonidos, idéntica figura geométrica desplegada sobre el andén, las cientos de balas acom- pasadas…, los únicos diferentes serán los cincuenta de- portados que viajaban medio vivos en el antepenúltimo vagón. Por fin, la muerte los ha liberado y los gritos se han escurrido por las ranuras y la trampilla atravesada con alambre de espinos. Siento necesidad de bajarme del tren, curiosear las ma- niobras de los soldados en el andén y mirar hacia el cielo plomizo que toca el macizo. Podría hacerlo, pero no en- tra en el guion que le han entregado al oficial. Mi situa- ción es especial con respecto a los deportados -hombres medio vivos o muertos- que viajan hacinados dentro de los vagones; pero en mi particular papel se me manda que no entre en escena hasta que llegue a la estación final del viaje. Tengo que cumplir, aunque sepa que cada vez amo más la poesía. Así que gastaré el tiempo en los que- haceres rutinarios: masticar el bocadillo de salchicha que el militar encargado de estos menesteres me ha ofrecido. El hombrecillo de la bombilla ni se inmuta, cuando ha llegado la hora del rancho; sigue lejano a todo lo que le rodea, dentro del ensimismamiento que inició cuando poseyó el objeto deseado. Noto a los once restantes más
  • 42. José Luis Lobo Moriche 42 nerviosos, como si en silencio hubiesen conjurado entre ellos una venganza o motín. Pero deben ser otros los motivos. Me recuerdan la inquietud de un zorro enjau- lado y expuesto al sol en la plaza de cualquier pueblo y que al fondo está viendo los montes espesos de donde un trampero lo sacó. Aún no hay penumbra en el ambiente como para que uno de estos doce poetas me devuelva el lirismo que los actos mecánicos me han robado, ¡demasiada claridad pa- ra el recogimiento interior! Aquí nadie reza, ni se apiada, ni jura por Dios, ni te desea que Él te acompañe en esta tarde tan llena de luz cegadora. Varios aviones de guerra que sobrevuelan Sarrebourg y que se ocultan detrás del majestuoso macizo me corroboran que julio de 1944 es un mes poco espiritual. Ha anochecido y la locomotora sigue parada, los ope- rarios se han retirado y sólo el tren del dolor y dos mer- cancías cargados con material de guerra permanecen en la estación. El alto mando alemán no tiene prisas en que el convoy alcance el destino final; poco le importa que Sarrebourg apeste a cadáveres putrefactos y que por su cielo vuelen pájaros que huyen espantados de tantos gri- tos. Por fin, a las doce en punto de la noche, la loco- motora expulsa violentamente una nube de gases oscu- rísimos y el tren sale lentamente del pueblo. Cierro los ojos e intento que el sueño me venza. Duermo entre las palabras musicales de José Daniel y las revolucionarias de Eulogio, inquieto por no saber qué ha sido de ellos. La última vez que los vi fue el pasado mes de enero, en las cercanías de París. Los tres servíamos de enlaces a la Co- misión de Acción, tratábamos de interconectar a la recién
  • 43. La luz encerrada 43 fundada Comac con la Organización de la Resistencia Armada. Nuestra misión conjunta conllevaba muchos pe- ligros porque, una vez ocupados Marruecos y Argelia, la resistencia se nutrió de diversas facciones. En el intento de aunar a La Armé Secréte, a Los Francs-tireur y a los partisanos fue cuando les perdí la pista. Me temo lo peor, y siento la necesidad del arrepentimiento. ¿Si ahora me vieran que viajo, sentado entre Jaeger y Víctor, compar- tiendo sus pastelillos? La angustia de no saber nada de mis dos amigos me despierta, cuando el tren ya ha avan- zado más de doscientos kilómetros, que hace tiempo que atravesó el Rhin y se adentró en tierras alemanas. Mis doce acompañantes comparten sus historias, no sé qué motivos les han llevado a aislarse totalmente de los „SS‟ y a formar un corro entre ellos. Ni a mí siquiera me han invitado a que sea testigo directo de sus ensueños. Se cuentan sin atropellarse mutuamente, dejándose oír. La forma de la conversación, pues, es perfecta. El fondo si- gue siendo intraducible para mí. Los saltos que dan con la palabra los hacen tan libres como el vapor que des- prende la locomotora. Sus pensamientos son amorfos, sin aristas ni vértices. Ahora ellos son los que han forti- ficado sus propios castillos. -¡No, París es encantadora! Lo que la afea son los aviones alemanes, que ensucian su cielo. ¡Con ellos es imposible una primavera de flores! ¡Si las balas sólo pincharan co- mo hacen los rosales! -Mi mamá seguirá cultivando petunias en su huerto, pero seguro que se le habrán marchitado, antes de que yo re- grese a casa.
  • 44. José Luis Lobo Moriche 44 -La solución para las flores de tu mamá es que las proteja de las bombas, que no las riegue con el agua que reparten los soldados, ¡apesta a orines! -¿Y con qué las alimenta tu mamá? ¿Con los cagajones de los caballos alemanes? -¡Ni hablar!, allí todos somos muy pulcros, incluso nues- tro perro Dick. -Me gustaría hacerme de la semilla del veneno para sem- brarla en las macetas de tu mamá. -¿Y para qué? -Pues… no sé. Algo se me ocurriría. No entiendo nada, pero envidio esta sabiduría que les protege. El hombrecillo de la bombilla no protesta ni in- cordia al grupo de contertulios; al contrario, cada vez que un compañero suyo poetiza el ambiente del vagón, él acaricia con más ternura su objeto. Jaeger y Víctor empiezan a mostrarse más rígidos. Se han metido totalmente en el personaje maligno que cada uno de ellos interpretará, cuando se levante el telón; pero ya han iniciado el ensayo y dejado de consentir las fanta- sías a mis doce acompañantes. De repente, tratan de mili- tarizarlos. No hay mano que les extienda tabaco ni galle- tas. Difícil que yo extrajese una moraleja. De mí, los mili- tares también se han alejado. Bueno, no me sorprende, estaba escrito en el guion. El nombre que más suena en boca de los „SS‟ es Da- chau. Parece que hubiese sido una palabra secreta para
  • 45. La luz encerrada 45 ellos y para mí. Poco sé de esta pequeña localidad situada a veinte kilómetros al norte de Munich, únicamente he oído hablar de los vastos terrenos pantanosos que la ro- dean. El convoy ha ralentizado la marcha al cruzar un campo en obras lleno de traviesas y raíles. Pregunto a Víctor de qué se trata. -¡No preguntes tanto! Es un comando de Dachau. Observo la indumentaria a rayas de los obreros, la uni- formidad de los cuerpos enclenques y las cabezas rapa- das, monótonas miradas deseosas de engancharse a un tren que los lleve hacia el oeste. Busco preso por preso, tratando de encontrar a mis dos amigos. Eulogio sobre- saldría del grupo, porque es un buen mozo, espigado y ágil. Rebusco entre las cientos de caras alineadas a lo lar- go de la vía, pero nadie me regala que mis dos amigos pertenezcan a este comando. Sin embargo, mantengo la esperanza de reencontrarme con ellos en Dachau. Los cuatrocientos kilómetros recorridos en esta última jornada han mellado el aspecto físico de mis doce acom- pañantes. Incluso al hombrecillo de la bombilla se le cie- rran los ojos y deja caer la cabeza rapada sobre el hom- bro de otro adormecido. Un fuerte „Achtung‟ le sobre- salta. A partir de ahora tendrá que cumplir orden tras or- den, para él y sus once amigos se les acabaron los tratos consentidos. ¿Y a mí? Yo soy un deportado especial, fiel cumplidor de compromisos. Me toca interpretar un papel diferente a ellos en ese gran teatro que ha levantado el nazismo, pero sin posible vuelta atrás. No cabe ninguna duda si el personaje es trágico o cómico. Ya veremos cuántas amarguras me arrastra la interpretación.
  • 46. José Luis Lobo Moriche 46 El escenario que se me ha presentado repentinamente no ofrece ningún encanto, no se ve catedral alguna ni se oyen campanas. El conjunto resulta como un territorio de batalla previo al inicio de un feroz combate, en donde se mantiene la rigidez militar en el emplazamiento de ca- rros, coches y motos aparcados a las afueras de la esta- ción. Hay un hervidero de hombres rapados y con trajes a rayas que están siendo bajados de un tren mercancía. ¡Un millar de deportados más o menos! Busco entre ellos una figura espigada, ¡nada!, ninguna señal de que José Daniel y Eulogio vengan a coincidir conmigo en el cam- po de Dachau. Han formado en grupos de unos cincuen- ta hombres, y ahí llevan firmes más de dos horas ante el oficial de guardia. Es un grupo demasiado numeroso co- mo para que estos hombres pertenezcan a comandos de trabajo. Supongo que el desembarco aliado habrá obli- gado a los alemanes a que concentren los prisioneros más cerca de Berlín y a que exploten al máximo la mano -no barata sino gratis- que tienen a su alcance. De pronto, nos han hecho levantarnos de nuestros asientos y nos han colocado en el pasillo. -Tú no te muevas de aquí, primero bajarán estos doce y luego ya te mandaremos a que te incorpores al último pelotón, ¿entendido? -me dice el oficial que acaba de en- tregar unos papeles a uno de los „SS‟. Al cabo de tres horas de haber permanecido formados, los primeros deportados reciben las órdenes a seguir. -Achtung, media vuelta -y cientos de miradas se quedan perdidas delante de mi ventanilla.
  • 47. La luz encerrada 47 Me cercioro de que José Daniel y Eulogio no han lle- gado en ese convoy. ¿Y si no fueron detenidos? -Achtung, derecha, izquierda, derecha. -y los veo cómo salen de la estación en cinco filas. Inmediatamente el andén ha sido ocupado por decenas de „SS‟, que muestran un semblante mucho más maligno que el que mantuvieron durante el viaje. Contemplar des- de arriba las bóvedas de los cascos de acero impresiona y paraliza tanto como el silencio con que envuelven la pa- rafernalia y la figura geométrica que han conformado con las piernas abiertas y la ametralladora por delante. Varios „SS‟ abren los candados del primer vagón, luego desco- rren los cerrojos de la portezuela lateral que da al andén. Enseguida un oficial levanta una de sus manos y dos militares violentan el portón. ¡Ni se oyen gritos! Los que- jidos, si los comparo con la corriente eléctrica, no creo que alcanzaran los doce voltios. Un vaho de aire viciado por los orines y las mierdas se eleva con tal virulencia que obliga a los „SS‟ a retirarse rápidamente del vagón y a ponerse las mascarillas. Empiezan a salir cuerpos entumecidos y manos que se agarran la cara. Pero apenas les dan el tiempo necesario para que estas varas que fueron torcidas violentamente recobren la verticalidad. A golpes de fusta los mantienen en pie. Me emociono con este milagro de la naturaleza humana, ¡cómo lucharon por sobrevivir y cómo mantu- vieron verde la savia! Los cuento una vez formados: ¡cin- cuenta!
  • 48. José Luis Lobo Moriche 48 Segundo vagón, tercero, cuarto. El sufrimiento huma- no obliga a que uno se comporte siempre igual, si aún se goza de las fuerzas necesarias para resistir. Los que las te- nían limitadas, por ser viejos o enfermos, fueron conver- tidos en chatarra durante el viaje. Los hombres que ahora forman en el andén han quedado con restos de bilis en la boca y con las tripas pegadas. -Tú, ¿a dónde vas con esa bombilla? ¡Déjala en el asien- to! El hombrecillo no se despierta de su ensimismamiento. Entonces Jaeger le arrebata la bombilla y la enrosca en un casquillo vacío. El hurto violento le hace aflorar una baba espesa mientras se mordisquea las muñecas. Hay dema- siada luz en el exterior como para que ninguno de ellos cuente otra bella historia. Antes de ser obligados a dejar el vagón, me acerco al hombrecillo y le hago un par de carantoñas, que él me agradece con una tierna sonrisilla de complicidad. Sus once amigos empiezan a bajarse, al tiempo que mueven sutilmente los labios, sin revelar a nadie qué camino han iniciado y en qué posada se para- rán a descansar. Él, en cambio, se resiste a abandonar el vagón sin el objeto más preciado. Desenrosco la bombi- lla y se la doy. Entonces, la guarda en uno de los bolsillos y corre tras sus once amigos. No han sido capaces de militarizar a los doce, ni „el achtung‟ ni „el media vuelta‟ los han intimidado, ¡dema- siado libres como para que vanas órdenes y restallidos de fusta los derrumben! Al oficial que controla los movi- mientos de los deportados no le habrá gustado la escena burlesca, y enseguida ordena que los quiten del medio.
  • 49. La luz encerrada 49 No se hace esperar, a empujones los meten en el interior de una camioneta, que abandona rápidamente la estación. En una de las portezuelas leo tres palabras que pellizcan mi alma: „Castillo de Harthein‟. Escoltado por dos „SS‟, me incorporan en una de las cinco filas que forman los deportados del último vagón. Aguanto impasible las tres horas que dura el cómputo de prisioneros, respirando un aire contaminado por ciento cincuenta cadáveres en putrefacción, ¡a partir de ahora soy un preso más de Dachau!
  • 50.
  • 51. 51 Sin luces rbeit macht frei‟, el trabajo da la libertad, es- crito con letras de metal en la cancela de en- trada al campo de prisioneros, me ofrece la bienvenida. ¡Trabajo y libertad! -una de las consecuencias del pecado original, por haber caído un hombre y una mujer en la tentación de mordisquear la sensual manzana, y también el goce de los descendientes de los pecadores cuando se han acercado a la palabra divina para que los haga más libres- conjugados caprichosamente con el hie- rro. Atrás, hemos dejado los chalets donde los jefes duermen la tranquilidad de conciencia; ante mí aparece de pronto una mole infernal de cemento, en cuyos late- „A
  • 52. José Luis Lobo Moriche 52 rales se alzan treinta y cuatro bloques distribuidos alre- dedor de una plaza abierta, en donde ahora miles de pri- sioneros con las cabezas rapadas se esfuerzan para no ca- erse. Marcho en formación y voy leyendo los letreros: Cocina, Lavandería, Duchas, Talleres, Oficinas, Bunker, Casamatas, Crematorios. Sin letreros que las identifiquen, se elevan siete torres de vigilancia y una doble alambrada electrificada. Impresiona esta fortaleza de Babel, que en- cierra a cien ideologías expresadas con cien idiomas. So- cialistas, comunistas, monárquicos bávaros, alemanes di- sidentes, polacos, religiosos que se niegan a levantar el brazo en honor a un dios de tierra y entre ellos yo, Peter Leclaux, a quien mis dos amigos españoles llaman „Profe- sor‟. Me angustia desconocer con qué señal distintiva los ha- brán marcado en el lado izquierdo de la americana, ¿con la „S‟ de español o con „la azul‟ de antipatriótico? A mí, seguro que me atenuarán los pecados con „la verde‟ que identifica a los prisioneros de delito común. Pregunto al preso que me precede en la fila si hay muchos españoles. -No, los hombres de los Pirineos van a Manthausen. Es raro que pasen por aquí. No te intereses por ningún es- pañol, puede ser que a quien buscas sea ya ceniza en Gu- sen. Llevamos en fila más de una hora. Víctor y Jaeger son quienes enderezan los cuerpos que se van derrumbando. Con las vergas en las manos gozan de un parecido sem- blante demoníaco: la tez tirando al color hepático que da el alcohol, los ojos algo achinados, la mirada inquieta y maligna, las pupilas brillantes como un reptil. Los dos go-
  • 53. La luz encerrada 53 zan de estos caracteres de la uniformidad, porque ambos sirven a la misma causa con idénticos métodos. Tres camiones acaban de entrar en la plaza. Como si se tratase de un espectáculo público diseñado para atemo- rizar a los espectadores, decenas de presos bajan ante no- sotros los cuerpos putrefactos de los franceses asesinados en el tren y, amontonados en un carro tirado por varios prisioneros, son transportados a los crematorios. Al fon- do, por las chimeneas, se eleva una columna de humo que se va extendiendo por encima de los tejados de las barracas. Un Blockführer nos regala las primeras pala- bras. -¡Achtung, derecha! ¡Sabed que de Dachau sólo se sale por esas chimeneas! Nosotros hemos sido los últimos deportados y todavía no lucimos los trasquilones en la cabeza. Empieza el tercer recuento, nuestros nombres son pronunciados por última vez. A partir de ahora seré el número cosido a mi americana. -¡Peter Leclaux, el número 30.031! ¡Aquí tienes tu ropa! ¡Bloque 30! ¡Lleva visible el distintivo verde! ¡Atento a cuando suenen tres pitidos! ¡Antes del tercero, tienes que estar formado delante del bloque! Me han rapado la cabeza, fumigado y duchado con el grupo de franceses que viajaron hacinados en el tren. No he visto a ninguno de ellos retorcerse ante el dolor de tripas que les abrasa, a pesar de que llevan cuatro días sin probar alimento. Pocos han entrado en las letrinas, por- que no tienen nada que cagar. Sentarse sobre la taza del
  • 54. José Luis Lobo Moriche 54 váter, en grupos de doce, no es muy íntimo que digamos; pero aquí se pierde lo esencial del individuo, te lo arre- batan. Al defecar en compañía de otros, he sentido el pri- mer hachazo invisible. Un pitido de silbato, un segundo y ya estoy formado delante de mi futuro hogar. Sólo uno de los deportados que compartirán conmigo el bloque 30 no ha cumplido la orden. Se incorpora a fila, una vez que han sonado los tres pitidos de llamada. El pobre hombre llega renquean- do; y esa tara física significa, en el código del terror, que un cojo no sirve para el trabajo. Resiste como puede los veinticinco primeros cachiporrazos pero, a mitad de la segunda tanda, se cae vencido. El decano del bloque 30, un alemán que goza de algunas tolerancias debido a su veteranía, se dirige al Blockfürer y le pide que el grupo de detenidos pueda mantenerse en silencio durante un mi- nuto. Accede, y el veterano monta en un carro al muerto. Nadie rechista mientras nos aguantamos la respiración entrecortada, ¡la liturgia del silencio! Más tarde, ese hom- bre solidario cruza conmigo unas palabras de bienvenida con un tono amistoso. Se ha pegado a mí y, mientras me coloco el traje a rayas que me han entregado, me pregun- ta a qué grupo de trabajo quiero que me asignen. -Ya veré, sé hacer muchas cosas y estoy fuerte como un roble. -Los informes que el oficial de las oficinas le ha entre- gado al Blockführer hablan bien de ti. ¿A qué se debe este privilegio?
  • 55. La luz encerrada 55 -Soy un preso político, y quizás me utilicen como intér- prete. Les cambiaré parte de mi sabiduría por una sopa más espesa, para que pueda mantener verde la savia de este árbol que llevo dentro. -¡Qué raro que sepas de antemano cuál será tu trabajo!, ¿no? Pues, hoy vas a debutar con la sopa clara, ¡un ten- tempié! ¡Vamos, a formar! A golpes de silbatos hemos formado delante del bloque y al rato tres „SS‟ pasan lista. A veinte viajeros del tren del dolor nos ha correspondido la misma barraca. Al tiempo que van llamando a cada número y éstos contestan sus nombres, intento memorizar los físicos de los deporta- dos. Hay alemanes, franceses, polacos, italianos, pero ningún español. Por fin reparten la sopa, es tan clara que se ve el fondo de la cacerola. Apenas bebo el caldo, me mojo los labios, ¡huele a cebolla y zanahoria! Uno de los recién llegados se la ha embuchado de un único tirón. Se lame los labios e intenta sacar de donde no hay. Le doy la mía y se la echa a pecho. -¡Ya habéis comido bastante! ¡No os vaya a sentar mal! ¡Mañana será otro día! -es la lluvia de improperios que moja constantemente la piel de los detenidos, unas gotas frías que van calando tejido tras tejido hasta que consigan penetrar en la última corteza del ánimo. Nos han metido dentro de la barraca. Me han asignado la litera de arriba, al fondo de la tercera fila. Tengo que alcanzarla trepando una escalerilla. No creo que la suerte haya influido para que desde ella vea la plaza, seguro que
  • 56. José Luis Lobo Moriche 56 la ventana estaba asignada de antemano para mí. ¿De qué gozarán mis dos amigos? -¡A buen sitio has venido a caer! ¿No serás un kapo? -me pregunta mi vecino de litera. -¡He comprobado que contigo se tienen que andar con pies de plomo! Me llamo Peter, Peter Leclaux, para lo que necesites. -Gracias, pero aquí las necesidades son otras. ¿De dónde vienes? -¡De darme de jeta con los alemanes! ¡Están en todas par- tes! -Sí, pero no sabemos hasta cuándo. ¿Qué noticias corren por París? -¡Las cosas pintan para los vichistas…! -¿Bien o mal? -Se palpa un clima revolucionario. La depuración y ejecu- ción de los colaboracionistas están muy extendidas entre los miembros de la resistencia. -¡Hombre, el desembarco habrá contribuido a sacar pe- cho!, ¿no? -Pero, creo que han perdido el norte. -¿El norte?, ¿por qué lo dices? -¡Incluso se enfrentan con los gaullistas y norteamerica- nos!
  • 57. La luz encerrada 57 -¿Con las armas no será? -¡Qué va, es una lucha de ideas! -¿De ideas? Ahora debe imperar una única meta, después ya veremos. ¿Y tú qué solución ves? -¿Solución? Quizás en que destinaran las Fuerzas France- sas del Interior como unidades de asedio en las bolsas de resistencia alemana. -¡No es mala idea! ¡Están preparados para ello! ¡Los repu- blicanos españoles son muy bragados! ¿Pertenecías al „FFI‟? -Sí, con carnet 2015. -¡Y la bandera francesa terciada! -¡Ah, nuestra bandera! ¡Un carnet sin fecha ni foto! -Se me olvidó decirte mi nombre: ¡Duftin Saussure! -Duftin, ¿cuánto tiempo llevas en Dachau? -Aquí, setecientos tres días. Ha pasado casi un lustro des- de que me detuvieron. Estuve otros dos años en los cam- pos de Flossenborg y Stutthof. Allí, a los que estaban en fase terminal, los liquidaban con inyecciones de fenol, ¡de musulmanes nada! -¿Gasean en Dachau? -No sé, creo que no; pero las duchas las tienen prepara- das. Espero que ninguno de los dos las estrenemos. Se acabó la charla, han sonado los pitidos de silencio.
  • 58. José Luis Lobo Moriche 58 -Gracias, Duftin. ¡Hasta mañana! A las cinco han tocado diana, en la barraca se aprende a repetir los movimientos de los veteranos, vas detrás de ellos tratando de imitar sus acciones: el aseo personal, la visita al váter y a estar en fila antes de que oigas los res- tallidos de las fustas sobre tu espalda. Voy pegado a la sombra de Duftin e incluso retiro con ganas el tazón de agua sucia que debo tomar. Todo va encadenado, el lla- mado desayuno con la formación en la plaza; luego, oír tu número y pasar a la fila del comando asignado. A Duftin lo han destinado a un comando de limpieza. Al rato lo veo pasar por delante de la fila en donde espe- ro a que me destinen al trabajo correspondiente. El de- cano empuja con otros cinco deportados un carro; luego, salen del campo y enseguida entran con decenas de muertos. ¡No tengo dudas, los viajeros del tren del dolor! Aparcan el carro a la puerta de los crematorios; una hora después, las chimeneas humean sobre los tejados de las barracas. -¿Número 30.031? -¡Yo! -¡Sígueme, y no preguntes! Me han llevado a la oficina central, „Arbeitsstatistik‟, anuncia el letrero del edificio. Por respeto a la memoria de José Daniel y Eulogio, prefiero callar las insinuaciones que el jefe de la oficina me ha hecho y los planes que el Arbeitsdienstführer ha diseñado para mí. Mi trabajo será mucho más liviano que el de Duftin, incluso me dará la
  • 59. La luz encerrada 59 oportunidad de no olvidarme de los idiomas que hablo, sobre todo de la lengua rusa. Estaré, pues, varios escalo- nes por encima de mis compañeros de barraca y esa si- tuación privilegiada podría acarrearme problemas con Duftin y demás presos. ¡Tendré que ser sincero con el decano! Además, él también me necesitará. ¡El estómago nos pide que lo llenemos de vez en cuando o, por lo me- nos, que evitemos que se nos peguen las tripas! He probado, al mediodía, la sopa que se asemeja al se- rrín de madera y, de noche, más sopa con legumbres se- cas, col y nabos. Tendido sobre la litera, los reflectores me ayudan a que pueda extender mi campo de visión hasta el final de la plaza. Simulo que pienso en algo tras- cendente, pero en realidad lo que estoy esperando es que Duftin me dé la oportunidad de que pueda abrirme a él. -¿Cómo te ha ido el día?, me pregunta con un tono des- concertante y sin apartar la mirada de la bombilla en la que tiene clavados sus ojos. -¡Se ve que necesitan a alguien que entienda ruso! He pal- pado mucho nerviosismo entre los oficiales nazis, como si se temiesen que la liberación de París fuese cuestión de días. -¿En qué consistirá tu trabajo? -Quieren que les traduzca al inglés y al ruso algunos do- cumentos. -¡Vaya!, ¿y no temen nada de ti?
  • 60. José Luis Lobo Moriche 60 -¡Supongo que la Gestapo pondrá las máximas pre- cauciones! ¿Crees tú que en nuestra barraca hay algún ka- po? -No sospecho de nadie, pero tienes que andar con bue- nos pies. Como te resbales, ¡ni traductor ni nada! -¿Perteneces a algún comité? -¿Por qué lo preguntas? ¿Tengo cara de revolucionario? -¡Cuenta conmigo! ¡Alguna información válida podré sa- car de la oficina! Busco la pista de dos amigos españoles, los perdí de vista en una encerrona que nos tendió la Car- linga a las afueras de París. -¡Qué partida de cabrones!, ¡son peores que la misma Gestapo! -¿Los conoces bien? -¡Esos perros lucharon en contacto con la Brigada Nor- teafricana! -¡Sí, he oído hablar de esa Brigada! ¡Musulmanes adictos a la causa nazi!, ¿no? -Ya te dije que son unos cabrones, combatieron en Tulle. -¡Duftin, quiero revelarte un secreto! -¡No hace falta que te esfuerces, Peter! -Te lo supones, ¿verdad? Yo también presté servicios de información a la Carlinga. -¿Y con qué operaciones traicionaste a Francia?
  • 61. La luz encerrada 61 -Fue de Pierre Loutrel, „El Loco‟, de quien aprendí el an- sia de los sobornos. Ocultaba su personalidad bajo un tu- pé, las cejas rectas, el ancho de la cara, la ampulosidad, a mi lado parecía que él era un verdadero profesor de ins- tituto. -¿Conociste al jefe? -No, a Henry Lafont no lo vi nunca, yo no tenía acceso a la sede en 93, Rue Lauriston de París. Mis contactos no llegaron por encima del comisario Bonny. -Entonces, ¿qué pintas en Dachau? -¡Eso mismo me pregunto en las noches de desvelo! -¡Me dijiste que no eres un kapo! -¡Y no te mentí, Duftin! Las cosas no estaban como para andar titubeando, caí en las trampas de los nazis y sigo enredado entre miserias y traiciones. Mi misión aquí es muy ambigua. Necesitaban un traductor de ruso, pero pensarían que con un falso preso político mataban dos pájaros de un tiro. -¡Uno el ruso!, ¿y cuál es el otro pájaro? -Informar al Lagerführer de cómo está organizado el Comité Internacional. Aquí consto como un delincuente común, nadie sabe mi turbio pasado. -¿Y ahora qué vas a hacer, si duermes junto a tu enemi- go? -¡Mis enemigos están fuera de las barracas! Un tren ati- borrado de dolor y doce locos me hicieron cambiar de
  • 62. José Luis Lobo Moriche 62 bando. Me gustaría ser tú, ¡Duftin Saussure! Naciste Duf- tin y mantienes el nombre. ¡Nunca te traicionaste! Yo, en cambio, nací Simon pero les di a los nazis una goma para que me borraran el nombre. -¡Ya no te darán la oportunidad de que retrocedas! Estás obligado a seguir el juego, condenado a llamarte Peter Leclaux. -¡Un juego muy peligroso!, ¿verdad, amigo? -Partes con ventaja, tienes carta libre para cotorrear con los decanos de los bloques y encima el Blockfürer te hace la vista gorda, ¿qué más quieres? -Me atormenta el papel de chivato, ser un cómplice del nazismo; además, la losa de la traición me está aplastando lentamente. -¿Qué me dices de esos dos republicanos españoles? -Trabé con ellos unos lazos fortísimos de amistad. Te ju- ro que nunca los delaté. Me serví de ellos para informar de la estructura interna de los comités que conforman la „FFI‟, pero carecían de peso político. Colaboraban con la resistencia en la distribución de los panfletos, sobre todo con „Combat‟ y „Liberation‟. ¡Nada de redactar los artí- culos! -Entonces, ¿qué te atormenta? -¡Que crean que yo preparé la asamblea en una granja de las afueras de París! Yo desconocía que la Carlinga estaba al tanto de la reunión. Fui yo quien les informé de los
  • 63. La luz encerrada 63 propósitos de la „FFI‟, porque los dos querían dar un sal- to cualitativo en las operaciones de la resistencia. -¡No te obsesiones!, ¡las circunstancias mandan! Que des- canses, buenas noches. -Gracias, Duftin, de nuevo. ********** Han pasado dos semanas desde que el hombrecillo de la bombilla fue hospedado, como conejo de laboratorio, en el Castillo de Harthein; yo llevo el mismo tiempo en Dachau como servidor de la Gestapo. Desconozco qué le habrán arrancado a aquellos doce sabios; durante estos quince días, he recuperado el honor perdido y he dejado de sentirme un apátrida. Tengo que convencerme de que mi transformación no ha sido un cambio de chaqueta motivado por ser consciente de que la guerra ha dado un vuelco tremendo a raíz del desembarco aliado. ¡Esos do- ce locos, aquel tren del dolor! ¡Junto a Duftin, ellos son los referentes de la dignidad! Esta mañana estoy deseoso de encontrarme con el veterano para adelantarle el conte- nido de la conversación que los oficinistas han manteni- do y comunicarle que pronto me reuniré con mis dos amigos españoles. Allí está, con el garfio en las manos y con la rabia en sus vísceras. -Duftin, tengo buenísima noticias, ¡tantas que me atu- rrullo!
  • 64. José Luis Lobo Moriche 64 -¿De qué se trata, Peter?, perdón, Simón. -Hitler ha sufrido un atentado. Todo está muy confuso, pero el hijo de perra ha salido ileso. -¡Eso es lo de menos! Es vital que las víboras aniden de- bajo de la mesa de su despacho. -¡Sí, el desembarco…! ¡Pero falta que los aliados tomen París! ¡No creo que tarde más de un mes! -¡Hay que resistir! Te presentaré al jefe del comité patrió- tico de Dachau. ¡Pero extrema las precauciones con tus informes al Lagerführer! -¡No es sólo el atentado! ¡Mis dos amigos, Duftin! -¿Has sabido algo? -¡Están en Mauthausen, pero en unos días llegarán a Da- chau! -¿Cómo te las ha arreglado? -En el documento relativo a la entrada de deportados no constan los motivos para la llegada de un tren desde Mauthausen. ¡Están en la lista, destinados al bloque 25! -¡Vamos a celebrarlo! -¿Con champán francés? -¡Con algo mejor! Te enseñaré nuestro himno, „El canto de los pantanos‟.
  • 65. La luz encerrada 65 Lejos, hacia el infinito, se extienden los grandes prados pantanosos. Ni un pájaro canta en el árbol seco y hueco… Pero un día, en nuestra vida, la primavera florecerá de nuevo.
  • 66.
  • 67. 67 Algo de luz: El Comité l mes de agosto de 1944 nos ha traído la libera- ción de París, pero no ha sido tan generoso con los deportados de los comandos externos que, a golpes frenéticos, refuerzan las trincheras de las líneas militares cercanas a Dachau. Tanto drenaje de zonas pan- tanosas significa un repliegue de las fuerzas alemanas asentadas en Francia. El Comité de Resistencia así lo in- terpreta. Pero aquí el paisaje geométrico que conforman las alambradas con los barracones y torres mantiene el aspecto tétrico o incluso ha empeorado. Los comandos entran y salen marcando el paso con unos esqueletos que apenas dan sombra y cuyos ojos ya no les pertenecen, E
  • 68. José Luis Lobo Moriche 68 porque están escondidos. Dentro, algunos deportados menos ahuesados encuentran un panorama peor: sufren los experimentos salvajes de los médicos nazis. Un docu- mento que he podido hojear habla de estudios sobre ma- laria, tuberculosis, hipotermia, potabilización del agua sa- lada, interrupción del sangrado. Este es el cementerio en el que esta mañana ha entrado un nuevo convoy que hu- yó de Francia. ¡Los que han llegado ni siquiera saben que París fue liberado mientras ellos trataban de atrapar algo de luz y aire dentro del vagón! -¡Debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia y no tendréis por qué temer al gas! -les grita Jaeger, mien- tras restalla el ligamento de caballo sobre la espalda de un moribundo. No veo el cuerpo espigado de Eulogio, quizás porque haya perdido el porte elegante y hoy sea una vara encor- vada y sin apenas vigor. ¡Si José Daniel tuviera entre sus manos un clarinete o un acordeón! Entonces, la plaza de Dachau sería bella, porque con los acordes de fiesta an- daluza tensaría las alambradas hasta romperlas y ende- rezaría los cuerpos oxidados. ¡O si el hombrecillo de la bombilla fundida, vestido con una larga levita y con su mirada torcida, se parase delante de cada pelotón de pri- sioneros! Entonces, los colmaría de candidez y ternura. Desde el ventanuco de la barraca veo la repetitiva escena intimidatoria de un carromato lleno de cadáveres, apar- cado a la puerta de los crematorios. Duftin hace el traba- jo rutinario con frialdad e incluso a veces arroja violen- tamente los cuerpos, para que definitivamente el dolor se haga ceniza. Tiene entre sus manos el largo garfio de hie- rro con el que arrastra los sufrimientos muertos. Humean
  • 69. La luz encerrada 69 las chimeneas y los inciensos del terror se van exten- diendo por encima de las filas de los deportados. ¡Otra liturgia, la de bienvenida a un nuevo infierno! Para alcanzar la oficina principal del Lagerführer, pre- meditadamente empiezo a rodear la plaza. El desequi- librado Víctor restalla el „schlague‟ en el aire y viene en- demoniado a mi encuentro. Antes de que se alivie de su ira, le enseño mi credencial de oficinista; pero la fusta baja impetuosamente y encuentra al prisionero recién llegado que tiene más cerca de él. No ha habido ningún porqué. Paso a la derecha del primer pelotón de prisio- neros, los están desparasitando. Pelotón tras pelotón de cuerpos desnudos, llego a las oficinas. Encima de la mesa del escribiente están los documentos con los nombres de los nuevos deportados. El papel oficial donde constan los nombres de mis dos amigos es el 3247/08/44. Es un impreso tipo cuartilla, fácil de copiar para un hombre que fue agente de la Carlinga. Pacientemente espero a que el escribiente se ausente de la mesa de trabajo. Cojo la plu- ma del palillero y en menos de dos minutos he falsificado la letra, puesto los sellos de rigor y hospedado a José Daniel y a Eulogio en el bloque 30, debajo de los pies de Duftin. Mientras transcribo al ruso las palabras de un ofi- cial soviético reflejadas en un documento confidencial que el Lagerführer debe enviar a Berlín, el escribiente se dirige a entregarle las fichas de los nuevos presos al mili- tar que coordina la distribución. En ninguna de mis ante- riores acciones subversivas en favor de la Carlinga mi co- razón había palpitado tan aceleradamente. Ni nunca viví un instante de tanta tensión emocional como para sentir la necesidad de tomarme un café.
  • 70. José Luis Lobo Moriche 70 Tengo que recomponer la serenidad perdida, un tintero se me ha caído de las manos y la tinta ha emborronado de azul un documento. El escribiente me vomita su vene- no, intento concentrarme en el texto y olvidarme de la llegada de mis dos amigos. Un rato antes de que finalice la jornada de trabajo en la oficina, me escondo bajo la americana una tarra de margarina y un bollo de pan. Duftin se ha contagiado de mi estado eufórico al cono- cer la llegada tan deseada por mí. Le ha cogido de sorpre- sa, sobre todo desconocía mis habilidades como falsifi- cador. Si aún no estaba convencido del cambio brusco de actitud que yo había adoptado ante el nazismo, ahora es consciente de que estoy arriesgando la vida por dos pre- sos españoles, ¡demasiados compromisos, cuando se trata de sobrevivir! -¡Toma, comparte la margarina de los oficinistas! ¡La he birlado de la estantería! -¡Guárdala para tus amigos!, ¡el Comité nos necesita fuer- tes y sanos! ¡Las cenizas me quitan el hambre! -¿Y quién coordina el Comité Internacional de Resisten- cia? -Le llamamos Genet. ¡Es un sacerdote polaco! -¿Un sacerdote católico en Dachau? -El bloque 28, contiguo al nuestro, está reservado para los religiosos. ¡Un bloque entero! -¿Qué tiene que ver la religión con el sueño de la nueva Europa?
  • 71. La luz encerrada 71 -Hay muchos testigos de Jehová que se negaban a le- vantar el brazo al estilo fascista y algunos católicos disi- dentes. Son los únicos prisioneros que gozan de ciertos privilegios, igual que los presos políticos que actúan co- mo kapos. ¡No te olvides de que el honor de Alemania está encerrado en estas jaulas! -Entonces, los curas son unos privilegiados como yo, ¿verdad, Duftin? -¡Valiente pájaro volandero eres! -¡Oye, Duftin, no he visto a ninguna mujer en el campo! ¡Necesito faldas cerca de mí! -¡Golpea en las puertas de los chalets!, ¡a ver cómo te re- ciben los fascistas! Creo que hay una veintena de presas políticas alemanas en un módulo externo. De vez en cuando, algunas con estudios de medicina vienen al Re- vier. -El Revier es la enfermería, ¿no? ¡Pues ya me tienes con las tripas perforadas! ********** Los presos se agarran a las asas de los pequeños tarecos que aún retienen en la memoria para elevarse por encima de las nubes de cenizas que cubren Dachau. ¡Yo también me consideraba un preso, pero ahora me he liberado de algunas de las trabas con las que voluntariamente me dejé
  • 72. José Luis Lobo Moriche 72 atar! Me siento más libre y gozoso al contemplar desde la puerta de la barraca cómo los pelotones de los depor- tados novatos se dirigen desde la plaza a los respectivos bloques. El grupo de prisioneros que ha doblado a la iz- quierda y viene de frente a mí está formado por treinta hombres. Visten a rayas, igual que yo. Marchan al com- pás que les marcan los golpes de silbato y los restallidos de las fustas, conformando una rara mancha uniforme y listada. No percibo que la cabeza de Eulogio sobresalga, ni mucho menos oigo los tarareos de José Daniel. „No te inquietes‟, me digo entre dientes. Los trescientos metros que me separan del pelotón se me hacen la distancia en- tre dos galaxias. ¿Y el tiempo? ¡Se ha tenido que oxidar la maquinaria que lo mueve! ¡Ni llegan las expresiones „de pronto‟ ni „de repente‟ con las que desahogamos nuestras impaciencias! ¡Tan poco espacio en tanto tiempo, que me he quedado petrificado cuando he visto una figura altiva que abre la tercera fila del pelotón! ¡Sí, es mi querido Eulogio! ¡Como siempre, está hablando consigo mismo! ¡Acaba de entrar en un campo de alambradas y seguro que el primer obje- to que se le la ha venido a la cabeza son los alicates! En cambio, José Daniel insuflará el aire que se ha traído de la Sierra al clarinete de sus labios, ¡las musas le ayudarán a resistir los chirríos del descompás! José Daniel es el quinto de la cuarta fila, algunas notas acompasadas habrá entonado que no le han gustado al Blockführer. El ritmo contrario al fragmento de su melo- día lo marca un filamento de caballo con forma de fusta sobre la espalda de mi amigo. He sentido mil puñaladas en mi vientre al contemplar ante mí cómo su menudo
  • 73. La luz encerrada 73 cuerpo se ha reclinado hacia delante y luego un segundo fustazo le ha devuelto el equilibrio. -¡Nooo! -le grito furiosamente al Blockführer. Mi rechazo a la violencia de cualquier nazi le hubiese supuesto mil tormentos a otro prisionero. Con una arti- ficiosa sonrisa, trato de devolverle la autoridad que le he quitado; luego, me acerco a él y le susurro al oído: „A este español de mierda no lo estropees tan pronto, le tengo que sacar mucha información. El Lagerführer nos lo agradecerá a los dos‟. No creo que ninguno de mis dos amigos se percate de que también la Muerte los recibe con cara y cuerpo de di- sentería, como si ella ofreciese la más hermosa de las es- peranzas o, quizás, la alegría del reencuentro los haya envalentonado para que ambos me levanten jubilosamen- te sus brazos. Como cualquier deportado recién llegado a Dachau, llevan en fila más de una hora, tiempo que pa- cientemente espero de pie en las escalerillas del bloque, sin haber apartado mis ojos de José Daniel y de Eulogio, con el deseo de transmitirles confianza y que sigo cerca de ellos. Tras una de las ventanas de la barraca, Duftin está atento a los movimientos de los recién llegados, atraído por la presencia en Dachau de dos republicanos españoles. Luego, el Blockführer repite las consabidas ór- denes intimidatorias de bienvenida y acaba señalándoles a los „pedazos de mierda‟ las chimeneas de los crematorios como única salida posible. -¡Scheis-stück! Von hier geht es nur durch den Scherns- tein raus.
  • 74. José Luis Lobo Moriche 74 A partir de este momento serán dos números cosidos a sus americanas que se mueven al son de los silbatos. Por fin, rompen fila y corro hacia ellos. Los tres nos uni- mos en el mismo abrazo, pero con diferentes lágrimas. -¡Oh, Profesor!, ¡perdóname mis dudas!, -me dice el músico, envolviendo sus ojos con el brillo lírico de una plegaria-. Creíamos que nos habías traicionado, que la reunión en la granja de las afueras de París había sido una encerrona tuya. -¡Espero que hayáis enterrado vuestros recelos! ¡Qué bien te veo, José Daniel! ¡Y tú, electricista, a ver si aguantas el alto voltaje de esta maquinaria nazi! ¡Ah, os presento a Duftin! Es algo más que un mero vecino de litera, acarrea los muertos y los convierte en ceniza. -¡Seréis los primeros españoles que haya tenido el Comi- té! ¡El Profesor os adora y, a su vera, el viento os soplará de cara! -Ya he sido testigo de los primeros soplidos de pro- tección, como cuando nos metíamos en jaleos con los nazis durante las veladas nocturnas en los burdeles de París, ¿eh, Peter? -¡No, Peter Leclaux murió para siempre! ¡He renacido como Simon Saussure! Es una larga historia que, después de la sopa, os descubriré; ahora nos urge que os apuntéis a un comando, con el fin de que no terminéis arrojados al precipicio como un paracaidista.
  • 75. La luz encerrada 75 -¿Podremos resistir? -me pregunta Eulogio con un tono tan limpio como la imagen que seguramente haya proyec- tado su cerebro. -¡Si tus fuerzas empiezan a flaquear, puedes terminar co- mo una cobaya en los laboratorios de la Bayer! -¿Tanta deshumanización, Profesor? ¿Ni siquiera una me- lodía silbada por José Daniel les devolvería el rostro hu- mano? -¡No tienen vuelta atrás, se desfiguraron en el año 1933! ¿Sabéis que en el Instituto de Higiene de la „SS‟ nos me- ten en bañeras de hielo para controlar los efectos fisio- lógicos del frío? -Profesor, ¡hazte de unos alicates para mí! -¡No, nada de locuras! ¡Apúntate como electricista y quizás tengas la oportunidad de resistir hasta que los alia- dos lleguen! -¿Resistiré? -¡El Comité te dará la moral! Yo te proporcionaré el chocolate que necesites. ¡Esta noche probarás la marga- rina! ¿Qué más quieres? -Y si no resisto, ¿conseguirás unos alicates, Profesor? -¡No me gustaría ver todas las mañanas, sobre la mesa del Lagerführer, tu cabeza desosada pisando los papeles que yo debo traducir! ¡Serás un electricista! ¡Por favor, no le des más trabajo al pobre Duftin!
  • 76. José Luis Lobo Moriche 76 -¡Profesor, no se preocupe…, llegado el momento de que visitara los crematorios, le haríamos los honores mereci- dos! -¿Qué honores a un muerto inservible? -¡Aquí aprovechan todo! ¡Incluso podrías terminar como pastilla de jabón! ¡Abre la boca! ¡Vaya, no tendría que arrancarte ningún diente de oro! ¡En cambio, tus hue- sos…! -¿También los huesos? -¡Un hueso machacado es superfosfato!, ¡no lo olvides! -¡Duftin, ya le has dibujado el panorama que le espera si no…! En cuanto a ti, mi querido José Daniel, que las ar- tes te amparen para que tu rostro no tome el color de la cera y seas un esqueleto con piel. -¿Qué debo hacer, Profesor? -Después de la sopa, os irán numerando y os asignarán a un comando. ¡Di que eres músico!, ¡pero antes, quítate la gorra…, que no estaré presente para detener los fustazos! -¿Y qué me deparará la música? -Te destinarán al Lagermusik. Di que tocas bien el acor- deón. Esta noche ensayaremos el „Dachaulied‟. Mantenga un hombre, compañero, sé un hombre, compañero. ¡Venga, que os llaman a la sopa! **********
  • 77. La luz encerrada 77 Ni siquiera las buenas noticias que traslado al electri- cista le sosiegan. En parte, le comprendo. ¡Es un tipo que se agobia entre alambradas! Intento convencerle de que se olvide de una fuga…, que es cuestión de aguantar va- rios meses…, que la liberación está muy próxima. El ve- rano de 1944 está dando las últimas boqueadas y ello ha acrecentado su idea de alcanzar la frontera suiza, antes de que la nieve cubra los valles. Duftin ha conversado con él varias veces e incluso le ha presentado a Genet y a los miembros más destacados del Comité. ¡Ni cura ni Comi- té! Él sólo ve ante sí unas lejanas sierras revestidas con flores de castaños; apenas se ha contagiado del opti- mismo de nuestro jefe, cuando le ha manifestado que la llegada de más prisioneros a Dachau desde el campo de Natzweiter-Struthof es señal de que los alemanes están evacuando los campos más cercanos a las líneas de los americanos y rusos. En cambio, sí le ha conmovido la noticia de la rebelión de un comando en Auschwitz, ¡el electricista tiene la sangre de los jacobinos! Todas las ma- ñanas pasa por delante de las oficinas portando una esca- lera para cumplir con el parte de las averías. Le silbo y me saluda levantando una de sus manos y enseguida sacude nerviosamente los dedos, tratando de transmitirme que él no aguanta más calambres, ¡que se pira! Entonces com- prendo que la idea de fuga se ha pegado a su cerebro y que ya no hay quien se la despegue. Conozco su testaru- dez y valentía, y estoy decidido a ayudarle. Al músico le han dado un acordeón y en él ha encon- trado al acompañante ideal para pasearse por las sierras de su pueblo, allá en el suroeste de España. En un lateral de la plaza, cerca del Revier y del bloque de los curas, es-
  • 78. José Luis Lobo Moriche 78 tá la pequeña plataforma en donde la orquesta ensaya. A veces, antes de que llegue el „SS‟ que ejerce como direc- tor, oigo los acordes del acordeón, los únicos instantes líricos que se cuelan en Dachau. Toca jotillas, sevillanas y también unas cancioncillas populares desgarradas que desconozco. Él no necesita planear una fuga, que sabe que no le llevaría -por unas veredas heladas- hasta la Sui- za libre. „Eins, zwei… drei… vier…‟, y toca marchas por la mañana y por la noche en el entarimado, cuando los comandos salen y entran en el campo. Esta mañana se ha subido al estrado y ensaya una marcha marcial que suena arrebatadora, casi alegre. La música atenúa el sufrimiento del músico, mientras ve cómo salen cientos de hombres huesudos. Luego, el Comandante de Campo aparca su motocicleta en un rincón de la plaza y ni siquiera la mú- sica le conmueve para que frene la aparatosidad del cas- tigo que el „Sanguinario‟ le está infligiendo a un pobre hombre que ya ha alcanzado el estado terminal de mu- sulmán. „La música les acentúa la represión‟, me dice constantemente José Daniel. ¿Qué sentirá el hombre de la batuta, cuando apoya las punteras de las botas y les marca el compás? -¡Tocad tal como ensayamos! ¡Transmitidle al jefe la fuer- za embriagadora de esta marcha! -grita el „SS‟ que hace de director. El músico sabe que no obtendrá una sopa más espesa ni que nadie le liberará de nada, que es él quien debe reco- rrer a solas los caminillos que la música haya abierto. Va- rios militares vestidos de negro y gorras adornadas con calaveras acompañan al Comandante, quien se ha apos- tado frente a la orquesta. Es pequeño, enclenque, pálido
  • 79. La luz encerrada 79 y cetrino. ¡No encarna el tipo de un mito! Es más, hasta esconde sus ojos tras los cristales de unas oscuras gafas. Los músicos dejan de tocar, se levantan de las sillas y se cuadran ante ellos. „Un espectáculo grotesco y ridículo, Profesor‟. El músico constata que el director se aburre; que no siente nada, cuando levanta las punteras de las botas. „¿Pedirá que toque Madame Butterfly, Profesor?‟, me estará preguntando. Irónicamente le respondo con leves movimientos de mis labios: ¡Sí, tocadla, que es un aria! Suena la „Viuda Alegre‟, y los músicos la interpretan con la paciencia que les ha nacido al errar tan cerca de la muerte. El Comandante de Campo apenas ha escuchado el primer ritmo; atildado emprende la marcha y camina como una serpiente entre un montón de cadáveres. Uno de los moribundos se le agarra a las piernas, en un inten- to desesperado de pedirle clemencia. La respuesta se la da la puntera de las botas, ¡la Viuda ni es alegre ni tierna! José Daniel ha dejado de tocar el acordeón, no desea tributarle honores musicales a ese nazi convencido, faná- tico y cuyo corazón sólo late con los impulsos del nacio- nalsocialismo, ¡el primer gesto de rebeldía que le veo! Sin embargo, cuando interpreta las canciones de su te- rruño a la puerta del bloque, algunos „SS‟ se paran y se quedan embobados de la destreza con que mueve sus dedos por el teclado. „Los engatuso, Profesor. Las jotillas de mis sierras les obligan a menearse‟. A veces pienso que José Daniel es el único deportado libre de Dachau que, en cualquier instante, puede compartir con sus padres y hermanos la belleza que desprenden los castañares serra-
  • 80. José Luis Lobo Moriche 80 nos. En este campo de alambradas no hay puestas de sol; parece como si el astro aligerase los pasos, cuando ve tanto hierro y hormigón. Por ello, quizás, el electricista anhele las tardes doradas de sus montañas y constante- mente nos diga que se pira. El músico sí goza de la nece- saria sensibilidad para detener tanta presura y contemplar la luz vespertina. Incluso puede alargar los rayos deca- dentes hasta conseguir que acaloren su piel. Sin dudas, es quien mejor sobrevive ante los tormentos. -¡Profesor, tenemos que quitarle de la cabeza esa ob- sesión! -¡Es mejor desistir! ¡Conoces a tu paisano mejor que yo! ¡La idea que constantemente le aterra es no saber cómo su esposa lleva la ausencia! ¿Desde cuándo no tiene noti- cias? -Recibió una carta en París, un mes antes de que fuéra- mos detenidos. -¡Las cosas no se han puesto como para correspondencia! ¿Y tú? -Les envié a mis padres una carta de consuelo, unos días antes del suceso de la granja. -¡Pero tú no tienes esposa! -¡Yo no, en cambio él sí, su adorada María! Eulogio es in- capaz de vivir sin las luces de siempre. Nadie podrá con- vencerle, no está hecho para sobrevivir. A mí, lo único que me atormenta es desconocer si a mi padre le habrá afectado la ausencia de su pequeño clarinetista. ¡Mi ma-
  • 81. La luz encerrada 81 dre se confortará con los rezos! Diariamente le envío flores y besos con mi acordeón, seguro que ella recogerá los pétalos blancos de nuestro naranjo en flor y me de- volverá los besos hilados con suspiros frente al bastidor. Entonces…, las telas bordadas con sus manos florecerán cuando retire el canevá. - José Daniel, eres el mismo poeta de París. ¿Y tu padre? -La última vez que toqué el clarinete en la banda muni- cipal yo era un mozalbete de diecisiete años que soñaba con trasladarme a Madrid para cursar estudios de piano. Recuerdo el concierto, fue en un pueblo fronterizo con Portugal. Mi hermano Daniel también tocó el clarinete, y mi padre -el hombre más dadivoso del mundo- se hizo una foto abrazado a sus dos músicos. ¡Quizás presintiera esta larga ausencia y desease pasar a papel la luz de aquel atardecer! ¡Con qué maestría levantaba la batuta y se apoyaba sobre las punteras de los zapatos! ¡La Viuda con él sí sería alegre y generosa! ¡Eso es lo que me apena, que quizás haya sucumbido y arrojado la montaña de par- tituras al cuarto oscuro del desván! Enseguida vino la guerra civil, mi hermano en la Sevilla de los nacionales y yo sirviendo militarmente a la República en Madrid, ¡dos hermanos músicos alejados de su director! Lo que me aconteció después es parte de tu propia vida, querido Profesor. ¿Para qué recordar ahora el día en que me di de cara con los alemanes? ¡Los maldigo, porque el nazismo abortó mis ilusiones de haber sido pianista! ¡La Francia, que aún era libre, acogió a este apátrida igual que una mujer bondadosa acaricia a un niño huérfano! ¡La Francia de la fraternidad! Lloré, Profesor, aquella noche en que me revelaste tu verdadera identidad, no me acongojó la