1. No hay ebrio que no sea un sin vergüenza.
Yo no soy una excepción, ni tampoco quiero serlo.
Entonces estaba yo ahí sentado, mis amigos bebiendo, todos con un mísero vasito de plástico en la
mano, yo ya no tenía vaso, lo había botado por algún lugar de la casa o uno de los idiotas en la fiesta se lo
había llevado. Ya veía más borroso que de costumbre, la cabeza me retumbaba con el monótono ritmo de
la música y mis labios parecían buscar otro tipo de acción. Ahí fue cuando la vi.
¿Querís bailar? –le dije con mi voz de zombie etílico.
Segundos después de hacer la típica pregunta, noté que la mina estaba algo más producida que las
demás en la fiesta. Su escote, los tacos altos, sus labios pintados de un tono oscuro o rojo –depende de los
tragos que tuviera encima– le hacían juego con su pelo, teñido de negro o un rubio chillón, no recuerdo
bien, el cuerpo de esta imagen pecaminosa era lo más atrayente para mí y para todos los ebrios sin
vergüenza.
Minutos después recuerdo estar bailando, rozando mi cuerpo contra el suyo y con algo de bonito
sudor en mis axilas. Mis amigos no estaban, o parecían no estar, pues ninguno me advirtió de tal desenlace;
con el roce de los cuerpos y un par de miradas provocadoras, la mina cedió como una puerta recién
aceitada y me hizo recorrer la casa buscando un lugar más privado. El baño del segundo piso fue la
elección.
Desatando la pasión y delicadeza que puede tener un borracho excitado, la besé y recorrí sus curvas con
mis gruesos labios. Ella hizo lo mismo pero con infinita delicadeza y sensualidad, dos cosas que un
borracho sin vergüenza no tiene en su inventario. El cielo era ese baño y el infierno nuestros pantalones.
Oye espera, espera –logré decir entre besos y agarrones, un ruido en la ventana cerca de la ducha
me tenía preocupado.
Pero mi amante casual no se detuvo. Traté de girar para ver qué cojones era lo de la ventana y me sentí
aliviado al ver que un pequeño gatito tocaba el vidrio con sus patitas, se veía algo nervioso, pero no me
importó, tonto de mí.
El volcán de nuestros irresponsables cuerpos entró en erupción y mis pantalones cayeron, así como mi
ropa interior. Ella también se desvistió, pero con muchísima más rapidez y deseo, eso fue la antesala de mi
trágica y mala jugada del destino. Cuando su ropa interior cayó al suelo, emergió algo que no esperaba ver;
peludo, moreno y grueso, incluso más que el que posee un borracho sin vergüenza alguna. El gatito
maullaba contra la ventana y yo intentaba salir corriendo del lugar, pero mi suerte es cruel, la puerta estaba
bloqueada por fuera. Ella (o él) me miró con decisión y me arrastró con fuerza hasta la ducha.
Y ante la inocente mirada de un gatito, esa noche fue dulce y salada, fue de placer y dolor, fue lo que
un ebrio sin vergüenza se merece.
Aun me cuesta caminar normal.