1. Las Huellas del Yopuka Negro
I
“Gess, así era el nombre por el cual muchos en Amakna conocían al Yopuka negro. En estos
tiempos su nombre es leyenda. Desde Bonta a las nefastas tierras de Brakmar, desde Frisgot hasta la
Isla de Moon. Todos aquellos que siguen el camino de los doce han escuchado hablar de él, han
cantado sus odas y bailado sus pintorescas danzas, compuestas por las bandas errantes de Pandawas.
El Yopuka negro comenzó como un aventurero igual que aquellos pequeñines que bajan de
Incarnam, fue un excelente maestro alquimista, un padre para aquellos que le seguían en sus
campañas, fue un domador de Dragopavos y fue el que hacía temblar a los crujidores con tan solo
silbar. Pero también fue un despiadado enemigo para aquellos que osaban desafiarlo o llevarle la
contra y un egocéntrico guerrero que no aceptaba un “no” como respuesta.
Su muerte fue provocada por su ego y su obstinación, aunque muchos aún creen que fue
traicionado por sus amigos, lo cierto es que el Yopuka negro tuvo la muerte que se merecía un alma
tan corrompida como la suya. Podrán dedicarle canciones y versos por miles de años, podrán
venerarlo en los templos como un excelente guerrero, podrán tratar de imitar sus viajes alrededor del
mundo. Lo cierto es, que nunca más el mundo verá otro guerrero igual y quizá tampoco verá un alma
tan egoísta y desbaratada.
Tú, que estás leyendo este memorial, recuerda que siempre hay que seguir por la senda que
dejaron los doce dioses. Pues cuando te apartas de ella e intentas buscar cosas que van fuera de su
santa senda, recibirás su castigo y toda su ira.”
Pelomojado se alejó a toda prisa de la piedra memorial y regresó al aserradero antes de que su
maestro le diera un castigo. El muchacho estaba entusiasmado con la idea del viaje hacia Pandala, ya
que jamás a sus diecisiete años había salido de las fronteras de Astrub. Según Un Ojo, el zurcarák
tuerto que hacía la función de jefe de todos los ayudantes en el aserradero, los Pandawas eran un
pueblo fiestero y de tradiciones. Si tenían suerte y llegaban en buena fecha a la isla podrían participar
en el baile de la luna, hasta podrían ligarse a unas cuantas panditas. Aunque a Pelomojado no le atraía
mucho la idea de bailar con una pandawa.
Cruzó el riachuelo que discurría por las laderas del bosque de Astrub y espantó unos cuantos
prespics curiosos. Les arrojaba una ramita para hacer que huyeran y dejaran algunos mechones de pelo
al correr, el sastre de Astrub le había ofrecido cambiarle una buena cantidad de ellos por una espada
recién forjada de Dyo Myo, el maestro herrero.
Cuando llegó al aserradero los demás leñadores estaban trabajando con entusiasmo pues todos
sabían que aquel día de la semana recibirían el sueldo y a los más afortunados les darían algo extra. Su
maestro, Aerial, estaba sentado sobre el tronco de un roble recién cortado y fumando tabaco en su
larga pipa, estaba vestido con un atuendo marrón y una pechera de cuero curtido, el atuendo tenía un
corte en la manga izquierda justo donde, en el pasado, le habían cortado el brazo al ocra. Pelomojado
notó que estaba de mal humor, quizá si le contará un chistecillo podría hacer que cambiara el
semblante.
¡Eh! Maestro –gritó el joven yopuka a Aerial - ¿Qué le dijo un jalató a otro jalató?
Aerial ni se inmutó y dio una fumada a su pipa.
Yopuka tenías que ser –soltó su maestro luego de exhalar el humo–. Venga, te he estado
esperando hace más de media hora, ¿traes las cadenas que te pedí?
Pelomojado lo había olvidado por completo, sabía que algo tenía que llevar desde el taller hasta el
aserradero, pero un hacha de punta roma no era.
2. Eeh… –empezó Pelomojado–. Creo que se me han quedado, maestro.
¿Se te han quedado? –Aerial levantó una ceja y dejó la pipa sobre el tronco, luego caminó
hacia él–. Tienes el coco más duro que un puerkazo. Pero apuesto a que te duele un coscorrón.
Y así fue. Luego de sobarse el cuero cabelludo, Pelomojado tuvo que regresar al taller para traer de
una buena vez las cadenas con las cuales llevarían la madera a la sierra. En el camino al taller de los
leñadores, se detuvo al ver una caravana dirigiéndose a la entrada norte de Astrub. Eran cinco, dos
sacrógritos cubiertos con unas largas túnicas azules y una capucha negra, dos fecas que vestían con
atuendos rojos y una capa escarlata y una yopuka con una armadura gris que abría la marcha
acompañada de un pequeño wau wau. Tiraban una carreta llena de equipaje y herramientas, uno de
los sacrógritos observó a Pelomojado y le hizo señas de que se acercara. Avanzó con timidez, pero se
apresuró al notar que no llevaban armas consigo o al menos no a simple vista.
Saludos, joven yopuka –dijo el sacrógrito que le había hecho señas, llevaba el cabello de
color negro ajustado en una moña–. Estamos buscando el mercadillo de manitas de Astrub y quizá
alguna posada u hospedaje donde reposar.
Este… –las palabras se enredaron en su boca al darse cuenta de que la yopuka lo miraba
con reproche.
Déjalo, Kev –soltó la yopuka con un bufido–. Este mocoso ni sabe dónde queda su casa.
Sé un poco más educada, Kelly –intervino una de las fecas, su rostro era pálido y su cabello
largo y rizado, de un color parecido al cobre–. Disculpa a mi hermana, está cansada por el viaje.
¿De dónde vienen? –quiso saber Pelomojado, siempre había sido curioso con los aventureros
con los cuales se topaba.
Ese no es asunto tuyo –se apresuró a decir Kelly, pero Kev la hizo callar.
Venimos desde Bonta, emprendimos el viaje hace unos seis días y entenderás que viajar a pie
desde esa distancia maltrata el cuerpo y el alma –dijo Kev con un tono pesaroso.
Pelomojado nunca había salido de Astrub por lo tanto no sabía a cuanta distancia estaba de Bonta,
pero intentó hacer parecer que sí sabía y se compadeció de los viajeros. Luego les indicó en un mapa
donde estaba el mercadillo y la posada más grande de Astrub. Kev le dio unos kamas por la
información y siguieron su camino. Pelomojado también siguió el suyo, tenía que llegar pronto al
taller o si no Aerial le daría otro coscorrón.
******
Las imponentes murallas de Astrub daban a entender por qué aquella ciudad nunca hubiera sido
saqueada en las guerras pasadas. Aunque también era cierto que la milicia de Astrub era de la peor
calaña posible. Kev apresuró a sus hermanos para llegar antes de que el sol empezara a descender.
Así que un yopuka de pelo azulado –bromeó Liz haciendo que su pálido rostro cobrara algo
de color.
Debe de ser un pobre leñador –siguió el juego su hermano gemelo, Stir–. Ningún guerrero
vestiría con esos harapos de cuero desteñido ni esas botas de jalató tan estropeadas.
Kelly –le dijo a su hermana–. ¿Por qué fuiste tan maleducada con ese pobre leñador?
No hay yopukas de cabello azulado en ninguna parte del mundo, hermano –respondió su
hermana–. Ese pobre leñador seguramente es una abominación y los dioses no quieren a seres así.
<<Otra vez con la religión –pensó Kev>>. Últimamente Kelly se aferraba a la religión de los
doce, como Mandíbulas, su wau wau, se aferraba a un hueso.
3. Los cinco hermanos llegaron a la posada que les había indicado el yopuka. El muchacho les había
dicho que era la más grande que encontrarían en toda la ciudad, y no mentía. El edificio tenía cuatro
pisos y una entrada tan amplia que hasta un cochinillo hubiera cabido por ahí. En el interior la sala
común comenzaba a abarrotarse de viajeros de todas partes, un par de pandawas habían sacado unas
guitarras y estaban tocando por jarras de cerveza, dos xelors muy ebrios se habían colgado de los
enormes candelabros de hierro que iluminaban la sala, el posadero los quiso sacar a escobazos pero
los pequeños diablillos se transportaban a otra ubicación, haciendo enojar al robusto posadero. Kev le
habló pero el ruido de las guitarras lo hacía sordo a las peticiones del sacrógrito.
Se reunieron en una esquina donde una amplía mesa desocupada les iba a servir para reposar y
comer algo. Kev y Stir se quitaron sus capuchas, pero no se abrieron las túnicas, sería desagradable
para los demás en la sala ver las cicatrices que tenían en el torso. Pidieron cinco porciones de carne de
jabalí asada, unas jarras de cerveza y un vaso de leleche para Kelly.
La música de las guitarras y las risas de la posaba poco a poco fueron apagándose a medida que la
noche llegaba al mundo de los doce. Muchos se iban de la posada sin haber pagado su pedido y otros
subían a sus habitaciones para descansar y a la mañana siguiente despertar con una resaca que los
hiciera pedir más cerveza y alguna sopa. Kev apenas se comió la mitad de su porción y el resto se lo
dio a Mandíbulas, que le agradeció lamiéndole la mano. Observó a sus hermanos durante un
momento. Kev era el mayor junto con Stir, Liz y la tímida Amanda, su hermana muda, le seguían en
orden de nacimiento y por último la menor, Kelly. Todos habían sido criados en Bonta por sus
padres, no sus padres biológicos, si no sus padres adoptivos. Dos ancianos anutrofs que habían sido
investigadores de antigüedades toda su vida, se habían encontrado a los gemelos abandonados en una
cueva cerca de Brakmar. Tiempo más tarde, cuando Kev tenía cinco años, sus padres llegaron a casa
con dos bebés fecas en un carrito. Según su padre, la madre de los bebés murió en el parto y ellos se
comprometieron a cuidarlos. Casi siete años después, una niña yopuka había tocado la puerta de su
casa pidiendo auxilio, sus padres se encargaron de cuidarla y enseñarle las costumbres de Bonta.
Aunque la niña había sido una cabeza dura al principio, con el paso de los años aprendió el oficio de
sus padres. Casi treinta años después ahí estaban, reunidos en la posada de Astrub, emprendiendo el
mismo viaje que acabó con la vida de sus padres.
Sus padres se habían empeñado en partir junto a otro grupo de investigadores a buscar las antiguas
ruinas de Gelatra, lugar donde según la leyenda, habría muerto el Yopuka Negro. Habían partido
hace casi un año. Cinco meses después un paquete les había llegado a la puerta. Era la ropa de sus
padres despedaza y ensangrentada, junto a un par de huesos y una carta escrita por un tal Exta
Mepor. Según lo que decía en la carta, sus padres se habían metido en lugares secretos de la
organización de ese tal Exta y que por ello habían sido castigados con la muerte. Como muestra de
honor le enviaban los restos que pudieron recuperar de sus padres y una advertencia de no atreverse a
cobrar venganza de aquello. Pero los cinco hermanos habían decidido hacer todo lo contrario.
Buscarían exactamente en qué parte habían perecido sus padres y encontrarían a ese tal Exta Mepor
para darle venganza a sus padres.
Kev sacó un mapa de Amakna que estiró sobre la mesa y todos sus hermanos pusieron atención.
Sabemos que nuestros padres tenían pensado llegar hasta los lindes del bosque maléfico –
empezó Kev, señalando el punto en el mapa–, para luego rodear el bosque y llegar a las tierras
desacralizadas y allí adentrarse en la mazmorra de los Fongos –movió el dedo en dirección a la
mazmorra–. Es por eso que necesitamos de un manitas para saber cómo entrar en aquella mazmorra,
también necesitaremos la ayuda de dos o tres mercenarios, por si hay problemas en el camino.
Yo reclutaré a los mercenarios –dijo Stir–. Puede que me encuentre con algunos conocidos
en la cárcel de Astrub que estén felices de poder salir al aire libre.
¿Están todos de acuerdo? –preguntó Kev.
4. Todos sus hermanos asintieron.
Yo conozco al maestro de manitas en Astrub –dijo Kelly, tomando un sorbo de leleche–.
Padre le vendía minerales extraños que encontraba en sus viajes, así que siempre se pasaba por nuestra
tienda en Bonta.
Bien –respondió Kev–. Ya que tenemos esos dos asuntos arreglados, mañana iré con Liz y
Amanda a comprar suministros a los mercadillos. Y a comprar unas cuantas dagas y espadas al
herrero. Nos harán falta si queremos cruzar estas tierras –señaló un punto en el mapa que todos se
quedaron viendo.
¿Qué hay allí? –preguntó Liz.
<<Lo que buscaban nuestros padres –estuvo a punto de decir>>.
Ruinas y bandidos, más ruinas y más bandidos –dijo Kev, con un notorio desgano.
Terminaron la conversación luego de discutir nimiedades y le pidieron cinco habitaciones al
posadero. Le dejaron una bolsa de cuero llena de kamas en la barra y cada uno subió para ir a dormir.
Kev, sin embargo, se puso a leer uno de los tantos libros que llevaba consigo en su equipaje. El tomo
era pesado y antiquísimo, su padre se lo había dado para su cumpleaños número catorce. “Mitos y
verdades sobre la leyenda del Yopuka Negro”, tenía por título el libro. Cuando supo la muerte de sus
padres, Kev investigó en aquellas páginas por qué aquella leyenda era tan importante para tantos
exploradores e investigadores. Quizá algún día llegara a entender la obsesión de tanta gente con
aquella historia que ya tenía cientos de años, o quizás le daría una pista de por qué sus padres
arriesgaron su vida para encontrar las huellas que dejó aquel yopuka, poseedor de dofus y matador de
demonios.
Iba en la página treinta y seis de tres mil quinientas páginas del libro. Iba a ser una larga noche
para él, al menos si llegaba a la página mil. El segmento que estaba leyendo recopilaba una serie de
características físicas que se le atribuían al Yopuka Negro.
“El yopuka negro medía casi dos metros de altura y tenía la musculatura de un Maxilubo. Su
fuerza era tal que se dice que un día en que estaba aburrido, levantó su propia choza y la trasladó
hasta las riberas de Sukofia. Allí instalo un templo al dios yopuka y daba clases de lucha utilizando
solamente sus pies.
El yopuka negro tenía un cabello largo y fino, tan dócil como el de una doncella. De un color
extravagante que hacía pensar a todos que aquel yopuka usaba tintes para su cabello, pero no era así,
su cabello era azulado natural.”
<<Azulado, azulado… ¿Dónde demonios he visto un yopuka con el cabello azulado?>>.
Entonces Kev recordó al muchacho que vieron en las afueras de Astrub, el que les indicó el camino a
la posada y el mercadillo. Aquel muchacho tenía el cabello azulado.