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Table of Contents
CONVIÉRTANSE
Y CREAN EN
EL EVANGELIO
1. QUÉ SIGNIFICA SER CRISTIANO
Hay que dejar algo
Opción personal
¿Cómo se abre la puerta?
Las responsabilidades
La gran pregunta
2. DIOS TIENE UN PLAN DE AMOR PARA NOSOTROS
En el Antiguo Testamento
La revelación de Jesús
La Imagen Visible
Nuestra experiencia
Un paso más
No sólo de oídas
3. EL PECADO ECHA A PERDER EL PLAN DE DIOS
Acarrea muerte
Fuera del camino
El pecado atrapa
El remordimiento
El dilema
4. DIOS SE REVELA PARA SALVARNOS
Israel se encuentra con Dios
Dios se da a conocer
Dios se revela por medio de los profetas
La revelación en los últimos tiempos
Dios sigue hablando
5. JESÚS: EL PROYECTO DE DIOS PARA SALVARNOS
El sustituto
El siervo sufriente
El cumplimiento de la promesa
El famoso diálogo
Del agua y del Espíritu
Los espejismos
Un mundo no salvado
6. ¿CUÁL ES EL MENSAJE ESENCIAL PARA LA SALVACIÓN?
Jesús es el Centro
¿Qué decían de Jesús?
Según las Escrituras
2
Somos Testigos
¿Qué afirma el Evangelio?
Las promesas del Evangelio
Las condiciones
La Síntesis
7. LA BIBLIA: LIBRO DE SALVACIÓN
El Espíritu Santo
Se revela a los humildes
Nuestra búsqueda
La Iglesia
Abandonar el terreno
Los efectos de la Palabra
La Conversión
La Fe
Nuestra fe compartida
Una Biblia ambulante
Con la Palabra en el corazón
Un libro para vivirse
Llanto y lágrimas
8. CÓMO NOS SALVA JESÚS
Cómo nos salva Jesús
Los términos teológicos
Apropiación
9. LA FE QUE NOS SALVA
Cómo se obtiene la fe salvadora
Un caso clásico
Nuestro caso
Como recién nacidos
Nuestra lámpara encendida
10. JESÚS EXIGE CONVERSIÓN
Varias clases de conversión
No abundan los convertidos
Los pasos en la conversión
El Espíritu Santo
Todos necesitamos conversión
11. CINCO PASOS EN LA CONVERSIÓN
1. Examen de conciencia:
2. Dolor de los pecados:
3. Propósito de enmienda:
4. Decir los pecados al confesor
5. Cumplir con la penitencia:
De repente...
3
12. BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN ¿Qué significan?
Nuevo nacimiento
La Confirmación
Velar las armas...
¿Qué significan?
Nuevo nacimiento
La Confirmación
Velar las armas...
13. LA SEGUNDA CONVERSIÓN
Algo más
El bautismo en el Espíritu Santo
Cómo recibir el bautismo en el Espíritu Santo
Quédense en Jerusalén
Hay que tener sed
14. JESÚS NOS REGALA SU ESPÍRITU SANTO
Un Paráclito
El mundo no lo puede recibir
No los dejaré huérfanos
El ministerio de enseñanza
El testimonio
El que convence
Toda la verdad
También lo que ha de venir
15. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR
Un Dios padre
La alabanza
Hágase
Nuestro pan
Perdónanos
Líbranos
Oración comunitaria
Amén
16. JESÚS ORDEN CELEBRAR LA EUCARISTÍA
Las dos pascuas
Como los primeros cristianos
Un memorial
Arde el corazón
Un solo pan
Vayan en paz
17. JESÚS NOS DEJÓ UNA IGLESIA
Jesús fundó una Iglesia
La misión de la Iglesia
4
La comunión de los santos
La jerarquía en la Iglesia
Como un hospital
Arca de salvación
Madre y Maestra
Los solitarios
18. ¿ES JESÚS SEÑOR DE NUESTRA VIDA?
La conversión
Nuevo nacimiento
Como niños
Nuestra justicia
Una puerta estrecha
¿Maestro o Señor?
5
6
NIHIL OBSTAT:
Pbro. Lic. Sergio Checchi, sdb.
P. Ricardo Chinchilla, sdb
Inspector de C.A.
CON LICENCIA ECLESIATISCA
7
PRESENTACIÓN
¿Una nueva evangelización? Es la palabra de orden de nuestra Iglesia, no sólo para el
tercer mundo, sino para la culta y legendaria Europa. ¿Por qué una nueva
evangelización? ¿Fracasó la primera, la de la iglesia primitiva? De ninguna manera. Los
primeros cristianos estaban íntimamente conectados con los apóstoles, los depositarios
más cualificados del Evangelio de Jesús. Ellos, llenos del Espíritu Santo y de amor por
Jesús, se lanzaron hasta los “últimos confines” del mundo para ser testigos de la muerte y
resurrección del Señor. Los historiadores se asombran de que en menos del medio siglo,
el imperio romano ya había sido impactado por el cristianismo.
Los primeros cristianos, para poder vivir como seguidores de Jesús, tenían que
exponer su propia vida; debían trabajar en la clandestinidad; se les marginaba en la
sociedad pagana. Todo esto los llevaba a vivir un cristianismo por convicción –de
corazón–, de profundas raíces. No sabían mucha teología, pero conocían lo “esencial”
del mensaje de Jesús, amaban con toda el alma al Señor, y, por eso, como Pedro, podían
decir: “Señor, ¿a quién iremos?: sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Llega más tarde, en el siglo IV, la conversión del Emperador Constantino. El
cristianismo se introduce como “religión oficial”. Se abarata el producto: todo el mundo
se llama cristiano. Nada cuesta nada. Es signo de prestigio. Favorece los privilegios.
Comienza, así, una historia de “mediocridad cristiana”. ¡Y pensar que todavía nos
encontramos en esa triste realidad! Llamarse cristianos, ahora, no conlleva ningún
peligro. Nadie nos persigue. Esta situación favorece un cristianismo “ambiental”,
“cultural”. Nos llamamos tranquilamente cristianos desde nuestro nacimiento. Pero, la
realidad es que el cristianismo auténtico no es de “masas”, sino de un “resto”, de una
minoría que ha optado por seguir a Jesús, por no dejarse arrastrar por los criterios que
dominan en la sociedad que se llama cristiana, pero que vive un auténtico paganismo.
Todos –o casi todos– nos llamamos cristianos; pero nuestra manera de divertirnos,
nuestra economía consumista, nuestra política corrupta, nuestro existir en medio de la
violencia, las insalvables fronteras entre el que tiene en abundancia y el que carece de lo
indispensable, la infidelidad y las borracheras en el hogar, evidencian que somos
cristianos “culturales”, pero no de corazón.
No hay que dudarlo: se impone una “nueva evangelización”. Pero... ¡cuidado! Esa
8
nueva evangelización no debe consistir en llenar de conceptos teológicos a los fieles.
Hay que comenzar por primer grado para llegar luego a sexto grado y proseguir a la
secundaria. El gran error que, a veces, se ha cometido es llenar la mente de los fieles de
términos teológicos, sin antes buscar que se “conviertan”, que acepten de corazón el
mensaje básico de Jesús. Se ha promovido a sexto grado a los fieles, sin que hayan
pasado por el primer grado de su conversión, de su aceptación personal de Jesús.
Cuando Jesús inició su evangelización, comenzó diciendo: “CONVIERTANSE Y
CREAN EN EL EVANGELIO” (Mc 1, 15). Son las primeras palabras de Jesús en el
Evangelio de San Marcos. De aquí hay que arrancar. Nada de pretender
CATEQUIZAR –ampliar conceptos evangélicos– a los que ni siquiera se han convertido.
Una nueva evangelización debe comenzar por seguir el método de Jesús; debemos
insistir, remachar, hasta la saciedad, que no se puede vivir el Evangelio, si antes no ha
habido una sincera “conversión”.
Lo primero que Jesús indicó a Nicodemo fue que “debía volver a nacer”. Nicodemo
ya había recibido sólidos cursos de teología y Escritura; era un “maestro en Israel”.
Jesús le hizo ver que toda esa estructura estaba sobre arena. Tenía que comenzar por
“nacer de nuevo”. Y eso solamente lo podría lograr por medio del Espíritu Santo (cfr. Jn
3, 1-15). Pienso que hay muchos Nicodemos en nuestra Iglesia. Desde niños han
venido “acaparando” conocimientos evangélicos; pero nunca los han digerido, porque les
falta la base indispensable: una sincera conversión. Es lo que muchos libros de teología y
catequesis parecen haber olvidado. No se puede pretender vivir el Evangelio, si antes, no
hay un “nuevo nacimiento”. “No puede haber” nueva evangelización, si antes no se
provoca ese nuevo nacimiento por medio de una “segunda conversión” en la edad adulta.
Este es el tema de mi libro. Por eso se titula: CONVIERTANSE Y CREAN EN EL
EVANGELIO. Machaconamente, insisto en lo esencial del KERIGMA –el mensaje
básico de Jesús–. Una y otra vez, vuelvo sobre el mismo tema: hay que convertirse para
poder vivir el Evangelio; sin el poder del Espíritu Santo, no se puede lograr esta “segunda
conversión”.
Ruego al Señor que los Nicodemos que se acerquen a este libro, sean tocados por su
Palabra; que se hunda en sus corazones como espada de doble filo, para que dejen de
buscar a Jesús sólo de noche y salgan a dar la cara a la luz del sol, sin tener miedo de
estar junto a la cruz del Señor. Cuando estos Nicodemos miedosos, acepten que deben
“nacer de nuevo”, ya habrá comenzando la “nueva evangelización”, que es de vital
importancia para nuestra Iglesia.
9
P. Hugo Estrada s.d.b.
En la conmemoración de los 500 años
de la evangelización en Latinoamérica.
10
1. QUÉ SIGNIFICA SER CRISTIANO
Una inmensa mayoría nos llamamos, pacíficamente, cristianos. Desde niños nos
llevaron a bautizar, y, desde entonces, gozamos del nombre de cristianos. Pero, llamarse
cristiano, no es lo mismo que “ser cristiano”. Para “ser cristiano” no basta saber que
Jesús es Hijo de Dios, que murió en la cruz para salvarnos, y que resucitó al tercer día.
Ser cristiano es mucho más que un “conocimiento” acerca de Jesús. Ser cristiano no
consiste en ser “admirador” de Jesús, sino en vivir el Evangelio de Jesús.
Aquí está la cuestión. Llamarse cristiano es facilísimo en nuestra sociedad; vivir como
cristiano es dificilísimo en nuestra sociedad y en cualquier otro lugar. La noche en que el
gran maestro de la religión, Nicodemo, llegó a visitar a Jesús, sin saberlo buscaba que
Jesús le indicara en qué consistía “ser cristiano”. El Señor comenzó por aclararle que
tenía que comenzar por “nacer de nuevo”. Por convertirse. Cuando Pablo quedó vencido
en el camino hacia Damasco, terminó por preguntarle a Jesús: “Señor, ¿qué quieres que
haga?” El Señor lo envió a un servidor llamado Ananías para que lo evangelizara. Pablo
con toda su teología, para “ser cristiano”, tuvo que comenzar de nuevo. Más tarde,
cuando su carcelero le pregunte a Pablo: “¿Qué debo hacer para salvarme?”, Pablo le
contestará: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu familia” (Hch 16,
31).
Un joven rico se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer para salvarse.
Propiamente le estaba preguntando a Jesús qué debía hacer para “ser cristiano”. Al joven
no le gustó la respuesta del Señor que exigía dejarlo todo y seguirlo a él. Aquel joven se
retiró “triste”. En la actualidad, muchos se llaman cristianos, pero no se manifiesta en
ellos el gozo de ser cristianos. Porque quieren ser cristianos “a su manera” y no a la
manera de Jesús.
Para Jesús “ser cristianos” equivalía a someterse a sus exigencias; a declararlo el
Señor de la propia vida. Muchos, llamados cristianos, nunca han llegado a hacer esta
opción por Jesús. Nunca se han atrevido a preguntarle, como Pablo: “¿Qué quieres que
haga?” Tienen temor que el Señor les indique algo que no les guste, que no se acomode a
sus intereses poco espirituales.
Para ser seguidores del Señor hay que darle un “sí” rotundo, incondicional. El Señor
a todo el que quiere ser su discípulo le exige que obedezca su Palabra –su Evangelio– en
su totalidad. Que se identifique con su causa. Que deje cualquier cosa que le impida
hacer su voluntad. Cuando el Señor invitó a seguirlo, a los hermanos Simón y Andrés,
ellos tuvieron que dejar su negocio de pescadores. Mateo tuvo que dejar las monedas de
su tramposo oficio, y se fue con Jesús. No se puede “ser cristiano” y, al mismo tiempo,
11
estar atado a unas redes mundanas, a una mesa de iniquidad.
Hay que dejar algo
En el Evangelio de San Marcos, cuando Jesús inicia su misión evangelizadora,
comienza diciendo: “El reino de Dios ha llegado: arrepiéntanse y conviértanse” (Mc 1,
15). Muy concreto y muy comprometedor. No se puede pertenecer al reino de Jesús,
mientras no haya conversión; mientras el pecado sea una cadena que nos impida seguir al
Señor a cualquier lugar.
Muchos, llamados cristianos, nunca se han “arrepentido” en todo el sentido de la
palabra. Se han impresionado por algún pecado que les ha traído serios problemas, pero
no han cortado de tajo la raíz y la circunstancia que los llevan al pecado. En el fondo de
su subconsciencia nunca le han dicho un “no” rotundo al pecado. Es decir, no se han
arrepentido del todo. De allí esa doble vida de misas y pecado; de prácticas religiosas y
de vivir cayendo, repetidamente, en pecado grave.
Al que quiere llamarse cristiano, Jesús le dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame”. “Negarse” a sí mismo no es anular
nuestra personalidad, sino decirle sí en todo a Jesús y decirle no a todo aquello de
nosotros que nos inclina al mal, a lo pecaminoso.
“Tomar la cruz” para Jesús, significa aceptar las responsabilidades y compromisos de
vivir el Evangelio. San Pablo decía: “Estoy crucificado juntamente con Cristo” (Ga 2,
20). Había tomado –voluntariamente– su cruz. Las exigencias del Evangelio.
A todo esto Jesús le llamaba “perder la vida”. Ante el mundo es un “perdedor” el que
pone la otra mejilla cuando lo golpean. Para Jesús eso es “ganar la Vida”. El que pone la
otra mejilla, pierde su vida, pero gana su ingreso en el reino. Perder la vida, es atreverse
a ser considerado como un “perdedor” por el mundo, al no seguir sus criterios. Eso es
ganar para Jesús. Cuando se le coloca a él en primer lugar en las propias decisiones, en el
hogar, en el manejo del dinero, en las diversiones, en las conversaciones.
Además, Jesús exige a sus seguidores que no se avergüencen de él. Significa que
deben sentirse orgullosos de “ser cristianos”. Jesús decía: “Si alguno se avergüenza de
mí y de mi Evangelio delante de esta gente infiel y pecadora, también el Hijo del
hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre y con los santos
ángeles” (Mc 8, 38). Pablo lo expresó en otra forma; dijo: “Si confiesas con tus labios
que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás
la salvación” (Rm 10, 10). Ser cristiano conlleva el transpirar el gozo de ser seguidor
que Jesús, de vivir según su Evangelio. Dar testimonio de que es el “camino” que nos
12
lleva a la salvación. Que nos da gozo. Ser cristiano implica buscar que los demás también
se encuentren con ese Jesús que es una respuesta para nuestras inquietudes humanas;
por eso lo confesamos con la mente y con el corazón.
Opción personal
Un inmensa mayoría de “cristianos”, desde niños, conocen el Credo de nuestra
Iglesia, aceptan intelectualmente la divinidad de Jesús, su muerte expiatoria y su
resurrección; pero, es posible que nunca se hayan atrevido a hacer una opción personal,
una decisión consciente de seguir a Jesús como él ordena. Es posible que nunca lo hayan
declarado el Señor de su vida. Por eso, el cristianismo de tipo “cultural”, ambiental, en
donde casi todos se llaman cristianos, pero no se atreven a vivir como cristianos. Se
piensa que se puede tener una candela para Dios y otra para el mundo. Por eso muchos
no tienen el gozo de ser cristianos porque son como el joven rico que quería servir a Dios
“a su manera” y no como Jesús le indicaba.
Me llamó mucho la atención el testimonio de un médico. Contó que había tenido un
sueño en el que le pareció oír una voz que decía: “Lee La Odisea”. Recordó sus tiempos
de bachillerato cuando había leído “La Ilíada y La Odisea”. ¿Por qué se le pedía que
leyera la Odisea? Consultó a un sabio sacerdote; él lo invitó a leer, en el Apocalipsis, la
carta que Jesús envía a los de Laodicea. Se encontró con este mensaje: “Yo sé todo lo
que haces. Sé que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres
tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Tú dices que eres rico, que te ha
ido muy bien y que no hace falta nada; no te das cuenta que eres un desdichado,
miserable, pobre, ciego, y desnudo. Por eso te aconsejo que de mí compres oro
refinado al fuego, para que seas realmente rico: y que de mí compres ropa blanca para
vestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y una medicina para que te la pongas en los
ojos y veas. Yo reprendo y corrijo a todos los que amo. Por lo tanto sé fervoroso y
vuélvete a Dios. Mira, yo estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la
puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 15-20). Aquel doctor contaba
que quedó pasmado. Allí estaba su retrato espiritual de cuerpo entero. Ese que allí se
describía era él. A él, como médico, el Señor le recetaba una medicina. El doctor
compartía que ese fue el principio de su conversión.
Jesús ofrece su salvación gratis. Ofrece la salvación que nos consiguió en la cruz con
su mente expiatoria. Pero Dios respeta la libertad que él mismo nos concedió. Sólo puede
“tocar la puerta”. A nosotros, y sólo a nosotros, nos corresponde abrirle. Jesús quiere
entrar para regalarnos la salvación. No puede hacerlo si que antes nosotros,
voluntariamente, le permitamos entrar. Dios es todo poderoso, pero no puede abrir
nuestra puerta. Sólo nosotros la podemos abrir. ¡Misterio tremendo el del poder de Dios
y el de nuestra libertad! Esta es la opción personal que se requiere para comenzar a “ser
13
cristianos”. Dejar entrar el Señor implica una revolución total en nuestra manera de
pensar y actuar. Es lo que se llama la conversión, con la que se inicia el auténtico “ser
cristiano”.
¿Cómo se abre la puerta?
En primer lugar hay que comenzar por “oír los toques” a la puerta. Todo se inicia con
un escuchar la voz de Dios que dice: “Si me abres, entraré y cenaré contigo”. San
Pablo indicaba que “la fe viene como resultado de la predicación” (Rm 10, 17). Nuestro
Dios se caracteriza por hablar siempre. Se nos mete por el oído. Dios nos habla por
medio del dolor, de la enfermedad, de la frustración. Su palabra es “espada de doble filo”
que se introduce en las profundidades de nuestro engañador corazón. Esencialmente lo
que Jesús nos dice siempre es que desea ingresar en nuestra vida y regalarnos su
salvación. Que le abramos la puerta.
Abrir la puerta es el símbolo de nuestra “opción personal” de aceptar a Jesús con
Evangelio total. Nadie puede abrir la puerta de mi corazón en lugar mío. Ni mis padres,
ni un sacerdote. Es algo muy personal. Dios me concede la gracia que yo abra la puerta;
pero yo puedo resistir la voz de Dios. Puedo endurecer mi oído, mi corazón. Puedo dejar
a Dios fuera de mi vida.
San Agustín decía: “Temo al Señor que pasa”. Quería dar a entender que hoy pasa
Jesús. No sé si mañana volverá a tocar a mi puerta. Muchos dijeron: “Mañana me
convertiré”. Pero ese mañana nunca llegó para ellos. No somos dueños del mañana; para
nosotros sólo existe el “hoy” de la Gracia.
En el instante mismo que le abrimos la puerta a Jesús, él entra y nos regala su
salvación: perdona nuestros pecados y nos “justifica”, es decir, nos pone en buena
relación con Dios. Zaqueo era un malvado; pero el día que se decidió a abrir la puerta de
su casa a Jesús, oyó la Palabra de Jesús que le tocó el corazón. Pidió perdón y prometió
cambio de vida. En ese momento mismo Jesús le dijo: “HOY ha entrado la salvación a
tu casa” (Lc 19, 9).
Abrir la puerta a Jesús quiere decir entregarle todas las llaves de la casa. Declararlo el
Señor de nuestra vida. Aceptar que debemos cambiar nuestra manera de pensar y de ser.
Es muy posible que muchos de los llamados cristianos tengan todavía al Señor en la calle:
que no se hayan atrevido a dejar entrar al Señor en su casa. Tienen miedo de verse
obligados a entregarle todas las llaves de su casa. Se quieren reservar algunas. Muchos ya
abrieron la puerta; se llaman cristianos, pero, en realidad, Jesús no ha podido entregar su
salvación porque muchas puertas de la casa permanecen todavía con candado. Este es el
caso del cristiano “de nombre”. Dice que ya le abrió su puerta a Jesús, pero el Señor es
14
un simple huésped en su casa, y no el Señor de la casa.
Las responsabilidades
El que deja que Jesús entre en su casa tiene que estar preparado para las exigencias
de Jesús. El Señor nunca deja a nadie sin compromisos de cumplir. Dejar entrar al Señor
en nuestra vida implica que comenzamos a tener responsabilidades con Dios, con la
comunidad, con el mundo.
Jesús, un día dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de
Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). El seguidor de Jesús debe estar pendiente de la
voz de Dios. De su voluntad. Sólo se puede conocer la voluntad de Dios, si se es persona
de oración. Si a diario se busca una comunión espiritual con Dios Padre. De otra suerte,
nunca se podrá conocer cuál es la voluntad de Dios. Lo esencial de la religión de Jesús
no consiste en prácticas piadosas, sino en hacer la voluntad del Padre.
Tenemos también un compromiso con nuestra Iglesia. Jesús expresamente se refirió a
“su Iglesia”. La dejó para que en comunidad experimentáramos su presencia y nos
ayudáramos unos a otros. Ser iglesia no consiste únicamente en ir el domingo al templo.
Ser iglesia es ser comunidad de oración, de comunión, de testimonio. El que sólo va a
misa el domingo, no está cumpliendo con la exigencia de Jesús de vivir en Iglesia, como
los primeros cristianos que se congregaban para orar, recibir la enseñanza de los
apóstoles, para celebrar la Eucaristía (“partir el pan”), para conocerse y amarse (cfr. Hch
2, 42).
Algo más. Vivir en Iglesia es proyectarse hacia el mundo. Ser cristiano no consiste en
convertirse en una isla de religiosidad. Jesús decía que sus discípulos debían ser “sal de la
tierra y luz del mundo”. En tiempo de Jesús la sal servía para preservar los alimentos de
la putrefacción. El cristiano impide la corrupción en el mundo. El cristiano brilla a donde
va. Impide que las tinieblas del mal sigan avanzando. El que no se proyecta en el mundo
en que vive, no es cristiano. Lastimosamente abundan los cristianos “de armario”. Sólo
son cristianos dentro de su casa o en la Iglesia. Fuera de esos ambiente nadie puede
percibir su “olor a Cristo”, su luz siempre encendida.
La gran pregunta
Ahora, la gran pregunta, a nivel personal, que nunca puede faltar: ¿Le he abierto yo
mi puerta a Jesús? Si esa puerta se ha abierto debe notarse que Jesús es Señor de nuestra
vida, de nuestras conversaciones, de nuestros negocios, de nuestros proyectos. ¡Qué
15
difícil es poder asegurar que uno, de veras, es cristiano! ¡Qué fácil es lucir en la solapa o
en la blusa la etiqueta de cristiano, pero sin serlo de corazón! Con nuestras solas fuerzas
no podemos “ser cristianos”; pero Jesús no nos dejó desamparados. Nos entregó su
Espíritu Santo. El nos “recuerda” el Evangelio, lo que Jesús exige, y nos va ayudando a
definirnos cada día más como verdaderos cristianos. No permite que nos llamemos
simplemente cristianos, sino que nos empuja fuertemente para que “vivamos como
cristianos”.
Había un soldado miedoso que a la hora del combate se ponía a temblar y salía
huyendo. Ese soldado se llamaba Alejandro. El gran líder Alejandro Magno mandó a
llamar al soldado miedoso y le dijo: “O dejas de ser cobarde o te cambias de nombre”. A
cada uno de nosotros Jesús nos dice lo mismo: “O vives como cristiano o te cambias de
nombre”.
16
2. DIOS TIENE UN PLAN DE AMOR PARA NOSOTROS
Al platicar con mucha gente, he detectado que muchos tienen una idea deformada
acerca de Dios. Seguramente se debe a una educación religiosa mal enfocada; a una mala
presentación de Dios. Muchos, a Dios lo tienen como Alguien lejano, duro, vengativo. La
revista católica de España, “Vida Nueva”, llevó a cabo una encuesta acerca de la imagen
de Dios que tienen los españoles. El resultado no fue nada halagador. La mayoría de los
españoles tienen una imagen “poco cristiana” de Dios. No es nada raro, entonces, que
muchas personas tengan que revisar qué imagen tiene a cerca de Dios. Muchos tendrán
que purificar más esa imagen deformada, a la luz de la Biblia.
Ningún hombre podría nunca decirnos con toda precisión cómo es Dios. Es Dios
mismo el que se encarga de eso. Nosotros creemos en una religión “revelada”; partimos
de que Dios nos ha hablado y nos continúa hablando. La Carta a los Hebreos dice: “En
tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas
maneras por medio de los profetas. Ahora en los tiempos últimos, nos ha hablado por
su Hijo, mediante el cual creó los mundos y al cual ha hecho heredero de todas las
cosas” (Hb 1, 1-2).
A través de los siglos, Dios se ha venido comunicando con los hombres; es un Dios
“platicador”; en sus diálogos nos ha ido revelando cómo es él y qué quiere de nosotros.
Si queremos saber quién es Dios debemos acudir a la Biblia en donde se han venido
compendiando los diálogos de Dios con los hombres. Entre más bases bíblicas tenga
nuestra relación con Dios, obtendremos una imagen más nítida de Dios, de su manera de
ser y de actuar.
En el Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento hace resaltar a Dios que con amor entrega un mundo “bien
hecho” a sus hijos los hombres, y los bendice. Cuando el hombre escoge el camino del
orgullo; cuando quiere ser como Dios, siente que su conciencia le revienta, y se va a
esconder por miedo a Dios. El Señor va a buscar al hombre. En lugar de castigarlo, al ver
que está desnudo, le pone unas pieles sobre los hombros y les da una nueva oportunidad
de recobrar el paraíso. Todo esto lo expone el Génesis con riqueza de símbolos que
encierran un mensaje enternecedor.
En el libro de los Mayas, el POPOL VUH, los dioses, cuando los hombres “de barro”
y “de madera” no los alaban, terminan por aniquilarlos. No les conceden una nueva
oportunidad. ¡El Dios de la Biblia, perdona y promete un “Salvador”! Esta es la primera
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y conmovedora estampa bíblica en que Dios se proyecta como un Dios “lento a la cólera
y rico en misericordia”.
Más tarde, por medio de sus enviados, los PROFETAS, el Señor, se presenta por
medio de ricas imágenes. Se exhibe como un padre que estrecha contra sus mejillas a su
querido pueblo; dice el Señor: “Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño”
(Os 2, 1). También, por medio de Jeremías nos dice: “¿Eres mi hijo Efraín? ¿Es el niño
de mis delicias? Siempre que lo reprendo, me acuerdo de ellos y me conmueven las
entrañas, y cedo a la compasión” (Jr 31, 20).
El Papa Juan Pablo I, un día, afirmó que Dios era madre: a muchos les chocó;
criticaron la expresión del Papa. Ciertamente desconocían que la Biblia también presenta
a Dios como una madre. Dice el Señor, refiriéndose a su amor al pueblo escogido:
“¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?” (Is
49, 15). También dice: “Como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré
yo” (Is 66, 15).
La Biblia hasta llega a representar a Dios como un esposo celoso que quiere “seducir”
a su esposa –su pueblo–, llevarla al desierto y amarla.
Todos estos símbolos sirvieron de base para la revelación total acerca de Dios que
nos vino por medio de Jesús.
La revelación de Jesús
A los autores del Nuevo Testamento les impresionó que Jesús cuando rezaba, se
dirigía a Dios llamándole ABBA; por eso ellos quisieron conservar esta palabra aramea –
idioma de Jesús– en medio del texto griego del Nuevo Testamento. Esta fue la gran
revelación de Jesús. Dios es un PADRE bondadoso. A él se dirigía Jesús y, en su idioma,
lo llamaba Abba, que significa papacito. Así quería Jesús que sus discípulos lo hicieran, al
rezar; por eso les decía: “Cuando recen digan: “Padre Nuestro”.
Jesús afirmaba que no debíamos estar “preocupados”, excesivamente, porque Dios
era Padre y así como pensaba en alimentar a las aves del cielo y en vestir los lirios del
campo, mejor que Salomón, con mucha mayor razón nos tenía presentes a nosotros sus
hijos predilectos. Decía Jesús: “No se preocupen, preguntándose ¿Qué vamos a comer?
o ¿Con qué vamos a vestirnos? Todas estas cosas son las que preocupan a los paganos,
pero ustedes tienen un Padre Celestial que ya sabe que las necesitan. Por lo tanto,
pongan toda su atención en el reino de Dios y hacer lo que Dios exige, y recibirán
también todas estas cosas” (Mt 6, 31-33). Este es el Dios proveniente, que Jesús mostró.
18
Cuando el Señor quiso pintar la figura de Dios misericordioso y comprensivo, habló
de “un buen pastor” que va a buscar, bajo la noche oscura, a la oveja caprichosa que se
ha perdido. Cuando la encuentra, no la reprocha; la pone sobre sus hombros y la lleva al
redil, con el corazón que le revienta de gozo (cfr. Lc 15, 4-6).
También Jesús presentó a Dios como un padre perdonador que, cuando vuelve su
hijo rebelde, que se ha malgastado su herencia, le echa los brazos encima, no termina de
besarlo, y luego le prepara una fiesta. El hijo arrepentido insistía en que su padre lo
tratara como a “un esclavo”; el padre no le permitió seguir hablando; lo introdujo casi a
empujones en su casa para que se sintiera todo un hijo. (cfr. Lc 15, 11-32).
Esta revelación, que Jesús hizo acerca de Dios, no corresponde, ciertamente, a la
imagen deformada que muchos tienen acerca de Dios.
La Imagen Visible
Pablo nos da una pauta más para conocer mejor quién es Dios. Dice Pablo que Jesús
es “la imagen visible del Dios que no vemos” (Col 1, 15). Si queremos, entonces, saber
cómo nos ama Dios, basta que veamos cómo ama Jesús.
No es raro que nosotros digamos que amamos a una persona, pero sin darnos cuenta
de que nuestro llamado amor es un “egoísmo” disimulado. Nos amamos en la otra
persona: amamos lo que nos conviene de ella, pero, propiamente, no amamos a la
persona misma. Jesús va en busca del necesitado, del afligido. No busca recompensa.
Busca a los pobres que no le pueden retribuir con nada su favor. La viuda de Naím, que
iba a enterrar a su único hijo, no le pidió nada a Jesús. Fue el mismo Señor el que tomó
la iniciativa de parar el entierro y resucitar al joven difunto. El enfermo de la piscina de
Betesda, que llevaba 38 años buscando curación, no pidió tampoco nada a Jesús. El
Señor se le acercó y le preguntó si quería curarse. El amor de Jesús es un amor sin
egoísmo. Se da. Se entrega sin esperar nada a cambio.
Jesús no amó de lejos a las personas. Comenzó por “encarnarse”, por venir a vivir
entre nosotros. El se acerca a las personas y las comprende. Ve lo profundo de su
corazón. Todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio; Jesús se vale de
un truco ingenioso para salvarla. Los apóstoles se muestran, con frecuencia
impermeables a sus enseñanzas; le estorban en su obra evangelizadora con sus criterios
mundanos. Ciertamente no eran personas refinadas, cultas. Jesús los acepta así como
son. Con paciencia los va puliendo en su manera de ser humana y espiritual. Nadie se
acercó a Jesús y se retiró sin recibir algo para su vida.
En el Huerto de los Olivos, Jesús suda sangre; como humano no logra aceptar el cáliz
19
que le presenta Dios. Después de varias horas de rezar, logra decir: “Que se haga tu
voluntad”. Acepta la cruz. Acepta morir en forma afrentosa y terrible para salvar a los
hombres. Su amor es un amor de sacrificio. Da su vida. El mismo había dicho: “Nadie
tiene más amor que el amigo que da su vida por el amigo”. Pero aquí aparece una
variante: Jesús no muere por sus buenos amigos. Muere por enemigos, por pecadores.
A muchos les ha extrañado que Jesús, en la Ultima Cena, le dijera a Pedro que lo
negaría antes de que cantara el gallo. ¿Por qué mencionó Jesús al gallo? Quiso darle a
Pedro un signo de tipo auditivo. Cuando Pedro escuchó el canto del gallo, se acordó que
Jesús ya se los había predicho; Jesús ya lo había perdonado antes de que él lo negara.
Esto ayudó a Pedro a no desesperarse. De otra suerte, tal vez, hubiera terminado como
Judas.
El Evangelio describe muy bien el momento en que el Señor, mientras lo llevan
prisionero, de un lado a otro, busca con la mirada a Pedro. En la mirada del Señor Pedro
experimentó todo el amor del Padre del hijo pródigo. Eso le hizo derramar todas las
lágrimas de arrepentimiento que tenía en lo más profundo de su ser. Jesús murió
perdonando a los enemigos que lo clavaron en la cruz, que lo insultaban y se burlaban de
él. El amor de Jesús fue un amor de perdón sin límites para todos.
“Me glorío en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo”, decía San Pablo. La cruz
indica todo el amor de Jesús. Todo el amor de Dios cuando vemos la cruz, no podemos
sino repetir las mismas palabras de Jesús, que resumen toda la Biblia: “Tanto amó
Dios al mundo que envió a su Hijo único para que todo el que crea en él, no se pierda,
sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Cuando vamos comprobando, en cada página del Evangelio, cómo ama Jesús, nos
vamos dando cuenta, al mismo tiempo, de cómo nos ama Dios. Por medio de Jesús,
Dios nos manifiesta su amor. Por medio de Jesús nos enseña cuál es el sentido del
verdadero amor.
Nuestra experiencia
Una señora me expresaba que cuando pensaba en Jesús lo miraba rodeado de
personas; ella se veía fuera de ese círculo de los que hacían corona al Señor. Procuramos
indagar el motivo de ese alejamiento que ella sentía con respecto a Jesús. Buscamos en
su pasado. Nos encontramos con que esta señora había sido abandonada por su papá
cuando era niñita. No tenía experiencia de lo que era un padre. Al pensar en Jesús, le
resultaba difícil identificarlo con un padre; no sabía qué era el amor paterno. Me he
encontrado con muchas personas que tienen el mismo problema. Afortunadamente, Jesús
proveyó para nosotros el Espíritu Santo por medio del cual nos hace encontrarnos con
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Dios como un Papá. Dice la Carta a los Romanos: “Todos los que son guiados por el
Espíritu de Dios, son hijos de Dios, pues ustedes no han recibido un espíritu de
esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace hijos de
Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios diciendo: Padre mío” (Rm 8, 14-15). El
Espíritu Santo es el espíritu de Jesús dentro de nosotros que nos hace encontrarnos con
un Dios padre, sin temor, con confianza.
Los indígenas mayas ofrecían incienso a los espíritus buenos y a los espíritus malos.
A los buenos, para obtener favores. A los malos, para que no les causaran ningún mal.
Una religión de miedo. Abundan las personas que viven una religión de temor. No aman
a Dios. Cumplen sus preceptos para que no les suceda nada malo. No se han encontrado
todavía con Dios Papá. El hijo pródigo de la parábola, tercamente, insistía en que su
padre lo tratara como a un “esclavo”; rehusaba entrar en la fiesta que su padre le ofrecía.
Son muchos los que no logran aceptar el perdón de Dios. Quieren que los trate como a
esclavos; no conciben que Dios les pueda ofrecer una fiesta de perdón.
San Pablo escribió “Dios me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20). Pablo no quiso
ver a Dios como algo lejano, histórico. Lo encontró cercano a él. Pablo no pensó en un
Jesús abstracto. Jesús se había entregado por él. Pablo personalizó el amor de Dios.
El profeta Jeremías tuvo la misma experiencia. Escuchó que Dios le decía: “Antes de
darte la vida, ya te había escogido; antes de que nacieras, ya te había yo apartado; te
había destinado a ser profeta de las naciones” (Jr 1, 4).
Esta debe ser la experiencia de cada uno. Nosotros no hemos llegado al mundo como
resultado del azar, del caso. Dios nos envió con un proyecto de amor para realizarnos en
este mundo y para perpetuar nuestro gozo en la eternidad. Dios no jugó con nosotros a
los dados. Dios conocía nuestro nombre antes de que existiéramos.
El salmista expresó algo muy profundo cuando escribió: “No te fue oculto el
desarrollo de mi cuerpo mientras yo era formado en lo secreto, mientras era formado
en lo más profundo de la tierra. Tus ojos vieron mi cuerpo en formación: Todo eso
estaba escrito en tu libro. Habías señalado los días de mi vida cuando aún no existía
ninguno de ellos” (Sal 139, 13-16).
Si de veras, tenemos experiencia del amor de Dios, como San Juan, deberíamos
poder decir: “Hemos reconocido y creído en el amor de Dios hacia nosotros” (1 Jn 2,
16). El amor de Dios debe ser “reconocido”, es decir, descubierto a través de toda esa
experiencia del amor de Dios en la vida de cada uno.
El libro del Génesis nos habla de la creación del hombre. Lo que describe el Génesis
con respecto a la creación del hombre, debe ser mi propia experiencia de Dios. Yo he
sido “creado a imagen y semejanza de Dios”. Yo tengo algo de Dios en mí. Por medio
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del Espíritu Santo, yo soy “templo de Dios” (1 Co 3, 16). Como Dios entregó un
proyecto de amor a los primeros seres humanos, así también, al enviarme a mí al mundo,
puso en mis manos “su” proyecto de amor. Si soy fiel a ese proyecto puedo ser feliz.
Yo no puedo decir que conozco el amor de Dios, hasta que, como Pablo, también
pueda decir de corazón: “Dios ME amó y se entregó por mí”.
Un paso más
Una de las confesiones más bellas acerca de la propia experiencia del amor de Dios,
aparece en San Pablo; el Apóstol nos dice con toda seguridad: “Estoy convencido de que
nada podrá separarnos del amor de Dios: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni
los poderes, y fuerzas espirituales, ni lo presente , ni lo futuro, ni lo alto, ni lo
profundo, ni ninguna otra de las cosas creadas por Dios. ¡Nada podrá separarnos del
amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor!” (Rm 8, 38-39).
Pablo había vivido experiencias muy traumáticas: cárceles, juzgados, contradicciones,
persecución, malos entendidos, naufragios, azotes. Nunca Pablo se sintió olvidado de
Dios. En todo veía la mano de Dios que lo seguía amando y que tenía un proyecto de
amor para él. Por eso dijo: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8,
28). El mismo Pablo, confiado en el amor de Dios, decía: “Si el Señor está con nosotros
¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31).
Algo parecido experimentó el salmista, cuando descubrió el amor de Dios, y escribió:
“El Señor es nuestro refugio y fortaleza, ¿a quién temer? El Señor es la defensa de mi
vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 27).
El que se siente amado por Dios, no le teme a hechizos, ni tragedias, ni infortunios.
Sabe que nada podrá apartarnos del amor de Dios. Ni siquiera el mismo pecado; el hijo
pródigo se puede alejar de la casa, pero el padre no le echará candado, en ningún
momento, al portón para que su hijo lo encuentre siempre abierto las 24 horas del día.
Esto lo había revelado claramente el Señor por medio del profeta, cuando escribió:
“Aunque tu padre o tu madre te abandone, yo jamás te abandonaré”.
El conocimiento de Dios, del auténtico Dios de la Biblia, nos debe llevar a eso: a una
seguridad plena en Dios Padre que nos ama: ¡Nada ni nadie podrá separarnos del amor
de Dios!
No sólo de oídas
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Job conocía a Dios “de oídas”; así lo confesó el mismo. Pero ese Dios “intelectual”,
del que otros le habían hablado –”de oídas”– no le fue suficiente a Job cuando la tragedia
lo atenazó. Job comenzó a tambalearse; reclamó, intentó llevar a Dios al banquillo de los
acusados. Hasta que el mismo Dios lo interpeló y le preguntó que dónde estaba él cuando
creaba montes y ríos, cielos y tierra. Job cayó en la cuenta de que había cometido un
error garrafal: ¿Quién era él para pedirle cuentas al Dios sabio y Todopoderoso? Job
hundió su frente en el polvo; pidió perdón. En ese momento empezó a experimentar lo
que era el amor de Dios, y exclamó: Hasta ahora solo de oídas te conocía, pero ahora
te veo con mis propios ojos (Jb 42, 5).
En nuestra vida debe existir un momento en el que nos sintamos interpelados por
Dios mismo acerca de la imagen que tenemos de él; seguramente hay mucho que debe
ser purificado de esa imagen, tal vez deformada, de Dios que nos entregó la sociedad, o
una educación religiosa mal orientada. Sólo Dios nos puede decir cómo es él y cómo
actúa. Por eso no hay cómo acudir a Jesús mismo, la palabra de Dios, para que nos diga
cómo es Dios. Cómo actúa. Cómo nos ama. Es muy posible que, como Job, sólo de
oídas conozcamos a Dios. Pero el amor de Dios debe experimentarse, debe vivirse hasta
poder decir con San Juan: “Hemos reconocido y creído en el amor de Dios hacia
nosotros” (1 Jn 2, 16). O exclamar con gozo como Pablo: Nadie podrá apartarnos del
amor de Dios.
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3. EL PECADO ECHA A PERDER EL PLAN DE DIOS
El hombre moderno está por el temor a la guerra química, por el sida, por el cáncer,
por la contaminación ambiental. Pero se muestra totalmente despreocupado por el más
devastador de todos los males: el pecado. Casi se podría decir que no le interesa; procura
adormecer su conciencia para que no le reproche por su dulce pecado en el que quiere
permanecer.
La Biblia, más que definiciones teológicas acerca del pecado, presenta estampas en
las que se exhiben, a todo color, las consecuencias fatídicas del pecado. Es el mejor
método para mostrar lo terrible que es el pecado en la vida de todo ser humano.
Acarrea muerte
En el Génesis, de entrada, nos encontramos con la advertencia que Dios hace a sus
hijos a quienes acaba de entregarles el mundo, “que estaba muy bien hecho”. El Señor
les indica que pueden comer de todos los frutos menos de los del árbol de la ciencia del
bien y del mal. Este misterioso árbol era el símbolo del pecado. “Si comen, morirán”, fue
la advertencia del Señor. No era ninguna amenaza; era casi una súplica, el ruego del
padre que quería evitarles a sus hijos el sufrimiento.
Los primeros seres humanos desconfiaron de Dios, quisieron ser como él. Comieron
del fruto. En ese preciso momento les llegó la muerte; no tanto la muerte física como la
espiritual: murió su gozo, su serenidad, su bendición. Cuando se dieron cuenta estaban
escondidos huyendo de Dios.
El libro de los indígenas mayas, el “Popol Vuh”, describe, fabulosamente, la rebelión
de la naturaleza contra los hombres de madera, que no alababan a los dioses. Se les
revelaron sus comales y sus ollas; los perros comenzaron a ladrarles; los árboles los
lanzaban al espacio; los techos de sus casas, como catapultas, los hacían volar por los
aires. Toda la naturaleza se había revelado. Con el pecado ingresó la zozobra, la guerra,
la tensión.
En teología llamamos pecado “mortal” a una falta grave. El que la comete está es
“estado de muerte” delante de Dios. Es como un cadáver ambulante. El Profeta Isaías
decía: “Las iniquidades de ustedes han abierto un abismo entre ustedes y su Dios. Sus
pecados le han hecho volver el rostro para no escucharlos” (Is 59, 2). De gran hondura la
imagen de Isaías: por el pecado, un abismo nos separa de Dios. El Señor como que
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voltea su rostro para no escucharnos. De esta manera el Profeta quería acentuar la triste
condición del pecador.
Dice la Carta a los Romanos: “Todos son pecadores y les falta la presencia de
Dios” (Rm 3, 23). La presencia de Dios es lo mismo que “su rostro”, su cercanía, su
bendición. Los primeros seres humanos, al pecar, se dan cuenta que están totalmente
alejados de Dios, se descubren “desnudos”; se sienten totalmente desamparados. Esa es
la muerte que causa el pecado: mata nuestro gozo, nuestra paz, nuestra bendición.
Fuera del camino
“Todos andábamos como ovejas descarriadas, cada cual seguía su PROPIO
CAMINO” (Is 53, 6). Pecar es dejar el camino de Dios para escoger el propio camino.
Caín va corriendo a toda velocidad; Dios procura detenerlo, y le pregunta: “Caín,
¿Dónde está tu hermano?” Caín no quiere dejar su prisa loca, y responde que él no es
custodio de su hermano. Lo que Dios intentaba era detener un momento a Caín; quería
ayudarlo a reflexionar acerca de su pecado; buscaba que se arrepintiera. Caín no quiso
detenerse. Siguió corriendo velozmente. Había dejado el camino de Dios para ir por “su
propio camino”.
El profeta Isaías anota que “los caminos de Dios no son nuestros caminos”; que
como dista el cielo de la tierra así dista el camino de Dios del nuestro (Is 55, 8). El
camino de Dios es el correcto, el nuestro es el torcido. En el libro del Deuteronomio, con
toda claridad, el Señor le dice a su pueblo que si cumplen los mandamientos, tendrán
bendición; si no los cumplen habrá maldición en sus vidas (cfr. Dt 11, 26). Si vamos por
el camino de Dios hay paz, gozo, serenidad. Si vamos por el nuestro, seremos
zarandeados por las fuerzas del mal.
Jesús aseguró: “Yo soy el camino, el que me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8, 12). El
camino de Jesús lleva a la Luz, a Dios. El camino nuestro lleva al padre de las tinieblas, a
la confusión, al desconcierto, a la desarmonía.
Una característica del pecador es que, como Caín, siempre va de prisa. Intenta huir de
la voz de Dios que busca hacerlo recapacitar en su pecado. Bien decía el poeta
guatemalteco Hernández de Cobos: “El olvido de Dios es preciso para huir del espanto”.
El pecador pretende olvidar a Dios. No quiere que Dios lo “convenza”, que lo derrote.
En alguna forma está fascinado por su pecado que lo tiene hipnotizado y le hace creer
que es bueno lo malo. El pecador tiene su reloj acelerado y va por un camino que no es
el de Dios.
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El pecado atrapa
Cuando el Señor entregó sus mandamientos, le advirtió al pueblo que si fallaban, “el
pecado los atraparía” (Nm 32, 23). En nuestra vida, o estamos controlados por el
Espíritu Santo, o estamos dominados por el espíritu del mal. No hay término intermedio.
David creyó que se podía dar el lujo de ver, pecaminosamente, a una mujer que se
estaba bañando, sin que sucediera nada malo. Cuando David se dio cuenta, su mirada lo
llevó al adulterio con Betzabé; luego pensó que el esposo de Betzabé le estorbaba.
Procuró que mataran al esposo de su amante en la batalla; propiamente fue un asesinato
disimulado. David quedó encadenado por su pecado que lo hizo ir dando tumbos hacia el
mal. El pecado es como un resbaladero; una vez que nos colocamos en él, ya es casi
imposible detenerse; seguimos cada vez más velocidad hacia abajo.
El león, en la selva, asusta a todos con sus estruendosos rugidos. Pero una vez que ha
caído en la trampa, lo llevan al circo, toda la gente se divierte con el león. Sansón era
como el león: infundía pavor a todos por su fuerza inigualable, que Dios le había dado.
Pero cuando Sansón se dejó enredar en el pecado, por una mala mujer, fue vencido por
sus enemigos que le sacaron los ojos y lo tenían como un payaso para divertirse con él.
Jesús dijo: “Todo aquel que comete pecado se hace esclavo del pecado” (Jn 8, 34).
Esclavo es el individuo que ha perdido su libertad; está en manos de su amo que dispone
de él a su antojo. Saúl era un joven lleno del Espíritu Santo; todos admiraban el don de
profecía de Saúl; pero se dejó encadenar por su envidia; luego vino el odio: quiso matar a
David. Más tarde, sin se sacerdote, se precipitó para ofrecer el sacrificio; va a consultar a
una mujer espiritista. Saúl termina suicidándose. El pecado lo tenía totalmente
encadenado.
El hidrópico, obsesivamente, quiere beber más y más agua. Pero no logra calmar su
sed, sigue bebiendo, se comienza a hinchar más y más hasta que revienta. El pecador es
como un hidrópico, tiene obsesión por el licor, por el sexo, por la droga, por el odio.
Como Saúl se está suicidando poco a poco. Es un muerto en vida, un cadáver
ambulante.
Sansón terminó amarrado a una rueda de molino dando vueltas y más vueltas. El
pecado encadena, atrapa. Esclaviza.
El remordimiento
Dice el Eclesiástico: “Feliz el hombre que no pecó con sus palabras, ni está
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ATORMENTADO por el REMORDIMIENTO de sus pecados” (Eclo 14, 1).
El poeta francés, Victor Hugo, tiene un poema que narra que después que Caín mata
a su hermano, comienza a ver un ojo que lo persigue en todas partes. Huye a los montes
y allí está el ojo. Va a las llanuras y allí está el ojo. Los hijos de Caín entonces le
construyen una casa subterránea, y le aseguran que allí estará tranquilo, pero apenas baja
Caín a aquella casa bajo tierra, dice: “Allí está el ojo”. El pecador es torturado por la voz
de su conciencia, que, en último término, es la voz de Dios.
Herodes había mandado a matar a Juan Bautista. Cuando apareció Jesús, se alarmó
Herodes; creyó que era Juan Bautista que había resucitado. A Herodes lo estaba
carcomiendo su pecado.
El pecador insiste en frecuentar lugares ruidosos, fiestas, discotecas; bebe, procura
atontarse; se carcajea con estruendo; pero en el fondo de su corazón continúa
escuchando una voz insistente que no lo deja ser feliz. El pecador procura usar máscaras.
Asegura que se encuentra bien; que todo está en su lugar; pero él sabe que está jugando a
un “harakiri” fatal.
Dijo Jesús: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.
Ver a Dios aquí significa tener experiencia profunda de Dios, de su bondad, de su amor.
Podría decirse lo contrario: “Infelices los de sucio corazón porque verán el mal”: verán
de cerca el mal; serán zarandeados por las fuerzas malignas, experimentarán los
ramalazos del dios de las tinieblas.
En el Salmo 32, David expuso, crudamente, su vivencia de pecado. Escribió David:
“Mientras no confesé mi pecado, mi CUERPO iba decayendo por mi gemir todo el día.
De día y de noche tu MANO pesaba sobre mí; me sentía desfallecer como FLOR
MARCHITA”. Los médicos hacen referencia a las enfermedades “sicosomáticas”, que
tienen su origen en el alma. David anota que su “cuerpo” gemía: participaba de su
turbación anímica. David afirma que experimentaba la mano de Dios, no como la de un
padre que acaricia a su hijo, sino como la mano opresora del capataz. El pecador, como
David, se siente como una “flor marchita” en medio del desierto. Lo contrario del retrato
del hombre bienaventurado del que habla el Salmo 1, que es como un “árbol junto al
río”: tiene siempre sus hojas verdes y da fruto en todas las épocas del año.
El pecador es un hombre atormentado por sus remordimientos. Es alguien que corre
en pos de la felicidad, pero por el camino equivocado.
El dilema
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Una vez aprisionados por el pecado, es fácil que seamos como Caín; invadidos por la
prisa; sin tener tiempo para hablar con Dios. Mientras el pecador siga corriendo, mientras
no se hinque para pedir perdón, será un muerto en vida.
David aceptó hincarse para pedir perdón, junto al profeta Natán, que le echaba en
cara su pecado: “Misericordia, Señor, por tu inmensa compasión borra mi culpa”, dijo
David. En ese momento se rompieron sus cadenas y cesaron los remordimientos que lo
torturaban.
Cuando alguien reconoce ante Dios su pecado y se confiesa, hay un nuevo Lázaro
que sale de su tumba: hay una nueva creatura en Cristo. De hombre de conflictos y
turbaciones, pasa a ser hombre de la paz, del gozo, de la bendición. De persona
esclavizada por el pecado, se torna en hijo de Dios, con la libertad que da el Espíritu
Santo. De oveja descarriada, que anda por abismos peligrosos, se convierte en oveja
sobre los hombres del buen pastor, que la regresa al caliente aprisco. De Jonás angustiado
en el oscuro vientre del cetáceo, pasa a ser Jonás vomitado en la playa llena de luz de
bonanza.
Cuando Jesús comenzó su evangelización, según cuenta Marcos, lo primero que dijo
fue: “El reino de Dios ha llegado a ustedes, arrepiéntanse y crean en el Evangelio”
(Mc 1, 15). Según Jesús, para salir de la esclavitud del pecado, hay que hacer dos cosas:
arrepentirse sinceramente del pecado; luego enfilar por el camino del Evangelio. Allí está
la salvación que Jesús propone. El camino de Dios, el camino recto que lleva a la paz, al
gozo, a la bendición. A la libertad de hijos de Dios.
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4. DIOS SE REVELA PARA SALVARNOS
Es muy frecuente encontrarse con personas que afirman, tranquilamente, que ellas
practican la religión a “su manera”. Este es un solemne disparate. Nosotros creemos que
nuestra religión es “revelada”, es decir, estamos seguros de que Dios ha hablado, se ha
manifestado y ha indicado cómo debemos relacionarnos con él. La religión, entonces, no
puede vivirse a “nuestra manera”, sino como Dios lo ha ordenado.
La carta a los Hebreos inicia con un precioso párrafo donde se sintetiza la enseñanza
de la Biblia con respecto a la revelación de Dios; dice así: “En tiempos antiguos Dios
habló a nuestros antepasados, muchas veces y de muchas maneras por medio de los
profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo, mediante el
cual creó los mundos y al cual ha hecho heredero de todas las cosas. El es el
RESPLANDOR GLORIOSO DE DIOS, la IMAGEN misma de lo que Dios es y el
sostiene las cosas con su palabra poderosa” (Hb 1, 1-3).
En este texto, en primer lugar, se nos hace ver cómo es Dios mismo el que por amor
toma la iniciativa de comunicarse con los hombres por medio de la Palabra. Dios para
llegar a los hombres se vale de instrumentos humanos, los profetas. En la etapa final del
mundo, el instrumento escogido es Jesús, por medio del cual nos envía la revelación
definitiva.
Para esta comunicación, continúa diciendo el texto, Dios emplea múltiples formas:
sueños, visiones, signos, gestos, palabras. Lo cierto es que todas estas comunicaciones de
Dios en el pasado, se vienen a resumir en el mensaje que trae Jesús como el mensajero,
fuera de serie, que Dios envía. Por eso la Carta a los Hebreos afirma que Jesús es el
RESPLANDOR de la gloria de Dios; también dice que Jesús es la IMPRONTA DE
DIOS. Estas expresiones las traduce San Pablo de una manera más inteligible, cuando
afirma que Jesús es “la imagen visible del Dios invisible” (Col 1, 15). Jesús es Dios en
medio de nosotros, que viene a hablarnos, a decirnos que nos ama, y a mostrarnos el
camino de la salvación.
Israel se encuentra con Dios
En la Biblia, cuando el pueblo de Israel habla de Dios, cuenta su historia: cómo Dios
se le manifestó, cómo lo libró, espectacularmente, de la esclavitud de Egipto. Por eso el
libro del Exodo para el israelita es un documento básico. Allí se resume su experiencia de
Dios que se mete en su historia y lo acompaña en su camino de liberación. Un pasaje
esencial del Exodo es la escena en la que Dios, desde la zarza ardiente, le dice a Moisés:
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“HE VISTO la opresión de mi pueblo en Egipto, HE OIDO el clamor que le arranca su
opresión, y CONOZCO su angustia: voy a bajar a liberarlo...” (Ex 3, 7-8). Ese es el Dios
con el que se encuentra el pueblo israelita. Un Dios que no está ausente, sino que
escucha ve y actúa en favor de su pueblo.
Además, Dios mismo, se presenta, y, por medio de su profeta Moisés se identifica; le
revela su nombre: “YO SOY EL QUE SOY”. Ese es el nombre con que Dios se presenta
al pueblo que él ha escogido para que sea su familia.
Dios se da a conocer
Dios mismo toma la iniciativa para darse a conocer. Le dice al pueblo: “Para que
sepan que yo soy el Señor” (Ex 10,2). Para eso los deslumbra con multitud de prodigios.
Luego les dice: “Te he hecho ver todo esto para que sepas que el Señor es el verdadero
Dios y no hay otro” (Dt 4, 35). Por medio de su intervención maravillosa y espectacular
en la liberación del pueblo, Dios quiere que sus elegidos conozcan su amor, su poder, su
fidelidad y justicia.
El libro del Exodo retrata a Moisés que platica con Dios “cara a cara como un amigo”
(Ex 33, 18). Moisés se anima y le ruega que le muestra “su rostro”. En la Biblia mostrar
el rostro es lo mismo que manifestar la personalidad. Dios le responde a Moisés que es
imposible porque él es humano, y ningún humano puede ver a Dios y seguir con vida
“Mi rostro no puede verlo nadie y quedar con vida... Me verás de espaldas” (Ex 33,
18-25). La expresión “me verás de espaldas” significa que Dios se da a conocer a
Moisés, pero no en toda su plenitud; únicamente le manifiesta lo que le es posible
conocer como humano. Dios se da a conocer al pueblo de Israel, pero no en su totalidad;
su mismo nombre “Yo soy el que soy”, le dice mucho y le dice poco a la vez. Es el
misterio de dios, que el hombre algo de su personalidad para que sepa que existe y pueda
comunicarse con él.
Dios se le manifiesta al pueblo de Israel para que lo conozca, para que se entere de su
predilección; pero, sobre todo, para salvarlo de su esclavitud en Egipto. Le dice: “Yo soy
el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto” (Ex 20, 1). Este será el estribillo del Antiguo
Testamento. Dios continuamente le tiene que recordar a su pueblo cómo lo liberó. El
pueblo es sumamente olvidadizo. Tiene que recordar su encuentro con el Dios que lo
liberó. Sólo él lo podría hacer. Es, pues, un Dios salvador, liberador.
Pero, una vez, que ha librado al pueblo de la esclavitud, lo conduce al monte Sinaí y
le propone una ALIANZA. Les entrega LOS MANDAMIENTOS. Si ellos cumplen con
esas normas de vida, contarán con su bendición. Si desobedecen, habrá maldición en sus
vidas (Dt 11, 26). Yahvé es un Dios que libera, pero, al mismo tiempo, exige una vida de
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rectitud, que se expresa en el cumplimiento del Mandamientos.
Pero ese Dios liberador y exigente, también ofrece cosas maravillosas. Les ofrece
protección, bendición, una tierra “que mana leche y miel”, es decir, una tierra en que
puedan disfrutar de bienestar. A Abraham, el Señor le ordenó salir de su tierra, de su
parentela y encaminarse hacia una dirección desconocida. Abraham confió en el Señor, y
él le prometió una interminable descendencia que contaría con su bendición.
El Dios de Israel es un Dios que nunca se presenta con las manos vacías; tiene
promesas fabulosas para los que son fieles a su alianza.
Dios se revela por medio de los profetas
El profeta bíblico es un LLAMADO por Dios para ser ENVIADO con un mensaje
para el pueblo. El profeta Amós lo expresó bellamente cuando escribió: “El Señor me
tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo” (Am 7, 15). En
este caso, ese “tomar”, significa, en la Biblia, escoger y equipar para una misión. El
profeta se siente “tomado” por Dios. A veces, no acepta fácilmente el encargo que Dios
le da. Jeremías, por ejemplo, se pone a llorar, alegando que es muy joven.
Pero, una vez, que el profeta ha aceptado y experimentado la fuerza de Dios en él, se
siente “micrófono” de Dios. Sabe que Dios habla por su medio. Por eso dice: “Oráculo
del Señor... El Señor dice...”.
El profeta bíblico es el portador de la voluntad de Dios para el presente o para el
futuro. Es látigo para el pueblo cuando éste se ha apartado del camino de la salvación. Es
consuelo en los momentos críticos en la historia de Israel.
Dios llama al profeta y, apenas éste acepta su misión, lo equipa con poder, con signos
para que todos sepan que es enviado de Dios. Moisés, en el Exodo, se presenta con un
bastón en la mano. Ese bastón es signo del poder de Dios. Al extender ese bastón, se
abre el Mar Rojo. Al golpear la roca con el bastón, mana agua en abundancia. Ese es el
Dios que se revela al hombre en el Antiguo Testamento. Es el Dios que elige a un pueblo,
sin méritos, para que sea su familia. Es el Dios que lo libera de su esclavitud, que lo
acompaña en su peregrinaje, que le exige rectitud y que tiene bellas promesas para su
pueblo cuando éste va por el camino de sus Mandamientos.
La revelación en los últimos tiempos
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Con la aparición de Jesús, nos llega la revelación definitiva de Dios. Todas las
anteriores revelaciones eran preparación para este momento culminante de la historia.
Según el Nuevo Testamento, Jesús nos viene a entregar la verdad sobre Dios, sobre el
hombre, sobre el sentido de la historia. Por medio de Jesús, el Dios invisible se hace
visible en los gestos de Jesús, en sus palabras. Los milagros de Jesús son el respaldo de
Dios Padre para presentar a Jesús como su enviado.
Jesús es Dios actuando en medio de los hombres. Por cierto que Jesús escandaliza a
muchos de los que se creen mejores. Les disgusta que Jesús coma con los pecadores,
que Jesús perdone a una adúltera, que busque a los más desposeídos, que esté lleno de
perdón y de misericordia.
Los evangelistas están seguros que sólo Jesús nos puede decir quién es Dios porque
“Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar” (Mt
11, 27). El hombre se ha extraviado en los caminos de la historia; su mente está
entenebrecida. Al buscar a Dios, muchas veces, se encuentra con ídolos. El hombre por
sí mismo no logra saber quién es Dios. Jesús es el encargado de revelárselo; de decirle
quién es Dios; cómo actúa en la historia y en la eternidad.
¿Pero cómo hablar de Dios, de su reinado? Jesús se sirve de parábolas para referirse
a Dios, a su reino. Busca puntos de comparación en la realidad que viven los hombre
para explicarles cómo es Dios. Es como el padre del hijo pródigo. Como el buen pastor
que busca a la oveja perdida.
El Prólogo del Evangelio de San Juan es una apretada síntesis de lo que el
evangelista quiere decir acerca de la revelación que Jesús trae de Dios.
Ante todo nos dice que la palabra se hace carne y viene a poner su tienda entre
nosotros. ¡Bella expresión para indicar a Dios que por medio de Jesús, su Palabra, viene
a vivir entre nosotros! Dice San Juan: “Vimos su gloria” (Jn 1, 14). Jesús es “el
resplandor de la Gloria de Dios”. También San Juan recalca; “A Dios nadie lo ha visto
jamás: el Hijo Unico, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). El
hombre con su mente turbada por el pecado, no logra descubrir la personalidad de Dios.
Por eso Dios mismo envía a Jesús para que sea el revelador del Padre. Los profetas
anteriores a Jesús, en alguna forma, trajeron mensajes fragmentarios que Dios nos
enviaba para que no estuviéramos del todo en las tinieblas. Con Jesús nos ha llegado la
revelación definitiva. Ya nadie puede añadir nada más acerca de Dios. Todo está dicho.
De aquí que nadie deba pretender tener una visión sobrenatural para ver a Dios, para
hablar con él. El que quiera saber quién es Dios, cómo actúa, que lo busque en Jesús que
está retratado en los evangelios. Allí está la imagen humana de Dios. “La imagen visible
del Dios invisible” (Col 1, 15).
En el Evangelio de San Juan aparece algo muy claro: todo esto no se puede
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comprender, si no es por la acción del Espíritu Santo. El hombre con sólo su inteligencia
no puede comprender a Jesús ni la revelación que nos trae acerca de Dios. En la Ultima
Cena Jesús les promete a sus apóstoles que les enviará un consolador: el Espíritu Santo.
Dijo Jesús: “El les recordará todo lo que yo les he dicho... Los llevará a toda la
verdad” (Jn 16, 13). Al referirse al Espíritu Santo, decía Jesús: “No hablará por su
cuenta, sino que les dirá lo que ha oído” (Jn 16, 13). El Espíritu Santo, esencialmente,
viene para recordarnos lo que ya dijo Jesús. La enseñanza de Jesús y la del Espíritu
Santo son lo mismo. Además, el Espíritu Santo tiene como encargo que las palabras de
Jesús sean comprendidas por nosotros y que sean asimiladas para que nos transformen
en imagen de Jesús.
San Pablo añade que el misterio de Dios estaba “escondido”. Desde tiempo eterno ha
sido mantenido en secreto (Rm 16, 26). El misterio de Dios ya estaba presente en el
Antiguo Testamento, pero necesitaba la luz de Jesús para ser comprendido del todo. Y
ese misterio de Dios es un bello proyecto de Dios sobre el hombre y sobre el mundo.
Dios sigue hablando
La traducción de la Biblia ecuménica lleva el sugestivo título DIOS HABLA HOY. Y
así es. Dios habló en tiempos pasados y no ha dejado de hablar. Así como el pueblo de
Israel se encontró con Dios en su historia, así cada uno de nosotros debemos
encontrarnos con Dios en nuestra historia personal y social. Debemos estar atentos para
escuchar su voz, para obedecer sus indicaciones, ya que allí está nuestra bendición,
nuestra felicidad.
Dios continúa comunicándose con nosotros para manifestarnos su amor, su proyecto
de salvación. Dios continúa salvándonos de nuestros Egiptos de esclavitud, de opresión,
de miedos, de dudas. Pero para podernos liberar, nos indica el camino: sus
mandamientos. Dios nos libera, pero no a la fuerza, sino con nuestra respuesta de fe, que
es obediencia. Dios continúa revelándose a nosotros, hablándonos para indicarnos los
peligros que hay por el camino, y para señalarnos con claridad el único camino de
salvación: Jesús. Jesús les decía a los apóstoles, en la Ultima Cena: “Si ustedes me aman,
cumplirán mis mandamientos”. La respuesta del hombre al amor de Dios, que se
introduce en su historia personal, es obedecer sus mandamientos.
Continúa siendo verdad absoluta lo que decía San Pablo: “La fe viene como
resultado del oír la predicación, que expone el mensaje de Jesús” (Rm 10, 17). Al
acercarnos al Evangelio nos encontramos con el enviado de Dios: Jesús. Los gestos y las
palabras de Jesús son la voz de Dios que nos dice con claridad cuál es su proyecto de
amor para nuestra realización personal y para nuestra salvación aquí y en la eternidad.
En los evangelios, Dios exhibe a Jesús; el Espíritu Santo mueve nuestra mente y nuestro
33
corazón para que lo aceptemos por la fe como nuestro Señor, y alcancemos, así, nuestra
salvación.
Dios sigue HABLANDO HOY, de distintas maneras y formas. Cuando Adán estaba
escondido temblando, en la esclavitud de su pecado, Dios se le acercó. Le habló para
indicarle cuál era el camino para poder regresar al paraíso. A nosotros, en nuestros
Egiptos de duda, de pecado, de miedo y angustia, se nos acerca Dios por medio de Jesús,
que es su Palabra, y nos dice nuevamente: “Por aquí se va a la salvación”.
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5. JESÚS: EL PROYECTO DE DIOS PARA SALVARNOS
Cuando el pecado entró en el corazón del hombre, todo quedó revuelto: hubo muerte
de la alegría, de la serenidad, de la bendición. Hasta la naturaleza fue infectada por el
pecado del hombre. Dios sabía, de sobra, que el hombre nunca podría curarse él solo de
la terrible epidemia del pecado. En su misericordia, desde ese mismo instante, le
prometió UN SALVADOR. El libro del Génesis, en su capítulo tercero, nos da todos los
pormenores de esta maravillosa promesa. El Señor, en lugar de aniquilar a los
desobedientes seres humanos, que habían querido “ser como Dios”, les da una nueva
oportunidad de rehabilitarse; les hace una promesa fabulosa. Le dice a la serpiente –
símbolo del mal–: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y su
descendencia: su descendencia te aplastará la cabeza” (Gn 3, 15). En ese mismo
momento, la Biblia comienza a mostrar cómo Dios tiene un plan de salvación para los
hombres.
“La descendencia de la mujer” indica, en el texto bíblico, aquel pueblo del cual va a
nacer el Mesías. Pablo, más tarde, refiriéndose al Mesías, anota: “Nacido de una mujer”
(Ga 4, 4,). Desde este primer momento, ya Jesús es anunciado como la “descendencia
de la mujer” que aplastará la cabeza de la serpiente. Aquí se inicia la HISTORIA DE LA
SALVACION. La historia cómo Jesús es enviado por el Padre, por medio del Espíritu
Santo, para que sea el SALVADOR DE LOS HOMBRES. Toda la Biblia nos hablará
acerca de este plan de Dios; paulatinamente, por medio de ricas figuras, se va
anunciando a Jesús como el salvador de los hombres.
El sustituto
A Abraham, Dios le pide que le sacrifique a su hijo Isaac, a quien tanto había
esperado. El anciano lo lleva al monte Moria para cumplir el mandato de Dios. Siente
que se le revienta el corazón. El niño lleva sobre sus espaldas la leña para el sacrificio.
Inocentemente, el niño le pregunta a su papá que dónde está el cordero que van a
sacrificar. Abraham, casi llorando, el responde: “Dios proveerá”.
Abraham ya tiene la mano levantada con el puñal para sacrificar a su hijo; un ángel le
detiene la mano; le asegura que todo era una prueba de Dios. En eso se escucha balar a
un corderito; lo atrapan; ese cordero es el SUSTITUTO del hijo: muere en lugar del
niño.
Al leer la Biblia, con la nueva visión que nos da el Nuevo Testamento, nos damos
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cuenta de que ese cordero que sustituye al niño en el sacrificio, es una figura de Jesús. El
Señor va a morir en la cruz, en otro monte, para sustituirnos a nosotros que merecíamos
la muerte por nuestros pecados. Eso es lo que se llama SACRIFICIO VICARIO.
En el Libro del Levítico se enumeran las reglas para llevar a cabo los sacrificios. El
cordero, en el sacrificio, era el sustituto del pecador. Ese cordero debía ser “sin defecto”.
El pecador, antes de que el cordero fuera sacrificado, confesaba sus pecados y ponía sus
manos sobre la cabeza del cordero para indicar que le transmitía sus pecados. Lo
importante aquí no era el sacrificio mismo, sino la confesión de pecados, el
arrepentimiento. Por este medio el Señor concedía a los antiguos pedir perdón por sus
culpas. Este cordero sin defecto, nos habla de otro Cordero, el del Nuevo Testamento:
Jesús. El Señor, viene a sustituirnos a nosotros. Muere en lugar de nosotros. Se lleva
nuestros pecados. Todos pusimos sobre él nuestras manos sucias de pecado. Por eso
dice la Biblia: “El llevó nuestros pecados”.
El siervo sufriente
En el Antiguo Testamento, la figura más clara de Jesús como el cordero sustituto, que
muere para salvar a los hombres de halla en el capítulo 53 del Profeta Isaías. Presenta al
futuro Mesías como un Cordero que es llevado, en silencio, al matadero. Dice el profeta:
“Fue atormentado a causa de nuestras maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz,
por sus heridas alcanzamos la salud” (Is 53, 5). En este pasaje bíblico, el profeta Isaías
remarca perfectamente el papel del sacrificio vicario de Jesús; el Señor es el Cordero que
lleva nuestros pecados; muere en lugar de nosotros. Con su muerte nos trae el perdón, la
paz, la salvación. El profeta acentúa el sacrificio voluntario de Jesús; se asemeja a un
cordero que voluntariamente llega para ser “traspasado” por los hombres, para salvarlos.
El mismo profeta había indicado cuál era el camino para conseguir esa salvación, que
Dios enviaba por medio de su Siervo Suficiente; decía Isaías: “Que el malvado deje su
camino, que el perverso deje sus ideas; vuélvanse a nuestro Dios, que es generoso para
perdonar” (Is 55, 7). Cuando nos acercamos al Antiguo Testamento, con mentalidad del
Nuevo Testamento, es decir, después de habernos encontrado con Jesús como el enviado
de Dios, entonces vamos descubriendo a Jesús, a cada paso, bajo el velo de ricas
imágenes que nos anuncian al Salvador que Dios enviará a los hombres. Este es el
camino que debe seguirse, al leer el Antiguo Testamento. Por eso Jesús decía:
“Escudriñen las Escrituras porque ellas hablan de mí” (Jn 5, 39).
El cumplimiento de la promesa
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Todo el Nuevo Testamento nos muestra con claridad cómo en Jesús se cumplen
todas las promesas de Dios de enviar un salvador para los hombres.
Los Evangelios patentizan que la promesa de salvación se ha cumplido. El Libro de los
Hechos narra cómo los primeros cristianos proclamaron que la salvación de Dios había
llegado en Jesús. Las Cartas son reflexión teológica acera de la salvación que Dios nos
envió por medio de Cristo. En el libro del Apocalipsis, por adelantado, se nos anuncia
cómo será, al final de los tiempos, la consumación de la obra salvadora de Jesús.
En su Evangelio, San Juan trae a colación el caso de un hombre llamado Nicodemo;
era un gran teólogo y especialista en la Escritura. Llevaba una vida intachable según la
ley. Según los dirigentes religiosos judíos bastaba cumplir con la ley y, automáticamente,
ya se era santo. Cuando Nicodemo llegó de noche, para conocer a Jesús, porque había
quedado impactado por sus obras y palabras, el Señor, de entrada, le dijo: “Tienes que
volver a nacer... del agua y del Espíritu Santo”. Aquel hombre quedó desconcertado.
No se esperaba que Jesús le dijera que tenía que comenzar de nuevo. Seguramente esa
noche sólo inició su proceso de conversión. Las palabras de Jesús lo golpearon en lo
profundo de su corazón. Su proceso de conversión, según se aprecia en el Evangelio, fue
progresivo, hasta culminar el día viernes santo, cuando no tuvo miedo de estar junto a la
cruz del Señor. En su diálogo con Nicodemo, Jesús le demostró que para salvarse no
basta ser religioso y conocedor de la Escritura. No basta llevar una vida éticamente
buena. El Señor le dijo a Nicodemo algo que lo dejó totalmente turbado; el Señor le
puntualizó: “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en
el reino de Dios. Lo que nace de padres humanos, es humano, lo que nace del Espíritu
es espíritu” (Jn 3, 5-6). El Señor le estaba demostrando a Nicodemo que sólo con el
poder humano, con sus propios recursos, no podría alcanzar la salvación. Tenía que
“nacer de nuevo” y eso no era posible de una manera puramente humana, sino sólo por
el poder de Dios, por el agua y el Espíritu.
El Señor se sirvió de una figura muy bella. Le dijo: “Así como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así también el Hijo del hombre tiene que ser levantado, para
que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3, 13-15). Se refería Jesús a lo que
había sucedido en el desierto con los del pueblo judío. Después de haber visto milagros y
prodigios de Dios para sacarlos de la esclavitud de Egipto, se habían puesto a murmurar
contra Dios. Aparecieron, entonces, serpientes venenosas que les causan gran
mortandad. El pueblo se dio cuenta de que había perdido la bendición del Señor. Se
arrepintió, y el Señor le dio un medio para que fueran curados de las mordeduras
mortíferas de las serpientes. Si querían ser sanados, tenían que ver hacia una serpiente
de bronce que el Señor mandó colocar en la punta de un palo, que estaba en alto. Los
que tenían la fe suficiente para creer en esa promesa del Señor, quedaban curados. Esto
era lo que Jesús le recordó a Nicodemo cuando le dijo que así como la serpiente había
sido levantada en el desierto, así también sería puesto en alto el Hijo del hombre. Jesús
se refería, anticipadamente, a su levantamiento en el Calvario para que nosotros
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quedáramos curados de nuestra muerte de pecado.
El famoso diálogo
El diálogo de Jesús con Nicodemo es básico para comprender en qué consiste la
salvación que Jesús nos trae de parte de Dios, y que se nos comunica por medio del
Espíritu Santo. Veámoslo.
El nacimiento natural nos convierte en hijos de Adán, infectados por la corrupción.
Por naturaleza somos inclinados al mal, al pecado. Hay una raíz de mal en nosotros que
nos viene de nuestros primeros padres. Los teólogos, llaman a esa raíz de mal, “pecado
original”. Si somos de Adán, nuestra mentalidad será puramente humana, sin el poder de
Dios.
Los frutos que vamos a producir, serán frutos de la carne: odios, envidias, lujurias,
orgullo, borracheras, sensualidad (Ga 5, 19). Por eso, Jesús le dice a Nicodemo que tiene
que “volver a nacer”. El nuevo nacimiento, a que se refiere Jesús, es el nacimiento
espiritual, que nos hace Hijos de Dios. “Los que son guiados por el Espíritu, son Hijos
de Dios”, dice la Carta a los Romanos. “Al nacer de nuevo, se nos comunica una nueva
naturaleza, la naturaleza divina que nos habilita para producir frutos del Espíritu: amor,
gozo, paz, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, templanza” (Ga 5, 22).
Del agua y del Espíritu
Pero para que esto pueda suceder en cada uno, en primer lugar, se necesita un
arrepentimiento de lo malo de la vida pasada. De todo lo que no es de Dios, sino del
mundo. El agua, en este caso simboliza la purificación que nos viene del arrepentimiento
y la confesión de nuestros pecados. Pero todo esto no es posible sin la intervención
directa del Espíritu Santo, que convence de pecado... y lleva a toda la verdad (Jn 16,
8.13).
Lo primero que el Espíritu Santo realiza en nosotros, es un convencimiento de
pecado; nos señala lo que le desagrada a Dios en nosotros, lo pecaminoso. Luego nos
concede la gracia suficiente para cortar con el mal y ser revestidos de la Gracia de Dios.
Sin la intervención del Espíritu Santo, no podríamos arrepentirnos y abrirnos a la Gracia
de Dios. Por eso decía Jesús que hay que volver a nacer “del agua y del Espíritu”.
La imagen de la Serpiente de bronce, con la que se compara Jesús, es de un gran
alcance espiritual. Los que miraban hacia la serpiente con fe en la promesa de Dios de
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que serían curados, se salvaban de la muerte. Los que miran con fe a Jesús, en lo alto de
la cruz, reciben la fuerza salvadora que nos viene de la muerte y resurrección de Jesús.
Quedamos curados de nuestros pecados. Quedaremos habilitados para tener la vida
abundante que el Señor ofrece a los que creen en él. Por eso, Jesús, ante Nicodemo, se
presenta como el que viene para salvar a los hombres de la muerte eterna, merecida por
haber sido mordidos por la serpiente del pecado.
Los espejismos
El hombre en su peregrinar hacia la eternidad, es como alguien que se está muriendo
de sed de infinito. Muchos, en ese desierto, son fascinados por “espejismos”: creen que
han encontrado la fuente que quitará su sed ardiente en ritualismos, en acumulación de
buenas obras, en teologías. Pero la sed sólo puede ser calmada por el agua de la fuente
viva que es el mismo Jesús. Nadie más nos puede salvar. Hay que ver hacia lo alto, hacia
la cruz. Jesús es nuestro único salvador.
Todo este proceso se realiza por medio de un regalo de Dios, que nosotros no
merecemos. Simplemente Dios nos da la oportunidad de salvarnos, si nosotros nos
atrevemos a creer en su promesa de ver hacia lo alto, hacia la muerte expiatoria de Jesús,
el Cordero que quita el pecado del mundo. Esto es gratis, pero implica la respuesta del
hombre. Es como en el caso del enfermo; el médico puede proceder a operarlo
solamente si el enfermo da su autorización. El médico ofrece su “salvación”; pero si el
enfermo rehusa, el médico no puede operar. Todo esto está, gráficamente, expresado en
el Apocalipsis. Allí se exhibe a Jesús con el que toca la puerta de nuestro corazón y dice:
“Si abres la puerta, entraré y cenaré contigo” (Ap 3, 20). Dios es todopoderoso para
abrir la puerta; pero respeta la libertad del hombre; sólo el que habita dentro de la casa
puede abrir la puerta. Jesús ofrece su salvación; sólo el que acepta a Jesús como su
Salvador, y abra su puerta, puede ser salvado. Cuando Zaqueo abrió la puerta de su casa
a Jesús, el Señor le pudo decir: “Zaqueo, hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc
19, 9).
El carcelero que cuidaba a Pablo, en Filipos, le preguntó: “¿Qué debo hacer para
salvarme?”. Pablo le respondió: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu
familia”. Creer en Jesús no es simplemente aceptarlo “intelectualmente”, sino aceptar el
camino de salvación que él propone: el Evangelio.
Un mundo no salvado
A nuestro alrededor, en el mundo en que vivimos, observamos tanto signos
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antievangélicos: guerra, sensualidad, violencia, egoísmo, idolatría del dinero, del sexo, del
poder. Es un mundo no salvado. Es un mundo que “no ha nacido de nuevo”. Es hijo de
Adán, y, por eso, produce los frutos de Adán; el pecado. El mundo, asombrosamente, es
un gigante en el progreso. Pero en el espíritu es un . Alguien que no ha nacido del agua y
del Espíritu. Por eso, sus filosofías, sus criterios, y hasta sus teologías producen los
frutos del hombre no renacido. Es un mundo mordido por las venenosas serpientes del
pecado. No basta la educación, ni el progreso, ni la técnica para que el mundo se salve.
La única manera de salvarse es la que ya indicó Jesús: hay que ver hacia lo alto, ya no,
ahora, a la serpiente de bronce, sino a Jesús que, desde el Calvario, nos entrega el valor
de su sangre redentora. El que alargue la mano, la fe, podrá quedar salvo. En “ningún
otro hay salvación”, les decía San Pedro a sus oyentes, cuando predicaba con el fuego
del Espíritu Santo.
Para todo el que agobiado por el peso de su pecado pregunte, alguna vez: “¿Qué
debo hacer para salvarme?”, la respuesta sigue siendo la misma que ya dio Pablo:
“CREE EN EL SEÑOR JESUCRISTO Y SERAS SALVO TU Y TODA TU FAMILIA”.
O la del mismo Jesús: “Tanto amó Dios al hombre, que envió a su Hijo único para que
todo el que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
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6. ¿CUÁL ES EL MENSAJE ESENCIAL PARA LA SALVACIÓN?
Para Pablo, en su experiencia de predicador ambulante, llegó a una conclusión: “La fe
viene como resultado de la predicación, y la predicación de el mensaje de Jesús” (Rm
10, 17). ¿Cuál es esa predicación esencial que hace que la persona llegue a tener una fe
que lo salve? Es algo que todos debemos conocer, perfectamente, por supuesto.
Jesús, a sus discípulos les dijo: “Vayan a las gentes de todas las naciones, y háganlos
mis discípulos;... enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado” (Mt 12, 19-20).
¿Qué fue todo lo que los apóstoles tuvieron que enseñar a los demás para que se
conviertan en discípulos?
San Pablo, después de muchos años de predicación, llegó a escribir: “No me
avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que
crea” (Rm 1, 16). ¿Cuál es ese Evangelio esencial que debe ser predicado, que es poder
para llevar salvación al que crea?
Para dar una respuesta auténtica a esta pregunta fundamental para nuestra salvación y
para la evangelización de los demás, ayuda a ir directamente a los sermones que
predicaron Pedro y Pablo. Ellos, obedecían el mandato del Señor, y, por eso mismo, al
principio, predicaban lo esencial del Evangelio, que los técnicos en la Escritura han
llamado, en griego, Kerigma, que significa proclamación. Era la proclamación, gozosa del
mensaje esencial de Jesús para la salvación.
Jesús es el Centro
Sin temor a equivocarse, se puede afirmar que todo el Evangelio trata de acercarnos a
Jesús para que lo aceptemos como nuestro Señor y Salvador. Bien decía Jesús:
“Escudriñen las Escrituras porque ellas dan testimonio de mí” (Jn 5, 39).
Pedro, en su primer discurso, el día de Pentecostés, comenzó diciendo “Varones
israelitas, oigan estas palabras: Jesús...” Pedro, en su primera evangelización, centra
su discurso en la personalidad de Jesús.
Cuando Felipe es llevado por Dios a Evangelizar a un etíope, que va en su carruaje,
leyendo la Escritura sin poder entenderla, dice el texto que “Felipe le anunció el
Evangelio de Jesús” (Hch 8, 35). El punto de arranque para evangelizar al pagano fue
Jesús.
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Pablo les escribió a los de Roma, y les decía que él había sido “atrapado para el
Evangelio de Dios acerca de Jesús” (Rm 1, 1-2).
Estos primeros predicadores de la iglesia incipiente habían captado perfectamente que
lo esencial del Evangelio era la persona de Jesús; en sus sermones, en su “kerigma”, no
hacía otra cosa que esclarecer que Jesús era la respuesta de Dios para la salvación de los
hombres.
¿Qué decían de Jesús?
San Pablo lo resume muy bien en una de sus catequesis; apunta Pablo: “Les he dado
a conocer la enseñanza que yo recibí les he enseñado que Cristo MURIO por nuestros
pecados, como dicen LAS ESCRITURAS, que lo SEPULTARON y que RESUCITO al
tercer día, como también dicen las Escrituras, y que SE APARECIO a Pedro, y luego a
los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez; la mayoría de
los cuales viven todavía” (1 Co 15, 3-5). En este texto, Pablo resalta cuatro
acontecimientos de la vida de Jesús: murió por nuestros pecados; fue sepultado; resucitó;
se apareció.
Si se examina el discurso de Pedro, en Pentecostés se encuentran, casi idénticos,
estos puntos básicos acerca de Jesús.
Pero estos predicadores, al enunciar estos cuatro puntos básicos acerca de Jesús, no
los exhiben únicamente como hechos históricos, sino que hacen resaltar la salvación de
Dios que llega a los hombres por medio de esos acontecimientos cumbres de la vida de
Jesús.
Cuando Pedro, en su discurso, dice que después de muerto, Jesús fue
“LEVANTADO”, está haciendo hincapié en el signo de Dios por medio de la resurrección
de Jesús. Además, la expresión “fue LEVANTADO”, nos hace remontarnos a lo que
Jesús le decía a Nicodemo; dijo el Señor: “Como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Tanto Pedro como Pablo, se esfuerzan en hacer entender a todos que Jesús es la
salvación que Dios envía a los hombres.
Según las Escrituras
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Otra de las preocupaciones evidentes de los apóstoles es la de probar que todo lo
concerniente a Jesús ya estaba profetizado en las escrituras. Pablo escribe: “Cristo murió
por nuestros pecados conforme a las Escrituras” (1 Co 15 3-4). Los discursos de Pedro
insisten en que en Jesús se verifican las profecías del Antiguo Testamento. San Lucas
nos cuenta que el día de la resurrección, cuando Jesús se apareció a los apóstoles, les
“abrió el entendimiento para que entendieran las Escrituras”. Les dijo: “Está escrito
(dice la Escritura) que el Mesías debía padecer y resucitar al tercer día” (Lc 24, 45).
Estos primeros pregoneros de la buena noticia no disimulan su gozo al constatar que
en Jesús tienen cumplimiento las profecías del Antiguo Testamento. Quieren compartir
ese gozo con sus oyentes judíos, que conocen, muy bien esas profecías, pues son
asiduos oyentes de las Escrituras.
Somos Testigos
El día de la resurrección, el Señor se aparece a los apóstoles y les dice: “Ustedes son
testigos de estas cosas” (Lc 24, 48). Antes de ascender al cielo, el Señor les anticipa:
“Ustedes serán mis testigos” (Hch 1, 8).
Pedro, en sus primeros sermones, no cesaba de insistir que ellos eran “testigos” de la
muerte y resurrección del Señor. Eso fue lo que afirmó al llegar a la casa del centurión
Cornelio (Hch 10).
Este testimonio primario de los apóstoles es de suma importancia, porque lo que
sabemos acerca de Jesús nos viene de allí. A veces, algunos se han dejado llevar de sus
sentimientos o de sus intereses, y han querido “manipular” la personalidad de Jesús. Del
Señor solamente podemos afirmar lo que el Nuevo Testamento nos dice acerca de él por
medio del testimonio de los que fueron testigos. Toda figura de Jesús, que no tenga su
raíz en el Evangelio, no es auténtica.
¿Qué afirma el Evangelio?
Lo que fundamentalmente afirma el Evangelio acerca de Jesús es que es Señor y
Salvador.
“Jesús es el Señor”, fue como el primer “credo” de los cristianos. El pueblo romano
había divinizado al César. Lo llamaban Señor, Dios. Los primeros cristianos, en
contraposición, llamaron Señor a Jesús. El Señor de su vida. Su dueño.
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Bella la expresión la de Pablo que dice: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el
Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación”
(Rm 10, 9). Según Pablo, aquí está la esencia del camino de Salvación.
En su Carta a los Filipenses, el mismo Pablo insistía: “Dios ha exaltado a Jesús... le
ha dado un nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se
doble toda rodilla, en el cielo, en la tierra y en los infiernos” (Flp 2, 9-11).
Pedro emplea una figura de mucho alcance; afirma que Jesús fue “exaltado a la
derecha de Dios” (Hch 2, 32). Pedro presenta a Jesús sentado en un trono celestial para
hacer ver que ese Jesús glorificado es Señor, y que por, eso mismo, tiene poder para
exigirnos arrepentimiento de nuestros pecados. Además, como Señor, junto a Dios, ya
puede enviarnos el don prometido: el Espíritu Santo.
Ese Señor sentado junto al Padre, es también nuestro salvador; la respuesta que Dios
envió a los hombres para que se salvaran.
De aquí, que muy bien se puede dar por sentado que todo el Evangelio nos lleva a
reconocer a Jesús como nuestro Señor y nuestro Salvador.
Las promesas del Evangelio
En la sinagoga de Nazaret, Jesús se presentó afirmando que traía un Evangelio, una
buena noticia. En el Evangelio se enuncian dos promesas clave para los que acepten el
mensaje de Jesús: el perdón de los pecados, y el regalo del Espíritu Santo.
San Lucas hace notar que Jesús envió a sus discípulos para que “predicaran el
perdón de los pecados a todas las naciones, en su nombre” (Lc 24, 47). San Pedro, en
uno de sus sermones, decía: “Arrepiéntanse... serán perdonados sus pecados” (Hch 3,
19). Pablo, en la sinagoga de Antioquía, también decía: “por medio de él se les anuncia
el perdón de los pecados”.
En una escena del Evangelio, Jesús antes de curar a un paralítico, le asegura que le
perdona sus pecados. Los oyentes se escandalizaron y objetaron que sólo Dios podía
perdonar pecados. Jesús, en esa ocasión, curó al paralítico para que vieran que también
él tenía poder de perdonar los pecados. Los primeros predicadores, en su “kerigma”,
mostraban cómo ese regalo del perdón de los pecados era una promesa de Jesús para los
que creyeran en él.
Jesús prometió a sus discípulos que enviaría otro Consolador, y les aseguró que estaría
“dentro” de ellos. Ya antes, les había anticipado que el Espíritu Santo sería como “ríos
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de agua viva” en el interior de los que creyeran (cfr. Jn 7, 38-39).
Cuando una persona se arrepiente, se vacía del mal, entonces Jesús lo llena de su
Espíritu Santo que le concede un nuevo nacimiento y una “vida abundante”. Esa es la
gran promesa que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés, y querían que
todos recibieran ese don maravilloso.
En el Evangelio hay bellas promesas de Jesús. Pero lo esencial que el Señor promete
para el que crea en su Buena Noticia es el perdón de los pecados, y la vida abundante
por medio del Espíritu Santo en el interior del creyente. Aquí está la esencia de la
salvación.
Las condiciones
Nunca Jesús ni los apóstoles intentaron presentar un Evangelio “de ganga”, sin
exigencias, sin renuncias. Todo lo contrario. Tanto Jesús, como los apóstoles siempre
expusieron que para entrar en el reino había que pasar por una “puerta angosta” (Mt 7,
13).
Pedro, en su primer sermón, cuando es interrogado acerca de la manera de conseguir
la salvación, las promesas de Jesús, expone las condiciones para poder gozar del perdón
de los pecados y del regalo del Espíritu Santo: deben arrepentirse y bautizarse (cfr. Hch
2, 38). Dos cosas indispensables para poder recibir la salvación de Jesús. Sin
ARREPENTIMIENTO, no se puede pertenecer al reino que Jesús predica; hay que
cortar con el pasado de pecado; se debe cambiar de manera de pensar, al imbuirse del
mensaje de Jesús. Por eso, Pedro concluye sus sermones invitando al arrepentimiento.
Lo mismo hizo Pablo, en el Areópago; primero habló de Jesús; luego añadió: “Dios
manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan” (Hch 17, 30).
Aquí, en el contexto, “arrepentirse” significa dolerse de haber rechazado a Jesús
como salvador, y acudir a él como el único en quien hay salvación.
BAUTIZARSE en el nombre de Jesús, equivalía a hacer una confesión pública de
arrepentimiento y de hundimiento, por la fe, en los méritos de Jesús para ser perdonados
y salvados por medio del Espíritu Santo.
En el Libro de Hechos se aprecia que los primeros bautizados, inmediatamente,
comienzan a reunirse en comunidad, a formar iglesia. Allí reciben enseñanza de los
apóstoles, participan en la oración y en la Eucaristía (Hch 2, 42).
El bautizarse implica congregarse en iglesia. Jesús fundó “su” iglesia para eso, para
45
que los que aceptaran la salvación fueran atendidos por medio del amor, la predicación y
los Sacramentos. Y, al mismo tiempo, para que esa iglesia “guardara” su Evangelio y lo
llevara hasta los últimos confines del mundo. Todo el que ha aceptado el Evangelio de
Jesús, debe congregarse en una iglesia para poder perseverar y para poder tener el poder
comunitario para evangelizar.
Los primeros cristianos, como iglesia que daban testimonio de nueva vida renovada
por el Espíritu Santo, fueron un impacto en la sociedad de su tiempo. Todos, al verlos,
decían: “¡Cómo se aman!”
Estos bautizados y reunidos en iglesia, no se asociaron para ser cristianos de
“caracol”, para pensar sólo en su propia salvación. Recordaron que Jesús los había
“enviado”. Fueron evangelizadores con poder. Ante una de las rudas persecuciones, los
apóstoles tuvieron que esconderse en Jerusalén. Los laicos tuvieron que huir a las
ciudades cercanas. Como llevaban a Jesús en el corazón, lo proclamaron con los labios.
Dice el Libro de Hechos que estos laicos, iban, por todas partes llevando el Evangelio de
Jesús (Hch 8, 4).
La Síntesis
Después de este breve estudio, ahora sí ya sabemos qué es lo esencial para nuestra
salvación y para la salvación de los otros por medio de la evangelización.
Resumiendo, diríamos que lo esencial del Evangelio, que debemos vivir con la mente
y el corazón es:
Que Jesús MURIÓ por nuestros pecados;
que fue RESUCITADO de entre los muertos;
que reina como SEÑOR Y SALVADOR;
que tiene autoridad para exigirnos arrepentimiento y fe en él; que si nos
arrepentimos, nos regala el PERDON de los pecados y el ESPIRITU SANTO para una
VIDA ABUNDANTE. Y que todo eso ya estaba profetizado en el Antiguo Testamento.
Todo esto quería decir San Pablo cuando al carcelero, que le preguntaba por el camino
de la salvación, le contestó: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu
familia” (Hch 16, 31).
Todo esto era también lo que Jesús quería decir cuando comenzó a predicar,
asegurando: “El reino de Dios ha llegado a ustedes; arrepiéntanse y crean en el
Evangelio” (Mt 1, 15).
46
7. LA BIBLIA: LIBRO DE SALVACIÓN
Para muchos cristianos la Biblia todavía es un “tesoro escondido”. Todavía no se
han encontrado, personalmente, con la palabra de Dios. Muchos, como la Marta del
Evangelio, van de un lado a oro queriendo quedar bien con Jesús: multiplican sus
prácticas de piedad, sus ritos religiosos. A esos cristianos de prácticas de piedad, pero sin
la Biblia en la mano, el Señor les vuelve a decir, como a Marta: “Aprende de tu hermana
María; ella escogió la mejor parte”. María, hermana de Lázaro, cuando Jesús llegó a su
casa, suspendió toda actividad y se sentó a sus pies para no perderse ni una sola palabra
que salía de los labios del Señor.
Mientras un cristiano no aprenda a sentarse para oír la Palabra, se estará perdiendo la
“mejor parte”; se estará privando del Libro de salvación por medio del cual Dios le
provoca la fe, lo lleva a la conversión y le regala el don de su Espíritu Santo.
Es, por eso, importantísimo saber cómo acercarse a ese libro de salvación. Cómo
tener un encuentro con ese “tesoro inigualable” que Dios ha querido que cada hijo
encuentre para su salvación.
El Espíritu Santo
San Pedro escribió: “Los profetas nunca hablaron por su propia voluntad; al
contrario eran hombres que hablaban de parte de Dios, dirigidos por el Espíritu
Santo” (2 P 1, 21). El Espíritu Santo es el que ha llevado a los autores a exponer lo que
Dios les inspiraba. Es el mismo Espíritu Santo el que nos conduce a nosotros para que
podamos internarnos en la Biblia y comprender su mensaje de salvación.
San Pablo resaltaba que el mensaje de la Palabra no lo puede entender el hombre “no
espiritual”, sino, únicamente, el “hombre espiritual”. Decía San Pablo: “El hombre
natural no puede percibir las cosas que son del Espíritu, para él son locura, y no las
puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co 2, 14). No basta,
entonces, invocar simplemente al Espíritu Santo. Hay que dejarse guiar, purificar por él
para poder internarse con luz en la Biblia. Ante la zarza ardiente, se le ordenó a Moisés
descalzarse porque estaba caminando sobre terreno sagrado. Para poder acercarse a la
Palabra de Dios hay que descalzarse, dejarse purificar por el Espíritu. Decía Jesús:
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ese “ver a Dios”,
de que habla Jesús, se refiere, sobre todo , a ese poder penetrar, más y más, en el
misterio de Dios, en su secreto, que se oculta al hombre “no espiritual”, y se revela al
47
hombre espiritual.
Después de mi bautismo en el Espíritu, pude constatar algo muy emocionante: Desde
niño, en el seminario, me había acercado a la Biblia, pero ahora, las palabras tenían un
mensaje especial para mí. Esas mismas palabras que había leído tantas veces en la
Biblia, ahora cobran vida, hablaban para mí. Era la obra del Espíritu Santo sin lugar a
duda. El Espíritu que va llevando a toda la verdad, que da testimonio de Jesús.
Esta misma experiencia la he comprobado en tantísimas personas a quienes ha
sucedido lo mismo en su vida. Cuando el Espíritu Santo los llevó a descalzarse, a un
encuentro personal con Jesús, de pronto, experimentaron cómo el Libro de la Biblia, que
era un libro “sellado” para ellos, se les abría de par en par y les hablaba.
Para comprender la Palabra hay que aprende, de entrada, el lenguaje espiritual de la
Biblia, que sólo nos lo puede enseñar el Espíritu Santo.
Se revela a los humildes
Jesús nos enseñó una verdad que no debemos olvidar. Dijo: “Padre, te doy gracias
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los
sencillos” (Mt 11, 25-26). Los “sabios y entendidos” son los que creen que con su
propia inteligencia, nada más, pueden aprender el lenguaje espiritual de la Biblia. Los
sencillos, son los humildes, los que están convencidos de que sin “el poder de lo alto” se
encontrarán dentro de la Biblia como en la “selva obscura” en la que se perdió el poeta
Dante.
Me he encontrado con muchos profesionales, que ostentan brillantes títulos
universitarios y que me dicen que no logran internarse en la Biblia. También, a cada
momento, me encuentro con sencillos campesinos, que apenas saben leer, y que hallan
su delicia en la Palabra de Dios. Sin lugar a dudas, para acercarse a la Palabra hay que
descalzarse: confesar que sin la ayuda del Espíritu Santo no podemos nunca comprender
el lenguaje de Dios.
Parte integrante de la humildad es la obediencia. La Palabra de Dios no fue escrita
únicamente para instruirnos, para revelarnos algo. Dios habló para que se le obedeciera.
Para llevarnos a la “conversión”, al cambio de vida. De aquí que la obediencia a la
Palabra es indispensable. Santiago ponía alerta contra el peligro de convertirse en
simples “oidores y no hacedores de la Palabra” (St 1, 22).
Jesús, en la Ultima Cena, les decía a los apóstoles: “El que recibe mis mandamientos
y los obedece, demuestra que de veras me ama. Y mi Padre amará al que me ama, y yo
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  • 1.
  • 2. Table of Contents CONVIÉRTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO 1. QUÉ SIGNIFICA SER CRISTIANO Hay que dejar algo Opción personal ¿Cómo se abre la puerta? Las responsabilidades La gran pregunta 2. DIOS TIENE UN PLAN DE AMOR PARA NOSOTROS En el Antiguo Testamento La revelación de Jesús La Imagen Visible Nuestra experiencia Un paso más No sólo de oídas 3. EL PECADO ECHA A PERDER EL PLAN DE DIOS Acarrea muerte Fuera del camino El pecado atrapa El remordimiento El dilema 4. DIOS SE REVELA PARA SALVARNOS Israel se encuentra con Dios Dios se da a conocer Dios se revela por medio de los profetas La revelación en los últimos tiempos Dios sigue hablando 5. JESÚS: EL PROYECTO DE DIOS PARA SALVARNOS El sustituto El siervo sufriente El cumplimiento de la promesa El famoso diálogo Del agua y del Espíritu Los espejismos Un mundo no salvado 6. ¿CUÁL ES EL MENSAJE ESENCIAL PARA LA SALVACIÓN? Jesús es el Centro ¿Qué decían de Jesús? Según las Escrituras 2
  • 3. Somos Testigos ¿Qué afirma el Evangelio? Las promesas del Evangelio Las condiciones La Síntesis 7. LA BIBLIA: LIBRO DE SALVACIÓN El Espíritu Santo Se revela a los humildes Nuestra búsqueda La Iglesia Abandonar el terreno Los efectos de la Palabra La Conversión La Fe Nuestra fe compartida Una Biblia ambulante Con la Palabra en el corazón Un libro para vivirse Llanto y lágrimas 8. CÓMO NOS SALVA JESÚS Cómo nos salva Jesús Los términos teológicos Apropiación 9. LA FE QUE NOS SALVA Cómo se obtiene la fe salvadora Un caso clásico Nuestro caso Como recién nacidos Nuestra lámpara encendida 10. JESÚS EXIGE CONVERSIÓN Varias clases de conversión No abundan los convertidos Los pasos en la conversión El Espíritu Santo Todos necesitamos conversión 11. CINCO PASOS EN LA CONVERSIÓN 1. Examen de conciencia: 2. Dolor de los pecados: 3. Propósito de enmienda: 4. Decir los pecados al confesor 5. Cumplir con la penitencia: De repente... 3
  • 4. 12. BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN ¿Qué significan? Nuevo nacimiento La Confirmación Velar las armas... ¿Qué significan? Nuevo nacimiento La Confirmación Velar las armas... 13. LA SEGUNDA CONVERSIÓN Algo más El bautismo en el Espíritu Santo Cómo recibir el bautismo en el Espíritu Santo Quédense en Jerusalén Hay que tener sed 14. JESÚS NOS REGALA SU ESPÍRITU SANTO Un Paráclito El mundo no lo puede recibir No los dejaré huérfanos El ministerio de enseñanza El testimonio El que convence Toda la verdad También lo que ha de venir 15. JESÚS NOS ENSEÑA A REZAR Un Dios padre La alabanza Hágase Nuestro pan Perdónanos Líbranos Oración comunitaria Amén 16. JESÚS ORDEN CELEBRAR LA EUCARISTÍA Las dos pascuas Como los primeros cristianos Un memorial Arde el corazón Un solo pan Vayan en paz 17. JESÚS NOS DEJÓ UNA IGLESIA Jesús fundó una Iglesia La misión de la Iglesia 4
  • 5. La comunión de los santos La jerarquía en la Iglesia Como un hospital Arca de salvación Madre y Maestra Los solitarios 18. ¿ES JESÚS SEÑOR DE NUESTRA VIDA? La conversión Nuevo nacimiento Como niños Nuestra justicia Una puerta estrecha ¿Maestro o Señor? 5
  • 6. 6
  • 7. NIHIL OBSTAT: Pbro. Lic. Sergio Checchi, sdb. P. Ricardo Chinchilla, sdb Inspector de C.A. CON LICENCIA ECLESIATISCA 7
  • 8. PRESENTACIÓN ¿Una nueva evangelización? Es la palabra de orden de nuestra Iglesia, no sólo para el tercer mundo, sino para la culta y legendaria Europa. ¿Por qué una nueva evangelización? ¿Fracasó la primera, la de la iglesia primitiva? De ninguna manera. Los primeros cristianos estaban íntimamente conectados con los apóstoles, los depositarios más cualificados del Evangelio de Jesús. Ellos, llenos del Espíritu Santo y de amor por Jesús, se lanzaron hasta los “últimos confines” del mundo para ser testigos de la muerte y resurrección del Señor. Los historiadores se asombran de que en menos del medio siglo, el imperio romano ya había sido impactado por el cristianismo. Los primeros cristianos, para poder vivir como seguidores de Jesús, tenían que exponer su propia vida; debían trabajar en la clandestinidad; se les marginaba en la sociedad pagana. Todo esto los llevaba a vivir un cristianismo por convicción –de corazón–, de profundas raíces. No sabían mucha teología, pero conocían lo “esencial” del mensaje de Jesús, amaban con toda el alma al Señor, y, por eso, como Pedro, podían decir: “Señor, ¿a quién iremos?: sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Llega más tarde, en el siglo IV, la conversión del Emperador Constantino. El cristianismo se introduce como “religión oficial”. Se abarata el producto: todo el mundo se llama cristiano. Nada cuesta nada. Es signo de prestigio. Favorece los privilegios. Comienza, así, una historia de “mediocridad cristiana”. ¡Y pensar que todavía nos encontramos en esa triste realidad! Llamarse cristianos, ahora, no conlleva ningún peligro. Nadie nos persigue. Esta situación favorece un cristianismo “ambiental”, “cultural”. Nos llamamos tranquilamente cristianos desde nuestro nacimiento. Pero, la realidad es que el cristianismo auténtico no es de “masas”, sino de un “resto”, de una minoría que ha optado por seguir a Jesús, por no dejarse arrastrar por los criterios que dominan en la sociedad que se llama cristiana, pero que vive un auténtico paganismo. Todos –o casi todos– nos llamamos cristianos; pero nuestra manera de divertirnos, nuestra economía consumista, nuestra política corrupta, nuestro existir en medio de la violencia, las insalvables fronteras entre el que tiene en abundancia y el que carece de lo indispensable, la infidelidad y las borracheras en el hogar, evidencian que somos cristianos “culturales”, pero no de corazón. No hay que dudarlo: se impone una “nueva evangelización”. Pero... ¡cuidado! Esa 8
  • 9. nueva evangelización no debe consistir en llenar de conceptos teológicos a los fieles. Hay que comenzar por primer grado para llegar luego a sexto grado y proseguir a la secundaria. El gran error que, a veces, se ha cometido es llenar la mente de los fieles de términos teológicos, sin antes buscar que se “conviertan”, que acepten de corazón el mensaje básico de Jesús. Se ha promovido a sexto grado a los fieles, sin que hayan pasado por el primer grado de su conversión, de su aceptación personal de Jesús. Cuando Jesús inició su evangelización, comenzó diciendo: “CONVIERTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO” (Mc 1, 15). Son las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de San Marcos. De aquí hay que arrancar. Nada de pretender CATEQUIZAR –ampliar conceptos evangélicos– a los que ni siquiera se han convertido. Una nueva evangelización debe comenzar por seguir el método de Jesús; debemos insistir, remachar, hasta la saciedad, que no se puede vivir el Evangelio, si antes no ha habido una sincera “conversión”. Lo primero que Jesús indicó a Nicodemo fue que “debía volver a nacer”. Nicodemo ya había recibido sólidos cursos de teología y Escritura; era un “maestro en Israel”. Jesús le hizo ver que toda esa estructura estaba sobre arena. Tenía que comenzar por “nacer de nuevo”. Y eso solamente lo podría lograr por medio del Espíritu Santo (cfr. Jn 3, 1-15). Pienso que hay muchos Nicodemos en nuestra Iglesia. Desde niños han venido “acaparando” conocimientos evangélicos; pero nunca los han digerido, porque les falta la base indispensable: una sincera conversión. Es lo que muchos libros de teología y catequesis parecen haber olvidado. No se puede pretender vivir el Evangelio, si antes, no hay un “nuevo nacimiento”. “No puede haber” nueva evangelización, si antes no se provoca ese nuevo nacimiento por medio de una “segunda conversión” en la edad adulta. Este es el tema de mi libro. Por eso se titula: CONVIERTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO. Machaconamente, insisto en lo esencial del KERIGMA –el mensaje básico de Jesús–. Una y otra vez, vuelvo sobre el mismo tema: hay que convertirse para poder vivir el Evangelio; sin el poder del Espíritu Santo, no se puede lograr esta “segunda conversión”. Ruego al Señor que los Nicodemos que se acerquen a este libro, sean tocados por su Palabra; que se hunda en sus corazones como espada de doble filo, para que dejen de buscar a Jesús sólo de noche y salgan a dar la cara a la luz del sol, sin tener miedo de estar junto a la cruz del Señor. Cuando estos Nicodemos miedosos, acepten que deben “nacer de nuevo”, ya habrá comenzando la “nueva evangelización”, que es de vital importancia para nuestra Iglesia. 9
  • 10. P. Hugo Estrada s.d.b. En la conmemoración de los 500 años de la evangelización en Latinoamérica. 10
  • 11. 1. QUÉ SIGNIFICA SER CRISTIANO Una inmensa mayoría nos llamamos, pacíficamente, cristianos. Desde niños nos llevaron a bautizar, y, desde entonces, gozamos del nombre de cristianos. Pero, llamarse cristiano, no es lo mismo que “ser cristiano”. Para “ser cristiano” no basta saber que Jesús es Hijo de Dios, que murió en la cruz para salvarnos, y que resucitó al tercer día. Ser cristiano es mucho más que un “conocimiento” acerca de Jesús. Ser cristiano no consiste en ser “admirador” de Jesús, sino en vivir el Evangelio de Jesús. Aquí está la cuestión. Llamarse cristiano es facilísimo en nuestra sociedad; vivir como cristiano es dificilísimo en nuestra sociedad y en cualquier otro lugar. La noche en que el gran maestro de la religión, Nicodemo, llegó a visitar a Jesús, sin saberlo buscaba que Jesús le indicara en qué consistía “ser cristiano”. El Señor comenzó por aclararle que tenía que comenzar por “nacer de nuevo”. Por convertirse. Cuando Pablo quedó vencido en el camino hacia Damasco, terminó por preguntarle a Jesús: “Señor, ¿qué quieres que haga?” El Señor lo envió a un servidor llamado Ananías para que lo evangelizara. Pablo con toda su teología, para “ser cristiano”, tuvo que comenzar de nuevo. Más tarde, cuando su carcelero le pregunte a Pablo: “¿Qué debo hacer para salvarme?”, Pablo le contestará: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu familia” (Hch 16, 31). Un joven rico se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer para salvarse. Propiamente le estaba preguntando a Jesús qué debía hacer para “ser cristiano”. Al joven no le gustó la respuesta del Señor que exigía dejarlo todo y seguirlo a él. Aquel joven se retiró “triste”. En la actualidad, muchos se llaman cristianos, pero no se manifiesta en ellos el gozo de ser cristianos. Porque quieren ser cristianos “a su manera” y no a la manera de Jesús. Para Jesús “ser cristianos” equivalía a someterse a sus exigencias; a declararlo el Señor de la propia vida. Muchos, llamados cristianos, nunca han llegado a hacer esta opción por Jesús. Nunca se han atrevido a preguntarle, como Pablo: “¿Qué quieres que haga?” Tienen temor que el Señor les indique algo que no les guste, que no se acomode a sus intereses poco espirituales. Para ser seguidores del Señor hay que darle un “sí” rotundo, incondicional. El Señor a todo el que quiere ser su discípulo le exige que obedezca su Palabra –su Evangelio– en su totalidad. Que se identifique con su causa. Que deje cualquier cosa que le impida hacer su voluntad. Cuando el Señor invitó a seguirlo, a los hermanos Simón y Andrés, ellos tuvieron que dejar su negocio de pescadores. Mateo tuvo que dejar las monedas de su tramposo oficio, y se fue con Jesús. No se puede “ser cristiano” y, al mismo tiempo, 11
  • 12. estar atado a unas redes mundanas, a una mesa de iniquidad. Hay que dejar algo En el Evangelio de San Marcos, cuando Jesús inicia su misión evangelizadora, comienza diciendo: “El reino de Dios ha llegado: arrepiéntanse y conviértanse” (Mc 1, 15). Muy concreto y muy comprometedor. No se puede pertenecer al reino de Jesús, mientras no haya conversión; mientras el pecado sea una cadena que nos impida seguir al Señor a cualquier lugar. Muchos, llamados cristianos, nunca se han “arrepentido” en todo el sentido de la palabra. Se han impresionado por algún pecado que les ha traído serios problemas, pero no han cortado de tajo la raíz y la circunstancia que los llevan al pecado. En el fondo de su subconsciencia nunca le han dicho un “no” rotundo al pecado. Es decir, no se han arrepentido del todo. De allí esa doble vida de misas y pecado; de prácticas religiosas y de vivir cayendo, repetidamente, en pecado grave. Al que quiere llamarse cristiano, Jesús le dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame”. “Negarse” a sí mismo no es anular nuestra personalidad, sino decirle sí en todo a Jesús y decirle no a todo aquello de nosotros que nos inclina al mal, a lo pecaminoso. “Tomar la cruz” para Jesús, significa aceptar las responsabilidades y compromisos de vivir el Evangelio. San Pablo decía: “Estoy crucificado juntamente con Cristo” (Ga 2, 20). Había tomado –voluntariamente– su cruz. Las exigencias del Evangelio. A todo esto Jesús le llamaba “perder la vida”. Ante el mundo es un “perdedor” el que pone la otra mejilla cuando lo golpean. Para Jesús eso es “ganar la Vida”. El que pone la otra mejilla, pierde su vida, pero gana su ingreso en el reino. Perder la vida, es atreverse a ser considerado como un “perdedor” por el mundo, al no seguir sus criterios. Eso es ganar para Jesús. Cuando se le coloca a él en primer lugar en las propias decisiones, en el hogar, en el manejo del dinero, en las diversiones, en las conversaciones. Además, Jesús exige a sus seguidores que no se avergüencen de él. Significa que deben sentirse orgullosos de “ser cristianos”. Jesús decía: “Si alguno se avergüenza de mí y de mi Evangelio delante de esta gente infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre y con los santos ángeles” (Mc 8, 38). Pablo lo expresó en otra forma; dijo: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación” (Rm 10, 10). Ser cristiano conlleva el transpirar el gozo de ser seguidor que Jesús, de vivir según su Evangelio. Dar testimonio de que es el “camino” que nos 12
  • 13. lleva a la salvación. Que nos da gozo. Ser cristiano implica buscar que los demás también se encuentren con ese Jesús que es una respuesta para nuestras inquietudes humanas; por eso lo confesamos con la mente y con el corazón. Opción personal Un inmensa mayoría de “cristianos”, desde niños, conocen el Credo de nuestra Iglesia, aceptan intelectualmente la divinidad de Jesús, su muerte expiatoria y su resurrección; pero, es posible que nunca se hayan atrevido a hacer una opción personal, una decisión consciente de seguir a Jesús como él ordena. Es posible que nunca lo hayan declarado el Señor de su vida. Por eso, el cristianismo de tipo “cultural”, ambiental, en donde casi todos se llaman cristianos, pero no se atreven a vivir como cristianos. Se piensa que se puede tener una candela para Dios y otra para el mundo. Por eso muchos no tienen el gozo de ser cristianos porque son como el joven rico que quería servir a Dios “a su manera” y no como Jesús le indicaba. Me llamó mucho la atención el testimonio de un médico. Contó que había tenido un sueño en el que le pareció oír una voz que decía: “Lee La Odisea”. Recordó sus tiempos de bachillerato cuando había leído “La Ilíada y La Odisea”. ¿Por qué se le pedía que leyera la Odisea? Consultó a un sabio sacerdote; él lo invitó a leer, en el Apocalipsis, la carta que Jesús envía a los de Laodicea. Se encontró con este mensaje: “Yo sé todo lo que haces. Sé que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Tú dices que eres rico, que te ha ido muy bien y que no hace falta nada; no te das cuenta que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego, y desnudo. Por eso te aconsejo que de mí compres oro refinado al fuego, para que seas realmente rico: y que de mí compres ropa blanca para vestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y una medicina para que te la pongas en los ojos y veas. Yo reprendo y corrijo a todos los que amo. Por lo tanto sé fervoroso y vuélvete a Dios. Mira, yo estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 15-20). Aquel doctor contaba que quedó pasmado. Allí estaba su retrato espiritual de cuerpo entero. Ese que allí se describía era él. A él, como médico, el Señor le recetaba una medicina. El doctor compartía que ese fue el principio de su conversión. Jesús ofrece su salvación gratis. Ofrece la salvación que nos consiguió en la cruz con su mente expiatoria. Pero Dios respeta la libertad que él mismo nos concedió. Sólo puede “tocar la puerta”. A nosotros, y sólo a nosotros, nos corresponde abrirle. Jesús quiere entrar para regalarnos la salvación. No puede hacerlo si que antes nosotros, voluntariamente, le permitamos entrar. Dios es todo poderoso, pero no puede abrir nuestra puerta. Sólo nosotros la podemos abrir. ¡Misterio tremendo el del poder de Dios y el de nuestra libertad! Esta es la opción personal que se requiere para comenzar a “ser 13
  • 14. cristianos”. Dejar entrar el Señor implica una revolución total en nuestra manera de pensar y actuar. Es lo que se llama la conversión, con la que se inicia el auténtico “ser cristiano”. ¿Cómo se abre la puerta? En primer lugar hay que comenzar por “oír los toques” a la puerta. Todo se inicia con un escuchar la voz de Dios que dice: “Si me abres, entraré y cenaré contigo”. San Pablo indicaba que “la fe viene como resultado de la predicación” (Rm 10, 17). Nuestro Dios se caracteriza por hablar siempre. Se nos mete por el oído. Dios nos habla por medio del dolor, de la enfermedad, de la frustración. Su palabra es “espada de doble filo” que se introduce en las profundidades de nuestro engañador corazón. Esencialmente lo que Jesús nos dice siempre es que desea ingresar en nuestra vida y regalarnos su salvación. Que le abramos la puerta. Abrir la puerta es el símbolo de nuestra “opción personal” de aceptar a Jesús con Evangelio total. Nadie puede abrir la puerta de mi corazón en lugar mío. Ni mis padres, ni un sacerdote. Es algo muy personal. Dios me concede la gracia que yo abra la puerta; pero yo puedo resistir la voz de Dios. Puedo endurecer mi oído, mi corazón. Puedo dejar a Dios fuera de mi vida. San Agustín decía: “Temo al Señor que pasa”. Quería dar a entender que hoy pasa Jesús. No sé si mañana volverá a tocar a mi puerta. Muchos dijeron: “Mañana me convertiré”. Pero ese mañana nunca llegó para ellos. No somos dueños del mañana; para nosotros sólo existe el “hoy” de la Gracia. En el instante mismo que le abrimos la puerta a Jesús, él entra y nos regala su salvación: perdona nuestros pecados y nos “justifica”, es decir, nos pone en buena relación con Dios. Zaqueo era un malvado; pero el día que se decidió a abrir la puerta de su casa a Jesús, oyó la Palabra de Jesús que le tocó el corazón. Pidió perdón y prometió cambio de vida. En ese momento mismo Jesús le dijo: “HOY ha entrado la salvación a tu casa” (Lc 19, 9). Abrir la puerta a Jesús quiere decir entregarle todas las llaves de la casa. Declararlo el Señor de nuestra vida. Aceptar que debemos cambiar nuestra manera de pensar y de ser. Es muy posible que muchos de los llamados cristianos tengan todavía al Señor en la calle: que no se hayan atrevido a dejar entrar al Señor en su casa. Tienen miedo de verse obligados a entregarle todas las llaves de su casa. Se quieren reservar algunas. Muchos ya abrieron la puerta; se llaman cristianos, pero, en realidad, Jesús no ha podido entregar su salvación porque muchas puertas de la casa permanecen todavía con candado. Este es el caso del cristiano “de nombre”. Dice que ya le abrió su puerta a Jesús, pero el Señor es 14
  • 15. un simple huésped en su casa, y no el Señor de la casa. Las responsabilidades El que deja que Jesús entre en su casa tiene que estar preparado para las exigencias de Jesús. El Señor nunca deja a nadie sin compromisos de cumplir. Dejar entrar al Señor en nuestra vida implica que comenzamos a tener responsabilidades con Dios, con la comunidad, con el mundo. Jesús, un día dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). El seguidor de Jesús debe estar pendiente de la voz de Dios. De su voluntad. Sólo se puede conocer la voluntad de Dios, si se es persona de oración. Si a diario se busca una comunión espiritual con Dios Padre. De otra suerte, nunca se podrá conocer cuál es la voluntad de Dios. Lo esencial de la religión de Jesús no consiste en prácticas piadosas, sino en hacer la voluntad del Padre. Tenemos también un compromiso con nuestra Iglesia. Jesús expresamente se refirió a “su Iglesia”. La dejó para que en comunidad experimentáramos su presencia y nos ayudáramos unos a otros. Ser iglesia no consiste únicamente en ir el domingo al templo. Ser iglesia es ser comunidad de oración, de comunión, de testimonio. El que sólo va a misa el domingo, no está cumpliendo con la exigencia de Jesús de vivir en Iglesia, como los primeros cristianos que se congregaban para orar, recibir la enseñanza de los apóstoles, para celebrar la Eucaristía (“partir el pan”), para conocerse y amarse (cfr. Hch 2, 42). Algo más. Vivir en Iglesia es proyectarse hacia el mundo. Ser cristiano no consiste en convertirse en una isla de religiosidad. Jesús decía que sus discípulos debían ser “sal de la tierra y luz del mundo”. En tiempo de Jesús la sal servía para preservar los alimentos de la putrefacción. El cristiano impide la corrupción en el mundo. El cristiano brilla a donde va. Impide que las tinieblas del mal sigan avanzando. El que no se proyecta en el mundo en que vive, no es cristiano. Lastimosamente abundan los cristianos “de armario”. Sólo son cristianos dentro de su casa o en la Iglesia. Fuera de esos ambiente nadie puede percibir su “olor a Cristo”, su luz siempre encendida. La gran pregunta Ahora, la gran pregunta, a nivel personal, que nunca puede faltar: ¿Le he abierto yo mi puerta a Jesús? Si esa puerta se ha abierto debe notarse que Jesús es Señor de nuestra vida, de nuestras conversaciones, de nuestros negocios, de nuestros proyectos. ¡Qué 15
  • 16. difícil es poder asegurar que uno, de veras, es cristiano! ¡Qué fácil es lucir en la solapa o en la blusa la etiqueta de cristiano, pero sin serlo de corazón! Con nuestras solas fuerzas no podemos “ser cristianos”; pero Jesús no nos dejó desamparados. Nos entregó su Espíritu Santo. El nos “recuerda” el Evangelio, lo que Jesús exige, y nos va ayudando a definirnos cada día más como verdaderos cristianos. No permite que nos llamemos simplemente cristianos, sino que nos empuja fuertemente para que “vivamos como cristianos”. Había un soldado miedoso que a la hora del combate se ponía a temblar y salía huyendo. Ese soldado se llamaba Alejandro. El gran líder Alejandro Magno mandó a llamar al soldado miedoso y le dijo: “O dejas de ser cobarde o te cambias de nombre”. A cada uno de nosotros Jesús nos dice lo mismo: “O vives como cristiano o te cambias de nombre”. 16
  • 17. 2. DIOS TIENE UN PLAN DE AMOR PARA NOSOTROS Al platicar con mucha gente, he detectado que muchos tienen una idea deformada acerca de Dios. Seguramente se debe a una educación religiosa mal enfocada; a una mala presentación de Dios. Muchos, a Dios lo tienen como Alguien lejano, duro, vengativo. La revista católica de España, “Vida Nueva”, llevó a cabo una encuesta acerca de la imagen de Dios que tienen los españoles. El resultado no fue nada halagador. La mayoría de los españoles tienen una imagen “poco cristiana” de Dios. No es nada raro, entonces, que muchas personas tengan que revisar qué imagen tiene a cerca de Dios. Muchos tendrán que purificar más esa imagen deformada, a la luz de la Biblia. Ningún hombre podría nunca decirnos con toda precisión cómo es Dios. Es Dios mismo el que se encarga de eso. Nosotros creemos en una religión “revelada”; partimos de que Dios nos ha hablado y nos continúa hablando. La Carta a los Hebreos dice: “En tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de los profetas. Ahora en los tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo, mediante el cual creó los mundos y al cual ha hecho heredero de todas las cosas” (Hb 1, 1-2). A través de los siglos, Dios se ha venido comunicando con los hombres; es un Dios “platicador”; en sus diálogos nos ha ido revelando cómo es él y qué quiere de nosotros. Si queremos saber quién es Dios debemos acudir a la Biblia en donde se han venido compendiando los diálogos de Dios con los hombres. Entre más bases bíblicas tenga nuestra relación con Dios, obtendremos una imagen más nítida de Dios, de su manera de ser y de actuar. En el Antiguo Testamento El Antiguo Testamento hace resaltar a Dios que con amor entrega un mundo “bien hecho” a sus hijos los hombres, y los bendice. Cuando el hombre escoge el camino del orgullo; cuando quiere ser como Dios, siente que su conciencia le revienta, y se va a esconder por miedo a Dios. El Señor va a buscar al hombre. En lugar de castigarlo, al ver que está desnudo, le pone unas pieles sobre los hombros y les da una nueva oportunidad de recobrar el paraíso. Todo esto lo expone el Génesis con riqueza de símbolos que encierran un mensaje enternecedor. En el libro de los Mayas, el POPOL VUH, los dioses, cuando los hombres “de barro” y “de madera” no los alaban, terminan por aniquilarlos. No les conceden una nueva oportunidad. ¡El Dios de la Biblia, perdona y promete un “Salvador”! Esta es la primera 17
  • 18. y conmovedora estampa bíblica en que Dios se proyecta como un Dios “lento a la cólera y rico en misericordia”. Más tarde, por medio de sus enviados, los PROFETAS, el Señor, se presenta por medio de ricas imágenes. Se exhibe como un padre que estrecha contra sus mejillas a su querido pueblo; dice el Señor: “Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño” (Os 2, 1). También, por medio de Jeremías nos dice: “¿Eres mi hijo Efraín? ¿Es el niño de mis delicias? Siempre que lo reprendo, me acuerdo de ellos y me conmueven las entrañas, y cedo a la compasión” (Jr 31, 20). El Papa Juan Pablo I, un día, afirmó que Dios era madre: a muchos les chocó; criticaron la expresión del Papa. Ciertamente desconocían que la Biblia también presenta a Dios como una madre. Dice el Señor, refiriéndose a su amor al pueblo escogido: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?” (Is 49, 15). También dice: “Como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo” (Is 66, 15). La Biblia hasta llega a representar a Dios como un esposo celoso que quiere “seducir” a su esposa –su pueblo–, llevarla al desierto y amarla. Todos estos símbolos sirvieron de base para la revelación total acerca de Dios que nos vino por medio de Jesús. La revelación de Jesús A los autores del Nuevo Testamento les impresionó que Jesús cuando rezaba, se dirigía a Dios llamándole ABBA; por eso ellos quisieron conservar esta palabra aramea – idioma de Jesús– en medio del texto griego del Nuevo Testamento. Esta fue la gran revelación de Jesús. Dios es un PADRE bondadoso. A él se dirigía Jesús y, en su idioma, lo llamaba Abba, que significa papacito. Así quería Jesús que sus discípulos lo hicieran, al rezar; por eso les decía: “Cuando recen digan: “Padre Nuestro”. Jesús afirmaba que no debíamos estar “preocupados”, excesivamente, porque Dios era Padre y así como pensaba en alimentar a las aves del cielo y en vestir los lirios del campo, mejor que Salomón, con mucha mayor razón nos tenía presentes a nosotros sus hijos predilectos. Decía Jesús: “No se preocupen, preguntándose ¿Qué vamos a comer? o ¿Con qué vamos a vestirnos? Todas estas cosas son las que preocupan a los paganos, pero ustedes tienen un Padre Celestial que ya sabe que las necesitan. Por lo tanto, pongan toda su atención en el reino de Dios y hacer lo que Dios exige, y recibirán también todas estas cosas” (Mt 6, 31-33). Este es el Dios proveniente, que Jesús mostró. 18
  • 19. Cuando el Señor quiso pintar la figura de Dios misericordioso y comprensivo, habló de “un buen pastor” que va a buscar, bajo la noche oscura, a la oveja caprichosa que se ha perdido. Cuando la encuentra, no la reprocha; la pone sobre sus hombros y la lleva al redil, con el corazón que le revienta de gozo (cfr. Lc 15, 4-6). También Jesús presentó a Dios como un padre perdonador que, cuando vuelve su hijo rebelde, que se ha malgastado su herencia, le echa los brazos encima, no termina de besarlo, y luego le prepara una fiesta. El hijo arrepentido insistía en que su padre lo tratara como a “un esclavo”; el padre no le permitió seguir hablando; lo introdujo casi a empujones en su casa para que se sintiera todo un hijo. (cfr. Lc 15, 11-32). Esta revelación, que Jesús hizo acerca de Dios, no corresponde, ciertamente, a la imagen deformada que muchos tienen acerca de Dios. La Imagen Visible Pablo nos da una pauta más para conocer mejor quién es Dios. Dice Pablo que Jesús es “la imagen visible del Dios que no vemos” (Col 1, 15). Si queremos, entonces, saber cómo nos ama Dios, basta que veamos cómo ama Jesús. No es raro que nosotros digamos que amamos a una persona, pero sin darnos cuenta de que nuestro llamado amor es un “egoísmo” disimulado. Nos amamos en la otra persona: amamos lo que nos conviene de ella, pero, propiamente, no amamos a la persona misma. Jesús va en busca del necesitado, del afligido. No busca recompensa. Busca a los pobres que no le pueden retribuir con nada su favor. La viuda de Naím, que iba a enterrar a su único hijo, no le pidió nada a Jesús. Fue el mismo Señor el que tomó la iniciativa de parar el entierro y resucitar al joven difunto. El enfermo de la piscina de Betesda, que llevaba 38 años buscando curación, no pidió tampoco nada a Jesús. El Señor se le acercó y le preguntó si quería curarse. El amor de Jesús es un amor sin egoísmo. Se da. Se entrega sin esperar nada a cambio. Jesús no amó de lejos a las personas. Comenzó por “encarnarse”, por venir a vivir entre nosotros. El se acerca a las personas y las comprende. Ve lo profundo de su corazón. Todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio; Jesús se vale de un truco ingenioso para salvarla. Los apóstoles se muestran, con frecuencia impermeables a sus enseñanzas; le estorban en su obra evangelizadora con sus criterios mundanos. Ciertamente no eran personas refinadas, cultas. Jesús los acepta así como son. Con paciencia los va puliendo en su manera de ser humana y espiritual. Nadie se acercó a Jesús y se retiró sin recibir algo para su vida. En el Huerto de los Olivos, Jesús suda sangre; como humano no logra aceptar el cáliz 19
  • 20. que le presenta Dios. Después de varias horas de rezar, logra decir: “Que se haga tu voluntad”. Acepta la cruz. Acepta morir en forma afrentosa y terrible para salvar a los hombres. Su amor es un amor de sacrificio. Da su vida. El mismo había dicho: “Nadie tiene más amor que el amigo que da su vida por el amigo”. Pero aquí aparece una variante: Jesús no muere por sus buenos amigos. Muere por enemigos, por pecadores. A muchos les ha extrañado que Jesús, en la Ultima Cena, le dijera a Pedro que lo negaría antes de que cantara el gallo. ¿Por qué mencionó Jesús al gallo? Quiso darle a Pedro un signo de tipo auditivo. Cuando Pedro escuchó el canto del gallo, se acordó que Jesús ya se los había predicho; Jesús ya lo había perdonado antes de que él lo negara. Esto ayudó a Pedro a no desesperarse. De otra suerte, tal vez, hubiera terminado como Judas. El Evangelio describe muy bien el momento en que el Señor, mientras lo llevan prisionero, de un lado a otro, busca con la mirada a Pedro. En la mirada del Señor Pedro experimentó todo el amor del Padre del hijo pródigo. Eso le hizo derramar todas las lágrimas de arrepentimiento que tenía en lo más profundo de su ser. Jesús murió perdonando a los enemigos que lo clavaron en la cruz, que lo insultaban y se burlaban de él. El amor de Jesús fue un amor de perdón sin límites para todos. “Me glorío en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo”, decía San Pablo. La cruz indica todo el amor de Jesús. Todo el amor de Dios cuando vemos la cruz, no podemos sino repetir las mismas palabras de Jesús, que resumen toda la Biblia: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para que todo el que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Cuando vamos comprobando, en cada página del Evangelio, cómo ama Jesús, nos vamos dando cuenta, al mismo tiempo, de cómo nos ama Dios. Por medio de Jesús, Dios nos manifiesta su amor. Por medio de Jesús nos enseña cuál es el sentido del verdadero amor. Nuestra experiencia Una señora me expresaba que cuando pensaba en Jesús lo miraba rodeado de personas; ella se veía fuera de ese círculo de los que hacían corona al Señor. Procuramos indagar el motivo de ese alejamiento que ella sentía con respecto a Jesús. Buscamos en su pasado. Nos encontramos con que esta señora había sido abandonada por su papá cuando era niñita. No tenía experiencia de lo que era un padre. Al pensar en Jesús, le resultaba difícil identificarlo con un padre; no sabía qué era el amor paterno. Me he encontrado con muchas personas que tienen el mismo problema. Afortunadamente, Jesús proveyó para nosotros el Espíritu Santo por medio del cual nos hace encontrarnos con 20
  • 21. Dios como un Papá. Dice la Carta a los Romanos: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios, pues ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud que los lleve otra vez a tener miedo, sino el Espíritu que los hace hijos de Dios. Por este Espíritu nos dirigimos a Dios diciendo: Padre mío” (Rm 8, 14-15). El Espíritu Santo es el espíritu de Jesús dentro de nosotros que nos hace encontrarnos con un Dios padre, sin temor, con confianza. Los indígenas mayas ofrecían incienso a los espíritus buenos y a los espíritus malos. A los buenos, para obtener favores. A los malos, para que no les causaran ningún mal. Una religión de miedo. Abundan las personas que viven una religión de temor. No aman a Dios. Cumplen sus preceptos para que no les suceda nada malo. No se han encontrado todavía con Dios Papá. El hijo pródigo de la parábola, tercamente, insistía en que su padre lo tratara como a un “esclavo”; rehusaba entrar en la fiesta que su padre le ofrecía. Son muchos los que no logran aceptar el perdón de Dios. Quieren que los trate como a esclavos; no conciben que Dios les pueda ofrecer una fiesta de perdón. San Pablo escribió “Dios me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20). Pablo no quiso ver a Dios como algo lejano, histórico. Lo encontró cercano a él. Pablo no pensó en un Jesús abstracto. Jesús se había entregado por él. Pablo personalizó el amor de Dios. El profeta Jeremías tuvo la misma experiencia. Escuchó que Dios le decía: “Antes de darte la vida, ya te había escogido; antes de que nacieras, ya te había yo apartado; te había destinado a ser profeta de las naciones” (Jr 1, 4). Esta debe ser la experiencia de cada uno. Nosotros no hemos llegado al mundo como resultado del azar, del caso. Dios nos envió con un proyecto de amor para realizarnos en este mundo y para perpetuar nuestro gozo en la eternidad. Dios no jugó con nosotros a los dados. Dios conocía nuestro nombre antes de que existiéramos. El salmista expresó algo muy profundo cuando escribió: “No te fue oculto el desarrollo de mi cuerpo mientras yo era formado en lo secreto, mientras era formado en lo más profundo de la tierra. Tus ojos vieron mi cuerpo en formación: Todo eso estaba escrito en tu libro. Habías señalado los días de mi vida cuando aún no existía ninguno de ellos” (Sal 139, 13-16). Si de veras, tenemos experiencia del amor de Dios, como San Juan, deberíamos poder decir: “Hemos reconocido y creído en el amor de Dios hacia nosotros” (1 Jn 2, 16). El amor de Dios debe ser “reconocido”, es decir, descubierto a través de toda esa experiencia del amor de Dios en la vida de cada uno. El libro del Génesis nos habla de la creación del hombre. Lo que describe el Génesis con respecto a la creación del hombre, debe ser mi propia experiencia de Dios. Yo he sido “creado a imagen y semejanza de Dios”. Yo tengo algo de Dios en mí. Por medio 21
  • 22. del Espíritu Santo, yo soy “templo de Dios” (1 Co 3, 16). Como Dios entregó un proyecto de amor a los primeros seres humanos, así también, al enviarme a mí al mundo, puso en mis manos “su” proyecto de amor. Si soy fiel a ese proyecto puedo ser feliz. Yo no puedo decir que conozco el amor de Dios, hasta que, como Pablo, también pueda decir de corazón: “Dios ME amó y se entregó por mí”. Un paso más Una de las confesiones más bellas acerca de la propia experiencia del amor de Dios, aparece en San Pablo; el Apóstol nos dice con toda seguridad: “Estoy convencido de que nada podrá separarnos del amor de Dios: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes, y fuerzas espirituales, ni lo presente , ni lo futuro, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra de las cosas creadas por Dios. ¡Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor!” (Rm 8, 38-39). Pablo había vivido experiencias muy traumáticas: cárceles, juzgados, contradicciones, persecución, malos entendidos, naufragios, azotes. Nunca Pablo se sintió olvidado de Dios. En todo veía la mano de Dios que lo seguía amando y que tenía un proyecto de amor para él. Por eso dijo: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). El mismo Pablo, confiado en el amor de Dios, decía: “Si el Señor está con nosotros ¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31). Algo parecido experimentó el salmista, cuando descubrió el amor de Dios, y escribió: “El Señor es nuestro refugio y fortaleza, ¿a quién temer? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 27). El que se siente amado por Dios, no le teme a hechizos, ni tragedias, ni infortunios. Sabe que nada podrá apartarnos del amor de Dios. Ni siquiera el mismo pecado; el hijo pródigo se puede alejar de la casa, pero el padre no le echará candado, en ningún momento, al portón para que su hijo lo encuentre siempre abierto las 24 horas del día. Esto lo había revelado claramente el Señor por medio del profeta, cuando escribió: “Aunque tu padre o tu madre te abandone, yo jamás te abandonaré”. El conocimiento de Dios, del auténtico Dios de la Biblia, nos debe llevar a eso: a una seguridad plena en Dios Padre que nos ama: ¡Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios! No sólo de oídas 22
  • 23. Job conocía a Dios “de oídas”; así lo confesó el mismo. Pero ese Dios “intelectual”, del que otros le habían hablado –”de oídas”– no le fue suficiente a Job cuando la tragedia lo atenazó. Job comenzó a tambalearse; reclamó, intentó llevar a Dios al banquillo de los acusados. Hasta que el mismo Dios lo interpeló y le preguntó que dónde estaba él cuando creaba montes y ríos, cielos y tierra. Job cayó en la cuenta de que había cometido un error garrafal: ¿Quién era él para pedirle cuentas al Dios sabio y Todopoderoso? Job hundió su frente en el polvo; pidió perdón. En ese momento empezó a experimentar lo que era el amor de Dios, y exclamó: Hasta ahora solo de oídas te conocía, pero ahora te veo con mis propios ojos (Jb 42, 5). En nuestra vida debe existir un momento en el que nos sintamos interpelados por Dios mismo acerca de la imagen que tenemos de él; seguramente hay mucho que debe ser purificado de esa imagen, tal vez deformada, de Dios que nos entregó la sociedad, o una educación religiosa mal orientada. Sólo Dios nos puede decir cómo es él y cómo actúa. Por eso no hay cómo acudir a Jesús mismo, la palabra de Dios, para que nos diga cómo es Dios. Cómo actúa. Cómo nos ama. Es muy posible que, como Job, sólo de oídas conozcamos a Dios. Pero el amor de Dios debe experimentarse, debe vivirse hasta poder decir con San Juan: “Hemos reconocido y creído en el amor de Dios hacia nosotros” (1 Jn 2, 16). O exclamar con gozo como Pablo: Nadie podrá apartarnos del amor de Dios. 23
  • 24. 3. EL PECADO ECHA A PERDER EL PLAN DE DIOS El hombre moderno está por el temor a la guerra química, por el sida, por el cáncer, por la contaminación ambiental. Pero se muestra totalmente despreocupado por el más devastador de todos los males: el pecado. Casi se podría decir que no le interesa; procura adormecer su conciencia para que no le reproche por su dulce pecado en el que quiere permanecer. La Biblia, más que definiciones teológicas acerca del pecado, presenta estampas en las que se exhiben, a todo color, las consecuencias fatídicas del pecado. Es el mejor método para mostrar lo terrible que es el pecado en la vida de todo ser humano. Acarrea muerte En el Génesis, de entrada, nos encontramos con la advertencia que Dios hace a sus hijos a quienes acaba de entregarles el mundo, “que estaba muy bien hecho”. El Señor les indica que pueden comer de todos los frutos menos de los del árbol de la ciencia del bien y del mal. Este misterioso árbol era el símbolo del pecado. “Si comen, morirán”, fue la advertencia del Señor. No era ninguna amenaza; era casi una súplica, el ruego del padre que quería evitarles a sus hijos el sufrimiento. Los primeros seres humanos desconfiaron de Dios, quisieron ser como él. Comieron del fruto. En ese preciso momento les llegó la muerte; no tanto la muerte física como la espiritual: murió su gozo, su serenidad, su bendición. Cuando se dieron cuenta estaban escondidos huyendo de Dios. El libro de los indígenas mayas, el “Popol Vuh”, describe, fabulosamente, la rebelión de la naturaleza contra los hombres de madera, que no alababan a los dioses. Se les revelaron sus comales y sus ollas; los perros comenzaron a ladrarles; los árboles los lanzaban al espacio; los techos de sus casas, como catapultas, los hacían volar por los aires. Toda la naturaleza se había revelado. Con el pecado ingresó la zozobra, la guerra, la tensión. En teología llamamos pecado “mortal” a una falta grave. El que la comete está es “estado de muerte” delante de Dios. Es como un cadáver ambulante. El Profeta Isaías decía: “Las iniquidades de ustedes han abierto un abismo entre ustedes y su Dios. Sus pecados le han hecho volver el rostro para no escucharlos” (Is 59, 2). De gran hondura la imagen de Isaías: por el pecado, un abismo nos separa de Dios. El Señor como que 24
  • 25. voltea su rostro para no escucharnos. De esta manera el Profeta quería acentuar la triste condición del pecador. Dice la Carta a los Romanos: “Todos son pecadores y les falta la presencia de Dios” (Rm 3, 23). La presencia de Dios es lo mismo que “su rostro”, su cercanía, su bendición. Los primeros seres humanos, al pecar, se dan cuenta que están totalmente alejados de Dios, se descubren “desnudos”; se sienten totalmente desamparados. Esa es la muerte que causa el pecado: mata nuestro gozo, nuestra paz, nuestra bendición. Fuera del camino “Todos andábamos como ovejas descarriadas, cada cual seguía su PROPIO CAMINO” (Is 53, 6). Pecar es dejar el camino de Dios para escoger el propio camino. Caín va corriendo a toda velocidad; Dios procura detenerlo, y le pregunta: “Caín, ¿Dónde está tu hermano?” Caín no quiere dejar su prisa loca, y responde que él no es custodio de su hermano. Lo que Dios intentaba era detener un momento a Caín; quería ayudarlo a reflexionar acerca de su pecado; buscaba que se arrepintiera. Caín no quiso detenerse. Siguió corriendo velozmente. Había dejado el camino de Dios para ir por “su propio camino”. El profeta Isaías anota que “los caminos de Dios no son nuestros caminos”; que como dista el cielo de la tierra así dista el camino de Dios del nuestro (Is 55, 8). El camino de Dios es el correcto, el nuestro es el torcido. En el libro del Deuteronomio, con toda claridad, el Señor le dice a su pueblo que si cumplen los mandamientos, tendrán bendición; si no los cumplen habrá maldición en sus vidas (cfr. Dt 11, 26). Si vamos por el camino de Dios hay paz, gozo, serenidad. Si vamos por el nuestro, seremos zarandeados por las fuerzas del mal. Jesús aseguró: “Yo soy el camino, el que me sigue no anda en tinieblas” (Jn 8, 12). El camino de Jesús lleva a la Luz, a Dios. El camino nuestro lleva al padre de las tinieblas, a la confusión, al desconcierto, a la desarmonía. Una característica del pecador es que, como Caín, siempre va de prisa. Intenta huir de la voz de Dios que busca hacerlo recapacitar en su pecado. Bien decía el poeta guatemalteco Hernández de Cobos: “El olvido de Dios es preciso para huir del espanto”. El pecador pretende olvidar a Dios. No quiere que Dios lo “convenza”, que lo derrote. En alguna forma está fascinado por su pecado que lo tiene hipnotizado y le hace creer que es bueno lo malo. El pecador tiene su reloj acelerado y va por un camino que no es el de Dios. 25
  • 26. El pecado atrapa Cuando el Señor entregó sus mandamientos, le advirtió al pueblo que si fallaban, “el pecado los atraparía” (Nm 32, 23). En nuestra vida, o estamos controlados por el Espíritu Santo, o estamos dominados por el espíritu del mal. No hay término intermedio. David creyó que se podía dar el lujo de ver, pecaminosamente, a una mujer que se estaba bañando, sin que sucediera nada malo. Cuando David se dio cuenta, su mirada lo llevó al adulterio con Betzabé; luego pensó que el esposo de Betzabé le estorbaba. Procuró que mataran al esposo de su amante en la batalla; propiamente fue un asesinato disimulado. David quedó encadenado por su pecado que lo hizo ir dando tumbos hacia el mal. El pecado es como un resbaladero; una vez que nos colocamos en él, ya es casi imposible detenerse; seguimos cada vez más velocidad hacia abajo. El león, en la selva, asusta a todos con sus estruendosos rugidos. Pero una vez que ha caído en la trampa, lo llevan al circo, toda la gente se divierte con el león. Sansón era como el león: infundía pavor a todos por su fuerza inigualable, que Dios le había dado. Pero cuando Sansón se dejó enredar en el pecado, por una mala mujer, fue vencido por sus enemigos que le sacaron los ojos y lo tenían como un payaso para divertirse con él. Jesús dijo: “Todo aquel que comete pecado se hace esclavo del pecado” (Jn 8, 34). Esclavo es el individuo que ha perdido su libertad; está en manos de su amo que dispone de él a su antojo. Saúl era un joven lleno del Espíritu Santo; todos admiraban el don de profecía de Saúl; pero se dejó encadenar por su envidia; luego vino el odio: quiso matar a David. Más tarde, sin se sacerdote, se precipitó para ofrecer el sacrificio; va a consultar a una mujer espiritista. Saúl termina suicidándose. El pecado lo tenía totalmente encadenado. El hidrópico, obsesivamente, quiere beber más y más agua. Pero no logra calmar su sed, sigue bebiendo, se comienza a hinchar más y más hasta que revienta. El pecador es como un hidrópico, tiene obsesión por el licor, por el sexo, por la droga, por el odio. Como Saúl se está suicidando poco a poco. Es un muerto en vida, un cadáver ambulante. Sansón terminó amarrado a una rueda de molino dando vueltas y más vueltas. El pecado encadena, atrapa. Esclaviza. El remordimiento Dice el Eclesiástico: “Feliz el hombre que no pecó con sus palabras, ni está 26
  • 27. ATORMENTADO por el REMORDIMIENTO de sus pecados” (Eclo 14, 1). El poeta francés, Victor Hugo, tiene un poema que narra que después que Caín mata a su hermano, comienza a ver un ojo que lo persigue en todas partes. Huye a los montes y allí está el ojo. Va a las llanuras y allí está el ojo. Los hijos de Caín entonces le construyen una casa subterránea, y le aseguran que allí estará tranquilo, pero apenas baja Caín a aquella casa bajo tierra, dice: “Allí está el ojo”. El pecador es torturado por la voz de su conciencia, que, en último término, es la voz de Dios. Herodes había mandado a matar a Juan Bautista. Cuando apareció Jesús, se alarmó Herodes; creyó que era Juan Bautista que había resucitado. A Herodes lo estaba carcomiendo su pecado. El pecador insiste en frecuentar lugares ruidosos, fiestas, discotecas; bebe, procura atontarse; se carcajea con estruendo; pero en el fondo de su corazón continúa escuchando una voz insistente que no lo deja ser feliz. El pecador procura usar máscaras. Asegura que se encuentra bien; que todo está en su lugar; pero él sabe que está jugando a un “harakiri” fatal. Dijo Jesús: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ver a Dios aquí significa tener experiencia profunda de Dios, de su bondad, de su amor. Podría decirse lo contrario: “Infelices los de sucio corazón porque verán el mal”: verán de cerca el mal; serán zarandeados por las fuerzas malignas, experimentarán los ramalazos del dios de las tinieblas. En el Salmo 32, David expuso, crudamente, su vivencia de pecado. Escribió David: “Mientras no confesé mi pecado, mi CUERPO iba decayendo por mi gemir todo el día. De día y de noche tu MANO pesaba sobre mí; me sentía desfallecer como FLOR MARCHITA”. Los médicos hacen referencia a las enfermedades “sicosomáticas”, que tienen su origen en el alma. David anota que su “cuerpo” gemía: participaba de su turbación anímica. David afirma que experimentaba la mano de Dios, no como la de un padre que acaricia a su hijo, sino como la mano opresora del capataz. El pecador, como David, se siente como una “flor marchita” en medio del desierto. Lo contrario del retrato del hombre bienaventurado del que habla el Salmo 1, que es como un “árbol junto al río”: tiene siempre sus hojas verdes y da fruto en todas las épocas del año. El pecador es un hombre atormentado por sus remordimientos. Es alguien que corre en pos de la felicidad, pero por el camino equivocado. El dilema 27
  • 28. Una vez aprisionados por el pecado, es fácil que seamos como Caín; invadidos por la prisa; sin tener tiempo para hablar con Dios. Mientras el pecador siga corriendo, mientras no se hinque para pedir perdón, será un muerto en vida. David aceptó hincarse para pedir perdón, junto al profeta Natán, que le echaba en cara su pecado: “Misericordia, Señor, por tu inmensa compasión borra mi culpa”, dijo David. En ese momento se rompieron sus cadenas y cesaron los remordimientos que lo torturaban. Cuando alguien reconoce ante Dios su pecado y se confiesa, hay un nuevo Lázaro que sale de su tumba: hay una nueva creatura en Cristo. De hombre de conflictos y turbaciones, pasa a ser hombre de la paz, del gozo, de la bendición. De persona esclavizada por el pecado, se torna en hijo de Dios, con la libertad que da el Espíritu Santo. De oveja descarriada, que anda por abismos peligrosos, se convierte en oveja sobre los hombres del buen pastor, que la regresa al caliente aprisco. De Jonás angustiado en el oscuro vientre del cetáceo, pasa a ser Jonás vomitado en la playa llena de luz de bonanza. Cuando Jesús comenzó su evangelización, según cuenta Marcos, lo primero que dijo fue: “El reino de Dios ha llegado a ustedes, arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15). Según Jesús, para salir de la esclavitud del pecado, hay que hacer dos cosas: arrepentirse sinceramente del pecado; luego enfilar por el camino del Evangelio. Allí está la salvación que Jesús propone. El camino de Dios, el camino recto que lleva a la paz, al gozo, a la bendición. A la libertad de hijos de Dios. 28
  • 29. 4. DIOS SE REVELA PARA SALVARNOS Es muy frecuente encontrarse con personas que afirman, tranquilamente, que ellas practican la religión a “su manera”. Este es un solemne disparate. Nosotros creemos que nuestra religión es “revelada”, es decir, estamos seguros de que Dios ha hablado, se ha manifestado y ha indicado cómo debemos relacionarnos con él. La religión, entonces, no puede vivirse a “nuestra manera”, sino como Dios lo ha ordenado. La carta a los Hebreos inicia con un precioso párrafo donde se sintetiza la enseñanza de la Biblia con respecto a la revelación de Dios; dice así: “En tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados, muchas veces y de muchas maneras por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo, mediante el cual creó los mundos y al cual ha hecho heredero de todas las cosas. El es el RESPLANDOR GLORIOSO DE DIOS, la IMAGEN misma de lo que Dios es y el sostiene las cosas con su palabra poderosa” (Hb 1, 1-3). En este texto, en primer lugar, se nos hace ver cómo es Dios mismo el que por amor toma la iniciativa de comunicarse con los hombres por medio de la Palabra. Dios para llegar a los hombres se vale de instrumentos humanos, los profetas. En la etapa final del mundo, el instrumento escogido es Jesús, por medio del cual nos envía la revelación definitiva. Para esta comunicación, continúa diciendo el texto, Dios emplea múltiples formas: sueños, visiones, signos, gestos, palabras. Lo cierto es que todas estas comunicaciones de Dios en el pasado, se vienen a resumir en el mensaje que trae Jesús como el mensajero, fuera de serie, que Dios envía. Por eso la Carta a los Hebreos afirma que Jesús es el RESPLANDOR de la gloria de Dios; también dice que Jesús es la IMPRONTA DE DIOS. Estas expresiones las traduce San Pablo de una manera más inteligible, cuando afirma que Jesús es “la imagen visible del Dios invisible” (Col 1, 15). Jesús es Dios en medio de nosotros, que viene a hablarnos, a decirnos que nos ama, y a mostrarnos el camino de la salvación. Israel se encuentra con Dios En la Biblia, cuando el pueblo de Israel habla de Dios, cuenta su historia: cómo Dios se le manifestó, cómo lo libró, espectacularmente, de la esclavitud de Egipto. Por eso el libro del Exodo para el israelita es un documento básico. Allí se resume su experiencia de Dios que se mete en su historia y lo acompaña en su camino de liberación. Un pasaje esencial del Exodo es la escena en la que Dios, desde la zarza ardiente, le dice a Moisés: 29
  • 30. “HE VISTO la opresión de mi pueblo en Egipto, HE OIDO el clamor que le arranca su opresión, y CONOZCO su angustia: voy a bajar a liberarlo...” (Ex 3, 7-8). Ese es el Dios con el que se encuentra el pueblo israelita. Un Dios que no está ausente, sino que escucha ve y actúa en favor de su pueblo. Además, Dios mismo, se presenta, y, por medio de su profeta Moisés se identifica; le revela su nombre: “YO SOY EL QUE SOY”. Ese es el nombre con que Dios se presenta al pueblo que él ha escogido para que sea su familia. Dios se da a conocer Dios mismo toma la iniciativa para darse a conocer. Le dice al pueblo: “Para que sepan que yo soy el Señor” (Ex 10,2). Para eso los deslumbra con multitud de prodigios. Luego les dice: “Te he hecho ver todo esto para que sepas que el Señor es el verdadero Dios y no hay otro” (Dt 4, 35). Por medio de su intervención maravillosa y espectacular en la liberación del pueblo, Dios quiere que sus elegidos conozcan su amor, su poder, su fidelidad y justicia. El libro del Exodo retrata a Moisés que platica con Dios “cara a cara como un amigo” (Ex 33, 18). Moisés se anima y le ruega que le muestra “su rostro”. En la Biblia mostrar el rostro es lo mismo que manifestar la personalidad. Dios le responde a Moisés que es imposible porque él es humano, y ningún humano puede ver a Dios y seguir con vida “Mi rostro no puede verlo nadie y quedar con vida... Me verás de espaldas” (Ex 33, 18-25). La expresión “me verás de espaldas” significa que Dios se da a conocer a Moisés, pero no en toda su plenitud; únicamente le manifiesta lo que le es posible conocer como humano. Dios se da a conocer al pueblo de Israel, pero no en su totalidad; su mismo nombre “Yo soy el que soy”, le dice mucho y le dice poco a la vez. Es el misterio de dios, que el hombre algo de su personalidad para que sepa que existe y pueda comunicarse con él. Dios se le manifiesta al pueblo de Israel para que lo conozca, para que se entere de su predilección; pero, sobre todo, para salvarlo de su esclavitud en Egipto. Le dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto” (Ex 20, 1). Este será el estribillo del Antiguo Testamento. Dios continuamente le tiene que recordar a su pueblo cómo lo liberó. El pueblo es sumamente olvidadizo. Tiene que recordar su encuentro con el Dios que lo liberó. Sólo él lo podría hacer. Es, pues, un Dios salvador, liberador. Pero, una vez, que ha librado al pueblo de la esclavitud, lo conduce al monte Sinaí y le propone una ALIANZA. Les entrega LOS MANDAMIENTOS. Si ellos cumplen con esas normas de vida, contarán con su bendición. Si desobedecen, habrá maldición en sus vidas (Dt 11, 26). Yahvé es un Dios que libera, pero, al mismo tiempo, exige una vida de 30
  • 31. rectitud, que se expresa en el cumplimiento del Mandamientos. Pero ese Dios liberador y exigente, también ofrece cosas maravillosas. Les ofrece protección, bendición, una tierra “que mana leche y miel”, es decir, una tierra en que puedan disfrutar de bienestar. A Abraham, el Señor le ordenó salir de su tierra, de su parentela y encaminarse hacia una dirección desconocida. Abraham confió en el Señor, y él le prometió una interminable descendencia que contaría con su bendición. El Dios de Israel es un Dios que nunca se presenta con las manos vacías; tiene promesas fabulosas para los que son fieles a su alianza. Dios se revela por medio de los profetas El profeta bíblico es un LLAMADO por Dios para ser ENVIADO con un mensaje para el pueblo. El profeta Amós lo expresó bellamente cuando escribió: “El Señor me tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo” (Am 7, 15). En este caso, ese “tomar”, significa, en la Biblia, escoger y equipar para una misión. El profeta se siente “tomado” por Dios. A veces, no acepta fácilmente el encargo que Dios le da. Jeremías, por ejemplo, se pone a llorar, alegando que es muy joven. Pero, una vez, que el profeta ha aceptado y experimentado la fuerza de Dios en él, se siente “micrófono” de Dios. Sabe que Dios habla por su medio. Por eso dice: “Oráculo del Señor... El Señor dice...”. El profeta bíblico es el portador de la voluntad de Dios para el presente o para el futuro. Es látigo para el pueblo cuando éste se ha apartado del camino de la salvación. Es consuelo en los momentos críticos en la historia de Israel. Dios llama al profeta y, apenas éste acepta su misión, lo equipa con poder, con signos para que todos sepan que es enviado de Dios. Moisés, en el Exodo, se presenta con un bastón en la mano. Ese bastón es signo del poder de Dios. Al extender ese bastón, se abre el Mar Rojo. Al golpear la roca con el bastón, mana agua en abundancia. Ese es el Dios que se revela al hombre en el Antiguo Testamento. Es el Dios que elige a un pueblo, sin méritos, para que sea su familia. Es el Dios que lo libera de su esclavitud, que lo acompaña en su peregrinaje, que le exige rectitud y que tiene bellas promesas para su pueblo cuando éste va por el camino de sus Mandamientos. La revelación en los últimos tiempos 31
  • 32. Con la aparición de Jesús, nos llega la revelación definitiva de Dios. Todas las anteriores revelaciones eran preparación para este momento culminante de la historia. Según el Nuevo Testamento, Jesús nos viene a entregar la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el sentido de la historia. Por medio de Jesús, el Dios invisible se hace visible en los gestos de Jesús, en sus palabras. Los milagros de Jesús son el respaldo de Dios Padre para presentar a Jesús como su enviado. Jesús es Dios actuando en medio de los hombres. Por cierto que Jesús escandaliza a muchos de los que se creen mejores. Les disgusta que Jesús coma con los pecadores, que Jesús perdone a una adúltera, que busque a los más desposeídos, que esté lleno de perdón y de misericordia. Los evangelistas están seguros que sólo Jesús nos puede decir quién es Dios porque “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar” (Mt 11, 27). El hombre se ha extraviado en los caminos de la historia; su mente está entenebrecida. Al buscar a Dios, muchas veces, se encuentra con ídolos. El hombre por sí mismo no logra saber quién es Dios. Jesús es el encargado de revelárselo; de decirle quién es Dios; cómo actúa en la historia y en la eternidad. ¿Pero cómo hablar de Dios, de su reinado? Jesús se sirve de parábolas para referirse a Dios, a su reino. Busca puntos de comparación en la realidad que viven los hombre para explicarles cómo es Dios. Es como el padre del hijo pródigo. Como el buen pastor que busca a la oveja perdida. El Prólogo del Evangelio de San Juan es una apretada síntesis de lo que el evangelista quiere decir acerca de la revelación que Jesús trae de Dios. Ante todo nos dice que la palabra se hace carne y viene a poner su tienda entre nosotros. ¡Bella expresión para indicar a Dios que por medio de Jesús, su Palabra, viene a vivir entre nosotros! Dice San Juan: “Vimos su gloria” (Jn 1, 14). Jesús es “el resplandor de la Gloria de Dios”. También San Juan recalca; “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo Unico, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). El hombre con su mente turbada por el pecado, no logra descubrir la personalidad de Dios. Por eso Dios mismo envía a Jesús para que sea el revelador del Padre. Los profetas anteriores a Jesús, en alguna forma, trajeron mensajes fragmentarios que Dios nos enviaba para que no estuviéramos del todo en las tinieblas. Con Jesús nos ha llegado la revelación definitiva. Ya nadie puede añadir nada más acerca de Dios. Todo está dicho. De aquí que nadie deba pretender tener una visión sobrenatural para ver a Dios, para hablar con él. El que quiera saber quién es Dios, cómo actúa, que lo busque en Jesús que está retratado en los evangelios. Allí está la imagen humana de Dios. “La imagen visible del Dios invisible” (Col 1, 15). En el Evangelio de San Juan aparece algo muy claro: todo esto no se puede 32
  • 33. comprender, si no es por la acción del Espíritu Santo. El hombre con sólo su inteligencia no puede comprender a Jesús ni la revelación que nos trae acerca de Dios. En la Ultima Cena Jesús les promete a sus apóstoles que les enviará un consolador: el Espíritu Santo. Dijo Jesús: “El les recordará todo lo que yo les he dicho... Los llevará a toda la verdad” (Jn 16, 13). Al referirse al Espíritu Santo, decía Jesús: “No hablará por su cuenta, sino que les dirá lo que ha oído” (Jn 16, 13). El Espíritu Santo, esencialmente, viene para recordarnos lo que ya dijo Jesús. La enseñanza de Jesús y la del Espíritu Santo son lo mismo. Además, el Espíritu Santo tiene como encargo que las palabras de Jesús sean comprendidas por nosotros y que sean asimiladas para que nos transformen en imagen de Jesús. San Pablo añade que el misterio de Dios estaba “escondido”. Desde tiempo eterno ha sido mantenido en secreto (Rm 16, 26). El misterio de Dios ya estaba presente en el Antiguo Testamento, pero necesitaba la luz de Jesús para ser comprendido del todo. Y ese misterio de Dios es un bello proyecto de Dios sobre el hombre y sobre el mundo. Dios sigue hablando La traducción de la Biblia ecuménica lleva el sugestivo título DIOS HABLA HOY. Y así es. Dios habló en tiempos pasados y no ha dejado de hablar. Así como el pueblo de Israel se encontró con Dios en su historia, así cada uno de nosotros debemos encontrarnos con Dios en nuestra historia personal y social. Debemos estar atentos para escuchar su voz, para obedecer sus indicaciones, ya que allí está nuestra bendición, nuestra felicidad. Dios continúa comunicándose con nosotros para manifestarnos su amor, su proyecto de salvación. Dios continúa salvándonos de nuestros Egiptos de esclavitud, de opresión, de miedos, de dudas. Pero para podernos liberar, nos indica el camino: sus mandamientos. Dios nos libera, pero no a la fuerza, sino con nuestra respuesta de fe, que es obediencia. Dios continúa revelándose a nosotros, hablándonos para indicarnos los peligros que hay por el camino, y para señalarnos con claridad el único camino de salvación: Jesús. Jesús les decía a los apóstoles, en la Ultima Cena: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos”. La respuesta del hombre al amor de Dios, que se introduce en su historia personal, es obedecer sus mandamientos. Continúa siendo verdad absoluta lo que decía San Pablo: “La fe viene como resultado del oír la predicación, que expone el mensaje de Jesús” (Rm 10, 17). Al acercarnos al Evangelio nos encontramos con el enviado de Dios: Jesús. Los gestos y las palabras de Jesús son la voz de Dios que nos dice con claridad cuál es su proyecto de amor para nuestra realización personal y para nuestra salvación aquí y en la eternidad. En los evangelios, Dios exhibe a Jesús; el Espíritu Santo mueve nuestra mente y nuestro 33
  • 34. corazón para que lo aceptemos por la fe como nuestro Señor, y alcancemos, así, nuestra salvación. Dios sigue HABLANDO HOY, de distintas maneras y formas. Cuando Adán estaba escondido temblando, en la esclavitud de su pecado, Dios se le acercó. Le habló para indicarle cuál era el camino para poder regresar al paraíso. A nosotros, en nuestros Egiptos de duda, de pecado, de miedo y angustia, se nos acerca Dios por medio de Jesús, que es su Palabra, y nos dice nuevamente: “Por aquí se va a la salvación”. 34
  • 35. 5. JESÚS: EL PROYECTO DE DIOS PARA SALVARNOS Cuando el pecado entró en el corazón del hombre, todo quedó revuelto: hubo muerte de la alegría, de la serenidad, de la bendición. Hasta la naturaleza fue infectada por el pecado del hombre. Dios sabía, de sobra, que el hombre nunca podría curarse él solo de la terrible epidemia del pecado. En su misericordia, desde ese mismo instante, le prometió UN SALVADOR. El libro del Génesis, en su capítulo tercero, nos da todos los pormenores de esta maravillosa promesa. El Señor, en lugar de aniquilar a los desobedientes seres humanos, que habían querido “ser como Dios”, les da una nueva oportunidad de rehabilitarse; les hace una promesa fabulosa. Le dice a la serpiente – símbolo del mal–: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y su descendencia: su descendencia te aplastará la cabeza” (Gn 3, 15). En ese mismo momento, la Biblia comienza a mostrar cómo Dios tiene un plan de salvación para los hombres. “La descendencia de la mujer” indica, en el texto bíblico, aquel pueblo del cual va a nacer el Mesías. Pablo, más tarde, refiriéndose al Mesías, anota: “Nacido de una mujer” (Ga 4, 4,). Desde este primer momento, ya Jesús es anunciado como la “descendencia de la mujer” que aplastará la cabeza de la serpiente. Aquí se inicia la HISTORIA DE LA SALVACION. La historia cómo Jesús es enviado por el Padre, por medio del Espíritu Santo, para que sea el SALVADOR DE LOS HOMBRES. Toda la Biblia nos hablará acerca de este plan de Dios; paulatinamente, por medio de ricas figuras, se va anunciando a Jesús como el salvador de los hombres. El sustituto A Abraham, Dios le pide que le sacrifique a su hijo Isaac, a quien tanto había esperado. El anciano lo lleva al monte Moria para cumplir el mandato de Dios. Siente que se le revienta el corazón. El niño lleva sobre sus espaldas la leña para el sacrificio. Inocentemente, el niño le pregunta a su papá que dónde está el cordero que van a sacrificar. Abraham, casi llorando, el responde: “Dios proveerá”. Abraham ya tiene la mano levantada con el puñal para sacrificar a su hijo; un ángel le detiene la mano; le asegura que todo era una prueba de Dios. En eso se escucha balar a un corderito; lo atrapan; ese cordero es el SUSTITUTO del hijo: muere en lugar del niño. Al leer la Biblia, con la nueva visión que nos da el Nuevo Testamento, nos damos 35
  • 36. cuenta de que ese cordero que sustituye al niño en el sacrificio, es una figura de Jesús. El Señor va a morir en la cruz, en otro monte, para sustituirnos a nosotros que merecíamos la muerte por nuestros pecados. Eso es lo que se llama SACRIFICIO VICARIO. En el Libro del Levítico se enumeran las reglas para llevar a cabo los sacrificios. El cordero, en el sacrificio, era el sustituto del pecador. Ese cordero debía ser “sin defecto”. El pecador, antes de que el cordero fuera sacrificado, confesaba sus pecados y ponía sus manos sobre la cabeza del cordero para indicar que le transmitía sus pecados. Lo importante aquí no era el sacrificio mismo, sino la confesión de pecados, el arrepentimiento. Por este medio el Señor concedía a los antiguos pedir perdón por sus culpas. Este cordero sin defecto, nos habla de otro Cordero, el del Nuevo Testamento: Jesús. El Señor, viene a sustituirnos a nosotros. Muere en lugar de nosotros. Se lleva nuestros pecados. Todos pusimos sobre él nuestras manos sucias de pecado. Por eso dice la Biblia: “El llevó nuestros pecados”. El siervo sufriente En el Antiguo Testamento, la figura más clara de Jesús como el cordero sustituto, que muere para salvar a los hombres de halla en el capítulo 53 del Profeta Isaías. Presenta al futuro Mesías como un Cordero que es llevado, en silencio, al matadero. Dice el profeta: “Fue atormentado a causa de nuestras maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz, por sus heridas alcanzamos la salud” (Is 53, 5). En este pasaje bíblico, el profeta Isaías remarca perfectamente el papel del sacrificio vicario de Jesús; el Señor es el Cordero que lleva nuestros pecados; muere en lugar de nosotros. Con su muerte nos trae el perdón, la paz, la salvación. El profeta acentúa el sacrificio voluntario de Jesús; se asemeja a un cordero que voluntariamente llega para ser “traspasado” por los hombres, para salvarlos. El mismo profeta había indicado cuál era el camino para conseguir esa salvación, que Dios enviaba por medio de su Siervo Suficiente; decía Isaías: “Que el malvado deje su camino, que el perverso deje sus ideas; vuélvanse a nuestro Dios, que es generoso para perdonar” (Is 55, 7). Cuando nos acercamos al Antiguo Testamento, con mentalidad del Nuevo Testamento, es decir, después de habernos encontrado con Jesús como el enviado de Dios, entonces vamos descubriendo a Jesús, a cada paso, bajo el velo de ricas imágenes que nos anuncian al Salvador que Dios enviará a los hombres. Este es el camino que debe seguirse, al leer el Antiguo Testamento. Por eso Jesús decía: “Escudriñen las Escrituras porque ellas hablan de mí” (Jn 5, 39). El cumplimiento de la promesa 36
  • 37. Todo el Nuevo Testamento nos muestra con claridad cómo en Jesús se cumplen todas las promesas de Dios de enviar un salvador para los hombres. Los Evangelios patentizan que la promesa de salvación se ha cumplido. El Libro de los Hechos narra cómo los primeros cristianos proclamaron que la salvación de Dios había llegado en Jesús. Las Cartas son reflexión teológica acera de la salvación que Dios nos envió por medio de Cristo. En el libro del Apocalipsis, por adelantado, se nos anuncia cómo será, al final de los tiempos, la consumación de la obra salvadora de Jesús. En su Evangelio, San Juan trae a colación el caso de un hombre llamado Nicodemo; era un gran teólogo y especialista en la Escritura. Llevaba una vida intachable según la ley. Según los dirigentes religiosos judíos bastaba cumplir con la ley y, automáticamente, ya se era santo. Cuando Nicodemo llegó de noche, para conocer a Jesús, porque había quedado impactado por sus obras y palabras, el Señor, de entrada, le dijo: “Tienes que volver a nacer... del agua y del Espíritu Santo”. Aquel hombre quedó desconcertado. No se esperaba que Jesús le dijera que tenía que comenzar de nuevo. Seguramente esa noche sólo inició su proceso de conversión. Las palabras de Jesús lo golpearon en lo profundo de su corazón. Su proceso de conversión, según se aprecia en el Evangelio, fue progresivo, hasta culminar el día viernes santo, cuando no tuvo miedo de estar junto a la cruz del Señor. En su diálogo con Nicodemo, Jesús le demostró que para salvarse no basta ser religioso y conocedor de la Escritura. No basta llevar una vida éticamente buena. El Señor le dijo a Nicodemo algo que lo dejó totalmente turbado; el Señor le puntualizó: “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de padres humanos, es humano, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3, 5-6). El Señor le estaba demostrando a Nicodemo que sólo con el poder humano, con sus propios recursos, no podría alcanzar la salvación. Tenía que “nacer de nuevo” y eso no era posible de una manera puramente humana, sino sólo por el poder de Dios, por el agua y el Espíritu. El Señor se sirvió de una figura muy bella. Le dijo: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3, 13-15). Se refería Jesús a lo que había sucedido en el desierto con los del pueblo judío. Después de haber visto milagros y prodigios de Dios para sacarlos de la esclavitud de Egipto, se habían puesto a murmurar contra Dios. Aparecieron, entonces, serpientes venenosas que les causan gran mortandad. El pueblo se dio cuenta de que había perdido la bendición del Señor. Se arrepintió, y el Señor le dio un medio para que fueran curados de las mordeduras mortíferas de las serpientes. Si querían ser sanados, tenían que ver hacia una serpiente de bronce que el Señor mandó colocar en la punta de un palo, que estaba en alto. Los que tenían la fe suficiente para creer en esa promesa del Señor, quedaban curados. Esto era lo que Jesús le recordó a Nicodemo cuando le dijo que así como la serpiente había sido levantada en el desierto, así también sería puesto en alto el Hijo del hombre. Jesús se refería, anticipadamente, a su levantamiento en el Calvario para que nosotros 37
  • 38. quedáramos curados de nuestra muerte de pecado. El famoso diálogo El diálogo de Jesús con Nicodemo es básico para comprender en qué consiste la salvación que Jesús nos trae de parte de Dios, y que se nos comunica por medio del Espíritu Santo. Veámoslo. El nacimiento natural nos convierte en hijos de Adán, infectados por la corrupción. Por naturaleza somos inclinados al mal, al pecado. Hay una raíz de mal en nosotros que nos viene de nuestros primeros padres. Los teólogos, llaman a esa raíz de mal, “pecado original”. Si somos de Adán, nuestra mentalidad será puramente humana, sin el poder de Dios. Los frutos que vamos a producir, serán frutos de la carne: odios, envidias, lujurias, orgullo, borracheras, sensualidad (Ga 5, 19). Por eso, Jesús le dice a Nicodemo que tiene que “volver a nacer”. El nuevo nacimiento, a que se refiere Jesús, es el nacimiento espiritual, que nos hace Hijos de Dios. “Los que son guiados por el Espíritu, son Hijos de Dios”, dice la Carta a los Romanos. “Al nacer de nuevo, se nos comunica una nueva naturaleza, la naturaleza divina que nos habilita para producir frutos del Espíritu: amor, gozo, paz, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, templanza” (Ga 5, 22). Del agua y del Espíritu Pero para que esto pueda suceder en cada uno, en primer lugar, se necesita un arrepentimiento de lo malo de la vida pasada. De todo lo que no es de Dios, sino del mundo. El agua, en este caso simboliza la purificación que nos viene del arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados. Pero todo esto no es posible sin la intervención directa del Espíritu Santo, que convence de pecado... y lleva a toda la verdad (Jn 16, 8.13). Lo primero que el Espíritu Santo realiza en nosotros, es un convencimiento de pecado; nos señala lo que le desagrada a Dios en nosotros, lo pecaminoso. Luego nos concede la gracia suficiente para cortar con el mal y ser revestidos de la Gracia de Dios. Sin la intervención del Espíritu Santo, no podríamos arrepentirnos y abrirnos a la Gracia de Dios. Por eso decía Jesús que hay que volver a nacer “del agua y del Espíritu”. La imagen de la Serpiente de bronce, con la que se compara Jesús, es de un gran alcance espiritual. Los que miraban hacia la serpiente con fe en la promesa de Dios de 38
  • 39. que serían curados, se salvaban de la muerte. Los que miran con fe a Jesús, en lo alto de la cruz, reciben la fuerza salvadora que nos viene de la muerte y resurrección de Jesús. Quedamos curados de nuestros pecados. Quedaremos habilitados para tener la vida abundante que el Señor ofrece a los que creen en él. Por eso, Jesús, ante Nicodemo, se presenta como el que viene para salvar a los hombres de la muerte eterna, merecida por haber sido mordidos por la serpiente del pecado. Los espejismos El hombre en su peregrinar hacia la eternidad, es como alguien que se está muriendo de sed de infinito. Muchos, en ese desierto, son fascinados por “espejismos”: creen que han encontrado la fuente que quitará su sed ardiente en ritualismos, en acumulación de buenas obras, en teologías. Pero la sed sólo puede ser calmada por el agua de la fuente viva que es el mismo Jesús. Nadie más nos puede salvar. Hay que ver hacia lo alto, hacia la cruz. Jesús es nuestro único salvador. Todo este proceso se realiza por medio de un regalo de Dios, que nosotros no merecemos. Simplemente Dios nos da la oportunidad de salvarnos, si nosotros nos atrevemos a creer en su promesa de ver hacia lo alto, hacia la muerte expiatoria de Jesús, el Cordero que quita el pecado del mundo. Esto es gratis, pero implica la respuesta del hombre. Es como en el caso del enfermo; el médico puede proceder a operarlo solamente si el enfermo da su autorización. El médico ofrece su “salvación”; pero si el enfermo rehusa, el médico no puede operar. Todo esto está, gráficamente, expresado en el Apocalipsis. Allí se exhibe a Jesús con el que toca la puerta de nuestro corazón y dice: “Si abres la puerta, entraré y cenaré contigo” (Ap 3, 20). Dios es todopoderoso para abrir la puerta; pero respeta la libertad del hombre; sólo el que habita dentro de la casa puede abrir la puerta. Jesús ofrece su salvación; sólo el que acepta a Jesús como su Salvador, y abra su puerta, puede ser salvado. Cuando Zaqueo abrió la puerta de su casa a Jesús, el Señor le pudo decir: “Zaqueo, hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19, 9). El carcelero que cuidaba a Pablo, en Filipos, le preguntó: “¿Qué debo hacer para salvarme?”. Pablo le respondió: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu familia”. Creer en Jesús no es simplemente aceptarlo “intelectualmente”, sino aceptar el camino de salvación que él propone: el Evangelio. Un mundo no salvado A nuestro alrededor, en el mundo en que vivimos, observamos tanto signos 39
  • 40. antievangélicos: guerra, sensualidad, violencia, egoísmo, idolatría del dinero, del sexo, del poder. Es un mundo no salvado. Es un mundo que “no ha nacido de nuevo”. Es hijo de Adán, y, por eso, produce los frutos de Adán; el pecado. El mundo, asombrosamente, es un gigante en el progreso. Pero en el espíritu es un . Alguien que no ha nacido del agua y del Espíritu. Por eso, sus filosofías, sus criterios, y hasta sus teologías producen los frutos del hombre no renacido. Es un mundo mordido por las venenosas serpientes del pecado. No basta la educación, ni el progreso, ni la técnica para que el mundo se salve. La única manera de salvarse es la que ya indicó Jesús: hay que ver hacia lo alto, ya no, ahora, a la serpiente de bronce, sino a Jesús que, desde el Calvario, nos entrega el valor de su sangre redentora. El que alargue la mano, la fe, podrá quedar salvo. En “ningún otro hay salvación”, les decía San Pedro a sus oyentes, cuando predicaba con el fuego del Espíritu Santo. Para todo el que agobiado por el peso de su pecado pregunte, alguna vez: “¿Qué debo hacer para salvarme?”, la respuesta sigue siendo la misma que ya dio Pablo: “CREE EN EL SEÑOR JESUCRISTO Y SERAS SALVO TU Y TODA TU FAMILIA”. O la del mismo Jesús: “Tanto amó Dios al hombre, que envió a su Hijo único para que todo el que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). 40
  • 41. 6. ¿CUÁL ES EL MENSAJE ESENCIAL PARA LA SALVACIÓN? Para Pablo, en su experiencia de predicador ambulante, llegó a una conclusión: “La fe viene como resultado de la predicación, y la predicación de el mensaje de Jesús” (Rm 10, 17). ¿Cuál es esa predicación esencial que hace que la persona llegue a tener una fe que lo salve? Es algo que todos debemos conocer, perfectamente, por supuesto. Jesús, a sus discípulos les dijo: “Vayan a las gentes de todas las naciones, y háganlos mis discípulos;... enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado” (Mt 12, 19-20). ¿Qué fue todo lo que los apóstoles tuvieron que enseñar a los demás para que se conviertan en discípulos? San Pablo, después de muchos años de predicación, llegó a escribir: “No me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que crea” (Rm 1, 16). ¿Cuál es ese Evangelio esencial que debe ser predicado, que es poder para llevar salvación al que crea? Para dar una respuesta auténtica a esta pregunta fundamental para nuestra salvación y para la evangelización de los demás, ayuda a ir directamente a los sermones que predicaron Pedro y Pablo. Ellos, obedecían el mandato del Señor, y, por eso mismo, al principio, predicaban lo esencial del Evangelio, que los técnicos en la Escritura han llamado, en griego, Kerigma, que significa proclamación. Era la proclamación, gozosa del mensaje esencial de Jesús para la salvación. Jesús es el Centro Sin temor a equivocarse, se puede afirmar que todo el Evangelio trata de acercarnos a Jesús para que lo aceptemos como nuestro Señor y Salvador. Bien decía Jesús: “Escudriñen las Escrituras porque ellas dan testimonio de mí” (Jn 5, 39). Pedro, en su primer discurso, el día de Pentecostés, comenzó diciendo “Varones israelitas, oigan estas palabras: Jesús...” Pedro, en su primera evangelización, centra su discurso en la personalidad de Jesús. Cuando Felipe es llevado por Dios a Evangelizar a un etíope, que va en su carruaje, leyendo la Escritura sin poder entenderla, dice el texto que “Felipe le anunció el Evangelio de Jesús” (Hch 8, 35). El punto de arranque para evangelizar al pagano fue Jesús. 41
  • 42. Pablo les escribió a los de Roma, y les decía que él había sido “atrapado para el Evangelio de Dios acerca de Jesús” (Rm 1, 1-2). Estos primeros predicadores de la iglesia incipiente habían captado perfectamente que lo esencial del Evangelio era la persona de Jesús; en sus sermones, en su “kerigma”, no hacía otra cosa que esclarecer que Jesús era la respuesta de Dios para la salvación de los hombres. ¿Qué decían de Jesús? San Pablo lo resume muy bien en una de sus catequesis; apunta Pablo: “Les he dado a conocer la enseñanza que yo recibí les he enseñado que Cristo MURIO por nuestros pecados, como dicen LAS ESCRITURAS, que lo SEPULTARON y que RESUCITO al tercer día, como también dicen las Escrituras, y que SE APARECIO a Pedro, y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez; la mayoría de los cuales viven todavía” (1 Co 15, 3-5). En este texto, Pablo resalta cuatro acontecimientos de la vida de Jesús: murió por nuestros pecados; fue sepultado; resucitó; se apareció. Si se examina el discurso de Pedro, en Pentecostés se encuentran, casi idénticos, estos puntos básicos acerca de Jesús. Pero estos predicadores, al enunciar estos cuatro puntos básicos acerca de Jesús, no los exhiben únicamente como hechos históricos, sino que hacen resaltar la salvación de Dios que llega a los hombres por medio de esos acontecimientos cumbres de la vida de Jesús. Cuando Pedro, en su discurso, dice que después de muerto, Jesús fue “LEVANTADO”, está haciendo hincapié en el signo de Dios por medio de la resurrección de Jesús. Además, la expresión “fue LEVANTADO”, nos hace remontarnos a lo que Jesús le decía a Nicodemo; dijo el Señor: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado para que todo aquel que en él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Tanto Pedro como Pablo, se esfuerzan en hacer entender a todos que Jesús es la salvación que Dios envía a los hombres. Según las Escrituras 42
  • 43. Otra de las preocupaciones evidentes de los apóstoles es la de probar que todo lo concerniente a Jesús ya estaba profetizado en las escrituras. Pablo escribe: “Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras” (1 Co 15 3-4). Los discursos de Pedro insisten en que en Jesús se verifican las profecías del Antiguo Testamento. San Lucas nos cuenta que el día de la resurrección, cuando Jesús se apareció a los apóstoles, les “abrió el entendimiento para que entendieran las Escrituras”. Les dijo: “Está escrito (dice la Escritura) que el Mesías debía padecer y resucitar al tercer día” (Lc 24, 45). Estos primeros pregoneros de la buena noticia no disimulan su gozo al constatar que en Jesús tienen cumplimiento las profecías del Antiguo Testamento. Quieren compartir ese gozo con sus oyentes judíos, que conocen, muy bien esas profecías, pues son asiduos oyentes de las Escrituras. Somos Testigos El día de la resurrección, el Señor se aparece a los apóstoles y les dice: “Ustedes son testigos de estas cosas” (Lc 24, 48). Antes de ascender al cielo, el Señor les anticipa: “Ustedes serán mis testigos” (Hch 1, 8). Pedro, en sus primeros sermones, no cesaba de insistir que ellos eran “testigos” de la muerte y resurrección del Señor. Eso fue lo que afirmó al llegar a la casa del centurión Cornelio (Hch 10). Este testimonio primario de los apóstoles es de suma importancia, porque lo que sabemos acerca de Jesús nos viene de allí. A veces, algunos se han dejado llevar de sus sentimientos o de sus intereses, y han querido “manipular” la personalidad de Jesús. Del Señor solamente podemos afirmar lo que el Nuevo Testamento nos dice acerca de él por medio del testimonio de los que fueron testigos. Toda figura de Jesús, que no tenga su raíz en el Evangelio, no es auténtica. ¿Qué afirma el Evangelio? Lo que fundamentalmente afirma el Evangelio acerca de Jesús es que es Señor y Salvador. “Jesús es el Señor”, fue como el primer “credo” de los cristianos. El pueblo romano había divinizado al César. Lo llamaban Señor, Dios. Los primeros cristianos, en contraposición, llamaron Señor a Jesús. El Señor de su vida. Su dueño. 43
  • 44. Bella la expresión la de Pablo que dice: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación” (Rm 10, 9). Según Pablo, aquí está la esencia del camino de Salvación. En su Carta a los Filipenses, el mismo Pablo insistía: “Dios ha exaltado a Jesús... le ha dado un nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla, en el cielo, en la tierra y en los infiernos” (Flp 2, 9-11). Pedro emplea una figura de mucho alcance; afirma que Jesús fue “exaltado a la derecha de Dios” (Hch 2, 32). Pedro presenta a Jesús sentado en un trono celestial para hacer ver que ese Jesús glorificado es Señor, y que por, eso mismo, tiene poder para exigirnos arrepentimiento de nuestros pecados. Además, como Señor, junto a Dios, ya puede enviarnos el don prometido: el Espíritu Santo. Ese Señor sentado junto al Padre, es también nuestro salvador; la respuesta que Dios envió a los hombres para que se salvaran. De aquí, que muy bien se puede dar por sentado que todo el Evangelio nos lleva a reconocer a Jesús como nuestro Señor y nuestro Salvador. Las promesas del Evangelio En la sinagoga de Nazaret, Jesús se presentó afirmando que traía un Evangelio, una buena noticia. En el Evangelio se enuncian dos promesas clave para los que acepten el mensaje de Jesús: el perdón de los pecados, y el regalo del Espíritu Santo. San Lucas hace notar que Jesús envió a sus discípulos para que “predicaran el perdón de los pecados a todas las naciones, en su nombre” (Lc 24, 47). San Pedro, en uno de sus sermones, decía: “Arrepiéntanse... serán perdonados sus pecados” (Hch 3, 19). Pablo, en la sinagoga de Antioquía, también decía: “por medio de él se les anuncia el perdón de los pecados”. En una escena del Evangelio, Jesús antes de curar a un paralítico, le asegura que le perdona sus pecados. Los oyentes se escandalizaron y objetaron que sólo Dios podía perdonar pecados. Jesús, en esa ocasión, curó al paralítico para que vieran que también él tenía poder de perdonar los pecados. Los primeros predicadores, en su “kerigma”, mostraban cómo ese regalo del perdón de los pecados era una promesa de Jesús para los que creyeran en él. Jesús prometió a sus discípulos que enviaría otro Consolador, y les aseguró que estaría “dentro” de ellos. Ya antes, les había anticipado que el Espíritu Santo sería como “ríos 44
  • 45. de agua viva” en el interior de los que creyeran (cfr. Jn 7, 38-39). Cuando una persona se arrepiente, se vacía del mal, entonces Jesús lo llena de su Espíritu Santo que le concede un nuevo nacimiento y una “vida abundante”. Esa es la gran promesa que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés, y querían que todos recibieran ese don maravilloso. En el Evangelio hay bellas promesas de Jesús. Pero lo esencial que el Señor promete para el que crea en su Buena Noticia es el perdón de los pecados, y la vida abundante por medio del Espíritu Santo en el interior del creyente. Aquí está la esencia de la salvación. Las condiciones Nunca Jesús ni los apóstoles intentaron presentar un Evangelio “de ganga”, sin exigencias, sin renuncias. Todo lo contrario. Tanto Jesús, como los apóstoles siempre expusieron que para entrar en el reino había que pasar por una “puerta angosta” (Mt 7, 13). Pedro, en su primer sermón, cuando es interrogado acerca de la manera de conseguir la salvación, las promesas de Jesús, expone las condiciones para poder gozar del perdón de los pecados y del regalo del Espíritu Santo: deben arrepentirse y bautizarse (cfr. Hch 2, 38). Dos cosas indispensables para poder recibir la salvación de Jesús. Sin ARREPENTIMIENTO, no se puede pertenecer al reino que Jesús predica; hay que cortar con el pasado de pecado; se debe cambiar de manera de pensar, al imbuirse del mensaje de Jesús. Por eso, Pedro concluye sus sermones invitando al arrepentimiento. Lo mismo hizo Pablo, en el Areópago; primero habló de Jesús; luego añadió: “Dios manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan” (Hch 17, 30). Aquí, en el contexto, “arrepentirse” significa dolerse de haber rechazado a Jesús como salvador, y acudir a él como el único en quien hay salvación. BAUTIZARSE en el nombre de Jesús, equivalía a hacer una confesión pública de arrepentimiento y de hundimiento, por la fe, en los méritos de Jesús para ser perdonados y salvados por medio del Espíritu Santo. En el Libro de Hechos se aprecia que los primeros bautizados, inmediatamente, comienzan a reunirse en comunidad, a formar iglesia. Allí reciben enseñanza de los apóstoles, participan en la oración y en la Eucaristía (Hch 2, 42). El bautizarse implica congregarse en iglesia. Jesús fundó “su” iglesia para eso, para 45
  • 46. que los que aceptaran la salvación fueran atendidos por medio del amor, la predicación y los Sacramentos. Y, al mismo tiempo, para que esa iglesia “guardara” su Evangelio y lo llevara hasta los últimos confines del mundo. Todo el que ha aceptado el Evangelio de Jesús, debe congregarse en una iglesia para poder perseverar y para poder tener el poder comunitario para evangelizar. Los primeros cristianos, como iglesia que daban testimonio de nueva vida renovada por el Espíritu Santo, fueron un impacto en la sociedad de su tiempo. Todos, al verlos, decían: “¡Cómo se aman!” Estos bautizados y reunidos en iglesia, no se asociaron para ser cristianos de “caracol”, para pensar sólo en su propia salvación. Recordaron que Jesús los había “enviado”. Fueron evangelizadores con poder. Ante una de las rudas persecuciones, los apóstoles tuvieron que esconderse en Jerusalén. Los laicos tuvieron que huir a las ciudades cercanas. Como llevaban a Jesús en el corazón, lo proclamaron con los labios. Dice el Libro de Hechos que estos laicos, iban, por todas partes llevando el Evangelio de Jesús (Hch 8, 4). La Síntesis Después de este breve estudio, ahora sí ya sabemos qué es lo esencial para nuestra salvación y para la salvación de los otros por medio de la evangelización. Resumiendo, diríamos que lo esencial del Evangelio, que debemos vivir con la mente y el corazón es: Que Jesús MURIÓ por nuestros pecados; que fue RESUCITADO de entre los muertos; que reina como SEÑOR Y SALVADOR; que tiene autoridad para exigirnos arrepentimiento y fe en él; que si nos arrepentimos, nos regala el PERDON de los pecados y el ESPIRITU SANTO para una VIDA ABUNDANTE. Y que todo eso ya estaba profetizado en el Antiguo Testamento. Todo esto quería decir San Pablo cuando al carcelero, que le preguntaba por el camino de la salvación, le contestó: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu familia” (Hch 16, 31). Todo esto era también lo que Jesús quería decir cuando comenzó a predicar, asegurando: “El reino de Dios ha llegado a ustedes; arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mt 1, 15). 46
  • 47. 7. LA BIBLIA: LIBRO DE SALVACIÓN Para muchos cristianos la Biblia todavía es un “tesoro escondido”. Todavía no se han encontrado, personalmente, con la palabra de Dios. Muchos, como la Marta del Evangelio, van de un lado a oro queriendo quedar bien con Jesús: multiplican sus prácticas de piedad, sus ritos religiosos. A esos cristianos de prácticas de piedad, pero sin la Biblia en la mano, el Señor les vuelve a decir, como a Marta: “Aprende de tu hermana María; ella escogió la mejor parte”. María, hermana de Lázaro, cuando Jesús llegó a su casa, suspendió toda actividad y se sentó a sus pies para no perderse ni una sola palabra que salía de los labios del Señor. Mientras un cristiano no aprenda a sentarse para oír la Palabra, se estará perdiendo la “mejor parte”; se estará privando del Libro de salvación por medio del cual Dios le provoca la fe, lo lleva a la conversión y le regala el don de su Espíritu Santo. Es, por eso, importantísimo saber cómo acercarse a ese libro de salvación. Cómo tener un encuentro con ese “tesoro inigualable” que Dios ha querido que cada hijo encuentre para su salvación. El Espíritu Santo San Pedro escribió: “Los profetas nunca hablaron por su propia voluntad; al contrario eran hombres que hablaban de parte de Dios, dirigidos por el Espíritu Santo” (2 P 1, 21). El Espíritu Santo es el que ha llevado a los autores a exponer lo que Dios les inspiraba. Es el mismo Espíritu Santo el que nos conduce a nosotros para que podamos internarnos en la Biblia y comprender su mensaje de salvación. San Pablo resaltaba que el mensaje de la Palabra no lo puede entender el hombre “no espiritual”, sino, únicamente, el “hombre espiritual”. Decía San Pablo: “El hombre natural no puede percibir las cosas que son del Espíritu, para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co 2, 14). No basta, entonces, invocar simplemente al Espíritu Santo. Hay que dejarse guiar, purificar por él para poder internarse con luz en la Biblia. Ante la zarza ardiente, se le ordenó a Moisés descalzarse porque estaba caminando sobre terreno sagrado. Para poder acercarse a la Palabra de Dios hay que descalzarse, dejarse purificar por el Espíritu. Decía Jesús: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ese “ver a Dios”, de que habla Jesús, se refiere, sobre todo , a ese poder penetrar, más y más, en el misterio de Dios, en su secreto, que se oculta al hombre “no espiritual”, y se revela al 47
  • 48. hombre espiritual. Después de mi bautismo en el Espíritu, pude constatar algo muy emocionante: Desde niño, en el seminario, me había acercado a la Biblia, pero ahora, las palabras tenían un mensaje especial para mí. Esas mismas palabras que había leído tantas veces en la Biblia, ahora cobran vida, hablaban para mí. Era la obra del Espíritu Santo sin lugar a duda. El Espíritu que va llevando a toda la verdad, que da testimonio de Jesús. Esta misma experiencia la he comprobado en tantísimas personas a quienes ha sucedido lo mismo en su vida. Cuando el Espíritu Santo los llevó a descalzarse, a un encuentro personal con Jesús, de pronto, experimentaron cómo el Libro de la Biblia, que era un libro “sellado” para ellos, se les abría de par en par y les hablaba. Para comprender la Palabra hay que aprende, de entrada, el lenguaje espiritual de la Biblia, que sólo nos lo puede enseñar el Espíritu Santo. Se revela a los humildes Jesús nos enseñó una verdad que no debemos olvidar. Dijo: “Padre, te doy gracias porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25-26). Los “sabios y entendidos” son los que creen que con su propia inteligencia, nada más, pueden aprender el lenguaje espiritual de la Biblia. Los sencillos, son los humildes, los que están convencidos de que sin “el poder de lo alto” se encontrarán dentro de la Biblia como en la “selva obscura” en la que se perdió el poeta Dante. Me he encontrado con muchos profesionales, que ostentan brillantes títulos universitarios y que me dicen que no logran internarse en la Biblia. También, a cada momento, me encuentro con sencillos campesinos, que apenas saben leer, y que hallan su delicia en la Palabra de Dios. Sin lugar a dudas, para acercarse a la Palabra hay que descalzarse: confesar que sin la ayuda del Espíritu Santo no podemos nunca comprender el lenguaje de Dios. Parte integrante de la humildad es la obediencia. La Palabra de Dios no fue escrita únicamente para instruirnos, para revelarnos algo. Dios habló para que se le obedeciera. Para llevarnos a la “conversión”, al cambio de vida. De aquí que la obediencia a la Palabra es indispensable. Santiago ponía alerta contra el peligro de convertirse en simples “oidores y no hacedores de la Palabra” (St 1, 22). Jesús, en la Ultima Cena, les decía a los apóstoles: “El que recibe mis mandamientos y los obedece, demuestra que de veras me ama. Y mi Padre amará al que me ama, y yo 48