Este documento describe a un hombre grande y llamativo que está de pie frente a una peluquería mirando fijamente un cartel luminoso que anuncia un restaurante y sala de juego llamado Florian's. El hombre lleva ropa extravagante, incluyendo un sombrero de fieltro de gánster, una chaqueta deportiva con botones de bolas de golf, y zapatos de cocodrilo. Se queda inmóvil como una estatua mirando el cartel, y luego sonríe y cruza la calle para entrar en el restaurante.
ACERTIJO LA RUTA DEL MARATÓN OLÍMPICO DEL NÚMERO PI EN PARÍS. Por JAVIER SOL...
Trabajo columnas Juan Álvarez
1. Era una de las manzanas de
Central Avenue donde todavía no todos
los habitantes son negros. Yo acababa
de salir de una peluquería de cierta
importancia en la que una agencia de
colocaciones creía que podía estar
trabajando un barbero suplente llamado
Dimitrios Aleidis. Era un asunto de
poca monta. Su mujer estaba dispuesta a
gastar algún dinero para conseguir que
volviera a casa.
No llegué a encontrarlo, pero la
verdad es que la señora Aleidis tampoco
me pagó por el tiempo empleado.
Era un día tibio, casi a finales de
marzo, y, delante de la peluquería, me
paré a mirar un prominente cartel
luminoso que anunciaba, en el piso de
arriba, un emporio de comidas y juego
de dados llamado Florian's. Otra
persona miraba también el anuncio.
Contemplaba las polvorientas ventanas
con una fijeza en la expresión cercana al
éxtasis, como un robusto inmigrante que
divisara por vez primera la Estatua de la
Libertad. Era un hombre grande, aunque
no medía más allá de un metro noventa
y cinco ni era mucho más ancho que un
camión de cerveza. Se hallaba a una
distancia de unos tres metros, con los
brazos completamente caídos y un
humeante cigarro olvidado entre los
enormes dedos de su mano izquierda.
Negros esbeltos y silenciosos
iban y venían por la calle y lo miraban
de reojo porque era todo un espectáculo.
Llevaba el sombrero de fieltro típico de
un gánster, una chaqueta gris de sport
con bolas de golf en miniatura a modo
de botones, una camisa marrón, una
corbata amarilla, pantalones grises de
franela con la raya muy marcada y
zapatos de piel de cocodrilo con las
punteras de color blanco. Del bolsillo
del pecho le caía en cascada un pañuelo
que hacía juego con el amarillo brillante
de la corbata. También llevaba dos
plumas de colores metidas en la banda
del sombrero, pero hay que reconocer
que no las necesitaba. Incluso en
Central Avenue, que no es la calle más
discreta del mundo en materia de
vestimenta, pasaba tan inadvertido
como una tarántula en un trozo de
bizcocho.
Estaba demasiado
pálido y necesitaba un
afeitado. Pensándolo
bien, siempre daría la
impresión de necesitar
un afeitado. Pelo negro
rizado y cejas muy
tupidas que casi se
unían por encima de su
nariz porruda. Las
orejas, en cambio,
resultaban pequeñas y
delicadamente
dibujadas para un
individuo de su tamaño,
y sus ojos tenían un
brillo similar al que
otorgan las lágrimas y
que a menudo parece
una característica de los
ojos grises. Durante un
rato conservó la
inmovilidad de una
estatua y, finalmente,
sonrió.
Luego cruzó despacio la acera hacia la doble puerta batiente que cerraba la escalera por
la que se subía al piso de arriba. La empujó para abrirla, examinó desapasionadamente
la calle a izquierda y derecha, y acabó entrando. Si hubiera sido un tipo menos
gigantesco y hubiese ido vestido de manera un poco menos llamativa, quizá habría
pensado yo que se disponía a perpetrar un atraco a mano armada. Pero no con aquella
ropa; no con aquel sombrero y todo aquel conjunto.
(Adiós muñeca. Raimond Chandler)