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“PASAR DE PRIMERO A SEGUNDO”. UN CASO DE “FRACASO ESCOLAR”
(Supervisión clínica en el ámbito del Gabinete Psicológico Central del Gobierno
de la Ciudad de Bs. As, Secretaría de Educación). María del Carmen Meroni
El analista formalmente “exterior” (a la escuela) no define la independencia ni la
“extimidad” (poder influir sobre lo más íntimo tomándolo en su manifestación más
exterior), propia de la posición esperable de su oficio, y de lo que podrá devenir su
“acto” en la situación, a partir de sus dichos y sus acciones sobre aquello en lo que ha
sido consultado. Este devenir siempre “está por verse” y depende de cada
intervención medida “por sus efectos en el marco del problema” que le fue planteado,
no hay “acto” propio de la función de analista operando en una acción cualquiera, que
de antemano pueda calificarse de tal. No hay manera de predeterminar la “acción
correcta”. Por eso, la intervención de un analista es “clínica”, aunque el ámbito en el
que se juega (y las reglas del juego) de su intervención no sean las de “un
consultorio”.
La “exterioridad interior” propia de la intervención de un psicoanalista en los ámbitos
que no son un consultorio psicoanalítico, por ejemplo en una institución, una actitud ni
indiferente ni intrusiva, ubicada en un borde bien delineado, esa cualidad no está
dada de antemano porque la fuente de consulta esté afuera o adentro del “territorio”
de quienes consultan, tampoco está garantizado que esa intervención bien ubicada
va a lograrse porque se acuda a “alguien de confianza” ni que no va a poder lograrse
porque se consulte a quienes, como en este caso, constituyen una instancia a la que
“se debe” consultar. Es necesario que el lazo de confianza exista, pero no es
suficiente. Aunque fuera preexistente, se lo debe construir cada vez, en cada
situación. La “extimidad” eficaz, propia de la intervención de un analista, debe ser
construída cada vez, vez por vez. La acción y la orientación de un analista, que sólo
será tal si ha tocado en algún punto “lo más interior de lo exterior”, “lo inquietante de
lo familiar”, del modo adecuado dentro de la escena disponible, ese acto siempre
“habrá sido” si ha producido efectos, y no antes, y no se confunde con la “tarea”
(como decimos también para la práctica del psicoanálisis propiamente dicho), ya que
puede haber “tarea” sin acto que altere verdaderamente las condiciones del conflicto.
Aunque la inversa no es posible, no hay acto sin tarea, dado que no se puede
prescindir de la escena en la que se juegan los acontecimientos, es decir del aspecto
imaginario en el que se presenta la situación y los interlocutores disponibles, o como
lo llamaba Freud, la “condición de figurabilidad” (en el caso de los sueños).
El niño tiene 9 años, cursa segundo grado (repitió primero) en una escuela común.
Se niega a escribir, sobre todo las “cosas nuevas” en su cuaderno (ha pasado a un
grado “nuevo”, no está repitiendo el mismo), sólo escribe lo que “sabía de antes”
(nombre, fecha, etc). No es que no sepa: reconoce las letras, puede leer, y hace las
cuentas más sencillas “de memoria”, simplemente se niega a escribir o a intentar
cualquier cosa “más complicada”, y sólo se acerca en los recreos a los niños de
primer grado. Por lo demás, es dócil, tímido, e inspira cariño. Pero así no se puede
seguir, todos los intentos de “convencerlo” han fracasado: llora, se esconde, rompe el
cuaderno, se lo ve sufrir. La escuela (municipal) envía el caso en consulta a una
instancia “exterior” a la escuela pero interior al ámbito escolar, que en el sistema
educativo público de Buenos Aires se llama “Gabinete Psicológico Central”. Se
2
espera de dicha instancia algún entendimiento y orientación de la situación que en lo
posible logre destrabar el impasse en que se encuentra.
El niño había perdido a su madre, fallecida cuando él tenía 1 año. El padre, con
quien el niño vivía, era portero en un edificio y sobre todo en los primeros años,
dejaba al niño al cuidado de algún vecino de su edificio que con buena voluntad “se lo
tenía” mientras él atendía sus tareas. Quien pudiera, en el departamento que fuera,
cambiando de lugar cuando alguien tenía que salir o no podía atenderlo. Hoy día, el
niño ya puede quedarse solo en el departamento de la portería, cuando el padre no
está.
El padre trabaja de sol a sol, los fines de semana duerme por cansancio y agobio,
también él está solo desde hace mucho tiempo. Los vecinos lo quieren y lo ayudan,
él se deja proteger. El niño no sale solo a la calle “porque no le gusta”, tiene una
bicicleta que usa en la terraza del edificio, pegada al departamento. Pero un año
atrás había venido del interior, a vivir a Buenos Aires, la hija mayor del padre (20
años), de un matrimonio anterior, y entonces algunas tardes en la semana, cuando no
trabaja, ella se instala en la casa de su padre y se ocupa del hermanito hasta la hora
de la cena.
Cuando el Gabinete cita a esta joven, se revela un dato crucial: ella se dedicaba
durante esas tardes a dibujar y a escribir y leer revistas con su hermano. La televisión
encendida los acompañaba. Con ella, el niño escribía, copiaba, hacía números y
dibujos. Los fines de semana la joven los pasaba con su novio, y entonces el niño y
el padre se quedaban solos como antes. En algunas horas de juego en el Gabinete,
los animalitos de juguete se pierden, se separan, se van. Saca algunos libritos de un
estante, los mira sin abrirlos y los usa para construir, ¿qué hiciste?, “una casa”, ¿y
quién vive en esa casa?, “nadie”. No quiere dibujar ni escribir en una hoja, escribe su
nombre en el pizarrón, pide un borrador, y lo borra. Pero el nombre queda escrito sin
borrarse, cuando la analista del Gabinete que lo ha recibido, le propone escribir, el
nombre de él y el de ella, “entre los dos”, una letra cada uno. “Vos no querés escribir
solo”, se le dice, y él sonríe por primera vez.
En el trabajo de supervisión clínica permanente que el Gabinete sostiene, se apuesta
en este caso por una posible “puesta en forma” del síntoma, que podría, así
abordado, “transformar” una insistencia que para el niño es vital preservar, pero que
ha quedado preservada al precio de convertirla en puro trastorno para la institución y
en inhibición para el niño. Debemos imaginar en la escena existente, el tipo de
trabajo que, si no estuviera obstruido, sería el trabajo “espontáneo” que conduciría al
niño a la construcción de su fantasma, en el campo sintomático en el que se
configura, para cualquier niño, el gran Otro a través de sus figuras emblemáticas.
Debemos imaginar algún “puente” que torne transitable una hiancia que ha quedado
congelada (a falta de una ficción “más amigable”, que la recubra sin suprimirla) entre
el Sujeto y su gran Otro en construcción. Debemos intentar conducir la inhibición y el
trastorno hacia la articulación sintomática y la orientación hacia el fantasma, que no
van nunca separados.
La inhibición que se presenta como trastorno, está ocupando el lugar donde el niño,
próximo al negativismo, no está pudiendo encontrar otra forma de decir “no”: no
quiero cosas nuevas, quiero lo que sabía antes, no quiero “pasar” a otro lugar, me
niego a trabajar solo, y más aún: si la “madre” que finalmente ha llegado a la casa es
3
una hija (de mi padre), ¿qué me autoriza, o por qué debería yo hacer mi tarea, si él se
ha quedado detenido en la vida?, me aferraré a esa hija a la que él (como hijo)
también se aferra, y no admitiré pasar a ninguna otra (otra “maestra”), no quiero
“pasar a segundo”, no me moveré si aquel a quien me dirijo no aloja mi movimiento a
través de realizar el suyo. En el pasaje del “primero” al “segundo” (año de vida) había
muerto su madre.
La inhibición como trastorno, es compatible con una posición del niño que denuncia el
movimiento congelado del deseo en el campo del gran Otro, situación que él
representa sin llegar a interpretarla. Es lo que llamamos una posición de “acting out”
en relación al deseo (del Otro). El acting out es, como el síntoma, una interpelación al
campo del Otro, pero es una interpelación inamovible porque allí donde se dirige a un
reconocimiento que debe producirse en dicho campo, el reconocimiento desfallece
porque el campo no se presta para alojar la interpelación, el reclamo, el llamado. En
esta lógica, se hace necesario inventar alguna habilitación del síntoma cuyo posible
advenimiento está detenido.
En el marco de algunas entrevistas, se le indica al padre que el niño debe tener un
tratamiento psicológico, ya que ha existido una gran pérdida que no fue sólo la de una
esposa (para el padre), también la de una madre (para el niño). El trabaja demasiado
y no tiene tiempo libre, pero la hermana podría llevar al niño al hospital. Se le
pregunta si él mismo no podría hacerse un pequeño espacio durante la cena para
mirar y apreciar las letras y dibujos de su hijo, o tal vez pedirle algún dibujo que le
gustaría recibir del niño al día siguiente. No alcanza con una hija-madre-hermana
para todo. En estas conversaciones, se le hace un lugar a la soledad y el cansancio
que abruman a este hombre, que dice sentirse muy viejo para “volver a intentar”, le
cuesta pensar en eso, ya se acostumbró a vivir así. Su soledad y la del niño,
adquieren así cierto “derecho” a ser dichas, al ser escuchadas, al recibir un
alojamiento en quien escucha.
Un miembro del Gabinete conversa con la maestra del grado explicándole la situación
en que se encuentra el niño, y sobre todo la soledad en la que se encontró a partir de
“segundo”. Se trataría de que la maestra acepte que el niño, que en efecto no puede
transitar su escolaridad sin escribir nunca en la escuela, reciba su autorización para
no escribir por el momento, pero a cambio de traerle todos los días alguna cosa
escrita en la casa con su “madre-hermana” (la “hija-esposa” del padre), unas
palabras, una frase de un cuento que le guste; que se pueda llevar cuentos leídos en
clase, a su casa, prestados por un día, podría ser también una cuenta que la maestra
le escriba en el cuaderno, para resolver en casa, algún dibujo para hacer, una foto...
El puente parece aceptable, y suficiente para empezar a instalar un movimiento.
Quizás le alcance a este niño para “pasar de primero a segundo” sin cargar con el
impedimento de la inhibición, sin ese reclamo congelado, esa interpelación inamovible
al campo del gran Otro, que no le presta su alojamiento. En cuanto a la demanda de
amor de este pequeño hombrecito solo, continuará en una historia que por nuestra
parte, ya no presenciaremos.
Diciembre de 2000

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Meroni

  • 1. 1 “PASAR DE PRIMERO A SEGUNDO”. UN CASO DE “FRACASO ESCOLAR” (Supervisión clínica en el ámbito del Gabinete Psicológico Central del Gobierno de la Ciudad de Bs. As, Secretaría de Educación). María del Carmen Meroni El analista formalmente “exterior” (a la escuela) no define la independencia ni la “extimidad” (poder influir sobre lo más íntimo tomándolo en su manifestación más exterior), propia de la posición esperable de su oficio, y de lo que podrá devenir su “acto” en la situación, a partir de sus dichos y sus acciones sobre aquello en lo que ha sido consultado. Este devenir siempre “está por verse” y depende de cada intervención medida “por sus efectos en el marco del problema” que le fue planteado, no hay “acto” propio de la función de analista operando en una acción cualquiera, que de antemano pueda calificarse de tal. No hay manera de predeterminar la “acción correcta”. Por eso, la intervención de un analista es “clínica”, aunque el ámbito en el que se juega (y las reglas del juego) de su intervención no sean las de “un consultorio”. La “exterioridad interior” propia de la intervención de un psicoanalista en los ámbitos que no son un consultorio psicoanalítico, por ejemplo en una institución, una actitud ni indiferente ni intrusiva, ubicada en un borde bien delineado, esa cualidad no está dada de antemano porque la fuente de consulta esté afuera o adentro del “territorio” de quienes consultan, tampoco está garantizado que esa intervención bien ubicada va a lograrse porque se acuda a “alguien de confianza” ni que no va a poder lograrse porque se consulte a quienes, como en este caso, constituyen una instancia a la que “se debe” consultar. Es necesario que el lazo de confianza exista, pero no es suficiente. Aunque fuera preexistente, se lo debe construir cada vez, en cada situación. La “extimidad” eficaz, propia de la intervención de un analista, debe ser construída cada vez, vez por vez. La acción y la orientación de un analista, que sólo será tal si ha tocado en algún punto “lo más interior de lo exterior”, “lo inquietante de lo familiar”, del modo adecuado dentro de la escena disponible, ese acto siempre “habrá sido” si ha producido efectos, y no antes, y no se confunde con la “tarea” (como decimos también para la práctica del psicoanálisis propiamente dicho), ya que puede haber “tarea” sin acto que altere verdaderamente las condiciones del conflicto. Aunque la inversa no es posible, no hay acto sin tarea, dado que no se puede prescindir de la escena en la que se juegan los acontecimientos, es decir del aspecto imaginario en el que se presenta la situación y los interlocutores disponibles, o como lo llamaba Freud, la “condición de figurabilidad” (en el caso de los sueños). El niño tiene 9 años, cursa segundo grado (repitió primero) en una escuela común. Se niega a escribir, sobre todo las “cosas nuevas” en su cuaderno (ha pasado a un grado “nuevo”, no está repitiendo el mismo), sólo escribe lo que “sabía de antes” (nombre, fecha, etc). No es que no sepa: reconoce las letras, puede leer, y hace las cuentas más sencillas “de memoria”, simplemente se niega a escribir o a intentar cualquier cosa “más complicada”, y sólo se acerca en los recreos a los niños de primer grado. Por lo demás, es dócil, tímido, e inspira cariño. Pero así no se puede seguir, todos los intentos de “convencerlo” han fracasado: llora, se esconde, rompe el cuaderno, se lo ve sufrir. La escuela (municipal) envía el caso en consulta a una instancia “exterior” a la escuela pero interior al ámbito escolar, que en el sistema educativo público de Buenos Aires se llama “Gabinete Psicológico Central”. Se
  • 2. 2 espera de dicha instancia algún entendimiento y orientación de la situación que en lo posible logre destrabar el impasse en que se encuentra. El niño había perdido a su madre, fallecida cuando él tenía 1 año. El padre, con quien el niño vivía, era portero en un edificio y sobre todo en los primeros años, dejaba al niño al cuidado de algún vecino de su edificio que con buena voluntad “se lo tenía” mientras él atendía sus tareas. Quien pudiera, en el departamento que fuera, cambiando de lugar cuando alguien tenía que salir o no podía atenderlo. Hoy día, el niño ya puede quedarse solo en el departamento de la portería, cuando el padre no está. El padre trabaja de sol a sol, los fines de semana duerme por cansancio y agobio, también él está solo desde hace mucho tiempo. Los vecinos lo quieren y lo ayudan, él se deja proteger. El niño no sale solo a la calle “porque no le gusta”, tiene una bicicleta que usa en la terraza del edificio, pegada al departamento. Pero un año atrás había venido del interior, a vivir a Buenos Aires, la hija mayor del padre (20 años), de un matrimonio anterior, y entonces algunas tardes en la semana, cuando no trabaja, ella se instala en la casa de su padre y se ocupa del hermanito hasta la hora de la cena. Cuando el Gabinete cita a esta joven, se revela un dato crucial: ella se dedicaba durante esas tardes a dibujar y a escribir y leer revistas con su hermano. La televisión encendida los acompañaba. Con ella, el niño escribía, copiaba, hacía números y dibujos. Los fines de semana la joven los pasaba con su novio, y entonces el niño y el padre se quedaban solos como antes. En algunas horas de juego en el Gabinete, los animalitos de juguete se pierden, se separan, se van. Saca algunos libritos de un estante, los mira sin abrirlos y los usa para construir, ¿qué hiciste?, “una casa”, ¿y quién vive en esa casa?, “nadie”. No quiere dibujar ni escribir en una hoja, escribe su nombre en el pizarrón, pide un borrador, y lo borra. Pero el nombre queda escrito sin borrarse, cuando la analista del Gabinete que lo ha recibido, le propone escribir, el nombre de él y el de ella, “entre los dos”, una letra cada uno. “Vos no querés escribir solo”, se le dice, y él sonríe por primera vez. En el trabajo de supervisión clínica permanente que el Gabinete sostiene, se apuesta en este caso por una posible “puesta en forma” del síntoma, que podría, así abordado, “transformar” una insistencia que para el niño es vital preservar, pero que ha quedado preservada al precio de convertirla en puro trastorno para la institución y en inhibición para el niño. Debemos imaginar en la escena existente, el tipo de trabajo que, si no estuviera obstruido, sería el trabajo “espontáneo” que conduciría al niño a la construcción de su fantasma, en el campo sintomático en el que se configura, para cualquier niño, el gran Otro a través de sus figuras emblemáticas. Debemos imaginar algún “puente” que torne transitable una hiancia que ha quedado congelada (a falta de una ficción “más amigable”, que la recubra sin suprimirla) entre el Sujeto y su gran Otro en construcción. Debemos intentar conducir la inhibición y el trastorno hacia la articulación sintomática y la orientación hacia el fantasma, que no van nunca separados. La inhibición que se presenta como trastorno, está ocupando el lugar donde el niño, próximo al negativismo, no está pudiendo encontrar otra forma de decir “no”: no quiero cosas nuevas, quiero lo que sabía antes, no quiero “pasar” a otro lugar, me niego a trabajar solo, y más aún: si la “madre” que finalmente ha llegado a la casa es
  • 3. 3 una hija (de mi padre), ¿qué me autoriza, o por qué debería yo hacer mi tarea, si él se ha quedado detenido en la vida?, me aferraré a esa hija a la que él (como hijo) también se aferra, y no admitiré pasar a ninguna otra (otra “maestra”), no quiero “pasar a segundo”, no me moveré si aquel a quien me dirijo no aloja mi movimiento a través de realizar el suyo. En el pasaje del “primero” al “segundo” (año de vida) había muerto su madre. La inhibición como trastorno, es compatible con una posición del niño que denuncia el movimiento congelado del deseo en el campo del gran Otro, situación que él representa sin llegar a interpretarla. Es lo que llamamos una posición de “acting out” en relación al deseo (del Otro). El acting out es, como el síntoma, una interpelación al campo del Otro, pero es una interpelación inamovible porque allí donde se dirige a un reconocimiento que debe producirse en dicho campo, el reconocimiento desfallece porque el campo no se presta para alojar la interpelación, el reclamo, el llamado. En esta lógica, se hace necesario inventar alguna habilitación del síntoma cuyo posible advenimiento está detenido. En el marco de algunas entrevistas, se le indica al padre que el niño debe tener un tratamiento psicológico, ya que ha existido una gran pérdida que no fue sólo la de una esposa (para el padre), también la de una madre (para el niño). El trabaja demasiado y no tiene tiempo libre, pero la hermana podría llevar al niño al hospital. Se le pregunta si él mismo no podría hacerse un pequeño espacio durante la cena para mirar y apreciar las letras y dibujos de su hijo, o tal vez pedirle algún dibujo que le gustaría recibir del niño al día siguiente. No alcanza con una hija-madre-hermana para todo. En estas conversaciones, se le hace un lugar a la soledad y el cansancio que abruman a este hombre, que dice sentirse muy viejo para “volver a intentar”, le cuesta pensar en eso, ya se acostumbró a vivir así. Su soledad y la del niño, adquieren así cierto “derecho” a ser dichas, al ser escuchadas, al recibir un alojamiento en quien escucha. Un miembro del Gabinete conversa con la maestra del grado explicándole la situación en que se encuentra el niño, y sobre todo la soledad en la que se encontró a partir de “segundo”. Se trataría de que la maestra acepte que el niño, que en efecto no puede transitar su escolaridad sin escribir nunca en la escuela, reciba su autorización para no escribir por el momento, pero a cambio de traerle todos los días alguna cosa escrita en la casa con su “madre-hermana” (la “hija-esposa” del padre), unas palabras, una frase de un cuento que le guste; que se pueda llevar cuentos leídos en clase, a su casa, prestados por un día, podría ser también una cuenta que la maestra le escriba en el cuaderno, para resolver en casa, algún dibujo para hacer, una foto... El puente parece aceptable, y suficiente para empezar a instalar un movimiento. Quizás le alcance a este niño para “pasar de primero a segundo” sin cargar con el impedimento de la inhibición, sin ese reclamo congelado, esa interpelación inamovible al campo del gran Otro, que no le presta su alojamiento. En cuanto a la demanda de amor de este pequeño hombrecito solo, continuará en una historia que por nuestra parte, ya no presenciaremos. Diciembre de 2000