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N el pueblito de Huelquén vivía un
campesino viejito. Su campo era muy conocido
por las grandes sandías que producían sus
tierras, las cuales eran llevadas a distintos
lugares para ser comercializadas por los
vendedores.
¿Te gusta comer sandía? Este fruto tan
jugoso retiene entre sus paredes y su carne
deliciosa, muchas pepitas.
Ésta es la historia de una pepita de sandía.
3. U n día, un grupo de sandías esperaban ser
vendidas en el puesto de una feria. Cada vez
que un comprador se acercaba, tomaba una -
sandía entre sus manos y le daba palmaditas,
para ver cuál sonaba mejor y poder decidir qué
sandía comprar.
Las sandías estaban acostumbradas a este
zangoloteo, al igual que sus pepas, pero existía
una pepita rezongona que ya estaba aburrida
de que la sacudieran tanto: cada vez que
alguien palmoteaba a la sandía, la pequeña
pepita se despertaba. Esto la tenía muy furiosa
y por eso a veces exclamaba:
—¡No hallo la hora de salir de aquí!
La pepita también protestaba cuando
transportaban a la sandía al término de la
jornada, cuando el gallo cantaba por la mañana,
y así, cada vez que algo interrumpía su sueño.
Hasta que un día, ¡por fin!, alguien se llevó la
sandía.
A l llegar esa tarde a la casa de las personas
que la habían comprado, hacía mucho calor, por
lo que el lamento de la pepita retumbaba en el
interior de la sandía, que se había calentado
mucho.
—¡Oh, qué calor!, el jugo de esta sandía está
a punto de hervir —rezongaba.
—Tú sabes que no sucederá así, pepita —le
decían sus amigas—; ten paciencia.
4. En ese momento escucharon voces
humanas. El hombre le pidió a su mujer que
partiera la sandía y la pusiera en el refrigerador.
—¿Qué será eso? —se preguntó la pepita.
U n inmenso cuchillo atravesó la sandía y la
pepita sintió que el filo de la hoja se deslizaba
muy cerca de su pequeño cuerpo.
—¡Ay! —exclamó—, aunque estoy lejos del
centro de la sandía casi me toca; estuve a punto
de que me cortaran, ¡uf!
Pronto, un intenso frío se apoderó de ella, y
le castañetearon los dientes.
—¡Sáquenme de aquí, me congelo! ¿Cuánto
más tendré que soportar este frío? ¿Lo
soportará mi paciencia?
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5. Alguien sacó la sandía del refrigerador y la
llevó a la mesa. La pepita ya no hizo tantos
comentarios, estaba aprendiendo a escuchar más.
De pronto, la pepita fue arrancada
bruscamente de la sandía, dándose un estrellón
contra la cara de un niño.
—¡Ay! —gritaban las otras pepitas—,
estamos en medio de una guerra de pepas
iniciada por estos niños.
Algunas pepitas se divertían al ser lanzadas
por el aire de un extremo de la mesa al otro. La
pepita rezongona, en cambio, no lo soportaba y
en vano hacía esfuerzos para salirse del juego.
—¡Déjennos en paz! —gritaba.
En un momento cayó al suelo.
6. Una niña que no participaba en la guerrilla
la encontró tirada y, al verla un poco retorcida,
brillante y gordita, la imaginó como un
pequeño diamante y tuvo la ocurrencia de
convertirla en una gargantilla.
La pepita suspiró pensando que al fin
tendría paz, pero un fuerte dolor se apoderó de
su pecho, rápido como una flecha: la niña
acababa de cruzarle una aguja con un hilo
resistente. Dichosa con su joya nueva, la
chiquilla salió a jugar con sus amiguitos.
Bastante agotada, la pepita se dejó
balancear al ritmo del peso de su cuerpo
atravesado por aquel hilo. ¡Tantos
acontecimientos de su vida eran increíbles!
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"Si hubiese aprendido a esperar, al igual que las
demás pepas, quizá habría tenido mejor suerte", pensó.
El sueño empezaba a ganar a la pepita cuando
sintió un gran tirón, al tiempo que escuchó una
queja de la niña. Sin proponérselo, un niño había
alzado bruscamente los brazos para tomar una
pelota, cortando el hilo que prendía de su cuello.
—¡OhL—exclamó la pepita, aunque con menos
enojo del que podía esperarse de ella, y cayó sobre
unos trozos de madera en un lugar tranquilo y
apacible.
Repentinamente, un pájaro de plumaje
jaspeado negro y blanco y con un moñito rojo, se
posó a su lado. La pepita lo observó pensativa y .
creyó que era su fin: "¡El pájaro me comerá!", gritó.
7. Cuando volvió sus ojos hacia el pájaro, se
dio cuenta de que éste la miraba como
queriendo preguntarle algo.
—Bueno —dijo la pepita—, estoy lista para
ser tu banquete... ¿Me vas a comer, verdad?
Pero el ave le contestó:
—¿Qué dices? Yo no soy un pájaro
semillero, soy carpintero.
A l escuchar esto, la pepita sonrió con
mucha alegría.
—Nunca en m i vida había estado tan
tranquila esperando que me comieras, y ahora
me siento tan aliviada.
El corazón de la pepita era otro.
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8. —¿Puedo acompañarte un tiempo?
—preguntó la pepita al pájaro carpintero.
:—¡Claro!, pero tendrás que acompañarme a
la parte más alta del tronco de aquel árbol.
—Sí —afirmó la pepita—, tengo u n lazo
que atraviesa mi cuerpo y de él podrás
colgarme en alguna rama.
—¿Y resistirás? —dijo el carpintero.
—¡Sí! —exclamó ella, y recordó con agrado
la breve temporada que había vivido
meciéndose en el cuello de la niña que la había
convertido en gargantilla.
—¡Qué paciencia tienes! —exclamó,
admirado, su nuevo compañero.
A la pepita se le iluminó el rostro mientras
se dejaba llevar en el aire por su amigo.
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9. En todo ese tiempo, la pepita convivió con
los ruidos que el pájaro carpintero hacía al
picotear el árbol, pero ahora ya no se quejaba y
el repiqueteo sobre el tronco sonaba en sus
oídos como gotas de agua cayendo en un
estanque, envolviéndola en una nube de paz.
U n día, el carpintero opinó que ella no
podía seguir en ese lugar para siempre, porque
la pepita pertenecía al mundo de allá abajo;
entonces, ésta, que había aprendido a escuchar
y aceptar los consejos de los otros, estuvo
gustosa de bajar de nuevo y le pidió a su amigo
que la dejara en algún campo.
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El carpintero la tomó con cariño,
liberándola del hilo del que estaba amarrada, y
con nostalgia buscó u n lugar hermoso para ella:
la depositó en el huerto lleno de flores de una
casa muy pobre donde dos niñitos jugaban
dentro de u n corral, intentando dar sus
primeros pasos.
Por primera vez la pepita miró con ternura
a sus futuros dueños, pues presintió que la
próxima oportunidad que los viera, los
pequeños ya estarían caminando.
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11. Entonces, le pidió al carpintero que le diera
unos picotazos suaves y la dejara enterrada, .
cubierta por la tierra húmeda del lugar.
El carpintero, quien se había encariñado
con su pequeña amiga y había conocido gran
parte de su vida mientras permaneció en el
árbol, sabía que en la pepita había despertado
la virtud de la paciencia, la suficiente como
para crecer y madurar al ritmo del resto de los
frutos que se cultivan en el campo.
—¡Chao, pepita! —le dijo despidiéndose
con afecto—, tu paciencia alcanzará para que
algún día pueda verte convertida en una
hermosa sandía.
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