1. Hay muchos que creen que los hombres son corderos; hay otros que creen que los hombres son
lobos. Las dos partes pueden acumular buenos argumentos a favor de sus respectivas
posiciones. Los que dicen que los hombres son corderos no tienen mas que señalar el hecho de
que a los hombres se les induce fácilmente a hacer lo que se les dice, aunque sea perjudicial
para ellos mismos; que siguieron a sus Iíderes en guerras que no les produjeron mas que
destrucción; que creyeron toda suerte de insensateces solo con que se expusieran con vigor
suficiente y las apoyara la fuerza, desde las broncas amenazas de los sacerdotes y de los reyes
hasta las suaves voces de los inductores ocultos y no tan ocultos. Parece que la mayoría de los
hombres son niños sugestionables y despiertos a medias, dispuestos a rendir su voluntad a
cualquiera que hable con voz suficientemente amenazadora o dulce para persuadirlos.
Realmente, quien tiene una convicción bastante fuerte para resistir la oposición de la multitud
es la excepción y no la regia, excepción con frecuencia admirada siglos mas tarde y de la que,
por lo general, se burlaron sus contemporáneos.
Sobre este supuesto de que los hombres son corderos erigieron sus sistemas los grandes
inquisidores y los dictadores. Mas aun, esta creencia de que los hombres son corderos y que,
por lo tanto, necesitan jefes que tomen decisiones por ellos, ha dado con frecuencia a los jefes
el convencimiento sincero de que estaban cumpliendo un deber moral -aunque un deber
trágico- si daban al hombre lo que este quería, si eran jefes que lo Iibraban de la responsabilidad
y la Iibertad.