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«La ocultación del riesgo»
                        («Shielding Risk»)1
David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University


        Hacia el mediodía del sábado, 8 de enero de 2011, recibí en mi iPhone el mensaje
        de un colega: «Trágicas noticias: han tiroteado a la congresista Giffords en un
        acto público en Tucson». Pronto supe que un hombre armado con una pistola
        Glock 19 a la que había acoplado un cargador ampliado de 33 balas había
        disparado contra la congresista Gabriel («Gabby») Giffords, alcanzándola en la
        cabeza, y había matado a otras seis personas (entre ellas, un juez federal y una
        niña de nueve años) y herido a trece más. Giffords, un caso poco frecuente de
        congresista demócrata en la ultraconservadora Arizona, celebraba en aquel
        momento un acto de su campaña «Congress on Your Corner» («El Congreso en la
        esquina de tu calle») en un supermercado Safeway de Tucson. Ella estaba ya
        acostumbrada al hostigamiento, pues había sido reelegida frente al antagonismo y
        la intimidación tóxicas de quienes se oponían tanto a su postura favorable a un
        controvertido proyecto de ley de sanidad como a su desacuerdo con la draconiana
        legislación antiinmigratoria de Arizona. Su rival en las anteriores elecciones,
        respaldado por el Tea Party, llegó a organizar un acto de recaudación de fondos
        de campaña con el lema «apuntando a la victoria», en el que invitaba a los
        donantes a disparar un fusil M16 con él. La oficina de campaña de Giffords había
        sido objeto de ataques y ella misma estaba preocupada; en un momento dado,
        llegó incluso a declarar a un periodista: «Tengo una Glock de 9 milímetros y soy
        bastante buena tiradora». Curiosamente, se trataba del mismo tipo de pistola que
        la que disparó la bala que le penetró en la cabeza. El ímpetu homicida del tirador
        no se detuvo hasta que, tras recargar el arma, ésta se le atascó, con lo que dio
        opción a que alguien le golpeara con una silla y otras personas lo tiraran al suelo.
        Uno de los hombres allí presentes tenía su propia 9 milímetros oculta y,
        posteriormente, reconoció que había estado a punto de disparar contra la persona
        equivocada. El horror de aquellos hechos ha sido ya descrito por otras voces y
        plumas; lo que yo me propongo aquí es situarlo en el contexto de la comunicación
        de riesgo.

         En concreto, me gustaría abordar la cuestión de cómo la ocultación del riesgo
(es decir, el uso estratégico de símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos
con el fin de desviar y, a menudo, negar alegaciones acerca de determinados riesgos)
obstaculiza una comunicación de riesgo eficaz. Mi argumento es que tanto el contexto
comunicativo como la historia de las alegaciones acerca de los diferentes riesgos son
rebatidos mediante la utilización de formatos institucionales de control social, que
valorizan, legitiman y vinculan en esencia acción y sentido. Mi proyecto consiste en
clarificar ese orden comunicativo, así como el papel de la información mediada y de las
narrativas orientadas al entretenimiento en la construcción de la realidad social. Hay que
tener en cuenta que, por un lado, muchas narrativas del riesgo se basan normativamente
en fuentes de información institucionales, mientras que, por otro, son cosificadas por la
intervención de unos determinados formatos comunicativos. Los comentarios que siguen
pretenden explorar y sugerir vías mediante las que identificar algunos «ocultadores» de
riesgo potencial y real que, no sólo mantienen un orden simbólico, sino que pueden
resultar también perjudiciales para la seguridad individual y pública. Trataré, en
concreto, la cuestión de la ocultación de la comunicación de riesgo centrándome

1
  Texto completo de la conferencia inaugural del Congreso de la AE-IC Tarragona 2012 “Comunicación y
Riesgo”. Traducción a cargo de Albino Santos Mosquera.

                                                    1
principalmente en ejemplos extraídos de Estados Unidos: las armas de fuego, el
crecimiento de la población reclusa y las influencias militares en las universidades.
        Antes de nada, tal vez sea útil hacer un breve comentario sobre una orientación
teórica en concreto y sobre mi modo de enfocar la comunicación de riesgo. Mi supuesto
básico es que cualquier enunciado convincente sobre la conducta social debe estar
informado por una teoría de la interacción y la comunicación sociales que incluya también
la comunicación de masas. Se ha dicho que la tesis de la sociedad del riesgo depende de
los medios de comunicación masiva y yo mismo he argumentado ya con anterioridad que
esa tesis viene a ser reflejo de un discurso preexistente sobre el miedo que fue
condicionado a su vez por los formatos comunicativos de entretenimiento (Altheide,
2011). A medida que ha aumentado el conocimiento teórico y técnico, también lo ha
hecho la sensación de riesgo y de amenaza tanto a nuestra seguridad como a nuestros
futuros colectivos. Muchos de esos riesgos se han centrado en individuos (en
delincuentes y terroristas, por ejemplo), mientras que otros han examinado desastres
medioambientales inducidos por el ser humano, como los del clima, la contaminación
hídrica, etcétera (Pidgeon et al., 2003). La protección, el marketing, la guerra y el
castigo reflejan un discurso fundamental de miedo por el que se guía un orden
flexiblemente negociado relacionado no sólo con la seguridad, sino con el futuro mismo.
En ese sentido, resulta convincente el análisis que Murdock hace del papel de los medios
en la «comercialización» (marketization) del riesgo (Murdock, 2010, p. 163): «Podemos
definir la comercialización en sus términos más genéricos como la aplicación de políticas
dirigidas a encoger el sector público y agrandar tanto el alcance de las dinámicas de
mercado como la libertad de funcionamiento de éstas». Frente a esta perspectiva de
Murdock, muchos enfoques del análisis de los riesgos están fundados sobre la supuesta
objetividad de éstos, y se alejan, por lo tanto, de una perspectiva más procesal y
matizada de la construcción social de los significados simbólicos, las intenciones humanas
y el poder colectivo y social inherente a la promoción, la negociación y la cosificación de
definiciones sociales. Como bien apunta Kinsella, del examen de las diversas teorías e
investigaciones se deduce que muchas de nuestras concepciones del riesgo están
inspiradas por paradigmas objetivistas:

       [...] resulta inmediatamente evidente que el «riesgo» y la «comunicación» son
       fenómenos profundamente imbricados entre sí. El riesgo puede ser entendido
       como un objeto, un tema o un referente de la comunicación, pero también como
       un producto o un resultado constituido por la comunicación, o como una
       dimensión inevitable, existencial, de la comunicación. [...] La sociología del riesgo
       de Beck ve también en ciertas exigencias, como la de tener un aire limpio
       (reduciendo la contaminación atmosférica), fenómenos «reflexivos» (en el sentido
       de que son productos de la actividad humana que precisan de una atención
       igualmente humana) que, sin embargo, son además externos, y como tales, hay
       que reconocer, caracterizar y remediar usando las herramientas de la ciencia y la
       tecnología (Kinsella, 2010, pp. 270-271).

Los órdenes institucionales, entre los que se incluyen la policía, el ejército, la religión, la
educación y el mundo empresarial −en especial, el sector de los seguros (Ericson et al.,
2003)−, se han esforzado por someter la lógica y la incertidumbre de la vida (en una era
de confort y predecibilidad crecientes para buena parte de la población mundial) bajo el
dominio de unas tutelas de niveles industriales y un control social y un encarcelamiento
masivos. Las definiciones de riesgo amparadas en la tecnología (como en el caso del
doping en ciclismo) pueden servir de mecanismo de detección y supervisión, pero si no
se tienen en cuenta los significados complejos y subculturales, pueden también generar
burdas distorsiones y mayores perjuicios que los que pretenden remediar (López, 2011;
López, 2010). De hecho, podría decirse que el progreso mismo ha sido promovido y
cuestionado a un tiempo por un orden social orientado al riesgo.



                                               2
La institución más interesante en ese sentido es la que conforman los medios de
comunicación de masas, incluidos aquellos medios sociales que funcionan también
siguiendo la lógica de internet: es decir, conforme a un orden de comunicación dirigida
tanto «de uno a muchos» como «de muchos a uno» (Surratt, 2001). Guiados por la
lógica mediática y por unos formatos de entretenimiento sobradamente probados, los
medios de masas cultivan a unos públicos para que éstos acepten futuros mensajes; esos
públicos aprenden el contenido, pero, más importante aún, captan también la lógica y la
perspectiva del énfasis visual, la brevedad y la mejora de estatus personal que se
adquieren cuando se ejercita la habilidad de consumir esos medios y de convivir con ellos
y sobrevivir a ellos (Farré Coma, 2005). El recientemente desaparecido Richard Ericson
aportó una serie de análisis definitivos sobre la naturaleza, la organización y el impacto
de los medios de masas y el riesgo, en los que sustentaba la tesis de que dichos medios
contribuyen a la vigilancia social al exponer imágenes de desviación y amenaza... y de
miedo (Ericson y Haggerty, 1997; Ericson et al., 1991; Ericson et al., 1987). Y esto es
algo que tiene importantes implicaciones políticas:

       Los imaginarios sociales «liberales» [socialdemócratas] prometen que los
       mecanismos estatales de provisión de seguridad harán posible la libertad al
       facilitar un funcionamiento fluido de las relaciones de mercado, la asunción
       empresarial de riesgos, la iniciativa emprendedora creativa, la autogobernanza, la
       prosperidad y el bienestar. Pero esto, en buena medida, no es más que un
       imaginario, porque, más que hechos externos a nosotros, la seguridad y la
       libertad se encuentran en nuestro interior en forma de anhelo. Los mecanismos
       de seguridad y libertad son imaginarios porque exigen conocer el futuro para
       poder gobernarlo. Pero el futuro es incognoscible en muchos sentidos. [...] Esto
       genera una paradoja para la política «liberal» [socialdemócrata]: la de cómo
       proporcionar seguridad y libertad basándose en el conocimiento del futuro cuando
       la incertidumbre es la condición fundamental del conocimiento humano (Ericson,
       2007, p. 4).

        La comunicación de riesgo forma parte del proceso de vigilancia que resulta
relevante para la sociedad del conocimiento (Stehr, 2008a; Stehr, 2008b). Con ello
quiero decir, básicamente, que tanto la vigilancia del riesgo como la ocultación de éste
implican un control social (Garland, 2001) y son una característica de la sociedad del
conocimiento: «[...] las políticas del conocimiento hacen referencia a aquellas políticas
regulatorias dirigidas a controlar, restringir o, incluso, prohibir la materialización de
nuevos conocimientos e invenciones técnicas» (Grundmann y Stehr, 2003).
        La sociedad del riesgo está imbuida de un omnipresente discurso del miedo: de la
comunicación, la conciencia simbólica y la expectativa de algo tan simple como que el
peligro y el riesgo constituyen un elemento central de la vida cotidiana (Altheide, 2002).
Una plétora de estudios sugieren que la comunicación del riesgo se ha profesionalizado e
institucionalizado, y está siendo potenciada actualmente. Hoy son diversos los expertos
que explican muy convincentemente cuáles son las mejores formas y técnicas para
comunicar el riesgo (con imágenes, gráficas o tablas, por ejemplo), y otros muchos
señalan la naturaleza y los contextos políticos que hacen que optemos por centrarnos en
unos riesgos determinados y no en otros (Schapira et al., 2006). El objeto de estudio que
me interesa en particular está inspirado por esas investigaciones (que vienen a ser
cimientos de las mías), pero mi enfoque inserta la comunicación de riesgo dentro de una
franja más amplia de fenómenos, entendiéndola como un elemento de una teoría de la
comunicación mediada de masas y la tecnología de la información en una era digital (y
de realidad virtual). Un análisis en concreto de los medios virtuales y, en especial,
digitales nos brinda una serie de útiles directrices:

       A la hora de construir este mapa [del paisaje de la comunicación] necesitamos
       abandonar la fácil división de los medios entre «viejos» y «nuevos» para


                                            3
centrarnos en las crecientes interacciones existentes entre ellos y en cómo los
       cambios económicos y políticos generales condicionan el despliegue de esos
       medios. Este esencial trabajo de base proporciona, a su vez, el contexto en el que
       podemos examinar las implicaciones de los sistemas emergentes de comunicación
       en línea para cinco ámbitos clave relacionados con el riesgo: la constitución de las
       concepciones populares del riesgo; la organización de la deliberación pública
       sobre cuestiones de riesgo; los modos emergentes de acción colectiva en relación
       con los riesgos y las crisis; la vigilancia (desde arriba y desde abajo) de aquellos
       sitios y personas que se considera que son constitutivos de riesgo, y los
       problemas sistémicos que la creciente dependencia de las redes plantea para la
       gestión del riesgo (Murdock, 2010, p. 173).

        Mi análisis de la ocultación del riesgo está fundamentado en cada una de esas
áreas clave y es heredero de décadas de investigación dedicada a depurar
conceptualmente y a explorar cómo opera transversalmente la lógica mediática (Altheide
y Snow, 1979) a lo largo y ancho de todas las instituciones sociales influyendo en la
formulación de alegaciones y reivindicaciones, en la divulgación de noticias, en la opinión
o el comentario críticos, en la formación de políticas sociales y en la mayor parte del
cambio social. Lo que vengo a sugerir es que tanto los riesgos que se potencian como los
que se ocultan son el reflejo de unas narrativas promovidas a su vez como elementos de
unas «naciones ficcionales» (Castelló, 2009).
        Una parte de esta lógica que resulta crucial para nuestro análisis es la de la
ecología de la comunicación, un concepto por el que me refiero a la estructura, la
organización y la accesibilidad de la tecnología de la información, de los diversos foros,
medios y canales de información. La tecnología de la información y los formatos
comunicativos (mediáticos) influyen en el tiempo y el espacio de las actividades
(Altheide, 1995). El discurso del miedo es un aspecto clave del modo en que los
decisores políticos y otras muchas personas y grupos usan el orden de la comunicación
−incluyendo la televisión, internet y la mayoría de los medios sociales− y hace, por
consiguiente, que éste sea más susceptible de ser intervenido por quienes están
dispuestos a manipular muy selectivamente las definiciones y las percepciones de los
riesgos apremiantes, fomentando de ese modo la política del miedo o el hecho de que,
para alcanzar ciertos objetivos, los decisores promuevan y recurran a las creencias y los
supuestos que los públicos tienen acerca del peligro, el riesgo y el miedo mismos
(Altheide, 2006). Lo que se echa a faltar todavía en ese análisis es una visión más amplia
de la evaluación del riesgo que incluya aquello que he bautizado como la ocultación del
riesgo. De hecho, la atención selectiva que dedicamos a ciertos riesgos «externos a
nosotros» contribuye a que cerremos los ojos a otras amenazas que rara vez nos son
presentadas como tales amenazas o riesgos, pero que están engranadas en un orden
moral simbólico que se sostiene gracias a nuestra concentración en lo que podríamos
llamar las «amenazas convencionales». Otros riesgos quedan así ocultos a nuestra
conciencia y reflexión.
        Lo que aquí me interesa es la naturaleza de la ocultación del riesgo. Puede que los
siguientes comentarios preliminares sirvan para clarificar cómo los intentos de control y
protección de los ciudadanos y las ciudadanas desde las instituciones sociales mediadas
pueden volver también más vulnerables a aquéllos y aquéllas. Estos son los argumentos
en concreto que pretendo exponer en lo que resta de conferencia:

       1. La ocultación del riesgo incluye la conducta y el contenido comunicativos que
       suponen la evitación o la negación de fuentes de peligro y riesgo, así como la
       exposición y la resistencia activa a los argumentos de los gestores del riesgo
       cuando estos dicen (a) que no existe en realidad un determinado riesgo o peligro,
       y/o (b) que las medidas que se están tomando para contrarrestar ese proceso de
       ocultación del riesgo son necesarias y no ilegales ni inmorales. Así, por ejemplo,
       el riesgo inherente al mercado de la vivienda se oculta muchas veces empleando


                                            4
un lenguaje y unas prácticas institucionales que dotan de aderezo y esplendor
simbólicos lo que sería un trato comercial potencialmente ruinoso. Entre los
términos relacionados habitualmente con el alquiler de una casa grande y cara,
solemos encontrar calificativos como: espaciosa, con gusto, con estilo, de lujo,
amplia, fabulosa, majestuosa, hermosa, lujosa, exquisita, cálida, elegante,
refinada, acogedora, a su medida. Otro ejemplo: la Asociación Nacional del Rifle
(NRA) presionó al Congreso estadounidense para que prohibiera que los Centros
para el Control y la Prevención de Enfermedades estudiaran el carácter y el
alcance de las muertes relacionadas con armas de fuego en Estados Unidos.
También en este caso se insertó un tipo de lenguaje concreto en la ley de
financiación presupuestaria de dichos centros que hoy continúa en vigor: «Los
fondos puestos a disposición de los Centros para el Control y la Prevención de
Enfermedades para la prevención y el control de heridas o lesiones no podrán
utilizarse en ningún caso para defender o promover el control de armas de
fuego».

2. La ocultación del riesgo también interviene en muchos intentos directos e
indirectos de minimización de nuestra atención a las consecuencias no
intencionadas de ciertas acciones. Existe un extendido uso creativo de diversos
mecanismos de reparación simbólica, entre los que se incluyen las
«explicaciones» o accounts (a modo de excusas y/o justificaciones), la técnicas de
neutralización y los descargos de responsabilidad (Hewitt y Stokes, 1975; Matza,
1969; Scott y Lyman, 1968). Ejemplo: el de los ataques de aviones no tripulados
que causan muertos entre la población civil.

3. Tanto la ocultación del riesgo como la revelación de ese escudo encubridor
pueden implicar el uso de tecnologías de la información (como, por ejemplo, ha
sido el caso con los medios sociales en la «primavera árabe» [Sheridan, 2011]).
También el movimiento Occupy Wall Street ha cuestionado el discurso. Así
opinaba un observador: «Creo que el componente online fue crucial; me refiero a
la posibilidad de distribuir señal de vídeo por streaming, de captar las imágenes y
crear registros y relatos de sacrificio y resistencia». También ha sido ejemplo de
ello la supervisión nacional e internacional de las elecciones en Rusia, desde
donde, en noviembre de 2011, se colgó en YouTube un vídeo (grabado con un
teléfono móvil) de un candidato político amenazando a un grupo de veteranos con
no facilitarles financiación si no le apoyaban. También a través de esas
tecnologías se transmiten o se realizan desde escenificaciones de teatro de calle,
hasta confrontaciones, resultados de minería de datos y difusión de contenidos
informativos, incluida información «secreta» clasificada, como hace, por ejemplo,
WikiLeaks (Adolf y Wallner, 2011).

4. Aunque pueda parecer paradójico, la evaluación y la prevención del riesgo
(vigilancia y castigo incluidos) favorecen a su modo los intentos y las tendencias
dirigidos a ocultar riesgos. Las actividades ocultadoras del riesgo aumentan a
medida que lo hacen también las evaluaciones de riesgos y las expectativas
públicas de orden, acatamiento de la ley y seguimiento de las regulaciones y las
directrices administrativas. La Asociación Nacional del Rifle (NRA), por ejemplo,
presiona en Estados Unidos al Congreso para que prohíba el desarrollo de bases
de información electrónicas sobre propietarios, ventas, etcétera, de armas de
fuego.

5. Reducir riesgos no siempre es lo mismo que ocultarlos. A veces, se promueven
riesgos, pero, otras veces, se ocultan (Sheridan, 2011). En algunos casos, pueden
emprenderse medidas (violentas incluso) para reducir riesgos (por ejemplo,
cuando los insurgentes afganos matan a los lugareños que cooperan con las


                                     5
fuerzas de la coalición internacional) y para ocultarlos al mismo tiempo a otras
       poblaciones. Pero esa clase de acciones −tanto las prescripciones como las
       proscripciones− implican también riesgos y ciertas consecuencias no
       intencionadas, aun cuando, en ocasiones, éstas puedan ser conocidas ya de
       antemano por algunas personas. (Por ejemplo, Estados Unidos utiliza aviones no
       tripulados en, al menos, seis países para localizar y matar a enemigos declarados
       como tales, aun cuando el gobierno estadounidense se ha opuesto
       tradicionalmente a los asesinatos políticos. Las noticias de los medios informativos
       emplean el lenguaje de las autoridades militares y rara vez comentan que esos
       ataques son violaciones de la soberanía nacional de otros países. Los aviones no
       tripulados están blindados frente a nuestra percepción de riesgo y, al mismo
       tiempo, su uso oculta riesgos: impide que la oposición se levante o cobre fuerza.)

Ilustraré estos argumentos con tres grandes ejemplos tomados de Estados Unidos: la
aceptación de las armas de fuego, la expansión del complejo penitenciario-industrial, y la
incursión de las industrias y las prioridades militares y de defensa en las principales
universidades. También iré incorporando otros ejemplos a fin de ilustrar cómo se usan
estratégicamente símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos dominantes
para desviar y, en muchos casos, negar argumentos acerca de los riesgos.

La ocultación del riesgo de las armas de fuego

        En las páginas siguientes, sugiero que buena parte de la relación que Estados
Unidos mantiene con las armas de fuego está adquiriendo cada vez más el carácter de un
fenómeno de ocultación del riesgo. El contexto concreto que me ocupa es el del acceso a
las armas de fuego y a la munición para éstas tanto en Arizona como en el conjunto del
país. El discurso del miedo se asienta sobre una serie de símbolos culturales e, incluso,
emocionales que hacen que no percibamos determinados riesgos en determinadas
prácticas. Mi objetivo consiste en clarificar el problema de las armas de fuego −entendido
como significado simbólico− en Arizona y en EE.UU. a fin de mostrar cómo ese riesgo es
ocultado por otros símbolos culturales sostenidos a su vez por el discurso del miedo.
Entre los símbolos a los que se vinculan las armas de fuego están la identidad nacional,
los derechos, la pertenencia a la comunidad, el carácter, la seguridad, el orgullo, los roles
de género y la justicia. Así que el riesgo en sí de las armas de fuego acaba ocultándose
para no poner en peligro ninguno de esos preciados símbolos. Las pistolas y los fusiles
están ahí «por nuestro bien» y si alguien las usa «para hacer el mal» en forma de
crímenes o suicidios, achacamos tales desgracias a un «mal uso». Decimos que las
personas que disparan contra una multitud −como sucedió en Tucson− están locas o
padecen algún trastorno mental. Con eso, blindamos las armas de fuego frente a posibles
alegaciones de riesgo. O, al menos, ese es el significado de las narrativas, las
informaciones y la retórica al respecto.
        Se calcula que en Estados Unidos hay unos 270 millones de armas de fuego (90
por cada cien habitantes), un porcentaje superior al de Yemen (60 por cada cien). Se han
escrito y publicado bibliotecas enteras de artículos de prensa, libros e informes
gubernamentales acerca del peligro de tales armas (especialmente las pistolas y los
revólveres) y no voy a tratar de recoger todos esos argumentos aquí. Baste decir que las
armas de fuego se cobran decenas de miles de muertes y lesiones al año (incluidos
numerosos suicidios) y son el arma predominantemente usada en los miles de agresiones
y otros delitos a mano armada que se cometen en Estados Unidos. Según la Campaña
Brady para prevención de la violencia por armas de fuego, más de un millón de personas
han muerto asesinadas por éstas desde que Robert Kennedy y Martin Luther King
murieran por esa misma causa en 1968. Eso representa un número de muertos superior
al de ciudadanos estadounidenses fallecidos en las diversas guerras en las que ha
participado EE.UU. desde los años cuarenta del siglo XX. Las armas de fuego están tan
estrechamente relacionadas con las muertes juveniles que los Centros para el Control y


                                             6
la Prevención de Enfermedades (CDC) elevaron el homicidio juvenil de la categoría de
delito a la de problema de salud pública.
        Volvamos por un momento sobre el espectacular tiroteo mortal que se produjo en
Arizona para ver cómo se oculta el riesgo de las armas de fuego. La reacción pública
captada por los medios de masas puso el énfasis en elementos ya consabidos como la
tristeza, el lamento ante lo ocurrido, el «sinsentido» de aquellos asesinatos y el cómo
todo aquello nos haría más fuertes. También se habló y se escribió con preocupación en
los medios nacionales y locales acerca de la creciente virulencia de las declaraciones
políticas y de cómo éstas podían contribuir a crear un ambiente tóxico. Aun así, varias de
las principales figuras periodísticas allí destacadas (George Will, por ejemplo) y de los
animadores mediáticos locales criticaron aquellos análisis realizados a bote pronto
alegando que se trataban de la típica búsqueda de culpables, que no dejaban de ser un
vano intento de dar un sentido racional a un acto puramente irracional, y que lo allí
sucedido no era más que la obra (nuevamente) de un individuo perturbado. De hecho,
cualquiera que sugiriera que la corriente simbólica de demonización salvaje de oponentes
políticos (caracterizados, en el fondo, como enemigos de Estados Unidos) que se estaba
viviendo en el país podía haber tenido incidencia alguna en aquel terrible hecho o bien
era alguien muy confundido, o bien era un oportunista que trataba de sacar tajada
política: muy seguramente, un «liberal» [un político de izquierdas] que buscaba
desacreditar así a los candidatos (como Sarah Palin) apoyados por el Tea Party.
        Hay muy poca comunicación de riesgo relacionada con las muertes y las lesiones
por armas de fuego. En aquellas fechas, fue relativamente poca la atención que se dedicó
a las armas de fuego y su munición, aparte de algún que otro apunte sobre la influencia
de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) en el Congreso y sobre cómo aquélla haría sin
duda imposible cualquier medida mínimamente seria de limitación de la venta de armas
de fuego, de su munición o de cargadores de gran capacidad como el utilizado en la
matanza de Arizona. La regulación de la venta de armas de fuego y de su munición
(incluidos los cargadores ampliados) apenas tuvo presencia en las noticias de los medios
informativos de los días inmediatamente siguientes al tiroteo de Tucson, excepto en
algunas columnas y editoriales de opinión, y en algunas cartas al director del periódico
local (el Arizona Republic), en las que se defendía la prórroga de la ley federal de 2004
que regulaba el comercio y uso de cargadores de gran capacidad, y se proponía que
Arizona no autorizara que nadie llevara armas ocultas a prácticamente ningún
establecimiento o lugar (bares incluidos) sin exigir a su dueño algún tipo de formación
previa. Un senador opinó que los cargadores de gran capacidad deberían de estar
regulados, pues hasta los propietarios de armas de fuego reconocían que ni siquiera
quienes realizan prácticas de tiro necesitan tener 33 balas disponibles entre recargas.
Además, y como bien señalaron algunas personas, siempre hay algún loco por ahí suelto
a quien no habrá manera de reconocer como tal hasta que sea demasiado tarde, como el
que actuó en el Instituto Tecnológico de Virginia (Virginia Tech), que también empleó una
Glock, o como el estudiante de la Universidad del Norte de Illinois, que provocó 27
víctimas entre muertos y heridos, o como otros muchos tiradores clasificados como
paranoides, esquizofrénicos, que consiguen armas de fuego y luego «pierden el control».
La Asociación Nacional del Rifle (NRA) encuadró el problema desde la perspectiva de una
falta de atención sanitaria mental apropiada, y llegó incluso a culpar a ciertas personas
que conocían al tirador de Tucson por no haber informado a los profesionales de la salud
mental del extraño comportamiento de aquel hombre. Uno de aquellos «desviadores» del
riesgo sostuvo lo siguiente a los pocos días de la masacre, con motivo del Congreso de
Tiro, Caza y Actividad al Aire Libre (el llamado SHOT Show, o Feria del TIRO) de Las
Vegas:

       «Lo ocurrido en Tucson no fue un fracaso de la legislación de control de las armas
       de fuego», declaró Lawrence Keane, jefe de los servicios jurídicos de la Fundación
       Nacional de Deportes de Tiro, patrocinadora de la feria de armas. «Fue un fracaso
       del sistema de salud mental». Los líderes del sector allí reunidos coincidieron en


                                            7
que la respuesta no debía buscarse en unas nuevas leyes sobre armas (Horwitz,
       2011).

Otro portavoz de la industria de las armas de fuego añadió:

       «Compartimos con todos los estadounidenses la condena de ese acto de violencia
       sin sentido −un acto ciertamente horrible que desafía toda racionalidad o
       explicación− y seguimos teniendo en nuestro pensamiento y en nuestras
       oraciones a los afectados por esta tragedia», declaró Ted Novin, un portavoz de la
       industria de las armas de fuego, que definió el tiroteo como «la acción de un
       loco».

Un miembro de la cámara de representantes de Arizona repitió esa misma explicación y
dio a entender que habría sido de gran ayuda que el sistema de salud mental hubiese
funcionado mejor, aunque no comentó cómo podría haber sido posible algo así dados los
drásticos recortes en el gasto en salud mental que se habían practicado en Arizona
durante la última década.
        Pese al acusado temor a futuros tiroteos, y pese al deseo de protección para sus
propias familias, muchas personas parecieron aceptar lo inevitable: que, en realidad, no
había nada que hacer. Las armas de fuego son parte integral no ya de Arizona, sino de
Estados Unidos en general. La congresista tenía una pistola, aunque no la llevaba
consigo. El juez federal, que fue asesinado porque había pasado por Safeway para
saludar a Gabby Giffords, tampoco llevaba encima su pistola, seguramente, porque
regresaba en aquel momento de misa. E incluso el cirujano que intervino a la congresista
tenía un arma registrada a su nombre. Así que la culpa no podía ser de las armas de
fuego: no es posible hablar de tales armas como riesgo en el contexto de la libertad y los
valores estadounidenses. ¿Qué hicieron, entonces, los habitantes de Arizona? Muchos
fueron a comprar más armas; las solicitudes para hacerse con alguna de ellas se
incrementaron en un 60 por cien en el estado el lunes siguiente al tiroteo (un 65 por cien
en Ohio y un 5 por cien a nivel nacional). En palabras del dueño de un comercio donde se
venden tales armas, «estamos doblando nuestro volumen normal de ventas». El gerente
de «Shooter's World», en Phoenix, ha visto multiplicarse varias veces la demanda de
armas de fuego a lo largo de los años: «Siempre que hay algún suceso gordo, sobre todo
si es por aquí cerca, la gente tiende a salir corriendo a comprar algo para proteger a su
familia» (Riley, 2011).
        ¿Y cuál ha sido el arma predilecta tras la masacre de Phoenix? La Glock 19,
aunque también ha habido muchos compradores que han adquirido cargadores de gran
capacidad, que los clientes, según uno de los comerciantes, casi «quitaban de las
manos» a los vendedores, sobre todo, porque a algunos propietarios de pistolas Glock les
preocupaba la posibilidad de que (como ya había sucedido tras las masacres de
Columbine, el Instituto Tecnológico de Virginia, la Universidad del Norte de Illinois,
etcétera) se tomaran medidas para regular el comercio y uso de armas de fuego o,
incluso, para prohibir los cargadores de alta capacidad (que ya habían estado prohibidos
desde 1994 hasta que, en 2004, la Asociación Nacional del Rifle logró imponer su criterio
en el Congreso).
        Todo esto plantea una serie de preguntas importantes para los estudiosos de la
comunicación de riesgo: ¿Qué es lo que la gente entiende por riesgos aceptables, sobre
todo, cuando las probabilidades de sufrir daños por culpa de un arma de fuego son
bastante elevadas, y especialmente entre los jóvenes? ¿Cómo comunicamos y
encuadramos los mensajes sobre el riesgo y la prevención cuando los contraargumentos
se presentan en forma de valores tan elementales como la libertad, la seguridad y los
derechos humanos? ¿Qué mezcla de hechos, valores y posibilidades de cambio debería
conformar el discurso?




                                            8
La comunicación de riesgo de una profecía autocumplida

        La cultura de las armas de fuego en Arizona vendría a concordar con lo que se
entiende por una profecía autocumplida, pues el intento de impedir que algo suceda,
como en este caso es el hecho de sufrir un daño, puede provocar en realidad la
generación de un perjuicio aún mayor. Arizona, como buena parte de EE.UU., ha hecho
que el crimen y el miedo se persigan mutuamente hasta propiciar un futuro de tenencia
masiva de armas de fuego. Éstas forman parte de la tradición popular del Suroeste
norteamericano, pero eso no explica del todo lo ocurrido en Arizona. Lo que sí contribuye
a explicarlo es la producción de miedo que se genera desde los medios de masas.
Durante treinta años, Arizona (y, en particular, el área metropolitana de Phoenix) ha
vivido inmersa en el discurso del miedo. Y los políticos lo han utilizado y lo han
fomentado.
        Arizona es un reflejo del conjunto del país en lo que al miedo respecta. Los
atentados terroristas de 2001 y la amplísima cobertura informativa que reciben las
amenazas a Estados Unidos se añadieron a la combinación simbólica de miedo,
delincuencia y terrorismo, y a la necesidad de autodefensa. Las ventas de armas de
fuego crecieron tras el 11-S, cuando los ciudadanos buscaron en ellas consuelo frente a
la posibilidad de que un terrorista irrumpiera en sus vecindarios.
        Una serie de medidas legislativas a lo largo de la década transcurrida desde
entonces sirvieron para facilitar la adquisición de armas en Arizona, un proceso que
culminó con la introducción de cambios legales por los que los ciudadanos cuentan ahora
con autorización para llevar armas ocultas a bares y otros espacios públicos sin
necesidad de permiso ni formación especiales. La oposición a tales medidas de la mayor
parte de las agencias encargadas del mantenimiento de la ley y el orden en Arizona
apenas influyó en la inercia del momento. A éstas les preocupaba la perspectiva de que
un mayor número de personas fuesen a ir armadas por la calle con pistolas de superior
calibre y que eso comportase un riesgo más elevado para los agentes, sin olvidar las
dificultades añadidas que aquello provocaría en cuanto al aumento de las disputas de
violencia doméstica con armas de fuego de por medio. Al final, en definitiva, el esfuerzo
por prevenir ciertos sucesos-riesgos de extrema rareza, como el hecho de tener que
enfrentarse a un atracador armado, ha contribuido a que más habitantes del estado
corran hoy el riesgo real de recibir un balazo.
        Los riesgos se construyen socialmente y pueden estar muy influidos por la lógica
característica de otros contribuidores sociales y culturales, como son en este caso los
medios de comunicación de masas. Todos los riesgos están mediados por un contexto,
así como por las tecnologías de la información, que imparten sus formatos, sus criterios,
su gramática y su lógica propios. Lo que yo sugiero es la existencia de una ecología
social de la comunicación de riesgo en la que el tanto el significado del riesgo −la
naturaleza, la repercusión y la relevancia de éste en general− como ciertos riesgos
específicos interactúan con unos contextos culturales, políticos y económicos. Esto
significa que algunos riesgos, como el de la violencia por arma de fuego, puedan no ser
considerados de suficiente importancia como para propiciar un «discurso del riesgo» en
torno a ellos ni medidas apropiadas para prevenirlos o reducirlos (es decir, para prevenir
o reducir la violencia por arma de fuego en este caso), como podrían ser la prohibición o
la limitación de ciertos tipos de armas y munición, la imposición de condiciones legales
de uso y de seguridad de esas armas, etcétera. De hecho, lo que yo sostengo es que las
percepciones públicas de la violencia por arma de fuego en Arizona, lejos de entender
ésta como un factor independiente, tienden a estar relacionadas con la delincuencia
callejera que se ve en los medios de masas; de ese modo, las pistolas y los fusiles sólo
pueden ser malos en manos de «los malos», por lo que el antídoto consiste en contar con
unas fuerzas del orden mejor armadas aún si cabe, así como en que los ciudadanos y las
ciudadanas se armen a su vez para protegerse a sí mismos, y a sus familias y
propiedades. El horrendo tiroteo antes referido no es tratado como un problema
relacionado con el acceso a las armas de fuego y su munición, sino como un suceso


                                            9
terrible que puede explicarse como la acción de un individuo demente. Esta conclusión es
la que, en esencia, se sigue de una narrativa cultural según la cual las armas de fuego
están ligadas a la libertad por tratarse de un «derecho constitucional» (recogido en la
Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos) y que ha hecho que éstas
estén aceptadas y normalizadas, y que se niegue todo motivo de preocupación en torno a
las mismas. Las armas de fuego y, en especial, las pistolas, se han convertido
básicamente en una parte más del paisaje natural y, según algunos, en un «derecho de
origen divino». Tal y como reflexionaba el propietario de una armería de Phoenix: «Es
que es algo que ahora sale en las noticias. Estoy seguro de que los Packers de Green Bay
[equipo de la liga profesional de fútbol americano] también están vendiendo montones
de camisetas ahora mismo. [...] Simplemente espero que nuestro estado acepte las
armas de fuego» (Riley, 2011). Por si eso no fuera suficiente, el legislativo de Arizona
aprobó dos leyes que permiten que profesores y estudiantes lleven armas ocultas en los
campus universitarios.
        La visión que se tiene en Arizona (y, cada vez más, en todo Estados Unidos) de la
violencia relacionada con las armas de fuego supone un desafío para los supuestos de la
comunicación de riesgo. La gente no suele preocuparse por un peligro inminente ni unas
amenazas fundamentales a un orden simbólico moral apreciado si tales riesgos y
amenazas se les ocultan detrás de un orden moral construido. Parte del problema, pues,
estriba en comprender cómo las personas pueden ver unas presuntas amenazas como si
éstas formaran parte de una narrativa más amplia de sus pertenencias de grupo, sus
derechos y sus obligaciones. Hay analistas muy capaces que se han dedicado a debatir y
explorar múltiples formas de establecer un diálogo con las personas en los propios
términos de éstas a fin de conseguir que perciban ciertos riesgos y que tomen medidas
diversas con las que actuar al respecto (Lundgren y McMakin, 2009). Entre dichas vías
para el diálogo pueden incluirse el conocimiento o aprendizaje de la lengua de las
personas en cuestión, de su cultura, de sus situaciones de uso/experiencia con el riesgo
potencial, de sus vocabularios y perspectivas sobre el control del entorno en general y
sobre su propio destino en particular, y de formas de empoderar las voces que muestran
su preocupación por la cuestión. De todos modos, no debemos pasar por alto los
continuados esfuerzos dirigidos a mantener una visión del orden social que potencie la
ocultación de riesgos. De ahí que yo sugiera que las medidas de actuación antes
mencionadas deben materializarse dentro de una iniciativa conjunta que, normalmente,
debería estar impulsada por instituciones dominantes, incluidos los medios de masas.
        La situación de Arizona es relevante para nosotros, los estudiosos de la
comunicación de riesgo, porque indica algunos de los límites con los que topan nuestros
esfuerzos. A los habitantes de Arizona nos encantan las armas de fuego, pero nos
resistimos a que nos llamen pistoleros: ésa es una palabra para personas malas que usan
las pistolas de forma inmoral, cuando no ilegal. Es precisamente cuando ponemos a
prueba los límites culturales que proporcionan identidad y sentido, cuando nos resulta
más fácil detectar vías de entrada problemáticas. Las armas de fuego en Arizona son algo
más que una mera fijación con el Salvaje Oeste; están insertas en una ecología
comunicativa que promueve el miedo, la amenaza y el conflicto a través de los medios y
la cultura popular de masas. En Estados Unidos, el formato del entretenimiento,
firmemente anclado en el miedo, fomenta la acción oposicional mediante la fuerza, la
determinación moral, los valores patrióticos y las armas de fuego, elementos todos ellos
que simbolizan e invocan una narrativa poderosa, así como una narrativa oposicional de
defensa de los derechos y la libertad contra todo aquello que aparentemente cuestione
dicha defensa. Si en la Edad Media se daba por sentado de forma acrítica que los reyes
reinaban por derecho divino, hoy en día la autoridad soberana del derecho a comprar,
llevar y usar armas de fuego está arraigada en el carácter y la identidad de las narrativas
en Estados Unidos y, sobre todo, en Arizona, que ha construido una mitología de
carácter, independencia, libertad y moralidad frente al corruptor mundo de lo público, lo
social, lo estatal... lo «divino» en definitiva. Este absolutismo fue explotado por diversas
organizaciones, como la Asociación Nacional del Rifle, para crear una voz política acorde


                                            10
con el proceso legislativo estadounidense, íntimamente ligado a las presiones, los
sobornos y otras compensaciones políticas de los grupos de interés.
        Aunque la carta constitucional de derechos de Estados Unidos sí contempla el
derecho «a llevar armas», también la cultura y los medios de masas han puesto mucho
de su parte para ocultar el riesgo de las armas de fuego en este país. El discurso del
miedo en torno a la delincuencia y en torno a la necesidad de protegernos por nosotros
mismos ha sido alimentado por décadas de películas y noticias sobre crímenes y sobre el
miedo que éstos producen, así como por años y años de pánicos morales sobre los
peligros de la violencia aleatoria, los secuestros infantiles y las reiteradas guerras contra
la droga. Las investigaciones realizadas por científicos sociales y por personal de los
servicios de prisiones durante estos últimos cincuenta años han revelado una asombrosa
tasa de reincidencia, especialmente, entre los muchos internos que ingresan en prisión
con problemas previos con las drogas (más de la mitad del total), que tienen niveles
educativos insuficientes o que padecen afectaciones por trastornos mentales. Los
profesionales de la justicia penal (comisarios de policía incluidos) tardaron más de tres
décadas en reconocer que la guerra contra la droga (y la ilegalización de sustancias como
la marihuana) ha contribuido al aumento de la criminalidad en Estados Unidos en
general. Lo irónico del caso es que esas cifras son consecuencia de políticas que han
puesto el foco de atención en el riesgo de las conductas delictivas. Ericson sugiere que:

          Los sistemas de comunicación de riesgo precisan de una vigilancia. La vigilancia
          suministra conocimiento para la selección de umbrales que definan riesgos
          aceptables y justifiquen la inclusión y la exclusión. Los agentes encargados de esa
          vigilancia (la policía, por ejemplo) introducen en el sistema conocimientos
          relevantes que son luego clasificados para su distribución a los públicos
          institucionales interesados en cada uno de ellos. El control coercitivo cede así
          terreno ante la categorización contingente. El conocimiento del riesgo es más
          importante que la culpabilidad moral y el castigo. La inocencia desciende porque
          todos se suponen «culpables» hasta que el sistema de comunicación de riesgo
          revele lo contrario y uno sea admitido en la institución al efecto de una
          transacción concreta (Ericson y Haggerty, 1997, p. 448).

        A través de los informativos, nos llegan a diario mensajes sobre el riesgo de la
delincuencia y sobre el miedo que ésta genera; de hecho, la programación informativa de
la televisión local en Estados Unidos tiende a centrarse exageradamente en los sucesos
delictivos, el peligro y el miedo (Chiricos, 2000; Kappeler y Potter, 2005; Surette, 1992).
Rara vez se reconoce, sin embargo, el riesgo que tales políticas plantean para nuestro
país, tanto en términos de costes como en lo que respecta a las conductas aún más
aberrantes que generan tras su emisión. De hecho, una de las recomendaciones de un
equipo de investigadores que estudió las tendencias en la política penitenciaria ha sido la
necesidad de «clasificar a los delincuentes según su riesgo para la seguridad pública a fin
de determinar los niveles apropiados de supervisión».2 Nos adentramos así en el
contexto de la ocultación del riesgo que la elevada población reclusa comporta para
Estados Unidos.

La ocultación del riesgo de los costes sociales de las prisiones

       El sistema de justicia penal en Estados Unidos se sostiene sobre numerosos mitos
acerca de la naturaleza, la extensión y la gravedad de la delincuencia (Kappeler y Potter,
2005). El retrato que las noticias y la cultura popular hacen de tales mitos contribuye a
ocultar riesgos sobre la delincuencia y las prisiones. Como ya se ha señalado, los
formatos informativos de entretenimiento −tan extendidos en Estados Unidos−
suministran numerosas crónicas de crímenes y peligros, aun cuando los índices de


2
    <http://www.pewcenteronthestates.org/news_room_detail.aspx?id=49398>.

                                                  11
delincuencia hayan experimentado un descenso continuado en este país desde hace más
de una década. Los estudios indican que las noticias sobre crímenes y delincuencia
influyen en el establecimiento de la agenda social y política, lo que se traduce, entre
otras cosas, en un crecimiento del sistema de mantenimiento del orden y en unos
criterios condenatorios más severos (Gross y Aday, 2003). Los políticos tienden a
secundar las creencias de sus electores en torno a la delincuencia (como las relacionadas
con los supuestos peligros de las drogas ilegales o con la composición racial de los
delincuentes violentos) y, salvo contadas excepciones, se declaran a favor de condenas
de prisión más largas y, en general, refuerzan la política del miedo (Dixon, 2008). De
resultas de todo ello, se han disparado las cifras de población reclusa en Estados Unidos.
        La ausencia de comentarios y debates sobre el problema de las prisiones y el
castigo penal es un gran ejemplo de la ocultación del riesgo, sobre todo, en Estados
Unidos, que cuenta con un 5 por cien de la población mundial, pero donde, al mismo
tiempo, están recluidos un 25 por cien de los presos del planeta. Fijémonos, por ejemplo,
en las siguientes cifras correspondientes al periodo 2009-2010: más de 2,3 millones de
estadounidenses están encerrados en prisiones y penitenciarías, y a éstos hay que sumar
otros 5,5-6,5 millones que se encuentran en situación de libertad vigilada o condicional
(básicamente, bajo supervisión de las autoridades locales)3. Eso significa que hay cerca
de 9 millones de personas bajo control penal de sus respectivos estados o del gobierno
federal (lo que equivale a un número de cumplidores de condena penal superior a la
suma de las poblaciones de siete de los estados de la Unión), o, lo que es lo mismo, una
de cada 31 personas en Estados Unidos (una proporción que, en algunos estados, como
Georgia, aumenta hasta una de cada 13 personas adultas). De hecho, en un barrio de
Detroit, se calcula que una de cada 7 personas adultas se encuentran sometidas a algún
tipo de control penal del estado. Para las administraciones estatales, esto representa un
coste de más de 77.000 millones de dólares anuales.

         - Una de cada 31 personas adultas de Estados Unidos está en prisión o bajo
         libertad vigilada. Hace 25 años, esa proporción era de una de cada 77.
         - En total, dos tercios de los delincuentes convictos viven en sus domicilios y
         localidades y no entre rejas. Una de cada 45 personas adultas se encuentra en
         libertad condicional y una de cada 100 está en prisión. La proporción de
         delincuentes convictos entre rejas respecto a los excarcelados bajo vigilancia ha
         variado muy poco a lo largo de los últimos 25 años, pese a que el país dispone
         actualmente en sus penitenciarías de 1,1 millones de plazas adicionales.
         - El control penitenciario está particularmente concentrado en ciertas razas y
         zonas geográficas. Bajo él se encuentran una de cada 11 personas negras adultas
         (el 9,2 por cien del total de éstas) frente a una de cada 27 personas hispanas
         adultas (el 3,7 por cien) y una de cada 45 personas blancas adultas (el 2,2 por
         cien); también afecta de forma distinta a los hombres (uno de cada 18, es decir,
         el 5,5 por cien) y a las mujeres (una de cada 89, el 1,1 por cien). Los índices
         pueden ser extraordinariamente altos en ciertos barrios. En un grupo de
         manzanas del East Side de Detroit, por ejemplo, uno de cada 7 hombres adultos
         (el 14,3 por cien del total) se encuentra bajo control penitenciario.
         - Georgia −donde una de cada 13 personas adultas está entre rejas o excarcelada
         pero bajo vigilancia local− lidera el país en ese aspecto, un pelotón de cabeza que
         comparte con Idaho, Texas, Massachusetts, Ohio y el Distrito de Columbia4.

El impacto de esta situación sobre las ciudades de Estados Unidos está bastante bien
documentado:



3
  <http://bjs.ojp.usdoj.gov/content/pub/pdf/ppus09.pdf>; <http://stopthedrugwar.org/chronicle-
old/410/7million.shtml>.
4
    <http://www.pewcenteronthestates.org/news_room_detail.aspx?id=49398>.

                                              12
- Los índices de encarcelamiento han tenido una repercusión devastadora sobre
        los barrios y comunidades en los que se concentran las minorías. Los
        afroamericanos, que forman la octava parte de la población total del país,
        representan actualmente el 40 por cien de las personas en prisión. Los
        afroamericanos varones tienen una probabilidad de uno entre tres de pasar un
        año o más en prisión a lo largo de su vida. Y esa tendencia afecta a localidades y
        barrios enteros, impulsando ingresos a la baja e incrementando la reincidencia5.

        Una pregunta clave en relación con la ocultación del riesgo es la de cómo
insertamos socialmente a las personas que salen en libertad de las prisiones. Estados
Unidos gasta cerca de 69.000 millones de dólares al año en sus más de 2 millones de
reclusos penitenciarios. Pero la ausencia de interés a la hora de proporcionar formación y
empleo a las personas que salen libres de prisión en EE.UU. es patente; cada año, son
excarceladas unas 600.000 personas, y 2/3 de ellas acaban regresando tarde o temprano
a la cárcel, en parte, porque no consiguen empleo ni tienen la posibilidad de iniciar una
nueva vida fuera de la prisión. Todo esto nos sale muy caro y es tremendamente
peligroso (¡arriesgado!) para todos nosotros, pero ni los políticos ni la ciudadanía (¡ni los
medios!) parecen dispuestos a comentar el riesgo de no poner remedio a ese problema.
Es muy poca la comunicación de riesgo sobre esa cuestión en la arena pública. Y es que
ese riesgo en concreto se nos presenta oculto tras otros símbolos de identidad,
pertenencia al colectivo y seguridad: uno de ellos es el concepto de castigo; otro es la
idea de «individualismo» (los ex presos pueden salir adelante si se esfuerzan de verdad).
Lo cierto es que hay pruebas sólidas de que el empleo y la formación pueden ayudar a
mantener a los ex convictos alejados de las prisiones, pero esta parte no penetra en el
discurso del miedo, que es en realidad un discurso individual de responsabilidad, en el
que no tiene cabida el contexto social. La mayoría de la cobertura mediática dispensada a
quienes ya han cumplido condena de cárcel trata del riesgo que suponen para nosotros si
se les excarcela; de hecho, los medios dedican muchísima atención a los casos de
personas que han cometido delitos tras su excarcelación. Así se oculta el riesgo de no
ayudar debidamente a las personas estigmatizadas.
        La ocultación de riesgos para el bienestar de los ciudadanos y ciudadanas puede
tener lugar simplemente alejando el foco de atención de la cuestión de la cantidad de
apoyo que se dispensa y sustituyendo ese tema por una narrativa que retrata a ciertos
individuos como indignos de ayuda social o estatal. Un ejemplo de esto último son los
tests de drogas que están empezando a implatarse como requisito previo para aquellas
personas que soliciten asistencia del estado en forma de prestaciones y ayudas sociales
(welfare). Decenas de estados norteamericanos están considerando la posibilidad de
aprobar leyes que hagan obligatorios tales tests. Una de las impulsoras de tal medida en
el estado de Misuri se expresó así al respecto:

        «La gente trabajadora se esfuerza mucho por llegar a fin de mes y no resultaría
        justo para esa gente que el dinero de sus impuestos se dedicase a sostener
        actividades ilegales», declaró Ellen Brandon, miembro de la cámara de
        representantes del estado de Misuri.

Una oponente a ese proyecto de ley replicaba lo siguiente:

        Kimberley Davis, directora de servicios sociales de la organización Operation
        Breakthrough, dijo que aquella legislación enviaba un mensaje negativo. «Para lo
        único que sirve es para perpetuar el estereotipo de que las personas con bajos
        ingresos son drogadictas, vagas y holgazanas, y que si salieran adelante sin la
        ayuda de nadie, el país no tendría los problemas que tiene [...]».

5
  New York Times, The Times Digest, domingo, 30 de octubre de 2001,
<http://www.nytimes.com/2011/10/30/opinion/sunday/falling-crime-teeming-
prisons.html?_r=1&nl=todaysheadlines&emc=tha211>.

                                                 13
Muchos gobernadores y legisladores estatales están utilizando el empeoramiento de la
situación económica como justificación para una medida con la que pretenden ahorrar
dinero y desalentar el consumo de drogas al mismo tiempo. Varios estados obligan ya a
que los solicitantes de asistencia social paguen sus propios tests de drogas (que pueden
costar 40 dólares o más). Y sólo se les ofrece un reembolso de esa cantidad si sus tests
salen negativos. El ahorro no parece haber sido gran cosa hasta el momento, aunque sí
es cierto que las solicitudes de ayuda estatal han descendido en algunos estados (por
ejemplo, en Florida).

        «Es ciertamente una muestra de cómo la confrontación política actual se está
        imponiendo al diálogo reflexivo sobre las políticas públicas y sociales apropiadas
        sin que prácticamente se alegue prueba empírica alguna al respecto», declaró
        Harold Pollack, profesor de la Universidad de Chicago cuyas investigaciones han
        dado a entender que las personas que dependen de las prestaciones sociales del
        Estado no evidencian un nivel de consumo de drogas superior al de la población
        en general6.

        Lo que sugiero es que lo que vemos en todo ese fenómeno responde a un
problema de comunicación relacionado con un miedo popular a la delincuencia y el
crimen (aun cuando los índices reales de delincuencia estén cayendo en Estados Unidos),
así como con una narrativa cultural de castigo y represalia. La situación de la
delincuencia en Estados Unidos ilustra también una pieza cultural importante de toda
teoría de la comunicación de riesgo que se precie: el uso de «explicaciones» o accounts
(a modo de excusas y/o justificaciones), así como de técnicas de neutralización para
evitar ciertos significados y encuadrar las acciones de manera aceptable. Todo esto,
lógicamente, implica el uso del lenguaje, de la construcción social de significados, y, por
encima de todo, de formatos informativos de entretenimiento (al menos, en Estados
Unidos) que centran su atención en narrativas simples. La naturaleza contextual de
muchos de los argumentos queda ilustrada por los cambios que ha ido experimentando el
apoyo económico a tales medidas. Hace una década, muchos estados y personalidades
muy respetadas que defendían el sistema de justicia penal entonces vigente abogaban
por programas basados en sentencias de prisión severas, especialmente para los casos
de consumo de drogas y delincuencia reiterada. El cumplimiento obligatorio de las
condenas recibió entonces una acogida muy favorable; fue en ese contexto en el que se
aprobó la famosa política de los «tres strikes», según la cual, toda persona que fuera
condenada por tercera vez por un delito de los considerados «graves» (y el robo no
violento con allanamiento de morada, por ejemplo, también se consideraba «grave») era
automáticamente condenada a cadena perpetua. Aquellas medidas fueron anunciadas
como la implementación de un nuevo enfoque de «mano dura contra la delincuencia» y
los políticos se dieron un verdadero festín pregonando su dureza respectiva ante el
electorado, un electorado asustado por las exageradas noticias de los medios
informativos. Todo esto empezó a cambiar cuando la economía empeoró y la financiación
pública pasó a estar menos asegurada. Como ya argumentamos en un estudio de hace
unos años, la mano dura contra el crimen fue sustituida por la «inteligencia ante el
crimen», es decir, por un uso más cuidadoso de los recursos, menos centrado en los
delitos de drogas y más enfocado hacia los crímenes violentos (que, por cierto, continúan
descendiendo [Altheide y Coyle, 2006]). Este cambio de foco central de atención ilustra
cómo el lenguaje afecta a la comunicación de riesgo y cómo ocultamos el riesgo en
muchos casos. Actualmente, son más los políticos y los decisores públicos que consideran
inútil continuar metiendo entre rejas a quienes cometen delitos relacionados con las



6
  A. G. Sulzberger, The New York Times, 11 de octubre de 2011, <http://www.post-
gazette.com/pg/11284/1181247-84-0.stm#ixzz1aWR9z8qi>.

                                                   14
drogas y que opinan que la prevención y la educación pueden ser suficientes en ese
terreno.

La ocultación del riesgo de la influencia militar en las universidades

        La ocultación del riesgo significa algo más que dar un sesgo interpretativo positivo
a las cosas; cuando se oculta el riesgo, muchos cambios institucionales resultantes de
ciertos ajustes sencillamente no se comentan. Un ejemplo de ello en el propio Estados
Unidos es la incursión que las organizaciones militares y otras actividades relacionadas
han venido realizando en diversos campus de universidades norteamericanas hasta el
punto de crear la que yo denomino la «Universidad de la Seguridad Nacional», es decir,
una amalgama genérica de relaciones directas entre las agencias y organismos de la
seguridad nacional y diversos aspectos de la vida en la universidad (su administración,
sus programas académicos, sus ayudas, sus prioridades investigadoras y hasta sus
congresos y coloquios académicos especiales, entre otras cosas). El discurso nacional del
miedo, unido a la actual presión para «consumir terrorismo» (es decir, para recibir
noticias y anuncios publicitarios relacionados con la amenaza del terrorismo), son dos
poderosos incentivos para que las universidades se suban al carro de la agenda militar.
Me refiero especialmente a los nuevos programas que tratan de implicar a las
humanidades y a las ciencias sociales en iniciativas de vigilancia. La narrativa nacional
sobre el terrorismo aviva las brasas del miedo y de la necesidad de una supervisión aún
mayor.

               En el número de mayo de 2010 (vol. 13, nº 4) de la ASU Magazine, revista
       para ex alumnos y ex alumnas de la Universidad Estatal de Arizona, apareció un
       anuncio de la CIA (p. 7) acompañado de una foto del derribo de la estatua de
       Sadam Huseín en Bagdad (sí, aquél en el que varios soldados estadounidenses
       tumbaron con cuerdas la efigie del dictador y que, según se sabría
       posteriormente, fue un acto preparado y representado para los reporteros
       gráficos y las televisiones) en el que se animaba a los lectores a presentar
       solicitudes para ingresar en el «servicio secreto nacional». Éste era el pie de foto:
       «Los americanos ven aproximadamente una hora diaria de informativos. Ven a la
       CIA. Vívelo las veinticuatro horas del día». En la letra pequeña se incluían las
       frases siguientes: «Ven a formar parte de la historia en progreso como agente del
       Servicio Secreto Nacional. Ésta no es una misión corriente. Es una misión de
       importancia. Es el modo en el que tú puedes marcar la diferencia para nuestra
       nación». Entre los requisitos para todo solicitante potencial estaban el que fueran
       ciudadanos estadounidenses, pasaran un examen médico completo y se
       sometieran a diversos procedimientos de seguridad, «incluido un cuestionario con
       polígrafo. EOE [es decir, acogido a las políticas federales de igualdad en materia
       de contratación laboral]». Y bajo la insignia de la CIA, figuraba la leyenda
       siguiente: «El trabajo de una Nación. El Centro de Inteligencia».

La comercialización del miedo y el control social

        Los mensajes sobre delincuencia, violencia y terrorismo que se vienen vertiendo
desde hace décadas han propiciado una cultura del miedo (Furedi, 1997; Glassner, 1999)
que deja sentir un eco particular en forma de discurso del miedo (Altheide, 2002). La
vigilancia policial y el control social (tanto en el propio país como en el extranjero) han
dominado las percepciones públicas y han contribuido a la expansión de la retórica sobre
la defensa nacional y sobre la vigilancia y el control hasta los más remotos confines de la
vida social. El gobierno estadounidense ha realizado tras el 11-S un gran derroche en
maquinaria bélica y ampliación de las organizaciones y las tecnologías dedicadas a
supervisión y vigilancia. Los periodistas que han intentado seguir el rastro de la difusión



                                             15
de esta plaga (mayormente secreta) a lo largo y ancho de la vida estadounidense no
salen de su asombro:

       La legión de organismos y niveles de máximo secreto nacional creados por el
       gobierno estadounidense en respuesta a los atentados del 11-S es tan extensa y
       difícil de manejar, y está tan envuelta en el secretismo, que nadie sabe cuánto
       cuesta, a cuántas personas emplea, cuántos programas de ese tipo existen ni
       cuántas agencias realizan las mismas funciones.
                Tras nueve años de gasto y crecimiento sin precedentes, el resultado es
       que el sistema implantado para hacer de Estados Unidos un lugar más seguro es
       tan ingente que su eficacia resulta imposible de determinar.

       Entre los otros hallazgos de las investigaciones, destacan los siguientes:

       - En el propio Estados Unidos, hay 1.271 organizaciones gubernamentales y
       1.931 compañías privadas trabajando en programas relacionados con el
       contraterrorismo y la seguridad y la inteligencia nacionales desde unas diez mil
       ubicaciones geográficas distintas.
       - Se calcula que unas 854.000 personas disponen de autorizaciones de seguridad
       para cuestiones de alto secreto.
       - Desde septiembre de 2001, en el área de Washington (D.C.), se han construido
       o se están construyendo 33 complejos de edificios dedicados a labores de
       inteligencia de máximo secreto.
       - Muchas agencias y organismos realizan las mismas labores, lo que provoca
       solapamientos y despilfarro. Por ejemplo, 51 organizaciones federales y mandos
       militares se dedican a seguir desde quince ciudades estadounidenses distintas el
       flujo del dinero que entra y sale de las redes terroristas.
       - Los analistas que interpretan documentos y conversaciones obtenidas por el
       espionaje exterior e interior tratan de compartir sus impresiones publicando unos
       50.000 informes al año; muchos de éstos son sistemáticamente ignorados (Priest
       y Arkin, 2010).

       En realidad, las iniciativas mercantilizadoras del sector militar han ido más allá de
la propaganda y la cobertura autointeresada de la información bélica, y han incluido
también el reclutamiento de personal y la comercialización de productos como un
elemento más del resurgir de la reputación y el significado cultural del ejército tras la
guerra de Vietnam, sobre todo a partir de la primera guerra del Golfo (la operación
Tormenta del Desierto) y los conflictos bélicos que Estados Unidos libra desde hace una
década en Irak y Afganistán. Las campañas propagandísticas fomentaron a un tiempo el
«consumo de terrorismo» y la obediencia a un control social ampliado. Los colores del
camuflaje militar en el desierto se volvieron de uso habitual en el vestir cotidiano de la
población civil, incluso en los bolsos femeninos de moda, en la ropa infantil y en algún
que otro uniforme de equipos deportivos profesionales. En fecha más reciente (por
ejemplo, en este último año 2011), la «marca» de lo militar se ha desarrollado y se ha
comercializado a través de una gama más amplia de productos de consumo (como
cosméticos, colonias, etcétera). Tanto el Ejército de Tierra como la Fuerza Aérea y, en
especial, el Cuerpo de Marines han generado millones de dólares comercializando sus
respectivas marcas:

             Tanto los soldados como los marines, los marineros y los aviadores y
       soldados de la fuerza aérea gozan hoy del caché que tanto gusta a las empresas
       comerciales. Y el éxito de las iniciativas mercantiles de las fuerzas armadas
       muestra hasta dónde han llegado éstas desde los tiempos de Vietnam, cuando
       muchos miembros de su personal militar eran tratados con desprecio.



                                            16
La del Ejército de Tierra «es una de las marcas más especiales del mercado
       en la actualidad», declaró Jasen Wright, director de gestión de marca del
       Beanstalk Group, un agencia certificadora y otorgadora de licencias de
       merchandising que trabaja para el Ejército (y para Paris Hilton, entre otros
       clientes).
              «Los consumidores sienten una elevada afinidad y un gran orgullo por
       aquello que el Ejército de los Estados Unidos representa. [...] Las cadenas de
       venta minorista (Wal-Mart, Target) saben que esa institución es muy atractiva
       para los consumidores y quieren asegurarse de tenerla en sus estanterías»
       (Davenport, 2011).

Pues, bien, también la universidad se ha visto atraída hacia la marca militar.
        Es de sobra conocido que la universidad ha padecido en Estados Unidos el asedio
de diversos combatientes ideológicos, como, por ejemplo, la empresa privada y la
religión, sin olvidar el propio ejército. Como alguien cuyas asignaturas han sido
señaladas por el mismísimo David Horowitz, verdadero sicario del conservadurismo, yo
también coincido con la visión general que Henry Giroux (Giroux, 2007) presenta de la
universidad en este país al referirse a ésta como una institución dominada por «una
mezcla tóxica de mercantilismo, militarismo y gerencialismo». No obstante, resulta útil
(al menos, en teoría) examinar el proceso mediante el que la lógica, el lenguaje y la
política institucionales terminan por reflejar diversos riesgos para la seguridad nacional,
la financiación institucional y la legitimidad social. Por eso me centro en la tendencia a
incorporar el elemento militar en la estructura institucional de las universidades (incluso
en las asignaturas, las titulaciones, los congresos y el apoyo a la investigación del propio
ámbito de las ciencias sociales y las humanidades) que se observa en Estados Unidos.
        Desde los intentos iniciales de crear programas de propaganda para desmoralizar
al enemigo y, al mismo tiempo, levantar la moral de las tropas propias, las ciencias
sociales llevan ya tiempo prestando apoyo a la acción militar del gobierno (Jackall, 1994;
Jackall e Hirota, 1994; Lasswell et al., 1979). Sin embargo, varios factores modificaron la
relación entre la universidad, las ciencias sociales y las industrias de la defensa nacional
en los años sesenta y setenta del siglo XX. En primer lugar, la guerra de Vietnam, el
movimiento de los derechos civiles y los intentos descarados de control social desde las
autoridades gubernamentales dispusieron a buena parte de la comunidad académica (y a
los científicos sociales, en especial) en contra del complejo industrial-militar. Varias
destacadas universidades dejaron, por ejemplo, de ofrecer programas ROTC (de
formación de oficiales militares en sus campus). En segundo lugar, las ciencias sociales,
a diferencia de la física y las ingenierías, no se beneficiaron directamente de la
investigación en sistemas armamentísticos y en tecnologías de la información que pasó a
dominar la financiación destinada a las universidades por las autoridades de la defensa
nacional. En tercer lugar, muchos científicos sociales rechazaron participar en ensayos
gubernamentales que pretendían usar a investigadores para operaciones encubiertas
como el Proyecto Camelot. El secretario de Defensa, Robert Gates, hizo referencia a esa
actitud en unos comentarios pronunciados con motivo de la presentación del Proyecto
Minerva (del que hablaré un poco más adelante):

       A pesar de los éxitos pasados y presentes, hay que reconocer que, por desgracia,
       muchas personas creen que existe una honda división entre el ámbito académico
       y el militar: que desde cada uno de esos mundos se mira al otro con antipatía.
       Esos sentimientos tienen su origen en la historia: muchos académicos se sintieron
       utilizados y desencantados tras lo de Vietnam, y muchos militares se sintieron
       abandonados e injustamente criticados por los académicos durante ese mismo




                                            17
periodo y tienen aún a menudo la sensación de que continúan sin contar con el
        respaldo del mundo académico7.

El Proyecto Camelot

        El Proyecto Camelot fue uno de esos intentos de reconciliación que, aunque
fallido, no puso ni mucho menos fin a la aproximación institucional. Dicho proyecto es un
conocido ejemplo de cómo las universidades selectas sucumbieron a la lógica y la
financiación militares. Los impulsores del Proyecto Camelot se propusieron emplear a
científicos sociales (antropólogos, sobre todo) para que informaran sobre aquellos
individuos y actividades que pudieran ser relevantes para evitar situaciones de
inestabilidad social o, incluso, revolución en Chile. Una descripción de los objetivos de
Camelot elaborada por la propia CIA ilustra en qué consistía aquella búsqueda de
colaboración y cuál era su justificación:

        El Proyecto CAMELOT es hijo de la interacción entre múltiples factores y fuerzas.
        Entre éstas está la dedicación en años recientes de un gran énfasis adicional al
        papel del ejército estadounidense en la política general del gobierno del país de
        potenciación del crecimiento constante y el cambio en los países menos
        desarrollados del mundo. Los numerosos programas gubernamentales dirigidos a
        ese objetivo suelen agruparse bajo la, en ocasiones, engañosa etiqueta de
        «contrainsurgencia» («profilaxis contra la insurgencia» resultaría una
        denominación sin duda más apropiada, aunque también más impronunciable).
        Esta política atribuye una gran importancia a la realización de acciones positivas
        destinadas a reducir las fuentes de desafección, que son las que suelen dar pie a
        actividades más violentas y extendidas, y mucho más perturbadoras del orden. El
        Ejército de Tierra de Estados Unidos tiene encomendada una importante misión
        en lo tocante a la parte positiva y constructiva de la construcción nacional en esos
        países, pero tiene también la responsabilidad de prestar asistencia a gobiernos
        amigos en la gestión de problemas relacionados con la presencia de una
        insurgencia activa8.

El programa se interrumpió en cuanto salió a la luz pública en 1965 (Horowitz, 1974), y
muchos científicos sociales y organizaciones profesionales vieron en los principios éticos
y profesionales comprometidos con aquella iniciativa (por no hablar de los vínculos
posteriores de ésta con diversos episodios de violación de derechos humanos, incluidos el
asesinato de Salvador Allende y la instauración del brutan régimen de Pinochet) un
motivo para el enfriamiento de todo entusiasmo que pudiera haber despertado
inicialmente una implicación institucional más abierta y generalizada. En palabras de un
investigador:

        El Proyecto Camelot, un estudio del proceso revolucionario patrocinado por el
        ejército en los años sesenta, tuvo una existencia peculiarmente breve, pero
        también dejó un importante legado. El coste previsto de Camelot (6 millones de
        dólares de la época) lo habría convertido en el proyecto científico-social más
        grande de la hisotria estadounidense, pero las quejas internacionales acerca de
        las implicaciones imperialistas de ese estudio llevaron a su cancelación a
        mediados de 1965, antes incluso de que Camelot hubiera ido más allá de la fase
        de planificación.
        La verdadera importancia de Camelot no se haría manifiesta hasta los años
        siguientes, cuando aquel estudio se convirtió en el foco central de una amplia


7
  Secretario de Defensa Robert M. Gates, Washington [D.C.], lunes 14 de abril de 2008,
<http://www.defense.gov/speeches/speech.aspx?speechid=1228>, consultado el 10 de septiembre de 2011.
8
  Diciembre de 1964, <http://www.cia-on-campus.org/social/camelot.html>.

                                                 18
controversia en torno a la relación entre la política estadounidense, el patrocinio
       militar y la ciencia social en este país (Solovey, 2001, p. 171).

         En la actualidad, casi cincuenta años después, estamos viviendo una especie de
«regreso al futuro». Muchas universidades de Estados Unidos aceptan el discurso y los
objetivos militares desesperadas como están por conseguir financiación estatal y federal.
Se han ampliado, por ejemplo, los programas ROTC incluso en varias universidades «de
élite», como Harvard, Stanford y Columbia. De hecho, en mi propia universidad, la
Estatal de Arizona (ASU), se ha añadido un programa ROTC de la Armada... ¡pese a que
estamos en medio del desierto! (La ASU ha copatrocinado también al menos dos
conferencias de reclutamiento de personal de la CIA en los dos últimos años.) La
abolición de la prohibición de la homosexualidad declarada en las fuerzas armadas (y,
por lo tanto, de su anterior política de «eso ni se pregunta ni se cuenta») ha ayudado a
facilitar el reacercamiento de algunos campus hacia los militares en general. Y las
matriculaciones en programas ROTC han aumentado. Las universidades, por supuesto,
ganan dinero de ese modo. Pero todo esto encierra también un importante valor
simbólico con vistas al público en general. Y eso es particularmente cierto en el caso de
las ciencias sociales y las humanidades. De hecho, tras el 11-S, varias instituciones de
educación superior aceptaron financiación antiterrorista para fundar centros de
investigación centrados en el estudio del terrorismo (a excepción, claro está, del
terrorismo de Estado). Uno de esos centros de multimillonario presupuesto fue instalado
en la Universidad de Maryland con el nombre de Consorcio Nacional para el Estudio del
Terrorismo y de las Respuestas al Terrorismo. Pues, bien, dos de los programas de ese
tipo más relevantes para mi interés por la expansión de la «universidad de la seguridad
nacional» son el Proyecto Minerva y el Sistema de Terreno Humano.
         El Proyecto (o Consorcio) Minerva es el que hasta la fecha ha proporcionado más
financiación para la investigación científico-social en apoyo de la defensa nacional. Mi
propia universidad, la Estatal de Arizona (ASU), fue una de las siete seleccionadas (de
entre 211 candidatas) para recibir financiación de un fondo total de 51 millones de
dólares dedicado a analizar y desarrollar el siguiente tema: «La búsqueda de aliados en
la guerra de las palabras: Mapeo de la difusión y la influencia del discurso contra el
radicalismo islámico». Las iniciativas de la ASU en concreto, dedicadas a grandes trazos
al estudio de narrativas y de la retórica radical islámica, sumaron unas subvenciones de
cerca de 7,5 millones de dólares para profesores de varios departamentos de ciencias
sociales y humanidades. Pensemos en la retórica empleada por el propio secretario de
Defensa Gates (y antiguo rector de la Universidad A&M de Texas) para referirse al
mencionado Proyecto Minerva:

              A lo largo de la Guerra Fría, las universidades fueron centros vitales de
       nuevas investigaciones (financiadas en muchos casos por el gobierno) y de
       nuevas ideas e, incluso, nuevos campos de estudio, como la teoría de juegos y la
       kremlinología. [...] Como sucedía entonces, el país está tratando otra vez de
       hacer frente a nuevas amenazas a la seguridad nacional. En lugar de una única
       entidad (la Unión Soviética) y de una sola ideología movilizadora de aquélla (el
       comunismo), hoy nos enfrentamos a desafíos procedentes de múltiples fuentes:
       desde una nueva (y más maligna) forma de terrorismo inspirada por el
       extremismo yihadista, hasta el conflicto interétnico, las enfermedades, la pobreza,
       el cambio climático, los Estados fallidos o en vías de estarlo, las potencias
       resurgentes, etcétera. Los contornos del escenario internacional son mucho más
       complejos de lo que nunca lo fueron durante la Guerra Fría. Esta cruda realidad
       (de la que hemos adquirido verdadera conciencia en estos años transcurridos
       desde el 11-S) ha propiciado que prestemos una atención renovada a la
       estructura y la preparación general de nuestro gobierno para lidiar con las
       amenazas del siglo XXI. [...]



                                            19
Una de las claves de ese esfuerzo [...] es la consistente en encontrar fuera
          del propio gobierno y su administración recursos aún no aprovechados: recursos
          como los que nuestras universidades pueden ofrecer.
                   Con la iniciativa Minerva, planteamos la creación de consorcios con
          universidades que sirvan para fomentar la investigación en áreas concretas. Estos
          consorcios podrían ser también depósitos de archivos documentales de código
          abierto. El Departamento de Defensa, en conjunción tal vez con otros organismos
          gubernamentales, podría facilitar los fondos necesarios para tales proyectos. Para
          que nos hagamos una mejor idea de lo que hablo y de algunas de las mecánicas
          que habrá que implementar, permítanme que les comente algunos de los
          proyectos que el Departamento muy bien podría apoyar.
                   En primer lugar, los «Estudios sobre tecnología y fuerza militar chinas». El
          gobierno chino publica una enorme cantidad de información de código abierto
          sobre sus evoluciones militares y tecnológicas. Pero, normalmente, resulta muy
          difícil (si no imposible) para los investigadores estadounidenses disponer de
          acceso a ese material porque suele estar disponible únicamente en China. [...]
                   En segundo lugar, los «Proyectos sobre perspectivas iraquíes y
          terroristas». El Instituto de Análisis de la Defensa, un centro de investigación del
          Departamento de Defensa financiado con fondos federales, ha publicado varios
          tomos de información a partir de fuentes primarias aprehendidas en años
          recientes (tanto documentos gubernamentales oficiales en Irak como una amplia
          colección de documentos relacionados con el funcionamiento de redes
          terroristas). [...]
                   En tercer lugar, los «Estudios religiosos e ideológicos». Poca duda cabe de
          que el éxito final en el conflicto contra el extremismo yihadista no dependerá
          tanto de los resultados de los enfrentamientos militares concretos, como del
          climia ideológico general en el mundo del islam. Entender cómo evolucionará
          probablemente ese clima a lo largo del tiempo y qué factores (incluidas la propias
          acciones estadounidenses) lo afectarán se convierte así en uno de los retos
          intelectuales más significativos a los que nos enfrentamos9.

        El otro programa relevante al que me refería anteriormente, el proyecto del
Sistema de Terreno Humano, puesto en marcha en 2006, puede describirse
sencillamente con la siguiente invitación que yo mismo recibí para integrarme en él:

          Sistema de Terreno Humano (STH)
          Finalidad: La finalidad y la intención del Sistema de Terreno Humano es
          proporcionar a los comandantes militares desplegados sobre el terreno un equipo
          de investigación en ciencias sociales que ponga a su disposición conocimientos
          valiosos en conciencia y comprensión socioculturales mediante el uso de diversos
          métodos de investigación científico-social, permitiéndoles así contar con una
          alternativa a la fuerza para alcanzar sus metas y objetivos militares. Desplegado
          ya en teatros de operaciones como Irak o Afganistán, el STH es un programa no
          letal y no «cinético» [es decir, que no recurre al enfrentamiento físico directo].
          Equipos de Terreno Humano (ETH)
          Composición de cada equipo: Los equipos están formados por entre cinco y nueve
          personas.
          Los puestos disponibles en cada ETH responden a los siguientes perfiles: dirección
          de equipo, científico social, gestor de investigación, analista de terreno humano.
          En la actualidad, buscamos a individuos que posean habilidades investigadoras
          específicamente adaptadas a las disciplinas de las ciencias sociales.
          Si está interesado o interesada y desea más información sobre nuestro programa,
          siga el siguiente enlace e introduzca las palabras clave «Sistema de Terreno


9
    <http://www.defenselink.mil/speeches/speech.aspx?speechid=1228>.

                                                   20
Humano», y el sitio le remitirá a la información sobre todos los puestos vacantes
          en el STH para los que se puede presentar solicitud de ingreso. Si, además,
          prefiere enviarme directamente un currículum, estaré encantado de hacerlo llegar
          al lugar correcto para que sea valorado de inmediato. Estaremos encantados de
          tener noticias suyas. Le deseamos lo mejor.

        Pensado para proporcionar información social y cultural que pueda resultar de
utilidad para la realización de operaciones militares, el pograma Terreno Humano reclutó
a científicos sociales (normalmente, a antropólogos) para prestar servicio en equipos de
ayuda a las misiones militares aéreas en Irak y Afganistán. Se dice que algunos de ellos
llegaron a cobrar hasta 270.000 dólares anuales10.
        Ni que decir tiene que hubo bajas y problemas. Varios de los científicos sociales
reclutados han caído muertos (entre ellos, una mujer que fue quemada viva). Y no todo
el personal castrense está contento con tener personal no militar a su alrededor que no
siempre conoce lo que debe acerca de la zona real en la que se encuentra ni de las
personas a las que se enfrentan. Aun así, el programa se ha mantenido y, al parecer, se
ha ido ampliando con los años. La amenaza de cooptación para el mundo académico es
evidente, especialmente en el campo de la antropología, cuyos especialistas deben
comprometer ciertos protocolos profesionales de investigación ya establecidos en su
disciplina para trabajar con las unidades militares. Giroux ha descrito la labor de los
equipos del STH como de «investigación antropológica con fines estratégicos en países
ocupados» (Nocella II et al., 2010). David Price, que ha encabezado las iniciativas de la
Asociación Antropológica Estadounidense de cuestionamiento de la validez ética y la
legitimidad del STH, insinúa que ese programa recibió una promoción muy favorable
tanto en la universidad como entre el público en general gracias al papel de un
periodismo irreflexivo, que ha pasado a convertirse en en el mejor mensajero de la
industria de defensa. Price también destaca la importancia de la cobertura de los medios
estadounidenses (o, mejor dicho, de la falta de ésta) y la relevancia de que la reflexión
crítica haya quedado exclusivamente en manos de los académicos, circunscrita a sus
propias publicaciones.

                  El programa Terreno Humano «incrusta» a científicos sociales
          (antropólogos y otros) entre las tropas que actúan en teatros bélicos de
          operaciones y lo hace convirtiéndolos en miembros de unos Equipos de Terreno
          Humano. Estos equipos toman parte en operaciones de contrainsurgencia
          diseñadas para facilitar al personal militar información cultural que ayude a
          orientar e iluminar la actividad de las tropas en áreas ocupadas. Desde que se
          tuvo por primera vez conocimiento público del STH hace dos años y medio, ha
          sido blanco de las críticas de numerosos antropólogos que consideran que
          traiciona principios fundamentales de la ética antropológica por el hecho, por
          ejemplo, de que esté políticamente alineado con el neocolonialismo o por su
          ineficacia a la hora de cumplir con sus resultados pretendidos. Los medios de
          comunicación mayoritarios han actuado en su mayor parte como animadores del
          programa al generar una retahíla aparentemente interminable de informaciones
          acríticas en las que se destaca la actuación de unas figuras que ellos «encuadran»
          como individuos sensibles que tratan de dedicar sus conocimientos a salvar vidas;
          al mismo tiempo, esos medios y sus informaciones tergiversan las razones de la
          existencia del programa Terreno Humano y el alcance de las críticas que se han
          vertido contra el mismo (Price, 2009).

En resumidas cuentas, las ciencias sociales han pasado a ser útiles para las industrias del
sector de la defensa y, al mismo tiempo, las universidades se han beneficiado de una



10
     <http://www.wired.com/dangerroom/2009/02/more-hts-mania/>.

                                                 21
nueva fuente de financiación y de legitimidad simbólica gracias a su contribución a la
guerra contra el terror.
       Este ejercicio más reciente de cortejo y seducción de las ciencias sociales y las
humanidades, cuyos estudiosos eran, hasta hace poco, poco menos que actores
secundarios en la industria de la seguridad nacional (para la que ejercían, a lo sumo, de
meros «consultores»), tiene una serie de implicaciones. Y son implicaciones importantes
porque, salvo excepciones, las ciencias sociales y las humanidades, aun careciendo de
poder en las megauniversidades de este país, han sido algo así como el rostro público de
la conciencia de estas instituciones y (tal vez más importante aún) han ejercido un cierto
papel de control simbólico de la retórica de los «científicos» que trabajaban con la
industria de la seguridad nacional.

Otros ejemplos de ocultación del riesgo

        La lógica de los medios de masas cultiva las expectativas, los deseos y hasta el
orden de los públicos. Esto resulta crucial para entender cómo ocultamos unos riesgos y
aceptamos otros. Hay intereses económicos y políticos en la promoción de ciertos riesgos
en vez de otros, y el control de las tecnologías de la información que dirigen nuestra
mirada es importante en ese sentido. Normalmente, todo aquello que intenta ocultar
unos riesgos entraña tanto unas amenazas para el Estado como un estilo de vida
favorable a ciertos intereses. El trabajo simbólico en ese sentido puede empezar
teniendo un cierto carácter conspiratorio, pero con el tiempo acaba normalizándose,
cuando no volviéndose directamente hegemónico. La lógica de la comunicación mantiene
una fuerte tensión con las diversas variedades de dominación, y la multitud de medios
sociales hoy existentes ofrece algunas alternativas a esos cauces de evolución
normalizadora, pero, de todos modos, las nuevas tecnologías tienden a ser rápidamente
acorraladas por los intereses dominantes y terminan dirigiendo su atención hacia los
blancos tradicionales en los que ya fijan su mirada el resto de medios comunicativos.
        En parte de la ocultación del riesgo hay también implícita una cuestión de
prioridades, pues los riesgos ocultados son considerados menos amenazantes que otros
riesgos más populares. En la ocultación del riesgo intervienen tanto prescripciones como
proscripciones culturales. La extensa literatura existente sobre lo divergentes que
pueden ser las percepciones de unas mismas amenazas nos proporciona asombrosos
datos comparativos sobre qué preocupa a las personas, por una parte, y qué es lo que
realmente tiene más probabilidades de herirlas o matarlas (Kasperson et al., 1988). Uno
de los mejores ejemplos es el de la conducción de automóviles, una gran amenaza en
Estados Unidos, pero rara vez considerada con la misma importancia que la delincuencia
o el terrorismo.
        Con el tiempo, acaban aceptándose las consecuencias no intencionadas de
algunas acciones, y esas consecuencias no intencionadas pueden convertirse en ejemplos
destacados de ocultación de riesgos. La guerra y las grandes transacciones financieras
son ejemplos de cómo un ciclo vital de sucesos y problemas sancionado
institucionalmente y conocido por muchas personas es, pese a ello, ignorado a efectos
prácticos. De ahí que ciertos resultados predecibles que ponen en riesgo a individuos y a
instituciones sociales sean, en esencia, ocultados, protegidos y gestionados sin más.

La ocultación de los múltiples riesgos de la guerra

       Cuanta más información y comprensión adquirimos acerca de ciertos cursos de
acción, más sabemos de los ciclos vitales de éstos. En el caso de los conflictos bélicos,
por ejemplo, ese ciclo vital va desde la escalada de tensiones hasta los incidentes que los
precipitan, el libramiento de las guerras en sí, su resolución o final y las víctimas que
provocan (en todos los bandos), tanto en forma de muertos, como de heridos y
destrucción material. Pero hay mucho más que los decisores políticos no comentan antes
de una guerra ni durante el desarrollo de ésta: ocultan así riesgos a los electores, como


                                            22
son los riesgos de los costes a largo plazo en forma de lesiones a las personas, de
recursos necesarios para la reconstrucción material y de problemas de salud mental
(entre los que se incluyen la violencia −doméstica o de otros tipos−, los suicidios y la
disminución de la calidad de vida de muchos soldados y sus familias). Por ejemplo, en las
guerras que Estados Unidos libra actualmente, se han hecho muchas promesas sobre el
cuidado con el que se tratará a los veteranos, una vez licenciados, pero lo cierto es que
buena parte de la atención médica que éstos reciben es de inferior calidad; no ha sido
sino a regañadientes que el Departamento de Defensa ha acabado reconociendo, por
ejemplo, lo extendido que está el trastorno por estrés postraumático (TEPT), que debilita
a un gran número de personas a las que pagamos apenas una pequeña parte de lo que
ofrecemos a las decenas de miles de mercenarios cuyos servicios «contratamos» para
que libren esas guerras.

La ocultación de los riesgos económicos de los delitos financieros

        Los ingentes fraudes financieros cometidos por entidades bancarias en Estados
Unidos (y otros países) son los principales responsables del empeoramiento de la
situación financiera global que se vivió en 2008. Sin embargo, pocas han sido las cuentas
o responsabilidades pedidas a esas grandes compañías. Esto es debido, en parte, a que
las autoridades reguladoras no han actuado con suficiente agresividad a la hora de abrir
expedientes. Según destacadas autoridades en ese campo, el colapso bancario estuvo
relacionado con unas conductas organizativas que constituyen un riesgo del que nunca
se ha hecho la suficiente difusión:

                «No estamos ante la malvada conspiración de un par de personas que,
       desde la intimidad de un despacho, deciden que el capitalismo clientelista campe
       a sus anchas y la gente robe con impunidad», declaró William K. Black, profesor
       de derecho de la Universidad de Misuri en Kansas City y director de los diversos
       litigios mantenidos por el gobierno federal durante la crisis del ahorro y el crédito.
       «Pero las políticas de las autoridades han creado un entorno excepcionalmente
       criminogénico. No hubo denuncias penales presentadas por los reguladores. Ni
       grupos de trabajo dedicados a la persecución del fraude. Ningún grupo operativo
       especial nacional, tampoco. Las élites no han recibido ningún castigo efectivo
       durante todo este tiempo».
                «Cuando las propias agencias reguladoras no creen en la regulación y no
       entienden qué está sucediendo en las compañías que supervisan, es imposible
       llevar a juicio ningún caso importante de delito "de cuello blanco"», dijo Henry N.
       Pontell, profesor de criminología, derecho y sociedad en la Facultad de Ecología
       Social de la Universidad de California en Irvine. «Si no comprenden que se está
       produciendo un desfalco y que unas personas se están dedicando literalmente a
       saquear sus propias empresas, entonces es imposible que presenten acusaciones
       formales contra nadie» (Morgensen y Story, 2011).

El riesgo quedó oculto cuando los organismos reguladores disminuyeron su supervisión.
En esa misma noticia del New York Times se indicaba que:

       Según la Transactional Records Access Clearinghouse de la Universidad de
       Syracuse, en 1995, los reguladores del sector bancario denunciaron 1.837 casos
       al Departamento de Justicia federal. En 2006, esa cifra había caído hasta los 75.
       En los cuatro años siguientes, periodo que abarcó lo peor de la crisis financiera, la
       media anual de casos denunciados para su enjuiciamiento penal fue de sólo 72
       (Morgensen y Story, 2011).

Hasta la fecha, cuando la Comisión de Valores y Bolsa ó SEC (la comisión federal
estadounidense del mercado de valores) descubre una nueva actividad fraudulenta (que


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"La ocultación del riesgo", por David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University
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"La ocultación del riesgo", por David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University

  • 1. «La ocultación del riesgo» («Shielding Risk»)1 David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University Hacia el mediodía del sábado, 8 de enero de 2011, recibí en mi iPhone el mensaje de un colega: «Trágicas noticias: han tiroteado a la congresista Giffords en un acto público en Tucson». Pronto supe que un hombre armado con una pistola Glock 19 a la que había acoplado un cargador ampliado de 33 balas había disparado contra la congresista Gabriel («Gabby») Giffords, alcanzándola en la cabeza, y había matado a otras seis personas (entre ellas, un juez federal y una niña de nueve años) y herido a trece más. Giffords, un caso poco frecuente de congresista demócrata en la ultraconservadora Arizona, celebraba en aquel momento un acto de su campaña «Congress on Your Corner» («El Congreso en la esquina de tu calle») en un supermercado Safeway de Tucson. Ella estaba ya acostumbrada al hostigamiento, pues había sido reelegida frente al antagonismo y la intimidación tóxicas de quienes se oponían tanto a su postura favorable a un controvertido proyecto de ley de sanidad como a su desacuerdo con la draconiana legislación antiinmigratoria de Arizona. Su rival en las anteriores elecciones, respaldado por el Tea Party, llegó a organizar un acto de recaudación de fondos de campaña con el lema «apuntando a la victoria», en el que invitaba a los donantes a disparar un fusil M16 con él. La oficina de campaña de Giffords había sido objeto de ataques y ella misma estaba preocupada; en un momento dado, llegó incluso a declarar a un periodista: «Tengo una Glock de 9 milímetros y soy bastante buena tiradora». Curiosamente, se trataba del mismo tipo de pistola que la que disparó la bala que le penetró en la cabeza. El ímpetu homicida del tirador no se detuvo hasta que, tras recargar el arma, ésta se le atascó, con lo que dio opción a que alguien le golpeara con una silla y otras personas lo tiraran al suelo. Uno de los hombres allí presentes tenía su propia 9 milímetros oculta y, posteriormente, reconoció que había estado a punto de disparar contra la persona equivocada. El horror de aquellos hechos ha sido ya descrito por otras voces y plumas; lo que yo me propongo aquí es situarlo en el contexto de la comunicación de riesgo. En concreto, me gustaría abordar la cuestión de cómo la ocultación del riesgo (es decir, el uso estratégico de símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos con el fin de desviar y, a menudo, negar alegaciones acerca de determinados riesgos) obstaculiza una comunicación de riesgo eficaz. Mi argumento es que tanto el contexto comunicativo como la historia de las alegaciones acerca de los diferentes riesgos son rebatidos mediante la utilización de formatos institucionales de control social, que valorizan, legitiman y vinculan en esencia acción y sentido. Mi proyecto consiste en clarificar ese orden comunicativo, así como el papel de la información mediada y de las narrativas orientadas al entretenimiento en la construcción de la realidad social. Hay que tener en cuenta que, por un lado, muchas narrativas del riesgo se basan normativamente en fuentes de información institucionales, mientras que, por otro, son cosificadas por la intervención de unos determinados formatos comunicativos. Los comentarios que siguen pretenden explorar y sugerir vías mediante las que identificar algunos «ocultadores» de riesgo potencial y real que, no sólo mantienen un orden simbólico, sino que pueden resultar también perjudiciales para la seguridad individual y pública. Trataré, en concreto, la cuestión de la ocultación de la comunicación de riesgo centrándome 1 Texto completo de la conferencia inaugural del Congreso de la AE-IC Tarragona 2012 “Comunicación y Riesgo”. Traducción a cargo de Albino Santos Mosquera. 1
  • 2. principalmente en ejemplos extraídos de Estados Unidos: las armas de fuego, el crecimiento de la población reclusa y las influencias militares en las universidades. Antes de nada, tal vez sea útil hacer un breve comentario sobre una orientación teórica en concreto y sobre mi modo de enfocar la comunicación de riesgo. Mi supuesto básico es que cualquier enunciado convincente sobre la conducta social debe estar informado por una teoría de la interacción y la comunicación sociales que incluya también la comunicación de masas. Se ha dicho que la tesis de la sociedad del riesgo depende de los medios de comunicación masiva y yo mismo he argumentado ya con anterioridad que esa tesis viene a ser reflejo de un discurso preexistente sobre el miedo que fue condicionado a su vez por los formatos comunicativos de entretenimiento (Altheide, 2011). A medida que ha aumentado el conocimiento teórico y técnico, también lo ha hecho la sensación de riesgo y de amenaza tanto a nuestra seguridad como a nuestros futuros colectivos. Muchos de esos riesgos se han centrado en individuos (en delincuentes y terroristas, por ejemplo), mientras que otros han examinado desastres medioambientales inducidos por el ser humano, como los del clima, la contaminación hídrica, etcétera (Pidgeon et al., 2003). La protección, el marketing, la guerra y el castigo reflejan un discurso fundamental de miedo por el que se guía un orden flexiblemente negociado relacionado no sólo con la seguridad, sino con el futuro mismo. En ese sentido, resulta convincente el análisis que Murdock hace del papel de los medios en la «comercialización» (marketization) del riesgo (Murdock, 2010, p. 163): «Podemos definir la comercialización en sus términos más genéricos como la aplicación de políticas dirigidas a encoger el sector público y agrandar tanto el alcance de las dinámicas de mercado como la libertad de funcionamiento de éstas». Frente a esta perspectiva de Murdock, muchos enfoques del análisis de los riesgos están fundados sobre la supuesta objetividad de éstos, y se alejan, por lo tanto, de una perspectiva más procesal y matizada de la construcción social de los significados simbólicos, las intenciones humanas y el poder colectivo y social inherente a la promoción, la negociación y la cosificación de definiciones sociales. Como bien apunta Kinsella, del examen de las diversas teorías e investigaciones se deduce que muchas de nuestras concepciones del riesgo están inspiradas por paradigmas objetivistas: [...] resulta inmediatamente evidente que el «riesgo» y la «comunicación» son fenómenos profundamente imbricados entre sí. El riesgo puede ser entendido como un objeto, un tema o un referente de la comunicación, pero también como un producto o un resultado constituido por la comunicación, o como una dimensión inevitable, existencial, de la comunicación. [...] La sociología del riesgo de Beck ve también en ciertas exigencias, como la de tener un aire limpio (reduciendo la contaminación atmosférica), fenómenos «reflexivos» (en el sentido de que son productos de la actividad humana que precisan de una atención igualmente humana) que, sin embargo, son además externos, y como tales, hay que reconocer, caracterizar y remediar usando las herramientas de la ciencia y la tecnología (Kinsella, 2010, pp. 270-271). Los órdenes institucionales, entre los que se incluyen la policía, el ejército, la religión, la educación y el mundo empresarial −en especial, el sector de los seguros (Ericson et al., 2003)−, se han esforzado por someter la lógica y la incertidumbre de la vida (en una era de confort y predecibilidad crecientes para buena parte de la población mundial) bajo el dominio de unas tutelas de niveles industriales y un control social y un encarcelamiento masivos. Las definiciones de riesgo amparadas en la tecnología (como en el caso del doping en ciclismo) pueden servir de mecanismo de detección y supervisión, pero si no se tienen en cuenta los significados complejos y subculturales, pueden también generar burdas distorsiones y mayores perjuicios que los que pretenden remediar (López, 2011; López, 2010). De hecho, podría decirse que el progreso mismo ha sido promovido y cuestionado a un tiempo por un orden social orientado al riesgo. 2
  • 3. La institución más interesante en ese sentido es la que conforman los medios de comunicación de masas, incluidos aquellos medios sociales que funcionan también siguiendo la lógica de internet: es decir, conforme a un orden de comunicación dirigida tanto «de uno a muchos» como «de muchos a uno» (Surratt, 2001). Guiados por la lógica mediática y por unos formatos de entretenimiento sobradamente probados, los medios de masas cultivan a unos públicos para que éstos acepten futuros mensajes; esos públicos aprenden el contenido, pero, más importante aún, captan también la lógica y la perspectiva del énfasis visual, la brevedad y la mejora de estatus personal que se adquieren cuando se ejercita la habilidad de consumir esos medios y de convivir con ellos y sobrevivir a ellos (Farré Coma, 2005). El recientemente desaparecido Richard Ericson aportó una serie de análisis definitivos sobre la naturaleza, la organización y el impacto de los medios de masas y el riesgo, en los que sustentaba la tesis de que dichos medios contribuyen a la vigilancia social al exponer imágenes de desviación y amenaza... y de miedo (Ericson y Haggerty, 1997; Ericson et al., 1991; Ericson et al., 1987). Y esto es algo que tiene importantes implicaciones políticas: Los imaginarios sociales «liberales» [socialdemócratas] prometen que los mecanismos estatales de provisión de seguridad harán posible la libertad al facilitar un funcionamiento fluido de las relaciones de mercado, la asunción empresarial de riesgos, la iniciativa emprendedora creativa, la autogobernanza, la prosperidad y el bienestar. Pero esto, en buena medida, no es más que un imaginario, porque, más que hechos externos a nosotros, la seguridad y la libertad se encuentran en nuestro interior en forma de anhelo. Los mecanismos de seguridad y libertad son imaginarios porque exigen conocer el futuro para poder gobernarlo. Pero el futuro es incognoscible en muchos sentidos. [...] Esto genera una paradoja para la política «liberal» [socialdemócrata]: la de cómo proporcionar seguridad y libertad basándose en el conocimiento del futuro cuando la incertidumbre es la condición fundamental del conocimiento humano (Ericson, 2007, p. 4). La comunicación de riesgo forma parte del proceso de vigilancia que resulta relevante para la sociedad del conocimiento (Stehr, 2008a; Stehr, 2008b). Con ello quiero decir, básicamente, que tanto la vigilancia del riesgo como la ocultación de éste implican un control social (Garland, 2001) y son una característica de la sociedad del conocimiento: «[...] las políticas del conocimiento hacen referencia a aquellas políticas regulatorias dirigidas a controlar, restringir o, incluso, prohibir la materialización de nuevos conocimientos e invenciones técnicas» (Grundmann y Stehr, 2003). La sociedad del riesgo está imbuida de un omnipresente discurso del miedo: de la comunicación, la conciencia simbólica y la expectativa de algo tan simple como que el peligro y el riesgo constituyen un elemento central de la vida cotidiana (Altheide, 2002). Una plétora de estudios sugieren que la comunicación del riesgo se ha profesionalizado e institucionalizado, y está siendo potenciada actualmente. Hoy son diversos los expertos que explican muy convincentemente cuáles son las mejores formas y técnicas para comunicar el riesgo (con imágenes, gráficas o tablas, por ejemplo), y otros muchos señalan la naturaleza y los contextos políticos que hacen que optemos por centrarnos en unos riesgos determinados y no en otros (Schapira et al., 2006). El objeto de estudio que me interesa en particular está inspirado por esas investigaciones (que vienen a ser cimientos de las mías), pero mi enfoque inserta la comunicación de riesgo dentro de una franja más amplia de fenómenos, entendiéndola como un elemento de una teoría de la comunicación mediada de masas y la tecnología de la información en una era digital (y de realidad virtual). Un análisis en concreto de los medios virtuales y, en especial, digitales nos brinda una serie de útiles directrices: A la hora de construir este mapa [del paisaje de la comunicación] necesitamos abandonar la fácil división de los medios entre «viejos» y «nuevos» para 3
  • 4. centrarnos en las crecientes interacciones existentes entre ellos y en cómo los cambios económicos y políticos generales condicionan el despliegue de esos medios. Este esencial trabajo de base proporciona, a su vez, el contexto en el que podemos examinar las implicaciones de los sistemas emergentes de comunicación en línea para cinco ámbitos clave relacionados con el riesgo: la constitución de las concepciones populares del riesgo; la organización de la deliberación pública sobre cuestiones de riesgo; los modos emergentes de acción colectiva en relación con los riesgos y las crisis; la vigilancia (desde arriba y desde abajo) de aquellos sitios y personas que se considera que son constitutivos de riesgo, y los problemas sistémicos que la creciente dependencia de las redes plantea para la gestión del riesgo (Murdock, 2010, p. 173). Mi análisis de la ocultación del riesgo está fundamentado en cada una de esas áreas clave y es heredero de décadas de investigación dedicada a depurar conceptualmente y a explorar cómo opera transversalmente la lógica mediática (Altheide y Snow, 1979) a lo largo y ancho de todas las instituciones sociales influyendo en la formulación de alegaciones y reivindicaciones, en la divulgación de noticias, en la opinión o el comentario críticos, en la formación de políticas sociales y en la mayor parte del cambio social. Lo que vengo a sugerir es que tanto los riesgos que se potencian como los que se ocultan son el reflejo de unas narrativas promovidas a su vez como elementos de unas «naciones ficcionales» (Castelló, 2009). Una parte de esta lógica que resulta crucial para nuestro análisis es la de la ecología de la comunicación, un concepto por el que me refiero a la estructura, la organización y la accesibilidad de la tecnología de la información, de los diversos foros, medios y canales de información. La tecnología de la información y los formatos comunicativos (mediáticos) influyen en el tiempo y el espacio de las actividades (Altheide, 1995). El discurso del miedo es un aspecto clave del modo en que los decisores políticos y otras muchas personas y grupos usan el orden de la comunicación −incluyendo la televisión, internet y la mayoría de los medios sociales− y hace, por consiguiente, que éste sea más susceptible de ser intervenido por quienes están dispuestos a manipular muy selectivamente las definiciones y las percepciones de los riesgos apremiantes, fomentando de ese modo la política del miedo o el hecho de que, para alcanzar ciertos objetivos, los decisores promuevan y recurran a las creencias y los supuestos que los públicos tienen acerca del peligro, el riesgo y el miedo mismos (Altheide, 2006). Lo que se echa a faltar todavía en ese análisis es una visión más amplia de la evaluación del riesgo que incluya aquello que he bautizado como la ocultación del riesgo. De hecho, la atención selectiva que dedicamos a ciertos riesgos «externos a nosotros» contribuye a que cerremos los ojos a otras amenazas que rara vez nos son presentadas como tales amenazas o riesgos, pero que están engranadas en un orden moral simbólico que se sostiene gracias a nuestra concentración en lo que podríamos llamar las «amenazas convencionales». Otros riesgos quedan así ocultos a nuestra conciencia y reflexión. Lo que aquí me interesa es la naturaleza de la ocultación del riesgo. Puede que los siguientes comentarios preliminares sirvan para clarificar cómo los intentos de control y protección de los ciudadanos y las ciudadanas desde las instituciones sociales mediadas pueden volver también más vulnerables a aquéllos y aquéllas. Estos son los argumentos en concreto que pretendo exponer en lo que resta de conferencia: 1. La ocultación del riesgo incluye la conducta y el contenido comunicativos que suponen la evitación o la negación de fuentes de peligro y riesgo, así como la exposición y la resistencia activa a los argumentos de los gestores del riesgo cuando estos dicen (a) que no existe en realidad un determinado riesgo o peligro, y/o (b) que las medidas que se están tomando para contrarrestar ese proceso de ocultación del riesgo son necesarias y no ilegales ni inmorales. Así, por ejemplo, el riesgo inherente al mercado de la vivienda se oculta muchas veces empleando 4
  • 5. un lenguaje y unas prácticas institucionales que dotan de aderezo y esplendor simbólicos lo que sería un trato comercial potencialmente ruinoso. Entre los términos relacionados habitualmente con el alquiler de una casa grande y cara, solemos encontrar calificativos como: espaciosa, con gusto, con estilo, de lujo, amplia, fabulosa, majestuosa, hermosa, lujosa, exquisita, cálida, elegante, refinada, acogedora, a su medida. Otro ejemplo: la Asociación Nacional del Rifle (NRA) presionó al Congreso estadounidense para que prohibiera que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades estudiaran el carácter y el alcance de las muertes relacionadas con armas de fuego en Estados Unidos. También en este caso se insertó un tipo de lenguaje concreto en la ley de financiación presupuestaria de dichos centros que hoy continúa en vigor: «Los fondos puestos a disposición de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades para la prevención y el control de heridas o lesiones no podrán utilizarse en ningún caso para defender o promover el control de armas de fuego». 2. La ocultación del riesgo también interviene en muchos intentos directos e indirectos de minimización de nuestra atención a las consecuencias no intencionadas de ciertas acciones. Existe un extendido uso creativo de diversos mecanismos de reparación simbólica, entre los que se incluyen las «explicaciones» o accounts (a modo de excusas y/o justificaciones), la técnicas de neutralización y los descargos de responsabilidad (Hewitt y Stokes, 1975; Matza, 1969; Scott y Lyman, 1968). Ejemplo: el de los ataques de aviones no tripulados que causan muertos entre la población civil. 3. Tanto la ocultación del riesgo como la revelación de ese escudo encubridor pueden implicar el uso de tecnologías de la información (como, por ejemplo, ha sido el caso con los medios sociales en la «primavera árabe» [Sheridan, 2011]). También el movimiento Occupy Wall Street ha cuestionado el discurso. Así opinaba un observador: «Creo que el componente online fue crucial; me refiero a la posibilidad de distribuir señal de vídeo por streaming, de captar las imágenes y crear registros y relatos de sacrificio y resistencia». También ha sido ejemplo de ello la supervisión nacional e internacional de las elecciones en Rusia, desde donde, en noviembre de 2011, se colgó en YouTube un vídeo (grabado con un teléfono móvil) de un candidato político amenazando a un grupo de veteranos con no facilitarles financiación si no le apoyaban. También a través de esas tecnologías se transmiten o se realizan desde escenificaciones de teatro de calle, hasta confrontaciones, resultados de minería de datos y difusión de contenidos informativos, incluida información «secreta» clasificada, como hace, por ejemplo, WikiLeaks (Adolf y Wallner, 2011). 4. Aunque pueda parecer paradójico, la evaluación y la prevención del riesgo (vigilancia y castigo incluidos) favorecen a su modo los intentos y las tendencias dirigidos a ocultar riesgos. Las actividades ocultadoras del riesgo aumentan a medida que lo hacen también las evaluaciones de riesgos y las expectativas públicas de orden, acatamiento de la ley y seguimiento de las regulaciones y las directrices administrativas. La Asociación Nacional del Rifle (NRA), por ejemplo, presiona en Estados Unidos al Congreso para que prohíba el desarrollo de bases de información electrónicas sobre propietarios, ventas, etcétera, de armas de fuego. 5. Reducir riesgos no siempre es lo mismo que ocultarlos. A veces, se promueven riesgos, pero, otras veces, se ocultan (Sheridan, 2011). En algunos casos, pueden emprenderse medidas (violentas incluso) para reducir riesgos (por ejemplo, cuando los insurgentes afganos matan a los lugareños que cooperan con las 5
  • 6. fuerzas de la coalición internacional) y para ocultarlos al mismo tiempo a otras poblaciones. Pero esa clase de acciones −tanto las prescripciones como las proscripciones− implican también riesgos y ciertas consecuencias no intencionadas, aun cuando, en ocasiones, éstas puedan ser conocidas ya de antemano por algunas personas. (Por ejemplo, Estados Unidos utiliza aviones no tripulados en, al menos, seis países para localizar y matar a enemigos declarados como tales, aun cuando el gobierno estadounidense se ha opuesto tradicionalmente a los asesinatos políticos. Las noticias de los medios informativos emplean el lenguaje de las autoridades militares y rara vez comentan que esos ataques son violaciones de la soberanía nacional de otros países. Los aviones no tripulados están blindados frente a nuestra percepción de riesgo y, al mismo tiempo, su uso oculta riesgos: impide que la oposición se levante o cobre fuerza.) Ilustraré estos argumentos con tres grandes ejemplos tomados de Estados Unidos: la aceptación de las armas de fuego, la expansión del complejo penitenciario-industrial, y la incursión de las industrias y las prioridades militares y de defensa en las principales universidades. También iré incorporando otros ejemplos a fin de ilustrar cómo se usan estratégicamente símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos dominantes para desviar y, en muchos casos, negar argumentos acerca de los riesgos. La ocultación del riesgo de las armas de fuego En las páginas siguientes, sugiero que buena parte de la relación que Estados Unidos mantiene con las armas de fuego está adquiriendo cada vez más el carácter de un fenómeno de ocultación del riesgo. El contexto concreto que me ocupa es el del acceso a las armas de fuego y a la munición para éstas tanto en Arizona como en el conjunto del país. El discurso del miedo se asienta sobre una serie de símbolos culturales e, incluso, emocionales que hacen que no percibamos determinados riesgos en determinadas prácticas. Mi objetivo consiste en clarificar el problema de las armas de fuego −entendido como significado simbólico− en Arizona y en EE.UU. a fin de mostrar cómo ese riesgo es ocultado por otros símbolos culturales sostenidos a su vez por el discurso del miedo. Entre los símbolos a los que se vinculan las armas de fuego están la identidad nacional, los derechos, la pertenencia a la comunidad, el carácter, la seguridad, el orgullo, los roles de género y la justicia. Así que el riesgo en sí de las armas de fuego acaba ocultándose para no poner en peligro ninguno de esos preciados símbolos. Las pistolas y los fusiles están ahí «por nuestro bien» y si alguien las usa «para hacer el mal» en forma de crímenes o suicidios, achacamos tales desgracias a un «mal uso». Decimos que las personas que disparan contra una multitud −como sucedió en Tucson− están locas o padecen algún trastorno mental. Con eso, blindamos las armas de fuego frente a posibles alegaciones de riesgo. O, al menos, ese es el significado de las narrativas, las informaciones y la retórica al respecto. Se calcula que en Estados Unidos hay unos 270 millones de armas de fuego (90 por cada cien habitantes), un porcentaje superior al de Yemen (60 por cada cien). Se han escrito y publicado bibliotecas enteras de artículos de prensa, libros e informes gubernamentales acerca del peligro de tales armas (especialmente las pistolas y los revólveres) y no voy a tratar de recoger todos esos argumentos aquí. Baste decir que las armas de fuego se cobran decenas de miles de muertes y lesiones al año (incluidos numerosos suicidios) y son el arma predominantemente usada en los miles de agresiones y otros delitos a mano armada que se cometen en Estados Unidos. Según la Campaña Brady para prevención de la violencia por armas de fuego, más de un millón de personas han muerto asesinadas por éstas desde que Robert Kennedy y Martin Luther King murieran por esa misma causa en 1968. Eso representa un número de muertos superior al de ciudadanos estadounidenses fallecidos en las diversas guerras en las que ha participado EE.UU. desde los años cuarenta del siglo XX. Las armas de fuego están tan estrechamente relacionadas con las muertes juveniles que los Centros para el Control y 6
  • 7. la Prevención de Enfermedades (CDC) elevaron el homicidio juvenil de la categoría de delito a la de problema de salud pública. Volvamos por un momento sobre el espectacular tiroteo mortal que se produjo en Arizona para ver cómo se oculta el riesgo de las armas de fuego. La reacción pública captada por los medios de masas puso el énfasis en elementos ya consabidos como la tristeza, el lamento ante lo ocurrido, el «sinsentido» de aquellos asesinatos y el cómo todo aquello nos haría más fuertes. También se habló y se escribió con preocupación en los medios nacionales y locales acerca de la creciente virulencia de las declaraciones políticas y de cómo éstas podían contribuir a crear un ambiente tóxico. Aun así, varias de las principales figuras periodísticas allí destacadas (George Will, por ejemplo) y de los animadores mediáticos locales criticaron aquellos análisis realizados a bote pronto alegando que se trataban de la típica búsqueda de culpables, que no dejaban de ser un vano intento de dar un sentido racional a un acto puramente irracional, y que lo allí sucedido no era más que la obra (nuevamente) de un individuo perturbado. De hecho, cualquiera que sugiriera que la corriente simbólica de demonización salvaje de oponentes políticos (caracterizados, en el fondo, como enemigos de Estados Unidos) que se estaba viviendo en el país podía haber tenido incidencia alguna en aquel terrible hecho o bien era alguien muy confundido, o bien era un oportunista que trataba de sacar tajada política: muy seguramente, un «liberal» [un político de izquierdas] que buscaba desacreditar así a los candidatos (como Sarah Palin) apoyados por el Tea Party. Hay muy poca comunicación de riesgo relacionada con las muertes y las lesiones por armas de fuego. En aquellas fechas, fue relativamente poca la atención que se dedicó a las armas de fuego y su munición, aparte de algún que otro apunte sobre la influencia de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) en el Congreso y sobre cómo aquélla haría sin duda imposible cualquier medida mínimamente seria de limitación de la venta de armas de fuego, de su munición o de cargadores de gran capacidad como el utilizado en la matanza de Arizona. La regulación de la venta de armas de fuego y de su munición (incluidos los cargadores ampliados) apenas tuvo presencia en las noticias de los medios informativos de los días inmediatamente siguientes al tiroteo de Tucson, excepto en algunas columnas y editoriales de opinión, y en algunas cartas al director del periódico local (el Arizona Republic), en las que se defendía la prórroga de la ley federal de 2004 que regulaba el comercio y uso de cargadores de gran capacidad, y se proponía que Arizona no autorizara que nadie llevara armas ocultas a prácticamente ningún establecimiento o lugar (bares incluidos) sin exigir a su dueño algún tipo de formación previa. Un senador opinó que los cargadores de gran capacidad deberían de estar regulados, pues hasta los propietarios de armas de fuego reconocían que ni siquiera quienes realizan prácticas de tiro necesitan tener 33 balas disponibles entre recargas. Además, y como bien señalaron algunas personas, siempre hay algún loco por ahí suelto a quien no habrá manera de reconocer como tal hasta que sea demasiado tarde, como el que actuó en el Instituto Tecnológico de Virginia (Virginia Tech), que también empleó una Glock, o como el estudiante de la Universidad del Norte de Illinois, que provocó 27 víctimas entre muertos y heridos, o como otros muchos tiradores clasificados como paranoides, esquizofrénicos, que consiguen armas de fuego y luego «pierden el control». La Asociación Nacional del Rifle (NRA) encuadró el problema desde la perspectiva de una falta de atención sanitaria mental apropiada, y llegó incluso a culpar a ciertas personas que conocían al tirador de Tucson por no haber informado a los profesionales de la salud mental del extraño comportamiento de aquel hombre. Uno de aquellos «desviadores» del riesgo sostuvo lo siguiente a los pocos días de la masacre, con motivo del Congreso de Tiro, Caza y Actividad al Aire Libre (el llamado SHOT Show, o Feria del TIRO) de Las Vegas: «Lo ocurrido en Tucson no fue un fracaso de la legislación de control de las armas de fuego», declaró Lawrence Keane, jefe de los servicios jurídicos de la Fundación Nacional de Deportes de Tiro, patrocinadora de la feria de armas. «Fue un fracaso del sistema de salud mental». Los líderes del sector allí reunidos coincidieron en 7
  • 8. que la respuesta no debía buscarse en unas nuevas leyes sobre armas (Horwitz, 2011). Otro portavoz de la industria de las armas de fuego añadió: «Compartimos con todos los estadounidenses la condena de ese acto de violencia sin sentido −un acto ciertamente horrible que desafía toda racionalidad o explicación− y seguimos teniendo en nuestro pensamiento y en nuestras oraciones a los afectados por esta tragedia», declaró Ted Novin, un portavoz de la industria de las armas de fuego, que definió el tiroteo como «la acción de un loco». Un miembro de la cámara de representantes de Arizona repitió esa misma explicación y dio a entender que habría sido de gran ayuda que el sistema de salud mental hubiese funcionado mejor, aunque no comentó cómo podría haber sido posible algo así dados los drásticos recortes en el gasto en salud mental que se habían practicado en Arizona durante la última década. Pese al acusado temor a futuros tiroteos, y pese al deseo de protección para sus propias familias, muchas personas parecieron aceptar lo inevitable: que, en realidad, no había nada que hacer. Las armas de fuego son parte integral no ya de Arizona, sino de Estados Unidos en general. La congresista tenía una pistola, aunque no la llevaba consigo. El juez federal, que fue asesinado porque había pasado por Safeway para saludar a Gabby Giffords, tampoco llevaba encima su pistola, seguramente, porque regresaba en aquel momento de misa. E incluso el cirujano que intervino a la congresista tenía un arma registrada a su nombre. Así que la culpa no podía ser de las armas de fuego: no es posible hablar de tales armas como riesgo en el contexto de la libertad y los valores estadounidenses. ¿Qué hicieron, entonces, los habitantes de Arizona? Muchos fueron a comprar más armas; las solicitudes para hacerse con alguna de ellas se incrementaron en un 60 por cien en el estado el lunes siguiente al tiroteo (un 65 por cien en Ohio y un 5 por cien a nivel nacional). En palabras del dueño de un comercio donde se venden tales armas, «estamos doblando nuestro volumen normal de ventas». El gerente de «Shooter's World», en Phoenix, ha visto multiplicarse varias veces la demanda de armas de fuego a lo largo de los años: «Siempre que hay algún suceso gordo, sobre todo si es por aquí cerca, la gente tiende a salir corriendo a comprar algo para proteger a su familia» (Riley, 2011). ¿Y cuál ha sido el arma predilecta tras la masacre de Phoenix? La Glock 19, aunque también ha habido muchos compradores que han adquirido cargadores de gran capacidad, que los clientes, según uno de los comerciantes, casi «quitaban de las manos» a los vendedores, sobre todo, porque a algunos propietarios de pistolas Glock les preocupaba la posibilidad de que (como ya había sucedido tras las masacres de Columbine, el Instituto Tecnológico de Virginia, la Universidad del Norte de Illinois, etcétera) se tomaran medidas para regular el comercio y uso de armas de fuego o, incluso, para prohibir los cargadores de alta capacidad (que ya habían estado prohibidos desde 1994 hasta que, en 2004, la Asociación Nacional del Rifle logró imponer su criterio en el Congreso). Todo esto plantea una serie de preguntas importantes para los estudiosos de la comunicación de riesgo: ¿Qué es lo que la gente entiende por riesgos aceptables, sobre todo, cuando las probabilidades de sufrir daños por culpa de un arma de fuego son bastante elevadas, y especialmente entre los jóvenes? ¿Cómo comunicamos y encuadramos los mensajes sobre el riesgo y la prevención cuando los contraargumentos se presentan en forma de valores tan elementales como la libertad, la seguridad y los derechos humanos? ¿Qué mezcla de hechos, valores y posibilidades de cambio debería conformar el discurso? 8
  • 9. La comunicación de riesgo de una profecía autocumplida La cultura de las armas de fuego en Arizona vendría a concordar con lo que se entiende por una profecía autocumplida, pues el intento de impedir que algo suceda, como en este caso es el hecho de sufrir un daño, puede provocar en realidad la generación de un perjuicio aún mayor. Arizona, como buena parte de EE.UU., ha hecho que el crimen y el miedo se persigan mutuamente hasta propiciar un futuro de tenencia masiva de armas de fuego. Éstas forman parte de la tradición popular del Suroeste norteamericano, pero eso no explica del todo lo ocurrido en Arizona. Lo que sí contribuye a explicarlo es la producción de miedo que se genera desde los medios de masas. Durante treinta años, Arizona (y, en particular, el área metropolitana de Phoenix) ha vivido inmersa en el discurso del miedo. Y los políticos lo han utilizado y lo han fomentado. Arizona es un reflejo del conjunto del país en lo que al miedo respecta. Los atentados terroristas de 2001 y la amplísima cobertura informativa que reciben las amenazas a Estados Unidos se añadieron a la combinación simbólica de miedo, delincuencia y terrorismo, y a la necesidad de autodefensa. Las ventas de armas de fuego crecieron tras el 11-S, cuando los ciudadanos buscaron en ellas consuelo frente a la posibilidad de que un terrorista irrumpiera en sus vecindarios. Una serie de medidas legislativas a lo largo de la década transcurrida desde entonces sirvieron para facilitar la adquisición de armas en Arizona, un proceso que culminó con la introducción de cambios legales por los que los ciudadanos cuentan ahora con autorización para llevar armas ocultas a bares y otros espacios públicos sin necesidad de permiso ni formación especiales. La oposición a tales medidas de la mayor parte de las agencias encargadas del mantenimiento de la ley y el orden en Arizona apenas influyó en la inercia del momento. A éstas les preocupaba la perspectiva de que un mayor número de personas fuesen a ir armadas por la calle con pistolas de superior calibre y que eso comportase un riesgo más elevado para los agentes, sin olvidar las dificultades añadidas que aquello provocaría en cuanto al aumento de las disputas de violencia doméstica con armas de fuego de por medio. Al final, en definitiva, el esfuerzo por prevenir ciertos sucesos-riesgos de extrema rareza, como el hecho de tener que enfrentarse a un atracador armado, ha contribuido a que más habitantes del estado corran hoy el riesgo real de recibir un balazo. Los riesgos se construyen socialmente y pueden estar muy influidos por la lógica característica de otros contribuidores sociales y culturales, como son en este caso los medios de comunicación de masas. Todos los riesgos están mediados por un contexto, así como por las tecnologías de la información, que imparten sus formatos, sus criterios, su gramática y su lógica propios. Lo que yo sugiero es la existencia de una ecología social de la comunicación de riesgo en la que el tanto el significado del riesgo −la naturaleza, la repercusión y la relevancia de éste en general− como ciertos riesgos específicos interactúan con unos contextos culturales, políticos y económicos. Esto significa que algunos riesgos, como el de la violencia por arma de fuego, puedan no ser considerados de suficiente importancia como para propiciar un «discurso del riesgo» en torno a ellos ni medidas apropiadas para prevenirlos o reducirlos (es decir, para prevenir o reducir la violencia por arma de fuego en este caso), como podrían ser la prohibición o la limitación de ciertos tipos de armas y munición, la imposición de condiciones legales de uso y de seguridad de esas armas, etcétera. De hecho, lo que yo sostengo es que las percepciones públicas de la violencia por arma de fuego en Arizona, lejos de entender ésta como un factor independiente, tienden a estar relacionadas con la delincuencia callejera que se ve en los medios de masas; de ese modo, las pistolas y los fusiles sólo pueden ser malos en manos de «los malos», por lo que el antídoto consiste en contar con unas fuerzas del orden mejor armadas aún si cabe, así como en que los ciudadanos y las ciudadanas se armen a su vez para protegerse a sí mismos, y a sus familias y propiedades. El horrendo tiroteo antes referido no es tratado como un problema relacionado con el acceso a las armas de fuego y su munición, sino como un suceso 9
  • 10. terrible que puede explicarse como la acción de un individuo demente. Esta conclusión es la que, en esencia, se sigue de una narrativa cultural según la cual las armas de fuego están ligadas a la libertad por tratarse de un «derecho constitucional» (recogido en la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos) y que ha hecho que éstas estén aceptadas y normalizadas, y que se niegue todo motivo de preocupación en torno a las mismas. Las armas de fuego y, en especial, las pistolas, se han convertido básicamente en una parte más del paisaje natural y, según algunos, en un «derecho de origen divino». Tal y como reflexionaba el propietario de una armería de Phoenix: «Es que es algo que ahora sale en las noticias. Estoy seguro de que los Packers de Green Bay [equipo de la liga profesional de fútbol americano] también están vendiendo montones de camisetas ahora mismo. [...] Simplemente espero que nuestro estado acepte las armas de fuego» (Riley, 2011). Por si eso no fuera suficiente, el legislativo de Arizona aprobó dos leyes que permiten que profesores y estudiantes lleven armas ocultas en los campus universitarios. La visión que se tiene en Arizona (y, cada vez más, en todo Estados Unidos) de la violencia relacionada con las armas de fuego supone un desafío para los supuestos de la comunicación de riesgo. La gente no suele preocuparse por un peligro inminente ni unas amenazas fundamentales a un orden simbólico moral apreciado si tales riesgos y amenazas se les ocultan detrás de un orden moral construido. Parte del problema, pues, estriba en comprender cómo las personas pueden ver unas presuntas amenazas como si éstas formaran parte de una narrativa más amplia de sus pertenencias de grupo, sus derechos y sus obligaciones. Hay analistas muy capaces que se han dedicado a debatir y explorar múltiples formas de establecer un diálogo con las personas en los propios términos de éstas a fin de conseguir que perciban ciertos riesgos y que tomen medidas diversas con las que actuar al respecto (Lundgren y McMakin, 2009). Entre dichas vías para el diálogo pueden incluirse el conocimiento o aprendizaje de la lengua de las personas en cuestión, de su cultura, de sus situaciones de uso/experiencia con el riesgo potencial, de sus vocabularios y perspectivas sobre el control del entorno en general y sobre su propio destino en particular, y de formas de empoderar las voces que muestran su preocupación por la cuestión. De todos modos, no debemos pasar por alto los continuados esfuerzos dirigidos a mantener una visión del orden social que potencie la ocultación de riesgos. De ahí que yo sugiera que las medidas de actuación antes mencionadas deben materializarse dentro de una iniciativa conjunta que, normalmente, debería estar impulsada por instituciones dominantes, incluidos los medios de masas. La situación de Arizona es relevante para nosotros, los estudiosos de la comunicación de riesgo, porque indica algunos de los límites con los que topan nuestros esfuerzos. A los habitantes de Arizona nos encantan las armas de fuego, pero nos resistimos a que nos llamen pistoleros: ésa es una palabra para personas malas que usan las pistolas de forma inmoral, cuando no ilegal. Es precisamente cuando ponemos a prueba los límites culturales que proporcionan identidad y sentido, cuando nos resulta más fácil detectar vías de entrada problemáticas. Las armas de fuego en Arizona son algo más que una mera fijación con el Salvaje Oeste; están insertas en una ecología comunicativa que promueve el miedo, la amenaza y el conflicto a través de los medios y la cultura popular de masas. En Estados Unidos, el formato del entretenimiento, firmemente anclado en el miedo, fomenta la acción oposicional mediante la fuerza, la determinación moral, los valores patrióticos y las armas de fuego, elementos todos ellos que simbolizan e invocan una narrativa poderosa, así como una narrativa oposicional de defensa de los derechos y la libertad contra todo aquello que aparentemente cuestione dicha defensa. Si en la Edad Media se daba por sentado de forma acrítica que los reyes reinaban por derecho divino, hoy en día la autoridad soberana del derecho a comprar, llevar y usar armas de fuego está arraigada en el carácter y la identidad de las narrativas en Estados Unidos y, sobre todo, en Arizona, que ha construido una mitología de carácter, independencia, libertad y moralidad frente al corruptor mundo de lo público, lo social, lo estatal... lo «divino» en definitiva. Este absolutismo fue explotado por diversas organizaciones, como la Asociación Nacional del Rifle, para crear una voz política acorde 10
  • 11. con el proceso legislativo estadounidense, íntimamente ligado a las presiones, los sobornos y otras compensaciones políticas de los grupos de interés. Aunque la carta constitucional de derechos de Estados Unidos sí contempla el derecho «a llevar armas», también la cultura y los medios de masas han puesto mucho de su parte para ocultar el riesgo de las armas de fuego en este país. El discurso del miedo en torno a la delincuencia y en torno a la necesidad de protegernos por nosotros mismos ha sido alimentado por décadas de películas y noticias sobre crímenes y sobre el miedo que éstos producen, así como por años y años de pánicos morales sobre los peligros de la violencia aleatoria, los secuestros infantiles y las reiteradas guerras contra la droga. Las investigaciones realizadas por científicos sociales y por personal de los servicios de prisiones durante estos últimos cincuenta años han revelado una asombrosa tasa de reincidencia, especialmente, entre los muchos internos que ingresan en prisión con problemas previos con las drogas (más de la mitad del total), que tienen niveles educativos insuficientes o que padecen afectaciones por trastornos mentales. Los profesionales de la justicia penal (comisarios de policía incluidos) tardaron más de tres décadas en reconocer que la guerra contra la droga (y la ilegalización de sustancias como la marihuana) ha contribuido al aumento de la criminalidad en Estados Unidos en general. Lo irónico del caso es que esas cifras son consecuencia de políticas que han puesto el foco de atención en el riesgo de las conductas delictivas. Ericson sugiere que: Los sistemas de comunicación de riesgo precisan de una vigilancia. La vigilancia suministra conocimiento para la selección de umbrales que definan riesgos aceptables y justifiquen la inclusión y la exclusión. Los agentes encargados de esa vigilancia (la policía, por ejemplo) introducen en el sistema conocimientos relevantes que son luego clasificados para su distribución a los públicos institucionales interesados en cada uno de ellos. El control coercitivo cede así terreno ante la categorización contingente. El conocimiento del riesgo es más importante que la culpabilidad moral y el castigo. La inocencia desciende porque todos se suponen «culpables» hasta que el sistema de comunicación de riesgo revele lo contrario y uno sea admitido en la institución al efecto de una transacción concreta (Ericson y Haggerty, 1997, p. 448). A través de los informativos, nos llegan a diario mensajes sobre el riesgo de la delincuencia y sobre el miedo que ésta genera; de hecho, la programación informativa de la televisión local en Estados Unidos tiende a centrarse exageradamente en los sucesos delictivos, el peligro y el miedo (Chiricos, 2000; Kappeler y Potter, 2005; Surette, 1992). Rara vez se reconoce, sin embargo, el riesgo que tales políticas plantean para nuestro país, tanto en términos de costes como en lo que respecta a las conductas aún más aberrantes que generan tras su emisión. De hecho, una de las recomendaciones de un equipo de investigadores que estudió las tendencias en la política penitenciaria ha sido la necesidad de «clasificar a los delincuentes según su riesgo para la seguridad pública a fin de determinar los niveles apropiados de supervisión».2 Nos adentramos así en el contexto de la ocultación del riesgo que la elevada población reclusa comporta para Estados Unidos. La ocultación del riesgo de los costes sociales de las prisiones El sistema de justicia penal en Estados Unidos se sostiene sobre numerosos mitos acerca de la naturaleza, la extensión y la gravedad de la delincuencia (Kappeler y Potter, 2005). El retrato que las noticias y la cultura popular hacen de tales mitos contribuye a ocultar riesgos sobre la delincuencia y las prisiones. Como ya se ha señalado, los formatos informativos de entretenimiento −tan extendidos en Estados Unidos− suministran numerosas crónicas de crímenes y peligros, aun cuando los índices de 2 <http://www.pewcenteronthestates.org/news_room_detail.aspx?id=49398>. 11
  • 12. delincuencia hayan experimentado un descenso continuado en este país desde hace más de una década. Los estudios indican que las noticias sobre crímenes y delincuencia influyen en el establecimiento de la agenda social y política, lo que se traduce, entre otras cosas, en un crecimiento del sistema de mantenimiento del orden y en unos criterios condenatorios más severos (Gross y Aday, 2003). Los políticos tienden a secundar las creencias de sus electores en torno a la delincuencia (como las relacionadas con los supuestos peligros de las drogas ilegales o con la composición racial de los delincuentes violentos) y, salvo contadas excepciones, se declaran a favor de condenas de prisión más largas y, en general, refuerzan la política del miedo (Dixon, 2008). De resultas de todo ello, se han disparado las cifras de población reclusa en Estados Unidos. La ausencia de comentarios y debates sobre el problema de las prisiones y el castigo penal es un gran ejemplo de la ocultación del riesgo, sobre todo, en Estados Unidos, que cuenta con un 5 por cien de la población mundial, pero donde, al mismo tiempo, están recluidos un 25 por cien de los presos del planeta. Fijémonos, por ejemplo, en las siguientes cifras correspondientes al periodo 2009-2010: más de 2,3 millones de estadounidenses están encerrados en prisiones y penitenciarías, y a éstos hay que sumar otros 5,5-6,5 millones que se encuentran en situación de libertad vigilada o condicional (básicamente, bajo supervisión de las autoridades locales)3. Eso significa que hay cerca de 9 millones de personas bajo control penal de sus respectivos estados o del gobierno federal (lo que equivale a un número de cumplidores de condena penal superior a la suma de las poblaciones de siete de los estados de la Unión), o, lo que es lo mismo, una de cada 31 personas en Estados Unidos (una proporción que, en algunos estados, como Georgia, aumenta hasta una de cada 13 personas adultas). De hecho, en un barrio de Detroit, se calcula que una de cada 7 personas adultas se encuentran sometidas a algún tipo de control penal del estado. Para las administraciones estatales, esto representa un coste de más de 77.000 millones de dólares anuales. - Una de cada 31 personas adultas de Estados Unidos está en prisión o bajo libertad vigilada. Hace 25 años, esa proporción era de una de cada 77. - En total, dos tercios de los delincuentes convictos viven en sus domicilios y localidades y no entre rejas. Una de cada 45 personas adultas se encuentra en libertad condicional y una de cada 100 está en prisión. La proporción de delincuentes convictos entre rejas respecto a los excarcelados bajo vigilancia ha variado muy poco a lo largo de los últimos 25 años, pese a que el país dispone actualmente en sus penitenciarías de 1,1 millones de plazas adicionales. - El control penitenciario está particularmente concentrado en ciertas razas y zonas geográficas. Bajo él se encuentran una de cada 11 personas negras adultas (el 9,2 por cien del total de éstas) frente a una de cada 27 personas hispanas adultas (el 3,7 por cien) y una de cada 45 personas blancas adultas (el 2,2 por cien); también afecta de forma distinta a los hombres (uno de cada 18, es decir, el 5,5 por cien) y a las mujeres (una de cada 89, el 1,1 por cien). Los índices pueden ser extraordinariamente altos en ciertos barrios. En un grupo de manzanas del East Side de Detroit, por ejemplo, uno de cada 7 hombres adultos (el 14,3 por cien del total) se encuentra bajo control penitenciario. - Georgia −donde una de cada 13 personas adultas está entre rejas o excarcelada pero bajo vigilancia local− lidera el país en ese aspecto, un pelotón de cabeza que comparte con Idaho, Texas, Massachusetts, Ohio y el Distrito de Columbia4. El impacto de esta situación sobre las ciudades de Estados Unidos está bastante bien documentado: 3 <http://bjs.ojp.usdoj.gov/content/pub/pdf/ppus09.pdf>; <http://stopthedrugwar.org/chronicle- old/410/7million.shtml>. 4 <http://www.pewcenteronthestates.org/news_room_detail.aspx?id=49398>. 12
  • 13. - Los índices de encarcelamiento han tenido una repercusión devastadora sobre los barrios y comunidades en los que se concentran las minorías. Los afroamericanos, que forman la octava parte de la población total del país, representan actualmente el 40 por cien de las personas en prisión. Los afroamericanos varones tienen una probabilidad de uno entre tres de pasar un año o más en prisión a lo largo de su vida. Y esa tendencia afecta a localidades y barrios enteros, impulsando ingresos a la baja e incrementando la reincidencia5. Una pregunta clave en relación con la ocultación del riesgo es la de cómo insertamos socialmente a las personas que salen en libertad de las prisiones. Estados Unidos gasta cerca de 69.000 millones de dólares al año en sus más de 2 millones de reclusos penitenciarios. Pero la ausencia de interés a la hora de proporcionar formación y empleo a las personas que salen libres de prisión en EE.UU. es patente; cada año, son excarceladas unas 600.000 personas, y 2/3 de ellas acaban regresando tarde o temprano a la cárcel, en parte, porque no consiguen empleo ni tienen la posibilidad de iniciar una nueva vida fuera de la prisión. Todo esto nos sale muy caro y es tremendamente peligroso (¡arriesgado!) para todos nosotros, pero ni los políticos ni la ciudadanía (¡ni los medios!) parecen dispuestos a comentar el riesgo de no poner remedio a ese problema. Es muy poca la comunicación de riesgo sobre esa cuestión en la arena pública. Y es que ese riesgo en concreto se nos presenta oculto tras otros símbolos de identidad, pertenencia al colectivo y seguridad: uno de ellos es el concepto de castigo; otro es la idea de «individualismo» (los ex presos pueden salir adelante si se esfuerzan de verdad). Lo cierto es que hay pruebas sólidas de que el empleo y la formación pueden ayudar a mantener a los ex convictos alejados de las prisiones, pero esta parte no penetra en el discurso del miedo, que es en realidad un discurso individual de responsabilidad, en el que no tiene cabida el contexto social. La mayoría de la cobertura mediática dispensada a quienes ya han cumplido condena de cárcel trata del riesgo que suponen para nosotros si se les excarcela; de hecho, los medios dedican muchísima atención a los casos de personas que han cometido delitos tras su excarcelación. Así se oculta el riesgo de no ayudar debidamente a las personas estigmatizadas. La ocultación de riesgos para el bienestar de los ciudadanos y ciudadanas puede tener lugar simplemente alejando el foco de atención de la cuestión de la cantidad de apoyo que se dispensa y sustituyendo ese tema por una narrativa que retrata a ciertos individuos como indignos de ayuda social o estatal. Un ejemplo de esto último son los tests de drogas que están empezando a implatarse como requisito previo para aquellas personas que soliciten asistencia del estado en forma de prestaciones y ayudas sociales (welfare). Decenas de estados norteamericanos están considerando la posibilidad de aprobar leyes que hagan obligatorios tales tests. Una de las impulsoras de tal medida en el estado de Misuri se expresó así al respecto: «La gente trabajadora se esfuerza mucho por llegar a fin de mes y no resultaría justo para esa gente que el dinero de sus impuestos se dedicase a sostener actividades ilegales», declaró Ellen Brandon, miembro de la cámara de representantes del estado de Misuri. Una oponente a ese proyecto de ley replicaba lo siguiente: Kimberley Davis, directora de servicios sociales de la organización Operation Breakthrough, dijo que aquella legislación enviaba un mensaje negativo. «Para lo único que sirve es para perpetuar el estereotipo de que las personas con bajos ingresos son drogadictas, vagas y holgazanas, y que si salieran adelante sin la ayuda de nadie, el país no tendría los problemas que tiene [...]». 5 New York Times, The Times Digest, domingo, 30 de octubre de 2001, <http://www.nytimes.com/2011/10/30/opinion/sunday/falling-crime-teeming- prisons.html?_r=1&nl=todaysheadlines&emc=tha211>. 13
  • 14. Muchos gobernadores y legisladores estatales están utilizando el empeoramiento de la situación económica como justificación para una medida con la que pretenden ahorrar dinero y desalentar el consumo de drogas al mismo tiempo. Varios estados obligan ya a que los solicitantes de asistencia social paguen sus propios tests de drogas (que pueden costar 40 dólares o más). Y sólo se les ofrece un reembolso de esa cantidad si sus tests salen negativos. El ahorro no parece haber sido gran cosa hasta el momento, aunque sí es cierto que las solicitudes de ayuda estatal han descendido en algunos estados (por ejemplo, en Florida). «Es ciertamente una muestra de cómo la confrontación política actual se está imponiendo al diálogo reflexivo sobre las políticas públicas y sociales apropiadas sin que prácticamente se alegue prueba empírica alguna al respecto», declaró Harold Pollack, profesor de la Universidad de Chicago cuyas investigaciones han dado a entender que las personas que dependen de las prestaciones sociales del Estado no evidencian un nivel de consumo de drogas superior al de la población en general6. Lo que sugiero es que lo que vemos en todo ese fenómeno responde a un problema de comunicación relacionado con un miedo popular a la delincuencia y el crimen (aun cuando los índices reales de delincuencia estén cayendo en Estados Unidos), así como con una narrativa cultural de castigo y represalia. La situación de la delincuencia en Estados Unidos ilustra también una pieza cultural importante de toda teoría de la comunicación de riesgo que se precie: el uso de «explicaciones» o accounts (a modo de excusas y/o justificaciones), así como de técnicas de neutralización para evitar ciertos significados y encuadrar las acciones de manera aceptable. Todo esto, lógicamente, implica el uso del lenguaje, de la construcción social de significados, y, por encima de todo, de formatos informativos de entretenimiento (al menos, en Estados Unidos) que centran su atención en narrativas simples. La naturaleza contextual de muchos de los argumentos queda ilustrada por los cambios que ha ido experimentando el apoyo económico a tales medidas. Hace una década, muchos estados y personalidades muy respetadas que defendían el sistema de justicia penal entonces vigente abogaban por programas basados en sentencias de prisión severas, especialmente para los casos de consumo de drogas y delincuencia reiterada. El cumplimiento obligatorio de las condenas recibió entonces una acogida muy favorable; fue en ese contexto en el que se aprobó la famosa política de los «tres strikes», según la cual, toda persona que fuera condenada por tercera vez por un delito de los considerados «graves» (y el robo no violento con allanamiento de morada, por ejemplo, también se consideraba «grave») era automáticamente condenada a cadena perpetua. Aquellas medidas fueron anunciadas como la implementación de un nuevo enfoque de «mano dura contra la delincuencia» y los políticos se dieron un verdadero festín pregonando su dureza respectiva ante el electorado, un electorado asustado por las exageradas noticias de los medios informativos. Todo esto empezó a cambiar cuando la economía empeoró y la financiación pública pasó a estar menos asegurada. Como ya argumentamos en un estudio de hace unos años, la mano dura contra el crimen fue sustituida por la «inteligencia ante el crimen», es decir, por un uso más cuidadoso de los recursos, menos centrado en los delitos de drogas y más enfocado hacia los crímenes violentos (que, por cierto, continúan descendiendo [Altheide y Coyle, 2006]). Este cambio de foco central de atención ilustra cómo el lenguaje afecta a la comunicación de riesgo y cómo ocultamos el riesgo en muchos casos. Actualmente, son más los políticos y los decisores públicos que consideran inútil continuar metiendo entre rejas a quienes cometen delitos relacionados con las 6 A. G. Sulzberger, The New York Times, 11 de octubre de 2011, <http://www.post- gazette.com/pg/11284/1181247-84-0.stm#ixzz1aWR9z8qi>. 14
  • 15. drogas y que opinan que la prevención y la educación pueden ser suficientes en ese terreno. La ocultación del riesgo de la influencia militar en las universidades La ocultación del riesgo significa algo más que dar un sesgo interpretativo positivo a las cosas; cuando se oculta el riesgo, muchos cambios institucionales resultantes de ciertos ajustes sencillamente no se comentan. Un ejemplo de ello en el propio Estados Unidos es la incursión que las organizaciones militares y otras actividades relacionadas han venido realizando en diversos campus de universidades norteamericanas hasta el punto de crear la que yo denomino la «Universidad de la Seguridad Nacional», es decir, una amalgama genérica de relaciones directas entre las agencias y organismos de la seguridad nacional y diversos aspectos de la vida en la universidad (su administración, sus programas académicos, sus ayudas, sus prioridades investigadoras y hasta sus congresos y coloquios académicos especiales, entre otras cosas). El discurso nacional del miedo, unido a la actual presión para «consumir terrorismo» (es decir, para recibir noticias y anuncios publicitarios relacionados con la amenaza del terrorismo), son dos poderosos incentivos para que las universidades se suban al carro de la agenda militar. Me refiero especialmente a los nuevos programas que tratan de implicar a las humanidades y a las ciencias sociales en iniciativas de vigilancia. La narrativa nacional sobre el terrorismo aviva las brasas del miedo y de la necesidad de una supervisión aún mayor. En el número de mayo de 2010 (vol. 13, nº 4) de la ASU Magazine, revista para ex alumnos y ex alumnas de la Universidad Estatal de Arizona, apareció un anuncio de la CIA (p. 7) acompañado de una foto del derribo de la estatua de Sadam Huseín en Bagdad (sí, aquél en el que varios soldados estadounidenses tumbaron con cuerdas la efigie del dictador y que, según se sabría posteriormente, fue un acto preparado y representado para los reporteros gráficos y las televisiones) en el que se animaba a los lectores a presentar solicitudes para ingresar en el «servicio secreto nacional». Éste era el pie de foto: «Los americanos ven aproximadamente una hora diaria de informativos. Ven a la CIA. Vívelo las veinticuatro horas del día». En la letra pequeña se incluían las frases siguientes: «Ven a formar parte de la historia en progreso como agente del Servicio Secreto Nacional. Ésta no es una misión corriente. Es una misión de importancia. Es el modo en el que tú puedes marcar la diferencia para nuestra nación». Entre los requisitos para todo solicitante potencial estaban el que fueran ciudadanos estadounidenses, pasaran un examen médico completo y se sometieran a diversos procedimientos de seguridad, «incluido un cuestionario con polígrafo. EOE [es decir, acogido a las políticas federales de igualdad en materia de contratación laboral]». Y bajo la insignia de la CIA, figuraba la leyenda siguiente: «El trabajo de una Nación. El Centro de Inteligencia». La comercialización del miedo y el control social Los mensajes sobre delincuencia, violencia y terrorismo que se vienen vertiendo desde hace décadas han propiciado una cultura del miedo (Furedi, 1997; Glassner, 1999) que deja sentir un eco particular en forma de discurso del miedo (Altheide, 2002). La vigilancia policial y el control social (tanto en el propio país como en el extranjero) han dominado las percepciones públicas y han contribuido a la expansión de la retórica sobre la defensa nacional y sobre la vigilancia y el control hasta los más remotos confines de la vida social. El gobierno estadounidense ha realizado tras el 11-S un gran derroche en maquinaria bélica y ampliación de las organizaciones y las tecnologías dedicadas a supervisión y vigilancia. Los periodistas que han intentado seguir el rastro de la difusión 15
  • 16. de esta plaga (mayormente secreta) a lo largo y ancho de la vida estadounidense no salen de su asombro: La legión de organismos y niveles de máximo secreto nacional creados por el gobierno estadounidense en respuesta a los atentados del 11-S es tan extensa y difícil de manejar, y está tan envuelta en el secretismo, que nadie sabe cuánto cuesta, a cuántas personas emplea, cuántos programas de ese tipo existen ni cuántas agencias realizan las mismas funciones. Tras nueve años de gasto y crecimiento sin precedentes, el resultado es que el sistema implantado para hacer de Estados Unidos un lugar más seguro es tan ingente que su eficacia resulta imposible de determinar. Entre los otros hallazgos de las investigaciones, destacan los siguientes: - En el propio Estados Unidos, hay 1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 compañías privadas trabajando en programas relacionados con el contraterrorismo y la seguridad y la inteligencia nacionales desde unas diez mil ubicaciones geográficas distintas. - Se calcula que unas 854.000 personas disponen de autorizaciones de seguridad para cuestiones de alto secreto. - Desde septiembre de 2001, en el área de Washington (D.C.), se han construido o se están construyendo 33 complejos de edificios dedicados a labores de inteligencia de máximo secreto. - Muchas agencias y organismos realizan las mismas labores, lo que provoca solapamientos y despilfarro. Por ejemplo, 51 organizaciones federales y mandos militares se dedican a seguir desde quince ciudades estadounidenses distintas el flujo del dinero que entra y sale de las redes terroristas. - Los analistas que interpretan documentos y conversaciones obtenidas por el espionaje exterior e interior tratan de compartir sus impresiones publicando unos 50.000 informes al año; muchos de éstos son sistemáticamente ignorados (Priest y Arkin, 2010). En realidad, las iniciativas mercantilizadoras del sector militar han ido más allá de la propaganda y la cobertura autointeresada de la información bélica, y han incluido también el reclutamiento de personal y la comercialización de productos como un elemento más del resurgir de la reputación y el significado cultural del ejército tras la guerra de Vietnam, sobre todo a partir de la primera guerra del Golfo (la operación Tormenta del Desierto) y los conflictos bélicos que Estados Unidos libra desde hace una década en Irak y Afganistán. Las campañas propagandísticas fomentaron a un tiempo el «consumo de terrorismo» y la obediencia a un control social ampliado. Los colores del camuflaje militar en el desierto se volvieron de uso habitual en el vestir cotidiano de la población civil, incluso en los bolsos femeninos de moda, en la ropa infantil y en algún que otro uniforme de equipos deportivos profesionales. En fecha más reciente (por ejemplo, en este último año 2011), la «marca» de lo militar se ha desarrollado y se ha comercializado a través de una gama más amplia de productos de consumo (como cosméticos, colonias, etcétera). Tanto el Ejército de Tierra como la Fuerza Aérea y, en especial, el Cuerpo de Marines han generado millones de dólares comercializando sus respectivas marcas: Tanto los soldados como los marines, los marineros y los aviadores y soldados de la fuerza aérea gozan hoy del caché que tanto gusta a las empresas comerciales. Y el éxito de las iniciativas mercantiles de las fuerzas armadas muestra hasta dónde han llegado éstas desde los tiempos de Vietnam, cuando muchos miembros de su personal militar eran tratados con desprecio. 16
  • 17. La del Ejército de Tierra «es una de las marcas más especiales del mercado en la actualidad», declaró Jasen Wright, director de gestión de marca del Beanstalk Group, un agencia certificadora y otorgadora de licencias de merchandising que trabaja para el Ejército (y para Paris Hilton, entre otros clientes). «Los consumidores sienten una elevada afinidad y un gran orgullo por aquello que el Ejército de los Estados Unidos representa. [...] Las cadenas de venta minorista (Wal-Mart, Target) saben que esa institución es muy atractiva para los consumidores y quieren asegurarse de tenerla en sus estanterías» (Davenport, 2011). Pues, bien, también la universidad se ha visto atraída hacia la marca militar. Es de sobra conocido que la universidad ha padecido en Estados Unidos el asedio de diversos combatientes ideológicos, como, por ejemplo, la empresa privada y la religión, sin olvidar el propio ejército. Como alguien cuyas asignaturas han sido señaladas por el mismísimo David Horowitz, verdadero sicario del conservadurismo, yo también coincido con la visión general que Henry Giroux (Giroux, 2007) presenta de la universidad en este país al referirse a ésta como una institución dominada por «una mezcla tóxica de mercantilismo, militarismo y gerencialismo». No obstante, resulta útil (al menos, en teoría) examinar el proceso mediante el que la lógica, el lenguaje y la política institucionales terminan por reflejar diversos riesgos para la seguridad nacional, la financiación institucional y la legitimidad social. Por eso me centro en la tendencia a incorporar el elemento militar en la estructura institucional de las universidades (incluso en las asignaturas, las titulaciones, los congresos y el apoyo a la investigación del propio ámbito de las ciencias sociales y las humanidades) que se observa en Estados Unidos. Desde los intentos iniciales de crear programas de propaganda para desmoralizar al enemigo y, al mismo tiempo, levantar la moral de las tropas propias, las ciencias sociales llevan ya tiempo prestando apoyo a la acción militar del gobierno (Jackall, 1994; Jackall e Hirota, 1994; Lasswell et al., 1979). Sin embargo, varios factores modificaron la relación entre la universidad, las ciencias sociales y las industrias de la defensa nacional en los años sesenta y setenta del siglo XX. En primer lugar, la guerra de Vietnam, el movimiento de los derechos civiles y los intentos descarados de control social desde las autoridades gubernamentales dispusieron a buena parte de la comunidad académica (y a los científicos sociales, en especial) en contra del complejo industrial-militar. Varias destacadas universidades dejaron, por ejemplo, de ofrecer programas ROTC (de formación de oficiales militares en sus campus). En segundo lugar, las ciencias sociales, a diferencia de la física y las ingenierías, no se beneficiaron directamente de la investigación en sistemas armamentísticos y en tecnologías de la información que pasó a dominar la financiación destinada a las universidades por las autoridades de la defensa nacional. En tercer lugar, muchos científicos sociales rechazaron participar en ensayos gubernamentales que pretendían usar a investigadores para operaciones encubiertas como el Proyecto Camelot. El secretario de Defensa, Robert Gates, hizo referencia a esa actitud en unos comentarios pronunciados con motivo de la presentación del Proyecto Minerva (del que hablaré un poco más adelante): A pesar de los éxitos pasados y presentes, hay que reconocer que, por desgracia, muchas personas creen que existe una honda división entre el ámbito académico y el militar: que desde cada uno de esos mundos se mira al otro con antipatía. Esos sentimientos tienen su origen en la historia: muchos académicos se sintieron utilizados y desencantados tras lo de Vietnam, y muchos militares se sintieron abandonados e injustamente criticados por los académicos durante ese mismo 17
  • 18. periodo y tienen aún a menudo la sensación de que continúan sin contar con el respaldo del mundo académico7. El Proyecto Camelot El Proyecto Camelot fue uno de esos intentos de reconciliación que, aunque fallido, no puso ni mucho menos fin a la aproximación institucional. Dicho proyecto es un conocido ejemplo de cómo las universidades selectas sucumbieron a la lógica y la financiación militares. Los impulsores del Proyecto Camelot se propusieron emplear a científicos sociales (antropólogos, sobre todo) para que informaran sobre aquellos individuos y actividades que pudieran ser relevantes para evitar situaciones de inestabilidad social o, incluso, revolución en Chile. Una descripción de los objetivos de Camelot elaborada por la propia CIA ilustra en qué consistía aquella búsqueda de colaboración y cuál era su justificación: El Proyecto CAMELOT es hijo de la interacción entre múltiples factores y fuerzas. Entre éstas está la dedicación en años recientes de un gran énfasis adicional al papel del ejército estadounidense en la política general del gobierno del país de potenciación del crecimiento constante y el cambio en los países menos desarrollados del mundo. Los numerosos programas gubernamentales dirigidos a ese objetivo suelen agruparse bajo la, en ocasiones, engañosa etiqueta de «contrainsurgencia» («profilaxis contra la insurgencia» resultaría una denominación sin duda más apropiada, aunque también más impronunciable). Esta política atribuye una gran importancia a la realización de acciones positivas destinadas a reducir las fuentes de desafección, que son las que suelen dar pie a actividades más violentas y extendidas, y mucho más perturbadoras del orden. El Ejército de Tierra de Estados Unidos tiene encomendada una importante misión en lo tocante a la parte positiva y constructiva de la construcción nacional en esos países, pero tiene también la responsabilidad de prestar asistencia a gobiernos amigos en la gestión de problemas relacionados con la presencia de una insurgencia activa8. El programa se interrumpió en cuanto salió a la luz pública en 1965 (Horowitz, 1974), y muchos científicos sociales y organizaciones profesionales vieron en los principios éticos y profesionales comprometidos con aquella iniciativa (por no hablar de los vínculos posteriores de ésta con diversos episodios de violación de derechos humanos, incluidos el asesinato de Salvador Allende y la instauración del brutan régimen de Pinochet) un motivo para el enfriamiento de todo entusiasmo que pudiera haber despertado inicialmente una implicación institucional más abierta y generalizada. En palabras de un investigador: El Proyecto Camelot, un estudio del proceso revolucionario patrocinado por el ejército en los años sesenta, tuvo una existencia peculiarmente breve, pero también dejó un importante legado. El coste previsto de Camelot (6 millones de dólares de la época) lo habría convertido en el proyecto científico-social más grande de la hisotria estadounidense, pero las quejas internacionales acerca de las implicaciones imperialistas de ese estudio llevaron a su cancelación a mediados de 1965, antes incluso de que Camelot hubiera ido más allá de la fase de planificación. La verdadera importancia de Camelot no se haría manifiesta hasta los años siguientes, cuando aquel estudio se convirtió en el foco central de una amplia 7 Secretario de Defensa Robert M. Gates, Washington [D.C.], lunes 14 de abril de 2008, <http://www.defense.gov/speeches/speech.aspx?speechid=1228>, consultado el 10 de septiembre de 2011. 8 Diciembre de 1964, <http://www.cia-on-campus.org/social/camelot.html>. 18
  • 19. controversia en torno a la relación entre la política estadounidense, el patrocinio militar y la ciencia social en este país (Solovey, 2001, p. 171). En la actualidad, casi cincuenta años después, estamos viviendo una especie de «regreso al futuro». Muchas universidades de Estados Unidos aceptan el discurso y los objetivos militares desesperadas como están por conseguir financiación estatal y federal. Se han ampliado, por ejemplo, los programas ROTC incluso en varias universidades «de élite», como Harvard, Stanford y Columbia. De hecho, en mi propia universidad, la Estatal de Arizona (ASU), se ha añadido un programa ROTC de la Armada... ¡pese a que estamos en medio del desierto! (La ASU ha copatrocinado también al menos dos conferencias de reclutamiento de personal de la CIA en los dos últimos años.) La abolición de la prohibición de la homosexualidad declarada en las fuerzas armadas (y, por lo tanto, de su anterior política de «eso ni se pregunta ni se cuenta») ha ayudado a facilitar el reacercamiento de algunos campus hacia los militares en general. Y las matriculaciones en programas ROTC han aumentado. Las universidades, por supuesto, ganan dinero de ese modo. Pero todo esto encierra también un importante valor simbólico con vistas al público en general. Y eso es particularmente cierto en el caso de las ciencias sociales y las humanidades. De hecho, tras el 11-S, varias instituciones de educación superior aceptaron financiación antiterrorista para fundar centros de investigación centrados en el estudio del terrorismo (a excepción, claro está, del terrorismo de Estado). Uno de esos centros de multimillonario presupuesto fue instalado en la Universidad de Maryland con el nombre de Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y de las Respuestas al Terrorismo. Pues, bien, dos de los programas de ese tipo más relevantes para mi interés por la expansión de la «universidad de la seguridad nacional» son el Proyecto Minerva y el Sistema de Terreno Humano. El Proyecto (o Consorcio) Minerva es el que hasta la fecha ha proporcionado más financiación para la investigación científico-social en apoyo de la defensa nacional. Mi propia universidad, la Estatal de Arizona (ASU), fue una de las siete seleccionadas (de entre 211 candidatas) para recibir financiación de un fondo total de 51 millones de dólares dedicado a analizar y desarrollar el siguiente tema: «La búsqueda de aliados en la guerra de las palabras: Mapeo de la difusión y la influencia del discurso contra el radicalismo islámico». Las iniciativas de la ASU en concreto, dedicadas a grandes trazos al estudio de narrativas y de la retórica radical islámica, sumaron unas subvenciones de cerca de 7,5 millones de dólares para profesores de varios departamentos de ciencias sociales y humanidades. Pensemos en la retórica empleada por el propio secretario de Defensa Gates (y antiguo rector de la Universidad A&M de Texas) para referirse al mencionado Proyecto Minerva: A lo largo de la Guerra Fría, las universidades fueron centros vitales de nuevas investigaciones (financiadas en muchos casos por el gobierno) y de nuevas ideas e, incluso, nuevos campos de estudio, como la teoría de juegos y la kremlinología. [...] Como sucedía entonces, el país está tratando otra vez de hacer frente a nuevas amenazas a la seguridad nacional. En lugar de una única entidad (la Unión Soviética) y de una sola ideología movilizadora de aquélla (el comunismo), hoy nos enfrentamos a desafíos procedentes de múltiples fuentes: desde una nueva (y más maligna) forma de terrorismo inspirada por el extremismo yihadista, hasta el conflicto interétnico, las enfermedades, la pobreza, el cambio climático, los Estados fallidos o en vías de estarlo, las potencias resurgentes, etcétera. Los contornos del escenario internacional son mucho más complejos de lo que nunca lo fueron durante la Guerra Fría. Esta cruda realidad (de la que hemos adquirido verdadera conciencia en estos años transcurridos desde el 11-S) ha propiciado que prestemos una atención renovada a la estructura y la preparación general de nuestro gobierno para lidiar con las amenazas del siglo XXI. [...] 19
  • 20. Una de las claves de ese esfuerzo [...] es la consistente en encontrar fuera del propio gobierno y su administración recursos aún no aprovechados: recursos como los que nuestras universidades pueden ofrecer. Con la iniciativa Minerva, planteamos la creación de consorcios con universidades que sirvan para fomentar la investigación en áreas concretas. Estos consorcios podrían ser también depósitos de archivos documentales de código abierto. El Departamento de Defensa, en conjunción tal vez con otros organismos gubernamentales, podría facilitar los fondos necesarios para tales proyectos. Para que nos hagamos una mejor idea de lo que hablo y de algunas de las mecánicas que habrá que implementar, permítanme que les comente algunos de los proyectos que el Departamento muy bien podría apoyar. En primer lugar, los «Estudios sobre tecnología y fuerza militar chinas». El gobierno chino publica una enorme cantidad de información de código abierto sobre sus evoluciones militares y tecnológicas. Pero, normalmente, resulta muy difícil (si no imposible) para los investigadores estadounidenses disponer de acceso a ese material porque suele estar disponible únicamente en China. [...] En segundo lugar, los «Proyectos sobre perspectivas iraquíes y terroristas». El Instituto de Análisis de la Defensa, un centro de investigación del Departamento de Defensa financiado con fondos federales, ha publicado varios tomos de información a partir de fuentes primarias aprehendidas en años recientes (tanto documentos gubernamentales oficiales en Irak como una amplia colección de documentos relacionados con el funcionamiento de redes terroristas). [...] En tercer lugar, los «Estudios religiosos e ideológicos». Poca duda cabe de que el éxito final en el conflicto contra el extremismo yihadista no dependerá tanto de los resultados de los enfrentamientos militares concretos, como del climia ideológico general en el mundo del islam. Entender cómo evolucionará probablemente ese clima a lo largo del tiempo y qué factores (incluidas la propias acciones estadounidenses) lo afectarán se convierte así en uno de los retos intelectuales más significativos a los que nos enfrentamos9. El otro programa relevante al que me refería anteriormente, el proyecto del Sistema de Terreno Humano, puesto en marcha en 2006, puede describirse sencillamente con la siguiente invitación que yo mismo recibí para integrarme en él: Sistema de Terreno Humano (STH) Finalidad: La finalidad y la intención del Sistema de Terreno Humano es proporcionar a los comandantes militares desplegados sobre el terreno un equipo de investigación en ciencias sociales que ponga a su disposición conocimientos valiosos en conciencia y comprensión socioculturales mediante el uso de diversos métodos de investigación científico-social, permitiéndoles así contar con una alternativa a la fuerza para alcanzar sus metas y objetivos militares. Desplegado ya en teatros de operaciones como Irak o Afganistán, el STH es un programa no letal y no «cinético» [es decir, que no recurre al enfrentamiento físico directo]. Equipos de Terreno Humano (ETH) Composición de cada equipo: Los equipos están formados por entre cinco y nueve personas. Los puestos disponibles en cada ETH responden a los siguientes perfiles: dirección de equipo, científico social, gestor de investigación, analista de terreno humano. En la actualidad, buscamos a individuos que posean habilidades investigadoras específicamente adaptadas a las disciplinas de las ciencias sociales. Si está interesado o interesada y desea más información sobre nuestro programa, siga el siguiente enlace e introduzca las palabras clave «Sistema de Terreno 9 <http://www.defenselink.mil/speeches/speech.aspx?speechid=1228>. 20
  • 21. Humano», y el sitio le remitirá a la información sobre todos los puestos vacantes en el STH para los que se puede presentar solicitud de ingreso. Si, además, prefiere enviarme directamente un currículum, estaré encantado de hacerlo llegar al lugar correcto para que sea valorado de inmediato. Estaremos encantados de tener noticias suyas. Le deseamos lo mejor. Pensado para proporcionar información social y cultural que pueda resultar de utilidad para la realización de operaciones militares, el pograma Terreno Humano reclutó a científicos sociales (normalmente, a antropólogos) para prestar servicio en equipos de ayuda a las misiones militares aéreas en Irak y Afganistán. Se dice que algunos de ellos llegaron a cobrar hasta 270.000 dólares anuales10. Ni que decir tiene que hubo bajas y problemas. Varios de los científicos sociales reclutados han caído muertos (entre ellos, una mujer que fue quemada viva). Y no todo el personal castrense está contento con tener personal no militar a su alrededor que no siempre conoce lo que debe acerca de la zona real en la que se encuentra ni de las personas a las que se enfrentan. Aun así, el programa se ha mantenido y, al parecer, se ha ido ampliando con los años. La amenaza de cooptación para el mundo académico es evidente, especialmente en el campo de la antropología, cuyos especialistas deben comprometer ciertos protocolos profesionales de investigación ya establecidos en su disciplina para trabajar con las unidades militares. Giroux ha descrito la labor de los equipos del STH como de «investigación antropológica con fines estratégicos en países ocupados» (Nocella II et al., 2010). David Price, que ha encabezado las iniciativas de la Asociación Antropológica Estadounidense de cuestionamiento de la validez ética y la legitimidad del STH, insinúa que ese programa recibió una promoción muy favorable tanto en la universidad como entre el público en general gracias al papel de un periodismo irreflexivo, que ha pasado a convertirse en en el mejor mensajero de la industria de defensa. Price también destaca la importancia de la cobertura de los medios estadounidenses (o, mejor dicho, de la falta de ésta) y la relevancia de que la reflexión crítica haya quedado exclusivamente en manos de los académicos, circunscrita a sus propias publicaciones. El programa Terreno Humano «incrusta» a científicos sociales (antropólogos y otros) entre las tropas que actúan en teatros bélicos de operaciones y lo hace convirtiéndolos en miembros de unos Equipos de Terreno Humano. Estos equipos toman parte en operaciones de contrainsurgencia diseñadas para facilitar al personal militar información cultural que ayude a orientar e iluminar la actividad de las tropas en áreas ocupadas. Desde que se tuvo por primera vez conocimiento público del STH hace dos años y medio, ha sido blanco de las críticas de numerosos antropólogos que consideran que traiciona principios fundamentales de la ética antropológica por el hecho, por ejemplo, de que esté políticamente alineado con el neocolonialismo o por su ineficacia a la hora de cumplir con sus resultados pretendidos. Los medios de comunicación mayoritarios han actuado en su mayor parte como animadores del programa al generar una retahíla aparentemente interminable de informaciones acríticas en las que se destaca la actuación de unas figuras que ellos «encuadran» como individuos sensibles que tratan de dedicar sus conocimientos a salvar vidas; al mismo tiempo, esos medios y sus informaciones tergiversan las razones de la existencia del programa Terreno Humano y el alcance de las críticas que se han vertido contra el mismo (Price, 2009). En resumidas cuentas, las ciencias sociales han pasado a ser útiles para las industrias del sector de la defensa y, al mismo tiempo, las universidades se han beneficiado de una 10 <http://www.wired.com/dangerroom/2009/02/more-hts-mania/>. 21
  • 22. nueva fuente de financiación y de legitimidad simbólica gracias a su contribución a la guerra contra el terror. Este ejercicio más reciente de cortejo y seducción de las ciencias sociales y las humanidades, cuyos estudiosos eran, hasta hace poco, poco menos que actores secundarios en la industria de la seguridad nacional (para la que ejercían, a lo sumo, de meros «consultores»), tiene una serie de implicaciones. Y son implicaciones importantes porque, salvo excepciones, las ciencias sociales y las humanidades, aun careciendo de poder en las megauniversidades de este país, han sido algo así como el rostro público de la conciencia de estas instituciones y (tal vez más importante aún) han ejercido un cierto papel de control simbólico de la retórica de los «científicos» que trabajaban con la industria de la seguridad nacional. Otros ejemplos de ocultación del riesgo La lógica de los medios de masas cultiva las expectativas, los deseos y hasta el orden de los públicos. Esto resulta crucial para entender cómo ocultamos unos riesgos y aceptamos otros. Hay intereses económicos y políticos en la promoción de ciertos riesgos en vez de otros, y el control de las tecnologías de la información que dirigen nuestra mirada es importante en ese sentido. Normalmente, todo aquello que intenta ocultar unos riesgos entraña tanto unas amenazas para el Estado como un estilo de vida favorable a ciertos intereses. El trabajo simbólico en ese sentido puede empezar teniendo un cierto carácter conspiratorio, pero con el tiempo acaba normalizándose, cuando no volviéndose directamente hegemónico. La lógica de la comunicación mantiene una fuerte tensión con las diversas variedades de dominación, y la multitud de medios sociales hoy existentes ofrece algunas alternativas a esos cauces de evolución normalizadora, pero, de todos modos, las nuevas tecnologías tienden a ser rápidamente acorraladas por los intereses dominantes y terminan dirigiendo su atención hacia los blancos tradicionales en los que ya fijan su mirada el resto de medios comunicativos. En parte de la ocultación del riesgo hay también implícita una cuestión de prioridades, pues los riesgos ocultados son considerados menos amenazantes que otros riesgos más populares. En la ocultación del riesgo intervienen tanto prescripciones como proscripciones culturales. La extensa literatura existente sobre lo divergentes que pueden ser las percepciones de unas mismas amenazas nos proporciona asombrosos datos comparativos sobre qué preocupa a las personas, por una parte, y qué es lo que realmente tiene más probabilidades de herirlas o matarlas (Kasperson et al., 1988). Uno de los mejores ejemplos es el de la conducción de automóviles, una gran amenaza en Estados Unidos, pero rara vez considerada con la misma importancia que la delincuencia o el terrorismo. Con el tiempo, acaban aceptándose las consecuencias no intencionadas de algunas acciones, y esas consecuencias no intencionadas pueden convertirse en ejemplos destacados de ocultación de riesgos. La guerra y las grandes transacciones financieras son ejemplos de cómo un ciclo vital de sucesos y problemas sancionado institucionalmente y conocido por muchas personas es, pese a ello, ignorado a efectos prácticos. De ahí que ciertos resultados predecibles que ponen en riesgo a individuos y a instituciones sociales sean, en esencia, ocultados, protegidos y gestionados sin más. La ocultación de los múltiples riesgos de la guerra Cuanta más información y comprensión adquirimos acerca de ciertos cursos de acción, más sabemos de los ciclos vitales de éstos. En el caso de los conflictos bélicos, por ejemplo, ese ciclo vital va desde la escalada de tensiones hasta los incidentes que los precipitan, el libramiento de las guerras en sí, su resolución o final y las víctimas que provocan (en todos los bandos), tanto en forma de muertos, como de heridos y destrucción material. Pero hay mucho más que los decisores políticos no comentan antes de una guerra ni durante el desarrollo de ésta: ocultan así riesgos a los electores, como 22
  • 23. son los riesgos de los costes a largo plazo en forma de lesiones a las personas, de recursos necesarios para la reconstrucción material y de problemas de salud mental (entre los que se incluyen la violencia −doméstica o de otros tipos−, los suicidios y la disminución de la calidad de vida de muchos soldados y sus familias). Por ejemplo, en las guerras que Estados Unidos libra actualmente, se han hecho muchas promesas sobre el cuidado con el que se tratará a los veteranos, una vez licenciados, pero lo cierto es que buena parte de la atención médica que éstos reciben es de inferior calidad; no ha sido sino a regañadientes que el Departamento de Defensa ha acabado reconociendo, por ejemplo, lo extendido que está el trastorno por estrés postraumático (TEPT), que debilita a un gran número de personas a las que pagamos apenas una pequeña parte de lo que ofrecemos a las decenas de miles de mercenarios cuyos servicios «contratamos» para que libren esas guerras. La ocultación de los riesgos económicos de los delitos financieros Los ingentes fraudes financieros cometidos por entidades bancarias en Estados Unidos (y otros países) son los principales responsables del empeoramiento de la situación financiera global que se vivió en 2008. Sin embargo, pocas han sido las cuentas o responsabilidades pedidas a esas grandes compañías. Esto es debido, en parte, a que las autoridades reguladoras no han actuado con suficiente agresividad a la hora de abrir expedientes. Según destacadas autoridades en ese campo, el colapso bancario estuvo relacionado con unas conductas organizativas que constituyen un riesgo del que nunca se ha hecho la suficiente difusión: «No estamos ante la malvada conspiración de un par de personas que, desde la intimidad de un despacho, deciden que el capitalismo clientelista campe a sus anchas y la gente robe con impunidad», declaró William K. Black, profesor de derecho de la Universidad de Misuri en Kansas City y director de los diversos litigios mantenidos por el gobierno federal durante la crisis del ahorro y el crédito. «Pero las políticas de las autoridades han creado un entorno excepcionalmente criminogénico. No hubo denuncias penales presentadas por los reguladores. Ni grupos de trabajo dedicados a la persecución del fraude. Ningún grupo operativo especial nacional, tampoco. Las élites no han recibido ningún castigo efectivo durante todo este tiempo». «Cuando las propias agencias reguladoras no creen en la regulación y no entienden qué está sucediendo en las compañías que supervisan, es imposible llevar a juicio ningún caso importante de delito "de cuello blanco"», dijo Henry N. Pontell, profesor de criminología, derecho y sociedad en la Facultad de Ecología Social de la Universidad de California en Irvine. «Si no comprenden que se está produciendo un desfalco y que unas personas se están dedicando literalmente a saquear sus propias empresas, entonces es imposible que presenten acusaciones formales contra nadie» (Morgensen y Story, 2011). El riesgo quedó oculto cuando los organismos reguladores disminuyeron su supervisión. En esa misma noticia del New York Times se indicaba que: Según la Transactional Records Access Clearinghouse de la Universidad de Syracuse, en 1995, los reguladores del sector bancario denunciaron 1.837 casos al Departamento de Justicia federal. En 2006, esa cifra había caído hasta los 75. En los cuatro años siguientes, periodo que abarcó lo peor de la crisis financiera, la media anual de casos denunciados para su enjuiciamiento penal fue de sólo 72 (Morgensen y Story, 2011). Hasta la fecha, cuando la Comisión de Valores y Bolsa ó SEC (la comisión federal estadounidense del mercado de valores) descubre una nueva actividad fraudulenta (que 23