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“El día que 
mi hijo 
perdió la vida, 
también perdió 
su nombre” 
Avelina Romero. Chaqueña 
de origen toba, es una de las madres 
de los soldados NN que descansan 
en el cementerio de Darwin. El cuerpo 
de Julio, al igual que los de otros 123 
caídos, jamás fue identificado. Como 
conscripto en el Regimiento 12 de 
Mercedes, Corrientes, le tocó pelear 
en Monte Challenger. Aun herido, 
pidió quedarse en el frente de batalla 
para no dejar a sus compañeros. 
“Ese suelo está bautizado con su 
sangre. La sangre de los veteranos 
protege ese pedazo de tierra patria, no 
podemos olvidarlos”, dice su madre. 
Por Gaby Cociffi. 
Fotos: Alejandro Carra y álbum familia Romero. 
LAS 
MADRES DE 
MALVINAS 
Su héroe 
Avelina (76) abraza 
la foto de su hijo 
frente a su casa en 
Villa Jalón, Chaco. 
“Julio admiraba 
a San Martín y a 
Belgrano. Tenía 
sangre guerrera, 
como todos 
nosotros, pero 
nunca imaginó que 
entregaría su vida 
a la patria”, cuenta. 
130 131
La vida y los 
recuerdos 
A los quince años, 
el día de su bautismo 
en la Iglesia 
de Jesucristo de 
los Santos del Ultimo 
Día.“Decía que iba a ir 
a la misión cuando 
saliera del Ejército. 
Ahora debe estar 
haciendo misión allá 
con Dios”, dice su 
madre. Para hacer 
la foto del DNI, a los 
dieciocho, se puso 
una corbata y se 
acható el pelo 
con agua. Ya en 
el Regimiento 12, 
Compañía B 
Helitransportada, la 
última vez que salió 
de licencia para visitar 
a su familia. Avelina, 
que sufre del Mal de 
Parkinson desde hace 
catorce años, se 
esfuerza para poder 
hablar: “Me hace bien 
recordar a mi hijo. 
Nunca nadie antes me 
preguntó por él”, dice. 
Ese suelo está bautizado con su sangre 
toba, con la sangre de todos los caí-dos. 
Y la sangre de los veteranos prote-ge 
ese pedazo de tierra patria”, dice 
Avelina Romero (76) con voz apagada 
por la emoción y manos temblorosas por un Parkin-son 
que la aqueja desde hace catorce años. 
“El día que mi hijo perdió la vida, también perdió su 
nombre”, agrega y se cubre la boca con una pequeña 
toalla para ahogar el llanto sin consuelo. El cuerpo de 
su hijo no está identificado, yace debajo de una de las 
123 cruces del cementerio de Darwin cuyas placas re-zan 
Soldado Argentino Solo Conocido por Dios. 
Alguna vez, como todos nosotros, su hijo tuvo un 
nombre. Lo bautizó su padre Juan López (que falleció 
en noviembre de 2011, a los 81 años), el caluroso 16 
de febrero de l962, cuando a la vera del serpenteante 
Río Negro, oficiando de partero de su mujer, escuchó 
el primer berrido y dijo: “Aquí está Julio”. 
EL HACHA Y LA COSECHA. Ju-lio 
Romero nació y vivió hasta sus 
dieciocho años en Puerto Tirol, de-partamento 
Libertad, a sólo cinco ki-lómetros 
de Resistencia, Chaco. La 
familia se había instalado en una cho-cita 
construida con sus propias ma-nos 
“en el campo de los patrones”. 
Allí, en Villa Jalón, don Julio y sus dos 
hijos mayores –de los doce que ayu-dó 
a parir– se ponían el hacha al 
hombro para convertir en leña los 
imponentes quebrachos colorados. 
Pero era toda la familia –menos Aveli-na, 
que era lavandera en las casas de 
los colonos del paraje– la que cose-chaba 
“Cuando 
terminó la 
guerra nos 
parábamos a la 
vera de la ruta, 
esperando a 
los camiones 
que traían a 
los soldaditos. 
Los corríamos 
gritando el 
nombre de mi 
hijo. Pero Julio 
no estaba” 
algodón, pimiento y tabaco para poder subsis-tir. 
“Julio le puso el cuerpo a la vida desde chico. A los 
dieciséis ya andaba atrás del padre para ayudarlo 
con el hacha. Lo mandaba al club a jugar, pero él no 
quería: sabía que sobrevivíamos con lo que sacába-mos 
con el hacha y la cosecha”, cuenta Avelina. 
“Siempre fuimos pobres, había días que comíamos y 
otros que no, pero papá jamás nos mandó a pedir, 
jamás dejó que rogáramos por una moneda”, dice 
Delfina (54), la mayor de las hermanas, hoy la voz can-tante 
de la familia. “Cosechábamos hasta los domin-gos, 
pero como los patrones muchas veces no nos pa-gaban 
decidimos que íbamos a dedicar los días del 
Señor a la familia. Eramos muy pobres y nos faltaba 
todo. Fue con la plata del Fondo Patriótico que pudi-mos 
comprar este campo y tener por primera vez al-go 
nuestro. Al principio no queríamos agarrar ese 
dinero. Nos dolía. ¿Quién podía pagar la muerte de 
mi hermano? Pero venían los jefes del regimiento y 
132 133
134 
nos decían: ‘Es lo que dejó Julio para ustedes, tómenlo’. 
Hoy tenemos esta casa, pero hubiésemos preferido se-guir 
sin nada y que él hubiese regresado con vida”. En 
un respetuoso silencio la escuchan sus nueve herma-nos: 
Lino Orlando (57), Ceferino (48), Jorge Luis (44), 
Daniel (42), Susana Margarita (40), Evangelina (38), Lui-sa 
(36), Juan Alberto (33) y Gerardo Luis (30). “Tuve do-ce 
hijos, pero una nena, Francisca, murió a los nueve, 
y a Julio se lo llevó la guerra”, agrega Avelina llorando. 
POR AMOR A SAN MARTIN. “Tienen que estudiar 
castellano”, les decía su padre. El idioma qom, les repe-tía, 
no alcanzaba para progresar en la vida. Fue Julio uno 
de los primeros en traer cuadernos salpicados de “Muy 
bien 10” desde la Escuela 81 de Villa Jalón –donde cursó 
hasta 5º grado– y luego de la Nº 8 de Puerto Bastian. 
“Mire qué lindo está su cuaderno de sexto”, dice Aveli-na. 
Forrado en papel celeste gastado por los años, apa-rece 
allí la letra cursiva y cuidada de Julio, las figuritas de 
San Martín y Belgrano rodeadas de laureles que él mis-mo 
coloreó y el dibujo de la bandera flameando con el 
sol pintado de amarillo brillante. “Mi hijo estaba orgu-lloso 
de los próceres”, rememora Avelina. “Mi hermano 
tenía sangre guerrera, como todos nosotros. En ese 
cuaderno ya escribió que tenía que defender nuestro 
suelo como los grandes padres de la Patria. Admiraba 
a San Martín y a Belgrano. Nunca imaginó que iba a 
morir luchando por esta tierra”, concluye Delfina. 
Las pocas fotos que tienen de Julio ahora están sobre la 
mesa de plástico verde en la que se reúnen cada tarde 
frente a su casa: en la primera, se lo ve sonriente, a los 
quince años, el día de su bautismo en la Iglesia de Jesu-cristo 
de los Santos del Ultimo Día (“Decía que iba a ir 
a la misión cuando saliera del Ejército. Ahora debe es-tar 
haciendo misión allá con Dios”, dice su madre); la 
otra, es una gran ampliación del retrato en blanco y ne-gro 
del DNI, donde se lo ve muy serio y con corbata; y la 
tercera es una pequeña imagen de la última vez que sa-lió 
de licencia del Regimiento 12 de Mercedes, Corrien-tes, 
donde hizo el servicio militar. 
Julio nunca llegó a enamorarse, tampoco conoció los sá-bados 
de baile y amigos. Su pasión por River, jugar a la 
pelota con los chicos del paraje, y sentarse frente al tele-visor 
para reírse con El Chavo del Ocho fueron los úni-cos 
gustos que se dio en la niñez y adolescencia. 
“Cuando lo llamaron del Ejército se puso tan conten-to… 
Me dijo: ‘Mamá ahí voy a aprender todo lo que pue-do’. 
Después el suboficial Romero nos contó que hasta 
aprendió a manejar. En esa época se llevaban a los 
chicos del campo sin saber nada y les daban instruc-ción. 
Algunos hasta aprendían a leer y escribir…”, 
cuenta Avelina. En cada licencia Julio emprendía el re-greso 
a casa. Y volvía al trabajo de sol a sol en el campo, 
sin quejas ni pretextos. “En Navidad ya no pudo visi-tarnos 
porque no le dieron la licencia”, dice Delfina. 
El 21 de marzo de l982 escribió su última carta desde el 
regimiento, sin imaginar que dos semanas más tarde es-taría 
luchando en una guerra. En ella contaba que se 
sentía triste, que sus compañeros se habían ido de baja, 
que a él le habían dicho que se quedara “cuando ya es-taba 
vestido de salida”, y que extrañaba mucho a su fa-milia. 
“Mamá, no sé nada de la baja, pero en abril sal-go 
de licencia”, escribió. Pero ya no regresó. “La última 
vez que lo vimos no sabíamos que nos despedíamos 
para siempre”, agrega su madre con dolor. 
BUSCANDO A JULIO. Un breve telegrama de dos 
palabras, enviado desde Puerto Argentino, fue la única 
noticia que tuvieron de Julio: “Estoy bien”, decía. Así se 
enteró Avelina que su hijo estaba en la guerra. “Me puse 
muy triste. Eran sólo unos chicos y se los llevaron a pe-lear. 
Aún hoy lo sigo llorando”, dice. Sentados frente al 
televisor, los Romero intentaron comprender qué ocu-rría 
en unas islas que hasta ese entonces no conocían. 
“No sabíamos dónde quedaban las Malvinas, pero mi 
hermano murió luchando por ellas porque eran parte 
de la patria”, expresa Delfina con orgullo. 
Los recuerdos y las lágrimas se agolpan entre mate y ma-te, 
en el pulcro interior de la casa, ahora que ya cayó la 
noche. “Vimos el final de la guerra por la tele. Y que los 
trenes traían soldaditos hasta la estación de Corrien-tes, 
pero no teníamos plata para ir a buscarlo. En ca-sa, 
mamá decía: ‘El está vivo, ya va a llegar’. Todos lo es- 
El viaje 
a las islas, 
la carta para 
la Presidenta 
En el ‘91, Avelina y 
Delfina viajaron a Darwin. 
“Busqué mucho a mi hijo 
sin hallarlo”, recuerda. 
Abajo, la carta para la 
Presidenta pidiendo que 
se hagan los ADN de los 
caídos. Esta periodista, 
junto a Julio Aro y José 
Raschia de la Fundación 
No me olvides, con el 
apoyo de David Zambrino, 
del Centro de ex Soldados 
Combatientes en Malvinas 
del Chaco, están 
acercando esta misiva a 
todos los familiares que 
buscan el reconocimiento 
de sus seres queridos.
136 
perábamos”, relata su hermana. “Veíamos que salían 
cantidad de chicos en uniforme por las rutas, y nos pa-rábamos 
a la vera para correr a los camiones que pa-saban 
mientras gritábamos su nombre”, agrega Susa-na. 
“Queríamos que mi hijo volviera, aunque 
estuviera lastimado”, finaliza Avelina. 
Pero Julio no llegó. No pasó en los camiones ni bajó de 
ningún tren. “Y nosotros no teníamos ni moneditas pa-ra 
ir al pueblo, así que nos íbamos caminando hasta 
Tirol para preguntar en la Municipalidad, en la es-cuela, 
en la policía, si alguien sabía algo”, recuerda su 
madre. Cuando finalmente golpeó todas las puertas, 
cuando recorrió decenas de veces el camino hasta el 
pueblo para preguntar, cuando el “está desaparecido” 
fue la única respuesta que encontró, Avelina reunió a sus 
hijos y les anunció: “Julio no va a venir nunca más”. 
EL HEROE TOBA. Una mañana, mucho después de 
finalizada la guerra, la buscaron dos policías del pueblo, 
la llevaron hasta la comisaría, y le leyeron un telegrama 
del general de Brigada Miguel Angel Podestá: “El solda-do 
Julio Romero falleció en acciones de guerra en las 
islas Malvinas”. Avelina sintió que su mundo se de-rrumbaba. 
Y regresó por el camino de tierra, sola y sin-tiendo 
que sus piernas le pesaban y no podía avanzar, 
llorando al hijo que ya no volvería. 
Fue el Cabo 1º Basilio Baruso, que luchó codo a codo 
con Julio, quien le reveló cómo había muerto: “El 23 de 
mayo sufrimos un ataque aéreo, y Julio fue herido por 
unas esquirlas. Se le había hinchado mucho el brazo, 
pero pidió no ser retirado de la línea de batalla. Quiso 
quedarse junto a sus compañeros. El 12 de junio los in-gleses 
desataron un fuerte ataque sobre nuestras posi-ciones 
en Monte Challenger. te desde Corrientes para 
conocer a la familia del soldado toba que había empu-ñado 
su fusil contra los británicos con tanto valor. “Cayó 
como caen los valientes, con gloria”, les dijo. “Ustedes 
ahora son mi familia”, agregó antes de partir. 
Tiempo más tarde, Avelina comprendió por qué duran-te 
la segunda semana de junio de l982, la planta más be-lla 
de la casa, la que cuidaba con esmero, se marchitó en 
sólo tres días: “Fue cuando Julio luchó en la batalla 
donde perdió la vida. Fue su adiós”. 
SU CAMISA BLANCA. En la prolija habitación con 
tres camas, cubiertas de sábanas flo-readas 
gastadas por el sol y los lava-dos, 
Avelina y sus hijos abren corazón 
y recuerdos apenas iluminados con 
una lámpara de bajo consumo. La dig-nidad, 
el orden, la pulcritud del pe-queño 
cuarto, conmueven. De pron-to 
Delfina busca algo en un cajón. Y 
extiende una camisa que alguna vez 
fue blanca, la única que Julio tuvo en 
su vida y que su madre le hizo sin 
molde ni máquina de coser, sólo con 
la destreza de sus manos. “Esta es la 
única ropa de mi hermanito. El ve-nía 
“Me contaron 
que fue herido, 
pero igual se 
quedó con sus 
compañeros. 
Murió 
peleando codo 
a codo con 
un criollo… 
Y acá todavía 
hay muchos 
que nos siguen 
discriminando” 
de licencia y se ponía esta cami-sa 
y este pantalón turquesa”, solloza Delfina. Avelina se 
emociona: no sabía que su hija conservaba estos recuer-dos. 
La familia también atesora las dos cartas, el telegra-ma 
desde las islas, los dos certificados de defunción 
(con distintas fechas de muerte), y un ejemplar de la re-vista 
Soldados, de mayo de 2009, con una nota que re-fleja 
el tributo que el Ejército y el Chaco le hicieron 
“al soldado conscripto de origen toba”. 
El llanto de 
una madre 
Delfina muestra 
la única camisa que 
tuvo su hermano. 
Se la hizo su madre, 
sólo con la destreza 
de sus manos 
guiando las tijeras, 
la aguja y el hilo 
sobre la tela. “Es 
la que usaba cuando 
salía de licencia”, 
recuerdan.
138 
EL CEMENTERIO DE DARWIN. Avelina viajó por 
única vez a las islas en l991. La acompañó Delfina en un 
vuelo donde las azafatas les sirvieron gaseosas, sándwi-ches 
de miga, y las obligaron a mantener las ventanillas 
bajas. Al llegar, ellas, que nunca habían salido del Chaco, 
sintieron que un frío que jamás habían conocido les gol-peaba 
la cara. Primero esperaron en un galpón y luego 
las subieron a un helicóptero. Ya en vuelo les anuncia-ron: 
“Vamos al cementerio donde están los soldados”. 
Avelina recuerda con voz casi inaudible: “Fuimos todos 
callados, con una tristeza enorme. Pero al bajarnos 
sentimos que era un lugar bello, y por un momento 
quisimos sentarnos en una piedra y quedarnos en las 
islas, ahí en el lugar donde estaba Julio”. 
–¿Qué le pasó cuando llegó al cementerio? 
–Busqué mucho a mi hijo sin hallarlo. Le rogué a Dios 
que me ayudara a encontrarlo. 
–¿Y Dios le indicó el lugar? 
–Dios me había llevado hasta ahí, me dije, y eso ya era 
mucho. Entonces elegí una cruz cualquiera. Pero al no 
ver su nombre, no pude dar como muerto a mi hijo. 
Avelina se tapa la cara con los dos manos. Le digo que 
ya no hablaremos más, me responde: “No, me hace 
bien. Me siento feliz de que usted me hable de mi hijo. 
Nunca nadie me preguntó nada”. Delfina la consuela, 
mientras recuerda: “La tierra en Malvinas era blan-da, 
húmeda, se hundían las botas de plástico en cada 
pisada. Y el viento silbaba fuerte. En el cementerio no 
sentí nada. Porque el Cementerio de Darwin no es co-mo 
los otros cementerios. Allí no encontramos una 
cruz marcada, allí no encontramos su nombre. Sen-timos 
mucha soledad y tristeza”. 
La madre hace un último esfuerzo para hablar de su hi-jo. 
Y cuenta que la tristeza va a estar siempre: “Ya se 
quedó adentro mío hasta el día que me vaya”. Pero 
siente que el día que se reconozcan los cuerpos de los 
soldados, Julio finalmente va a poder descansar en paz. 
“Fueron a defender ese pedacito de tierra, ¿por qué 
no se valora lo que hicieron y se los olvida? ¿O acaso 
tiene que tocarle a cada uno en for-ma 
directa para que entiendan el 
dolor de las familias?”, interviene 
angustiada Delfina. “Mi hijo regó 
con su sangre esa tierra Patria y a 
nosotros nos siguen discriminando. 
Hay muchos blancos que maltra-tan 
a mi gente”, dispara Avelina con 
“No es justo 
olvidar a 
los soldados 
que murieron 
defendiendo 
nuestra tierra. 
Las Malvinas 
jamás estarán 
completas 
hasta que 
sus muertos 
no recuperen 
sus nombres” 
tanta verdad que conmueve. 
–¿Sienten que hay una gran deuda 
con el pueblo toba? 
–La deuda hoy es con los soldados. 
Con sus padres. Con sus hermanos. 
Todos tenemos derecho a saber dón-de 
están nuestros seres queridos. 
–¿Fueron olvidados durante estos 30 años? 
–Hemos vivido olvidados. Pero no es justo olvidar a 
los soldados que murieron defendiendo nuestra tie-rra. 
Las Malvinas jamás estarán completas hasta que 
sus muertos no recuperen sus nombres. ■ 
Para los familiares que quieran conectarse: 
www.nomeolvides.org.ar 
gabymcociffi@gmail.com 
cescem.chaco@gmail.com 
La familia 
Luisa, Evangelina, 
Susana, Delfina, 
Aylén (7) y Gerardo 
(8) –dos de los 
seis nietos– rodean 
a Avelina. Los 
recuerdos 
descansan sobre 
la mesa. “Julio 
era hachero 
y cosechábamos 
algodón y pimiento 
para sobrevivir. Pero 
nuestro padre jamás 
nos mandó a pedir”, 
dicen con orgullo.

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Avelina Romero

  • 1. “El día que mi hijo perdió la vida, también perdió su nombre” Avelina Romero. Chaqueña de origen toba, es una de las madres de los soldados NN que descansan en el cementerio de Darwin. El cuerpo de Julio, al igual que los de otros 123 caídos, jamás fue identificado. Como conscripto en el Regimiento 12 de Mercedes, Corrientes, le tocó pelear en Monte Challenger. Aun herido, pidió quedarse en el frente de batalla para no dejar a sus compañeros. “Ese suelo está bautizado con su sangre. La sangre de los veteranos protege ese pedazo de tierra patria, no podemos olvidarlos”, dice su madre. Por Gaby Cociffi. Fotos: Alejandro Carra y álbum familia Romero. LAS MADRES DE MALVINAS Su héroe Avelina (76) abraza la foto de su hijo frente a su casa en Villa Jalón, Chaco. “Julio admiraba a San Martín y a Belgrano. Tenía sangre guerrera, como todos nosotros, pero nunca imaginó que entregaría su vida a la patria”, cuenta. 130 131
  • 2. La vida y los recuerdos A los quince años, el día de su bautismo en la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Ultimo Día.“Decía que iba a ir a la misión cuando saliera del Ejército. Ahora debe estar haciendo misión allá con Dios”, dice su madre. Para hacer la foto del DNI, a los dieciocho, se puso una corbata y se acható el pelo con agua. Ya en el Regimiento 12, Compañía B Helitransportada, la última vez que salió de licencia para visitar a su familia. Avelina, que sufre del Mal de Parkinson desde hace catorce años, se esfuerza para poder hablar: “Me hace bien recordar a mi hijo. Nunca nadie antes me preguntó por él”, dice. Ese suelo está bautizado con su sangre toba, con la sangre de todos los caí-dos. Y la sangre de los veteranos prote-ge ese pedazo de tierra patria”, dice Avelina Romero (76) con voz apagada por la emoción y manos temblorosas por un Parkin-son que la aqueja desde hace catorce años. “El día que mi hijo perdió la vida, también perdió su nombre”, agrega y se cubre la boca con una pequeña toalla para ahogar el llanto sin consuelo. El cuerpo de su hijo no está identificado, yace debajo de una de las 123 cruces del cementerio de Darwin cuyas placas re-zan Soldado Argentino Solo Conocido por Dios. Alguna vez, como todos nosotros, su hijo tuvo un nombre. Lo bautizó su padre Juan López (que falleció en noviembre de 2011, a los 81 años), el caluroso 16 de febrero de l962, cuando a la vera del serpenteante Río Negro, oficiando de partero de su mujer, escuchó el primer berrido y dijo: “Aquí está Julio”. EL HACHA Y LA COSECHA. Ju-lio Romero nació y vivió hasta sus dieciocho años en Puerto Tirol, de-partamento Libertad, a sólo cinco ki-lómetros de Resistencia, Chaco. La familia se había instalado en una cho-cita construida con sus propias ma-nos “en el campo de los patrones”. Allí, en Villa Jalón, don Julio y sus dos hijos mayores –de los doce que ayu-dó a parir– se ponían el hacha al hombro para convertir en leña los imponentes quebrachos colorados. Pero era toda la familia –menos Aveli-na, que era lavandera en las casas de los colonos del paraje– la que cose-chaba “Cuando terminó la guerra nos parábamos a la vera de la ruta, esperando a los camiones que traían a los soldaditos. Los corríamos gritando el nombre de mi hijo. Pero Julio no estaba” algodón, pimiento y tabaco para poder subsis-tir. “Julio le puso el cuerpo a la vida desde chico. A los dieciséis ya andaba atrás del padre para ayudarlo con el hacha. Lo mandaba al club a jugar, pero él no quería: sabía que sobrevivíamos con lo que sacába-mos con el hacha y la cosecha”, cuenta Avelina. “Siempre fuimos pobres, había días que comíamos y otros que no, pero papá jamás nos mandó a pedir, jamás dejó que rogáramos por una moneda”, dice Delfina (54), la mayor de las hermanas, hoy la voz can-tante de la familia. “Cosechábamos hasta los domin-gos, pero como los patrones muchas veces no nos pa-gaban decidimos que íbamos a dedicar los días del Señor a la familia. Eramos muy pobres y nos faltaba todo. Fue con la plata del Fondo Patriótico que pudi-mos comprar este campo y tener por primera vez al-go nuestro. Al principio no queríamos agarrar ese dinero. Nos dolía. ¿Quién podía pagar la muerte de mi hermano? Pero venían los jefes del regimiento y 132 133
  • 3. 134 nos decían: ‘Es lo que dejó Julio para ustedes, tómenlo’. Hoy tenemos esta casa, pero hubiésemos preferido se-guir sin nada y que él hubiese regresado con vida”. En un respetuoso silencio la escuchan sus nueve herma-nos: Lino Orlando (57), Ceferino (48), Jorge Luis (44), Daniel (42), Susana Margarita (40), Evangelina (38), Lui-sa (36), Juan Alberto (33) y Gerardo Luis (30). “Tuve do-ce hijos, pero una nena, Francisca, murió a los nueve, y a Julio se lo llevó la guerra”, agrega Avelina llorando. POR AMOR A SAN MARTIN. “Tienen que estudiar castellano”, les decía su padre. El idioma qom, les repe-tía, no alcanzaba para progresar en la vida. Fue Julio uno de los primeros en traer cuadernos salpicados de “Muy bien 10” desde la Escuela 81 de Villa Jalón –donde cursó hasta 5º grado– y luego de la Nº 8 de Puerto Bastian. “Mire qué lindo está su cuaderno de sexto”, dice Aveli-na. Forrado en papel celeste gastado por los años, apa-rece allí la letra cursiva y cuidada de Julio, las figuritas de San Martín y Belgrano rodeadas de laureles que él mis-mo coloreó y el dibujo de la bandera flameando con el sol pintado de amarillo brillante. “Mi hijo estaba orgu-lloso de los próceres”, rememora Avelina. “Mi hermano tenía sangre guerrera, como todos nosotros. En ese cuaderno ya escribió que tenía que defender nuestro suelo como los grandes padres de la Patria. Admiraba a San Martín y a Belgrano. Nunca imaginó que iba a morir luchando por esta tierra”, concluye Delfina. Las pocas fotos que tienen de Julio ahora están sobre la mesa de plástico verde en la que se reúnen cada tarde frente a su casa: en la primera, se lo ve sonriente, a los quince años, el día de su bautismo en la Iglesia de Jesu-cristo de los Santos del Ultimo Día (“Decía que iba a ir a la misión cuando saliera del Ejército. Ahora debe es-tar haciendo misión allá con Dios”, dice su madre); la otra, es una gran ampliación del retrato en blanco y ne-gro del DNI, donde se lo ve muy serio y con corbata; y la tercera es una pequeña imagen de la última vez que sa-lió de licencia del Regimiento 12 de Mercedes, Corrien-tes, donde hizo el servicio militar. Julio nunca llegó a enamorarse, tampoco conoció los sá-bados de baile y amigos. Su pasión por River, jugar a la pelota con los chicos del paraje, y sentarse frente al tele-visor para reírse con El Chavo del Ocho fueron los úni-cos gustos que se dio en la niñez y adolescencia. “Cuando lo llamaron del Ejército se puso tan conten-to… Me dijo: ‘Mamá ahí voy a aprender todo lo que pue-do’. Después el suboficial Romero nos contó que hasta aprendió a manejar. En esa época se llevaban a los chicos del campo sin saber nada y les daban instruc-ción. Algunos hasta aprendían a leer y escribir…”, cuenta Avelina. En cada licencia Julio emprendía el re-greso a casa. Y volvía al trabajo de sol a sol en el campo, sin quejas ni pretextos. “En Navidad ya no pudo visi-tarnos porque no le dieron la licencia”, dice Delfina. El 21 de marzo de l982 escribió su última carta desde el regimiento, sin imaginar que dos semanas más tarde es-taría luchando en una guerra. En ella contaba que se sentía triste, que sus compañeros se habían ido de baja, que a él le habían dicho que se quedara “cuando ya es-taba vestido de salida”, y que extrañaba mucho a su fa-milia. “Mamá, no sé nada de la baja, pero en abril sal-go de licencia”, escribió. Pero ya no regresó. “La última vez que lo vimos no sabíamos que nos despedíamos para siempre”, agrega su madre con dolor. BUSCANDO A JULIO. Un breve telegrama de dos palabras, enviado desde Puerto Argentino, fue la única noticia que tuvieron de Julio: “Estoy bien”, decía. Así se enteró Avelina que su hijo estaba en la guerra. “Me puse muy triste. Eran sólo unos chicos y se los llevaron a pe-lear. Aún hoy lo sigo llorando”, dice. Sentados frente al televisor, los Romero intentaron comprender qué ocu-rría en unas islas que hasta ese entonces no conocían. “No sabíamos dónde quedaban las Malvinas, pero mi hermano murió luchando por ellas porque eran parte de la patria”, expresa Delfina con orgullo. Los recuerdos y las lágrimas se agolpan entre mate y ma-te, en el pulcro interior de la casa, ahora que ya cayó la noche. “Vimos el final de la guerra por la tele. Y que los trenes traían soldaditos hasta la estación de Corrien-tes, pero no teníamos plata para ir a buscarlo. En ca-sa, mamá decía: ‘El está vivo, ya va a llegar’. Todos lo es- El viaje a las islas, la carta para la Presidenta En el ‘91, Avelina y Delfina viajaron a Darwin. “Busqué mucho a mi hijo sin hallarlo”, recuerda. Abajo, la carta para la Presidenta pidiendo que se hagan los ADN de los caídos. Esta periodista, junto a Julio Aro y José Raschia de la Fundación No me olvides, con el apoyo de David Zambrino, del Centro de ex Soldados Combatientes en Malvinas del Chaco, están acercando esta misiva a todos los familiares que buscan el reconocimiento de sus seres queridos.
  • 4. 136 perábamos”, relata su hermana. “Veíamos que salían cantidad de chicos en uniforme por las rutas, y nos pa-rábamos a la vera para correr a los camiones que pa-saban mientras gritábamos su nombre”, agrega Susa-na. “Queríamos que mi hijo volviera, aunque estuviera lastimado”, finaliza Avelina. Pero Julio no llegó. No pasó en los camiones ni bajó de ningún tren. “Y nosotros no teníamos ni moneditas pa-ra ir al pueblo, así que nos íbamos caminando hasta Tirol para preguntar en la Municipalidad, en la es-cuela, en la policía, si alguien sabía algo”, recuerda su madre. Cuando finalmente golpeó todas las puertas, cuando recorrió decenas de veces el camino hasta el pueblo para preguntar, cuando el “está desaparecido” fue la única respuesta que encontró, Avelina reunió a sus hijos y les anunció: “Julio no va a venir nunca más”. EL HEROE TOBA. Una mañana, mucho después de finalizada la guerra, la buscaron dos policías del pueblo, la llevaron hasta la comisaría, y le leyeron un telegrama del general de Brigada Miguel Angel Podestá: “El solda-do Julio Romero falleció en acciones de guerra en las islas Malvinas”. Avelina sintió que su mundo se de-rrumbaba. Y regresó por el camino de tierra, sola y sin-tiendo que sus piernas le pesaban y no podía avanzar, llorando al hijo que ya no volvería. Fue el Cabo 1º Basilio Baruso, que luchó codo a codo con Julio, quien le reveló cómo había muerto: “El 23 de mayo sufrimos un ataque aéreo, y Julio fue herido por unas esquirlas. Se le había hinchado mucho el brazo, pero pidió no ser retirado de la línea de batalla. Quiso quedarse junto a sus compañeros. El 12 de junio los in-gleses desataron un fuerte ataque sobre nuestras posi-ciones en Monte Challenger. te desde Corrientes para conocer a la familia del soldado toba que había empu-ñado su fusil contra los británicos con tanto valor. “Cayó como caen los valientes, con gloria”, les dijo. “Ustedes ahora son mi familia”, agregó antes de partir. Tiempo más tarde, Avelina comprendió por qué duran-te la segunda semana de junio de l982, la planta más be-lla de la casa, la que cuidaba con esmero, se marchitó en sólo tres días: “Fue cuando Julio luchó en la batalla donde perdió la vida. Fue su adiós”. SU CAMISA BLANCA. En la prolija habitación con tres camas, cubiertas de sábanas flo-readas gastadas por el sol y los lava-dos, Avelina y sus hijos abren corazón y recuerdos apenas iluminados con una lámpara de bajo consumo. La dig-nidad, el orden, la pulcritud del pe-queño cuarto, conmueven. De pron-to Delfina busca algo en un cajón. Y extiende una camisa que alguna vez fue blanca, la única que Julio tuvo en su vida y que su madre le hizo sin molde ni máquina de coser, sólo con la destreza de sus manos. “Esta es la única ropa de mi hermanito. El ve-nía “Me contaron que fue herido, pero igual se quedó con sus compañeros. Murió peleando codo a codo con un criollo… Y acá todavía hay muchos que nos siguen discriminando” de licencia y se ponía esta cami-sa y este pantalón turquesa”, solloza Delfina. Avelina se emociona: no sabía que su hija conservaba estos recuer-dos. La familia también atesora las dos cartas, el telegra-ma desde las islas, los dos certificados de defunción (con distintas fechas de muerte), y un ejemplar de la re-vista Soldados, de mayo de 2009, con una nota que re-fleja el tributo que el Ejército y el Chaco le hicieron “al soldado conscripto de origen toba”. El llanto de una madre Delfina muestra la única camisa que tuvo su hermano. Se la hizo su madre, sólo con la destreza de sus manos guiando las tijeras, la aguja y el hilo sobre la tela. “Es la que usaba cuando salía de licencia”, recuerdan.
  • 5. 138 EL CEMENTERIO DE DARWIN. Avelina viajó por única vez a las islas en l991. La acompañó Delfina en un vuelo donde las azafatas les sirvieron gaseosas, sándwi-ches de miga, y las obligaron a mantener las ventanillas bajas. Al llegar, ellas, que nunca habían salido del Chaco, sintieron que un frío que jamás habían conocido les gol-peaba la cara. Primero esperaron en un galpón y luego las subieron a un helicóptero. Ya en vuelo les anuncia-ron: “Vamos al cementerio donde están los soldados”. Avelina recuerda con voz casi inaudible: “Fuimos todos callados, con una tristeza enorme. Pero al bajarnos sentimos que era un lugar bello, y por un momento quisimos sentarnos en una piedra y quedarnos en las islas, ahí en el lugar donde estaba Julio”. –¿Qué le pasó cuando llegó al cementerio? –Busqué mucho a mi hijo sin hallarlo. Le rogué a Dios que me ayudara a encontrarlo. –¿Y Dios le indicó el lugar? –Dios me había llevado hasta ahí, me dije, y eso ya era mucho. Entonces elegí una cruz cualquiera. Pero al no ver su nombre, no pude dar como muerto a mi hijo. Avelina se tapa la cara con los dos manos. Le digo que ya no hablaremos más, me responde: “No, me hace bien. Me siento feliz de que usted me hable de mi hijo. Nunca nadie me preguntó nada”. Delfina la consuela, mientras recuerda: “La tierra en Malvinas era blan-da, húmeda, se hundían las botas de plástico en cada pisada. Y el viento silbaba fuerte. En el cementerio no sentí nada. Porque el Cementerio de Darwin no es co-mo los otros cementerios. Allí no encontramos una cruz marcada, allí no encontramos su nombre. Sen-timos mucha soledad y tristeza”. La madre hace un último esfuerzo para hablar de su hi-jo. Y cuenta que la tristeza va a estar siempre: “Ya se quedó adentro mío hasta el día que me vaya”. Pero siente que el día que se reconozcan los cuerpos de los soldados, Julio finalmente va a poder descansar en paz. “Fueron a defender ese pedacito de tierra, ¿por qué no se valora lo que hicieron y se los olvida? ¿O acaso tiene que tocarle a cada uno en for-ma directa para que entiendan el dolor de las familias?”, interviene angustiada Delfina. “Mi hijo regó con su sangre esa tierra Patria y a nosotros nos siguen discriminando. Hay muchos blancos que maltra-tan a mi gente”, dispara Avelina con “No es justo olvidar a los soldados que murieron defendiendo nuestra tierra. Las Malvinas jamás estarán completas hasta que sus muertos no recuperen sus nombres” tanta verdad que conmueve. –¿Sienten que hay una gran deuda con el pueblo toba? –La deuda hoy es con los soldados. Con sus padres. Con sus hermanos. Todos tenemos derecho a saber dón-de están nuestros seres queridos. –¿Fueron olvidados durante estos 30 años? –Hemos vivido olvidados. Pero no es justo olvidar a los soldados que murieron defendiendo nuestra tie-rra. Las Malvinas jamás estarán completas hasta que sus muertos no recuperen sus nombres. ■ Para los familiares que quieran conectarse: www.nomeolvides.org.ar gabymcociffi@gmail.com cescem.chaco@gmail.com La familia Luisa, Evangelina, Susana, Delfina, Aylén (7) y Gerardo (8) –dos de los seis nietos– rodean a Avelina. Los recuerdos descansan sobre la mesa. “Julio era hachero y cosechábamos algodón y pimiento para sobrevivir. Pero nuestro padre jamás nos mandó a pedir”, dicen con orgullo.