Este documento cuenta la historia de Avelina Romero, una madre toba cuyo hijo Julio Romero murió en la guerra de Malvinas sin ser identificado. Julio nació en una familia pobre en el Chaco y trabajó desde niño para ayudar a su familia. Se unió al ejército donde aprendió nuevas habilidades. Fue herido pero se negó a abandonar a sus compañeros, muriendo valientemente en la batalla de Monte Challenger. Avelina buscó a su hijo entre los soldados que regresaron
Horarios empresa electrica quito 25 de abril de 2024
Avelina Romero
1. “El día que
mi hijo
perdió la vida,
también perdió
su nombre”
Avelina Romero. Chaqueña
de origen toba, es una de las madres
de los soldados NN que descansan
en el cementerio de Darwin. El cuerpo
de Julio, al igual que los de otros 123
caídos, jamás fue identificado. Como
conscripto en el Regimiento 12 de
Mercedes, Corrientes, le tocó pelear
en Monte Challenger. Aun herido,
pidió quedarse en el frente de batalla
para no dejar a sus compañeros.
“Ese suelo está bautizado con su
sangre. La sangre de los veteranos
protege ese pedazo de tierra patria, no
podemos olvidarlos”, dice su madre.
Por Gaby Cociffi.
Fotos: Alejandro Carra y álbum familia Romero.
LAS
MADRES DE
MALVINAS
Su héroe
Avelina (76) abraza
la foto de su hijo
frente a su casa en
Villa Jalón, Chaco.
“Julio admiraba
a San Martín y a
Belgrano. Tenía
sangre guerrera,
como todos
nosotros, pero
nunca imaginó que
entregaría su vida
a la patria”, cuenta.
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2. La vida y los
recuerdos
A los quince años,
el día de su bautismo
en la Iglesia
de Jesucristo de
los Santos del Ultimo
Día.“Decía que iba a ir
a la misión cuando
saliera del Ejército.
Ahora debe estar
haciendo misión allá
con Dios”, dice su
madre. Para hacer
la foto del DNI, a los
dieciocho, se puso
una corbata y se
acható el pelo
con agua. Ya en
el Regimiento 12,
Compañía B
Helitransportada, la
última vez que salió
de licencia para visitar
a su familia. Avelina,
que sufre del Mal de
Parkinson desde hace
catorce años, se
esfuerza para poder
hablar: “Me hace bien
recordar a mi hijo.
Nunca nadie antes me
preguntó por él”, dice.
Ese suelo está bautizado con su sangre
toba, con la sangre de todos los caí-dos.
Y la sangre de los veteranos prote-ge
ese pedazo de tierra patria”, dice
Avelina Romero (76) con voz apagada
por la emoción y manos temblorosas por un Parkin-son
que la aqueja desde hace catorce años.
“El día que mi hijo perdió la vida, también perdió su
nombre”, agrega y se cubre la boca con una pequeña
toalla para ahogar el llanto sin consuelo. El cuerpo de
su hijo no está identificado, yace debajo de una de las
123 cruces del cementerio de Darwin cuyas placas re-zan
Soldado Argentino Solo Conocido por Dios.
Alguna vez, como todos nosotros, su hijo tuvo un
nombre. Lo bautizó su padre Juan López (que falleció
en noviembre de 2011, a los 81 años), el caluroso 16
de febrero de l962, cuando a la vera del serpenteante
Río Negro, oficiando de partero de su mujer, escuchó
el primer berrido y dijo: “Aquí está Julio”.
EL HACHA Y LA COSECHA. Ju-lio
Romero nació y vivió hasta sus
dieciocho años en Puerto Tirol, de-partamento
Libertad, a sólo cinco ki-lómetros
de Resistencia, Chaco. La
familia se había instalado en una cho-cita
construida con sus propias ma-nos
“en el campo de los patrones”.
Allí, en Villa Jalón, don Julio y sus dos
hijos mayores –de los doce que ayu-dó
a parir– se ponían el hacha al
hombro para convertir en leña los
imponentes quebrachos colorados.
Pero era toda la familia –menos Aveli-na,
que era lavandera en las casas de
los colonos del paraje– la que cose-chaba
“Cuando
terminó la
guerra nos
parábamos a la
vera de la ruta,
esperando a
los camiones
que traían a
los soldaditos.
Los corríamos
gritando el
nombre de mi
hijo. Pero Julio
no estaba”
algodón, pimiento y tabaco para poder subsis-tir.
“Julio le puso el cuerpo a la vida desde chico. A los
dieciséis ya andaba atrás del padre para ayudarlo
con el hacha. Lo mandaba al club a jugar, pero él no
quería: sabía que sobrevivíamos con lo que sacába-mos
con el hacha y la cosecha”, cuenta Avelina.
“Siempre fuimos pobres, había días que comíamos y
otros que no, pero papá jamás nos mandó a pedir,
jamás dejó que rogáramos por una moneda”, dice
Delfina (54), la mayor de las hermanas, hoy la voz can-tante
de la familia. “Cosechábamos hasta los domin-gos,
pero como los patrones muchas veces no nos pa-gaban
decidimos que íbamos a dedicar los días del
Señor a la familia. Eramos muy pobres y nos faltaba
todo. Fue con la plata del Fondo Patriótico que pudi-mos
comprar este campo y tener por primera vez al-go
nuestro. Al principio no queríamos agarrar ese
dinero. Nos dolía. ¿Quién podía pagar la muerte de
mi hermano? Pero venían los jefes del regimiento y
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nos decían: ‘Es lo que dejó Julio para ustedes, tómenlo’.
Hoy tenemos esta casa, pero hubiésemos preferido se-guir
sin nada y que él hubiese regresado con vida”. En
un respetuoso silencio la escuchan sus nueve herma-nos:
Lino Orlando (57), Ceferino (48), Jorge Luis (44),
Daniel (42), Susana Margarita (40), Evangelina (38), Lui-sa
(36), Juan Alberto (33) y Gerardo Luis (30). “Tuve do-ce
hijos, pero una nena, Francisca, murió a los nueve,
y a Julio se lo llevó la guerra”, agrega Avelina llorando.
POR AMOR A SAN MARTIN. “Tienen que estudiar
castellano”, les decía su padre. El idioma qom, les repe-tía,
no alcanzaba para progresar en la vida. Fue Julio uno
de los primeros en traer cuadernos salpicados de “Muy
bien 10” desde la Escuela 81 de Villa Jalón –donde cursó
hasta 5º grado– y luego de la Nº 8 de Puerto Bastian.
“Mire qué lindo está su cuaderno de sexto”, dice Aveli-na.
Forrado en papel celeste gastado por los años, apa-rece
allí la letra cursiva y cuidada de Julio, las figuritas de
San Martín y Belgrano rodeadas de laureles que él mis-mo
coloreó y el dibujo de la bandera flameando con el
sol pintado de amarillo brillante. “Mi hijo estaba orgu-lloso
de los próceres”, rememora Avelina. “Mi hermano
tenía sangre guerrera, como todos nosotros. En ese
cuaderno ya escribió que tenía que defender nuestro
suelo como los grandes padres de la Patria. Admiraba
a San Martín y a Belgrano. Nunca imaginó que iba a
morir luchando por esta tierra”, concluye Delfina.
Las pocas fotos que tienen de Julio ahora están sobre la
mesa de plástico verde en la que se reúnen cada tarde
frente a su casa: en la primera, se lo ve sonriente, a los
quince años, el día de su bautismo en la Iglesia de Jesu-cristo
de los Santos del Ultimo Día (“Decía que iba a ir
a la misión cuando saliera del Ejército. Ahora debe es-tar
haciendo misión allá con Dios”, dice su madre); la
otra, es una gran ampliación del retrato en blanco y ne-gro
del DNI, donde se lo ve muy serio y con corbata; y la
tercera es una pequeña imagen de la última vez que sa-lió
de licencia del Regimiento 12 de Mercedes, Corrien-tes,
donde hizo el servicio militar.
Julio nunca llegó a enamorarse, tampoco conoció los sá-bados
de baile y amigos. Su pasión por River, jugar a la
pelota con los chicos del paraje, y sentarse frente al tele-visor
para reírse con El Chavo del Ocho fueron los úni-cos
gustos que se dio en la niñez y adolescencia.
“Cuando lo llamaron del Ejército se puso tan conten-to…
Me dijo: ‘Mamá ahí voy a aprender todo lo que pue-do’.
Después el suboficial Romero nos contó que hasta
aprendió a manejar. En esa época se llevaban a los
chicos del campo sin saber nada y les daban instruc-ción.
Algunos hasta aprendían a leer y escribir…”,
cuenta Avelina. En cada licencia Julio emprendía el re-greso
a casa. Y volvía al trabajo de sol a sol en el campo,
sin quejas ni pretextos. “En Navidad ya no pudo visi-tarnos
porque no le dieron la licencia”, dice Delfina.
El 21 de marzo de l982 escribió su última carta desde el
regimiento, sin imaginar que dos semanas más tarde es-taría
luchando en una guerra. En ella contaba que se
sentía triste, que sus compañeros se habían ido de baja,
que a él le habían dicho que se quedara “cuando ya es-taba
vestido de salida”, y que extrañaba mucho a su fa-milia.
“Mamá, no sé nada de la baja, pero en abril sal-go
de licencia”, escribió. Pero ya no regresó. “La última
vez que lo vimos no sabíamos que nos despedíamos
para siempre”, agrega su madre con dolor.
BUSCANDO A JULIO. Un breve telegrama de dos
palabras, enviado desde Puerto Argentino, fue la única
noticia que tuvieron de Julio: “Estoy bien”, decía. Así se
enteró Avelina que su hijo estaba en la guerra. “Me puse
muy triste. Eran sólo unos chicos y se los llevaron a pe-lear.
Aún hoy lo sigo llorando”, dice. Sentados frente al
televisor, los Romero intentaron comprender qué ocu-rría
en unas islas que hasta ese entonces no conocían.
“No sabíamos dónde quedaban las Malvinas, pero mi
hermano murió luchando por ellas porque eran parte
de la patria”, expresa Delfina con orgullo.
Los recuerdos y las lágrimas se agolpan entre mate y ma-te,
en el pulcro interior de la casa, ahora que ya cayó la
noche. “Vimos el final de la guerra por la tele. Y que los
trenes traían soldaditos hasta la estación de Corrien-tes,
pero no teníamos plata para ir a buscarlo. En ca-sa,
mamá decía: ‘El está vivo, ya va a llegar’. Todos lo es-
El viaje
a las islas,
la carta para
la Presidenta
En el ‘91, Avelina y
Delfina viajaron a Darwin.
“Busqué mucho a mi hijo
sin hallarlo”, recuerda.
Abajo, la carta para la
Presidenta pidiendo que
se hagan los ADN de los
caídos. Esta periodista,
junto a Julio Aro y José
Raschia de la Fundación
No me olvides, con el
apoyo de David Zambrino,
del Centro de ex Soldados
Combatientes en Malvinas
del Chaco, están
acercando esta misiva a
todos los familiares que
buscan el reconocimiento
de sus seres queridos.
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perábamos”, relata su hermana. “Veíamos que salían
cantidad de chicos en uniforme por las rutas, y nos pa-rábamos
a la vera para correr a los camiones que pa-saban
mientras gritábamos su nombre”, agrega Susa-na.
“Queríamos que mi hijo volviera, aunque
estuviera lastimado”, finaliza Avelina.
Pero Julio no llegó. No pasó en los camiones ni bajó de
ningún tren. “Y nosotros no teníamos ni moneditas pa-ra
ir al pueblo, así que nos íbamos caminando hasta
Tirol para preguntar en la Municipalidad, en la es-cuela,
en la policía, si alguien sabía algo”, recuerda su
madre. Cuando finalmente golpeó todas las puertas,
cuando recorrió decenas de veces el camino hasta el
pueblo para preguntar, cuando el “está desaparecido”
fue la única respuesta que encontró, Avelina reunió a sus
hijos y les anunció: “Julio no va a venir nunca más”.
EL HEROE TOBA. Una mañana, mucho después de
finalizada la guerra, la buscaron dos policías del pueblo,
la llevaron hasta la comisaría, y le leyeron un telegrama
del general de Brigada Miguel Angel Podestá: “El solda-do
Julio Romero falleció en acciones de guerra en las
islas Malvinas”. Avelina sintió que su mundo se de-rrumbaba.
Y regresó por el camino de tierra, sola y sin-tiendo
que sus piernas le pesaban y no podía avanzar,
llorando al hijo que ya no volvería.
Fue el Cabo 1º Basilio Baruso, que luchó codo a codo
con Julio, quien le reveló cómo había muerto: “El 23 de
mayo sufrimos un ataque aéreo, y Julio fue herido por
unas esquirlas. Se le había hinchado mucho el brazo,
pero pidió no ser retirado de la línea de batalla. Quiso
quedarse junto a sus compañeros. El 12 de junio los in-gleses
desataron un fuerte ataque sobre nuestras posi-ciones
en Monte Challenger. te desde Corrientes para
conocer a la familia del soldado toba que había empu-ñado
su fusil contra los británicos con tanto valor. “Cayó
como caen los valientes, con gloria”, les dijo. “Ustedes
ahora son mi familia”, agregó antes de partir.
Tiempo más tarde, Avelina comprendió por qué duran-te
la segunda semana de junio de l982, la planta más be-lla
de la casa, la que cuidaba con esmero, se marchitó en
sólo tres días: “Fue cuando Julio luchó en la batalla
donde perdió la vida. Fue su adiós”.
SU CAMISA BLANCA. En la prolija habitación con
tres camas, cubiertas de sábanas flo-readas
gastadas por el sol y los lava-dos,
Avelina y sus hijos abren corazón
y recuerdos apenas iluminados con
una lámpara de bajo consumo. La dig-nidad,
el orden, la pulcritud del pe-queño
cuarto, conmueven. De pron-to
Delfina busca algo en un cajón. Y
extiende una camisa que alguna vez
fue blanca, la única que Julio tuvo en
su vida y que su madre le hizo sin
molde ni máquina de coser, sólo con
la destreza de sus manos. “Esta es la
única ropa de mi hermanito. El ve-nía
“Me contaron
que fue herido,
pero igual se
quedó con sus
compañeros.
Murió
peleando codo
a codo con
un criollo…
Y acá todavía
hay muchos
que nos siguen
discriminando”
de licencia y se ponía esta cami-sa
y este pantalón turquesa”, solloza Delfina. Avelina se
emociona: no sabía que su hija conservaba estos recuer-dos.
La familia también atesora las dos cartas, el telegra-ma
desde las islas, los dos certificados de defunción
(con distintas fechas de muerte), y un ejemplar de la re-vista
Soldados, de mayo de 2009, con una nota que re-fleja
el tributo que el Ejército y el Chaco le hicieron
“al soldado conscripto de origen toba”.
El llanto de
una madre
Delfina muestra
la única camisa que
tuvo su hermano.
Se la hizo su madre,
sólo con la destreza
de sus manos
guiando las tijeras,
la aguja y el hilo
sobre la tela. “Es
la que usaba cuando
salía de licencia”,
recuerdan.
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EL CEMENTERIO DE DARWIN. Avelina viajó por
única vez a las islas en l991. La acompañó Delfina en un
vuelo donde las azafatas les sirvieron gaseosas, sándwi-ches
de miga, y las obligaron a mantener las ventanillas
bajas. Al llegar, ellas, que nunca habían salido del Chaco,
sintieron que un frío que jamás habían conocido les gol-peaba
la cara. Primero esperaron en un galpón y luego
las subieron a un helicóptero. Ya en vuelo les anuncia-ron:
“Vamos al cementerio donde están los soldados”.
Avelina recuerda con voz casi inaudible: “Fuimos todos
callados, con una tristeza enorme. Pero al bajarnos
sentimos que era un lugar bello, y por un momento
quisimos sentarnos en una piedra y quedarnos en las
islas, ahí en el lugar donde estaba Julio”.
–¿Qué le pasó cuando llegó al cementerio?
–Busqué mucho a mi hijo sin hallarlo. Le rogué a Dios
que me ayudara a encontrarlo.
–¿Y Dios le indicó el lugar?
–Dios me había llevado hasta ahí, me dije, y eso ya era
mucho. Entonces elegí una cruz cualquiera. Pero al no
ver su nombre, no pude dar como muerto a mi hijo.
Avelina se tapa la cara con los dos manos. Le digo que
ya no hablaremos más, me responde: “No, me hace
bien. Me siento feliz de que usted me hable de mi hijo.
Nunca nadie me preguntó nada”. Delfina la consuela,
mientras recuerda: “La tierra en Malvinas era blan-da,
húmeda, se hundían las botas de plástico en cada
pisada. Y el viento silbaba fuerte. En el cementerio no
sentí nada. Porque el Cementerio de Darwin no es co-mo
los otros cementerios. Allí no encontramos una
cruz marcada, allí no encontramos su nombre. Sen-timos
mucha soledad y tristeza”.
La madre hace un último esfuerzo para hablar de su hi-jo.
Y cuenta que la tristeza va a estar siempre: “Ya se
quedó adentro mío hasta el día que me vaya”. Pero
siente que el día que se reconozcan los cuerpos de los
soldados, Julio finalmente va a poder descansar en paz.
“Fueron a defender ese pedacito de tierra, ¿por qué
no se valora lo que hicieron y se los olvida? ¿O acaso
tiene que tocarle a cada uno en for-ma
directa para que entiendan el
dolor de las familias?”, interviene
angustiada Delfina. “Mi hijo regó
con su sangre esa tierra Patria y a
nosotros nos siguen discriminando.
Hay muchos blancos que maltra-tan
a mi gente”, dispara Avelina con
“No es justo
olvidar a
los soldados
que murieron
defendiendo
nuestra tierra.
Las Malvinas
jamás estarán
completas
hasta que
sus muertos
no recuperen
sus nombres”
tanta verdad que conmueve.
–¿Sienten que hay una gran deuda
con el pueblo toba?
–La deuda hoy es con los soldados.
Con sus padres. Con sus hermanos.
Todos tenemos derecho a saber dón-de
están nuestros seres queridos.
–¿Fueron olvidados durante estos 30 años?
–Hemos vivido olvidados. Pero no es justo olvidar a
los soldados que murieron defendiendo nuestra tie-rra.
Las Malvinas jamás estarán completas hasta que
sus muertos no recuperen sus nombres. ■
Para los familiares que quieran conectarse:
www.nomeolvides.org.ar
gabymcociffi@gmail.com
cescem.chaco@gmail.com
La familia
Luisa, Evangelina,
Susana, Delfina,
Aylén (7) y Gerardo
(8) –dos de los
seis nietos– rodean
a Avelina. Los
recuerdos
descansan sobre
la mesa. “Julio
era hachero
y cosechábamos
algodón y pimiento
para sobrevivir. Pero
nuestro padre jamás
nos mandó a pedir”,
dicen con orgullo.