El abogado de los Arrieta se queja ante la embajada de España por la presenci...
Madres de Malvinas 2
1. “Sólo al dormir
encontraba
consuelo... La
guerra se había
llevado a mi
gringuito”
Marciana Villarreal (73) es la mamá de Juan
Carlos Monzón, soldado clase 62 del
Regimiento de Infantería 12 de Mercedes,
Corrientes, quien dejó la vida enfrentando
con valor a los paracaidistas británicos en
Darwin. Chaqueño de Villa Angela, el
Gringo –como lo llamaba su familia “por lo
rubio y blanquito”– es uno de los 123
soldados NN en el cementerio de las islas.
Su madre y sus hermanos ya firmaron la
carta para la presidenta Cristina Kirchner
pidiendo su identificación. “Se fue contento
a luchar por la Patria y lo olvidaron durante
30 años. El día que la cruz tenga su
nombre, mi hijo va a poder finalmente
descansar en paz”, dice llena de dolor.
Por Gaby Cociffi
Fotos: Alejandro Carra y álbum familia Monzón
LAS
MADRES DE
MALVINAS
Amor y tristeza
infinitos
Marciana en la puerta de
la vivienda que pudo
comprar en San Bernardo,
Chaco, con la plata que
recibió del Fondo
Patriótico por la muerte de
su hijo en combate. “Antes
vivíamos en la casa que
nos daban los patrones
para los que
cosechábamos. Pero aun
siendo pobres éramos
felices, porque estaba la
familia completa y la
guerra no había llenado de
lágrimas nuestro hogar”,
expresa
136 137
2. Mami, guárdeme estas cosas hasta que vuelva
de la guerra”, le dijo Juan Carlos Monzón a
Marciana Villarreal (hoy 73) mientras le entre-gaba
la pequeña valija de cuero ya gastado.
Prolijo como era, había acomodado cada una
de sus poquísimas pertenencias en esa maleta de 60 centímetros: el
pantalón caqui con el que cosechaba algodón, el gorro y el pañue-lo
a cuadros que lo protegían del sol y los mosquitos, la camisa con
un pequeño estampado en rojo y negro que lucía en los bailes de
candil, los guantes que se ponía para andar en la bicicleta colorada,
el short y la camiseta de su River amado, y el frasquito de Glostora,
aquella brillantina que usaba para achatar sus rulos rebeldes los sá-bados
“Escuchamos
por la radio
que se habían
recuperado las
islas. Pero yo
no festejé.
En cambio el
Gringo estaba
contento: se
sentía más
hombre, porque
iba a defender
la Patria”
139
en que enamoraba a Zulma, su primera y única novia.
Todo lo que Juan Carlos había tenido en su corta vida de dieciocho
años –desde aquel caluroso 28 de marzo de 1962, cuando la par-tera
anunció que había nacido “un gringuito
bien rubio y blanquito”–, quedó en la valija ma-rrón
debajo de la cama de su madre.
Fue el 3 de abril de 1982 cuando el Gringo dejó
su casa en el Lote 3 de Los Gansos, Villa Angela,
Chaco, y vestido con su uniforme de soldado del
Regimiento de Infantería Mecanizada 12 de Mer-cedes,
Corrientes –sin más equipaje que una pe-queña
mochila y una cajita con las empanadas de
carne que le había preparado su mamá–, se des-pidió
de su familia con la promesa de volver.
ADIOS, GRINGO. Su padre, Pilar Monzón (falle-cido
en 1995, a los 62 años), contuvo la emoción
cuando supo que su hijo se iba a las Malvinas. Sie-te
de sus ocho hermanos –excepto la mayor, Her-melinda
(hoy 54), quien se crió con los abuelos– desfilaron para de-searle
suerte: Pilar (52), Guido (48), Alberto (45), Enrique (44),
Raúl (42), Abel (38) y Ana (35). Marciana disimuló sus lágrimas y lo
abrazó con la angustia apretándole el corazón. “Escuchamos por la
radio que se habían recuperado las islas. Pero yo no festejé: esta-ba
triste, tenía miedo... Mi hijo era un soldado y al otro día se iba
de casa. En cambio el Gringo estaba contento: se sentía más hom-bre,
porque iba a defender la patria”, recuerda.
Esa noche hicieron un asado para despedir como corresponde a
un hijo que va a pelear por su bandera. Con habilidad, Don Pilar
encendió el fuego para poner la carne de lechón y vaca que había
conseguido para esa ocasión tan especial. “Parecía que estábamos
festejando un cumpleaños”, resume Ana. Cerca de las diez, todos
se fueron a acostar. Pero Marciana no pudo dormir: “Recé toda la
noche y le pedí a Dios que lo cuidara más que nunca, ya que iba
a estar tan lejos. Tenía un mal presentimiento...”.
Cuando salió el sol, Marciana puso la enorme pava sobre la cocina
a leña para preparar el mate cocido. Como era costumbre en la fa-milia,
juntos se sentaron a la mesa –en los largos bancos de made-ra
que había hecho el padre con sus propias manos– y compartie-ron
el pan casero recién horneado. Durante el desayuno, Gringo
–que tenía debilidad por su hermanita menor– le pidió a su madre:
“Cuídemela mucho a la Anita, mami, hasta que yo venga ¿eh?”.
Ana se emociona: “El era mi niñero. Mamá le había encargado
Su vida en
una valija
Antes de partir para la
guerra Juan Carlos
guardó todas sus
cosas en una pequeña
valija de cuero y le
pidió a su madre que
se la guardara.
Marciana la conserva,
intacta: el pantalón
con el que cosechaba,
su gorro y su pañuelo,
la camisa que lucía en
los bailes, los guantes
para andar en
bicicleta, el equipo de
River y el frasquito de
Glostora, que usaba
para achatar sus rulos
cuando salía con
Zulma, su primera y
única novia. Sobre una
mesa descansan la
bicicleta con la que lo
llevaron hasta la ruta
el día que se fue; las
medallas y las placas
homenaje, la Virgen de
Itatí, y todas sus fotos.
Arriba: Juan a los 12,
junto a sus hermanos
Alberto, Pilar, Enrique,
Hermelinda, Guido y
Raúl. Aún no habían
nacido Abel y Ana.
Centro: A los 17, poco
antes de ir al servicio
militar. Abajo: Con su
delantal de la escuela
420, delante de su
hermana, la tía Elvira y
su madre.
3. 140
que se hiciera cargo de mí, porque yo era muy llorona y
él me malcriaba con sus mimos. Me llevaba en brazos y
se preocupaba para que no me piquen los mosquitos”.
Después llegó el adiós. Marciana, entonces, besó por última
vez a su hijo y le suplicó: “Cuidate, no hagas locuras”. Juan
Carlos le respondió: “No se preocupe, mamá; voy a vol-ver”.
Guido, su hermano más compinche, se ofreció a lle-varlo
en bicicleta hasta el cruce 42, en la Ruta 95, donde el
Gringo podía tomarse un colectivo o hacer dedo hasta Sá-enz
Peña, para luego seguir viaje hacia Resistencia y de allí a
Mercedes. “Lo llevé esos nueve kilómetros, desde Los Gan-sos
hasta el cruce, en la bici colorada que a él tanto le gus-taba.
Estuvimos como diez minutos esperando que al-guien
lo levantara. De pronto apareció un camión y él
me dijo: ‘éste va lejos’. Hizo dedo, y como estaba de uni-forme,
el hombre paró. Se subió contento y se despidió con
un ‘¡saludos para todos!’. Después sacó la mano por la
ventana y se fue haciendo chau con una sonrisa enor-me”,
relata. Y su voz se quiebra: “Cuando eso pasa uno se
pregunta ‘¿por qué le tocó a mi hermano y no a mí?’. Yo me
arrepentí de haberlo llevado en bici. Me siento culpable.
Durante muchos años me pregunté por qué no intenté pe-dir
un certificado médico para que se quedara”.
EN TIEMPO DE LA COSECHA. Nada les faltó, aun-que
muy poco tuvieron en la casa de dos dormitorios y co-medor
que el dueño del campo, Juan Kusek, les había da-do
para que se instalaran y trabajaran en la cosecha. “Ese
hombre era un pan de Dios”, dice Marciana. “Fue como
un segundo padre para nosotros”, agrega Raúl.
Y cuentan que todos en la familia sembraban y cosecha-ban
algodón y maíz. “Eran chicos muy buenos; desde los
seis o siete años iban al campo sin protestar... Los más
chiquitos, que no podían colgarse la bolsita entre las
piernas para levantar el algodón, iban atrás haciendo
montoncitos”, dice Marciana con orgullo.
Los ojos de los hermanos se iluminan cuando hablan de la
niñez: “Eramos pobres, pero nos hacía felices compartir
todo en familia”, coinciden. Gringo estaba contento
cuando su padre compraba las bolsas de mercadería y las
apilaba dentro de un cuarto de la casa, para los tiempos di-fíciles
donde ya se había levantado la cosecha. “Llenába-mos
la pieza de harina, azúcar, fideos, puré de tomates,
jabón... Lo mejor eran las cuatro latas de dulce de bata-ta
y la leche en polvo que compraba. Las cuidábamos co-mo
un tesoro”, recuerda Ana. Después de cosechar, llega-ba
el tiempo de los obrajes, de carpir y tumbar plantas.
“Gringo tenía una azada con la que removía bien toda
la tierra. Porque sólo los más grandes carpían, ya que es
un trabajo duro. Recién a los diez o doce años empezá-bamos
a sacar las malezas”, apunta Raúl.
Todos los maestros sabían que para los Monzón la escue-la
empezaba en mayo, cuando la cosecha había termina-do.
Gringo se destacaba como un alumno prolijo, al que
le gustaba escribir y siempre cumplía con la tarea. Cada
mediodía, junto a sus hermanos, caminaba los cuatro ki-lómetros
que separaban su casa de la Escuela 524 hasta
quinto grado, y la 420 más tarde. “Salíamos una hora y
media antes”, cuenta Raúl. A las cinco y media ya esta-ban
de regreso: mate cocido, trabajo en el campo y, cuan-do
caía la noche, los deberes a la luz del candil. “Para mí
era un as. Me costaba la escuela, y él me ayudaba con
la tarea y me enseñaba. Era como un maestro bueni-to”,
aporta Alberto con los ojos húmedos.
A Gringo le llegó la adolescencia sin otra diversión que al-gún
baile de candil y fútbol en la colonia. “Iba a los bailes,
pero no bailaba. Iba al fútbol, pero no jugaba. Era un chi-co
muy tranquilo. Nunca fumó, nunca tomó... El único
gusto que se daba era comprar una Coca Cola cuando sa-lía”,
se emociona su madre. Y cuenta que el chamamé de
los Hermanos Cardozo, o el de los Hermanitos Vera, era el
que elegía: “Porque era más romántico, como era él”.
Las islas
y las lágrimas
Ana, la menor de la
familia Monzón, viajó a
las islas en 2009. Llevó
una placa de algarrobo
con las iniciales de su
hermano. Al llegar,
descubrió que Juan
Carlos era uno de los
123 NN en el
cementerio de Darwin.
Al regresar le reveló a
su madre la verdad:
“Juan Carlos no está
ahí; no lo encontré”.
Marciana dice entre
lágrimas: “Tuve que
tragarme todo el dolor.
Mi hijo había dejado la
vida en esas islas y ni
siquiera tenía una
tumba. Lo habían
olvidado”.
“Mi hija me trajo tierra de las islas. La guardé
en una bolsita y la puse sobre una mesita, junto
a la Virgen de Itatí. Le rezo a ella y a Dios cada
noche para que me lo proteja”
4. Abel, que había cumplido recién nueve años cuando su
hermano partió, lamenta no tener más recuerdos para
compartir: “Desde que se fue empezamos a escuchar
todas las noticias de las Malvinas. Yo decía en la es-cuela
con el pecho inflado: ‘Mi hermano está en la gue-rra
defendiendo la Patria’. No sólo la familia estaba or-gullosa
de él, sino todos los vecinos. Era el soldado de
la colonia, el soldado del Lote 3”.
“EN CASA SE PERDIO LA ALEGRIA”. De las islas
jamás recibieron una carta. Las únicas que guardan las
mandó estando en el servicio militar antes de la guerra.
“Se las escribían sus compañeros, porque a él le costa-ba”,
cuenta con humildad su madre. Una tarde, ya finali-zada
la contienda, un jeep del ejército llegó hasta Los
Gansos. Un teniente coronel y tres oficiales se bajaron
frente a la casa del dueño, Juan Kusek. “Estábamos co-sechando
a la tardecita y vimos pasar el jeep. Me hice
la ilusión de que volvía”, cuenta Ana. “Yo, en cambio,
pensé que algo malo había pasado. Vi que el patrón
hablaba con mis hijos mayores. Estaba parada en la
puerta de casa cuando se acercaron y alguien dijo:
‘Lo mataron a Juan’. El patrón interrumpió: ‘Nos dije-ron
que está desaparecido’. Pero yo ya no escuché más
nada. Sentí que me moría...”, llora la madre.
Los hijos tuvieron que abrazarla para que no se cayera.
“La sentamos en una silla, pero mamá no reacciona-ba.
El patrón se la llevó rápido a Villa Angela y quedó
internada hasta el día siguiente”, recuerda Raúl. “Vol-ví
y me acosté en la cama, sin querer comer ni tomar
nada; me quedé así durante semanas... El sufrimien-to
me había quitado todas las fuerzas que había teni-do
para criar nueve hijos y ponerle el cuerpo a la co-secha.
Estaba llena de dolor. Mi hija me obligaba a
comer, pero yo no quería probar bocado. En casa se
había perdido la alegría”, susurra Marciana.
Durante meses ya nadie volvió a sentarse a la mesa: “No
queríamos que se notara que un lugar estaba vacío”, di-ce
Raúl. Y cuando volvieron a hacerlo, nadie ocupó el lu-gar
de Juan. “Nos seguíamos apretando en el banco, co-mo
si él estuviera por llegar”, cuenta Guido. El Gringo
había tallado en el borde de la mesa sus iniciales, que aho-ra
estaban ahí, a la vista de todos, marcando aún más su
ausencia. “Compramos un mantel para taparlas, así
mamá no las veía”, sigue su hermano. Pero el mantel no
alcanzó para ocultar tanto dolor. “Siempre faltaba uno”,
remata Raúl. Marciana se vistió de riguroso luto y cosió
una cinta negra en los cuellos de las camisas de sus hijos.
Durante un año en la casa no se escuchó radio, ni música,
ni nada. “Todo era silencio”, recuerda Abel. El padre llo-raba
en el campo, a escondidas, y a diario peregrinaba
hasta la comisaría de Villa Angela para preguntar por su hi-jo.
La madre no pudo volver a dormir sin despertar en mi-tad
de la noche, presa de la angustia. “Sólo al dormir en-contraba
consuelo; la guerra se había llevado a mi
gringuito... Al despertar, sabía que él no iba a volver y
comenzaba a llorarlo con el corazón roto”, confiesa
Marciana. Y finaliza con un recuerdo lleno de tristeza y
amor: “Cuando ponía la mesa llamaba
a mis hijos. Y gritaba ‘¡Gringo, Gringo!’,
porque me parecía verlo afuera... Pero
era Guido el que estaba cerca de la ca-sa.
Mi Gringo ya no iba a volver”.
HAMBRE, FRIO Y VALOR. A trein-ta
años de la guerra, la madre de Juan
Carlos sigue sin saber cómo murió su
hijo. El certificado de defunción dice
que cayó en combate el 28 de mayo de
1982. La historia dice que en esa fecha,
entre el 27 y el 29, en las islas se libró la
cruenta batalla de Darwin-Goose Gre-en.
“Nos contaron que fue herido por
“Para hacer
la defensa
los soldados,
faltos hasta
de palas,
debieron
construir sus
trincheras
cavándolas
con sus
cascos y
utensilios
de cocina”,
contó el
oficial Piaggi.
una bomba y murió al día siguiente;
pero nunca vino nadie del Ejército
para decirnos qué había pasado con
él”, explica Marciana, y deja al descubierto el abandono
que sufrieron las familias de los caídos.
Oscar Teves, autor de La batalla de Pradera del Ganso
(de Ediciones La Argentinidad), quien investigó durante
cuatro años lo ocurrido en esa derrota, da una primera
certeza del destino de Juan Carlos: “El soldado Monzón
pertenecía al Segundo grupo de la 2ª Sección de Tira-dores
de la Compañía A del RI 12. Estaban al mando del
subteniente Gustavo Malacalza. El cabo que dirigía el
grupo era Edmundo Marcial, quien murió en combate
junto a cuatro de sus soldados”. La compañía A ocupaba
la pendiente norte en el istmo de Darwin. Quince minu-tos
antes de las once de la noche del 27, y bajo una perti-naz
llovizna, el fuego británico atacó esa posición. “Los in-gleses
avanzaban y los muchachos abrieron fuego con
la única MAG disponible y con los fusiles FAP. Los pozos
argentinos estaban permanentemente iluminados, lo
que no les permitía hacer demasiados movimientos,
porque el enemigo podía apuntarles con facilidad. En
cambio, la única guía que ellos tenían para disparar
era la partida de las balas trazantes que venían desde el
fondo de la negra oscuridad”, describe Teves.
El pedido
por los NN
La familia Monzón es una
de las tantas que le han
enviado una carta a
Cristina Kirchner pidiendo
por la identificación de sus
hijos. La Presidenta le
solicitó a la Cruz Roja
Internacional que
implemente las medidas
necesarias para identificar
a los caídos. La causa,
impulsada por los
veteranos Julio Aro y José
Raschia, de la Fundación
No Me Olvides, con el
apoyo de David Zambrino,
del Centro de Ex Soldados
Combatientes de Malvinas
del Chaco, Ernesto Alonso,
presidente de la Comisión
Nacional de Ex
Combatientes de Malvinas,
y esta redactora, cuenta
con el aval de los
ministerios de Justicia y
Relaciones Exteriores.
Todos los que deseen
solicitar el ADN pueden
firmar una carta dirigida a
la Presidenta, que se
facilitará en forma personal
o a través de estos correos:
Info@nomeolvides.org.ar;
cescem.chaco@gmail.com
y gabymcociffi@gmail.com
5. El relato del teniente coronel Italo Piaggi, quien comandó la
Fuerza de Tareas Mercedes del RI 12 en batalla, revela una tre-menda
verdad histórica: en la guerra, los soldados sólo conta-ron
con su propio valor. En el libro Ganso Verde, donde justi-fica
su decisión de parlamentar con los británicos y rendirse,
relata: “Los soldados del RI 12 cruzaron a las islas sólo con el
armamento de desfile. Es decir: su uniforme, un fusil, la pis-tola
y la dotación de munición que corresponde al comba-te
individual. Todas las armas de apoyo para combate fue-ron
embarcadas en ocho contenedores en el buque
Córdoba, que nunca pudo zarpar del continente...”.
Cuando el Gringo llegó a Goose Green, se encontró con que
su regimiento no tenía ni siquiera una cocina de campaña.
Para alimentarse, compartieron la cocina de la Compañía C
del Regimiento 25. Luego, cuando fueron enviados a ocupar
posiciones de avanzada, las provisiones les llegaban en ta-chos
térmicos, pero siempre frías. “Desde el 12 de mayo la
comida fue reducida a la mitad por orden superior, lo que
equivalía a un solo plato fuerte por día, más dos rondas
de mate cocido, una por la mañana y otra por la tarde. La
Compañía A comenzó a contar casos de desnutrición...
Tuve que ir organizando a las tropas a medida que llega-ba
la gente. Fue un desesperante goteo. No menos desespe-rante,
en cuanto al poder combativo, era el estado de los
conscriptos: la clase incorporada no había completado su
período básico de instrucción individual y era analfabeta
en un 45 por ciento...”, afirmó el oficial.
Meses después de la guerra, Piaggi agregó un dato estremece-dor:
“Para hacer los dispositivos de defensa los soldados, fal-tos
hasta de palas, debieron construir sus posiciones caván-dolas
con sus cascos y utensilios de cocina”. Mientras ahora
Marciana despliega con emoción las fotos de Juan Carlos sobre
la mesa, uno no puede dejar de imaginar el instante en que
–quizá– el Gringo se sacó el casco, dejó su pelo rizado al vien-to,
y comenzó a cavar su trinchera. El fin de la historia relata
que el 29 de mayo Piaggi llamó a su comandante en Puerto Ar-gentino,
el general Omar Parada, para preguntarle si había al-gún
plan previsto para revertir la dramática situación en Dar-win.
No, fue la respuesta, y el teniente coronel decidió parla-mentar
con los ingleses y rendirse. Para ese entonces, el Grin-go
ya había derramado su sangre sobre la turba de Malvinas.
UNA CRUZ PARA EL GRINGO. Cuando Ana Monzón
viajó a las islas en 2009, llevó una plaquita de
algarrobo –tallada a mano por su marido,
Gustavo Leguizamón– con la iniciales “JCM”
y la ilusión de poder dejarla en la tumba, co-mo
un recuerdo de la familia. “Busqué cruz
por cruz, pero no encontré su nombre: era
como si mi hermano no hubiese muerto
nunca en las islas”, expresa con dolor. Al re-gresar
tuvo que decirle a su madre la verdad:
“Juan Carlos no esta ahí”. Marciana prefiere
no recordar ese momento: “Tuve que tragar-me
“Cuando
ponía la
mesa,
llamaba a
mis hijos.
Y gritaba
‘¡Gringo,
Gringo!’,
porque me
parecía verlo
afuera... Pero
era Guido el
que estaba
cerca de la
casa. Mi
Gringo ya no
iba a volver”
todo el dolor. Mi hijo había dejado la vi-da
en esas islas y ni siquiera tenía una tum-ba.
Lo habían olvidado”. Para que Juan
Carlos deje de ser un NN, su familia es una de
las tantas que le han enviado una carta a la
presidenta Cristina Kirchner para pedir la
identificación del cuerpo (recuadro).
“Cuando tenga su nombre va a descansar
en paz junto a sus compañeros”, se consuela Ana.
“Yo le pedí a mi hija que me trajera tierra de las islas. La
guardé en una bolsita y la puse sobre una mesita junto a la
Virgen de Itatí. Le rezo a ella y a Dios cada noche para que
me lo proteja”, dice Marciana con devoción.
Ahora, cuando la noche se cierra sobre su casa en San Bernar-do,
Marciana confiesa en voz baja: “A veces espero verlo lle-gar”.
Entonces, saca un perfumado pañuelito blanco de la
manga de su chaleco y seca sus lágrimas. Pasaron treinta años,
pero el dolor no cesa, los recuerdos se hacen carne, el nombre
del hijo está presente. Y la valija sigue intacta, tal cual Juan Car-los
la dejó, debajo de la cama de su madre. Esperándolo. ■
La familia
que no
olvida
Cuando le dijeron
que su hijo estaba
desaparecido en
combate, Marciana
Villarreal se desmayó.
“Estaba llena de
dolor”, recuerda.
Fue su familia la que
la ayudó a volver a
sonreír. Aquí, junto a
seis de sus nueve
hijos: Enrique, Raúl,
Ana, Alberto, Guido y
Abel. Y a seis de sus
quince nietos:
Juan (18), Sergio (20),
Andrea (20), Marisa
(15), Emiliano (12)
y María (12).
Atención, Chaco. Veteranos y familiares de caídos me han informando que un abogado de acento cordobés recorre la provincia
ofreciéndoles, a cambio de 500 pesos, “agilizar el trámite para que obtengan el dinero que corresponde a la Reparación Histórica”. Vale señalar
que la Reparación Histórica para los ex combatientes y los caídos todavía no se ha implementado a nivel nacional ni provincial alguno. Y que, una
vez que esto ocurra, nadie necesitará de un abogado patrocinante para obtenerla. Si cualquier persona se presenta con esta propuesta, o una
similar, no se debe aceptar ni dar suma de dinero alguna, y se aconseja dirigirse al Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas del Chaco.