2. Día Internacional de las Mujeres - 8 marzo - Para qué tener hermanas. Me sacaron con tés de manzanilla del más profundo de los pozos . Cuando no se tienen hermanas, se tienen amigas. Presentan la gran ventaja de no ser una imposición del destino: se eligen. Aunque a veces se eclipsan con el tiempo, basta con volver a cruzarse con ellas por la calle para que se enciendan de nuevo a toda máquina los fuegos eternos de la sororidad y desencadenen un aluvión de palabras. Hablamos, las mujeres. Es cierto, no lo niego, no me avergüenza. Como las delfinas, parece. Los delfines hablan, lo cual no es de extrañar: son inteligentes como elefantes. Las delfinas, más. Su vocabulario es más amplio, aparentemente a fin de educar a las crías: “Por esas aguas no, que se acerca un barco atunero”; “no peleés con tu hermano”; “¡no traigás el iPod a la mesa!” (bueno, exagero); “tomate la leche”. Las mujeres hablamos y nos decimos cosas. Todas las cosas. Porque nos importan las cosas de la otra: si consiguió trabajo, si puede quedar embarazada, si se siente querida, si su vida es un infierno, si sabe dónde conseguir ese tono de colorete. Los hombres hablan menos y de otras cosas. Visitan, sin embargo, al amigo recién divorciado. “¿Cómo está? ¿Por qué se separaron? ¿Qué piensa hacer?”, preguntamos las mujeres. “Yo qué sé”, nos responde el marido. “Hablamos de deportes y del trabajo”. Las mujeres somos hermanas hasta de una desconocida. Quizás porque nuestras vidas se asemejan. Comparo la mía con la de las mujeres que han trabajado en casa: cambian montos del presupuesto, escenarios y utilería, pero los argumentos a menudo se parecen, con mayor o menor rudeza. Y poco importa si somos juezas, meseras, catedráticas, noruegas o tailandesas. Todas queremos en esencia lo mismo: ser soberanas de nuestras vidas, lo que muchas veces se traduce por un sencillo “ser soberanas de nuestros cuerpos”. De nuestra fecundidad, nuestra sexualidad, nuestra dignidad, nuestro bienestar, nuestra salud, nuestra paz. No tuve hermanas, pero tengo amigas mejores que hermanas: una, ni más ni menos, salvó hace un año mi vida. A alguna habré ayudado a salvar su matrimonio. Algunas me ayudaron a rescatar un buen divorcio. Me sacaron siempre con diligencia y tés de manzanilla del más profundo de los pozos. Estoy segura de que su hombro, ese objeto que se utiliza para llorar, es lo único que te salva de la leucemia. Y si no tuve hermanas, hermanas tengo: esa mitad grande, –la más numerosa–, de la humanidad, porque longevas somos y menos expuestas a caernos de un andamio. A ellas, mi afecto. Nunca estaremos solas un 8 de marzo Ana Istarú. Tomado de La Nación. Revista Proa. 27/02/2011