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En	 el	 siguiente	 cuento	 conocemos	 a	 caballito	 loco,	 un	 caballo	 que,	 por
envidia,	es	despreciado	y	marginado	de	una	manada	de	caballos.	Su	madre
es	la	única	que	es	capaz	de	ver	el	corazón	puro	y	bondadoso	de	su	hijo.	Aun
así	el	caballito	loco	empieza	a	sentir	curiosidad	por	los	humanos	y	cada	vez
se	acerca	más	a	una	aldea	cercana	hasta	que	conoce	a	Carboncillo,	un	niño
al	 que	 le	 regalará	 una	 amistad	 paciente	 e	 irrompible.	 En	 este	 cuento	 se
refleja	la	estupidez	humana	y	el	valor	de	las	amistades	que	muchas	veces	no
se	ven	o	no	apreciamos	pero	siguen	allí,	como	las	estrellas.
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Ana	María	Matute
Caballito	loco
ePub	r1.0
Titivillus	21.04.16
www.lectulandia.com	-	Página	3
Título	original:	Caballito	loco
Ana	María	Matute,	1962
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r1.2
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Por	lo	alto	de	las	montañas,	cerca	de	los	bosques,	vivía	una	manada	de	caballos
salvajes.	El	jefe	de	todos	ellos	se	llamaba	Yar,	y	era	sabio	y	fuerte,	con	la	crin	blanca
y	relampagueantes	ojos	negros.	Yar	tenía	varios	hijos	entre	la	manada,	y	todos	ellos
eran	 muy	 respetados	 por	 los	 demás	 caballos,	 yeguas,	 potros	 y	 potrancas.	 Pues	 de
entre	ellos	había	de	nacer	el	nuevo	jefe	que	un	día	les	gobernaría.
El	más	pequeño	de	los	hijos	de	Yar	nació	una	noche	de	luna	redonda	y	amarilla.
Su	 madre	 era	 una	 joven	 yegua	 llamada	 Zira.	 En	 cuanto	 el	 sol	 apuntó	 y	 pudo	 ver
claramente	a	su	hijito,	que	era	el	primero	para	ella,	Zira	se	sintió	tan	orgullosa	de	él
que	no	perdió	tiempo	y	corrió	a	conducirlo	frente	a	Yar	y	toda	la	manada.
Sin	embargo,	Yar	no	pareció	tan	orgulloso	ni	contento	como	Zira	de	aquel	hijo.
Lo	miró	largamente	con	sus	temibles	ojos	negros	y,	al	fin,	dijo:
—Éste	es	un	hijito	loco,	Zira.	Te	dará	muchos	disgustos	y	serás	muy	desgraciada
con	él.
Inmediatamente	sacudió	su	larga	crin	blanca,	y	volviendo	grupas	se	alejó,	seguido
de	Zar,	su	altanero	hijo	mayor.
Al	 oír	 y	 ver	 aquello,	 las	 demás	 yeguas,	 que	 estaban	 celosas	 de	 la	 juventud	 y
belleza	de	Zira	y	sobre	todo	del	raro	color	dorado	de	su	piel,	les	volvieron	la	espalda,
riéndose	y	diciendo:
—¡Un	caballito	loco!	¡Qué	cosa	más	despreciable!
Y	nadie,	ni	caballos	ni	yeguas,	ni	potros	ni	potrancas,	respetó	al	hijito	de	Zira
como	a	los	demás	hijos	de	Yar.
Zira	sintió	una	gran	pena,	al	tiempo	que	el	amor	más	grande,	y	acercándose	a	su
hijo	 le	 pasó	 suavemente	 el	 belfo	 por	 el	 cuello	 y	 las	 orejas,	 dándole	 su	 aliento,
mientras	decía:
—Si	es	locura	lo	que	veo	en	tus	ojos,	yo	amo	la	locura.
De	este	modo,	Caballito	Loco	fue	su	nombre	para	siempre.	Era	muy	hermoso,
pero	como	la	luna	parecía	vagar	por	sus	ojos,	los	demás	potrillos	se	burlaban	de	él	y
no	le	querían	en	sus	juegos.	A	menudo	le	acosaban	y	le	atemorizaban,	porque	era	el
más	pequeño	y	temblaba	sobre	sus	patas,	aún	demasiado	largas.	Y	todos	los	potrillos,
especialmente	los	hijos	de	Yar,	decían:
—¡Tiene	la	luna	dentro	de	los	ojos!	¡Qué	cosa	más	loca	y	despreciable!
Tal	como	lo	habían	oído	decir	a	sus	madres.
De	este	modo,	Caballito	Loco	se	acostumbró	a	corretear	solitario	por	entre	los
árboles.
Un	día	llegó	el	frío,	y	el	viento	empezó	a	llevarse	las	hojas	de	los	árboles.	Eran	de
oro,	rosadas	y	rojas,	y,	como	nunca	hasta	entonces	las	viera	volar,	Caballito	Loco
sintió	una	gran	curiosidad	por	ellas	y,	persiguiéndolas	como	si	fueran	mariposas	o
desconocidos	pájaros,	llegó	al	otro	lado	del	bosque	y	vio	allá	abajo	el	valle	y	las	casas
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de	 los	 hombres.	 Caballito	 Loco	 quedó	 muy	 asombrado	 y	 aquella	 misma	 noche	 le
preguntó	a	su	madre:
—¿Quién	habita	al	final	de	las	montañas?	He	visto	cosas	que	no	comprendo.
Zira	sintió	un	dolor	muy	vivo	y	dijo:
—Hijo	mío,	has	ido	demasiado	lejos.	Allí	abajo	viven	los	hombres,	de	los	que
debes	huir.
—¿Por	qué?
—Porque	al	llegar	la	primavera	nos	buscarán	con	cuerdas,	nos	echarán	al	cuello
nudos	corredizos,	nos	arrastrarán	a	sus	pueblos	y	nos	marcarán	el	lomo	con	hierros
ardiendo.	Huye	siempre	de	los	hombres,	porque	su	corazón	es	un	desconocido.
Caballito	Loco	sintió	una	mayor	curiosidad	por	los	hombres,	pero	no	dijo	nada,	ni
siquiera	a	su	propia	madre.
Todos	los	días	se	llegaba	allí	donde	se	divisaban	las	tejas	encarnadas	y	azules	del
pueblo,	los	cercados,	la	torre	dorada	de	la	iglesia	y	el	rarísimo	—para	él,	que	nunca	lo
oyó	antes—	tañer	de	la	campana.	Poco	a	poco	fue	acercándose	más.	Oculto	entre	los
últimos	troncos	de	las	hayas,	pudo	ver	pastores	con	ovejas	y,	una	vez,	un	muchachito
que	iba	silbando	una	canción.
Le	 gustó	 tanto,	 que	 no	 tuvo	 más	 remedio	 que	 contárselo	 a	 Zira.	 Su	 madre	 se
entristeció	y	le	dijo:
—Bien	puedes	mirarlos,	ya	que	tanto	te	gustan.	Pero	los	niños	como	ése	crecen,
se	hacen	hombres	y,	a	veces,	se	vuelven	como	lobos	salvajes.	Caballito	Loco,	hijo,	no
vuelvas	hacia	esa	vertiente.	Tú	eres	aún	tan	limpio	como	el	nacimiento	del	río	y	nada
sabes	de	estas	cosas.
Pero	Caballito	Loco	tampoco	entendía	a	su	madre	y	volvió	allí	donde	habitaban
los	hombres	y	los	niños.
El	tiempo	transcurría,	los	pequeños	potros	crecían	y	nadie,	excepto	Zira,	le	amaba
y	le	escuchaba.	Caballito	Loco	se	convirtió	en	un	solitario	y	con	nadie	hablaba,	salvo
con	los	árboles	y	el	viento,	con	las	pequeñas	flores,	los	pájaros	y	los	brezos.	El	arroyo
huía	asustado	de	sus	grandes	ojos	de	oro,	y	los	juncos	de	la	orilla	temblaban	al	verle.
Doblándose	unos	sobre	otros,	decían.
—Pobre,	pobre	Caballito	Loco.
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Cierto	 día,	 una	 tribu	 de	 carboneros	 acampó	 cerca	 del	 bosque.	 Tenían	 la	 piel
oscura	y	sus	ojos	negros	y	brillantes	le	atemorizaban.	Escondido	entre	los	espinos,
Caballito	Loco	les	vio	beber	vino	y	encender	grandes	hogueras	en	la	noche,	donde
asaban	 la	 caza.	 Al	 resplandor	 de	 la	 lumbre	 contaban	 sus	 historias,	 que	 a	 veces	 le
parecían	de	miedo,	o	de	tristeza,	o	de	una	salvaje	alegría	más	lejana	aún.	Huyó	de	allí
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con	el	corazón	palpitante;	y	ellos,	que	oyeron	el	trotecillo	de	sus	cascos,	comentaron.
—¿Oís?	¡Alguien	nos	ronda!	¿Si	será	el	diablo?
Pero	 Caballito	 Loco	 no	 había	 oído	 jamás	 hablar	 del	 diablo	 y	 pensaba	 si	 se
referían	a	él.
Fue	así	como	un	día	descubrió	la	existencia	de	Carbonerillo.	Carbonerillo	tenía
muy	pocos	años	y	nadie	le	amaba,	porque	no	tenía	padre	ni	madre.	Todos	le	pegaban,
le	enviaban	a	sus	recados	y	le	obligaban	a	trabajar	a	cambio	de	pan	duro	y	malos
tratos.	El	más	alejado	lugar	junto	al	fuego	era	para	Carbonerillo,	la	tarea	más	ingrata
era	 la	 suya,	 y	 también	 el	 peor	 bocado.	 Sólo	 de	 cuando	 en	 cuando,	 cuando	 ellos
estaban	hartos,	le	dejaban	mojar	su	mendrugo	de	pan	en	la	salsa	de	sus	guisos,	a	pesar
de	que	cazaban	hermosos	conejos,	perdices,	codornices	y,	una	vez,	una	cría	de	jabalí.
Tampoco	había	lugar	para	él	en	la	choza	donde	se	guarecían,	y	solamente	poseía	en
este	 mundo	 una	 vieja	 manta	 que	 llevaba	 sobre	 los	 hombros,	 de	 la	 que	 nunca	 se
desprendía.	En	ella	se	envolvía	durante	la	noche,	junto	a	las	brasas	de	la	hoguera;	y,
de	 madrugada,	 los	 primeros	 mirlos	 y	 las	 últimas	 luciérnagas	 le	 contemplaban.
Carbonerillo	tenía	el	cabello	crespo	y	rizado	y	los	ojos	feroces	de	los	carboneros,
pero	 había	 un	 lunar	 grande	 cerca	 de	 su	 párpado	 derecho,	 que	 cautivó	 a	 Caballito
Loco.
—El	lunar	de	Carbonerillo	es	hermano	de	la	estrella	de	la	tarde	—se	decía.	Pues
él	admiraba	mucho	a	la	primera	estrella,	tan	grande	y	luciente	sobre	el	cielo.
Viendo	todas	estas	cosas,	sintió	un	gran	afecto	y	compasión	por	el	desdichado
Carbonerillo	y	deseó	ser	amigo	suyo.
Una	vez,	Carbonerillo	subió	río	arriba,	hasta	el	nacimiento	del	agua.	Estaba	tan
lejos	de	la	tribu	y	tan	alegre,	que	empezó	a	silbar;	y	aquella	canción	le	recordó	a
Caballito	Loco	la	del	muchacho	que	viera	una	vez	en	la	aldea,	y	sintió	tal	alegría	de
oírla,	que	salió	de	su	escondite	y	se	puso	a	trotar	delante	de	Carbonerillo.
El	muchacho	quedó	sorprendido,	con	la	boca	abierta.	Entonces	Caballito	Loco	se
le	acercó	y,	moviendo	el	cuello,	le	mostró	su	larga	crin,	y	rozó	sus	hombros	con	el
belfo,	porque	con	ello	quería	decir:
—Muchacho,	no	te	entristezcas;	yo	soy	tu	amigo.
De	improviso,	Carbonerillo	le	echó	las	manos	al	cuello,	y	Caballito	Loco	sintió
aquellas	manos	pequeñas	y	duras,	tan	hirientes	en	su	carne,	que	lanzó	un	largo	grito	y
se	 alejó	 asustado.	 Esta	 sensación	 le	 llenó	 de	 tal	 terror	 que	 durante	 dos	 días	 y	 dos
noches	anduvo	errante	por	la	vertiente	contraria,	y	ni	siquiera	se	acercó	a	la	manada,
ni	a	su	madre.	No	podía	desprenderse	del	recuerdo	de	aquellas	manos,	duras	como
garras,	que	le	desasosegaban.	Recordó	las	palabras	de	Zira	y	tembló	como	la	hoja	en
el	árbol.
Al	tercer	día,	el	sol	lucía	muy	redondo,	a	pesar	de	que	se	hallaban	a	últimos	de
octubre,	 y	 Caballito	 Loco	 emprendió	 la	 marcha	 hacia	 la	 tribu	 de	 los	 carboneros,
pensando	en	volver	a	ver	a	Carbonerillo	y	diciéndose:
—Yo	soy	su	amigo.
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Apenas	oteó	las	humaredas	del	campamento	y	los	altos	montones	de	tierra	donde
quemaban	el	carbón,	salió	Carbonerillo	de	entre	la	maleza,	como	si	hubiera	estado
esperándole.	 Y	 sus	 ojos	 negros	 brillaban	 con	 tal	 ferocidad,	 que	 le	 paralizaron.
Carbonerillo	estaba	allí,	frente	a	él,	con	los	brazos	y	piernas	separados	del	cuerpo,	un
poco	inclinado,	y	sus	manos	parecían	dos	pequeñas	zarpas.	Caballito	Loco	sintió	un
raro	frío	al	ver	que	el	sol	daba	de	lleno	en	aquellas	manos;	caía	en	ellas	el	reflejo
encarnado	de	las	hojas	de	otoño	y	parecían	teñidas	de	sangre.
Carbonerillo	empezó	a	silbar	queda	y	suavemente.	Sus	silbidos	parecían	pequeñas
y	 rastreantes	 culebrillas	 que	 fueran	 trepando	 hacia	 los	 oídos	 de	 Caballito	 Loco.
Carbonerillo	fue	acercándosele	y,	de	improviso,	saltó	sobre	su	lomo,	le	clavó	las	uñas
en	el	cuello	y	los	talones	en	los	ijares;	y	esta	vez	Caballito	Loco	sintió	un	gran	dolor.
Mas	era	su	corazón	el	que	tanto	dolía,	y	pensó:
—Yo	quiero	llevarte	sobre	mi	lomo,	Carbonerillo,	no	me	maltrates.	Soy	tu	buen
amigo.
Pero	el	muchacho	le	hería	y	le	espoleaba,	y	sus	manos	y	sus	pies	se	le	clavaban
como	cuatro	lanzas.
Poco	a	poco,	en	vista	de	la	docilidad	de	Caballito	Loco,	Carbonerillo	aflojó	su
presión.	 Fue	 conduciéndolo	 por	 entre	 los	 brezos,	 hacia	 el	 sendero	 alto,	 y	 se
detuvieron	en	la	fuente.	Al	borde	del	agua	se	apiñaban	los	berros,	las	pequeñas	matas
de	color	fresa	y	las	encendidas	florecillas	malva,	que	los	contemplaron	curiosamente.
También	las	rocas	estaban	asombradas,	y	el	viento	que	bajaba	a	ellas	dijo:
—¡Pobre	Caballito	Loco!
El	agua	manaba	rocas	abajo,	inundando	la	tierra	de	lágrimas.	Y	los	brezos	estaban
cubiertos	 de	 blanco	 rocío,	 como	 un	 gran	 llanto.	 Pero	 nada	 de	 esto	 comprendió
Caballito	Loco,	que	se	decía:
—Carbonerillo	es	mi	amigo.
Cuando	el	muchacho	se	cansó	de	galopar	sobre	él,	se	tiró	a	la	hierba.	Y	Caballito
Loco	le	miraba	con	sus	redondos	ojos	de	miel.	Hasta	que	oyó	las	matas	azotadas,
levantó	el	cuello	al	aire	y	olió	a	los	hombres.	Entonces	el	miedo	se	apoderó	de	él	y
huyó,	sin	poderlo	remediar,	vertiente	arriba.
Pero	 no	 podía	 olvidar	 a	 aquel	 que	 creía	 su	 amigo,	 y	 volvió	 en	 su	 busca.	 Al
principio	no	lo	encontró,	y	vagó	desoladamente	por	entre	los	árboles.	Cuando	menos
lo	imaginaba,	el	muchacho	saltó	sobre	él,	con	el	mismo	golpe,	solapado	y	feroz,	de
los	 lobos.	 Esta	 vez,	 Carbonerillo	 llevaba	 una	 cuerda,	 tal	 como	 explicaba	 Zira	que
hacían	los	hombres	en	la	primavera,	y	se	la	echó	al	cuello.	Caballito	Loco	quiso	huir,
pero	al	extremo	de	aquella	cuerda	había	un	nudo	corredizo,	y	la	sintió	alrededor	de	su
garganta,	apretándole.
Caballito	Loco	se	quedó	quieto,	y	Carbonerillo	lanzó	al	aire	una	risa	tan	dura,	que
le	hizo	aún	más	daño	que	la	soga.	Se	dijo:
—¿Por	qué	me	haces	esto,	Carbonerillo?	¿No	comprendes	que	yo	soy	tu	amigo?
Las	lágrimas	corrieron	de	sus	ojos	hasta	la	fuente	y	brillaban	en	el	verdor	de	los
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berros,	y	los	pequeños	tallos	se	dijeron	entre	sí:
—¡Caballito	Loco!
Carbonerillo	le	condujo	vertiente	arriba,	al	amparo	de	las	hayas.	Él	le	siguió	con
mansedumbre,	inundado	de	tristeza:
—Algún	día	comprenderá	—pensaba—,	y	me	tratará	como	a	su	amigo.
Pero	el	muchacho	tenía	endurecido	el	corazón	por	los	golpes	y	los	malos	tratos,	y
nada	sabía	de	estas	cosas,	ni	entendía	la	palabra	amor,	ni	la	palabra	amigo.
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Carbonerillo	condujo	a	Caballito	Loco	a	un	escondite	entre	las	altas	grutas.	Nadie
sino	él	conocía	aquel	lugar,	y	mientras	quebraba	jaras	y	brezos,	apretaba	los	dientes	y
mil	ideas	negras	cruzaban	su	frente.	Sólo	deseaba	vengarse	de	cuantos	le	hicieron
daño,	y	en	ninguna	otra	cosa	pensaba.
Ya	nunca	retiró	la	cuerda	del	cuello	de	Caballito	Loco.	Lo	tenía	prisionero	en	la
gruta	y	sólo	al	amanecer,	o	durante	las	noches	de	luna,	lo	llevaba	a	pastar	a	la	hierba.
Montado	sobre	él,	castigaba	sus	flancos	con	los	talones,	y	lo	trataba	con	tanta	dureza
como	él	recibía.
Caballito	Loco	obedecía	al	muchacho,	pero	una	gran	pena	le	llenaba	por	haber
perdido	 su	 libertad.	 Durante	 las	 noches	 se	 acordaba	 de	 su	 madre,	 Zira,	 y	 de	 sus
amigos	del	bosque:	los	saltamontes,	las	luciérnagas,	los	mirlos	y	los	brezos.
Pero	 así	 y	 todo,	 miraba	 con	 gran	 dulzura	 a	 Carbonerillo,	 y	 deseaba	 hacerle
comprender	que	ninguna	otra	cosa	pedía	más	que	su	amistad	y	su	bien.
Mucho	tiempo	pasó	de	este	modo.	Llegó	la	primavera;	el	campo	se	llenó	de	flores
azules,	amarillas	y	blancas.
Los	rojos	escalambrujos	se	abrieron	en	pétalos	de	color	rosa,	que	esparcieron	al
aire	su	perfume.	Todas	las	cumbres	se	llenaron	de	aquel	aroma,	y	volvieron	de	sus
largos	 viajes	 las	 golondrinas,	 las	 mariposas	 verdes	 y	 negras,	 los	 mirlos.	 Ellos	 le
trajeron	noticias:
—Caballito	Loco,	tu	madre	nos	manda	decirte	que	abandones	a	Carbonerillo	y
bajes	al	barranco.	Ella	llora	por	las	noches	y	te	espera	al	pie	de	la	encina	vieja.	Dice:
«Avisad	 a	 mi	 pobre	 Caballito	Loco	 que	 ese	 muchacho	 es	 un	 malvado,	 que	 nunca
entenderá	su	bondad».
A	Caballito	Loco	le	hubiera	sido	fácil	escapar,	pues	muy	sencillo	era	burlar	los
pocos	años	de	Carbonerillo.	Pero	estaba	preso	a	aquel	muchacho	por	algo	más	que
una	cuerda,	y	contestó:
—No,	pobre	Carbonerillo,	él	me	necesita.	Yo	soy	el	único	bien	que	posee	en	la
tierra.	Algún	día	entenderá	mi	corazón	y	seremos	amigos.
—¡Caballito	Loco!	—le	gritaron,	apenadas,	las	golondrinas	y	las	mariposas.	Los
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mirlos	piaron	irritados,	y	las	luciérnagas	lloraban	resplandecientes	lágrimas.
Al	día	siguiente	llegaron	los	grajos	azules,	gritándole:
—¡Florecen	 los	 zarzales,	 Caballito	 Loco,	 y	 Zira	 nos	 envía	 para	 decirte	 que
abandones	a	Carbonerillo!	¿Acaso	no	ves	cómo	los	días	le	convierten	en	un	hombre
malvado?	 El	 niño	 ha	 huido	 de	 él,	 y	 de	 su	 infancia	 sólo	 le	 quedan	 los	 golpes	 y	 la
maldad	que	recibió.
—No,	no	—dijo	Caballito	Loco—.	Carbonerillo	no	posee	sobre	esta	tierra	otro
bien	que	yo.
Estaba	lleno	de	tristeza,	pero	deseaba	que	Carbonerillo	entendiera	su	corazón,	y
esta	esperanza	le	mantenía.
Tal	como	anunciara	Zira,	 cierto	 día	 esplendoroso	 de	 la	 primavera	 subieron	 los
hombres	con	cuerdas	y	hierros	en	busca	de	la	manada	salvaje.	Entre	el	polvo	de	oro,
bajo	la	luz	encarnada	del	primer	sol,	acosaron	a	los	caballos.	Carbonerillo	les	oyó	y,
montando	en	Caballito	Loco,	lo	condujo	donde,	ocultos,	podían	verlo	todo.
Allá	abajo,	en	el	polvo	y	los	desesperados	relinchos,	vieron	huir	inútilmente	a	Yar
y	 sus	 hijos,	 a	 las	 yeguas,	 potros	 y	 potrancas.	 Los	 hombres	 les	 echaban	 nudos
corredizos	 al	 cuello,	 los	 conducían	 a	 las	 hogueras.	 Caballito	 Loco	 sintió	 un	 gran
terror	hacia	los	hombres,	oyendo	los	gritos	de	Yar	y	de	sus	hermanos.
Con	el	corazón	destrozado,	miraba	hacia	allá	abajo,	pues	amaba	a	su	madre,	Zira,
y	 no	 deseaba	 verla	 apresada.	 Todos	 los	 caballos	 fueron	 conducidos	 al	 fuego;	 los
hombres	los	doblegaban	sobre	sus	patas	y,	calentando	al	rojo	los	hierros,	marcaban
sus	lomos.	Luego	se	los	llevaron	barranco	abajo,	y	el	aire	quedó	lleno	de	humo	y
tristeza.	 Caballito	 Loco	 no	 pudo	 aguantar	 más	 y	 echó	 a	 correr,	 por	 más	 que
Carbonerillo	trataba	de	impedírselo.
Cuando	llegó	junto	a	las	hogueras,	echó	la	cabeza	al	aire	y	llamó	largamente	a
Zira.	Pero	su	madre	no	acudió,	y	sólo	los	cuervos	volaron	lentamente	sobre	las	brasas
aún	ardientes,	entre	el	humo	negruzco,	y	gritaron:
—¡Tu	madre	se	fue	con	la	última	nieve,	Caballito	Loco!	Sentía	tanta	pena	por	ti,
que	 no	 pudo	 seguir	 viviendo.	 Ahora	 está	 con	 las	 raíces	 de	 los	 robles	 y	 las	 hayas,
bebiendo	del	manantial	oculto.	¡Nunca	más	la	verás,	pobre	Caballito	Loco,	por	tu
necia	idea	de	servir	a	Carbonerillo!
Caballito	Loco	sintió	un	gran	dolor	y	empezó	a	llorar.	Y	no	se	daba	cuenta	de	la
furia	de	Carbonerillo,	que	le	azotó	y	que	luego,	cogiendo	uno	de	los	hierros	olvidados
por	los	hombres,	lo	enrojeció	al	fuego	y	le	marcó	el	lomo.	La	marca	que	hizo	en	su
carne	era	una	curva,	como	un	gancho,	como	la	inicial	de	su	nombre,	que	todos	iban	a
recordar.	Pues	Carbonerillo	levantó	el	puño	y	dijo:
—¡Me	vengaré	de	la	tierra	y	del	cielo,	de	los	hombres	y	de	todo	ser	que	aliente
sobre	este	suelo!
Y	no	se	daba	cuenta	de	las	lágrimas	de	Caballito	Loco,	ni	entendía	su	corazón.
Pasaron	 dos	 primaveras	 más,	 y	 un	 día	 Carbonerillo	 se	 vengó,	 tal	 como	 había
dicho.	Mientras	los	carboneros	de	la	tribu	dormían,	él	se	deslizó	como	una	culebra
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entre	las	hojas,	penetró	en	la	choza	del	jefe	y	le	mató.	Luego	robó	su	escopeta	y	su
puñal,	su	dinero,	su	manta	y	sus	pieles,	y,	montando	sobre	Caballito	Loco,	huyó	a	la
lejana	gruta	que	sólo	él	conocía.
Desde	 aquel	 día,	 montado	 en	 Caballito	 Loco,	 Carbonerillo	 fue	 el	 terror	 de	 la
comarca.	Se	convirtió	en	el	más	feroz	bandido	que	conociera	aquel	lugar.	Hasta	los
lobos	huían,	cuando	oían	los	cascos	de	Caballito	Loco,	en	cuyos	lomos	cabalgaba.
Por	 las	 noches,	 los	 niños	 temblaban	 en	 sus	 camas,	 temiendo	 que	 apareciera	 en	 la
aldea	 el	 temible	 bandido	 Carbonerillo.	 Y	 no	 había	 animal	 ni	 hombre	 que	 no	 se
estremeciera	al	oír	su	nombre.	Bandido	Carbonerillo	asoló	aldeas	y	alquerías,	granjas
y	poblados.	Los	caminantes	evitaban	pasar	cerca	de	sus	montañas,	y	todos	contaban
sus	maldades	y	crueldad.	Él,	en	tanto,	atesoraba	riquezas,	y	con	ellas	compró	a	otros
muchachos:	 muchachos	 desgraciados	 y	 maltratados,	 muchachos	 viciosos	 y
muchachos	 tontos.	 Y	 con	 ellos	 formó	 una	 banda	 de	 malhechores	 y	 fue	 aún	 más
temido	y	odiado.	Caballito	Loco	era	su	caballo,	y	sin	él	nada	hubiera	podido	hacer.
Pero	Caballito	Loco	seguía	siendo	como	cuando	Zira	le	decía:	«Eres	tan	limpio
como	el	nacimiento	del	río».	Pues	pensaba:
—Algún	día	Carbonerillo	se	dará	cuenta	del	bien.	Algún	día	comprenderá	el	mal.
¿Cómo	voy	a	abandonarle	ahora	que	todos	le	odian,	si	soy	su	única	esperanza?
Carbonerillo	era	ya	un	hombre,	y	aquel	lunar	que	conmovía	sobre	su	párpado	era
ahora	una	mancha	crecida,	que	casi	le	borraba	la	frente	y	daba	miedo	de	mirar.	Sólo
Caballito	Loco	veía	en	él	el	antiguo	lucero	de	la	tarde	y	se	decía:
—No	será	del	todo	malo	cuando	tiene	ese	lunar	tan	hermoso	sobre	los	ojos.
Mas	 un	 día	 llegó	 en	 que	 los	 hombres	 se	 irritaron	 tanto	 contra	 Bandido
Carbonerillo	que	decidieron	morir	o	aniquilarle.
Un	grupo	de	jóvenes	valientes	se	armó	de	cuanto	pudo:	escopetas,	lazos,	horcas,
hoces.	Se	reunieron	como	para	una	batida	y	dijeron:
—¿Acaso	 no	 vamos	 todos	 reunidos	 y	 astutos	 contra	 el	 lobo?	 Pues	 peor	 que
cualquier	 lobo	 es	 Bandido	 Carbonerillo.	 Vamos	 a	 por	 él	 y	 acabemos	 con	 sus
crueldades.
Prepararon	un	plan	ladino,	como	de	raposos.	Salieron	de	madrugada	y	sin	miedo.
Y,	dispuestos	a	morir,	los	hombres	crecen	como	gigantes.
De	este	modo,	los	hombres	valientes	acosaron	a	los	bandidos	y,	uno	a	uno,	fueron
acabando	con	ellos.	El	último	que	quedó,	cercado	como	una	alimaña,	montado	sobre
su	Caballito	Loco,	fue	Carbonerillo.
Era	 un	 día	 de	 invierno,	 con	 las	 cumbres	 nevadas.	 El	 cielo	 estaba	 gris,	 pero
luciente,	y	entre	los	troncos	oscuros	de	los	árboles	sintió	el	olor	de	la	muerte.	No
tenía	escape	y,	viéndose	perdido,	tuvo	su	primer	miedo.	Estaba	rodeado	de	hombres,
de	nieve	y	de	gritos,	y	veía	entre	la	niebla	el	resplandor	de	las	antorchas.	Entonces
vinieron	a	su	memoria	su	infancia	y	su	pena,	y	lloró,	tapándose	la	cara	con	las	manos.
Pero	en	aquel	momento,	Caballito	Loco,	que	le	amaba,	le	arrojó	bruscamente	de	su
lomo	 sobre	 la	 nieve	 y	 los	 helechos	 invernales,	 y	 corrió	 hacia	 los	 altos	 robles,
www.lectulandia.com	-	Página	11
diciéndose:
—Ellos	creerán	que	llevo	aún	sobre	mi	lomo	a	Carbonerillo.
Así	 fue,	 pues	 no	 veían	 entre	 la	 niebla,	 y	 creyeron	 que	 con	 el	 caballo	 huía	 el
bandido.	Y	se	reunieron	todos	tras	él,	corriendo	y	gritando.
Cuando	 Caballito	 Loco	 llegó	 a	 la	 cima	 de	 la	 montaña,	 su	 silueta	 se	 recortó
claramente	contra	el	pálido	cielo.	Los	hombres	dispararon	contra	él	y	le	alcanzaron.
En	tanto,	Carbonerillo	había	encontrado	el	camino	de	la	huida;	escapó	a	sus	espaldas
y	se	salvó.
Caballito	 Loco	 quedó	 detenido	 en	 la	 cumbre	 de	 la	 montaña,	 caído	 sobre	 sus
doblados	remos.	Pronto	se	vio	rodeado	de	hombres	airados,	que	al	verle	dijeron:
—¡Si	es	sólo	su	Caballo	Loco!
Y	lo	remataron,	porque	no	les	gustaba	la	lenta	agonía	de	los	animales.
Caballito	Loco	cerró	los	ojos	y	el	aire	se	llenó	de	la	flor	rosada	del	escalambrujo,
la	bella	rosa	salvaje	de	los	campos.	Y	pensó:
—¿Cómo	será	que	ha	vuelto	la	primavera?
Siempre	vio	rodeada	de	niebla	aquella	alta	cumbre	de	enfrente.	Pero	la	niebla	se
apartó,	como	un	velo	de	plata,	y	apareció	a	sus	ojos	una	dorada	y	verde	cima.	Y	un
gran	asombro	le	llenó.	Allá	abajo	estaba	el	valle,	con	sus	orgullosos	hermanos	atados,
uncidos,	humillados.	Y	al	otro	lado,	en	el	barranco,	brillaban	los	huesos	mondos	del
cementerio	de	los	caballos.	Y	de	pronto	supo:
—De	todo	esto,	yo	me	he	salvado.
Creía	 que	 no	 podría	 andar	 y,	 sin	 embargo,	 se	 sentía	 ligero	 como	 una	 nube.
Entonces	vio	llegar	al	Pastor,	que	era	tan	hermoso	como	no	viera	otro.	Y	le	oyó:
—Toma	 esta	 florecilla,	 Caballito	 Loco.	 Es	 una	 palabra	 que	 oí	 de	 labios	 de
Carbonerillo	cuando	huía.
Caballito	Loco	la	tomó	entre	sus	dientes,	y	comprendió	aquella	palabra,	que	decía
«amigo».	Y	es	que	Carbonerillo	iba	huyendo	allá	abajo,	como	un	oscuro	gusanillo
sobre	la	tierra.	Y	decía.
—Acaso	tuve	un	amigo,	¡pobre	de	mí!	Era	mi	amigo	y	yo	no	lo	sabía.
Entonces	dijo	el	Pastor:
—Ven	conmigo,	Caballito	Loco.
Y	le	llevó	con	él	a	la	cumbre	de	enfrente,	donde	la	hierba	nunca	se	marchita.
www.lectulandia.com	-	Página	12
ANA	 MARÍA	 MATUTE	 nació	 en	 Barcelona	 (España),	 el	 26	 de	 julio	 de	 1925,	 y
falleció	 en	 la	 misma	 ciudad	 el	 25	 de	 junio	 de	 2014.	 Fue	 una	 novelista	 española,
miembro	de	la	Real	Academia	Española	(sillón	«k»),	y	la	tercera	mujer	que	recibe	el
Premio	Cervantes	(2010).	Es	considerada	por	muchos	como	la	mejor	novelista	de	la
posguerra	española.
A	 los	 cinco	 años,	 tras	 haber	 estado	 a	 punto	 de	 morir	 por	 una	 infección	 de	 riñón,
escribió	 su	 primer	 relato,	 ilustrado	 por	 ella	 misma.	 Durante	 toda	 su	 niñez	 y
adolescencia	seguirá	escribiendo	y,	a	la	vez,	ilustrando	ella	misma	sus	relatos,	y	esta
capacidad	de	ilustradora	la	mantendrá	durante	toda	su	vida.
A	 los	 ocho	 años	 volvió	 a	 padecer	 otra	 enfermedad	 grave	 y	 la	 enviaron	 a	 vivir	 a
Mansilla	de	la	Sierra	(Logroño)	con	sus	abuelos.	Se	educó	en	un	colegio	religioso	en
Madrid	y	con	17	años	escribió	su	primera	novela,	Pequeño	teatro	por	la	que	Ignacio
Agustí,	director	de	la	editorial	Destino	en	aquellos	años,	le	ofreció	un	contrato	de
3000	pesetas	que	ella	aceptó.	Sin	embargo,	la	obra	no	se	publicó	hasta	ocho	años
después.
Se	dio	a	conocer	en	la	escena	literaria	española	con	Los	Abel,	una	novela	inspirada	en
los	 hijos	 de	 Adán	 y	 Eva,	 en	 la	 cual	 reflejó	 la	 atmósfera	 española	 inmediatamente
posterior	a	la	contienda	civil	desde	el	punto	de	vista	de	la	percepción	infantil.	Este
enfoque	se	mantuvo	constante	a	lo	largo	de	su	primera	producción	novelística	y	fue
común	a	otros	representantes	de	su	generación,	la	llamada	generación	de	los	«niños
asombrados».	 Enfoque	 que,	 con	 frecuencia,	 ha	 llevado	 a	 considerar	 estos	 escritos
www.lectulandia.com	-	Página	13
como	literatura	para	niños,	lo	que	en	realidad	no	son	(aunque,	por	supuesto,	también
los	niños	pueden	leerlos).
Las	novelas	de	Ana	María	Matute	no	están	exentas	de	compromiso	social,	si	bien	es
cierto	que	no	se	adscriben	explícitamente	a	ninguna	ideología	política.	Partiendo	de	la
visión	 realista	 imperante	 en	 la	 literatura	 de	 su	 tiempo,	 logró	 desarrollar	 un	 estilo
personal	que	se	adentró	en	lo	imaginativo,	y	configuró	un	mundo	lírico	y	sensorial,
emocional	y	delicado.	Su	obra	resulta	así	ser	una	rara	combinación	de	denuncia	social
y	 de	 mensaje	 poético	 y	 mágico,	 ambientada	 con	 frecuencia	 en	 el	 universo	 de	 la
infancia	y	la	adolescencia	de	la	España	de	la	posguerra.
La	autora	ha	cultivado	también	el	relato	corto	en	títulos	como	El	tiempo,	Historias	de
la	Artámila	o	Algunos	muchachos.	Igualmente,	a	comienzos	de	los	sesenta,	editó	dos
libros	de	corte	autobiográfico:	A	la	mitad	del	camino	y	El	río.	En	estas	páginas	evoca
sus	experiencias	de	la	niñez	en	el	ambiente	rural	y	bucólico	de	Mansilla	de	la	Sierra.
De	vuelta	a	la	producción	novelística,	Ana	María	Matute	se	aventuró	a	escribir	la
trilogía	 Los	 mercaderes,	 integrada	 por	 Primera	 memoria,	 Los	 soldados	 lloran	 de
noche	y	La	trampa,	que	gozaron	de	un	gran	éxito	en	su	época.	Después	llegaría	la
publicación	de	La	torre	vigía,	 donde	 narra	 la	 historia	 de	 un	 adolescente	 que	 debe
iniciarse	en	las	artes	de	la	caballería.	Aunque	sigue	la	línea	de	las	anteriores,	se	da	en
ella	 un	 cambio	 histórico	 de	 ambientación	 hacia	 el	 período	 medieval,	 rasgo	 que	 se
convirtió	en	el	universo	de	sus	últimas	obras,	publicadas	tras	un	dilatado	período	de
silencio	literario:	Olvidado	Rey	Gudú	y	Aranmanoth.
Asimismo,	a	lo	largo	de	su	carrera	editorial	han	visto	la	luz	bastantes	de	sus	cuentos
de	 óptica	 infantil,	 muchos	 de	 ellos	 recopilados	 bajo	 los	 títulos	 Los	 niños	 tontos,
Caballito	loco,	Tres	y	un	sueño,	Sólo	un	pie	descalzo	y	Paulina.
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  • 1.
  • 2. En el siguiente cuento conocemos a caballito loco, un caballo que, por envidia, es despreciado y marginado de una manada de caballos. Su madre es la única que es capaz de ver el corazón puro y bondadoso de su hijo. Aun así el caballito loco empieza a sentir curiosidad por los humanos y cada vez se acerca más a una aldea cercana hasta que conoce a Carboncillo, un niño al que le regalará una amistad paciente e irrompible. En este cuento se refleja la estupidez humana y el valor de las amistades que muchas veces no se ven o no apreciamos pero siguen allí, como las estrellas. www.lectulandia.com - Página 2
  • 5. 1 Por lo alto de las montañas, cerca de los bosques, vivía una manada de caballos salvajes. El jefe de todos ellos se llamaba Yar, y era sabio y fuerte, con la crin blanca y relampagueantes ojos negros. Yar tenía varios hijos entre la manada, y todos ellos eran muy respetados por los demás caballos, yeguas, potros y potrancas. Pues de entre ellos había de nacer el nuevo jefe que un día les gobernaría. El más pequeño de los hijos de Yar nació una noche de luna redonda y amarilla. Su madre era una joven yegua llamada Zira. En cuanto el sol apuntó y pudo ver claramente a su hijito, que era el primero para ella, Zira se sintió tan orgullosa de él que no perdió tiempo y corrió a conducirlo frente a Yar y toda la manada. Sin embargo, Yar no pareció tan orgulloso ni contento como Zira de aquel hijo. Lo miró largamente con sus temibles ojos negros y, al fin, dijo: —Éste es un hijito loco, Zira. Te dará muchos disgustos y serás muy desgraciada con él. Inmediatamente sacudió su larga crin blanca, y volviendo grupas se alejó, seguido de Zar, su altanero hijo mayor. Al oír y ver aquello, las demás yeguas, que estaban celosas de la juventud y belleza de Zira y sobre todo del raro color dorado de su piel, les volvieron la espalda, riéndose y diciendo: —¡Un caballito loco! ¡Qué cosa más despreciable! Y nadie, ni caballos ni yeguas, ni potros ni potrancas, respetó al hijito de Zira como a los demás hijos de Yar. Zira sintió una gran pena, al tiempo que el amor más grande, y acercándose a su hijo le pasó suavemente el belfo por el cuello y las orejas, dándole su aliento, mientras decía: —Si es locura lo que veo en tus ojos, yo amo la locura. De este modo, Caballito Loco fue su nombre para siempre. Era muy hermoso, pero como la luna parecía vagar por sus ojos, los demás potrillos se burlaban de él y no le querían en sus juegos. A menudo le acosaban y le atemorizaban, porque era el más pequeño y temblaba sobre sus patas, aún demasiado largas. Y todos los potrillos, especialmente los hijos de Yar, decían: —¡Tiene la luna dentro de los ojos! ¡Qué cosa más loca y despreciable! Tal como lo habían oído decir a sus madres. De este modo, Caballito Loco se acostumbró a corretear solitario por entre los árboles. Un día llegó el frío, y el viento empezó a llevarse las hojas de los árboles. Eran de oro, rosadas y rojas, y, como nunca hasta entonces las viera volar, Caballito Loco sintió una gran curiosidad por ellas y, persiguiéndolas como si fueran mariposas o desconocidos pájaros, llegó al otro lado del bosque y vio allá abajo el valle y las casas www.lectulandia.com - Página 5
  • 6. de los hombres. Caballito Loco quedó muy asombrado y aquella misma noche le preguntó a su madre: —¿Quién habita al final de las montañas? He visto cosas que no comprendo. Zira sintió un dolor muy vivo y dijo: —Hijo mío, has ido demasiado lejos. Allí abajo viven los hombres, de los que debes huir. —¿Por qué? —Porque al llegar la primavera nos buscarán con cuerdas, nos echarán al cuello nudos corredizos, nos arrastrarán a sus pueblos y nos marcarán el lomo con hierros ardiendo. Huye siempre de los hombres, porque su corazón es un desconocido. Caballito Loco sintió una mayor curiosidad por los hombres, pero no dijo nada, ni siquiera a su propia madre. Todos los días se llegaba allí donde se divisaban las tejas encarnadas y azules del pueblo, los cercados, la torre dorada de la iglesia y el rarísimo —para él, que nunca lo oyó antes— tañer de la campana. Poco a poco fue acercándose más. Oculto entre los últimos troncos de las hayas, pudo ver pastores con ovejas y, una vez, un muchachito que iba silbando una canción. Le gustó tanto, que no tuvo más remedio que contárselo a Zira. Su madre se entristeció y le dijo: —Bien puedes mirarlos, ya que tanto te gustan. Pero los niños como ése crecen, se hacen hombres y, a veces, se vuelven como lobos salvajes. Caballito Loco, hijo, no vuelvas hacia esa vertiente. Tú eres aún tan limpio como el nacimiento del río y nada sabes de estas cosas. Pero Caballito Loco tampoco entendía a su madre y volvió allí donde habitaban los hombres y los niños. El tiempo transcurría, los pequeños potros crecían y nadie, excepto Zira, le amaba y le escuchaba. Caballito Loco se convirtió en un solitario y con nadie hablaba, salvo con los árboles y el viento, con las pequeñas flores, los pájaros y los brezos. El arroyo huía asustado de sus grandes ojos de oro, y los juncos de la orilla temblaban al verle. Doblándose unos sobre otros, decían. —Pobre, pobre Caballito Loco. 2 Cierto día, una tribu de carboneros acampó cerca del bosque. Tenían la piel oscura y sus ojos negros y brillantes le atemorizaban. Escondido entre los espinos, Caballito Loco les vio beber vino y encender grandes hogueras en la noche, donde asaban la caza. Al resplandor de la lumbre contaban sus historias, que a veces le parecían de miedo, o de tristeza, o de una salvaje alegría más lejana aún. Huyó de allí www.lectulandia.com - Página 6
  • 7. con el corazón palpitante; y ellos, que oyeron el trotecillo de sus cascos, comentaron. —¿Oís? ¡Alguien nos ronda! ¿Si será el diablo? Pero Caballito Loco no había oído jamás hablar del diablo y pensaba si se referían a él. Fue así como un día descubrió la existencia de Carbonerillo. Carbonerillo tenía muy pocos años y nadie le amaba, porque no tenía padre ni madre. Todos le pegaban, le enviaban a sus recados y le obligaban a trabajar a cambio de pan duro y malos tratos. El más alejado lugar junto al fuego era para Carbonerillo, la tarea más ingrata era la suya, y también el peor bocado. Sólo de cuando en cuando, cuando ellos estaban hartos, le dejaban mojar su mendrugo de pan en la salsa de sus guisos, a pesar de que cazaban hermosos conejos, perdices, codornices y, una vez, una cría de jabalí. Tampoco había lugar para él en la choza donde se guarecían, y solamente poseía en este mundo una vieja manta que llevaba sobre los hombros, de la que nunca se desprendía. En ella se envolvía durante la noche, junto a las brasas de la hoguera; y, de madrugada, los primeros mirlos y las últimas luciérnagas le contemplaban. Carbonerillo tenía el cabello crespo y rizado y los ojos feroces de los carboneros, pero había un lunar grande cerca de su párpado derecho, que cautivó a Caballito Loco. —El lunar de Carbonerillo es hermano de la estrella de la tarde —se decía. Pues él admiraba mucho a la primera estrella, tan grande y luciente sobre el cielo. Viendo todas estas cosas, sintió un gran afecto y compasión por el desdichado Carbonerillo y deseó ser amigo suyo. Una vez, Carbonerillo subió río arriba, hasta el nacimiento del agua. Estaba tan lejos de la tribu y tan alegre, que empezó a silbar; y aquella canción le recordó a Caballito Loco la del muchacho que viera una vez en la aldea, y sintió tal alegría de oírla, que salió de su escondite y se puso a trotar delante de Carbonerillo. El muchacho quedó sorprendido, con la boca abierta. Entonces Caballito Loco se le acercó y, moviendo el cuello, le mostró su larga crin, y rozó sus hombros con el belfo, porque con ello quería decir: —Muchacho, no te entristezcas; yo soy tu amigo. De improviso, Carbonerillo le echó las manos al cuello, y Caballito Loco sintió aquellas manos pequeñas y duras, tan hirientes en su carne, que lanzó un largo grito y se alejó asustado. Esta sensación le llenó de tal terror que durante dos días y dos noches anduvo errante por la vertiente contraria, y ni siquiera se acercó a la manada, ni a su madre. No podía desprenderse del recuerdo de aquellas manos, duras como garras, que le desasosegaban. Recordó las palabras de Zira y tembló como la hoja en el árbol. Al tercer día, el sol lucía muy redondo, a pesar de que se hallaban a últimos de octubre, y Caballito Loco emprendió la marcha hacia la tribu de los carboneros, pensando en volver a ver a Carbonerillo y diciéndose: —Yo soy su amigo. www.lectulandia.com - Página 7
  • 8. Apenas oteó las humaredas del campamento y los altos montones de tierra donde quemaban el carbón, salió Carbonerillo de entre la maleza, como si hubiera estado esperándole. Y sus ojos negros brillaban con tal ferocidad, que le paralizaron. Carbonerillo estaba allí, frente a él, con los brazos y piernas separados del cuerpo, un poco inclinado, y sus manos parecían dos pequeñas zarpas. Caballito Loco sintió un raro frío al ver que el sol daba de lleno en aquellas manos; caía en ellas el reflejo encarnado de las hojas de otoño y parecían teñidas de sangre. Carbonerillo empezó a silbar queda y suavemente. Sus silbidos parecían pequeñas y rastreantes culebrillas que fueran trepando hacia los oídos de Caballito Loco. Carbonerillo fue acercándosele y, de improviso, saltó sobre su lomo, le clavó las uñas en el cuello y los talones en los ijares; y esta vez Caballito Loco sintió un gran dolor. Mas era su corazón el que tanto dolía, y pensó: —Yo quiero llevarte sobre mi lomo, Carbonerillo, no me maltrates. Soy tu buen amigo. Pero el muchacho le hería y le espoleaba, y sus manos y sus pies se le clavaban como cuatro lanzas. Poco a poco, en vista de la docilidad de Caballito Loco, Carbonerillo aflojó su presión. Fue conduciéndolo por entre los brezos, hacia el sendero alto, y se detuvieron en la fuente. Al borde del agua se apiñaban los berros, las pequeñas matas de color fresa y las encendidas florecillas malva, que los contemplaron curiosamente. También las rocas estaban asombradas, y el viento que bajaba a ellas dijo: —¡Pobre Caballito Loco! El agua manaba rocas abajo, inundando la tierra de lágrimas. Y los brezos estaban cubiertos de blanco rocío, como un gran llanto. Pero nada de esto comprendió Caballito Loco, que se decía: —Carbonerillo es mi amigo. Cuando el muchacho se cansó de galopar sobre él, se tiró a la hierba. Y Caballito Loco le miraba con sus redondos ojos de miel. Hasta que oyó las matas azotadas, levantó el cuello al aire y olió a los hombres. Entonces el miedo se apoderó de él y huyó, sin poderlo remediar, vertiente arriba. Pero no podía olvidar a aquel que creía su amigo, y volvió en su busca. Al principio no lo encontró, y vagó desoladamente por entre los árboles. Cuando menos lo imaginaba, el muchacho saltó sobre él, con el mismo golpe, solapado y feroz, de los lobos. Esta vez, Carbonerillo llevaba una cuerda, tal como explicaba Zira que hacían los hombres en la primavera, y se la echó al cuello. Caballito Loco quiso huir, pero al extremo de aquella cuerda había un nudo corredizo, y la sintió alrededor de su garganta, apretándole. Caballito Loco se quedó quieto, y Carbonerillo lanzó al aire una risa tan dura, que le hizo aún más daño que la soga. Se dijo: —¿Por qué me haces esto, Carbonerillo? ¿No comprendes que yo soy tu amigo? Las lágrimas corrieron de sus ojos hasta la fuente y brillaban en el verdor de los www.lectulandia.com - Página 8
  • 9. berros, y los pequeños tallos se dijeron entre sí: —¡Caballito Loco! Carbonerillo le condujo vertiente arriba, al amparo de las hayas. Él le siguió con mansedumbre, inundado de tristeza: —Algún día comprenderá —pensaba—, y me tratará como a su amigo. Pero el muchacho tenía endurecido el corazón por los golpes y los malos tratos, y nada sabía de estas cosas, ni entendía la palabra amor, ni la palabra amigo. 3 Carbonerillo condujo a Caballito Loco a un escondite entre las altas grutas. Nadie sino él conocía aquel lugar, y mientras quebraba jaras y brezos, apretaba los dientes y mil ideas negras cruzaban su frente. Sólo deseaba vengarse de cuantos le hicieron daño, y en ninguna otra cosa pensaba. Ya nunca retiró la cuerda del cuello de Caballito Loco. Lo tenía prisionero en la gruta y sólo al amanecer, o durante las noches de luna, lo llevaba a pastar a la hierba. Montado sobre él, castigaba sus flancos con los talones, y lo trataba con tanta dureza como él recibía. Caballito Loco obedecía al muchacho, pero una gran pena le llenaba por haber perdido su libertad. Durante las noches se acordaba de su madre, Zira, y de sus amigos del bosque: los saltamontes, las luciérnagas, los mirlos y los brezos. Pero así y todo, miraba con gran dulzura a Carbonerillo, y deseaba hacerle comprender que ninguna otra cosa pedía más que su amistad y su bien. Mucho tiempo pasó de este modo. Llegó la primavera; el campo se llenó de flores azules, amarillas y blancas. Los rojos escalambrujos se abrieron en pétalos de color rosa, que esparcieron al aire su perfume. Todas las cumbres se llenaron de aquel aroma, y volvieron de sus largos viajes las golondrinas, las mariposas verdes y negras, los mirlos. Ellos le trajeron noticias: —Caballito Loco, tu madre nos manda decirte que abandones a Carbonerillo y bajes al barranco. Ella llora por las noches y te espera al pie de la encina vieja. Dice: «Avisad a mi pobre Caballito Loco que ese muchacho es un malvado, que nunca entenderá su bondad». A Caballito Loco le hubiera sido fácil escapar, pues muy sencillo era burlar los pocos años de Carbonerillo. Pero estaba preso a aquel muchacho por algo más que una cuerda, y contestó: —No, pobre Carbonerillo, él me necesita. Yo soy el único bien que posee en la tierra. Algún día entenderá mi corazón y seremos amigos. —¡Caballito Loco! —le gritaron, apenadas, las golondrinas y las mariposas. Los www.lectulandia.com - Página 9
  • 10. mirlos piaron irritados, y las luciérnagas lloraban resplandecientes lágrimas. Al día siguiente llegaron los grajos azules, gritándole: —¡Florecen los zarzales, Caballito Loco, y Zira nos envía para decirte que abandones a Carbonerillo! ¿Acaso no ves cómo los días le convierten en un hombre malvado? El niño ha huido de él, y de su infancia sólo le quedan los golpes y la maldad que recibió. —No, no —dijo Caballito Loco—. Carbonerillo no posee sobre esta tierra otro bien que yo. Estaba lleno de tristeza, pero deseaba que Carbonerillo entendiera su corazón, y esta esperanza le mantenía. Tal como anunciara Zira, cierto día esplendoroso de la primavera subieron los hombres con cuerdas y hierros en busca de la manada salvaje. Entre el polvo de oro, bajo la luz encarnada del primer sol, acosaron a los caballos. Carbonerillo les oyó y, montando en Caballito Loco, lo condujo donde, ocultos, podían verlo todo. Allá abajo, en el polvo y los desesperados relinchos, vieron huir inútilmente a Yar y sus hijos, a las yeguas, potros y potrancas. Los hombres les echaban nudos corredizos al cuello, los conducían a las hogueras. Caballito Loco sintió un gran terror hacia los hombres, oyendo los gritos de Yar y de sus hermanos. Con el corazón destrozado, miraba hacia allá abajo, pues amaba a su madre, Zira, y no deseaba verla apresada. Todos los caballos fueron conducidos al fuego; los hombres los doblegaban sobre sus patas y, calentando al rojo los hierros, marcaban sus lomos. Luego se los llevaron barranco abajo, y el aire quedó lleno de humo y tristeza. Caballito Loco no pudo aguantar más y echó a correr, por más que Carbonerillo trataba de impedírselo. Cuando llegó junto a las hogueras, echó la cabeza al aire y llamó largamente a Zira. Pero su madre no acudió, y sólo los cuervos volaron lentamente sobre las brasas aún ardientes, entre el humo negruzco, y gritaron: —¡Tu madre se fue con la última nieve, Caballito Loco! Sentía tanta pena por ti, que no pudo seguir viviendo. Ahora está con las raíces de los robles y las hayas, bebiendo del manantial oculto. ¡Nunca más la verás, pobre Caballito Loco, por tu necia idea de servir a Carbonerillo! Caballito Loco sintió un gran dolor y empezó a llorar. Y no se daba cuenta de la furia de Carbonerillo, que le azotó y que luego, cogiendo uno de los hierros olvidados por los hombres, lo enrojeció al fuego y le marcó el lomo. La marca que hizo en su carne era una curva, como un gancho, como la inicial de su nombre, que todos iban a recordar. Pues Carbonerillo levantó el puño y dijo: —¡Me vengaré de la tierra y del cielo, de los hombres y de todo ser que aliente sobre este suelo! Y no se daba cuenta de las lágrimas de Caballito Loco, ni entendía su corazón. Pasaron dos primaveras más, y un día Carbonerillo se vengó, tal como había dicho. Mientras los carboneros de la tribu dormían, él se deslizó como una culebra www.lectulandia.com - Página 10
  • 11. entre las hojas, penetró en la choza del jefe y le mató. Luego robó su escopeta y su puñal, su dinero, su manta y sus pieles, y, montando sobre Caballito Loco, huyó a la lejana gruta que sólo él conocía. Desde aquel día, montado en Caballito Loco, Carbonerillo fue el terror de la comarca. Se convirtió en el más feroz bandido que conociera aquel lugar. Hasta los lobos huían, cuando oían los cascos de Caballito Loco, en cuyos lomos cabalgaba. Por las noches, los niños temblaban en sus camas, temiendo que apareciera en la aldea el temible bandido Carbonerillo. Y no había animal ni hombre que no se estremeciera al oír su nombre. Bandido Carbonerillo asoló aldeas y alquerías, granjas y poblados. Los caminantes evitaban pasar cerca de sus montañas, y todos contaban sus maldades y crueldad. Él, en tanto, atesoraba riquezas, y con ellas compró a otros muchachos: muchachos desgraciados y maltratados, muchachos viciosos y muchachos tontos. Y con ellos formó una banda de malhechores y fue aún más temido y odiado. Caballito Loco era su caballo, y sin él nada hubiera podido hacer. Pero Caballito Loco seguía siendo como cuando Zira le decía: «Eres tan limpio como el nacimiento del río». Pues pensaba: —Algún día Carbonerillo se dará cuenta del bien. Algún día comprenderá el mal. ¿Cómo voy a abandonarle ahora que todos le odian, si soy su única esperanza? Carbonerillo era ya un hombre, y aquel lunar que conmovía sobre su párpado era ahora una mancha crecida, que casi le borraba la frente y daba miedo de mirar. Sólo Caballito Loco veía en él el antiguo lucero de la tarde y se decía: —No será del todo malo cuando tiene ese lunar tan hermoso sobre los ojos. Mas un día llegó en que los hombres se irritaron tanto contra Bandido Carbonerillo que decidieron morir o aniquilarle. Un grupo de jóvenes valientes se armó de cuanto pudo: escopetas, lazos, horcas, hoces. Se reunieron como para una batida y dijeron: —¿Acaso no vamos todos reunidos y astutos contra el lobo? Pues peor que cualquier lobo es Bandido Carbonerillo. Vamos a por él y acabemos con sus crueldades. Prepararon un plan ladino, como de raposos. Salieron de madrugada y sin miedo. Y, dispuestos a morir, los hombres crecen como gigantes. De este modo, los hombres valientes acosaron a los bandidos y, uno a uno, fueron acabando con ellos. El último que quedó, cercado como una alimaña, montado sobre su Caballito Loco, fue Carbonerillo. Era un día de invierno, con las cumbres nevadas. El cielo estaba gris, pero luciente, y entre los troncos oscuros de los árboles sintió el olor de la muerte. No tenía escape y, viéndose perdido, tuvo su primer miedo. Estaba rodeado de hombres, de nieve y de gritos, y veía entre la niebla el resplandor de las antorchas. Entonces vinieron a su memoria su infancia y su pena, y lloró, tapándose la cara con las manos. Pero en aquel momento, Caballito Loco, que le amaba, le arrojó bruscamente de su lomo sobre la nieve y los helechos invernales, y corrió hacia los altos robles, www.lectulandia.com - Página 11
  • 12. diciéndose: —Ellos creerán que llevo aún sobre mi lomo a Carbonerillo. Así fue, pues no veían entre la niebla, y creyeron que con el caballo huía el bandido. Y se reunieron todos tras él, corriendo y gritando. Cuando Caballito Loco llegó a la cima de la montaña, su silueta se recortó claramente contra el pálido cielo. Los hombres dispararon contra él y le alcanzaron. En tanto, Carbonerillo había encontrado el camino de la huida; escapó a sus espaldas y se salvó. Caballito Loco quedó detenido en la cumbre de la montaña, caído sobre sus doblados remos. Pronto se vio rodeado de hombres airados, que al verle dijeron: —¡Si es sólo su Caballo Loco! Y lo remataron, porque no les gustaba la lenta agonía de los animales. Caballito Loco cerró los ojos y el aire se llenó de la flor rosada del escalambrujo, la bella rosa salvaje de los campos. Y pensó: —¿Cómo será que ha vuelto la primavera? Siempre vio rodeada de niebla aquella alta cumbre de enfrente. Pero la niebla se apartó, como un velo de plata, y apareció a sus ojos una dorada y verde cima. Y un gran asombro le llenó. Allá abajo estaba el valle, con sus orgullosos hermanos atados, uncidos, humillados. Y al otro lado, en el barranco, brillaban los huesos mondos del cementerio de los caballos. Y de pronto supo: —De todo esto, yo me he salvado. Creía que no podría andar y, sin embargo, se sentía ligero como una nube. Entonces vio llegar al Pastor, que era tan hermoso como no viera otro. Y le oyó: —Toma esta florecilla, Caballito Loco. Es una palabra que oí de labios de Carbonerillo cuando huía. Caballito Loco la tomó entre sus dientes, y comprendió aquella palabra, que decía «amigo». Y es que Carbonerillo iba huyendo allá abajo, como un oscuro gusanillo sobre la tierra. Y decía. —Acaso tuve un amigo, ¡pobre de mí! Era mi amigo y yo no lo sabía. Entonces dijo el Pastor: —Ven conmigo, Caballito Loco. Y le llevó con él a la cumbre de enfrente, donde la hierba nunca se marchita. www.lectulandia.com - Página 12
  • 13. ANA MARÍA MATUTE nació en Barcelona (España), el 26 de julio de 1925, y falleció en la misma ciudad el 25 de junio de 2014. Fue una novelista española, miembro de la Real Academia Española (sillón «k»), y la tercera mujer que recibe el Premio Cervantes (2010). Es considerada por muchos como la mejor novelista de la posguerra española. A los cinco años, tras haber estado a punto de morir por una infección de riñón, escribió su primer relato, ilustrado por ella misma. Durante toda su niñez y adolescencia seguirá escribiendo y, a la vez, ilustrando ella misma sus relatos, y esta capacidad de ilustradora la mantendrá durante toda su vida. A los ocho años volvió a padecer otra enfermedad grave y la enviaron a vivir a Mansilla de la Sierra (Logroño) con sus abuelos. Se educó en un colegio religioso en Madrid y con 17 años escribió su primera novela, Pequeño teatro por la que Ignacio Agustí, director de la editorial Destino en aquellos años, le ofreció un contrato de 3000 pesetas que ella aceptó. Sin embargo, la obra no se publicó hasta ocho años después. Se dio a conocer en la escena literaria española con Los Abel, una novela inspirada en los hijos de Adán y Eva, en la cual reflejó la atmósfera española inmediatamente posterior a la contienda civil desde el punto de vista de la percepción infantil. Este enfoque se mantuvo constante a lo largo de su primera producción novelística y fue común a otros representantes de su generación, la llamada generación de los «niños asombrados». Enfoque que, con frecuencia, ha llevado a considerar estos escritos www.lectulandia.com - Página 13
  • 14. como literatura para niños, lo que en realidad no son (aunque, por supuesto, también los niños pueden leerlos). Las novelas de Ana María Matute no están exentas de compromiso social, si bien es cierto que no se adscriben explícitamente a ninguna ideología política. Partiendo de la visión realista imperante en la literatura de su tiempo, logró desarrollar un estilo personal que se adentró en lo imaginativo, y configuró un mundo lírico y sensorial, emocional y delicado. Su obra resulta así ser una rara combinación de denuncia social y de mensaje poético y mágico, ambientada con frecuencia en el universo de la infancia y la adolescencia de la España de la posguerra. La autora ha cultivado también el relato corto en títulos como El tiempo, Historias de la Artámila o Algunos muchachos. Igualmente, a comienzos de los sesenta, editó dos libros de corte autobiográfico: A la mitad del camino y El río. En estas páginas evoca sus experiencias de la niñez en el ambiente rural y bucólico de Mansilla de la Sierra. De vuelta a la producción novelística, Ana María Matute se aventuró a escribir la trilogía Los mercaderes, integrada por Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa, que gozaron de un gran éxito en su época. Después llegaría la publicación de La torre vigía, donde narra la historia de un adolescente que debe iniciarse en las artes de la caballería. Aunque sigue la línea de las anteriores, se da en ella un cambio histórico de ambientación hacia el período medieval, rasgo que se convirtió en el universo de sus últimas obras, publicadas tras un dilatado período de silencio literario: Olvidado Rey Gudú y Aranmanoth. Asimismo, a lo largo de su carrera editorial han visto la luz bastantes de sus cuentos de óptica infantil, muchos de ellos recopilados bajo los títulos Los niños tontos, Caballito loco, Tres y un sueño, Sólo un pie descalzo y Paulina. www.lectulandia.com - Página 14