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MAIKA
Y
LA KALFUMALÉN
Anna Blú Andalién
MAIKA
Y
LAKALFUMALÉN
Maika y La Kalfumalén
Anna Blú Andalién
Santiago de Chile, Marzo 2014.
RPI: 234.438
ISBN: 978-956-353-718-5
Portada: Marcela Jofré Jorquera
Ilustraciones: Francisca Wilkins De la Fuente.
Diseño y Diagramación:
Gráfica Lom Ltda.
Concha y Toro 25
Fonos: (56-2) 672 2236 - (56-2) 671 5612
Impreso en los talleres de Gráfica Lom.
Miguel de Atero 2888 - Quinta Normal
Fonos: (56-2) 716 9695 - (56-2) 716 9684
3
EL ÁRBOL
L
a loica cantó temprano. El vuelo de un pilmaiquén, con
su pequeño rumor de alas junto a la ventana, despertó
a Maika. Permaneció inmóvil en la cama, tratando de
recordar dónde estaba. Tras la cortina se veía el paisaje ver-
de y azul, doblado de cerros. Una araucaria enorme, que
crecía junto a la casa, hacía bailar sus ramas puntiagudas
al paso del viento.
Entonces se acordó. Era el primer día de vacaciones. Sin
embargo, a diferencia de otras veces, no se levantó dando
un salto de alegría. Se quedó oyendo el susurro familiar del
gran árbol. Llevaba un año sin escucharlo. Sólo reaccionó
cuando un extraño alboroto se armó en la entrada de su
dormitorio.
Corrió a abrir la puerta.
Un terrier blanco y un gran gato atigrado entraron al mis-
mo tiempo, rodando en un confuso montón. Maika suspiró.
-Ustedes dos, ¿por qué tienen que estar siempre discu-
tiendo?
-¡Él me mordió! -bufó su perro, sacudiéndose indignado.
-Sí, pero porque él me rasguñó -dijo su gato.
-Tú empezaste -ladró su perro.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
4
-Basta -dijo Maika, sentándose en la alfombra-. Ustedes
siempre al revés. Si continúan peleando, el abuelo los man-
dará de vuelta a Santiago. Y entonces sí que me quedaré
sola en este lugar.
Parecía tan triste que ambos se acercaron inmediatamen-
te a ella. Su perro Mozart le lamió la mano. El gato Nahuel
se plantó de un salto en su regazo, para frotar su cabeza
cariñosamente contra ella.
-No estés desanimada -dijo su perro-. Ya verás que lo
pasaremos muy bien. Este lugar es fantástico. Sol, bosque,
montaña y mucho barro fresco para las patas. Pescaremos
en el río.
-Mmm, sí, truchas -apoyó Nahuel-. Las asaremos a la pa-
rrilla.
-Eso era el año pasado, cuando estaba papá -dijo
Maika-. Nunca pensé que tendría que pasar un verano sin
él. Ya es bastante malo tener que esperar el año completo
para verlo. Y ahora las vacaciones sola…
-¡Pero si no estás sola! -Mozart movió la cola vigorosa-
mente-. Está el abuelo, está Segundo, está Carmen…
-Sí, está Carmen -dijo Nahuel con entusiasmo. La coci-
nera era su gran aliada. Dos años atrás lo había rescatado
del encargado de la lechería, que lo perseguía furioso, y lo
había llevado a la casa como un regalo para Maika. Con-
servaba desde entonces un ojo de pirata, casi cerrado por
una cicatriz- .Nadie prepara los desayunos como Carmen.
Hoy tenemos pan de nueces recién horneado, mermelada…
-Y un estupendo queso fresco -completó Mozart, que sen-
tía debilidad por el queso de fundo.
Maika se levantó.
-¡El desayuno, de veras! Estoy atrasada. No sé si alcanzo
a ducharme.
5
Anna Blú Andalién
-Eso no tiene ninguna importancia –dictaminó Mozart. Y
por primera vez Nahuel estuvo de acuerdo.
Diez minutos después ambos corrían detrás de ella por el
largo corredor. “¡La puntualidad es cortesía de los reyes!”,
ladraba Mozart alegremente, mientras trataba de no resba-
lar en las baldosas recién enceradas.
Maika entró en el comedor con la cara roja de tanto fro-
társela. Su abuelo estaba sentado a la mesa.
-Buenos días, abuelito -murmuró, ocupando su sitio.
El abuelo cerró el libro que leía.
-La puntualidad es cortesía de los reyes -dijo con su voz
grave y sentenciosa.
Entró Carmen con un delantal muy almidonado y sirvió la
leche. Bebieron en silencio.
Carmen cortó un trozo de pan para Maika y le puso
mantequilla fresca sin sal.
-Después de que termines puedes ir a dar una vuelta por
el jardín -dijo-. Cortaremos unos lindos ramos de flores para
los jarrones de la casa.
-Bueno.
-O quizás quieras preparar galletas con la Carmen para
la once -intervino su abuelo-. A ella le encanta tenerte en la
cocina.
-Bueno.
El abuelo cruzó una mirada de preocupación con Car-
men. La docilidad de su agreste nieta, a quien normalmente
era imposible mantener tranquila dentro de la casa, le pare-
cía un mal signo. Mucho peor que si Maika hubiese hecho
un berrinche o estuviese enfurruñada.
-Mira, hijita, sabemos que es muy duro que tu papá no
haya podido venir -dijo cariñosamente Carmen-. Él tenía tan-
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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tas ganas de verte. Pero cuando se vive en Europa a veces
cuesta hacer coincidir el tiempo. Allá están trabajando cuan-
do acá estamos de vacaciones.
-Ya sé eso, Carmen. No soy tonta.
-No le hables así a Carmen -terció el abuelo-. Si hubieras
contestado el teléfono, tu padre te habría explicado que
está haciendo lo imposible por venir al menos para tu cum-
pleaños, a pesar de que está con una gran sobrecarga de
trabajo.
Maika se removió en su sitio.
-¿Puedo levantarme, abuelito?
-Pero si ni siquiera te has comido el pan. Y dejaste la
mitad de la leche -dijo Carmen.
La niña comenzó a deslizarse de la silla.
-Es que no tengo mucha hambre.
-Vuelve a tu asiento y termina tu leche -dijo el abuelo.
Cuando el abuelo hablaba en ese tono, todos en la casa
corrían, incluida su nieta. Maika se sentó de nuevo sin chistar.
El abuelo carraspeó y juntó sus manos enormes y huesu-
das.
-No voy a permitir que convirtamos esto en una tragedia.
Está prohibido que andes pálida por los rincones o que
hagas huelga de hambre. Cuando uno está de vacaciones,
tiene la obligación de pasarlo bien. Lamentablemente, yo
estoy demasiado viejo para andar saltando montaña arriba
contigo. Este lugar ya está tan apartado de la civilización
que cada año se hace más difícil venir.
Esto último no era del todo sincero, pues todos conocían
la afición del abuelo a pasar los veranos en medio de la
belleza y tranquilidad de San Andrés de Queuco. Normal-
mente esperaba las vacaciones con tanta impaciencia como
su nieta.
7
Anna Blú Andalién
-Por eso he decidido que puedes continuar con los planes
de excursión que tenías con tu padre para este año. Segun-
do te acompañará y se hará responsable de tu seguridad.
Segundo era un trabajador del fundo, hermano de Car-
men. Ambos habían nacido en Queuco y conocían a Maika
desde siempre.
-Sólo que este año hay una novedad.
Hizo una pausa para dar mayor espectacularidad, pero
Maika ni siquiera levantó la vista.
-Han abierto un camino en plena cordillera, que llega
hasta las cumbres. Tu padre te lo tenía preparado como una
sorpresa. Dicen que allí las aguas de los ríos bajan tibias,
por lo cerca que están los volcanes. Hay bosques milena-
rios, con flores que acá abajo no se ven, y cascadas donde
saltan las truchas. Lo único que tendrás que hacer es estirar
el sartén para que caigan dentro.
Maika no dijo nada.
-Pueden acampar incluso, si quieres -agregó el abuelo,
después de un largo silencio-. Hay zonas para carpas.
-Eso no fue lo que usted dijo -intervino Carmen, alarma-
da-. No va a pasar la noche en medio de la cordillera, entre
los pumas.
-Segundo llevará una escopeta y todo lo que haga falta.
Tengo plena confianza en él.
-Además, no monta desde el año pasado -insistió la sir-
vienta-. Dos días a caballo la dejarán molida.
-Tal vez no necesiten caballos. Allá arriba el viento es tan
fuerte, que bastará con que se pongan en el sitio adecuado
para que tengan transporte gratis.
-No le veo la gracia -el rostro ancho y reluciente de Car-
men había perdido su habitual placidez-. Si cree que voy a
dejar que mi niña camine por el borde de esos precipicios,
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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con la fuerza que lleva el río a esa altura… En esos bosques
la gente se pierde y no la encuentran más, oiga. El hijo de
don Marcelino, el que vivía en Villa Ralco…
-¿Qué hay ahí, en ese frasco? -interrumpió Maika con voz
lánguida.
-Mermelada de murta -contestó Carmen.
Maika abrió el frasco. Desganadamente, le puso mer-
melada a dos gruesas rebanadas de queque. Ni el abuelo
ni Carmen le hicieron caso. Se habían enzarzado en una
animada discusión sobre los peligros de montaña.
Un minuto después, Maika masticaba con entusiasmo. Se
terminó el queque en un santiamén.
-¡Ahora queso, no te olvides del queso! -susurró Mozart,
que junto a Nahuel estaba oculto bajo la mesa, recogiendo
las migas que caían.
Maika cortó un gran pedazo. Estaba tan fresco que
pudo aplastar sin problemas la mitad sobre su pan, como
si fuera mantequilla. Luego, con disimulo, dividió la otra
mitad en dos cuadrados y los puso en sus rodillas, bajo el
mantel.
-Suerte que están entretenidos discutiendo -suspiró Mo-
zart, que había atrapado el pedazo más grande. Pero no
alcanzó a hincarle el diente, porque Nahuel se lo quitó con
un diestro golpe de zarpas.
Maika, alarmada, echó ruidosamente su silla hacia atrás.
-No tengo problema en ir con Segundo, Menche, si él
quiere llevarme -dijo casi a los gritos-. ¡No tienes de qué
preocuparte! ¡Estoy grande!
El abuelo y Carmen, interrumpidos en la mitad de la con-
versación, se quedaron mirándola suspensos.
-Bueno, tampoco es necesario que armes ese escándalo
-dijo por fin el abuelo.
9
Anna Blú Andalién
-Ya sé que estás grande. Sólo quiero que no te pase nada
–agregó la sirvienta.
-Y nada le va a pasar, mujer -cortó el abuelo-. Queda
acordado, entonces. Saldrán mañana temprano. Pero tie-
nes que hacerle caso a Segundo y no arriesgarte de más,
Maika. Nada de ponerte a escalar o entrar en contacto con
los aborígenes locales. Aún usan niños en sus sacrificios a
los espíritus de la montaña, por si no lo sabías. Así que án-
date con mucho cuidado.
-¿Ahora sí me puedo levantar? -preguntó Maika. La paz pa-
recía haber vuelto bajo la mesa y se sentía mejor después del
desayuno. Pero aún no tenía ánimo para los chistes del abuelo.
-Claro -asintió él, con expresión amable-. Y, Maika, antes
de que te vayas, haz el favor de sacar ese gato debajo de
la mesa o lo saco yo a bastonazos. Aunque no me gustaría
en absoluto ensuciar el bastón que me regaló tu abuela.
-Yo me lo llevo -se ofreció Carmen. Nahuel saltó ensegui-
da a la seguridad de su delantal.
-El perro también -dijo el abuelo, sin perder su amabi-
lidad. Mozart salió arrastrándose, con expresión contrita,
mientras se lamía los labios-. No sé para qué me canso,
pero les voy a repetir una vez más, a ambas, que los anima-
les no deben entrar al comedor. Es antihigiénico.
-Sí, abuelito -dijo Maika sumisamente, mientras levantaba
a Mozart en brazos y se dirigía a la puerta.
-No olvides cambiarte el delantal, Carmen -fue lo último
que dijo el abuelo-. No quiero encontrar en el almuerzo
pelos de ese par de forajidos patas sucias.
Apenas se cerró la puerta tras ellos, Maika comenzó a
regañar a Mozart y a Nahuel, que se atusaba los bigotes
muy tranquilo.
-Ustedes tienen la culpa. Parece que lo hicieran adrede.
Les di un pedazo de queso a cada uno.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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-Él me dijo que escogiera cuál me gustaba -dijo Nahuel.
-No te puedo haber dicho eso, por la sencilla razón de
que no hablo nunca contigo -gruñó Mozart.
-Bueno, fin del tema -dijo Maika-. Voy a dar una vuelta,
Carmen. Nos vemos para el almuerzo.
La sirvienta, que parecía muy divertida, los vio alejarse
por la huella de piedra que llevaba al jardín trasero. Luego
entró en la cocina para cambiarse el delantal.
Minutos después se dirigía nuevamente al comedor, muy
compuesta, con una bandeja enlozada.
-Aquí le traigo agua recién hervida para su segunda taci-
ta, don Alfredo -anunció.
El abuelo tenía la sagrada costumbre de tomarse dos ta-
zas de té con leche al desayuno. Tenía que ser té muy negro
preparado en el momento, sin azúcar –del cual era gran
enemigo, pues decía que alteraba el sabor natural de las
cosas- y con el chorrito justo de leche. Después de la abue-
la, Carmen se había encargado de continuar la tradición.
El abuelo probó con deleite la taza que le presentaban.
-Sólo a ti te queda como debe ser, Menche -dijo pala-
deando el primer sorbo, muy satisfecho-. Bueno, parece que
nuestro plan funcionó. La única manera de conseguir algo
con Maika es decirle que mejor no lo haga.
-Debe ser de familia -sonrió Carmen, que tras tantos años
de servicio, podía permitirse esas libertades-. Quiera Dios
que vuelva rosadita y contenta.
-Por un momento me preocupé. Pensé que realmente no
se interesaría. ¿Dónde crees que ha ido ahora?
-A abrazar el árbol, por supuesto -contestó Carmen.
Miraron hacia el jardín. Efectivamente, Maika se encami-
naba hacia la majestuosa araucaria. La contemplaron arri-
marse al enorme tronco y rodearlo hasta donde le permitían
11
Anna Blú Andalién
los brazos. Sin saber que era observada, la niña cerró los
ojos con aire feliz por primera vez en esa mañana. Pareció
que sus labios se movían. Como si estuviese conversando.
O rezando.
Una sombra pasó por los ojos del abuelo.
-Quisiera que dejara de hacer eso. No entiendo por qué
tiene que comportarse de esa manera cada vez que llega-
mos.
-Usted sabe por qué -repuso Carmen, con los ojos bajos-.
Así es ella. Como su mamá.
El abuelo la cortó con un gesto.
-Sabes muy bien que en esta casa no se nombra a esa
persona. Y espero que ni Segundo ni tú hayan olvidado lo
que les dije respecto de ese maldito árbol. No hay manera
de que Maika sepa el problema que hay con él, a no ser
que lo haya oído de ustedes dos.
-No le hemos dicho nada, don Alfredo -dijo Carmen, en
tono conciliador-. Maikita tiene capacidades que no tienen
otros niños. Ella lo sabe sin necesidad de que se lo digan.
-Déjate de decir tonterías, Carmen. Debí haber mandado
a cortar ese árbol hace muchos años. Sólo ha traído des-
gracias.
La sirvienta puso ojos de espanto.
-Eso sí que llamaría la mala suerte sobre todos nosotros,
para siempre. Además de que Maika nunca se lo perdo-
naría. Una de sus felicidades en la vida es el árbol de su
mamá.
El abuelo se puso de pie con tanta brusquedad que casi
volcó su taza.
-¡Te he dicho que está terminantemente prohibido nom-
brar a esa persona! Anda a la cocina, mujer, ve a cacarear
a otra parte. A veces se me olvida de dónde vienes tú tam-
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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bién. Sólo espero que no vayas a estarle diciendo sandeces
a la criatura, para que pueda dormir tranquila esta noche. Y
que Segundo se atenga a mis órdenes mañana, o este será
el primer y el último viaje que hagan. Ya se lo advertí.
Se alejó con su libro hacia el salón, en busca de su sillón
favorito. Meditaciones de Marco Aurelio era el único amigo
fiel que nunca dejaba de ofrecer refugio a un hombre de
sus años, cuando a veces la vida se empeña en mostrar su
lado ingrato.
13
UN JARRO AZUL
E
l abuelo había hablado en serio al decir que partirían
temprano. Los cerros brillaban aún de rocío cuando
Maika, cargada con una vieja mochila y abrochada
hasta el último botón, salió al patio acompañada de Car-
men. Ahí la esperaba Segundo con los caballos ensillados.
La yegua Vinchuca relinchó de entusiasmo al verla. Las
dos eran viejas amigas.
Segundo se quitó el sombrero. Como Carmen, era reser-
vado y apacible, con una paciencia a toda prueba que le
ganaba la confianza de niños y animales. Ambos eran las
personas que más le gustaban a Maika en el mundo, des-
pués de su padre y de su abuelo.
El hombre señaló la gastada bolsa verde que llevaba la
niña en la espalda.
-No necesitas eso. Tu abuelito se encargó de que no fal-
tara ni un alfiler.
-Ya se lo dije, pero no quiere dejarla -intervino Carmen-.
Incluso tomó desayuno con ella puesta.
-Cargarás de más a la Vinchuca -dijo Segundo, pasando
una mano por el sensible hocico del animal-. Ya llevamos
demasiadas cosas. Y el camino es largo.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
14
Entrecruzó los dedos de ambas manos para que la niña
metiese el pie, a modo de estribo. Cuando Maika alcanzó
la silla, le levantó solícitamente la mochila para que pudiera
acomodarse. La soltó enseguida.
-Es la que usamos con papá para las excursiones -dijo
Maika.
-Pero es mucho peso para la yegüita, mi niña -replicó
Carmen-. No seas porfiada. Hazle caso a Segundo.
-No pesa tanto -dijo éste, montando a su vez-. Nos vemos
el lunes, Menchita.
-Cuídala -dijo ésta-. Su abuelito está con una preocupa-
ción tan grande, que no quiso ni venir a despedirla. Es un
querer el señor a esta niñita…
-Pero si sólo me voy por el fin de semana. Adiós, Carmen
-dijo Maika rápidamente. Estaba por cumplir diez años, una
edad muy importante en su opinión. Detestaba que Carmen
la tratara como una niña delante de Segundo.
El sol comenzaba a asomar sobre los árboles que separa-
ban la casa del camino principal. Al atravesar la reja, Maika
se dio vuelta a mirar la araucaria. Nunca la había visto al
amanecer. Su copa triangular, con brazos separados y vueltos
hacia arriba, se recortaba contra un cielo suave, invadido de
infinitas variedades de rosado. Le pareció muy hermosa.
-Hasta pronto -murmuró.
Las ramas del árbol crujieron amistosamente. Te estaré
esperando, parecían decir.
Se cruzaron con los primeros trabajadores que salían de las
barracas. Estos saludaban ruidosamente a Segundo, hacién-
dole bromas. Sonreían a la niña y les deseaban buen viaje.
Segundo les contestaba en el mismo tono, agitando la
mano. Una vez que llegaron a los límites del fundo, detuvo
los caballos y desmontó para acercarse a Maika.
15
Anna Blú Andalién
-Es mejor que dejes salir a esos animalitos.
Bajó la mochila y la abrió sobre el pasto. Las orejas de
Nahuel asomaron inmediatamente.
-Jamás, óiganlo bien, jamás volveré a meterme dentro
de eso -declaró-. Es como la máquina de moler choclo que
tiene la Carmen.
-No es tan malo cuando galopas. Pero al trote deja los
riñones anestesiados -agregó Mozart, sacando la cabeza a
su vez.
-Ustedes quisieron venir -dijo Maika.
Segundo los contempló mientras se revolcaban en la hierba.
-Puedes llevar al gato ahí dentro, si consigues que se que-
de quieto. Pero ese perrito fino no va a correr a la siga de
los caballos, con esas patas de juguete que tiene.
-No tiene para qué correr -contestó Maika-. Lo voy a lle-
var en la mochila ahora y puede bajarse cuando tengamos
que ir al paso en la montaña. Mozart ha hecho caminos
parecidos otras veces, cuando íbamos de excursión con el
papá.
Segundo no pareció muy convencido, pero se limitó a ce-
rrar otra vez el morral, más flojo esta vez, para que pudieran
tener la cabeza afuera. Los aseguró a ambos de los arneses
que les había puesto Maika, cuidando de que quedasen
bien separados.
-Entonces, los llevaré yo. Así podrás cabalgar tranquila
-ofreció.
Se puso la mochila, que ahora se veía muy rara con las
dos cabezas afuera, y montó. Reanudaron el camino. Mo-
zart parecía enfurruñado.
-Patas de juguete -lo oyó decir Maika-. Mi familia ha es-
calado por generaciones los roqueríos de las tierras altas.
¡Soy un escocés legítimo!
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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-Presumido -se limitó a decir Nahuel, que viajaba muy a
gusto. La espalda de Segundo era ancha y la mochila, bien
ajustada, ahora apenas daba tumbos.
Avanzaron en medio de la mañana resplandeciente.
Maika, que al principio iba a contrapelo, ahora había en-
contrado el ritmo para cabalgar. Dejó de ir pendiente de los
vaivenes de la yegua para empezar a disfrutar el viaje.
De acuerdo con los cálculos de Segundo -que parecía co-
nocer todos los atajos-, tenían al menos dos horas de viaje
por delante hasta el poblado de Pitril. Allí se detendrían para
que los caballos descansaran. Luego subirían por el cami-
no recién abierto hacia los bosques precordilleranos. Si todo
andaba bien, esa misma noche acamparían junto al río, en
Auka Rayén, para comenzar al día siguiente la ascensión ha-
cia lo que el abuelo llamaba “la verdadera montaña”.
Cabalgaron a campo abierto por el valle del Queuco. El
paisaje mostraba los brillantes colores del verano. Al ruido
de los caballos, salían a veces de entre los árboles ban-
dadas de traros o de pitíos. El cielo se oscurecía por un
momento y se llenaba con sus gritos de alarma: pitío, pitío.
Feliz, con esa sensación de libertad que dan la velocidad y
el viento en la cara, Maika dejó de preocuparse por la inte-
gridad de Mozart y de Nahuel. O de si tendría que esperar
el próximo año para ver a su padre.
El sol estaba alto en el cielo cuando llegaron a su destino.
Maika tenía la sensación de que habían andado mucho más
de dos horas. Cubiertos de sudor, los caballos comenzaron
a caminar apenas avistaron las primeras casitas de madera.
En los patios jugaban niños de caras risueñas y pelo renegri-
do. Algunas mujeres, con pañuelos amarrados a la cabeza
y mantos negros sobre sus vestidos floreados, levantaban la
vista al verlos pasar. Tenían un aspecto más pintoresco que
los hombres, vestidos simplemente con camisas y pantalones
oscuros. Por todas partes andaban revueltos perros, gallinas
y cabras.
17
Anna Blú Andalién
Segundo detuvo los caballos junto a un árbol. Dejó la mo-
chila apoyada contra el tronco y ayudó a Maika a desmontar.
-Aquí hay buena sombra para que descansen. ¿Cómo
estás?
-Me duelen un poco las piernas -contestó ella, mientras
miraba con curiosidad a su alrededor-. ¿Esto es Pitril?
-No. Estamos en Cauñicú.
-¿Por qué?, ¿no íbamos a Pitril? -se extrañó Maika.
Segundo parecía incómodo. No hacía más que dar vuel-
tas al sombrero en las manos.
-Nos pasamos su buen pedazo de Pitril. Es que la Carmen
me pidió, como un favor especial, que le diera un recado a
una familia que son antiguos amigos suyos -Hizo una pau-
sa-. La Menche me dijo que no te mencionara nada antes,
porque si no, no me ibas a dejar en paz en todo el camino.
-Vaya. No sabía que soy tan preguntona.
Segundo se veía bastante nervioso.
-Será algo muy corto y nos iremos enseguida. Tu abuelito
lo que más me encargó fue que viajáramos directamente
hacia la cordillera y no entráramos en ninguna comunidad.
-Bueno, no tiene para qué saber -contestó Maika-. Será
un secreto entre los dos. ¿Puedo ir contigo?
El nerviosismo de Segundo aumentó.
-No, es mejor que te quedes. Acuérdate que tu abuelo no
quiere que hables con nadie de acá. Si llega a saber que
vinimos a Cauñicú, sería capaz de corrernos para siempre
del fundo a la Carmen y a mí.
-Qué exagerado -se rió Maika-. El abuelo ladra, pero no
muerde. A lo más te echaría un reto.
Pero Segundo se ponía cada vez más serio. Hasta le
tiritaba un poco la cara. Maika se besó el pulgar.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
18
-Oye, juro por esto que no le voy a decir nada. Pero vuel-
ve luego, por favor, porque tengo hambre. Debe ser hora
de almorzar.
-No me demoro nada, es aquí al lado –sonrió Segundo,
que pareció tranquilizarse de inmediato.
Sacó de las alforjas de su caballo un paquete pequeño.
Maika lo vio cruzar hacia un sitio cercano, cerrado por unio-
nes de palos, y llamar a gritos. Salió un hombre. Ambos se
saludaron y Segundo entró en la casa detrás de él, conver-
sando a más y mejor.
Maika suspiró.
Sabía, porque la Carmen se lo había explicado muchas
veces, que entre los pehuenche –como entre todos los ma-
puche- el saludo siempre es largo. Hay que preguntar por la
salud, por la familia, por las siembras, hasta por los anima-
les, porque el aprecio hacia el otro muestra el aprecio que
uno mismo se tiene. Luego vendrían los ofrecimientos para
que se quedase a comer. O al menos para que se tomase un
mate junto al fogón. Seguro que Segundo no iba a regresar
tan pronto, a pesar de sus buenas intenciones.
Mozart y Nahuel salieron de la mochila. Mozart jadeaba
con ruido de locomotora y Nahuel tenía los pelos dispara-
dos para todos lados, pero en general se veían bien.
-Ya era hora -reclamó Nahuel-. ¡Uf! ¡Se me durmió hasta
la cola!
-Hace mucho calor -se quejó Mozart acostándose sobre
el pasto con las patas abiertas, para refrescarse.
A su lado, también la Vinchuca dio un relincho imploran-
te. Maika le hizo cariño en el sedoso belfo, todavía man-
chado de espuma. La yegüita parecía exhausta.
-No se preocupen -decidió de pronto-. Les voy a buscar
agua.
19
Anna Blú Andalién
Tomó a los caballos de las riendas y caminó con ellos
hasta encontrar un arroyito que pasaba detrás de las casas.
Los dos metieron enseguida el hocico dentro del agua y así
estuvieron mucho rato. Mozart bebió también, a ruidosos
sorbos. Incluso Nahuel lamió delicadamente la superficie.
Maika, que seguía abrochada hasta el último botón a
causa del viento, se dio cuenta de que efectivamente hacía
muchísimo calor. Le ardía la cara. Se sacó la cortaviento y
se lavó. A pesar de que todos los animales que andaban
por ahí se acercaban a tomar agua, el arroyo se veía tan
limpio que se sintió tentada de probar ella también. Se aga-
chó y juntó agua en las manos.
De pronto sintió que alguien la miraba. Levantó los ojos.
Había un niño al otro lado de la empalizada.
-¿Qué pasa? -dijo Maika. Tenía mucha sed y estaba de
pésimo humor-. ¿No se puede tomar esta agua?
-Sí, es de vertiente -dijo el niño-. Pero es para los anima-
les. Y para regar. Además que a los huincas a veces les
hace mal, porque no están acostumbrados.
-Yo no soy huinca -dijo Maika.
-¿Cómo que no? -el niño la observó con ojos desconfiados.
-Bah, a ti qué te importa -se encogió de hombros Maika.
Tomó el agua que le quedaba de un sorbo, aunque ya que-
daba muy poca-. Tengo tanta sed, que me tomaría una ver-
tiente entera.
Se arrodilló para recoger más.
-Puedes tomar agua en mi casa -ofreció el niño-. A pesar
de que eres muy maleducada.
-Vaya, qué amable, pero no puedo moverme de aquí.
Estoy esperando a alguien.
-¿A quién?
-No es asunto tuyo.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
20
El niño no se ofendió. Continuó mirándola con descaro,
como a un bicho raro.
-Si quieres le digo a mi abuelita que te traiga agua –dijo
al fin-. Ella es muy buena.
Y sin esperar respuesta, desapareció. Maika se quedó in-
decisa. Tenía deseos de irse. Estaba la promesa hecha a Se-
gundo de no hablar con nadie. El abuelo le había enseñado
que una promesa jamás debe romperse. Pero realmente se
moría de sed, y la idea de compartir agua con los caballos
no era muy tentadora que digamos.
El niño, que volvía junto a una anciana, la sacó del di-
lema. La anciana era delgadita, de ojos vivaces, llena de
dignidad. Se envolvía en un manto negro bordeado de ver-
de, bajo el cual traía un jarro de grueso vidrio azul. Saludó
ceremoniosamente a Maika.
-Marri Marri, pichidomo.
-Marri Marri, papay -contestó Maika, tratando de acor-
darse de las pocas palabras en mapudungún que le había
enseñado la Carmen, a escondidas del abuelo.
-Mi abuela no habla castellano -dijo el niño.
-No me digas. Suerte que me avisaste -replicó Maika.
La anciana le ofreció el jarro. Maika lo tomó y cerró los
ojos de pura felicidad, mientras lo vaciaba a largos tragos.
Le pareció lo más fresco y delicioso que había probado en
su vida.
-¡Uf! ¡Y que a esto le digan H2
O!
Escarbó nuevamente en su memoria, mientras le sonreía
a la viejita.
-Chaltu may -agradeció por fin, devolviéndole el jarro.
En ese momento le sonó el estómago muy fuerte.
-Lo siento -se disculpó-. Es que tengo mucha hambre.
21
Anna Blú Andalién
La anciana sonrió y su cara se llenó de arrugas, como la
corteza de un árbol. Preguntó algo.
-Quiere saber si te gustaría tomar más -tradujó el niño-. Le
dije que eres una turista.
-May -asintió Maika, inclinando la cabeza. La viejita des-
apareció enseguida.
El niño se quedó. Seguía estudiándola con curiosidad
científica.
-Oye, deja de mirarme o me vas a gastar -dijo Maika-.
No soy la televisión. ¿O acaso no tienen televisión acá?
-Claro que sí -dijo él, orgullosamente-. Hace dos años
que nos pusieron luz. Mi tío tiene una, pero se ve mal. Aga-
rra las puras noticias. ¿Vas a la laguna de Kawelluko?
-No creo -contestó Maika, que se sentía más amable aho-
ra que tenía la garganta fresca-. La verdad es que todavía
no sé muy bien adónde vamos.
-Nosotros salimos mañana a juntarnos con el resto de la
familia para la veranada. Te habría podido mostrar el cami-
no. Aunque ahora es fácil, porque han abierto un sendero y
hay un camping en Otué.
La viejita volvió. No sólo traía más agua, sino un paquete
envuelto en papel café, que ofreció con amables palabras
a Maika.
-Dice que es rokiñ, comida para el camino -explicó el
niño.
-¡Pero qué suerte! ¡Muchas gracias! -dijo Maika, encan-
tada.
El niño fue a buscar a los caballos, que andaban pas-
tando felices entre las matas de quilas. Maika, después de
beber largos sorbos, le devolvió el jarro a la anciana.
-Peukayael -dijo ésta, dándole la mano y mirándola con
sus ojos bondadosos, llenos de luz.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
22
-Peukayael -se despidió Maika a su vez. De pronto, impul-
sivamente, la besó en la cara toda arrugada, que resultó ser
muy suave. Su ropa tenía olor a hierbas y a humo.
-¡Maika!
El grito la hizo saltar. Segundo estaba detrás de ella.
Maika se asustó un poco al ver su expresión. Jamás, en los
años en que lo conocía, recordaba haberlo visto enojado.
El hombre le quitó las riendas de la mano con gesto brusco.
-Sube al caballo.
-Lo siento -dijo Maika-. Estaba muerta de sed y esta se-
ñora…
Segundo no la dejó continuar. La levantó hasta la montu-
ra como si fuese un saco de papas, empujándole los pies
dentro de los estribos. Luego atrapó a Nahuel del cuello y
lo dejó caer sin miramientos, junto a Mozart, en el morral.
En ese momento la anciana se adelantó y dijo algo con
su voz suave. Señalaba el jarro azul que tenía en la mano.
Al verlo, la expresión de Segundo cambió del enojo al te-
mor. Maika lo oyó repetir varias veces algo en mapudungún.
Luego espoleó a su caballo y se alejó, obligando a la
Vinchuca a seguirlo.
El niño, que había presenciado absorto toda la escena,
corrió detrás de ellos.
-Adiós -gritó en dirección a Maika-. Yo me llamo Kalfukura.
-¡Ya está bueno! -le gritó Segundo por encima del hom-
bro-. ¡Ándate!
Kalfukura dejó de correr. Él y la anciana permanecieron
inmóviles, mirando aún en dirección a ellos, hasta que el
polvo del camino se tragó sus siluetas.
23
LA NIÑA EN EL AGUA
N
unca debí hacerle caso a la Carmen. ¡Mujeres!
-despotricaba Segundo-. Te dejé sola apenas diez
minutos.
-Oye, ya te pedí disculpas un montón de veces -dijo Maika-.
No entiendo por qué te pones así. Lo único que pasó fue que
me convidaron agua. ¿Qué querías? ¿Que me muriera de sed?
-Hiciste una promesa.
Los caballos iban al paso, a fin de que pudieran descansar.
El sol pegaba con fuerza. Habían mantenido, con escasas
variantes, la misma conversación a lo largo de media hora
de camino. Pero no había modo de convencer a Segundo.
-Bueno, allá tú -dijo Maika al fin-. Yo me voy a comer lo
que me dieron. Estoy muerta de hambre.
Buscó en los bolsillos de su cortaviento. Cuando abrió
el paquete, encontró miel y una bolsita de algo marrón y
granuloso. Se la mostró a Segundo.
-¿Qué es esto?
-Mürke. Harina tostada de piñon -contestó Segundo con
cara de pocos amigos-. Y ya no me preguntes más. Acuér-
date que tu abuelito tiene prohibido que te hablemos en la
lengua. No quiero más problemas.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
24
Maika, obediente, comió su rokiñ en silencio. Estaba
muy contenta. Le gustaban a más no poder los piñones,
ese fruto dulce y harinoso que regala la araucaria. En la
ciudad se podían encontrar a veces en el supermercado.
Pero no tenían el mismo sabor que aquí en el sur. Normal-
mente se daba grandes panzadas durante las vacaciones.
A su padre también le gustaban. El abuelo, en cambio, los
detestaba.
Pensó con agradecimiento en la ancianita. Recordó el
tintineo cristalino de la plata de sus aros cuando se inclinó a
besarla, y su olor a bosque.
-¿Adónde vamos? -quiso saber, una vez que su estómago
se declaró satisfecho.
-A Auka Rayén -contestó Segundo.
-¿Nos estamos devolviendo? -se extrañó Maika-. ¿Cuán-
to rato de viaje es eso?
-Si nos apuramos, llegaremos antes de que anochezca.
-Pero los caballos no han descansado -dijo la niña-. Y es
de locos viajar con este calor. Nadie viaja a esta hora, eso
hasta yo lo sé.
-No nos queda otra si queremos llegar antes de que se
vaya la luz. Acuérdate que hay que armar carpa.
-Aquí también han hecho un sendero. Podemos subir por él.
-No -dijo Segundo-. Tu abuelito me dijo que nos fuéramos
por el lado de Pitril y no pienso desobedecerlo de nuevo.
¿Qué pasa ahora?
Maika había desmontado y se había sentado bajo los
árboles. Mozart y Nahuel, que iban sin arnés, saltaron de
la mochila para ir a su lado.
-Ya no doy más de calor. Y encuentro cruel tratar así a los
animales. Los trajimos al galope todo el camino. Apenas si
alcanzaron a tomar agua mientras te esperábamos.
25
Anna Blú Andalién
-Entonces, nos volvemos a San Andrés -dijo Segundo-. Se
acabó el paseo.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas explicarle al abuelo por qué
tuvimos que volver? -desafió Maika, que empezaba a eno-
jarse.
Segundo no contestó.
-Sé perfectamente que por aquí también se puede ir. El
niño me dijo que hay un camping en Otué -continuó ella-.
No veo cuál es el problema en que dejemos descansar a los
caballos y luego sigamos por Cauñicú, para no tener que
deshacer camino.
Segundo negó con la cabeza.
-Tu abuelito dijo que fuéramos por Pitril.
-¡Y dale con Pitril! No pienso moverme de aquí.
Segundo desmontó. Había preocupación en su rostro.
-Maika, no podemos hacer eso. Le di mi palabra a tu
abuelo de que iba a seguir sus órdenes, para que nada
malo te pase.
-¿Y se supone que si subimos por acá me va a pasar algo
malo? -preguntó Maika, fastidiada-. Que yo sepa, en Pitril
también nos puede salir un puma. Has estado insoportable
toda la tarde… ¡Ay!
Nahuel había dado de pronto un salto sobre ella, con
tanta fuerza que casi la derriba.
-¡Oye, me rasguñaste! –se quejó Maika.
Su gato, sin hacerle caso, afirmó las patas en el tronco
del árbol bajo el cual estaba sentada. Movía la cola len-
tamente, mientras escrutaba las hojas. Todos miraron hacia
arriba. Ahí, acurrucado en una rama baja, había un pajarito
castaño, de aspecto humilde. Tenía una hermosa mancha
roja en el pecho.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
26
-Es una loica –dijo Maika.
-Estuvo volando sobre tu cabeza todo el rato, mientras
hablaban -dijo Nahuel-. Iba a bajar hacia ti cuando salté.
¡Casi lo atrapo!
-Tú no atrapas ni una hamburguesa -dijo Mozart-. Estás
demasiado gordo.
-Nahuel, no te atrevas –le advirtió Maika, a quien le en-
cantaban los pájaros. Sacudió la mano hacia el ave, para
asustarla-. ¡Ándate, pajarito! ¡Arráncate, que quieren hacer
almuerzo contigo!
Entonces el pájaro hizo algo en verdad curioso. No sólo
no pareció asustarse, sino que se esponjó en su sitio y cantó
hacia Maika: tutukutukut.
-Te está dando una serenata -dijo Nahuel.
-Se enamoró de ti -añadió Mozart-. Dile que nosotros te
vimos primero.
La niña se rió. Agitó la mano otra vez hacia el pájaro,
para que se fuera. Pero éste, sin demostrar el menor miedo,
bajó por un segundo hasta posarse en su mano. Luego se
alejó como una flecha hacia un costado del camino. Allí se
quedó, volando en círculos, mientras repetía su melodioso
canto. Maika estaba boquiabierta.
-¡Me tocó la mano! Es la loica más extraña que he visto
en mi vida.
-No es una loica -intervino Segundo, que había per-
manecido mudo hasta entonces-. Es un chucao. Se con-
funden, porque los dos tienen el pecho rojo. El grito del
chucao es un aviso, aunque nunca había visto uno como
este.
-¿Y qué anuncian, Segundo? -quiso saber Maika.
-Está cantando al lado derecho de nuestro camino -repli-
có éste, ceñudo-. Algo malo nos va a pasar.
27
Anna Blú Andalién
Todos se quedaron en silencio. Hasta Mozart parecía
desanimado. De pronto, Maika tuvo una idea.
-¿Y si canta del lado izquierdo? ¿Es señal de buena suerte?
-Por supuesto. Todo el mundo sabe eso -contestó Segundo.
Maika se plantó de brazos cruzados ante él.
-Entonces está muy claro, Segundo. ¿No lo ves? Tenemos
que dar la vuelta. La dirección correcta es hacia Cauñicú.
Segundo, por primera vez, no parecía tenerlas todas
consigo.
-Pero tu abuelito…
-El abuelo se enojará mucho contigo si algo malo me
pasa -afirmó Maika, que conocía el respeto reverencial que
tenía Segundo, como todos los habitantes de Queuco, por
las fuerzas de la naturaleza-. El chucao se paró en mi mano,
¿no? Es evidente que está tratando de decir algo.
El pájaro, efectivamente, iba y volvía, sin alejarse mucho
de ellos, siempre a un costado del camino.
-Sólo había visto a una persona antes a la que los pajari-
tos le hablaran -dijo Segundo, ensimismado.
-¿A quién? –se interesó Maika.
Segundo sacudió la cabeza, como si quisiera espantar
la idea.
-A nadie. Bueno, está bien, que sea lo que Dios quiera. Lle-
vemos los caballos un poco más arriba para que descansen y tú
duermas siesta. Pero acuérdate que si pasa algo, me tienes que
defender con tu abuelito después. No sé qué le vamos a decir.
-De eso ni te preocupes, no va a pasar nada –dijo Maika,
feliz. Y por primera vez en su vida trepó sin ayuda sobre la
Vinchuca.
-En unos días estarás hecha toda una montañesa -aseguró
Segundo, montando a su vez.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
28
El chucao, sin previo aviso, se perdió entre las retorcidas
ramas de un radal.
-Adiós -gritó Maika-. Nos vemos, amigo.
-Aquí no se grita -la reprendió Segundo-. Eso molesta al
ngen de la montaña. Todo tiene su dueño. Hay que pedir
permiso y entrar con respeto.
-Pero los pájaros gritan -dijo Maika, a quien le gustaba
quedarse siempre con la última palabra.
-Ellos cantan -replicó Segundo-. Cuentan las historias que
traen desde otras tierras.
Los caballos, ahora que no tenían el sol en contra, se
movían más a gusto. Caminaron hasta encontrar un claro
pequeño, pero muy agradable, entre unos hualles. Una pe-
queña vertiente lo cruzaba. Los animales se fueron derechos
hacia ella. Segundo desmontó y desplegó la manta del ca-
ballo para que Maika se sentase.
-Cuando estemos en el campamento, te prepararé algo
de comer -prometió.
-No tengo hambre -dijo Maika-. Pero otra vez estoy con sed.
-Anda al agua entonces, para que te refresques.
Maika sospechó que, a pesar del poco tiempo que habían
pasado en Cauñicú, a Segundo debían haberle convidado
algo de comer. Solía tener un apetito voraz, y sin embargo
no se había quejado de hambre todavía. Lo vio acostarse en
el suelo y echarse el sombrero sobre los ojos. Al momento,
sus ronquidos atronaban el aire, causando la alarma de una
familia de treiles que salió volando de un hualle.
-Si eso no despierta la furia del ngen protector, nada lo
hará -dijo Nahuel, que volvía muy contento junto a Mozart.
-Como mínimo, nos manda una avalancha -dijo su perro,
sonriente, apoyándole las patas mojadas contra las pier-
nas-. ¡Ven! El agua está buenísima.
29
Anna Blú Andalién
Maika los siguió. Efectivamente, la vertiente era poco
profunda, aunque muy correntosa. Se arremangó los panta-
lones y caminó por ella, sintiendo el rumor cristalino que ha-
cía el agua entre sus pies. Estaba tan fría que resultaba casi
dolorosa. Un poco más allá, el cauce se ensanchaba, hasta
formar una poza de poca profundidad, calentada por el sol.
-¡Mira, una piscina! -le mostró Mozart, a quien le encan-
taba el agua.
-Y con quitasol -dijo Nahuel, acomodándose bajo la fra-
gante sombra de un maitén que crecía en la orilla.
Maika también estaba contenta. Sin pensarlo más, se
sacó la ropa y se dio un chapuzón junto a Mozart. Nunca
había visto agua como esa. Todo parecía volverse azul al
reflejarse en ella: árboles, pájaros, hasta su propia imagen.
Nadó un rato y salió tiritando. Mozart, por su parte, se sa-
cudía con fuerza, disparando agua para todos lados.
-¡Oye, ten más cuidado! -protestó Nahuel.
Maika no les hizo caso. Por segunda vez en el día, vol-
vió a acordarse de la anciana y del niño de Cauñicú. Tras
veranear tantos años en Queuco, aquel venía a ser su primer
encuentro directo con los pehuenche, los mapuche hijos del
pehuén, como llamaban en su lengua a la araucaria. El pe-
huén les daba la protección y el alimento. Y les había rega-
lado su corazón sencillo de árbol: como él, eran tranquilos,
pero llenos de fuerza. Así le había parecido a Maika.
Su padre nunca le había hablado de ellos. Tampoco el
abuelo, quien no disimulaba su antipatía hacia los “aborí-
genes locales”, como los llamaba. Únicamente Carmen no
había dudado en contarle, cuando Maika era muy pequeña,
historias de aves y de animales que hablaban en esa lengua,
que a ella le sonaba como canto de agua o como nombre
de flores raras, y que ya había olvidado. Pero muy pronto el
abuelo lo había descubierto y ya no hubo más historias. Sin-
tió una repentina nostalgia por su árbol, que la esperaba en
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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casa. Recordó la suave música que hacía con el viento cada
mañana.
-¡Chist! ¿Escuchas eso? -Nahuel le había apoyado una
tensa pata en el hombro.
Maika abrió los ojos. Descubrió que el sonido al que daba
vueltas dentro de su cabeza era bastante real. Se quedó muy
quieta, tratando de descifrarlo. Era un susurro leve, como de
agua o de bosque. Y sin embargo, era completamente distinto.
-Yo puedo olerlo -dijo Mozart, husmeando detenidamente
el aire.
A Maika también le llegaba un aroma tenue. Le recordó
las hierbas recién cortadas que molía Carmen para hacerle
infusiones, cuando estaba resfriada o le dolía el estómago.
Sin embargo, aquello era distinto. Olía también a corteza
de árbol, a tierra mojada, a piedras calentadas por el sol,
y otra vez no era nada de eso… Examinó el riachuelo, de
donde parecía venir todo aquello.
-¡Miren! -señaló de pronto un punto lejano-. ¿Ven eso?
-Sí, sobre la piedra grande -dijo Mozart, moviendo la
cola como cuando olfateaba conejos.
Había una figura de pie en medio de la corriente. No es-
taba muy lejos, pero se confundía con el brillo del sol sobre
el agua. Maika pestañeó para ver mejor. Daba la impresión
de ser una niña, aunque no se le distinguía bien la cara des-
de esa distancia. Llevaba manto, como las mujeres adultas.
Pero no era el típico quipam negro con el que se cubrían
todas las mujeres que ella había visto, sino un manto de co-
lor claro, más delgado que la lana… Seguramente era una
niña que estaba jugando a disfrazarse. Pero, ¿qué hacía
sola ahí? ¿Y por qué los miraba sin moverse?
-¡Hola! -le gritó Maika. Esto pareció sobresaltar a la niña.
Hizo un grácil movimiento con el manto, que recordaba un
ave cuando esconde la cabeza bajo el ala.
31
Anna Blú Andalién
-¡Maika!
Fue como si hubieran dejado caer un montón de piedras
al suelo. Segundo venía hacia ella, con el sombrero puesto
y los ojos todavía chicos de sueño. Los caballos lo seguían
dócilmente.
-Parece que voy a tener que ponerte rienda, como a la
Vinchuca. Me doy vuelta y desapareces.
-¡La asustaste! -Maika apenas reprimió un gesto de impa-
ciencia.
-¿A quién? -preguntó Segundo.
-A la niña que estaba ahí, en el agua.
-¿En el agua? -la voz de Segundo reflejaba incredulidad.
-Sí, estaba parada sobre una piedra, envuelta en un man-
to. Y llegaba olor a flores, fue todo muy raro. ¿De dónde
habrá salido, Segundo? ¿Viste a sus papás?
-No vi a nadie.
-Imposible. Tienes que haber pasado por su lado y no te
diste cuenta. Estaba allá mismo, pero con el tremendo grito
que diste, desapareció.
El hombre permaneció mirando hacia la vertiente largo
rato. Su cara era casi cómica. Abrió la boca, pero no dijo
nada, sino que se puso a ajustar con gran concentración las
cinchas de las monturas, mientras Maika se vestía. Después
juntó las manos para que metiese el pie.
-Ya no necesito -dijo ella con una gran sonrisa, antes de
subirse de un salto a la Vinchuca. Se sentía orgullosa de su
nueva habilidad.
-Vamos entonces -repuso Segundo brevemente, montando
también.
Maika quería conversar sobre su hallazgo, pero Segundo
no le dio tiempo. Lanzó a los caballos a toda velocidad.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
32
Éstos, descansados, repletos de hierba y de agua fresca,
respondieron enseguida.
Unos minutos después galopaban bajo un cielo sin nubes.
Ante ellos se extendía la serena inmensidad del mahuidan-
tu, el bosque de la cordillera, con la imponente silueta del
volcán Copahue al fondo. Maika tenía una rara sensación
de amplitud. Habiendo sido siempre una niña muy tranquila,
sentía de pronto deseos de cantar, de salpicar otra vez en el
agua, de reírse a gritos. Pensó que si su padre pudiese estar
ahí, su felicidad habría sido completa.
Segundo demostró ser un guía experimentado. Aproxi-
madamente tres horas después, cuando todavía quedaba
luz, llegaron a Otué. Se trataba de un camping pequeño,
junto al estero del mismo nombre. Armaron entre los dos
las carpas. Luego Segundo hizo una fogata para preparar
tallarines. Les echó leche en polvo y brotes extraídos de un
quilantal que crecía cerca, “para que quedara alimenticio”.
Maika, cuando vio el resultado, creyó que le sería imposible
tragar. Pero luego descubrió que tenía tanta hambre que no
sólo comió con gusto, sino que pidió repetición.
Más tarde, sentados junto al fuego, y viendo que Segun-
do por fin parecía contento mientras cebaba su mate, Maika
se atrevió a preguntar:
-Segundo, ¿quién habrá sido esa niña que andaba en la
vertiente, vestida tan raro?
El dio una chupada al mate.
-¿De qué color estaba vestida? -preguntó.
-De azul -contestó Maika, sin titubear.
El hombre permaneció en silencio un buen rato. Las lu-
ces del fuego bailaban en sus ojos oscuros. Ya no parecía
enojado ni alarmado. Pero su expresión era indescifrable
cuando contestó:
-Maika, creo que viste una kalfumalén.
33
LA RUTA DEL PIÑÓN
A
l día siguiente todos amanecieron de mal humor.
Maika, porque Segundo no había querido decir
nada más, después de su enigmática revelación so-
bre la kalfumalén. Además, le dolía todo el cuerpo por la
cabalgata del día anterior. Segundo, por su parte, se había
refugiado en su típica impasibilidad, y no contestaba cuan-
do le hablaban. Mozart y Nahuel, ambos friolentos, habían
insistido en meterse con Maika dentro de su saco de dormir,
y se acusaban mutuamente de no haber pegado ojo por
culpa de los ronquidos del otro.
-Todo el mundo sabe que los gordos roncan -decía Mo-
zart-. Pero nunca quieren reconocerlo.
-Yo no ronco. Ronroneo. Hasta un tonto sabe la diferencia.
-Bueno, ya cállense -dijo Maika desabridamente, cuando
volvió de lavarse-. Sólo nos queda una noche más, así que
si se ponen a discutir, los mando a los dos a dormir con Se-
gundo. Ahí sí que van a saber lo que es roncar.
El aludido llegó en ese momento, cargado de ramas para
hacer fuego. Desayunaron en silencio, con leche, café, ga-
lletas y un tarro de manjar blanco. El hombre había encon-
trado también unas ramas de maqui para Maika, a quien
le gustaban mucho las bayas. Ésta se puso de inmediato a
MAIKAY LA KALFUMALÉN
34
sacar los granitos oscuros, que dejaban un gusto áspero y
delicioso en la lengua. Mozart y Nahuel quisieron probar.
Pronto los tres tenían los labios y la lengua negros. Se veían
muy chistosos, sobre todo Mozart. Segundo, al mirarlos, sol-
tó una carcajada:
-¡Si pudieran verse!
Desde entonces reinó la armonía otra vez. Recogieron el
campamento. Maika se ofreció a limpiar los platos. Segun-
do aprovechó de lavar algunas cosas con la corteza de un
arbusto que había encontrado, al que llamaba yakil, y que
daba espuma al frotarlo en el agua.
Luego ayudó a Maika a montar.
-¡Ay! Con cuidado -se quejó ella-. Casi no siento las pier-
nas.
-Eso se pasa en un par de días. Bueno, estamos listos
-avisó Segundo, subiendo a su caballo-. Nos vamos.
Iban a iniciar el camino hacia la montaña. El mismo que
habían seguido desde siempre los pehuenche. Año tras año,
esperaban el buen tiempo para llevar sus animales a los pas-
tos altos y para hacer la importantísima recolección de piño-
nes, en las tradicionales veranadas. Antes de que Maika se
hubiera dado cuenta, el camino se volvió tan angosto que
los caballos tuvieron que caminar uno detrás de otro.
Mozart insistió en bajarse y marchar detrás de ellos.
-Ya verá Segundo de lo que está hecho un verdadero
terrier escocés -anunció.
Pero el camino era mucho más escarpado de lo que ha-
bía supuesto. Cuando vio el precipicio allá abajo, tan cerca
de sus patas, se quedó paralizado. Maika tuvo que desmon-
tar para meterlo en el morral junto con Nahuel, que tampoco
las tenía todas consigo. Y Segundo se quedó sin saber de lo
que estaba hecho un verdadero escocés.
35
Anna Blú Andalién
A medida que subían, la montaña les regalaba un día
espléndido. Maika hubiese dado un grito de alegría, pero
no quiso ganarse una nueva advertencia de Segundo.
-Hasta el año pasado acá había sólo una huella -dijo
éste-. Se subía por caminos hechos a pata de bestia.
Parecía estar otra vez de buen humor. Maika vio su opor-
tunidad.
-Segundo, ¿por qué no me cuentas qué es eso de la kal-
fumalén? Prometo que jamás se lo diré al abuelo. Tú sabes
que siempre cumplo mis promesas.
-Claro. Empezando por Cauñicú.
-Eso fue una emergencia. Dale, no seas mala onda, sólo
quiero saber de qué se trata.
Segundo no contestó.
-¿Por qué se disfrazan de azul? ¿Es en honor al río? -si-
guió Maika.
-Tú no sueltas nunca. Te pareces a tu papá en eso -refunfu-
ñó Segundo por encima del hombro, tras una larga pausa-.
Si me hubieras hecho caso en Cauñicú, no te habrías encon-
trado con esa kalfumalén. Y ahora déjame tranquilo, porque
eso es todo lo que voy a decir.
-¡Pero si no has dicho nada!
-Feykamüten -dijo Segundo, utilizando la fórmula mapu-
che para terminar los cuentos-. Y eso es todo lo que diré.
Subieron cerca de dos horas en completo silencio. A pe-
sar del viento y del gorro que la protegía, Maika pronto
comenzó a sentir la cara escocida. Le había dado el agua
de su cantimplora a Mozart, que parecía estar pasándolo
peor que Nahuel. Razón no le faltaba. El estrecho camino,
con roca a un lado y precipicio al otro, no parecía terminar
nunca. Causaba una curiosa sensación en la boca del estó-
mago: Maika se sentía como si ya estuviese rodando cuesta
MAIKAY LA KALFUMALÉN
36
abajo. Además, estaba tan molida que cada movimiento de
la Vinchuca le causaba dolor. La yegüita tampoco ayudaba.
Poco acostumbrada a los ascensos, a menudo se detenía y
parecía escoger cuidadosamente dónde ponía las patas.
Casi daban ganas de pedirle que por favor no mirara hacia
abajo.
Por fin, para alivio de todos, el paisaje se abrió. Habían
llegado a una meseta, colonizada por un inmenso bosque
de araucarias. Al fondo se veía una quebrada. Apenas los
vieron aparecer, una bandada de loros se echó a volar,
dando estridentes gritos. Mozart les ladró con furia.
-Son cachañas -explicó Segundo-. Ven, yo te ayudo a
bajar. Has sido muy valiente.
Agradecida, Maika se dejó transportar hasta quedar sen-
tada bajo un árbol. Segundo llenó las cantimploras y le trajo
de beber.
-Podemos descansar un rato y luego seguir hasta la lagu-
na -dijo-. ¿Cómo está tu dolor de piernas?
-El dolor está mejor que nunca, gracias -contestó Maika,
que a pesar de todo se sentía feliz entre tal cantidad de
araucarias. Estiró los músculos agarrotados-. Oye, Segundo,
¿y por qué no nos quedamos acá? Hay buena sombra.
-No se puede. Es una pinalería. Aquí vienen las familias
a juntar piñones.
-¿En serio? -Maika miró encantada a su alrededor.
-Pero la temporada empieza en primavera, ya no debe
quedar nada -agregó Segundo, que acababa de darse
cuenta de su error.
Demasiado tarde. La niña se levantó sin quejarse y, con
un raro paso a causa de sus piernas doloridas, comenzó a
caminar entre las araucarias. Nahuel y Mozart la siguieron
saltando, con las patas muy arqueadas.
37
Anna Blú Andalién
-¿Y a ustedes qué les pasa? -preguntó Maika.
-Estamos solidarizando -contestó su gato.
Segundo atrapó a los caballos, que se habían puesto a
pastar.
-Voy a la quebrada, a buscar un sitio que nos sirva para
comer y echar una siesta. Después que pase el calor pode-
mos seguir. Te va a gustar mucho la laguna.
-Esto también me gusta mucho -dijo Maika, contemplando
los frutos que asomaban, como una multitud de cabecitas,
entre el pasto-. Nunca había visto tantos piñones juntos. Se-
gundo, ¿en qué podríamos llevarlos?
-Ya veremos -contestó él-. Voy a hacer almuerzo, así que
tienes tiempo para recoger todos los que quieras. Solamente
no te vayas muy lejos.
-¿No comeremos tallarines de nuevo, no? -preguntó
Maika esperanzada.
-A la suerte de la olla -sonrió Segundo.
Montó y comenzó a subir hacia la quebrada, seguido de
la Vinchuca, que ya había olfateado el agua.
Maika, por su parte, exploró la planicie junto a Mozart,
a quien también le gustaban mucho los piñones. Sabía abrir-
los él solo. Nahuel, en cambio, comenzó a quejarse de las
espinas que se le metían en las patas. Maika se lo puso en
el hombro, como acostumbraba a hacer en la casa. Sintió
en el cuello las suaves cosquillas de los bigotes de su gato y
su ronroneo agradecido.
Comenzó a escoger piñones. Estaba demasiado do-
lorida para agacharse a recogerlos, así que los fue em-
pujando con el pie, hasta formar un montoncito. Mozart
también ayudó, con tanto empeño que después de un rato
ya habían conseguido un buen alto de piñones grandes y
maduros.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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Maika estaba pensando cómo se las arreglaría para lle-
varlos hasta donde estaba Segundo, cuando una repentina
voz la hizo saltar:
-¡Hola! ¿Por qué tienes un gato en el cuello?
-¡Ay! -gritó la niña, que con la impresión casi se va de
espaldas. Robinson Crusoe al encontrar una huella humana
en su isla se habría asustado menos que ella, al oír otra voz
en aquellas soledades.
Ahí, junto a un árbol, sonriéndole como si se hubieran
encontrado en la plaza, estaba Kalfukura.
-¿Y tú cómo llegaste hasta aquí? -preguntó Maika, atóni-
ta-. Casi me matas del susto.
-Vine con mi familia -contestó el niño con simpleza-. ¿Por
qué tienes un gato en el cuello?
-Pues… porque le gusta estar ahí. Es mi gato. Se llama
Nahuel.
-¿Y subiste con él? Nunca había visto que alguien trajera
un gato. Le queda bien el nombre. Es tan grande que casi pa-
rece un tigre -dijo Kalfukura, contemplándolo con admiración.
-No es grande, es gordo -ladró Mozart-. Son dos cosas
completamente distintas.
-¿Trajiste al perrito blanco también? -preguntó Kalfukura,
que se puso a hacerle cariño-. Qué bonito es. Me gustan
mucho los perros.
-Los llevo a todas partes -contestó Maika, que todavía lo
contemplaba con asombro-. Oye, sí que me asustaste. No
pensé que iba a encontrar a alguien aquí, tan lejos de todo.
Con lo que cuesta subir…
-No estamos tan lejos. Lo que pasa es que no estás acos-
tumbrada. A los huincas les hace mal la altura.
-A mí no me hace mal la altura -se indignó Maika-. Y ya
te dije que no soy huinca.
39
Anna Blú Andalién
-¿Para qué juntaste tantos piñones? -preguntó entonces
Kalfukura, señalando el montón que Maika tenía a sus pies-.
De ésos no sirven.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué no?
-Porque son los que dejó la gente que vino a piñonear
antes. Están pasados y los animales ya los han abierto,
¿ves? -Le mostró uno que estaba partido en la base, lo
que Maika no había notado. Y apuntó hacia las enor-
mes copas de los árboles-. Los que quedan buenos están
allá arriba todavía. Pero ahí sólo las cachañas pueden
llegar.
-¿En serio?
Maika se dejó caer al suelo con desánimo. Kalfukura la
miró extrañado.
-¿Tanto te gustan los piñones?
-Ajá. En mi casa hay un pehuén, pero nunca ha dado
piñones, no sé por qué.
-Porque debe ser el único -Kalfukura escogió con cuidado
las palabras para explicarle. Se notaba que el tema tenía
importancia para él-. Hay pehuenes machos y hembras. Tie-
nen que juntarse las flores de los dos para que haya frutos.
Tu árbol está solo.
-Sí -dijo Maika, pensativa-. Eso debe ser. ¿Cómo lo dices
en mapudungún?
-Pehuén fuchá, nuestro antiguo padre y pehuén kushé,
nuestra antigua madre –contestó el niño.
-Pehuén fuchá, pehuén kushé -repitió Maika.
Las palabras parecieron flotar en el aire y reverberar má-
gicamente al sol. Kalfukura parecía impresionado. La miró
atentamente. Ya no como a un bicho raro, sino con una
expresión distinta.
-Bueno -dijo Maika por fin, levantándose-, si estos piño-
MAIKAY LA KALFUMALÉN
40
nes no sirven, creo que mejor voy a volver donde Segundo.
Ya debe estar lista la comida. Tengo hambre.
A la mención de Segundo, Kalfukura pareció alarmarse.
No olvidaba los rudos gritos del hombre.
-¿Anda cerca? -preguntó mirando para todos lados.
-Sí, pero no te preocupes. Ya se le pasó el enojo. La ver-
dad es que no lo había visto nunca así. Aunque se taimó de
nuevo cuando apareció esa niña tan rara con manto azul.
-¿Azul? -Kalfukura la miraba con ojos como platos.
-Sí, estaba en la vertiente. Segundo no alcanzó a verla,
pero yo sí. Oye, ¿me puedes contar tú qué es eso de la
kalfumalén?
-¿Kalfumalén?
-Uf, ¿vas a repetir todo lo que digo? Segundo dice que la
niña que vi era una kalfumalén, pero después no hubo caso
de sacarle nada más. Eso significa niña azul, ¿no?
Esperó con ansiedad la respuesta, pero Kalfukura no dijo
nada. La miraba con la boca abierta. Su expresión era tan
divertida que Maika se echó a reír.
-Ahora tienes la misma cara que Segundo. Todo esto es
muy gracioso.
Sin embargo, Kalfukura meneó la cabeza con gran se-
riedad.
-No, te equivocas. Es muy importante. Significa que mi
abuela tenía razón.
Sin previo aviso, la tomó de la mano. El contacto de su
palma era duro, pues los pehuenche tienen la costumbre de
incluir a los niños desde muy temprano en las labores del
campo, y éstos se sienten orgullosos de ayudar en la fami-
lia. Ante esos dedos callosos, Maika tuvo un movimiento de
rechazo, pero se dominó.
41
Anna Blú Andalién
-Creo que deberías hablar con mi abuela -dijo Kalfuku-
ra, que notó su reacción, pero no pareció ofenderse-. Ella
puede explicarte mejor que yo todo lo que quieres saber.
Estamos más abajo.
-Me gustaría, pero no puedo. Si desaparezco de nuevo,
Segundo no me perdonará jamás.
-Tu abuelo le mandó que no te mezclases con nosotros
-explicó el niño-. Lo escuché decírselo a mi abuela. Pero ya
es demasiado tarde. No es culpa de él.
Maika permaneció inmóvil. De pronto sentía frío en el
corazón. Era una sensación a la que estaba acostumbra-
da. Sobre todo por las noches, cuando recordaba a su
padre o se preguntaba acerca de su madre. Era miedo.
Y la seguridad de que había en su vida algún tipo de mis-
terio que la hacía distinta a todos los otros niños, como si
sólo ella hubiese nacido con un órgano que a los demás
les faltaba.
Kalfukura esperó largo rato. Al ver que la niña no se mo-
vía, le soltó la mano lentamente.
-Si no quieres venir, está bien. Nadie puede obligarte.
Hizo una pausa. Como ella seguía sin decir nada, se
metió las manos en los bolsillos. Era evidente que estaba
decepcionado, pero trataba de no dejarlo ver.
-Ya me tengo que ir -dijo-. Peukayael.
Dio media vuelta y comenzó a bajar hacia la quebrada
con gran rapidez. A pesar de lo pequeño que era, se mo-
vía con seguridad. Pronto se perdió entre las rocas. Maika,
recordando su dolor de piernas, se dejó caer otra vez al
suelo. Se sentía desanimada. Nahuel trepó enseguida a su
cuello. Mozart se acostó a su lado, apoyándole la cabeza
sobre las rodillas. Ambos la miraban con sus grandes ojos
redondos y fijos.
-No me miren así. Esta es una estupenda oportunidad
MAIKAY LA KALFUMALÉN
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para quedarse callados. Por favor no la dejen pasar -les
pidió Maika.
-Pues esta era una estupenda oportunidad para tener la
aventura de tu vida y tú la dejaste pasar -dijo Mozart.
-Piensa que no irás al cine en todo el verano. Seguro que
esto es, lejos, lo más interesante que puede pasarte -agregó
Nahuel-. Desde ayer que estás preguntando por la kalfuma-
lén: aparece este niño de la nada para aclarar el misterio y
paf, tú te echas hacia atrás.
-Yo creía que eras valiente y aventurera -dijo Mozart.
-Pues se equivocaron -dijo Maika, aburrida, amarrándose
el cordón de un zapato que se le había soltado-. Sólo soy
valiente cuando no puedo evitarlo. Y ahora muévanse, que
el almuerzo nos debe estar esperando.
Ni Nahuel ni Mozart contestaron. Extrañada por su si-
lencio, Maika levantó la vista. Ambos estaban muy quietos,
mirando en dirección a la quebrada.
-Bueno -dijo Mozart, moviendo la cola-. Me parece que
ahora no vas a poder evitarlo.
Allá arriba, inmóvil en medio de la corriente, como si
estuviera suspendida sobre el agua, estaba la niña azul.
Miraba hacia ellos.
43
¡CORRE, MAIKA, CORRE!
M
aika pestañeó para asegurarse de que veía bien.
No había equivocación posible. La figura, como la
vez anterior, parecía confundirse bajo el brillo del
sol. Ahora vio que se debía a la multitud de gotitas de agua
que salpicaban su manto y lo volvían iridiscente. Fuera de
eso, parecía una niña perfectamente normal. Sólo la distan-
cia no dejaba verle la cara.
-Ah, la flauta. Ahí está otra vez. ¿Ustedes la ven también,
verdad? -preguntó Maika.
-Claro. La pregunta es: ¿qué hacemos? –replicó Mozart,
moviendo la cola con más energía que nunca.
Por toda respuesta, Maika echó a correr.
-Pronto lo vamos a averiguar -contestó Nahuel, saltando
detrás de ella.
Pero la niña no corría hacia la quebrada, sino que
bajaba a toda velocidad, siguiendo el rumbo por donde
había desaparecido Kalfukura. No estaba acostumbrada
al terreno: resbaló un par de veces y se peló un codo.
Pero no se detuvo. La soledad era absoluta. Sólo arbustos
y piedras. Cuando ya empezaba a desesperarse, vio de
pronto, entre el gris de las rocas, la camisa a cuadros
MAIKAY LA KALFUMALÉN
44
rojos que llevaba el niño. El corazón le dio un brinco de
alegría.
-¡Kalfukura! ¡Espérame!
Él dejó de caminar. Su sonrisa era radiante.
-Estaba seguro de que lo ibas a pensar mejor -dijo cuan-
do Maika llegó junto a él.
Pero ella no lo dejó seguir.
-Tienes que venir ahora mismo. Después te explico.
Sin una sola palabra, el niño dio la vuelta y empezó a
desandar camino. Maika sintió un impulso de agradecimien-
to. ¡Qué fácil era entenderse con él! No se hacía problemas
por nada.
Kalfukura, en tanto, trepaba hábilmente de roca en roca.
Se detenía a veces, para ayudarla en las partes difíciles.
Mozart, en quien parecía haber despertado por fin el espí-
ritu guerrero escocés, iba adelante mostrándoles el camino.
Por fin se detuvo. Su cola se agitaba como una bandera en
dirección a la quebrada. Kalfukura miró a Maika, interro-
gante.
-Allí -dijo ella simplemente, apuntando a lo lejos.
La kalfumalén no se había movido de su sitio. Parecía
estar esperándolos. Su manto ondulaba detrás de ella con
el viento. Kalfukura escudriñó en dirección a la mano de
Maika.
-¿La ves? -preguntó ella-. Ahí, en el salto de agua. Parece
que estuviera parada sobre la nada.
-Claro que no la veo -dijo el niño con tranquilidad-. Pero
si dices que hay alguien ahí, te creo.
-Es la niña azul otra vez -dijo Maika, sorprendida-. Mo-
zart y Nahuel también la ven.
-Te creo -repitió el niño-. ¿Qué quieres hacer?
45
Anna Blú Andalién
Maika no contestó. Vio que la kalfumalén inclinaba la
cabeza, como si también ella se preguntase qué iba a su-
ceder.
-No sé -dijo al cabo de un rato, perpleja-. No entiendo
nada. ¿Por qué nosotros podemos verla y tú no? ¿Quién es?
¿Está viva?
-Por supuesto que está viva -sonrió Kalfukura-. Tan viva
como el río o los árboles. Por eso los animales y las plantas
reaccionan cuando ella está cerca. Pero hace mucho tiem-
po que nadie veía una. Mi abuela dice que, cuando niña,
conoció a una ñaña muy viejita que se había encontrado
con una kalfumalén en la vertiente. Le ayudó a encontrar las
hojas de ñamkulawén que andaba buscando para hacerle
remedio a su madre, que estaba muy enferma. Y aunque
después regresó muchas veces al mismo sitio, nunca volvió
a verla.
Maika abrió la boca para preguntar de nuevo, pero Mo-
zart no le dio tiempo.
-¡Miren! -ladró.
La niña bajaba con delicados pasos. Maika imaginó por
un instante que, a cada movimiento de su pie, surgía una
piedra bajo la corriente para sostenerla. Era como si des-
cendiera por una escalera de agua. Pronto estuvo apenas a
unos metros de ellos.
-Huesos y galletas -dijo Mozart, metiéndose entre las pier-
nas de Maika-. Esto se puso brígido.
-¿No irá a convertirnos en piedra o algo así, verdad?
-bufó Nahuel, con los pelos del espinazo hechos un esco-
billón.
-No creo -murmuró Maika, con los ojos clavados en la
figura que se acercaba-. Ustedes eran los que querían ser
valientes y aventureros.
-Quién quiere ser valiente -contestó Nahuel, aplastándose
MAIKAY LA KALFUMALÉN
46
contra el suelo-. Yo lo que quiero es conocer alguna gatita
simpática y tener dieciocho hijos.
Kalfukura los observaba en silencio, consciente de que
algo sucedía.
La kalfumalén se detuvo por fin a pasos de Maika. Eran
casi de la misma estatura. La niña pudo ver su cara pe-
queña y dulce, de grandes ojos. Su manto relucía como
el lucero del alba; no era sólo efecto del agua o la dis-
tancia. El corazón le dio un salto. Una sensación des-
conocida la inundó. Fue como recibir un gran abrazo o
arrimarse al fuego tras haber pasado muchas horas bajo
la lluvia. Estiró instintivamente la mano hacia ella. Estaba
a punto de meterse al agua cuando vio que la niña le
daba la espalda y empezaba a subir de nuevo, con su
paso elástico.
-¡No! -A Maika se le quebró la voz.
-¿Qué pasa? -preguntó Kalfukura.
-Se va otra vez. ¡Espera! –gritó.
-No se ha ido -terció Mozart, que había seguido muy
atento la escena-. Está ahí, en esa roca. Te está esperando.
La kalfumalén, en efecto, se había detenido sobre una
saliente cercana. Estaba tan quieta que parecía formar
parte de la roca misma. Miró hacia ellos y luego hacia la
montaña.
-Quiere que la sigas -dijo Nahuel-. Esto no me gusta
nada.
-A mí tampoco -agregó Mozart-. Deberías preguntarle
primero a este niño. Todavía no sabes si nos puede hacer
algún encantamiento o algo así.
-La vamos a perder -se impacientó Maika-. Kalfukura,
¿puedes acompañarme? Eres el único que conoce la mon-
taña.
47
Anna Blú Andalién
-Claro -contestó el niño con su tranquilidad habitual-. A
eso vine.
-Vamos entonces -dijo Maika, agarrándose con decisión
a una mata de quinchamalí para empezar a subir. Las ra-
mas, muy duras, le rasparon las manos, pero ella apenas lo
notó. Sólo estaba pendiente de la figura azul que esperaba
allá arriba. Tenía miedo de que fuera a desaparecer en la
claridad del mediodía.
-Yo iré adelante -decidió Kalfukura-. Tienes que afirmar el
pie exactamente donde me veas ponerlo a mí.
Kalfukura demostró rápidamente la importancia de ha-
berlo llevado. Trepaba con increíble rapidez, a pesar de
que ni siquiera iba con buenos zapatos. Gracias a él no
perdieron el rastro de la niña azul, que subía sin esfuer-
zo. Parecía haberse olvidado de ellos. Sólo el brillo de
su manto permitía distinguirla de vez en cuando entre las
rocas.
La subida era tan dura que, al cabo de media hora,
Maika comenzó a preguntarse si aquel brillo que sólo
ella distinguía no sería producto de su imaginación, o
simplemente el sol sobre el agua. La cara le chorreaba
de sudor y su dolor de piernas había vuelto peor que
nunca. No había posibilidad de volver a bajar. Soltar-
se equivalía a dejarse caer al fondo del barranco. Si
no hubiera sido por Kalfukura, que sabía encontrar las
grietas justas para agarrarse y la sostuvo varias veces,
Maika se habría despeñado. Mozart y Nahuel se las
arreglaban mejor, pero ambos jadeaban y tenían las
patas partidas. Por fin, cuando la niña pensaba que le
sería imposible mover un solo músculo más, alcanzaron
una planicie. Un bosquecito de araucarias crecía en
medio de ella.
-Pehuenentu -murmuró Kalfukura, izando a Maika-. Llega-
mos a otra pinalería.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
48
La niña no contestó. Estaba tan agotada que quedó tendi-
da ahí mismo, sobre los rastrojos de pasto que crecían entre
las rocas. Nahuel y Mozart se desplomaron junto a ella.
-Aquí no -dijo Kalfukura, obligándola a levantarse-. De-
ben ponerse a la sombra. Además, hay cóndores. No es
seguro para tus animales.
Maika se dejó conducir hacia los árboles. Ahora, un te-
rrible dolor de brazos se sumaba al de las piernas. Apenas
podía moverse. Después de ayudarla, Kalfukura transportó,
uno bajo cada brazo, a Nahuel y a Mozart, que llevaban
la cola muy baja.
Maika miró hacia el bosque, en busca de la kalfumalén.
Pero ésta parecía haberse esfumado. Descubrió en cambio
varios cóndores, planeando allá arriba. Los cóndores y las
araucarias eran los únicos gigantes que compartían las altas
cumbres, mucho antes de que el hombre hubiese aparecido
en la cordillera. Dejó caer la cabeza sobre el pasto.
-No veo a la kalfumalén por ninguna parte -suspiró-. Aun-
que tal vez sea mejor. No soy capaz de seguir.
-Eres buena subiendo -dijo Kalfukura-. Me sorprendiste…
-Para ser huinca -completó Maika.
Ambos se echaron a reír a carcajadas. De pronto, Maika
se dio cuenta de que se sentía a sus anchas. Tenía la cara y
las manos casi desolladas, no podía andar y estaba en me-
dio de la montaña, sin equipo ni comida, con un niño que
apenas conocía del día anterior, en busca de algo que bien
podía ser nada. Y, sin embargo, su corazón estaba liviano
como un pájaro.
Kalfukura la dejó para ir a buscar piñones. Maika lo vio
detenerse junto al tronco más grande y pedir permiso al
ngen del bosque por el alimento que iban a tomar de él.
Mozart, que tenía hambre, lo siguió penosamente y ayudó
a pelar, a dentelladas, buena parte de los frutos recogidos.
49
Anna Blú Andalién
Maika, por su parte, encontró refugio bajo una roca gran-
de. Todos se trasladaron allí a descansar y a comer los pi-
ñones que, aunque crudos, aliñados con el hambre sabían
muy bien. Kalfukura, después de registrar concienzudamente
los alrededores de la quebrada, había vuelto también con
unas bayas que Maika no había visto nunca, de un arbusto
llamado trüng trüng, y con tallos de nalca, que daban un
jugo delicioso y nutritivo. Parecía tan lleno de recursos que
Maika, cuyo cansancio le impedía ayudar, se contentó con
observarlo mientras recogía ramas de radal para tapar la
entrada del improvisado refugio.
-¿Cuántos años tienes, Kalfukura? -le preguntó con curio-
sidad.
-Voy a cumplir nueve esta semana -contestó el niño. Y
agregó un viejo dicho pehuenche-. Ya sé venir solo al bos-
que.
Quería decir que ya era grande, por lo que se bastaba
a sí mismo para conseguir alimento y refugio. Como sus ma-
yores, sabía leer directamente en el libro de la naturaleza.
Maika se sacó la cortaviento y la dobló bajo su cabeza.
La comida, unida al cansancio, había hecho que le bajara
un sueño fulminante. Sin embargo, luchó por mantenerse
despierta. Su mente no se había apartado de la niña azul.
-Kalfukura, cuéntame ahora lo que sabes -pidió-. Sin guar-
darte nada.
Él se sentó junto a ella. Parecía haber estado esperando
ese momento. Sus dedos jugaban con una rama de trüng
trüng, mientras la miraba pensativo. Maika le dedicó una
sonrisa para animarlo.
De golpe, Kalfukura se decidió.
-Hace mucho tiempo, tanto que sólo las piedras saben
cuánto -empezó su historia-, existió entre los primeros ma-
puche una niña que era ayudante de Ngenechén, el gran
MAIKAY LA KALFUMALÉN
50
padre de todo lo que existe. Ngenechén tomó del río parte
de su corazón azul para ponerlo en el pecho de la niña.
De la montaña salió ella, dicen, para cuidar de los mapu-
che, que vivían en un mundo tan nuevo que las cosas aún
no tenían nombre. Los ayudaba a que las cosechas fueran
buenas, los sanaba de sus enfermedades y les multiplica-
ba los hijos. Ellos, agradecidos, le hacían ofrendas en sus
ceremonias. La niña les dio también un regalo maravilloso,
para que nunca la olvidaran: fundió las piedras con luz de
luna bajo un cerro, e hizo crecer el árbol de la plata. De
ahí en adelante las mujeres mapuche tuvieron joyas con qué
adornarse.
Hizo una pausa. A pesar del sueño, Maika había se-
guido atentamente la historia. Kalfukura era muy bueno na-
rrando. Había crecido oyendo relatos junto al fogón, según
la costumbre entre los suyos que cultivaba la memoria y el
küme dungún, expresarse con bonitas palabras.
-Pero sucedió que los mapuche comenzaron a olvidar a
su kalfumalén -siguió Kalfukura-. Ya no la querían como an-
tes. Dejaron de hacerle ofrendas. La niña azul se puso tan
triste que se volvió una nubecita blanca y muy pronto el cielo
se ennegreció y llovió. Mucho llovió, dicen los antiguos, has-
ta que toda el agua de su corazón regresó al río. La comida
empezó entonces a faltar, los animales nacían enfermos y el
árbol de la plata se secó. Asustados, los mapuche escogie-
ron entre todas las familias a la niña más hermosa y la lle-
varon a la montaña, como ofrecimiento a Chao Ngenechén
para que perdonase la ingratitud de sus hijos.
-¿Qué pasó entonces? -bostezó Maika.
-La niña escogida entró en la montaña por una grieta
que hoy está tapada por un cerro. Se quedó a vivir ahí,
para que nunca faltase una kalfumalén entre nosotros. Por
eso los mapuche miramos siempre hacia la cordillera, ha-
cia los ríos, porque desde ahí nos viene la protección. Sin
embargo, la niña cada vez se deja ver menos, porque los
51
Anna Blú Andalién
hombres han gastado la tierra. La ñaña de la que te hablé
fue la última que la vio. Murió cuando mi abuela era joven.
Se había hecho machi para ayudar a sanar gente. Le dijo a
mis abuelos que cuando joven tuvo un perimontun.
-¿Qué es eso?
-Ustedes lo llaman una visión. Sólo las machis la tienen.
-¿Y por qué se lo dijo a tus abuelos? –volvió a preguntar
Maika, que luchaba por mantener los ojos abiertos. A su
lado roncaban ya Mozart y Nahuel, con la barriga repleta
de piñones.
-Mi abuelo es el lonco de la comunidad -contestó Kalfuku-
ra-. Él y la machi son nuestras máximas autoridades. Ella le
contó a mis abuelos cómo había visto que una niña bebería
de un cántaro azul y sería capaz de traer de vuelta a la
kalfumalén, para ayudarla a combatir un grave peligro que
amenazaría a la comunidad. El perimontun era muy fuerte,
dijo, y se repitió muchas veces a lo largo de su vida. Sin em-
bargo, pasaron los años, ella murió y nunca ocurrió nada…
Hasta que llegaste tú.
Hizo una pausa significativa, pero Maika no dijo nada.
Kalfukura se dio vuelta a mirarla: la niña dormía respirando
pesadamente. Tenía oscuras manchas de cansancio bajo
los ojos y el pelo pegado a la frente por el sudor. Era la
imagen misma del agotamiento.
Kalfukura se tendió con cuidado a su lado, para no des-
pertarla. También él estaba muy cansado. A pesar de que
estaba acostumbrado a los ejercicios pesados, la subida
había sido muy dura. La piedra bajo la cual se refugiaban
daba una agradable protección contra el viento y el sol.
Muy pronto se quedó dormido como los otros.
No supo por cuánto tiempo, pero el sol comenzaba a
desaparecer cuando algo lo hizo despertarse alarmado. Al
principio creyó que había sido algún un animal. Luego se
MAIKAY LA KALFUMALÉN
52
dio cuenta de que provenía de muy cerca: Maika, a su
lado, se agitaba en un sueño inquieto. Tenía los puños apre-
tados. Sus sollozos y el rechinar de sus dientes eran aquel
ruido raro que lo había despertado. Debía estar soñando
algo muy malo.
Kalfukura iba a despertarla cuando ella se dio vuelta y la
oyó murmurar en un idioma conocido. Puso atención. Volvió
a oírla llorar y a repetir, esta vez con voz clara: Ñi piwke
weñanküley. Triste está mi corazón.
53
LAS CICATRICES DE LA
MONTAÑA
M
aika no tuvo conciencia de haber cerrado los ojos.
Más bien era como si hubiese pasado a través de
una puerta blanca hacia un paisaje que ya cono-
cía muy bien: la muralla de árboles, el latido del río, la mon-
taña en todo su mágico esplendor. Caminó pisando con una
seguridad nueva. Pronto se encontró dentro del bosque. Y
allí donde el aroma de las hierbas medicinales se hacía más
intenso, se detuvo por fin: sentada en medio de un pequeño
claro, estaba la kalfumalén.
Maika sabía lo que tenía que hacer. Se arrodilló frente a
la niña azul y le alargó ambas manos, que aún mostraban
las heridas de la escalada. Ella sonrió compasivamente.
Apoyó sus manos sobre las de Maika. Cuando las retiró,
ésta vio que ahora tenía las palmas de las suyas cubiertas
de una pasta vegetal, cuyo olor le recordó las hojas del
quinchamalí. Casi enseguida comenzó a notar el alivio en
la piel lastimada.
-Pronto ya no sentirás dolor –dijo la kalfumalén. Su voz
era como Maika la había imaginado, un cristalino fluir de
agua.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
54
-¿Qué debo hacer? –preguntó, y su propia voz le sonó
áspera y desafinada en comparación con la de la niña azul.
-Ven conmigo -contestó la kalfumalén, poniéndose de pie.
Maika la siguió. También sus pasos le parecieron torpes
y pesados comparados con los de la niña azul, aunque
notó que ahora podía moverse con una soltura distinta,
como si el bosque y ella fueran viejos amigos. No sentía
cansancio. Por primera vez en su vida era parte de algo
perfecto. Su corazón se movía al mismo ritmo de los de-
más corazones que la rodeaban. Por fin, la kalfumalén
se detuvo. Habían llegado a la cima más alta de todas.
Desde ahí era posible distinguir el verde eterno del bos-
que tapizando las cumbreras de los cerros, hasta donde
se perdía la vista. La niña azul extendió el brazo, bajo su
manto refulgente.
-Mira ahí donde baja el río.
Maika siguió la dirección de su mano. En muchos sitios,
junto al brillo del agua, vio enormes desgarrones que mos-
traban sólo roca pelada. Apenas podía creerlo. Vista desde
allí, la montaña estaba llena de cicatrices. Oyó el tropel en-
loquecido de animales que huían, el griterío aterrorizado de
los pájaros y -por encima de todo- los silenciosos estertores
de muchos cuerpos que caían pesadamente, para abando-
nar una vida de belleza apacible, la única vida que habían
conocido siempre.
Repentinamente, Maika se llevó una mano al pecho. Un
dolor inesperado la hizo tambalearse. Ni siquiera sabía que
podía existir una clase de dolor como esa. Abrió desmesura-
damente la boca, tratando de respirar. No veía nada: des-
cubrió de pronto que se había quedado ciega. Sus manos
tantearon el aire, buscando algo a qué agarrarse.
-Ayúdame -suplicó con voz rota-. Me voy a caer. No pue-
do respirar.
55
Anna Blú Andalién
Sintió que la kalfumalén la tomaba de la mano. Su con-
tacto suave y firme contribuyó a tranquilizarla, pero nada
podía calmar la tortura insoportable de ese dolor que la
doblaba en dos. Comenzó a llorar, llena de miedo.
-No llores -dijo la niña azul-. Aún hay tiempo. Todo saldrá
bien.
Atónita, Maika se dio cuenta de que el dolor provenía
de sus raíces. Una a una la desgajaban del suelo. Luego
vinieron terribles hachazos por los que comenzó a manar la
savia tibia, llevándose la fuerza que la mantenía agarrada a
la vida. Sintió que su corazón de árbol ya no podía soportar
ese suplicio. Era inútil seguir resistiendo. Con un débil grito,
se preparó para caer.
-Este es el secreto de tu fuerza -dijo entonces la kalfuma-
lén. E inclinándose, susurró unas palabras en su oído.
-¡Maika! ¡Despiértate, Maika!
De pronto, salido de la nada, vio el rostro de Kalfukura
que la miraba preocupado.
-¿Estás bien?
Maika se tocó la cara. La tenía sucia y llena de lágrimas.
-Tuve un sueño horrible. Era muy real.
El niño la ayudó a incorporarse. Mozart le lamió solíci-
tamente la cara y Nahuel se le acurrucó en los brazos. Su
ronroneo resultaba tranquilizador.
-Tuviste un pewma -dijo Kalfukura-. Pero tuve que desper-
tarte porque llorabas demasiado.
-Pewma -repitió Maika-. No sé qué es eso.
-Los pewma son los sueños. Sólo que para nosotros son
muy importantes. Para los mapuche, los sueños vienen del
futuro y no del pasado. Tu pewma te anuncia lo que va a
suceder.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
56
Maika se quedó mirándolo. Su mente trabajaba a toda
velocidad.
-¡Ya sé! -exclamó de pronto, tan fuerte que Nahuel, asus-
tado, huyó-. En mi pewma estaba la kalfumalén.
-¡No debes contármelo! -la interrumpió Kalfukura, horro-
rizado-. Jamás se le dice tu pewma a nadie. Si no, nunca
podrás cumplirlo. Y una persona que no cumple sus sueños
es un muerto en vida. Así creemos nosotros.
Maika pensó unos instantes.
-Entonces, ven conmigo -decidió, poniéndose de pie. Se
sentía débil y mareada, pero resistió hasta que la sensación
hubo pasado. Echó a andar con toda la rapidez de que era
capaz en dirección a la parte más despejada de la cumbre.
-Ya sé por qué la kalfumalén nos trajo hasta aquí. Desde
esta altura es la única manera de ver -le explicó, cuando
llegaron a un promontorio-. Sube tú, que eres el experto en
escalamiento.
Ni muerta hubiera reconocido que las piernas no le
respondían. Kalfukura subió con su habitual facilidad. Las
pocas horas de sueño le habían bastado para reponerse.
Maika, en cambio, estaba extenuada.
-¿Qué ves? -le preguntó, una vez que hubo llegado arriba.
-Pues… -El niño parecía confundido-. ¿Qué se supone
que debo ver?
-Tienes que mirar hacia el río -le dijo Maika-. No el cajón
por el que subimos, sino otro río. Sé que hay uno muy cerca
de aquí.
-Claro, el Ñirreweco. Va a dar al Queuco -dijo Kalfukura,
antes de enfocar la vista. De pronto dejó caer los brazos y
se quedó mirando. Tanto rato estuvo inmóvil, que Maika le
tiró piedritas, impaciente.
-No te quedes pegado. ¿Encontraste algo?
57
Anna Blú Andalién
En vez de responder, Kalfukura bajó. Su expresión era
indescriptible.
-Están cortando el bosque cerca del río -dijo con desma-
yo-. No pueden hacer eso. Se supone que esta es zona
protegida.
Parecían a punto de saltársele las lágrimas. Un día atrás,
Maika no hubiera entendido que a alguien pudiera afectarle
de ese modo unos árboles menos en el mundo. Ahora sabía
que para los pehuenche, el bosque es todo. Entrega el ali-
mento, surte de medicinas, es fuente de frescor en verano y
de combustible en invierno. Y, por sobre todas las cosas, es
el guardián del espíritu del agua, sin la cual ninguna forma
de vida puede existir. Ella misma había sido parte del bos-
que. Ahora a ella también le afectaba.
-Por supuesto que es zona protegida -dijo con decisión-.
Lo que están haciendo es ilegal. Y súper grave. Tenemos
que movernos rápido.
Kalfukura la miró indeciso.
-No podemos bajar a esta hora por donde subimos. Ade-
más, tú no estás en condiciones.
-No vamos a devolvernos -dijo Maika-. Eso tomaría de-
masiado tiempo. Muchos árboles deben estar cayendo por
hora. Cada minuto cuenta.
-¿Entonces? -Kalfukura la miró perplejo.
-Tenemos que detener la tala hasta que se pueda avisar a
las autoridades. Y sobre todo no dejarlos escapar.
-¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso?
-¡No sé! -dijo Maika, feliz. Hacía mucho tiempo que no se
sentía tan entusiasmada-. Lo averiguaremos en el momento.
Para su sorpresa, Kalfukura pareció satisfecho con la res-
puesta. A pesar de sus patas doloridas, también Mozart y
Nahuel se mostraron emocionados.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
58
-¡Siempre he querido perseguir ladrones! -ladró el perrito,
moviendo la cola resueltamente-. Soy un terrier con vocación
de pastor alemán.
-Yo también quiero ser un guardián de la ley. Sólo que no
puedo dejar de acordarme del budín de atún que prepara
Carmen -dijo Nahuel, que en dos días parecía haber perdi-
do su aspecto gordo y lustroso.
Maika los abrazó a ambos.
-Bueno, son muy valientes en acompañarnos. Les prometo
que encontraremos algo de comer.
-Por eso no se preocupen -aseguró Kalfukura, que estudia-
ba el cielo-. Pero deberíamos irnos ahora mismo, si quere-
mos llegar abajo a tiempo de encontrar un refugio. Todavía
quedan unas dos horas de luz.
-¿Tan cerca estamos? -preguntó Maika, sorprendida.
-Por el camino que tú me mostraste, sí -contestó el niño-.
Yo solo no hubiera podido encontrarlo.
-Tampoco fui yo quien lo encontró- empezó a decir Maika.
Una mirada de Kalfukura la hizo detenerse en seco. Y se
quedó callada, por miedo a perder su pewma para siempre.
Iniciaron entonces la marcha, con Kalfukura a la cabeza.
Sin embargo, esta vez Maika sabía exactamente adónde
se dirigían. Empezaba a refrescar. La niña se puso la corta-
viento y se preguntó cómo se las arreglaría Kalfukura, que
andaba sólo con camisa. Pero éste no parecía preocupado
en absoluto. Bajaron a paso forzado. Maika se movía con
gran seguridad a través del bosque, que se iba haciendo
más denso a medida que bajaban. Incluso Kalfukura, que
solía hacer de guía para los turistas, quedó admirado.
Por fin se detuvieron en un pastizal. Ahí descansaron.
Kalfukura se dirigió hacia un bosquete de radales, en bus-
ca de ramas con qué construir un refugio y hacer fuego.
Maika se puso a juntar piñones para gran alivio de Mozart
59
Anna Blú Andalién
y Nahuel, cuyas barrigas llevaban mucho rato gruñendo.
Tuvo la suerte, además, de encontrar matas de llaweñ, la
sabrosa frutilla silvestre que es la felicidad del viajero de la
cordillera. La niña recolectó también hojas tiernas de los
quinchamalíes que crecían entre las rocas y varias piedras
grandes.
Para cuando Kalfukura regresó, estaba muy ocupada mo-
liendo las hojas sobre una piedra plana y comiendo frutillas,
más pequeñas pero más dulces que las tradicionales. A su
lado, Mozart partía piñones. Su estilo no era muy elegante,
pero resultaba sumamente efectivo.
Kalfukura dejó caer las ramas al suelo. Se puso a entrela-
zarlas a toda prisa, con manos hábiles.
-Come -le dijo Maika-. Después no tendremos tiempo.
El niño no se hizo repetir la invitación. Comenzó a masti-
car ávidamente los piñones, aunque sin dejar de trenzar las
ramas.
-No sabía que conocías los llaweñ -dijo con la boca lle-
na-. No es fácil encontrarlos.
-No los conocía -dijo Maika con una sonrisa-. Pero se
supone que no tengo que hablar de eso.
Había terminado de moler las hojas. El resultado era una
pasta gruesa, pardusca, que la niña se aplicó sobre las pal-
mas de ambas manos, que tenía casi en carne viva. Cubrió
con ella también las maltratadas patas de Mozart y Nahuel.
-Deben quedarse quietos al menos un rato -les advirtió.
-Por eso no hay problema. No quiero volver a caminar
en toda mi vida -dijo Nahuel, que tras el festín de piñones
descansaba cómodamente echado sobre la hierba.
-También queda para ti, si quieres aliviarte las manos
-agregó Maika, en dirección a Kalfukura-. Pero tenemos que
apurarnos. Falta menos de una hora para que sea de noche.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
60
El niño, acostumbrado a leer la hora en el cielo, se dio
cuenta de que el cálculo era exacto. No perdió tiempo en
preguntas inútiles.
-¿Qué es lo que piensas hacer? -se limitó a decir.
-Dejar hecho el refugio, pero sin prender fuego todavía
-contestó Maika prontamente-. Ahí, al otro lado de esas
lengas, está el lugar donde guardan los árboles cortados.
Seguramente los bajan después por el río. No podemos
prender fuego porque nos verían. Tenemos que ir a hacer un
reconocimiento primero.
Kalfukura aceptó las indicaciones con su docilidad acos-
tumbrada. Ayudado por Maika, armó una ramada y la
asentó en el hueco que formaba una roca cerca de unos
troncos caídos.
-Estaremos un poco estrechos, pero así será más fácil
mantener el calor -dijo al final. Se sacudió las manos y la
ropa-. Ya estoy listo. Vamos.
-Nosotros también estamos listos -dijo Mozart, levantán-
dose de un salto y despertando a Nahuel, que dormía en-
roscado junto a él.
-Ya les dije que ustedes se quedan acá -los detuvo Maika-.
Métanse en el refugio y aprovechen de curarse las patas,
porque las van a necesitar después.
Ambos se quedaron tan alicaídos, que Maika tuvo que
consolarlos:
-Sólo vamos a dar un vistazo y luego volveremos. Les
prometo que no se van a perder de nada.
-Siempre y cuando no les caiga un tronco encima -contestó
Nahuel, que parecía desanimado-. ¿Qué pasa si no vuelven?
-Detesto decirlo, pero tiene razón –ladró Mozart-. No sa-
bes con qué clase de delincuentes te vas a encontrar. Puede
ser peligroso. Nos necesitas.
61
Anna Blú Andalién
-Maika, vamos -la urgió Kalfukura, que ya había comen-
zado a caminar-. Dentro de poco no habrá nada de luz y
estaremos en problemas para encontrar el camino de vuelta.
Sin más, Maika echó a correr, dejando a su perro y a
su gato de pésimo humor. Alcanzó a Kalfukura y ambos
caminaron sin hablar, tratando de avanzar lo más rápida y
silenciosamente posible.
Pasadas las lengas, el paisaje se volvía casi impenetra-
ble. Sólo el rumor del río, filtrado por los árboles, dejaba adi-
vinar que poco más allá se terminaba el terreno. De pronto,
Maika tocó a Kalfukura en el brazo, mostrándole algo más
adelante. El niño asintió. En medio de la compacta masa
verde se veía una construcción, hecha con medios troncos
en bruto. Habría pasado inadvertida entre los árboles si no
hubiera habido una fogata dentro. Les llegó también el débil
sonido de una radio a pilas.
Los dos niños se aproximaron con mucha precaución a
la parte de atrás de la cabaña. Las junturas eran toscas y
les permitían ver perfectamente el interior. Había un hombre
durmiendo en el suelo, cerca del fuego, con la cabeza ta-
pada por su chaqueta. Sus ronquidos atravesaban la rústica
pared. Otro hombre, sentado a su lado, tomaba mate, con-
templando las llamas con expresión sombría.
Maika y Kalfukura esperaron largo rato, consultándose
con apretones de mano, pues estaba ya demasiado oscuro
para ver algo. Pasaba el tiempo y las rodillas comenzaban
a dolerles. Maika iba a susurrarle a Kalfukura que regresa-
ran cuando de pronto entró un hombre alto, con una caza-
dora de cuero. Por la seguridad de sus ademanes, y por
la rapidez con que el hombre del mate se puso de pie, se
notaba que era el jefe.
-Froilán, despiértame a este flojo –dijo el recién llegado,
sin saludar-. No les pago para que estén durmiendo.
El hombre del mate empujó con el pie a su compañero.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
62
Éste tenía el sueño pesado, pues siguió roncando a más y
mejor. Impaciente, el hombre de la cazadora le soltó un pun-
tapié. Sus botas eran gruesas y el otro hombre se incorporó
enseguida, amenazante. Pero cuando vio al de la cazado-
ra, su actitud se volvió rastrera.
-Disculpe, patrón. Buenas noches. Pensábamos que venía
más tarde.
-La hora a la que vengo no es tu problema. Lo que tiene
que preocuparte es la carga que están cuidando. Que sea
la última vez que te encuentro sacando la vuelta.
El hombre puso mal gesto.
-Estamos cansados, patrón. Mire la hora que es. Estuvi-
mos toda la tarde contando troncos.
-Cansados deberían estar a los que les toca cortar y aca-
rrear, y nadie se me queja. Ya me estás aburriendo, Juan. Si
no estás a gusto puedes volverte al lugar del que te saqué.
Al hombre se le avinagró aún más la cara.
-Es que usted no toma en cuenta el riesgo, patrón. Mira
por las suyas nomás.
-No se preocupe, don Ignacio -terció el hombre del mate,
conciliador-. Contamos de nuevo esta tarde y no falta ni
un solo tronco en la primera partida. ¿Vamos a empezar a
cargar mañana, verdad?
-A primera hora, apenas haya luz -contestó el hombre-. Yo
vendré en una hora más, a dejarles los transmisores y darles
las últimas instrucciones. Y preocúpate de que tu primo no
vuelva a fallar, Froilán. Esta es la noche en la que tienen que
estar más despiertos que nunca.
Sin esperar respuesta, salió a grandes pasos.
Maika tocó a Kalfukura en el brazo. Ambos fueron silen-
ciosamente detrás de él.
63
LA OPERACIÓN
KAWELLUKO
A
fuera era noche cerrada. En el bosque todo se veía
negro y amenazante. En otras circunstancias, Maika
habría sentido miedo. Pero ahora su única preocu-
pación era no perder de vista al hombre de la cazadora,
que había encendido una linterna y se dirigía hacia el
río. Oía a su lado la agitada respiración de Kalfukura. De
pronto sintió una nueva presencia. Se le escapó un suspiro
de alivio: a su otro costado brillaba el manto de la niña
azul.
La kalfumalén la tomó de la mano para guiarla. Maika
asió a su vez de la mano a Kalfukura, que ya se había dado
cuenta de que algo sucedía. A partir de entonces avanzaron
con facilidad. El hombre, en cambio, chocaba con toda
clase de obstáculos, tropezando con raíces levantadas o
enganchándose en las ramas. A cada instante soltaba mal-
diciones. Hacía tanto ruido que los niños hubieran podido
seguirlo incluso sin ayuda de la kalfumalén.
De improviso, el de la cazadora se detuvo. El frágil círcu-
lo de la linterna iluminó una tosca armazón de troncos que
parecía ser utilizada como galpón. Adentro se veían rollos
MAIKAY LA KALFUMALÉN
64
de cuerdas, maquinarias y herramientas. Había un caballo
amarrado en la entrada. Maika pudo ver cómo el animal
dilataba las narices en dirección a la kalfumalén. Luego re-
linchó suavemente. Tiró de la rienda una y otra vez, tratando
de soltarse.
El hombre le dio un fustazo en la cara.
-Quieta, bestia estúpida.
Maika tembló de indignación. Ahora deseó no sólo que
pudiesen atrapar al sujeto. También lo imaginó yendo a pa-
rar al río, bajo una rodada de troncos.
El hombre entró en el galpón y estuvo un rato inspeccio-
nando. Luego salió en dirección a la ribera del río. Ahí, tras
la última línea de árboles, los niños distinguieron un cerro de
troncos. Maika sintió que Kalfukura contenía la respiración.
Vieron cómo el hombre de la cazadora daba vueltas en
torno a la enorme pila. Luego sacó una libreta e hizo varias
anotaciones. Parecía muy satisfecho. Por último se dirigió de
vuelta a la barraca, siempre seguido por los niños, y montó
en el caballo. Éste volvió la cabeza otra vez hacia la kalfu-
malén, pero el hombre, sin hacerle caso, tiró con fuerza de
las riendas. Se notaba que tenía mucha prisa. Muy pronto,
caballo y jinete se internaron en la espesura.
-Bueno -dijo Maika, apenas se perdió el rumor de los cas-
cos-, ahora tenemos todo lo que necesitamos saber.
Se dirigió, seguida de Kalfukura, al galpón. La kalfuma-
lén continuaba a su lado, para alumbrarle el camino. La
niña azul se acercó a los rollos de cuerda y se sentó en
ellos. Luego miró a Maika.
-Buena idea -dijo ella-. Kalfukura, ¿qué tal eres cazando
conejos?
Lo vio poner cara de extrañeza.
-¿Sabes cazar con lazo, verdad? -preguntó la niña, quien
había visto a Segundo armar trampas muchas veces.
65
Anna Blú Andalién
-Claro que sí -respondió Kalfukura-. ¿En qué estás pen-
sando?
Cuando Maika se lo explicó, una amplia sonrisa iluminó
la cara del niño.
-Eres una genio -afirmó con convencimiento-. Puro cerebro.
-Pero si no soy yo -comenzó a decir Maika. Entonces vio a
Kalfukura enarcar las cejas y se calló nuevamente a tiempo.
Trabajaron de prisa, pues el hombre de la cazadora ha-
bía dicho que volvería en una hora. Incluso podía tardar
menos. En el galpón había abundancia de material. Aun
así no fue fácil: la noche estaba negra como boca de lobo
y Kalfukura dependía de la ayuda de Maika, quien era la
única que podía ver en la oscuridad. Debían además ha-
blar en voz baja, por temor a que pudiese aparecer alguno
de los hombres que se habían quedado en la cabaña. Sin
embargo, arreglándose como pudieron, pusieron tanto em-
peño que a la media hora habían terminado.
-Ahora al refugio -dijo Maika-. Mozart y Nahuel deben
estar muertos de susto.
Le dio la mano a Kalfukura y cruzaron de nuevo a
toda velocidad el paso de lengas, guiados por la kalfu-
malén. Maika estaba tan cansada que en ocasiones era
Kalfukura quien debía tirar de ella. Pero trató de olvidar-
se de sus piernas y al poco rato estaban de vuelta junto
a la roca donde habían armado la ramada. Mozart y
Nahuel no estaban allí. Maika decidió que los buscaría
más tarde.
-Tienes que hacer fuego ahora mismo -le pidió a Kalfuku-
ra-. Nos queda menos de media hora.
Ninguno de los dos, por supuesto, tenía fósforos. Maika
se había acordado de revisar el galpón, pero no había en-
contrado. Llevó a Kalfukura hacia el montón de ramas. Allí el
niño se demoró, hasta escoger dos palitos que le sirvieran.
MAIKAY LA KALFUMALÉN
66
Uno de ellos tenía un agujero, seguramente hecho por la
humedad o algún gusano.
-Es mejor que ni me hables -advirtió a Maika-. Sé que no
hay mucho tiempo, pero estas cosas no se pueden apurar.
Además, no veo nada. Así es mucho más difícil.
“Más bien di que es imposible”, pensó Maika, pero
se abstuvo de contestar. Vio cómo el niño, siguiendo
el sistema que utilizó probablemente el primer mapuche
que hizo fuego en la cordillera, insertaba un palito den-
tro del agujero del otro y empezaba a girarlo. Así, fro-
tando uno contra otro -repu domo y repu wentru, palo
hembra y palo macho, le llamaban en la lengua- con
gran paciencia, se preparó para ver saltar la primera
chispa en la oscuridad. Pero pasaron muchos minutos y
nada sucedió.
-¿No puedes invocar al ngen del fuego o algo así? -pre-
guntó Maika, desesperada.
Una mirada desdeñosa de Kalfukura fue la única res-
puesta.
-Lo siento -se disculpó ella con humildad-. Ya sé que soy
muy ignorante. Pero es que estamos con el tiempo en contra.
De pronto, vio aparecer detrás de Kalfukura el brillo sua-
ve del manto de la kalfumalén. Ésta se inclinó sobre el hom-
bro del niño y sopló hacia el montón de ramas. Fue un
soplo levísimo, pero se levantó enseguida una llamarada.
Kalfukura tuvo que echarse bruscamente hacia atrás, para
no quemarse la cara.
-Kalfukura…- empezó a decir Maika.
Él la detuvo con un gesto.
-No me digas nada. No quiero saber.
Buscó varias ramas gruesas que había apartado antes.
Tomó dos y las encendió. Dio una a Maika.
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TRIFOLIO DIA DE LA TIERRA.pdf Perdida libertad y educación social. • Pérdida ...
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Maika descubre la montaña

  • 3. Maika y La Kalfumalén Anna Blú Andalién Santiago de Chile, Marzo 2014. RPI: 234.438 ISBN: 978-956-353-718-5 Portada: Marcela Jofré Jorquera Ilustraciones: Francisca Wilkins De la Fuente. Diseño y Diagramación: Gráfica Lom Ltda. Concha y Toro 25 Fonos: (56-2) 672 2236 - (56-2) 671 5612 Impreso en los talleres de Gráfica Lom. Miguel de Atero 2888 - Quinta Normal Fonos: (56-2) 716 9695 - (56-2) 716 9684
  • 4. 3 EL ÁRBOL L a loica cantó temprano. El vuelo de un pilmaiquén, con su pequeño rumor de alas junto a la ventana, despertó a Maika. Permaneció inmóvil en la cama, tratando de recordar dónde estaba. Tras la cortina se veía el paisaje ver- de y azul, doblado de cerros. Una araucaria enorme, que crecía junto a la casa, hacía bailar sus ramas puntiagudas al paso del viento. Entonces se acordó. Era el primer día de vacaciones. Sin embargo, a diferencia de otras veces, no se levantó dando un salto de alegría. Se quedó oyendo el susurro familiar del gran árbol. Llevaba un año sin escucharlo. Sólo reaccionó cuando un extraño alboroto se armó en la entrada de su dormitorio. Corrió a abrir la puerta. Un terrier blanco y un gran gato atigrado entraron al mis- mo tiempo, rodando en un confuso montón. Maika suspiró. -Ustedes dos, ¿por qué tienen que estar siempre discu- tiendo? -¡Él me mordió! -bufó su perro, sacudiéndose indignado. -Sí, pero porque él me rasguñó -dijo su gato. -Tú empezaste -ladró su perro.
  • 5. MAIKAY LA KALFUMALÉN 4 -Basta -dijo Maika, sentándose en la alfombra-. Ustedes siempre al revés. Si continúan peleando, el abuelo los man- dará de vuelta a Santiago. Y entonces sí que me quedaré sola en este lugar. Parecía tan triste que ambos se acercaron inmediatamen- te a ella. Su perro Mozart le lamió la mano. El gato Nahuel se plantó de un salto en su regazo, para frotar su cabeza cariñosamente contra ella. -No estés desanimada -dijo su perro-. Ya verás que lo pasaremos muy bien. Este lugar es fantástico. Sol, bosque, montaña y mucho barro fresco para las patas. Pescaremos en el río. -Mmm, sí, truchas -apoyó Nahuel-. Las asaremos a la pa- rrilla. -Eso era el año pasado, cuando estaba papá -dijo Maika-. Nunca pensé que tendría que pasar un verano sin él. Ya es bastante malo tener que esperar el año completo para verlo. Y ahora las vacaciones sola… -¡Pero si no estás sola! -Mozart movió la cola vigorosa- mente-. Está el abuelo, está Segundo, está Carmen… -Sí, está Carmen -dijo Nahuel con entusiasmo. La coci- nera era su gran aliada. Dos años atrás lo había rescatado del encargado de la lechería, que lo perseguía furioso, y lo había llevado a la casa como un regalo para Maika. Con- servaba desde entonces un ojo de pirata, casi cerrado por una cicatriz- .Nadie prepara los desayunos como Carmen. Hoy tenemos pan de nueces recién horneado, mermelada… -Y un estupendo queso fresco -completó Mozart, que sen- tía debilidad por el queso de fundo. Maika se levantó. -¡El desayuno, de veras! Estoy atrasada. No sé si alcanzo a ducharme.
  • 6. 5 Anna Blú Andalién -Eso no tiene ninguna importancia –dictaminó Mozart. Y por primera vez Nahuel estuvo de acuerdo. Diez minutos después ambos corrían detrás de ella por el largo corredor. “¡La puntualidad es cortesía de los reyes!”, ladraba Mozart alegremente, mientras trataba de no resba- lar en las baldosas recién enceradas. Maika entró en el comedor con la cara roja de tanto fro- társela. Su abuelo estaba sentado a la mesa. -Buenos días, abuelito -murmuró, ocupando su sitio. El abuelo cerró el libro que leía. -La puntualidad es cortesía de los reyes -dijo con su voz grave y sentenciosa. Entró Carmen con un delantal muy almidonado y sirvió la leche. Bebieron en silencio. Carmen cortó un trozo de pan para Maika y le puso mantequilla fresca sin sal. -Después de que termines puedes ir a dar una vuelta por el jardín -dijo-. Cortaremos unos lindos ramos de flores para los jarrones de la casa. -Bueno. -O quizás quieras preparar galletas con la Carmen para la once -intervino su abuelo-. A ella le encanta tenerte en la cocina. -Bueno. El abuelo cruzó una mirada de preocupación con Car- men. La docilidad de su agreste nieta, a quien normalmente era imposible mantener tranquila dentro de la casa, le pare- cía un mal signo. Mucho peor que si Maika hubiese hecho un berrinche o estuviese enfurruñada. -Mira, hijita, sabemos que es muy duro que tu papá no haya podido venir -dijo cariñosamente Carmen-. Él tenía tan-
  • 7. MAIKAY LA KALFUMALÉN 6 tas ganas de verte. Pero cuando se vive en Europa a veces cuesta hacer coincidir el tiempo. Allá están trabajando cuan- do acá estamos de vacaciones. -Ya sé eso, Carmen. No soy tonta. -No le hables así a Carmen -terció el abuelo-. Si hubieras contestado el teléfono, tu padre te habría explicado que está haciendo lo imposible por venir al menos para tu cum- pleaños, a pesar de que está con una gran sobrecarga de trabajo. Maika se removió en su sitio. -¿Puedo levantarme, abuelito? -Pero si ni siquiera te has comido el pan. Y dejaste la mitad de la leche -dijo Carmen. La niña comenzó a deslizarse de la silla. -Es que no tengo mucha hambre. -Vuelve a tu asiento y termina tu leche -dijo el abuelo. Cuando el abuelo hablaba en ese tono, todos en la casa corrían, incluida su nieta. Maika se sentó de nuevo sin chistar. El abuelo carraspeó y juntó sus manos enormes y huesu- das. -No voy a permitir que convirtamos esto en una tragedia. Está prohibido que andes pálida por los rincones o que hagas huelga de hambre. Cuando uno está de vacaciones, tiene la obligación de pasarlo bien. Lamentablemente, yo estoy demasiado viejo para andar saltando montaña arriba contigo. Este lugar ya está tan apartado de la civilización que cada año se hace más difícil venir. Esto último no era del todo sincero, pues todos conocían la afición del abuelo a pasar los veranos en medio de la belleza y tranquilidad de San Andrés de Queuco. Normal- mente esperaba las vacaciones con tanta impaciencia como su nieta.
  • 8. 7 Anna Blú Andalién -Por eso he decidido que puedes continuar con los planes de excursión que tenías con tu padre para este año. Segun- do te acompañará y se hará responsable de tu seguridad. Segundo era un trabajador del fundo, hermano de Car- men. Ambos habían nacido en Queuco y conocían a Maika desde siempre. -Sólo que este año hay una novedad. Hizo una pausa para dar mayor espectacularidad, pero Maika ni siquiera levantó la vista. -Han abierto un camino en plena cordillera, que llega hasta las cumbres. Tu padre te lo tenía preparado como una sorpresa. Dicen que allí las aguas de los ríos bajan tibias, por lo cerca que están los volcanes. Hay bosques milena- rios, con flores que acá abajo no se ven, y cascadas donde saltan las truchas. Lo único que tendrás que hacer es estirar el sartén para que caigan dentro. Maika no dijo nada. -Pueden acampar incluso, si quieres -agregó el abuelo, después de un largo silencio-. Hay zonas para carpas. -Eso no fue lo que usted dijo -intervino Carmen, alarma- da-. No va a pasar la noche en medio de la cordillera, entre los pumas. -Segundo llevará una escopeta y todo lo que haga falta. Tengo plena confianza en él. -Además, no monta desde el año pasado -insistió la sir- vienta-. Dos días a caballo la dejarán molida. -Tal vez no necesiten caballos. Allá arriba el viento es tan fuerte, que bastará con que se pongan en el sitio adecuado para que tengan transporte gratis. -No le veo la gracia -el rostro ancho y reluciente de Car- men había perdido su habitual placidez-. Si cree que voy a dejar que mi niña camine por el borde de esos precipicios,
  • 9. MAIKAY LA KALFUMALÉN 8 con la fuerza que lleva el río a esa altura… En esos bosques la gente se pierde y no la encuentran más, oiga. El hijo de don Marcelino, el que vivía en Villa Ralco… -¿Qué hay ahí, en ese frasco? -interrumpió Maika con voz lánguida. -Mermelada de murta -contestó Carmen. Maika abrió el frasco. Desganadamente, le puso mer- melada a dos gruesas rebanadas de queque. Ni el abuelo ni Carmen le hicieron caso. Se habían enzarzado en una animada discusión sobre los peligros de montaña. Un minuto después, Maika masticaba con entusiasmo. Se terminó el queque en un santiamén. -¡Ahora queso, no te olvides del queso! -susurró Mozart, que junto a Nahuel estaba oculto bajo la mesa, recogiendo las migas que caían. Maika cortó un gran pedazo. Estaba tan fresco que pudo aplastar sin problemas la mitad sobre su pan, como si fuera mantequilla. Luego, con disimulo, dividió la otra mitad en dos cuadrados y los puso en sus rodillas, bajo el mantel. -Suerte que están entretenidos discutiendo -suspiró Mo- zart, que había atrapado el pedazo más grande. Pero no alcanzó a hincarle el diente, porque Nahuel se lo quitó con un diestro golpe de zarpas. Maika, alarmada, echó ruidosamente su silla hacia atrás. -No tengo problema en ir con Segundo, Menche, si él quiere llevarme -dijo casi a los gritos-. ¡No tienes de qué preocuparte! ¡Estoy grande! El abuelo y Carmen, interrumpidos en la mitad de la con- versación, se quedaron mirándola suspensos. -Bueno, tampoco es necesario que armes ese escándalo -dijo por fin el abuelo.
  • 10. 9 Anna Blú Andalién -Ya sé que estás grande. Sólo quiero que no te pase nada –agregó la sirvienta. -Y nada le va a pasar, mujer -cortó el abuelo-. Queda acordado, entonces. Saldrán mañana temprano. Pero tie- nes que hacerle caso a Segundo y no arriesgarte de más, Maika. Nada de ponerte a escalar o entrar en contacto con los aborígenes locales. Aún usan niños en sus sacrificios a los espíritus de la montaña, por si no lo sabías. Así que án- date con mucho cuidado. -¿Ahora sí me puedo levantar? -preguntó Maika. La paz pa- recía haber vuelto bajo la mesa y se sentía mejor después del desayuno. Pero aún no tenía ánimo para los chistes del abuelo. -Claro -asintió él, con expresión amable-. Y, Maika, antes de que te vayas, haz el favor de sacar ese gato debajo de la mesa o lo saco yo a bastonazos. Aunque no me gustaría en absoluto ensuciar el bastón que me regaló tu abuela. -Yo me lo llevo -se ofreció Carmen. Nahuel saltó ensegui- da a la seguridad de su delantal. -El perro también -dijo el abuelo, sin perder su amabi- lidad. Mozart salió arrastrándose, con expresión contrita, mientras se lamía los labios-. No sé para qué me canso, pero les voy a repetir una vez más, a ambas, que los anima- les no deben entrar al comedor. Es antihigiénico. -Sí, abuelito -dijo Maika sumisamente, mientras levantaba a Mozart en brazos y se dirigía a la puerta. -No olvides cambiarte el delantal, Carmen -fue lo último que dijo el abuelo-. No quiero encontrar en el almuerzo pelos de ese par de forajidos patas sucias. Apenas se cerró la puerta tras ellos, Maika comenzó a regañar a Mozart y a Nahuel, que se atusaba los bigotes muy tranquilo. -Ustedes tienen la culpa. Parece que lo hicieran adrede. Les di un pedazo de queso a cada uno.
  • 11. MAIKAY LA KALFUMALÉN 10 -Él me dijo que escogiera cuál me gustaba -dijo Nahuel. -No te puedo haber dicho eso, por la sencilla razón de que no hablo nunca contigo -gruñó Mozart. -Bueno, fin del tema -dijo Maika-. Voy a dar una vuelta, Carmen. Nos vemos para el almuerzo. La sirvienta, que parecía muy divertida, los vio alejarse por la huella de piedra que llevaba al jardín trasero. Luego entró en la cocina para cambiarse el delantal. Minutos después se dirigía nuevamente al comedor, muy compuesta, con una bandeja enlozada. -Aquí le traigo agua recién hervida para su segunda taci- ta, don Alfredo -anunció. El abuelo tenía la sagrada costumbre de tomarse dos ta- zas de té con leche al desayuno. Tenía que ser té muy negro preparado en el momento, sin azúcar –del cual era gran enemigo, pues decía que alteraba el sabor natural de las cosas- y con el chorrito justo de leche. Después de la abue- la, Carmen se había encargado de continuar la tradición. El abuelo probó con deleite la taza que le presentaban. -Sólo a ti te queda como debe ser, Menche -dijo pala- deando el primer sorbo, muy satisfecho-. Bueno, parece que nuestro plan funcionó. La única manera de conseguir algo con Maika es decirle que mejor no lo haga. -Debe ser de familia -sonrió Carmen, que tras tantos años de servicio, podía permitirse esas libertades-. Quiera Dios que vuelva rosadita y contenta. -Por un momento me preocupé. Pensé que realmente no se interesaría. ¿Dónde crees que ha ido ahora? -A abrazar el árbol, por supuesto -contestó Carmen. Miraron hacia el jardín. Efectivamente, Maika se encami- naba hacia la majestuosa araucaria. La contemplaron arri- marse al enorme tronco y rodearlo hasta donde le permitían
  • 12. 11 Anna Blú Andalién los brazos. Sin saber que era observada, la niña cerró los ojos con aire feliz por primera vez en esa mañana. Pareció que sus labios se movían. Como si estuviese conversando. O rezando. Una sombra pasó por los ojos del abuelo. -Quisiera que dejara de hacer eso. No entiendo por qué tiene que comportarse de esa manera cada vez que llega- mos. -Usted sabe por qué -repuso Carmen, con los ojos bajos-. Así es ella. Como su mamá. El abuelo la cortó con un gesto. -Sabes muy bien que en esta casa no se nombra a esa persona. Y espero que ni Segundo ni tú hayan olvidado lo que les dije respecto de ese maldito árbol. No hay manera de que Maika sepa el problema que hay con él, a no ser que lo haya oído de ustedes dos. -No le hemos dicho nada, don Alfredo -dijo Carmen, en tono conciliador-. Maikita tiene capacidades que no tienen otros niños. Ella lo sabe sin necesidad de que se lo digan. -Déjate de decir tonterías, Carmen. Debí haber mandado a cortar ese árbol hace muchos años. Sólo ha traído des- gracias. La sirvienta puso ojos de espanto. -Eso sí que llamaría la mala suerte sobre todos nosotros, para siempre. Además de que Maika nunca se lo perdo- naría. Una de sus felicidades en la vida es el árbol de su mamá. El abuelo se puso de pie con tanta brusquedad que casi volcó su taza. -¡Te he dicho que está terminantemente prohibido nom- brar a esa persona! Anda a la cocina, mujer, ve a cacarear a otra parte. A veces se me olvida de dónde vienes tú tam-
  • 13. MAIKAY LA KALFUMALÉN 12 bién. Sólo espero que no vayas a estarle diciendo sandeces a la criatura, para que pueda dormir tranquila esta noche. Y que Segundo se atenga a mis órdenes mañana, o este será el primer y el último viaje que hagan. Ya se lo advertí. Se alejó con su libro hacia el salón, en busca de su sillón favorito. Meditaciones de Marco Aurelio era el único amigo fiel que nunca dejaba de ofrecer refugio a un hombre de sus años, cuando a veces la vida se empeña en mostrar su lado ingrato.
  • 14. 13 UN JARRO AZUL E l abuelo había hablado en serio al decir que partirían temprano. Los cerros brillaban aún de rocío cuando Maika, cargada con una vieja mochila y abrochada hasta el último botón, salió al patio acompañada de Car- men. Ahí la esperaba Segundo con los caballos ensillados. La yegua Vinchuca relinchó de entusiasmo al verla. Las dos eran viejas amigas. Segundo se quitó el sombrero. Como Carmen, era reser- vado y apacible, con una paciencia a toda prueba que le ganaba la confianza de niños y animales. Ambos eran las personas que más le gustaban a Maika en el mundo, des- pués de su padre y de su abuelo. El hombre señaló la gastada bolsa verde que llevaba la niña en la espalda. -No necesitas eso. Tu abuelito se encargó de que no fal- tara ni un alfiler. -Ya se lo dije, pero no quiere dejarla -intervino Carmen-. Incluso tomó desayuno con ella puesta. -Cargarás de más a la Vinchuca -dijo Segundo, pasando una mano por el sensible hocico del animal-. Ya llevamos demasiadas cosas. Y el camino es largo.
  • 15. MAIKAY LA KALFUMALÉN 14 Entrecruzó los dedos de ambas manos para que la niña metiese el pie, a modo de estribo. Cuando Maika alcanzó la silla, le levantó solícitamente la mochila para que pudiera acomodarse. La soltó enseguida. -Es la que usamos con papá para las excursiones -dijo Maika. -Pero es mucho peso para la yegüita, mi niña -replicó Carmen-. No seas porfiada. Hazle caso a Segundo. -No pesa tanto -dijo éste, montando a su vez-. Nos vemos el lunes, Menchita. -Cuídala -dijo ésta-. Su abuelito está con una preocupa- ción tan grande, que no quiso ni venir a despedirla. Es un querer el señor a esta niñita… -Pero si sólo me voy por el fin de semana. Adiós, Carmen -dijo Maika rápidamente. Estaba por cumplir diez años, una edad muy importante en su opinión. Detestaba que Carmen la tratara como una niña delante de Segundo. El sol comenzaba a asomar sobre los árboles que separa- ban la casa del camino principal. Al atravesar la reja, Maika se dio vuelta a mirar la araucaria. Nunca la había visto al amanecer. Su copa triangular, con brazos separados y vueltos hacia arriba, se recortaba contra un cielo suave, invadido de infinitas variedades de rosado. Le pareció muy hermosa. -Hasta pronto -murmuró. Las ramas del árbol crujieron amistosamente. Te estaré esperando, parecían decir. Se cruzaron con los primeros trabajadores que salían de las barracas. Estos saludaban ruidosamente a Segundo, hacién- dole bromas. Sonreían a la niña y les deseaban buen viaje. Segundo les contestaba en el mismo tono, agitando la mano. Una vez que llegaron a los límites del fundo, detuvo los caballos y desmontó para acercarse a Maika.
  • 16. 15 Anna Blú Andalién -Es mejor que dejes salir a esos animalitos. Bajó la mochila y la abrió sobre el pasto. Las orejas de Nahuel asomaron inmediatamente. -Jamás, óiganlo bien, jamás volveré a meterme dentro de eso -declaró-. Es como la máquina de moler choclo que tiene la Carmen. -No es tan malo cuando galopas. Pero al trote deja los riñones anestesiados -agregó Mozart, sacando la cabeza a su vez. -Ustedes quisieron venir -dijo Maika. Segundo los contempló mientras se revolcaban en la hierba. -Puedes llevar al gato ahí dentro, si consigues que se que- de quieto. Pero ese perrito fino no va a correr a la siga de los caballos, con esas patas de juguete que tiene. -No tiene para qué correr -contestó Maika-. Lo voy a lle- var en la mochila ahora y puede bajarse cuando tengamos que ir al paso en la montaña. Mozart ha hecho caminos parecidos otras veces, cuando íbamos de excursión con el papá. Segundo no pareció muy convencido, pero se limitó a ce- rrar otra vez el morral, más flojo esta vez, para que pudieran tener la cabeza afuera. Los aseguró a ambos de los arneses que les había puesto Maika, cuidando de que quedasen bien separados. -Entonces, los llevaré yo. Así podrás cabalgar tranquila -ofreció. Se puso la mochila, que ahora se veía muy rara con las dos cabezas afuera, y montó. Reanudaron el camino. Mo- zart parecía enfurruñado. -Patas de juguete -lo oyó decir Maika-. Mi familia ha es- calado por generaciones los roqueríos de las tierras altas. ¡Soy un escocés legítimo!
  • 17. MAIKAY LA KALFUMALÉN 16 -Presumido -se limitó a decir Nahuel, que viajaba muy a gusto. La espalda de Segundo era ancha y la mochila, bien ajustada, ahora apenas daba tumbos. Avanzaron en medio de la mañana resplandeciente. Maika, que al principio iba a contrapelo, ahora había en- contrado el ritmo para cabalgar. Dejó de ir pendiente de los vaivenes de la yegua para empezar a disfrutar el viaje. De acuerdo con los cálculos de Segundo -que parecía co- nocer todos los atajos-, tenían al menos dos horas de viaje por delante hasta el poblado de Pitril. Allí se detendrían para que los caballos descansaran. Luego subirían por el cami- no recién abierto hacia los bosques precordilleranos. Si todo andaba bien, esa misma noche acamparían junto al río, en Auka Rayén, para comenzar al día siguiente la ascensión ha- cia lo que el abuelo llamaba “la verdadera montaña”. Cabalgaron a campo abierto por el valle del Queuco. El paisaje mostraba los brillantes colores del verano. Al ruido de los caballos, salían a veces de entre los árboles ban- dadas de traros o de pitíos. El cielo se oscurecía por un momento y se llenaba con sus gritos de alarma: pitío, pitío. Feliz, con esa sensación de libertad que dan la velocidad y el viento en la cara, Maika dejó de preocuparse por la inte- gridad de Mozart y de Nahuel. O de si tendría que esperar el próximo año para ver a su padre. El sol estaba alto en el cielo cuando llegaron a su destino. Maika tenía la sensación de que habían andado mucho más de dos horas. Cubiertos de sudor, los caballos comenzaron a caminar apenas avistaron las primeras casitas de madera. En los patios jugaban niños de caras risueñas y pelo renegri- do. Algunas mujeres, con pañuelos amarrados a la cabeza y mantos negros sobre sus vestidos floreados, levantaban la vista al verlos pasar. Tenían un aspecto más pintoresco que los hombres, vestidos simplemente con camisas y pantalones oscuros. Por todas partes andaban revueltos perros, gallinas y cabras.
  • 18. 17 Anna Blú Andalién Segundo detuvo los caballos junto a un árbol. Dejó la mo- chila apoyada contra el tronco y ayudó a Maika a desmontar. -Aquí hay buena sombra para que descansen. ¿Cómo estás? -Me duelen un poco las piernas -contestó ella, mientras miraba con curiosidad a su alrededor-. ¿Esto es Pitril? -No. Estamos en Cauñicú. -¿Por qué?, ¿no íbamos a Pitril? -se extrañó Maika. Segundo parecía incómodo. No hacía más que dar vuel- tas al sombrero en las manos. -Nos pasamos su buen pedazo de Pitril. Es que la Carmen me pidió, como un favor especial, que le diera un recado a una familia que son antiguos amigos suyos -Hizo una pau- sa-. La Menche me dijo que no te mencionara nada antes, porque si no, no me ibas a dejar en paz en todo el camino. -Vaya. No sabía que soy tan preguntona. Segundo se veía bastante nervioso. -Será algo muy corto y nos iremos enseguida. Tu abuelito lo que más me encargó fue que viajáramos directamente hacia la cordillera y no entráramos en ninguna comunidad. -Bueno, no tiene para qué saber -contestó Maika-. Será un secreto entre los dos. ¿Puedo ir contigo? El nerviosismo de Segundo aumentó. -No, es mejor que te quedes. Acuérdate que tu abuelo no quiere que hables con nadie de acá. Si llega a saber que vinimos a Cauñicú, sería capaz de corrernos para siempre del fundo a la Carmen y a mí. -Qué exagerado -se rió Maika-. El abuelo ladra, pero no muerde. A lo más te echaría un reto. Pero Segundo se ponía cada vez más serio. Hasta le tiritaba un poco la cara. Maika se besó el pulgar.
  • 19. MAIKAY LA KALFUMALÉN 18 -Oye, juro por esto que no le voy a decir nada. Pero vuel- ve luego, por favor, porque tengo hambre. Debe ser hora de almorzar. -No me demoro nada, es aquí al lado –sonrió Segundo, que pareció tranquilizarse de inmediato. Sacó de las alforjas de su caballo un paquete pequeño. Maika lo vio cruzar hacia un sitio cercano, cerrado por unio- nes de palos, y llamar a gritos. Salió un hombre. Ambos se saludaron y Segundo entró en la casa detrás de él, conver- sando a más y mejor. Maika suspiró. Sabía, porque la Carmen se lo había explicado muchas veces, que entre los pehuenche –como entre todos los ma- puche- el saludo siempre es largo. Hay que preguntar por la salud, por la familia, por las siembras, hasta por los anima- les, porque el aprecio hacia el otro muestra el aprecio que uno mismo se tiene. Luego vendrían los ofrecimientos para que se quedase a comer. O al menos para que se tomase un mate junto al fogón. Seguro que Segundo no iba a regresar tan pronto, a pesar de sus buenas intenciones. Mozart y Nahuel salieron de la mochila. Mozart jadeaba con ruido de locomotora y Nahuel tenía los pelos dispara- dos para todos lados, pero en general se veían bien. -Ya era hora -reclamó Nahuel-. ¡Uf! ¡Se me durmió hasta la cola! -Hace mucho calor -se quejó Mozart acostándose sobre el pasto con las patas abiertas, para refrescarse. A su lado, también la Vinchuca dio un relincho imploran- te. Maika le hizo cariño en el sedoso belfo, todavía man- chado de espuma. La yegüita parecía exhausta. -No se preocupen -decidió de pronto-. Les voy a buscar agua.
  • 20. 19 Anna Blú Andalién Tomó a los caballos de las riendas y caminó con ellos hasta encontrar un arroyito que pasaba detrás de las casas. Los dos metieron enseguida el hocico dentro del agua y así estuvieron mucho rato. Mozart bebió también, a ruidosos sorbos. Incluso Nahuel lamió delicadamente la superficie. Maika, que seguía abrochada hasta el último botón a causa del viento, se dio cuenta de que efectivamente hacía muchísimo calor. Le ardía la cara. Se sacó la cortaviento y se lavó. A pesar de que todos los animales que andaban por ahí se acercaban a tomar agua, el arroyo se veía tan limpio que se sintió tentada de probar ella también. Se aga- chó y juntó agua en las manos. De pronto sintió que alguien la miraba. Levantó los ojos. Había un niño al otro lado de la empalizada. -¿Qué pasa? -dijo Maika. Tenía mucha sed y estaba de pésimo humor-. ¿No se puede tomar esta agua? -Sí, es de vertiente -dijo el niño-. Pero es para los anima- les. Y para regar. Además que a los huincas a veces les hace mal, porque no están acostumbrados. -Yo no soy huinca -dijo Maika. -¿Cómo que no? -el niño la observó con ojos desconfiados. -Bah, a ti qué te importa -se encogió de hombros Maika. Tomó el agua que le quedaba de un sorbo, aunque ya que- daba muy poca-. Tengo tanta sed, que me tomaría una ver- tiente entera. Se arrodilló para recoger más. -Puedes tomar agua en mi casa -ofreció el niño-. A pesar de que eres muy maleducada. -Vaya, qué amable, pero no puedo moverme de aquí. Estoy esperando a alguien. -¿A quién? -No es asunto tuyo.
  • 21. MAIKAY LA KALFUMALÉN 20 El niño no se ofendió. Continuó mirándola con descaro, como a un bicho raro. -Si quieres le digo a mi abuelita que te traiga agua –dijo al fin-. Ella es muy buena. Y sin esperar respuesta, desapareció. Maika se quedó in- decisa. Tenía deseos de irse. Estaba la promesa hecha a Se- gundo de no hablar con nadie. El abuelo le había enseñado que una promesa jamás debe romperse. Pero realmente se moría de sed, y la idea de compartir agua con los caballos no era muy tentadora que digamos. El niño, que volvía junto a una anciana, la sacó del di- lema. La anciana era delgadita, de ojos vivaces, llena de dignidad. Se envolvía en un manto negro bordeado de ver- de, bajo el cual traía un jarro de grueso vidrio azul. Saludó ceremoniosamente a Maika. -Marri Marri, pichidomo. -Marri Marri, papay -contestó Maika, tratando de acor- darse de las pocas palabras en mapudungún que le había enseñado la Carmen, a escondidas del abuelo. -Mi abuela no habla castellano -dijo el niño. -No me digas. Suerte que me avisaste -replicó Maika. La anciana le ofreció el jarro. Maika lo tomó y cerró los ojos de pura felicidad, mientras lo vaciaba a largos tragos. Le pareció lo más fresco y delicioso que había probado en su vida. -¡Uf! ¡Y que a esto le digan H2 O! Escarbó nuevamente en su memoria, mientras le sonreía a la viejita. -Chaltu may -agradeció por fin, devolviéndole el jarro. En ese momento le sonó el estómago muy fuerte. -Lo siento -se disculpó-. Es que tengo mucha hambre.
  • 22. 21 Anna Blú Andalién La anciana sonrió y su cara se llenó de arrugas, como la corteza de un árbol. Preguntó algo. -Quiere saber si te gustaría tomar más -tradujó el niño-. Le dije que eres una turista. -May -asintió Maika, inclinando la cabeza. La viejita des- apareció enseguida. El niño se quedó. Seguía estudiándola con curiosidad científica. -Oye, deja de mirarme o me vas a gastar -dijo Maika-. No soy la televisión. ¿O acaso no tienen televisión acá? -Claro que sí -dijo él, orgullosamente-. Hace dos años que nos pusieron luz. Mi tío tiene una, pero se ve mal. Aga- rra las puras noticias. ¿Vas a la laguna de Kawelluko? -No creo -contestó Maika, que se sentía más amable aho- ra que tenía la garganta fresca-. La verdad es que todavía no sé muy bien adónde vamos. -Nosotros salimos mañana a juntarnos con el resto de la familia para la veranada. Te habría podido mostrar el cami- no. Aunque ahora es fácil, porque han abierto un sendero y hay un camping en Otué. La viejita volvió. No sólo traía más agua, sino un paquete envuelto en papel café, que ofreció con amables palabras a Maika. -Dice que es rokiñ, comida para el camino -explicó el niño. -¡Pero qué suerte! ¡Muchas gracias! -dijo Maika, encan- tada. El niño fue a buscar a los caballos, que andaban pas- tando felices entre las matas de quilas. Maika, después de beber largos sorbos, le devolvió el jarro a la anciana. -Peukayael -dijo ésta, dándole la mano y mirándola con sus ojos bondadosos, llenos de luz.
  • 23. MAIKAY LA KALFUMALÉN 22 -Peukayael -se despidió Maika a su vez. De pronto, impul- sivamente, la besó en la cara toda arrugada, que resultó ser muy suave. Su ropa tenía olor a hierbas y a humo. -¡Maika! El grito la hizo saltar. Segundo estaba detrás de ella. Maika se asustó un poco al ver su expresión. Jamás, en los años en que lo conocía, recordaba haberlo visto enojado. El hombre le quitó las riendas de la mano con gesto brusco. -Sube al caballo. -Lo siento -dijo Maika-. Estaba muerta de sed y esta se- ñora… Segundo no la dejó continuar. La levantó hasta la montu- ra como si fuese un saco de papas, empujándole los pies dentro de los estribos. Luego atrapó a Nahuel del cuello y lo dejó caer sin miramientos, junto a Mozart, en el morral. En ese momento la anciana se adelantó y dijo algo con su voz suave. Señalaba el jarro azul que tenía en la mano. Al verlo, la expresión de Segundo cambió del enojo al te- mor. Maika lo oyó repetir varias veces algo en mapudungún. Luego espoleó a su caballo y se alejó, obligando a la Vinchuca a seguirlo. El niño, que había presenciado absorto toda la escena, corrió detrás de ellos. -Adiós -gritó en dirección a Maika-. Yo me llamo Kalfukura. -¡Ya está bueno! -le gritó Segundo por encima del hom- bro-. ¡Ándate! Kalfukura dejó de correr. Él y la anciana permanecieron inmóviles, mirando aún en dirección a ellos, hasta que el polvo del camino se tragó sus siluetas.
  • 24. 23 LA NIÑA EN EL AGUA N unca debí hacerle caso a la Carmen. ¡Mujeres! -despotricaba Segundo-. Te dejé sola apenas diez minutos. -Oye, ya te pedí disculpas un montón de veces -dijo Maika-. No entiendo por qué te pones así. Lo único que pasó fue que me convidaron agua. ¿Qué querías? ¿Que me muriera de sed? -Hiciste una promesa. Los caballos iban al paso, a fin de que pudieran descansar. El sol pegaba con fuerza. Habían mantenido, con escasas variantes, la misma conversación a lo largo de media hora de camino. Pero no había modo de convencer a Segundo. -Bueno, allá tú -dijo Maika al fin-. Yo me voy a comer lo que me dieron. Estoy muerta de hambre. Buscó en los bolsillos de su cortaviento. Cuando abrió el paquete, encontró miel y una bolsita de algo marrón y granuloso. Se la mostró a Segundo. -¿Qué es esto? -Mürke. Harina tostada de piñon -contestó Segundo con cara de pocos amigos-. Y ya no me preguntes más. Acuér- date que tu abuelito tiene prohibido que te hablemos en la lengua. No quiero más problemas.
  • 25. MAIKAY LA KALFUMALÉN 24 Maika, obediente, comió su rokiñ en silencio. Estaba muy contenta. Le gustaban a más no poder los piñones, ese fruto dulce y harinoso que regala la araucaria. En la ciudad se podían encontrar a veces en el supermercado. Pero no tenían el mismo sabor que aquí en el sur. Normal- mente se daba grandes panzadas durante las vacaciones. A su padre también le gustaban. El abuelo, en cambio, los detestaba. Pensó con agradecimiento en la ancianita. Recordó el tintineo cristalino de la plata de sus aros cuando se inclinó a besarla, y su olor a bosque. -¿Adónde vamos? -quiso saber, una vez que su estómago se declaró satisfecho. -A Auka Rayén -contestó Segundo. -¿Nos estamos devolviendo? -se extrañó Maika-. ¿Cuán- to rato de viaje es eso? -Si nos apuramos, llegaremos antes de que anochezca. -Pero los caballos no han descansado -dijo la niña-. Y es de locos viajar con este calor. Nadie viaja a esta hora, eso hasta yo lo sé. -No nos queda otra si queremos llegar antes de que se vaya la luz. Acuérdate que hay que armar carpa. -Aquí también han hecho un sendero. Podemos subir por él. -No -dijo Segundo-. Tu abuelito me dijo que nos fuéramos por el lado de Pitril y no pienso desobedecerlo de nuevo. ¿Qué pasa ahora? Maika había desmontado y se había sentado bajo los árboles. Mozart y Nahuel, que iban sin arnés, saltaron de la mochila para ir a su lado. -Ya no doy más de calor. Y encuentro cruel tratar así a los animales. Los trajimos al galope todo el camino. Apenas si alcanzaron a tomar agua mientras te esperábamos.
  • 26. 25 Anna Blú Andalién -Entonces, nos volvemos a San Andrés -dijo Segundo-. Se acabó el paseo. -¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas explicarle al abuelo por qué tuvimos que volver? -desafió Maika, que empezaba a eno- jarse. Segundo no contestó. -Sé perfectamente que por aquí también se puede ir. El niño me dijo que hay un camping en Otué -continuó ella-. No veo cuál es el problema en que dejemos descansar a los caballos y luego sigamos por Cauñicú, para no tener que deshacer camino. Segundo negó con la cabeza. -Tu abuelito dijo que fuéramos por Pitril. -¡Y dale con Pitril! No pienso moverme de aquí. Segundo desmontó. Había preocupación en su rostro. -Maika, no podemos hacer eso. Le di mi palabra a tu abuelo de que iba a seguir sus órdenes, para que nada malo te pase. -¿Y se supone que si subimos por acá me va a pasar algo malo? -preguntó Maika, fastidiada-. Que yo sepa, en Pitril también nos puede salir un puma. Has estado insoportable toda la tarde… ¡Ay! Nahuel había dado de pronto un salto sobre ella, con tanta fuerza que casi la derriba. -¡Oye, me rasguñaste! –se quejó Maika. Su gato, sin hacerle caso, afirmó las patas en el tronco del árbol bajo el cual estaba sentada. Movía la cola len- tamente, mientras escrutaba las hojas. Todos miraron hacia arriba. Ahí, acurrucado en una rama baja, había un pajarito castaño, de aspecto humilde. Tenía una hermosa mancha roja en el pecho.
  • 27. MAIKAY LA KALFUMALÉN 26 -Es una loica –dijo Maika. -Estuvo volando sobre tu cabeza todo el rato, mientras hablaban -dijo Nahuel-. Iba a bajar hacia ti cuando salté. ¡Casi lo atrapo! -Tú no atrapas ni una hamburguesa -dijo Mozart-. Estás demasiado gordo. -Nahuel, no te atrevas –le advirtió Maika, a quien le en- cantaban los pájaros. Sacudió la mano hacia el ave, para asustarla-. ¡Ándate, pajarito! ¡Arráncate, que quieren hacer almuerzo contigo! Entonces el pájaro hizo algo en verdad curioso. No sólo no pareció asustarse, sino que se esponjó en su sitio y cantó hacia Maika: tutukutukut. -Te está dando una serenata -dijo Nahuel. -Se enamoró de ti -añadió Mozart-. Dile que nosotros te vimos primero. La niña se rió. Agitó la mano otra vez hacia el pájaro, para que se fuera. Pero éste, sin demostrar el menor miedo, bajó por un segundo hasta posarse en su mano. Luego se alejó como una flecha hacia un costado del camino. Allí se quedó, volando en círculos, mientras repetía su melodioso canto. Maika estaba boquiabierta. -¡Me tocó la mano! Es la loica más extraña que he visto en mi vida. -No es una loica -intervino Segundo, que había per- manecido mudo hasta entonces-. Es un chucao. Se con- funden, porque los dos tienen el pecho rojo. El grito del chucao es un aviso, aunque nunca había visto uno como este. -¿Y qué anuncian, Segundo? -quiso saber Maika. -Está cantando al lado derecho de nuestro camino -repli- có éste, ceñudo-. Algo malo nos va a pasar.
  • 28. 27 Anna Blú Andalién Todos se quedaron en silencio. Hasta Mozart parecía desanimado. De pronto, Maika tuvo una idea. -¿Y si canta del lado izquierdo? ¿Es señal de buena suerte? -Por supuesto. Todo el mundo sabe eso -contestó Segundo. Maika se plantó de brazos cruzados ante él. -Entonces está muy claro, Segundo. ¿No lo ves? Tenemos que dar la vuelta. La dirección correcta es hacia Cauñicú. Segundo, por primera vez, no parecía tenerlas todas consigo. -Pero tu abuelito… -El abuelo se enojará mucho contigo si algo malo me pasa -afirmó Maika, que conocía el respeto reverencial que tenía Segundo, como todos los habitantes de Queuco, por las fuerzas de la naturaleza-. El chucao se paró en mi mano, ¿no? Es evidente que está tratando de decir algo. El pájaro, efectivamente, iba y volvía, sin alejarse mucho de ellos, siempre a un costado del camino. -Sólo había visto a una persona antes a la que los pajari- tos le hablaran -dijo Segundo, ensimismado. -¿A quién? –se interesó Maika. Segundo sacudió la cabeza, como si quisiera espantar la idea. -A nadie. Bueno, está bien, que sea lo que Dios quiera. Lle- vemos los caballos un poco más arriba para que descansen y tú duermas siesta. Pero acuérdate que si pasa algo, me tienes que defender con tu abuelito después. No sé qué le vamos a decir. -De eso ni te preocupes, no va a pasar nada –dijo Maika, feliz. Y por primera vez en su vida trepó sin ayuda sobre la Vinchuca. -En unos días estarás hecha toda una montañesa -aseguró Segundo, montando a su vez.
  • 29. MAIKAY LA KALFUMALÉN 28 El chucao, sin previo aviso, se perdió entre las retorcidas ramas de un radal. -Adiós -gritó Maika-. Nos vemos, amigo. -Aquí no se grita -la reprendió Segundo-. Eso molesta al ngen de la montaña. Todo tiene su dueño. Hay que pedir permiso y entrar con respeto. -Pero los pájaros gritan -dijo Maika, a quien le gustaba quedarse siempre con la última palabra. -Ellos cantan -replicó Segundo-. Cuentan las historias que traen desde otras tierras. Los caballos, ahora que no tenían el sol en contra, se movían más a gusto. Caminaron hasta encontrar un claro pequeño, pero muy agradable, entre unos hualles. Una pe- queña vertiente lo cruzaba. Los animales se fueron derechos hacia ella. Segundo desmontó y desplegó la manta del ca- ballo para que Maika se sentase. -Cuando estemos en el campamento, te prepararé algo de comer -prometió. -No tengo hambre -dijo Maika-. Pero otra vez estoy con sed. -Anda al agua entonces, para que te refresques. Maika sospechó que, a pesar del poco tiempo que habían pasado en Cauñicú, a Segundo debían haberle convidado algo de comer. Solía tener un apetito voraz, y sin embargo no se había quejado de hambre todavía. Lo vio acostarse en el suelo y echarse el sombrero sobre los ojos. Al momento, sus ronquidos atronaban el aire, causando la alarma de una familia de treiles que salió volando de un hualle. -Si eso no despierta la furia del ngen protector, nada lo hará -dijo Nahuel, que volvía muy contento junto a Mozart. -Como mínimo, nos manda una avalancha -dijo su perro, sonriente, apoyándole las patas mojadas contra las pier- nas-. ¡Ven! El agua está buenísima.
  • 30. 29 Anna Blú Andalién Maika los siguió. Efectivamente, la vertiente era poco profunda, aunque muy correntosa. Se arremangó los panta- lones y caminó por ella, sintiendo el rumor cristalino que ha- cía el agua entre sus pies. Estaba tan fría que resultaba casi dolorosa. Un poco más allá, el cauce se ensanchaba, hasta formar una poza de poca profundidad, calentada por el sol. -¡Mira, una piscina! -le mostró Mozart, a quien le encan- taba el agua. -Y con quitasol -dijo Nahuel, acomodándose bajo la fra- gante sombra de un maitén que crecía en la orilla. Maika también estaba contenta. Sin pensarlo más, se sacó la ropa y se dio un chapuzón junto a Mozart. Nunca había visto agua como esa. Todo parecía volverse azul al reflejarse en ella: árboles, pájaros, hasta su propia imagen. Nadó un rato y salió tiritando. Mozart, por su parte, se sa- cudía con fuerza, disparando agua para todos lados. -¡Oye, ten más cuidado! -protestó Nahuel. Maika no les hizo caso. Por segunda vez en el día, vol- vió a acordarse de la anciana y del niño de Cauñicú. Tras veranear tantos años en Queuco, aquel venía a ser su primer encuentro directo con los pehuenche, los mapuche hijos del pehuén, como llamaban en su lengua a la araucaria. El pe- huén les daba la protección y el alimento. Y les había rega- lado su corazón sencillo de árbol: como él, eran tranquilos, pero llenos de fuerza. Así le había parecido a Maika. Su padre nunca le había hablado de ellos. Tampoco el abuelo, quien no disimulaba su antipatía hacia los “aborí- genes locales”, como los llamaba. Únicamente Carmen no había dudado en contarle, cuando Maika era muy pequeña, historias de aves y de animales que hablaban en esa lengua, que a ella le sonaba como canto de agua o como nombre de flores raras, y que ya había olvidado. Pero muy pronto el abuelo lo había descubierto y ya no hubo más historias. Sin- tió una repentina nostalgia por su árbol, que la esperaba en
  • 31. MAIKAY LA KALFUMALÉN 30 casa. Recordó la suave música que hacía con el viento cada mañana. -¡Chist! ¿Escuchas eso? -Nahuel le había apoyado una tensa pata en el hombro. Maika abrió los ojos. Descubrió que el sonido al que daba vueltas dentro de su cabeza era bastante real. Se quedó muy quieta, tratando de descifrarlo. Era un susurro leve, como de agua o de bosque. Y sin embargo, era completamente distinto. -Yo puedo olerlo -dijo Mozart, husmeando detenidamente el aire. A Maika también le llegaba un aroma tenue. Le recordó las hierbas recién cortadas que molía Carmen para hacerle infusiones, cuando estaba resfriada o le dolía el estómago. Sin embargo, aquello era distinto. Olía también a corteza de árbol, a tierra mojada, a piedras calentadas por el sol, y otra vez no era nada de eso… Examinó el riachuelo, de donde parecía venir todo aquello. -¡Miren! -señaló de pronto un punto lejano-. ¿Ven eso? -Sí, sobre la piedra grande -dijo Mozart, moviendo la cola como cuando olfateaba conejos. Había una figura de pie en medio de la corriente. No es- taba muy lejos, pero se confundía con el brillo del sol sobre el agua. Maika pestañeó para ver mejor. Daba la impresión de ser una niña, aunque no se le distinguía bien la cara des- de esa distancia. Llevaba manto, como las mujeres adultas. Pero no era el típico quipam negro con el que se cubrían todas las mujeres que ella había visto, sino un manto de co- lor claro, más delgado que la lana… Seguramente era una niña que estaba jugando a disfrazarse. Pero, ¿qué hacía sola ahí? ¿Y por qué los miraba sin moverse? -¡Hola! -le gritó Maika. Esto pareció sobresaltar a la niña. Hizo un grácil movimiento con el manto, que recordaba un ave cuando esconde la cabeza bajo el ala.
  • 32. 31 Anna Blú Andalién -¡Maika! Fue como si hubieran dejado caer un montón de piedras al suelo. Segundo venía hacia ella, con el sombrero puesto y los ojos todavía chicos de sueño. Los caballos lo seguían dócilmente. -Parece que voy a tener que ponerte rienda, como a la Vinchuca. Me doy vuelta y desapareces. -¡La asustaste! -Maika apenas reprimió un gesto de impa- ciencia. -¿A quién? -preguntó Segundo. -A la niña que estaba ahí, en el agua. -¿En el agua? -la voz de Segundo reflejaba incredulidad. -Sí, estaba parada sobre una piedra, envuelta en un man- to. Y llegaba olor a flores, fue todo muy raro. ¿De dónde habrá salido, Segundo? ¿Viste a sus papás? -No vi a nadie. -Imposible. Tienes que haber pasado por su lado y no te diste cuenta. Estaba allá mismo, pero con el tremendo grito que diste, desapareció. El hombre permaneció mirando hacia la vertiente largo rato. Su cara era casi cómica. Abrió la boca, pero no dijo nada, sino que se puso a ajustar con gran concentración las cinchas de las monturas, mientras Maika se vestía. Después juntó las manos para que metiese el pie. -Ya no necesito -dijo ella con una gran sonrisa, antes de subirse de un salto a la Vinchuca. Se sentía orgullosa de su nueva habilidad. -Vamos entonces -repuso Segundo brevemente, montando también. Maika quería conversar sobre su hallazgo, pero Segundo no le dio tiempo. Lanzó a los caballos a toda velocidad.
  • 33. MAIKAY LA KALFUMALÉN 32 Éstos, descansados, repletos de hierba y de agua fresca, respondieron enseguida. Unos minutos después galopaban bajo un cielo sin nubes. Ante ellos se extendía la serena inmensidad del mahuidan- tu, el bosque de la cordillera, con la imponente silueta del volcán Copahue al fondo. Maika tenía una rara sensación de amplitud. Habiendo sido siempre una niña muy tranquila, sentía de pronto deseos de cantar, de salpicar otra vez en el agua, de reírse a gritos. Pensó que si su padre pudiese estar ahí, su felicidad habría sido completa. Segundo demostró ser un guía experimentado. Aproxi- madamente tres horas después, cuando todavía quedaba luz, llegaron a Otué. Se trataba de un camping pequeño, junto al estero del mismo nombre. Armaron entre los dos las carpas. Luego Segundo hizo una fogata para preparar tallarines. Les echó leche en polvo y brotes extraídos de un quilantal que crecía cerca, “para que quedara alimenticio”. Maika, cuando vio el resultado, creyó que le sería imposible tragar. Pero luego descubrió que tenía tanta hambre que no sólo comió con gusto, sino que pidió repetición. Más tarde, sentados junto al fuego, y viendo que Segun- do por fin parecía contento mientras cebaba su mate, Maika se atrevió a preguntar: -Segundo, ¿quién habrá sido esa niña que andaba en la vertiente, vestida tan raro? El dio una chupada al mate. -¿De qué color estaba vestida? -preguntó. -De azul -contestó Maika, sin titubear. El hombre permaneció en silencio un buen rato. Las lu- ces del fuego bailaban en sus ojos oscuros. Ya no parecía enojado ni alarmado. Pero su expresión era indescifrable cuando contestó: -Maika, creo que viste una kalfumalén.
  • 34. 33 LA RUTA DEL PIÑÓN A l día siguiente todos amanecieron de mal humor. Maika, porque Segundo no había querido decir nada más, después de su enigmática revelación so- bre la kalfumalén. Además, le dolía todo el cuerpo por la cabalgata del día anterior. Segundo, por su parte, se había refugiado en su típica impasibilidad, y no contestaba cuan- do le hablaban. Mozart y Nahuel, ambos friolentos, habían insistido en meterse con Maika dentro de su saco de dormir, y se acusaban mutuamente de no haber pegado ojo por culpa de los ronquidos del otro. -Todo el mundo sabe que los gordos roncan -decía Mo- zart-. Pero nunca quieren reconocerlo. -Yo no ronco. Ronroneo. Hasta un tonto sabe la diferencia. -Bueno, ya cállense -dijo Maika desabridamente, cuando volvió de lavarse-. Sólo nos queda una noche más, así que si se ponen a discutir, los mando a los dos a dormir con Se- gundo. Ahí sí que van a saber lo que es roncar. El aludido llegó en ese momento, cargado de ramas para hacer fuego. Desayunaron en silencio, con leche, café, ga- lletas y un tarro de manjar blanco. El hombre había encon- trado también unas ramas de maqui para Maika, a quien le gustaban mucho las bayas. Ésta se puso de inmediato a
  • 35. MAIKAY LA KALFUMALÉN 34 sacar los granitos oscuros, que dejaban un gusto áspero y delicioso en la lengua. Mozart y Nahuel quisieron probar. Pronto los tres tenían los labios y la lengua negros. Se veían muy chistosos, sobre todo Mozart. Segundo, al mirarlos, sol- tó una carcajada: -¡Si pudieran verse! Desde entonces reinó la armonía otra vez. Recogieron el campamento. Maika se ofreció a limpiar los platos. Segun- do aprovechó de lavar algunas cosas con la corteza de un arbusto que había encontrado, al que llamaba yakil, y que daba espuma al frotarlo en el agua. Luego ayudó a Maika a montar. -¡Ay! Con cuidado -se quejó ella-. Casi no siento las pier- nas. -Eso se pasa en un par de días. Bueno, estamos listos -avisó Segundo, subiendo a su caballo-. Nos vamos. Iban a iniciar el camino hacia la montaña. El mismo que habían seguido desde siempre los pehuenche. Año tras año, esperaban el buen tiempo para llevar sus animales a los pas- tos altos y para hacer la importantísima recolección de piño- nes, en las tradicionales veranadas. Antes de que Maika se hubiera dado cuenta, el camino se volvió tan angosto que los caballos tuvieron que caminar uno detrás de otro. Mozart insistió en bajarse y marchar detrás de ellos. -Ya verá Segundo de lo que está hecho un verdadero terrier escocés -anunció. Pero el camino era mucho más escarpado de lo que ha- bía supuesto. Cuando vio el precipicio allá abajo, tan cerca de sus patas, se quedó paralizado. Maika tuvo que desmon- tar para meterlo en el morral junto con Nahuel, que tampoco las tenía todas consigo. Y Segundo se quedó sin saber de lo que estaba hecho un verdadero escocés.
  • 36. 35 Anna Blú Andalién A medida que subían, la montaña les regalaba un día espléndido. Maika hubiese dado un grito de alegría, pero no quiso ganarse una nueva advertencia de Segundo. -Hasta el año pasado acá había sólo una huella -dijo éste-. Se subía por caminos hechos a pata de bestia. Parecía estar otra vez de buen humor. Maika vio su opor- tunidad. -Segundo, ¿por qué no me cuentas qué es eso de la kal- fumalén? Prometo que jamás se lo diré al abuelo. Tú sabes que siempre cumplo mis promesas. -Claro. Empezando por Cauñicú. -Eso fue una emergencia. Dale, no seas mala onda, sólo quiero saber de qué se trata. Segundo no contestó. -¿Por qué se disfrazan de azul? ¿Es en honor al río? -si- guió Maika. -Tú no sueltas nunca. Te pareces a tu papá en eso -refunfu- ñó Segundo por encima del hombro, tras una larga pausa-. Si me hubieras hecho caso en Cauñicú, no te habrías encon- trado con esa kalfumalén. Y ahora déjame tranquilo, porque eso es todo lo que voy a decir. -¡Pero si no has dicho nada! -Feykamüten -dijo Segundo, utilizando la fórmula mapu- che para terminar los cuentos-. Y eso es todo lo que diré. Subieron cerca de dos horas en completo silencio. A pe- sar del viento y del gorro que la protegía, Maika pronto comenzó a sentir la cara escocida. Le había dado el agua de su cantimplora a Mozart, que parecía estar pasándolo peor que Nahuel. Razón no le faltaba. El estrecho camino, con roca a un lado y precipicio al otro, no parecía terminar nunca. Causaba una curiosa sensación en la boca del estó- mago: Maika se sentía como si ya estuviese rodando cuesta
  • 37. MAIKAY LA KALFUMALÉN 36 abajo. Además, estaba tan molida que cada movimiento de la Vinchuca le causaba dolor. La yegüita tampoco ayudaba. Poco acostumbrada a los ascensos, a menudo se detenía y parecía escoger cuidadosamente dónde ponía las patas. Casi daban ganas de pedirle que por favor no mirara hacia abajo. Por fin, para alivio de todos, el paisaje se abrió. Habían llegado a una meseta, colonizada por un inmenso bosque de araucarias. Al fondo se veía una quebrada. Apenas los vieron aparecer, una bandada de loros se echó a volar, dando estridentes gritos. Mozart les ladró con furia. -Son cachañas -explicó Segundo-. Ven, yo te ayudo a bajar. Has sido muy valiente. Agradecida, Maika se dejó transportar hasta quedar sen- tada bajo un árbol. Segundo llenó las cantimploras y le trajo de beber. -Podemos descansar un rato y luego seguir hasta la lagu- na -dijo-. ¿Cómo está tu dolor de piernas? -El dolor está mejor que nunca, gracias -contestó Maika, que a pesar de todo se sentía feliz entre tal cantidad de araucarias. Estiró los músculos agarrotados-. Oye, Segundo, ¿y por qué no nos quedamos acá? Hay buena sombra. -No se puede. Es una pinalería. Aquí vienen las familias a juntar piñones. -¿En serio? -Maika miró encantada a su alrededor. -Pero la temporada empieza en primavera, ya no debe quedar nada -agregó Segundo, que acababa de darse cuenta de su error. Demasiado tarde. La niña se levantó sin quejarse y, con un raro paso a causa de sus piernas doloridas, comenzó a caminar entre las araucarias. Nahuel y Mozart la siguieron saltando, con las patas muy arqueadas.
  • 38. 37 Anna Blú Andalién -¿Y a ustedes qué les pasa? -preguntó Maika. -Estamos solidarizando -contestó su gato. Segundo atrapó a los caballos, que se habían puesto a pastar. -Voy a la quebrada, a buscar un sitio que nos sirva para comer y echar una siesta. Después que pase el calor pode- mos seguir. Te va a gustar mucho la laguna. -Esto también me gusta mucho -dijo Maika, contemplando los frutos que asomaban, como una multitud de cabecitas, entre el pasto-. Nunca había visto tantos piñones juntos. Se- gundo, ¿en qué podríamos llevarlos? -Ya veremos -contestó él-. Voy a hacer almuerzo, así que tienes tiempo para recoger todos los que quieras. Solamente no te vayas muy lejos. -¿No comeremos tallarines de nuevo, no? -preguntó Maika esperanzada. -A la suerte de la olla -sonrió Segundo. Montó y comenzó a subir hacia la quebrada, seguido de la Vinchuca, que ya había olfateado el agua. Maika, por su parte, exploró la planicie junto a Mozart, a quien también le gustaban mucho los piñones. Sabía abrir- los él solo. Nahuel, en cambio, comenzó a quejarse de las espinas que se le metían en las patas. Maika se lo puso en el hombro, como acostumbraba a hacer en la casa. Sintió en el cuello las suaves cosquillas de los bigotes de su gato y su ronroneo agradecido. Comenzó a escoger piñones. Estaba demasiado do- lorida para agacharse a recogerlos, así que los fue em- pujando con el pie, hasta formar un montoncito. Mozart también ayudó, con tanto empeño que después de un rato ya habían conseguido un buen alto de piñones grandes y maduros.
  • 39. MAIKAY LA KALFUMALÉN 38 Maika estaba pensando cómo se las arreglaría para lle- varlos hasta donde estaba Segundo, cuando una repentina voz la hizo saltar: -¡Hola! ¿Por qué tienes un gato en el cuello? -¡Ay! -gritó la niña, que con la impresión casi se va de espaldas. Robinson Crusoe al encontrar una huella humana en su isla se habría asustado menos que ella, al oír otra voz en aquellas soledades. Ahí, junto a un árbol, sonriéndole como si se hubieran encontrado en la plaza, estaba Kalfukura. -¿Y tú cómo llegaste hasta aquí? -preguntó Maika, atóni- ta-. Casi me matas del susto. -Vine con mi familia -contestó el niño con simpleza-. ¿Por qué tienes un gato en el cuello? -Pues… porque le gusta estar ahí. Es mi gato. Se llama Nahuel. -¿Y subiste con él? Nunca había visto que alguien trajera un gato. Le queda bien el nombre. Es tan grande que casi pa- rece un tigre -dijo Kalfukura, contemplándolo con admiración. -No es grande, es gordo -ladró Mozart-. Son dos cosas completamente distintas. -¿Trajiste al perrito blanco también? -preguntó Kalfukura, que se puso a hacerle cariño-. Qué bonito es. Me gustan mucho los perros. -Los llevo a todas partes -contestó Maika, que todavía lo contemplaba con asombro-. Oye, sí que me asustaste. No pensé que iba a encontrar a alguien aquí, tan lejos de todo. Con lo que cuesta subir… -No estamos tan lejos. Lo que pasa es que no estás acos- tumbrada. A los huincas les hace mal la altura. -A mí no me hace mal la altura -se indignó Maika-. Y ya te dije que no soy huinca.
  • 40. 39 Anna Blú Andalién -¿Para qué juntaste tantos piñones? -preguntó entonces Kalfukura, señalando el montón que Maika tenía a sus pies-. De ésos no sirven. -¿Ah, sí? ¿Y por qué no? -Porque son los que dejó la gente que vino a piñonear antes. Están pasados y los animales ya los han abierto, ¿ves? -Le mostró uno que estaba partido en la base, lo que Maika no había notado. Y apuntó hacia las enor- mes copas de los árboles-. Los que quedan buenos están allá arriba todavía. Pero ahí sólo las cachañas pueden llegar. -¿En serio? Maika se dejó caer al suelo con desánimo. Kalfukura la miró extrañado. -¿Tanto te gustan los piñones? -Ajá. En mi casa hay un pehuén, pero nunca ha dado piñones, no sé por qué. -Porque debe ser el único -Kalfukura escogió con cuidado las palabras para explicarle. Se notaba que el tema tenía importancia para él-. Hay pehuenes machos y hembras. Tie- nen que juntarse las flores de los dos para que haya frutos. Tu árbol está solo. -Sí -dijo Maika, pensativa-. Eso debe ser. ¿Cómo lo dices en mapudungún? -Pehuén fuchá, nuestro antiguo padre y pehuén kushé, nuestra antigua madre –contestó el niño. -Pehuén fuchá, pehuén kushé -repitió Maika. Las palabras parecieron flotar en el aire y reverberar má- gicamente al sol. Kalfukura parecía impresionado. La miró atentamente. Ya no como a un bicho raro, sino con una expresión distinta. -Bueno -dijo Maika por fin, levantándose-, si estos piño-
  • 41. MAIKAY LA KALFUMALÉN 40 nes no sirven, creo que mejor voy a volver donde Segundo. Ya debe estar lista la comida. Tengo hambre. A la mención de Segundo, Kalfukura pareció alarmarse. No olvidaba los rudos gritos del hombre. -¿Anda cerca? -preguntó mirando para todos lados. -Sí, pero no te preocupes. Ya se le pasó el enojo. La ver- dad es que no lo había visto nunca así. Aunque se taimó de nuevo cuando apareció esa niña tan rara con manto azul. -¿Azul? -Kalfukura la miraba con ojos como platos. -Sí, estaba en la vertiente. Segundo no alcanzó a verla, pero yo sí. Oye, ¿me puedes contar tú qué es eso de la kalfumalén? -¿Kalfumalén? -Uf, ¿vas a repetir todo lo que digo? Segundo dice que la niña que vi era una kalfumalén, pero después no hubo caso de sacarle nada más. Eso significa niña azul, ¿no? Esperó con ansiedad la respuesta, pero Kalfukura no dijo nada. La miraba con la boca abierta. Su expresión era tan divertida que Maika se echó a reír. -Ahora tienes la misma cara que Segundo. Todo esto es muy gracioso. Sin embargo, Kalfukura meneó la cabeza con gran se- riedad. -No, te equivocas. Es muy importante. Significa que mi abuela tenía razón. Sin previo aviso, la tomó de la mano. El contacto de su palma era duro, pues los pehuenche tienen la costumbre de incluir a los niños desde muy temprano en las labores del campo, y éstos se sienten orgullosos de ayudar en la fami- lia. Ante esos dedos callosos, Maika tuvo un movimiento de rechazo, pero se dominó.
  • 42. 41 Anna Blú Andalién -Creo que deberías hablar con mi abuela -dijo Kalfuku- ra, que notó su reacción, pero no pareció ofenderse-. Ella puede explicarte mejor que yo todo lo que quieres saber. Estamos más abajo. -Me gustaría, pero no puedo. Si desaparezco de nuevo, Segundo no me perdonará jamás. -Tu abuelo le mandó que no te mezclases con nosotros -explicó el niño-. Lo escuché decírselo a mi abuela. Pero ya es demasiado tarde. No es culpa de él. Maika permaneció inmóvil. De pronto sentía frío en el corazón. Era una sensación a la que estaba acostumbra- da. Sobre todo por las noches, cuando recordaba a su padre o se preguntaba acerca de su madre. Era miedo. Y la seguridad de que había en su vida algún tipo de mis- terio que la hacía distinta a todos los otros niños, como si sólo ella hubiese nacido con un órgano que a los demás les faltaba. Kalfukura esperó largo rato. Al ver que la niña no se mo- vía, le soltó la mano lentamente. -Si no quieres venir, está bien. Nadie puede obligarte. Hizo una pausa. Como ella seguía sin decir nada, se metió las manos en los bolsillos. Era evidente que estaba decepcionado, pero trataba de no dejarlo ver. -Ya me tengo que ir -dijo-. Peukayael. Dio media vuelta y comenzó a bajar hacia la quebrada con gran rapidez. A pesar de lo pequeño que era, se mo- vía con seguridad. Pronto se perdió entre las rocas. Maika, recordando su dolor de piernas, se dejó caer otra vez al suelo. Se sentía desanimada. Nahuel trepó enseguida a su cuello. Mozart se acostó a su lado, apoyándole la cabeza sobre las rodillas. Ambos la miraban con sus grandes ojos redondos y fijos. -No me miren así. Esta es una estupenda oportunidad
  • 43. MAIKAY LA KALFUMALÉN 42 para quedarse callados. Por favor no la dejen pasar -les pidió Maika. -Pues esta era una estupenda oportunidad para tener la aventura de tu vida y tú la dejaste pasar -dijo Mozart. -Piensa que no irás al cine en todo el verano. Seguro que esto es, lejos, lo más interesante que puede pasarte -agregó Nahuel-. Desde ayer que estás preguntando por la kalfuma- lén: aparece este niño de la nada para aclarar el misterio y paf, tú te echas hacia atrás. -Yo creía que eras valiente y aventurera -dijo Mozart. -Pues se equivocaron -dijo Maika, aburrida, amarrándose el cordón de un zapato que se le había soltado-. Sólo soy valiente cuando no puedo evitarlo. Y ahora muévanse, que el almuerzo nos debe estar esperando. Ni Nahuel ni Mozart contestaron. Extrañada por su si- lencio, Maika levantó la vista. Ambos estaban muy quietos, mirando en dirección a la quebrada. -Bueno -dijo Mozart, moviendo la cola-. Me parece que ahora no vas a poder evitarlo. Allá arriba, inmóvil en medio de la corriente, como si estuviera suspendida sobre el agua, estaba la niña azul. Miraba hacia ellos.
  • 44. 43 ¡CORRE, MAIKA, CORRE! M aika pestañeó para asegurarse de que veía bien. No había equivocación posible. La figura, como la vez anterior, parecía confundirse bajo el brillo del sol. Ahora vio que se debía a la multitud de gotitas de agua que salpicaban su manto y lo volvían iridiscente. Fuera de eso, parecía una niña perfectamente normal. Sólo la distan- cia no dejaba verle la cara. -Ah, la flauta. Ahí está otra vez. ¿Ustedes la ven también, verdad? -preguntó Maika. -Claro. La pregunta es: ¿qué hacemos? –replicó Mozart, moviendo la cola con más energía que nunca. Por toda respuesta, Maika echó a correr. -Pronto lo vamos a averiguar -contestó Nahuel, saltando detrás de ella. Pero la niña no corría hacia la quebrada, sino que bajaba a toda velocidad, siguiendo el rumbo por donde había desaparecido Kalfukura. No estaba acostumbrada al terreno: resbaló un par de veces y se peló un codo. Pero no se detuvo. La soledad era absoluta. Sólo arbustos y piedras. Cuando ya empezaba a desesperarse, vio de pronto, entre el gris de las rocas, la camisa a cuadros
  • 45. MAIKAY LA KALFUMALÉN 44 rojos que llevaba el niño. El corazón le dio un brinco de alegría. -¡Kalfukura! ¡Espérame! Él dejó de caminar. Su sonrisa era radiante. -Estaba seguro de que lo ibas a pensar mejor -dijo cuan- do Maika llegó junto a él. Pero ella no lo dejó seguir. -Tienes que venir ahora mismo. Después te explico. Sin una sola palabra, el niño dio la vuelta y empezó a desandar camino. Maika sintió un impulso de agradecimien- to. ¡Qué fácil era entenderse con él! No se hacía problemas por nada. Kalfukura, en tanto, trepaba hábilmente de roca en roca. Se detenía a veces, para ayudarla en las partes difíciles. Mozart, en quien parecía haber despertado por fin el espí- ritu guerrero escocés, iba adelante mostrándoles el camino. Por fin se detuvo. Su cola se agitaba como una bandera en dirección a la quebrada. Kalfukura miró a Maika, interro- gante. -Allí -dijo ella simplemente, apuntando a lo lejos. La kalfumalén no se había movido de su sitio. Parecía estar esperándolos. Su manto ondulaba detrás de ella con el viento. Kalfukura escudriñó en dirección a la mano de Maika. -¿La ves? -preguntó ella-. Ahí, en el salto de agua. Parece que estuviera parada sobre la nada. -Claro que no la veo -dijo el niño con tranquilidad-. Pero si dices que hay alguien ahí, te creo. -Es la niña azul otra vez -dijo Maika, sorprendida-. Mo- zart y Nahuel también la ven. -Te creo -repitió el niño-. ¿Qué quieres hacer?
  • 46. 45 Anna Blú Andalién Maika no contestó. Vio que la kalfumalén inclinaba la cabeza, como si también ella se preguntase qué iba a su- ceder. -No sé -dijo al cabo de un rato, perpleja-. No entiendo nada. ¿Por qué nosotros podemos verla y tú no? ¿Quién es? ¿Está viva? -Por supuesto que está viva -sonrió Kalfukura-. Tan viva como el río o los árboles. Por eso los animales y las plantas reaccionan cuando ella está cerca. Pero hace mucho tiem- po que nadie veía una. Mi abuela dice que, cuando niña, conoció a una ñaña muy viejita que se había encontrado con una kalfumalén en la vertiente. Le ayudó a encontrar las hojas de ñamkulawén que andaba buscando para hacerle remedio a su madre, que estaba muy enferma. Y aunque después regresó muchas veces al mismo sitio, nunca volvió a verla. Maika abrió la boca para preguntar de nuevo, pero Mo- zart no le dio tiempo. -¡Miren! -ladró. La niña bajaba con delicados pasos. Maika imaginó por un instante que, a cada movimiento de su pie, surgía una piedra bajo la corriente para sostenerla. Era como si des- cendiera por una escalera de agua. Pronto estuvo apenas a unos metros de ellos. -Huesos y galletas -dijo Mozart, metiéndose entre las pier- nas de Maika-. Esto se puso brígido. -¿No irá a convertirnos en piedra o algo así, verdad? -bufó Nahuel, con los pelos del espinazo hechos un esco- billón. -No creo -murmuró Maika, con los ojos clavados en la figura que se acercaba-. Ustedes eran los que querían ser valientes y aventureros. -Quién quiere ser valiente -contestó Nahuel, aplastándose
  • 47. MAIKAY LA KALFUMALÉN 46 contra el suelo-. Yo lo que quiero es conocer alguna gatita simpática y tener dieciocho hijos. Kalfukura los observaba en silencio, consciente de que algo sucedía. La kalfumalén se detuvo por fin a pasos de Maika. Eran casi de la misma estatura. La niña pudo ver su cara pe- queña y dulce, de grandes ojos. Su manto relucía como el lucero del alba; no era sólo efecto del agua o la dis- tancia. El corazón le dio un salto. Una sensación des- conocida la inundó. Fue como recibir un gran abrazo o arrimarse al fuego tras haber pasado muchas horas bajo la lluvia. Estiró instintivamente la mano hacia ella. Estaba a punto de meterse al agua cuando vio que la niña le daba la espalda y empezaba a subir de nuevo, con su paso elástico. -¡No! -A Maika se le quebró la voz. -¿Qué pasa? -preguntó Kalfukura. -Se va otra vez. ¡Espera! –gritó. -No se ha ido -terció Mozart, que había seguido muy atento la escena-. Está ahí, en esa roca. Te está esperando. La kalfumalén, en efecto, se había detenido sobre una saliente cercana. Estaba tan quieta que parecía formar parte de la roca misma. Miró hacia ellos y luego hacia la montaña. -Quiere que la sigas -dijo Nahuel-. Esto no me gusta nada. -A mí tampoco -agregó Mozart-. Deberías preguntarle primero a este niño. Todavía no sabes si nos puede hacer algún encantamiento o algo así. -La vamos a perder -se impacientó Maika-. Kalfukura, ¿puedes acompañarme? Eres el único que conoce la mon- taña.
  • 48. 47 Anna Blú Andalién -Claro -contestó el niño con su tranquilidad habitual-. A eso vine. -Vamos entonces -dijo Maika, agarrándose con decisión a una mata de quinchamalí para empezar a subir. Las ra- mas, muy duras, le rasparon las manos, pero ella apenas lo notó. Sólo estaba pendiente de la figura azul que esperaba allá arriba. Tenía miedo de que fuera a desaparecer en la claridad del mediodía. -Yo iré adelante -decidió Kalfukura-. Tienes que afirmar el pie exactamente donde me veas ponerlo a mí. Kalfukura demostró rápidamente la importancia de ha- berlo llevado. Trepaba con increíble rapidez, a pesar de que ni siquiera iba con buenos zapatos. Gracias a él no perdieron el rastro de la niña azul, que subía sin esfuer- zo. Parecía haberse olvidado de ellos. Sólo el brillo de su manto permitía distinguirla de vez en cuando entre las rocas. La subida era tan dura que, al cabo de media hora, Maika comenzó a preguntarse si aquel brillo que sólo ella distinguía no sería producto de su imaginación, o simplemente el sol sobre el agua. La cara le chorreaba de sudor y su dolor de piernas había vuelto peor que nunca. No había posibilidad de volver a bajar. Soltar- se equivalía a dejarse caer al fondo del barranco. Si no hubiera sido por Kalfukura, que sabía encontrar las grietas justas para agarrarse y la sostuvo varias veces, Maika se habría despeñado. Mozart y Nahuel se las arreglaban mejor, pero ambos jadeaban y tenían las patas partidas. Por fin, cuando la niña pensaba que le sería imposible mover un solo músculo más, alcanzaron una planicie. Un bosquecito de araucarias crecía en medio de ella. -Pehuenentu -murmuró Kalfukura, izando a Maika-. Llega- mos a otra pinalería.
  • 49. MAIKAY LA KALFUMALÉN 48 La niña no contestó. Estaba tan agotada que quedó tendi- da ahí mismo, sobre los rastrojos de pasto que crecían entre las rocas. Nahuel y Mozart se desplomaron junto a ella. -Aquí no -dijo Kalfukura, obligándola a levantarse-. De- ben ponerse a la sombra. Además, hay cóndores. No es seguro para tus animales. Maika se dejó conducir hacia los árboles. Ahora, un te- rrible dolor de brazos se sumaba al de las piernas. Apenas podía moverse. Después de ayudarla, Kalfukura transportó, uno bajo cada brazo, a Nahuel y a Mozart, que llevaban la cola muy baja. Maika miró hacia el bosque, en busca de la kalfumalén. Pero ésta parecía haberse esfumado. Descubrió en cambio varios cóndores, planeando allá arriba. Los cóndores y las araucarias eran los únicos gigantes que compartían las altas cumbres, mucho antes de que el hombre hubiese aparecido en la cordillera. Dejó caer la cabeza sobre el pasto. -No veo a la kalfumalén por ninguna parte -suspiró-. Aun- que tal vez sea mejor. No soy capaz de seguir. -Eres buena subiendo -dijo Kalfukura-. Me sorprendiste… -Para ser huinca -completó Maika. Ambos se echaron a reír a carcajadas. De pronto, Maika se dio cuenta de que se sentía a sus anchas. Tenía la cara y las manos casi desolladas, no podía andar y estaba en me- dio de la montaña, sin equipo ni comida, con un niño que apenas conocía del día anterior, en busca de algo que bien podía ser nada. Y, sin embargo, su corazón estaba liviano como un pájaro. Kalfukura la dejó para ir a buscar piñones. Maika lo vio detenerse junto al tronco más grande y pedir permiso al ngen del bosque por el alimento que iban a tomar de él. Mozart, que tenía hambre, lo siguió penosamente y ayudó a pelar, a dentelladas, buena parte de los frutos recogidos.
  • 50. 49 Anna Blú Andalién Maika, por su parte, encontró refugio bajo una roca gran- de. Todos se trasladaron allí a descansar y a comer los pi- ñones que, aunque crudos, aliñados con el hambre sabían muy bien. Kalfukura, después de registrar concienzudamente los alrededores de la quebrada, había vuelto también con unas bayas que Maika no había visto nunca, de un arbusto llamado trüng trüng, y con tallos de nalca, que daban un jugo delicioso y nutritivo. Parecía tan lleno de recursos que Maika, cuyo cansancio le impedía ayudar, se contentó con observarlo mientras recogía ramas de radal para tapar la entrada del improvisado refugio. -¿Cuántos años tienes, Kalfukura? -le preguntó con curio- sidad. -Voy a cumplir nueve esta semana -contestó el niño. Y agregó un viejo dicho pehuenche-. Ya sé venir solo al bos- que. Quería decir que ya era grande, por lo que se bastaba a sí mismo para conseguir alimento y refugio. Como sus ma- yores, sabía leer directamente en el libro de la naturaleza. Maika se sacó la cortaviento y la dobló bajo su cabeza. La comida, unida al cansancio, había hecho que le bajara un sueño fulminante. Sin embargo, luchó por mantenerse despierta. Su mente no se había apartado de la niña azul. -Kalfukura, cuéntame ahora lo que sabes -pidió-. Sin guar- darte nada. Él se sentó junto a ella. Parecía haber estado esperando ese momento. Sus dedos jugaban con una rama de trüng trüng, mientras la miraba pensativo. Maika le dedicó una sonrisa para animarlo. De golpe, Kalfukura se decidió. -Hace mucho tiempo, tanto que sólo las piedras saben cuánto -empezó su historia-, existió entre los primeros ma- puche una niña que era ayudante de Ngenechén, el gran
  • 51. MAIKAY LA KALFUMALÉN 50 padre de todo lo que existe. Ngenechén tomó del río parte de su corazón azul para ponerlo en el pecho de la niña. De la montaña salió ella, dicen, para cuidar de los mapu- che, que vivían en un mundo tan nuevo que las cosas aún no tenían nombre. Los ayudaba a que las cosechas fueran buenas, los sanaba de sus enfermedades y les multiplica- ba los hijos. Ellos, agradecidos, le hacían ofrendas en sus ceremonias. La niña les dio también un regalo maravilloso, para que nunca la olvidaran: fundió las piedras con luz de luna bajo un cerro, e hizo crecer el árbol de la plata. De ahí en adelante las mujeres mapuche tuvieron joyas con qué adornarse. Hizo una pausa. A pesar del sueño, Maika había se- guido atentamente la historia. Kalfukura era muy bueno na- rrando. Había crecido oyendo relatos junto al fogón, según la costumbre entre los suyos que cultivaba la memoria y el küme dungún, expresarse con bonitas palabras. -Pero sucedió que los mapuche comenzaron a olvidar a su kalfumalén -siguió Kalfukura-. Ya no la querían como an- tes. Dejaron de hacerle ofrendas. La niña azul se puso tan triste que se volvió una nubecita blanca y muy pronto el cielo se ennegreció y llovió. Mucho llovió, dicen los antiguos, has- ta que toda el agua de su corazón regresó al río. La comida empezó entonces a faltar, los animales nacían enfermos y el árbol de la plata se secó. Asustados, los mapuche escogie- ron entre todas las familias a la niña más hermosa y la lle- varon a la montaña, como ofrecimiento a Chao Ngenechén para que perdonase la ingratitud de sus hijos. -¿Qué pasó entonces? -bostezó Maika. -La niña escogida entró en la montaña por una grieta que hoy está tapada por un cerro. Se quedó a vivir ahí, para que nunca faltase una kalfumalén entre nosotros. Por eso los mapuche miramos siempre hacia la cordillera, ha- cia los ríos, porque desde ahí nos viene la protección. Sin embargo, la niña cada vez se deja ver menos, porque los
  • 52. 51 Anna Blú Andalién hombres han gastado la tierra. La ñaña de la que te hablé fue la última que la vio. Murió cuando mi abuela era joven. Se había hecho machi para ayudar a sanar gente. Le dijo a mis abuelos que cuando joven tuvo un perimontun. -¿Qué es eso? -Ustedes lo llaman una visión. Sólo las machis la tienen. -¿Y por qué se lo dijo a tus abuelos? –volvió a preguntar Maika, que luchaba por mantener los ojos abiertos. A su lado roncaban ya Mozart y Nahuel, con la barriga repleta de piñones. -Mi abuelo es el lonco de la comunidad -contestó Kalfuku- ra-. Él y la machi son nuestras máximas autoridades. Ella le contó a mis abuelos cómo había visto que una niña bebería de un cántaro azul y sería capaz de traer de vuelta a la kalfumalén, para ayudarla a combatir un grave peligro que amenazaría a la comunidad. El perimontun era muy fuerte, dijo, y se repitió muchas veces a lo largo de su vida. Sin em- bargo, pasaron los años, ella murió y nunca ocurrió nada… Hasta que llegaste tú. Hizo una pausa significativa, pero Maika no dijo nada. Kalfukura se dio vuelta a mirarla: la niña dormía respirando pesadamente. Tenía oscuras manchas de cansancio bajo los ojos y el pelo pegado a la frente por el sudor. Era la imagen misma del agotamiento. Kalfukura se tendió con cuidado a su lado, para no des- pertarla. También él estaba muy cansado. A pesar de que estaba acostumbrado a los ejercicios pesados, la subida había sido muy dura. La piedra bajo la cual se refugiaban daba una agradable protección contra el viento y el sol. Muy pronto se quedó dormido como los otros. No supo por cuánto tiempo, pero el sol comenzaba a desaparecer cuando algo lo hizo despertarse alarmado. Al principio creyó que había sido algún un animal. Luego se
  • 53. MAIKAY LA KALFUMALÉN 52 dio cuenta de que provenía de muy cerca: Maika, a su lado, se agitaba en un sueño inquieto. Tenía los puños apre- tados. Sus sollozos y el rechinar de sus dientes eran aquel ruido raro que lo había despertado. Debía estar soñando algo muy malo. Kalfukura iba a despertarla cuando ella se dio vuelta y la oyó murmurar en un idioma conocido. Puso atención. Volvió a oírla llorar y a repetir, esta vez con voz clara: Ñi piwke weñanküley. Triste está mi corazón.
  • 54. 53 LAS CICATRICES DE LA MONTAÑA M aika no tuvo conciencia de haber cerrado los ojos. Más bien era como si hubiese pasado a través de una puerta blanca hacia un paisaje que ya cono- cía muy bien: la muralla de árboles, el latido del río, la mon- taña en todo su mágico esplendor. Caminó pisando con una seguridad nueva. Pronto se encontró dentro del bosque. Y allí donde el aroma de las hierbas medicinales se hacía más intenso, se detuvo por fin: sentada en medio de un pequeño claro, estaba la kalfumalén. Maika sabía lo que tenía que hacer. Se arrodilló frente a la niña azul y le alargó ambas manos, que aún mostraban las heridas de la escalada. Ella sonrió compasivamente. Apoyó sus manos sobre las de Maika. Cuando las retiró, ésta vio que ahora tenía las palmas de las suyas cubiertas de una pasta vegetal, cuyo olor le recordó las hojas del quinchamalí. Casi enseguida comenzó a notar el alivio en la piel lastimada. -Pronto ya no sentirás dolor –dijo la kalfumalén. Su voz era como Maika la había imaginado, un cristalino fluir de agua.
  • 55. MAIKAY LA KALFUMALÉN 54 -¿Qué debo hacer? –preguntó, y su propia voz le sonó áspera y desafinada en comparación con la de la niña azul. -Ven conmigo -contestó la kalfumalén, poniéndose de pie. Maika la siguió. También sus pasos le parecieron torpes y pesados comparados con los de la niña azul, aunque notó que ahora podía moverse con una soltura distinta, como si el bosque y ella fueran viejos amigos. No sentía cansancio. Por primera vez en su vida era parte de algo perfecto. Su corazón se movía al mismo ritmo de los de- más corazones que la rodeaban. Por fin, la kalfumalén se detuvo. Habían llegado a la cima más alta de todas. Desde ahí era posible distinguir el verde eterno del bos- que tapizando las cumbreras de los cerros, hasta donde se perdía la vista. La niña azul extendió el brazo, bajo su manto refulgente. -Mira ahí donde baja el río. Maika siguió la dirección de su mano. En muchos sitios, junto al brillo del agua, vio enormes desgarrones que mos- traban sólo roca pelada. Apenas podía creerlo. Vista desde allí, la montaña estaba llena de cicatrices. Oyó el tropel en- loquecido de animales que huían, el griterío aterrorizado de los pájaros y -por encima de todo- los silenciosos estertores de muchos cuerpos que caían pesadamente, para abando- nar una vida de belleza apacible, la única vida que habían conocido siempre. Repentinamente, Maika se llevó una mano al pecho. Un dolor inesperado la hizo tambalearse. Ni siquiera sabía que podía existir una clase de dolor como esa. Abrió desmesura- damente la boca, tratando de respirar. No veía nada: des- cubrió de pronto que se había quedado ciega. Sus manos tantearon el aire, buscando algo a qué agarrarse. -Ayúdame -suplicó con voz rota-. Me voy a caer. No pue- do respirar.
  • 56. 55 Anna Blú Andalién Sintió que la kalfumalén la tomaba de la mano. Su con- tacto suave y firme contribuyó a tranquilizarla, pero nada podía calmar la tortura insoportable de ese dolor que la doblaba en dos. Comenzó a llorar, llena de miedo. -No llores -dijo la niña azul-. Aún hay tiempo. Todo saldrá bien. Atónita, Maika se dio cuenta de que el dolor provenía de sus raíces. Una a una la desgajaban del suelo. Luego vinieron terribles hachazos por los que comenzó a manar la savia tibia, llevándose la fuerza que la mantenía agarrada a la vida. Sintió que su corazón de árbol ya no podía soportar ese suplicio. Era inútil seguir resistiendo. Con un débil grito, se preparó para caer. -Este es el secreto de tu fuerza -dijo entonces la kalfuma- lén. E inclinándose, susurró unas palabras en su oído. -¡Maika! ¡Despiértate, Maika! De pronto, salido de la nada, vio el rostro de Kalfukura que la miraba preocupado. -¿Estás bien? Maika se tocó la cara. La tenía sucia y llena de lágrimas. -Tuve un sueño horrible. Era muy real. El niño la ayudó a incorporarse. Mozart le lamió solíci- tamente la cara y Nahuel se le acurrucó en los brazos. Su ronroneo resultaba tranquilizador. -Tuviste un pewma -dijo Kalfukura-. Pero tuve que desper- tarte porque llorabas demasiado. -Pewma -repitió Maika-. No sé qué es eso. -Los pewma son los sueños. Sólo que para nosotros son muy importantes. Para los mapuche, los sueños vienen del futuro y no del pasado. Tu pewma te anuncia lo que va a suceder.
  • 57. MAIKAY LA KALFUMALÉN 56 Maika se quedó mirándolo. Su mente trabajaba a toda velocidad. -¡Ya sé! -exclamó de pronto, tan fuerte que Nahuel, asus- tado, huyó-. En mi pewma estaba la kalfumalén. -¡No debes contármelo! -la interrumpió Kalfukura, horro- rizado-. Jamás se le dice tu pewma a nadie. Si no, nunca podrás cumplirlo. Y una persona que no cumple sus sueños es un muerto en vida. Así creemos nosotros. Maika pensó unos instantes. -Entonces, ven conmigo -decidió, poniéndose de pie. Se sentía débil y mareada, pero resistió hasta que la sensación hubo pasado. Echó a andar con toda la rapidez de que era capaz en dirección a la parte más despejada de la cumbre. -Ya sé por qué la kalfumalén nos trajo hasta aquí. Desde esta altura es la única manera de ver -le explicó, cuando llegaron a un promontorio-. Sube tú, que eres el experto en escalamiento. Ni muerta hubiera reconocido que las piernas no le respondían. Kalfukura subió con su habitual facilidad. Las pocas horas de sueño le habían bastado para reponerse. Maika, en cambio, estaba extenuada. -¿Qué ves? -le preguntó, una vez que hubo llegado arriba. -Pues… -El niño parecía confundido-. ¿Qué se supone que debo ver? -Tienes que mirar hacia el río -le dijo Maika-. No el cajón por el que subimos, sino otro río. Sé que hay uno muy cerca de aquí. -Claro, el Ñirreweco. Va a dar al Queuco -dijo Kalfukura, antes de enfocar la vista. De pronto dejó caer los brazos y se quedó mirando. Tanto rato estuvo inmóvil, que Maika le tiró piedritas, impaciente. -No te quedes pegado. ¿Encontraste algo?
  • 58. 57 Anna Blú Andalién En vez de responder, Kalfukura bajó. Su expresión era indescriptible. -Están cortando el bosque cerca del río -dijo con desma- yo-. No pueden hacer eso. Se supone que esta es zona protegida. Parecían a punto de saltársele las lágrimas. Un día atrás, Maika no hubiera entendido que a alguien pudiera afectarle de ese modo unos árboles menos en el mundo. Ahora sabía que para los pehuenche, el bosque es todo. Entrega el ali- mento, surte de medicinas, es fuente de frescor en verano y de combustible en invierno. Y, por sobre todas las cosas, es el guardián del espíritu del agua, sin la cual ninguna forma de vida puede existir. Ella misma había sido parte del bos- que. Ahora a ella también le afectaba. -Por supuesto que es zona protegida -dijo con decisión-. Lo que están haciendo es ilegal. Y súper grave. Tenemos que movernos rápido. Kalfukura la miró indeciso. -No podemos bajar a esta hora por donde subimos. Ade- más, tú no estás en condiciones. -No vamos a devolvernos -dijo Maika-. Eso tomaría de- masiado tiempo. Muchos árboles deben estar cayendo por hora. Cada minuto cuenta. -¿Entonces? -Kalfukura la miró perplejo. -Tenemos que detener la tala hasta que se pueda avisar a las autoridades. Y sobre todo no dejarlos escapar. -¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? -¡No sé! -dijo Maika, feliz. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan entusiasmada-. Lo averiguaremos en el momento. Para su sorpresa, Kalfukura pareció satisfecho con la res- puesta. A pesar de sus patas doloridas, también Mozart y Nahuel se mostraron emocionados.
  • 59. MAIKAY LA KALFUMALÉN 58 -¡Siempre he querido perseguir ladrones! -ladró el perrito, moviendo la cola resueltamente-. Soy un terrier con vocación de pastor alemán. -Yo también quiero ser un guardián de la ley. Sólo que no puedo dejar de acordarme del budín de atún que prepara Carmen -dijo Nahuel, que en dos días parecía haber perdi- do su aspecto gordo y lustroso. Maika los abrazó a ambos. -Bueno, son muy valientes en acompañarnos. Les prometo que encontraremos algo de comer. -Por eso no se preocupen -aseguró Kalfukura, que estudia- ba el cielo-. Pero deberíamos irnos ahora mismo, si quere- mos llegar abajo a tiempo de encontrar un refugio. Todavía quedan unas dos horas de luz. -¿Tan cerca estamos? -preguntó Maika, sorprendida. -Por el camino que tú me mostraste, sí -contestó el niño-. Yo solo no hubiera podido encontrarlo. -Tampoco fui yo quien lo encontró- empezó a decir Maika. Una mirada de Kalfukura la hizo detenerse en seco. Y se quedó callada, por miedo a perder su pewma para siempre. Iniciaron entonces la marcha, con Kalfukura a la cabeza. Sin embargo, esta vez Maika sabía exactamente adónde se dirigían. Empezaba a refrescar. La niña se puso la corta- viento y se preguntó cómo se las arreglaría Kalfukura, que andaba sólo con camisa. Pero éste no parecía preocupado en absoluto. Bajaron a paso forzado. Maika se movía con gran seguridad a través del bosque, que se iba haciendo más denso a medida que bajaban. Incluso Kalfukura, que solía hacer de guía para los turistas, quedó admirado. Por fin se detuvieron en un pastizal. Ahí descansaron. Kalfukura se dirigió hacia un bosquete de radales, en bus- ca de ramas con qué construir un refugio y hacer fuego. Maika se puso a juntar piñones para gran alivio de Mozart
  • 60. 59 Anna Blú Andalién y Nahuel, cuyas barrigas llevaban mucho rato gruñendo. Tuvo la suerte, además, de encontrar matas de llaweñ, la sabrosa frutilla silvestre que es la felicidad del viajero de la cordillera. La niña recolectó también hojas tiernas de los quinchamalíes que crecían entre las rocas y varias piedras grandes. Para cuando Kalfukura regresó, estaba muy ocupada mo- liendo las hojas sobre una piedra plana y comiendo frutillas, más pequeñas pero más dulces que las tradicionales. A su lado, Mozart partía piñones. Su estilo no era muy elegante, pero resultaba sumamente efectivo. Kalfukura dejó caer las ramas al suelo. Se puso a entrela- zarlas a toda prisa, con manos hábiles. -Come -le dijo Maika-. Después no tendremos tiempo. El niño no se hizo repetir la invitación. Comenzó a masti- car ávidamente los piñones, aunque sin dejar de trenzar las ramas. -No sabía que conocías los llaweñ -dijo con la boca lle- na-. No es fácil encontrarlos. -No los conocía -dijo Maika con una sonrisa-. Pero se supone que no tengo que hablar de eso. Había terminado de moler las hojas. El resultado era una pasta gruesa, pardusca, que la niña se aplicó sobre las pal- mas de ambas manos, que tenía casi en carne viva. Cubrió con ella también las maltratadas patas de Mozart y Nahuel. -Deben quedarse quietos al menos un rato -les advirtió. -Por eso no hay problema. No quiero volver a caminar en toda mi vida -dijo Nahuel, que tras el festín de piñones descansaba cómodamente echado sobre la hierba. -También queda para ti, si quieres aliviarte las manos -agregó Maika, en dirección a Kalfukura-. Pero tenemos que apurarnos. Falta menos de una hora para que sea de noche.
  • 61. MAIKAY LA KALFUMALÉN 60 El niño, acostumbrado a leer la hora en el cielo, se dio cuenta de que el cálculo era exacto. No perdió tiempo en preguntas inútiles. -¿Qué es lo que piensas hacer? -se limitó a decir. -Dejar hecho el refugio, pero sin prender fuego todavía -contestó Maika prontamente-. Ahí, al otro lado de esas lengas, está el lugar donde guardan los árboles cortados. Seguramente los bajan después por el río. No podemos prender fuego porque nos verían. Tenemos que ir a hacer un reconocimiento primero. Kalfukura aceptó las indicaciones con su docilidad acos- tumbrada. Ayudado por Maika, armó una ramada y la asentó en el hueco que formaba una roca cerca de unos troncos caídos. -Estaremos un poco estrechos, pero así será más fácil mantener el calor -dijo al final. Se sacudió las manos y la ropa-. Ya estoy listo. Vamos. -Nosotros también estamos listos -dijo Mozart, levantán- dose de un salto y despertando a Nahuel, que dormía en- roscado junto a él. -Ya les dije que ustedes se quedan acá -los detuvo Maika-. Métanse en el refugio y aprovechen de curarse las patas, porque las van a necesitar después. Ambos se quedaron tan alicaídos, que Maika tuvo que consolarlos: -Sólo vamos a dar un vistazo y luego volveremos. Les prometo que no se van a perder de nada. -Siempre y cuando no les caiga un tronco encima -contestó Nahuel, que parecía desanimado-. ¿Qué pasa si no vuelven? -Detesto decirlo, pero tiene razón –ladró Mozart-. No sa- bes con qué clase de delincuentes te vas a encontrar. Puede ser peligroso. Nos necesitas.
  • 62. 61 Anna Blú Andalién -Maika, vamos -la urgió Kalfukura, que ya había comen- zado a caminar-. Dentro de poco no habrá nada de luz y estaremos en problemas para encontrar el camino de vuelta. Sin más, Maika echó a correr, dejando a su perro y a su gato de pésimo humor. Alcanzó a Kalfukura y ambos caminaron sin hablar, tratando de avanzar lo más rápida y silenciosamente posible. Pasadas las lengas, el paisaje se volvía casi impenetra- ble. Sólo el rumor del río, filtrado por los árboles, dejaba adi- vinar que poco más allá se terminaba el terreno. De pronto, Maika tocó a Kalfukura en el brazo, mostrándole algo más adelante. El niño asintió. En medio de la compacta masa verde se veía una construcción, hecha con medios troncos en bruto. Habría pasado inadvertida entre los árboles si no hubiera habido una fogata dentro. Les llegó también el débil sonido de una radio a pilas. Los dos niños se aproximaron con mucha precaución a la parte de atrás de la cabaña. Las junturas eran toscas y les permitían ver perfectamente el interior. Había un hombre durmiendo en el suelo, cerca del fuego, con la cabeza ta- pada por su chaqueta. Sus ronquidos atravesaban la rústica pared. Otro hombre, sentado a su lado, tomaba mate, con- templando las llamas con expresión sombría. Maika y Kalfukura esperaron largo rato, consultándose con apretones de mano, pues estaba ya demasiado oscuro para ver algo. Pasaba el tiempo y las rodillas comenzaban a dolerles. Maika iba a susurrarle a Kalfukura que regresa- ran cuando de pronto entró un hombre alto, con una caza- dora de cuero. Por la seguridad de sus ademanes, y por la rapidez con que el hombre del mate se puso de pie, se notaba que era el jefe. -Froilán, despiértame a este flojo –dijo el recién llegado, sin saludar-. No les pago para que estén durmiendo. El hombre del mate empujó con el pie a su compañero.
  • 63. MAIKAY LA KALFUMALÉN 62 Éste tenía el sueño pesado, pues siguió roncando a más y mejor. Impaciente, el hombre de la cazadora le soltó un pun- tapié. Sus botas eran gruesas y el otro hombre se incorporó enseguida, amenazante. Pero cuando vio al de la cazado- ra, su actitud se volvió rastrera. -Disculpe, patrón. Buenas noches. Pensábamos que venía más tarde. -La hora a la que vengo no es tu problema. Lo que tiene que preocuparte es la carga que están cuidando. Que sea la última vez que te encuentro sacando la vuelta. El hombre puso mal gesto. -Estamos cansados, patrón. Mire la hora que es. Estuvi- mos toda la tarde contando troncos. -Cansados deberían estar a los que les toca cortar y aca- rrear, y nadie se me queja. Ya me estás aburriendo, Juan. Si no estás a gusto puedes volverte al lugar del que te saqué. Al hombre se le avinagró aún más la cara. -Es que usted no toma en cuenta el riesgo, patrón. Mira por las suyas nomás. -No se preocupe, don Ignacio -terció el hombre del mate, conciliador-. Contamos de nuevo esta tarde y no falta ni un solo tronco en la primera partida. ¿Vamos a empezar a cargar mañana, verdad? -A primera hora, apenas haya luz -contestó el hombre-. Yo vendré en una hora más, a dejarles los transmisores y darles las últimas instrucciones. Y preocúpate de que tu primo no vuelva a fallar, Froilán. Esta es la noche en la que tienen que estar más despiertos que nunca. Sin esperar respuesta, salió a grandes pasos. Maika tocó a Kalfukura en el brazo. Ambos fueron silen- ciosamente detrás de él.
  • 64. 63 LA OPERACIÓN KAWELLUKO A fuera era noche cerrada. En el bosque todo se veía negro y amenazante. En otras circunstancias, Maika habría sentido miedo. Pero ahora su única preocu- pación era no perder de vista al hombre de la cazadora, que había encendido una linterna y se dirigía hacia el río. Oía a su lado la agitada respiración de Kalfukura. De pronto sintió una nueva presencia. Se le escapó un suspiro de alivio: a su otro costado brillaba el manto de la niña azul. La kalfumalén la tomó de la mano para guiarla. Maika asió a su vez de la mano a Kalfukura, que ya se había dado cuenta de que algo sucedía. A partir de entonces avanzaron con facilidad. El hombre, en cambio, chocaba con toda clase de obstáculos, tropezando con raíces levantadas o enganchándose en las ramas. A cada instante soltaba mal- diciones. Hacía tanto ruido que los niños hubieran podido seguirlo incluso sin ayuda de la kalfumalén. De improviso, el de la cazadora se detuvo. El frágil círcu- lo de la linterna iluminó una tosca armazón de troncos que parecía ser utilizada como galpón. Adentro se veían rollos
  • 65. MAIKAY LA KALFUMALÉN 64 de cuerdas, maquinarias y herramientas. Había un caballo amarrado en la entrada. Maika pudo ver cómo el animal dilataba las narices en dirección a la kalfumalén. Luego re- linchó suavemente. Tiró de la rienda una y otra vez, tratando de soltarse. El hombre le dio un fustazo en la cara. -Quieta, bestia estúpida. Maika tembló de indignación. Ahora deseó no sólo que pudiesen atrapar al sujeto. También lo imaginó yendo a pa- rar al río, bajo una rodada de troncos. El hombre entró en el galpón y estuvo un rato inspeccio- nando. Luego salió en dirección a la ribera del río. Ahí, tras la última línea de árboles, los niños distinguieron un cerro de troncos. Maika sintió que Kalfukura contenía la respiración. Vieron cómo el hombre de la cazadora daba vueltas en torno a la enorme pila. Luego sacó una libreta e hizo varias anotaciones. Parecía muy satisfecho. Por último se dirigió de vuelta a la barraca, siempre seguido por los niños, y montó en el caballo. Éste volvió la cabeza otra vez hacia la kalfu- malén, pero el hombre, sin hacerle caso, tiró con fuerza de las riendas. Se notaba que tenía mucha prisa. Muy pronto, caballo y jinete se internaron en la espesura. -Bueno -dijo Maika, apenas se perdió el rumor de los cas- cos-, ahora tenemos todo lo que necesitamos saber. Se dirigió, seguida de Kalfukura, al galpón. La kalfuma- lén continuaba a su lado, para alumbrarle el camino. La niña azul se acercó a los rollos de cuerda y se sentó en ellos. Luego miró a Maika. -Buena idea -dijo ella-. Kalfukura, ¿qué tal eres cazando conejos? Lo vio poner cara de extrañeza. -¿Sabes cazar con lazo, verdad? -preguntó la niña, quien había visto a Segundo armar trampas muchas veces.
  • 66. 65 Anna Blú Andalién -Claro que sí -respondió Kalfukura-. ¿En qué estás pen- sando? Cuando Maika se lo explicó, una amplia sonrisa iluminó la cara del niño. -Eres una genio -afirmó con convencimiento-. Puro cerebro. -Pero si no soy yo -comenzó a decir Maika. Entonces vio a Kalfukura enarcar las cejas y se calló nuevamente a tiempo. Trabajaron de prisa, pues el hombre de la cazadora ha- bía dicho que volvería en una hora. Incluso podía tardar menos. En el galpón había abundancia de material. Aun así no fue fácil: la noche estaba negra como boca de lobo y Kalfukura dependía de la ayuda de Maika, quien era la única que podía ver en la oscuridad. Debían además ha- blar en voz baja, por temor a que pudiese aparecer alguno de los hombres que se habían quedado en la cabaña. Sin embargo, arreglándose como pudieron, pusieron tanto em- peño que a la media hora habían terminado. -Ahora al refugio -dijo Maika-. Mozart y Nahuel deben estar muertos de susto. Le dio la mano a Kalfukura y cruzaron de nuevo a toda velocidad el paso de lengas, guiados por la kalfu- malén. Maika estaba tan cansada que en ocasiones era Kalfukura quien debía tirar de ella. Pero trató de olvidar- se de sus piernas y al poco rato estaban de vuelta junto a la roca donde habían armado la ramada. Mozart y Nahuel no estaban allí. Maika decidió que los buscaría más tarde. -Tienes que hacer fuego ahora mismo -le pidió a Kalfuku- ra-. Nos queda menos de media hora. Ninguno de los dos, por supuesto, tenía fósforos. Maika se había acordado de revisar el galpón, pero no había en- contrado. Llevó a Kalfukura hacia el montón de ramas. Allí el niño se demoró, hasta escoger dos palitos que le sirvieran.
  • 67. MAIKAY LA KALFUMALÉN 66 Uno de ellos tenía un agujero, seguramente hecho por la humedad o algún gusano. -Es mejor que ni me hables -advirtió a Maika-. Sé que no hay mucho tiempo, pero estas cosas no se pueden apurar. Además, no veo nada. Así es mucho más difícil. “Más bien di que es imposible”, pensó Maika, pero se abstuvo de contestar. Vio cómo el niño, siguiendo el sistema que utilizó probablemente el primer mapuche que hizo fuego en la cordillera, insertaba un palito den- tro del agujero del otro y empezaba a girarlo. Así, fro- tando uno contra otro -repu domo y repu wentru, palo hembra y palo macho, le llamaban en la lengua- con gran paciencia, se preparó para ver saltar la primera chispa en la oscuridad. Pero pasaron muchos minutos y nada sucedió. -¿No puedes invocar al ngen del fuego o algo así? -pre- guntó Maika, desesperada. Una mirada desdeñosa de Kalfukura fue la única res- puesta. -Lo siento -se disculpó ella con humildad-. Ya sé que soy muy ignorante. Pero es que estamos con el tiempo en contra. De pronto, vio aparecer detrás de Kalfukura el brillo sua- ve del manto de la kalfumalén. Ésta se inclinó sobre el hom- bro del niño y sopló hacia el montón de ramas. Fue un soplo levísimo, pero se levantó enseguida una llamarada. Kalfukura tuvo que echarse bruscamente hacia atrás, para no quemarse la cara. -Kalfukura…- empezó a decir Maika. Él la detuvo con un gesto. -No me digas nada. No quiero saber. Buscó varias ramas gruesas que había apartado antes. Tomó dos y las encendió. Dio una a Maika.