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CUENTOS PARA HAMBRIENTOS
CUENTOS PARA HAMBRIENTOS

  Narradores de la Fundación
  Centro de Poesía José Hierro




    LITERATURA SOLIDARIA
    “Con un pan bajo el brazo“

           Madrid, 2009
Diseño de portada e ilustraciones:
Adolfo Gilaberte


Edita: Sol de invierno


Depósito Legal: M-18383-2009
Realiza: REPROFOT, S.L.
Celeste, 2 - 28043 Madrid
comercial@reprofot.com




        Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,
        almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico,
        químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo de los autores.
PRÓLOGO
Es duro comenzar a ser creador, hacerte consciente de tus
virtudes y limitaciones, aprender a hacer callar a tu orgullo y
escuchar al maestro. Son duras las primeras correcciones, es
difícil asumir que después de tanto esfuerzo, tu creación no
es todo lo buena que debería ser. Sólo la constancia, el traba-
jo, las ganas de aprender a decir lo que uno necesita decir
puede dar lugar a un libro como este.
    Muchas horas después, muchos años después de la inten-
ción, del primer cuento “correcto”, muchas letras y papeles
rotos después aflora el talento. Es entonces cuando uno se
convierte en creador.
    Pero es duro ser creador, construir desde la nada, derra-
marte en manos de otro, estrujarte el ingenio y la piel para
decir algo distinto, para aportar algo siempre nuevo. Y hay
que seguir trabajando, aprendiendo siempre, y enseñando.
    Ahora es el momento de mostrar el talento y esta colección
de cuentos no sólo quita el hambre, sino que alimenta. Todos
y cada uno de los relatos que habitan en este libro son un
auténtico regalo y un ejemplo a seguir por muchos otros
grupos de creadores que piensan que nunca verán editados
sus trabajos. Esta es la muestra de que con trabajo, con ilusión
y con ganas, uno puede hacer que su voz y su palabra dejen
constancia de su valía para siempre.
    Leyendo este libro me siento como una de esas orgullosas
madres que aplauden con lágrimas en los ojos al ver cómo a


                              –9–
su pequeño le entregan una medalla. No importa si la meda-
lla es al más rápido, al más alto o al más lento. La medalla que
le cuelgan lleva en realidad todo el amor, la ternura y la satis-
facción que siente su madre sólo por el hecho de existir,
porque no nos confundamos, cuando se es madre son los
hijos los que nos dan la vida, y no al contrario. Son nuestra
razón de ser, nuestro sentido. Este grupo de narradores ha
tallado un cofre lleno de trofeos, de tesoros de los que me
siento parte. Y me emociona tremendamente pensar que tal
vez yo haya podido tener algo que ver en que este milagro
que para mi representa dar a luz un libro.
    Ojalá este libro llegue muy lejos, atraviese fronteras, pupi-
las, puertas y manos, ojalá alguien reconozca toda la valía que
hay encerrada entre las tapas de este libro. Yo hablo en
nombre de la poesía, en nombre de José Hierro, de Margarita
Hierro, en nombre de los que amamos la literatura y nos
emocionamos ante un trabajo bien hecho donde conviven
alumnos y maestros, todos alumnos y maestros del resto. Yo
hablo en nombre de los que leemos y apreciamos el trabajo y
no necesitamos que el título venga acompañado de un
premio, ni de una etiqueta.
    Hablo en nombre de los que creen en vosotros, narradores
con mayúsculas, cuando digo gracias por dar sentido a nues-
tras manos cuando lean vuestro libro.

                                                 Tacha Romero




                             – 10 –
HAMBRE
                             p@labra




Sobre el fondo gris de una fachada sin encalar, sentado al sol
en una silla demasiado breve, el inglés ladea el sombrero
sobre los ojos y dormita. A su lado, las sábanas restallan y se
azotan desde las cuerdas cuando una ráfaga de aire les infla
la panza blanca. En ese escenario escueto, la figura excesiva
del durmiente se sale por los márgenes. El gato que se
ovillaba a sus pies arquea el lomo y se marcha un segundo
antes de que se alce el paño verde que cubre el vano de la
puerta.

    —Señor. ¿Se ha dormido? Mire que en junio dormirse al sol no
es cosa buena. La comida está. Si quiere se la pongo y se echa usted
un ratito.
    Mercedes desplaza –hacia la ropa tendida– el peso enorme
de sus caderas. El hombre sentado se cala el sombrero y la
mira, pero no la ve. En la reja de la ventana se enmaraña,
vertical, un fandango de Marchena.
    La noche que el inglés conoció a la niña, los patios de
Granada se desangraban en Cruces de Mayo. Cientos de
claveles, miles, saturaban de olores el aire y el sentido común.


                               – 11 –
Cerca del Generalife, una peña había montado una barra
larga, coronada de luces, donde se vendían cerveza y pinchos
morunos. Frente a ella, entre el humo de la fritada y los gritos
de los chiquillos, un grupo de mujeres bailaban en corro una
rueda sevillana. Allí se acodó, extravagante y desproporcio-
nado, junto a una caña de Mahou y a un borracho abotarga-
do que apestaba a sudor viejo. Las manos de ellas se elevaban
por encima de sus cabezas enredando el aire. Encaradas con
su pareja, cimbraban las espaldas, el pecho desafiante, cara-
coles con las muñecas y... plante. Un “voy y vengo”, un “sí
pero no”, un juego de amor entre hembras para seducir al
macho que mira. En uno de esos requiebros, la niña gira,
choca con el inglés y cae, agarrándose el tobillo. Y al caer, le
regala –durante un segundo– un vacío de pupilas negras que
lo envenenan. Esos ojos turbios del dolor que atenaza se le
antojaron al inglés semejantes a los del placer satisfecho y eso
le bastó para anhelar ser él la fuente y el instrumento de ese
deseo saciado.
   Mercedes ha preparado un guiso de cordero. Sentado a la
mesa, come en silencio asintiendo al palabreo de la mujer que
va y viene, trasteando por la cocina. La cuchara llega a la
boca, y –junto al pedazo de carne mechada– los dientes
desgarran una guindilla que desgrana sus semillas obscenas.
El inglés se deleita con la punzada.

    —A la procesión de mañana se viene usted conmigo. A la misa,
yo ya no me meto, si no quiere, no pase. Me espera usted fuera y, de
la que salga, ya nos vamos juntos. Hale, ¿qué me dice? Si quiera por
ver cómo adornan las calles. —Y, en la última frase, Mercedes
engalana el mantel con una fuente de gachas dulces.
    La mañana de Corpus se despierta carnal y soleada. Aún
es temprano y baja de la sierra un aire suave que eriza los
poros de las pieles blancas que celan las mantillas y provoca


                               – 12 –
un oleaje manso en los toldos y marquesinas colocados para
cubrir a los fieles del sol del mediodía. Por la puerta del
Perdón, desde la calle Cárcel, entran Mercedes y el inglés en
la Catedral.
   Bajo la luz filtrada de colores que baña la Capilla Real, la
busca. Deja vagar, azules y ávidos, los ojos sobre aquel mar de
cuerpos apretados, irguiendo o sentando el suyo de forma
mecánica, según le arrastre la marea del templo. Hasta que,
con el sonido de la campana que anuncia la Consagración de
la Forma, la ve. Una ola que se repliega sobre si misma, arro-
dillada y sumisa, obediente a la atracción de la luna redonda
y blanca que el sacerdote eleva sobre su cabeza.

   —“Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo.”
   La mira al levantarse, clara, traslúcida; una gota de agua
en un océano que –transformado en río– discurre, ahora
lento, por el pasillo central de la nave. En el altar, el oficiante
satisface de infinito las bocas abiertas.

   —El cuerpo de Cristo.
   —Amén.
   Fuera, en la calle, ya hace calor. Siguiendo al palio que
cobija la Custodia, van las hermandades de penitencia y
gloria. Detrás, una banda de cornetas y tambores y el resto de
congregaciones y cofradías. La calle Mesones está alfombrada
de flores y hierbas aromáticas que crujen bajo el peso de los
peregrinos. Sus pies quiebran las ramas y levantan al aire
olores de juncia y de mastranzo. El inglés sabe que ya lo ha
visto. De cuando en cuando, ella vuelve la cabeza y sus ojos
le lanzan sogas para que él se agarre. Al torcer por Reyes
Católicos la niña ve una mujer que, desde la plaza de Santa
Ana, ofrece a los caminantes naranjas y alfajores. Se acerca al
puesto, compra un cuartillo de gajos y se aleja a solas hacia el


                              – 13 –
Real. Unos pasos más allá, camina tras ella la presa que se
cree león.
   El inglés le da alcance en el puente Cabrera. La coge de la
muñeca que trenzaba caracoles y la arrincona con las caderas
contra el pretil. A un centímetro de su boca susurra en caste-
llano, para que ella le entienda:

   —Si supieras el hambre que tengo de ti, te asustarías.
   Y la niña se ríe para ofrecerle los dientes blancos. La boca
le huele a naranja. Es joven, pero sabe que no hay mejor agui-
jón para el deseo que verlo dibujado en los ojos del otro y le
ofrece de nuevo en los suyos, doblados y suplicantes, esa
mirada que emponzoña. Y sobre el río, bajo la sombra formi-
dable de La Alhambra, mientras resuenan cerca del
Sacromonte los tambores de la Hermandad del Cristo del
Consuelo, el inglés hambriento de colmillos afilados, se come
su cintura.

   —Es lo que tiene el cordero, que está mejor de un día para otro.
Gachas no me quedan, pero tengo pestiños de miel. –Mercedes reti-
ra de la mesa el plato colmado de huesos. El hombre niega,
agradecido, con la mano y se desabrocha la hebilla del cintu-
rón de cuero. Recostado sobre la silla de la cocina, saciado de
luz, mira por la ventana con el convencimiento de que en
unas horas, esta noche a lo sumo, volverá a tener hambre.




                              – 14 –
Hambre
LA PLANTA DE MI PIE
                       Lourdes García




Mi marido dice que soy una mujer muy rara. Por ejemplo, no
entiende el bulto de mi pie. Cuando he caminado durante
horas o me preocupa algo, se erige una pequeña inflamación
justo en el inicio del puente.

    —Que sea porque has andado mucho, pase. Pero que te
salga por alguna preocupación, francamente, Marga, no lo
entiendo. Mira que eres rara, hija.
    Y, sí. Tal vez, Adolfo tenga razón; tal vez, sea una rareza
mía, pero el caso es que la planta de mi pie es como una
maquinaria extraña compuesta de muchas piececitas. No
falla: cuando algo no funciona, alguna de ellas se estropea y
ahí está el molesto bulto.
    A veces, a mí también me cuesta entenderlo. A veces, no
comprendo qué me pasa: sólo sé que estoy como rara, como
tonta, y de ahí al bulto, hay un solo paso. Al principio, es una
pequeña molestia, tiene la forma de un minúsculo chichón,
pero no se queda ahí la cosa: crece y crece. Cuando se hace
fuerte, el dolor puede llegar a ser insoportable.


                             – 17 –
—Pero, vamos a ver, Marga, hija, ¿qué es lo que te preocu-
pa ahora? Si no te falta de nada. No me digas que tienes
estrés: no tenemos hijos, vivimos desahogadamente... De lo
único que te tienes que ocupar es de la casa y de la perra.
Marga, de verdad que no te entiendo. —Me inquiere mi mari-
do cuando me ve cojear por la casa. Bueno, si es que me ve. A
veces me imagino ante sus ojos como una mancha borrosa
que se va difuminando poco a poco.
    Y, no sé, a lo mejor es eso, que no tenemos hijos. Como
Adolfo siempre está tan ocupado, todo el día trabajando,
metido en la oficina, nunca encontramos el momento. Bueno,
él nunca encuentra el momento: dice que no tiene tiempo
para “eso”. Y, claro, a veces, me da por pensar cosas raras, por
dar demasiadas vueltas a la cabeza. Mi madre dice que me
preocupo demasiado, que los problemas si no se piensan, se
acaban esfumando. Puede que esté en lo cierto.
    Esta mañana me ha costado levantarme. Y es que lo que
era estos días un bultito, se ha convertido en un chichón,
y lo que era un chichón se ha transformado en una infla-
mación en toda regla, pero acabará desapareciendo.
Transcurridos unos días, se disuelve y en su lugar aparece un
sarpullido, unos cuantos granitos, que también se acaban
diluyendo sin dejar rastro, como si nada, como los problemas
si no se piensan.
    Voy a la cocina a prepararme el desayuno y sobre la enci-
mera encuentro una nota de Adolfo. A él le gusta mucho eso:
dejarme mensajitos por la casa, recordándome esto o lo otro.
“No me esperes para comer. Tengo mucho trabajo en la ofici-
na. No te olvides de llevar la perra al veterinario. Un beso.”
    Es verdad, lo había olvidado: Kuka también está muy rara
estos días. Siempre está hambrienta, y lo que es peor: ayer
mismo vomitó en el parque. Antes de hacer la compra, la
llevo a que la examinen.


                             – 18 –
—Esta perra no está enferma. Lo que le pasa es que está
embarazada –me dice Don Lucas, el veterinario.
    Ay dios mío, qué alegría. No me lo puedo creer, mi Kuka va
a ser mamá. ¿Y cuántos cachorros vienen? No sé, eso no impor-
ta. Me da igual el gesto reprobatorio de Adolfo y su dedo índi-
ce levantado para señalar lo que él califica “mis ideas de
bombero”. Pienso quedarme con todos. En cuanto llegue a casa,
le llamo para contárselo. Verás la cara de tonto que se le va a
quedar. No creo que se enfade porque le llame al trabajo. Es
muy “tiquismiquis” con sus cosas: “Marga, a la oficina no me
llames a no ser que sea una emergencia. Ni siquiera al móvil.
No me parece serio atender llamadas personales en el trabajo”.
Pero esto es una emergencia. Qué digo, esto es un notición.
    Intento correr para llegar cuanto antes a casa, pero no es tan
fácil. Como la hinchazón del pie no me permite pisar bien el
suelo, se me acaba inflamando también la rodilla, pero no impor-
ta, hoy nada importa. Qué alegría, mi Kuka va a ser mamá.
    Ya en casa, dejo las bolsas de la compra desparramadas
por el pasillo. Kuka no deja de darme lametones, excitada,
mientras marco apresuradamente el número de la oficina.

   —¿Adolfo? No te lo vas a creer.
   —No, disculpe, no soy Adolfo. ¿Quién es? –contesta
alguien desde el otro lado de la línea.
   —¿Quién eres? ¿Eres Carlos?
   —No, soy Alberto: su asistente nuevo. ¿Puedo ayudarla?
   —Sí, digo, no, tú no, quiero decir que necesito hablar con
Adolfo. Es urgente –respondo yo, nerviosa.
   —Lo siento señora, pero Adolfo no está: se ha cogido el día
libre. Si es muy urgente, puedo llamarle al móvil: déjeme su
número de teléfono y, en un momento, se pondrá en contacto
con usted. ¿De qué empresa llama?
   —No, no es necesario. Gracias. –Y cuelgo.


                              – 19 –
Recojo las bolsas del suelo. Kuka está ahora tumbada sobre
la alfombra del salón, muy quieta. Voy cojeando hasta la coci-
na como una mancha borrosa que se va difuminando poco a
poco. Y es que el dolor del bulto de mi pie, a veces, puede
llegar a ser insoportable. Pero se acabará diluyendo y en su
lugar quedará un rastro de granitos, que también desaparece-
rá, como los problemas si no se piensan.




                            – 20 –
EL TRAPECISTA
                        Adolfo Gilaberte




   —Es como Vila-Matas, ¿sabes? ¿Lo conoces?
   Desde el suelo, el hombre me mira con ojos de pájaro indefenso.
A pesar de la oscuridad del callejón, percibo un leve movimiento de
cabeza.

    —¡¿No?! Es todo un personaje. Con él nunca sabes dónde
acaba la ficción y dónde comienza la realidad… A él le debo
estar aquí ahora, contemplando tu muerte… Te lo voy a
contar. Supongo que eso te lo debo yo.
    El hombre no se mueve, su respiración se arrastra por el suelo en
un vaivén desacompasado de ida y vuelta. Desde una de las venta-
nas encendidas nos llega un ruido de sartenes y cacerolas con su
inoportuna musicalidad. La realidad cotidiana impregna el callejón
sosegando mis sentidos y mi conciencia. Sacudo la cabeza. Escupo
al suelo. Respiro hondo repetidas veces. Pasados unos segundos, la
realidad desaparece de nuevo.

   —Todo está conectado. Es terriblemente sencillo. Vila-Matas
escribió hace años un artículo sobre una lectura que de un
cuento de Hemingway hizo ante estudiantes, El gato bajo la


                               – 21 –
lluvia, del que García Márquez había dicho que era el mejor
cuento que había leído nunca. Mucha tela es eso, claro. Y Vila-
Matas, hambriento de literatura siempre, lo buscó, el cuento,
y lo leyó; pero no entendió nada, dice en el artículo y también
lo dijo tras aquella lectura pública…
    Los ojos del hombre van perdiendo luz. La noche avanza por el
callejón mostrando su boca de dientes negros.

    —Entonces, en aquella charla, pidió a los estudiantes que
le ayudaran a entender aquel cuento. El cuento, ¿sabes?, en
principio no es nada del otro mundo, pero bueno…
    —¿Qué cojones me estás contando, chiflado hijo de puta?
    El hombre escupe estas palabras sin levantar la cabeza; la sangre
y la saliva caen por su barbilla, gotean hasta el suelo; luego me mira
retador con un puño en el aire.

   —Te estoy contando una historia. Soy escritor. ¿Aún no te
has dado cuenta? Una historia, nada más. Sobre las conexio-
nes, sobre el flujo de corrientes invisibles que nos conecta a
las personas entre sí. Sobre el hilo de palabras que nos ha
unido hoy. A ti y a mí…
   —Me duele. Me duele mucho el pecho, joder.
   Su voz, rota por el golpe en la nuez que acabo de darle hace unos
minutos, suena débil, como la emisión de un programa de radio
desaparecido hace años, del que sólo queda una vaga y fantasmal
estela en el aire del presente.

   —Calla, no te esfuerces o te vas a quedar sin voz. Tú escu-
cha, luego hablas si quieres.
   El hombre se retuerce en el suelo y avanza unos centímetros,
intenta alcanzarme con las manos. Se detiene; un gemido brota de
su garganta. Sus brazos caen a los lados de su cabeza como dos fríos
tentáculos.


                                – 22 –
—Ahora viene lo interesante. Escucha. Yo quería escribir
un cuento, y buscando inspiración, que es como ese destello
que brilla con más fuerza que el resto, recordé lo que había
leído días atrás sobre un cuento de Hemingway, las palabras
de García Márquez encumbrándolo, y, al igual que había
hecho Vila-Matas (aunque en aquel momento yo eso lo desco-
nocía; el enlace entre Vila-Matas y el cuento El gato bajo la lluvia
apareció como una búsqueda más en la pantalla de mi orde-
nador), emprendí la caza del cuento para comprobar por mí
mismo las cualidades de aquella maravilla. Lo importante,
amigo, igual que decía Hemingway que lo importante en sus
historias era justo lo que no se contaba en ellas, a donde real-
mente quiero llegar, es a la aparición de Vila- Matas en todo
esto. El malabarista de la realidad. El trapecista sobre el abis-
mo, como han dicho de él. Y entonces surgió el milagro. Las
conexiones se establecieron libremente, como dos gotas de
agua que al caer se unen en un punto del cristal. En mi cabeza
se unieron el juego de la realidad y la ficción y tu muerte.
   El hombre está llorando. La herida del pecho le supura de lágri-
mas de un rojo sangre. Sus manos están teñidas del mismo rojo
sangre. Sus manos titilan como dos estrellas agonizantes. En sus
ojos se mezcla el miedo y la muerte, a partes iguales. Sus ojos pare-
cen un reloj de arena.

    —La idea de un escritor que fuerza o manipula la realidad
para sus fines artísticos, ya me rondaba por la cabeza hace
tiempo. Y me dije: “¿Y si existiese una especie de taller litera-
rio, una empresa de ocio como la de la película The Game, en
el que la gente pagara para que ellos les proporcionasen expe-
riencias únicas, oscuras o primarias? Experiencias que les
acercarían a la realidad como el ojo de un microscopio.
Sensaciones de primera mano”. Vila-Matas cuenta que, para
él, convertirse en otro ha sido a menudo el mejor modo de


                               – 23 –
escribir algunas de sus historias. Pero, ¿y convertirse en la
muerte? ¡Ser la muerte que mira a los ojos del que muere,
instalarse tras sus pupilas…! ¿Cómo ser capaces de describir
los segundos finales de alguien que agoniza sin faltar a la
simple y pura verdad? Para describir una puesta de sol no
tienes más que salir a contemplar una, pero, si quieres escri-
bir sobre la muerte de alguien, describir un asesinato, un
hecho cruel, ¿cómo te las ingenias…?
    Una leve brisa cruza el callejón aleteando nuestra ropa, lleván-
dose mis palabras tras las vallas de madera del fondo. En una venta-
na de los pisos de arriba se escucha a una pareja en la cama. Él
resopla como un caballo viejo. Ella sólo deja caer algún gritito como
una lluvia desganada por el canalón del edificio. El hombre apenas
se mueve. Me acerco a él; en sus ojos hay una distancia de miles de
kilómetros. Su cuerpo está rígido, las piernas estiradas hacia atrás
como un nadador sin agua. Me acerco más, le miro a los ojos, perci-
bo las débiles corrientes subterráneas que aún mueven los músculos
de su cara, el más mínimo cambio de expresión de su rostro se me
muestra con una asombrosa nitidez. Con una inexplicable vida. Sus
ojos se van cubriendo de un suave velo que parece empañar su
conciencia.

    —Ya casi estamos acabando. Ya queda poco para concluir
lo que tenía que contarte. En realidad, ¿qué voy a contarte ya
que tú no sepas? Es evidente que la historia que quería escri-
bir ha tomado un rumbo diferente, ha traspasado la frontera
de la ficción. Lo siento. Ha sido algo superior a mis fuerzas.
Como un embudo enorme por el que ya es imposible ascen-
der. Lo siento, de verdad, la casualidad es aterradora, y tú
estabas esta noche aquí. No hay más motivos. Te lo juro. No
pude resistir la tentación de llevar yo mismo a cabo lo que
estaba imaginando para mi personaje. Decidí ser mi persona-
je, y ser yo quien, sin necesidad de apuntarme a ese ficticio y


                               – 24 –
macabro taller literario, experimentara la sensación de matar
a alguien. Sentirlo de verdad. Verlo con mis propios ojos. Y
escribirlo después. ¿Qué te parece…? He tenido que tomar
notas, ¿lo comprendes, no?, eso es lo que he estado escri-
biendo en esta libreta mientras charlábamos, nada de mal
gusto, no te preocupes, sólo he apuntado cómo has reaccio-
nado, el primer gesto que han hecho tus labios cuando has
sentido la primera puñalada, tu cara de sorpresa y luego de
alarma, las manos llenas de sangre, el miedo que reflejaban
tus ojos, cosas así. Luego lo retocaré en casa. Le daré más
profundidad, más… Es curioso, ni siquiera sé tu nombre. Yo
me llamo Enrique, Enrique Vila-Matas. Soy escritor, aunque
últimamente ando un poco desorientado… ¡Oye! ¡Eh! ¿Me
oyes…? ¡Eh…!
    Me quedo contemplando al hombre unos segundos, fija-
mente, aguzo la mirada para no perderme ningún detalle. En
sus pupilas no hay luz, no hay sombras. No hay nada. Ni
siquiera está él. Es como asomarse al vacío, a un abismo
neutro pero a un tiempo desolador, un lugar donde sólo reina
la indiferencia ante la muerte. Donde alguien ha instalado un
cable en lo alto para que un trapecista lo cruce con los ojos
vendados.
    Sus dedos, los de la mano derecha del hombre, tiemblan
ligeramente y se quedan inmóviles. En mi libreta apunto: Sus
dedos, los de la mano derecha del hombre, tiemblan ligeramente y se
quedan inmóviles, me recuerdan a los gusanos de seda que tenía de
niño. Cuando la muerte aún era un misterio.




                              – 25 –
El trapecista
LA VIUDA
                        Carlos Ollero




Cuando lo vio allí, dentro del ataúd, no pudo reprimir la
sensación casi física de un golpe en el estómago. Aquel muer-
to, todavía joven, apenas tenía sesenta años, era aquel por el
que había convertido su vida en una trama de opereta, en un
juego del escondite en el que siempre los que se escondían
eran ellos y el resto del mundo se la ligaba. Le habían puesto
una especie de túnica blanca que le ocultaba todo el cuerpo
excepto la cara, los ojos cerrados y una expresión todavía de
sorpresa. Su aspecto era bueno, porque la rapidez y lo impre-
visible del ataque al corazón no había dejado lugar al dete-
rioro que una larga enfermedad podía producir en un cuerpo.
Pensó egoístamente que mejor así, quizá no hubiese soporta-
do verle apagarse paulatinamente, y sin esperanza por efecto
de una larga enfermedad.
    Siempre había sabido que algo en sí mismo era distinto al
resto de sus compañeros. No era algo físico: no estaba enfermo,
ni siquiera pensaba que estuviera loco. Al principio, de niño,
sólo le parecía una cuestión de gustos; al elegir los juegos,
prefería aquellos que no involucrasen el uso de la violencia o
un esfuerzo por el cual acabase sudando y jadeando como un


                             – 29 –
gorrino. De hecho, envidiaba a las niñas y sus juegos tan origi-
nales y entretenidos: las veía crear historias e inventar situacio-
nes para sus muñecas, intercambiar vestidos; jugaban a vivir.
Mientras, los chicos se ocupaban en jugar al fútbol, a las cani-
cas, siempre compitiendo y siempre intentando quedar por
encima de los demás.
   Todo eso le resultaba agotador, jugaba por seguir la
corriente y porque no tenía demasiadas alternativas, ya le
recriminaba bastantes veces su padre la flojera, como le gusta-
ba decirle: ‘’Álvaro, eres un flojo, si no fueses hijo mío pensa-
ría cosas raras de ti que prefiero ni imaginarme’’. Cómo para
encima darle motivos para que dirigiese sobre él sus regañi-
nas porque no era lo bastante machote.
   El conflicto vino después, en la pubertad y en la adoles-
cencia, cuando, primero se opuso radicalmente a seguir
haciendo aquello que no le gustaba, y en segundo lugar
empezó a sentir que realmente no le atraían las chicas nada
más que como compañeras o confidentes.
   Aún así, decidió seguir fingiendo; se convirtió en el rarito del
grupo, no salía con ninguna chica y tampoco se unía al coro de
voces juveniles cuando pasaba alguna cerca de ellos. Después
vino la mili, no podía recordar una época más inútil en toda su
vida. Ya después de cumplir con la sociedad y, una vez lejos de
los cuarteles, fue cuando decidió que ya estaba bien de negarse
la evidencia, y comenzó a explorar aquello que sentía y que
había decidido que ni le avergonzaría ni le arruinaría la vida.
   Fue manteniendo una serie de más o menos fugaces y discre-
tas relaciones a lo largo de los siguientes diez años. Fugaces
porque el amor, a veces, tarda en llegar y discretas porque la
época era poco proclive a que se aireasen ciertas conductas;
existir, existían, pero por favor que no se entere nadie.
   Se querían desde hacía tiempo, fue algo lento, arduo, como
un parto difícil. Llevaba trabajando en aquella oficina desde


                              – 30 –
hacía tres años cuando llegó Eduardo. Era toda una promesa
de la abogacía y estaba destinado a terminar siendo socio del
bufete. Con menos de treinta años, felizmente bien casado
con la hija de uno de los socios y con una corta pero brillante
trayectoria como abogado. Álvaro se fijó en él: su figura espi-
gada y sus manos largas, blancas, con uñas exquisitamente
cuidadas, le llamaron rápidamente la atención. Cuando inter-
cambió las primeras palabras, pudo ver que los ojos de
Eduardo parecían estar pidiendo algo más a la vida, a pesar
de su previsible éxito; aquella mirada le estaba pidiendo
ayuda, pero solo alguien como él podía interpretar correcta-
mente su gesto, ni siquiera el propio Eduardo sabía lo que
querían decir sus ojos.
   Al principio, se veían en la sala del café, en grupos distin-
tos. Las miradas de curiosidad de Álvaro hacían que Eduardo
se sintiese observado, extrañamente observado. Después
vinieron cenas de empresa en Navidad, roces mezclados con
champán y por fin un volcán desatado en el servicio del hotel
donde aquel año se celebraba lo bien que le había ido al bufe-
te. Siguieron citas después del trabajo, encubiertas como
reuniones inaplazables. Viajes a destinos convenientemente
amañados para que la distancia fuese su aliada. Noches pasa-
das soñando con otra vida, juntos, sin tener que dar explica-
ciones a nadie. Años de relación tapada, sospechas y rumores
en la oficina donde había más de uno que aseguraba ciertas
cosas que realmente no había visto.
   Por fin se habían decidido, Eduardo dejaría a su mujer, sus
hijos eran mayores, su posición en la empresa le importaba
un “carajo” y los años que les quedasen los querían disfrutar
juntos; por eso cuando aquella señorita ataviada con el
uniforme del tanatorio entró en la sala preguntando por la
viuda, torció el gesto y tuvo que reprimirse para no adelantar
la mano extendida diciendo: ‘’Yo, yo soy la viuda’’.


                             – 31 –
REGRESO A LOS PRAZERES
                      Carmen Guzmán

                               A mi madre, que también vive en el cielo.


Después de veinticinco años apilando pálidos legajos en el
sótano, distraerme del color negro de la tinta, del tacto áspe-
ro de las carpetas polvorientas, o del frío acero de las anillas
para mirar el cielo era como volver a sentir hambre.
    Apenas había pasado una semana desde que trasladaron
el archivo de la Compañía de Seguros a la decimoséptima
planta, cuando una mañana salí de casa con la intención de
no ir al trabajo; sin despedidas, sin explicaciones, quizá sin
retorno. Nadie me esperaría.
   A la salida del aeropuerto, tomé un taxi, un anacrónico
Mercedes con el que me identifiqué al primer golpe de vista.
“Por favor, a la plaza Marqués de Pombal”, le dije al conduc-
tor. “¿No trae equipaje?”, me preguntó algo extrañado. “No,
sólo esta vieja mochila y mi gabardina.” El cielo de Lisboa,
desde la ventanilla del taxi, irradiaba una luz de estaño claro
que despertó en mi estómago vacío las esquirlas de un sueño
nunca enterrado.
    Unos metros antes de llegar al hotel, le pedí al taxista que
parara. Me apetecía caminar un poco antes de subir a la habi-
tación. Es más… no tenía prisa por alojarme. Desde la acera


                             – 33 –
de enfrente vi el cartel: “Hotel Flamingo”. Las letras conser-
vaban el apagado brillo de un esplendor varado en la memo-
ria. Una pátina de pasado se aferraba al parpadeo de los
neones y al eco de mis pasos hambrientos. Me senté en una
pequeña terraza de la rua Castello. “Un café con leche y un
pastel de crema con canela”, le pedí al camarero con una
sonrisa de burla en mi boca: Blázquez, ahora mismo quiero en mi
mesa el expediente número 2548/90. ¡Hacía tanto tiempo que no
me sentía tan bien! El primer bocado evocó en mi paladar la
emoción de un viaje que parecía venir de muy lejos en el tiem-
po. Entre mis dedos se deshacía en migajas aquel delicioso
bizcocho. “En busca del sueño perdido”, me dije; en tanto mi
mente trataba de encontrar aquellas palabras y gestos que
después de tantos años me decían que quizá nunca existieron.
O, por el contrario, tal vez ahora encontraría las señales que
no supe reconocer, agarrado a esa seguridad que siempre nos
espera en casa, y nos protege de los sueños. Creo que pasé
bastante tiempo sumido en mis ensoñaciones, pero lo cierto
era que no conseguía destapar lo que me había llevado hasta
aquel cielo de estaño, después de una vida sin recuerdos.
    Me colgué la mochila a la espalda y comencé a vagar por
la avenida de la Liberdade, deteniéndome en las esquinas de
azulejos blancos y azules, frente a los edificios de arquitectu-
ra decadente y nostálgica; mientras mi mirada escudriñaba
los rostros que se cruzaban en mi camino. Quería perderme
en el cielo de Lisboa para vislumbrar un gesto, una voz, un
color ocre que me devolviera un sueño perdido en el pasado.
Pasé por la Estación del Ferrocarril, atravesé la Plaza del
Rossio hasta la Plaza de los Restauradores, y llegué al Cais de
Sodré. En un restaurante del puerto estaban asando sardinas,
y entre aquel olor de mar y brea, mi cuerpo comenzó a resu-
citar de una larga muerte. Ocupé una mesa en la terraza; no
quería renunciar ni a un sólo instante de cielo. Y tras saborear


                             – 34 –
un arroz con gambas y cilantro, y casi una botella de vino
verde, me senté en una roca. Encendí un cigarrillo, lanzando
el humo hacia el cielo roto por el gritar de las gaviotas, mien-
tras me abandonaba al bamboleo de las barcas amarradas al
muelle.
     No sé cuánto tiempo estuve allí, sólo sé que debí regresar
sobre mis pasos hasta el café Martinho da Arcada donde me
tomé una copa de Oporto y unas croquetas de bacalao. “Aquí
ao leme sou mais do que eu: sou um Povo que quer o mar que
é teu”, decían los versos del poeta, escritos sobre la bruma de
la tarde. El silencio apagó su voz y el chirrido de los tranvías; y
yo sentí el frío tacto de una mano deslizándose sobre la mía
como una vaga ilusión. Sé que en ese momento mis ojos brilla-
ron y dos lágrimas como dos perfectos diamantes brotaron de
las cuencas de sus ojos. Y los recuerdos comenzaron a revolo-
tear en mi pensamiento como un susurro de hojas de cerezo al
caer al suelo, lentamente, con la cadencia de lo efímero.
    En el centro, un círculo de velas se quemaba en una parrilla, a
los pies de un cerezo. Piedras impregnadas del aura de todas las
almas que yacían entre los macizos de flores moradas. Visibles ataú-
des cubiertos por una voluptuosa seda aferrándose a la vida. A esa
vida que, a veces, imaginamos más allá de la muerte. Condesa
Albertina da Silva Alves (1907 – 1937), un busto entre dos cirios
sobre soportes de hierro herrumbroso y obstinado. Permanecí mucho
tiempo frente a aquel busto, petrificado ante su sepulcro, hasta que
el tiempo se detuvo en los latidos de mis venas: la vida se disolvió en
la muerte y la muerte se hizo sangre. Bajo mi mirada, la fría piedra
pareció cobrar vida y los rasgos de aquella mujer, todavía jóvenes,
mostraban una expresión de extraña viveza. Las cuencas vacías de
sus ojos se llenaron del brillo de mis ojos y los vértices abultados de
su boca se estremecieron en una mueca de delirio. Y la sombra de la
Condesa abandonó el cementerio dos Prazeres, envuelta en una luz
de estaño claro, con un vaporoso vestido de satén y un camafeo


                                – 35 –
granate en su blanco cuello. Regresó a las calles de adoquines, a las
terrazas de los restaurantes, a los locales de fados, en busca del
enamorado ausente. Regresó a la tarde lejana en que en este mismo
café me contó la historia de su vida: una vida de placeres que aban-
donó para morir de amor.
   Comenzó a llover con una lluvia fina y muda. Me puse la
gabardina, y entre los destellos de las luces navideñas y el
humo de castañas asadas llegué al barrio de Alfhama. Acordes
de saudade se escapaban por las rendijas de las puertas entre-
abiertas, cruzaban las estrechas calles hasta las grietas de los
corazones melancólicos. Me tomé otro oporto y una bifana en
una pequeña taberna, mientras miraba el salpicar de las gotas
de lluvia sobre los adoquines, mientras con mi pañuelo seca-
ba dos lágrimas y unos grandes ojos verdes llenaban unas
cuencas vacías. Mientras caminaba despierto por un sueño
enterrado en el que ya no era más que un fantasma de un
tiempo pasado.
    En la radio suena una canción de Jacques Brell. La lluvia
golpea con dulzura el techo del taxi. Imagino el cielo de París
y viajo hasta una humeante sopa de cebolla y unos carnosos
moules, regados con un bermejo borgoña, en la orilla del Sena
soñando labios encendidos. Pero dónde está Blázquez, ¿se puede
saber dónde se ha metido? En el bolsillo de mi gabardina, dos
perfectos diamantes brillan en la noche hambrienta.




                               – 36 –
Regreso a los Prazeres
DESCENSO
                         Marta del Río



10 de agosto, las cuatro, cuarenta grados en el reloj de Moncloa.
   Comienza nuestro viaje.
   Mi maleta ocupa el maletero, en el asiento de atrás la que
Miguel arrojó antes de salir, la suya.
   Al girar la cabeza me despide un Madrid adormecido por el
sopor de la siesta.
   El coche avanza por la autovía, conduce Miguel. Habla
poco. De vez en cuando protesta, no funciona el aire acondi-
cionado. Enciende el CD, Madonna canta Like a virgin. A ratos
me mira, creo que sonríe. Le paso un After-Eight. Lo mete ente-
ro en la boca, le observo, lo saborea, despacio, achica los ojos y
se le pone “esa” mirada, la de lobo hambriento, no sé descri-
birla de otra manera. Me pide otro.
   Lo miro de reojo mientras simulo centrar mi atención en el
paisaje. El sol me quema, se cuela por la ventanilla derecha, la
mía, me hace cosquillas en los ojos, juega al escondite entre mi
falda, se desliza por mis piernas, envuelve mi cuello con su
bufanda de fuego y se instala en mi regazo como un pequeño
pasajero. A Miguel ni lo toca.
   El sudor comienza a resbalar por mi espalda, me rodea el cuello
y desciende por mi pecho empapando el sujetador. Madonna canta.


                              – 39 –
Me lo quito, desabrocho los botones del escote y me retiro
el pelo hacia arriba con la mano derecha mientras deslizo la
izquierda por el cuello. Reto a Miguel con la mirada, busco en
la suya “ésa”, la de lobo. Me pide otro After-Eight, no ha
movido una pestaña. Pisa el acelerador y el motor despide un
chorro de aire frío, el CD se detiene.
   El horizonte dibuja un pentagrama de nubes en el que
pequeños destellos garabatean unas notas aún silenciosas. El
sol hace rato que se apeó del coche. Miguel habla cada vez
menos, sube el volumen del CD, escucho un blues que no sé
reconocer.
   Bajo la ventanilla y el aire húmedo me seca la piel, huele a
otoño.
   Paramos a hacer noche en una pequeña ciudad de casas
pequeñas. Recojo mi maleta, el peso me encorva la espalda, la
arrastro hasta el hostal, un edificio gris de muros descosidos
por la humedad que se asoma con propósito suicida al borde
del río. Comienza a llover.
   Durante la cena Miguel juguetea con el móvil, conversa-
mos a ratos, lo miro, parece sonreír.
    Subimos a la habitación. Me desnudo despojándome con
delicadeza del envoltorio y busco en él “esa” mirada, ni rastro.
    El viento azota los cristales, un relámpago ilumina la habi-
tación mientras Miguel me acomete por detrás. La tormenta
descarga y se aleja.
   Las cuatro, ha cesado de llover. Estoy tiritando.
    Me levanto buscando algo de abrigo, Miguel duerme
profundamente, desnudo, boca abajo.
    Descubro la caja de After-Eight junto a su maleta, la atrapo
y esparzo las chocolatinas a su lado, sobre mi almohada toda-
vía húmeda.
   11 de agosto, las seis, diecisiete grados. Amanece sobre la
terminal de autobuses.
   No llevo maleta.


                             – 40 –
UNA PIEDRA Y LA PUNTA DE UN ZAPATO
                          Ana Cubas

                    Para Tomás siempre, por los charcos y por las estrellas.



A veces la vida comenzaba a ser insoportable. Cada día era
más difícil inventarse nuevos sueños, los de siempre se iban
alejando. Esa noche el dolor también creció.
   Decidí salir a pasear por las calles solitarias y oscuras de
Madrid. Eso no solía fallar. Además, llevaba días sintiendo su
hambrienta llamada. Al principio, eran sólo susurros, pero
esa noche, a la altura del Ateneo, la voz se hizo más fuerte y
de repente se abrió, muy despacio para no asustarme, la puer-
ta se abrió.
   Desde dentro me llegó una luz cegadora, caliente: era el
sol. Y allí, delante de mí, apareció: guapo, alto, triste.

   —Ven –me dijo–, esta noche la Cacharrería será sólo para
nosotros.
   Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, no podía
hablar, me costaba tanto respirar; pero algo me impedía
echar a correr. Nunca supe si fue el brillo de sus ojos o esa
mano enorme tendida hacía mí, lo único que sé es que deci-
dí entrar.


                              – 41 –
A pesar de todo, seguía sin poder hablar; al principio trate
de preguntar:

   —¿Pero?, ¿eres tú?
    En ese momento sólo fui capaz de ajustar el cuello de mi
abrigo a la nuca – dio igual– el frío seguía subiendo por mis
pies, no era capaz de dejar de tiritar; las manos no paraban de
atar y desatar el cinturón de mi abrigo. En mi cabeza se agol-
paban mil preguntas, pero seguí allí, parada, sin ser capaz de
hablar: durante mucho rato, sólo fui capaz de abarcar aque-
llos dos metros de genialidad.
   Él, al principio, sólo sonreía; entre sus dientes dejaba esca-
par toda la luz del mar: irradiaba vida esa boca, grande y
dulce. Esa boca acostumbrada a embelesar sonrío mucho rato
hasta que por fin me dijo:

   —Pasa, te estaba esperando.
   —¿A mi?, ¿estás seguro?, pero…
   —Tranquila, pasa, no pienses; pasa y déjate llevar, deja que
te acompañe esta noche, una vez más.
    “Vamos –me dije– respira hondo”, y me decidí a entrar.
Un pie, luego otro, y de pronto, sonando un maravilloso y
nocturno Chopin, subí la escalera agarrada de su mano.”
   “¡Qué alto eras de cerca!”
   Estuvimos toda la noche hablando sin parar: yo te conté
que mi vida se estaba desintegrando, que el Tiempo con su
tiránica presencia estaba empezando a marcarlo todo,
amenazándome constantemente; te conté cómo cada noche
cerraba los ojos tratando inútilmente de ignorarlo y cómo él
seguía; cómo utilizaba su espantosa voz para decirme al
oído: ”Es inútil, hagas lo que hagas ya siempre serás mía, no
tienes forma de escapar. Puedes dibujar habitaciones mara-
villosas en hoteles llenos de estrellas, puedes amar miles de


                             – 42 –
rostros en sueños, puedes dejarte acariciar por todos ellos o
podrías dejarte vencer; da igual, ya sólo yo, siempre, estaré
contigo”.
    Te conté cómo últimamente aparecía también a plena luz
del día, te conté cómo estaba consiguiendo volverme loca con
su risa sarcástica, irrumpiendo con sus palabras en los mejo-
res momentos: “No te hagas ilusiones, aún en la vida del
deseo nuevo, cuando todo sabe a tripas, cuando nada es
ausencia, cuando todo son huecos donde poder alcanzar la
verdad, cuando el hambre es absolutamente voraz…, en
algún momento se encontrarán otra vez nuestros ojos y
sabrás que sigo allí y que, en ese preciso instante, ya no serás
la misma: otra vez habrás perdido, aunque la memoria te diga
lo contrario, otra vez te habré ganado”.
    Cómo insistía cuando veía que ya no podía más: “Aún en
el absurdo sufrimiento, o quizá más, es ridícula tu existencia:
no existe, aunque dé miedo, la certeza. Eres sola, eres sola y
sin sentido, aunque construyas, sueñes o te inventes miles,
sólo yo estoy aquí; para siempre, contigo”.
    Aquella fue una noche muy larga, tú también me hablaste
de tus imposibles sueños de ficción, de cómo aún llorabas por
París, de tu mundo, triste y libre, de qué se yo; así, seguimos
soñando bajo las lámparas de tulipa verde. Estábamos rendi-
dos cuando entraron los primeros rayos de sol y me dijiste
muy bajito al oído: “Recuerda siempre que para llegar al cielo
sólo hace falta una piedra y la punta de un zapato.”
    Desde entonces algo en mi vida cambió, ya no tenía siem-
pre ganas de llorar. Cada noche, nada más ponerse el sol,
empezaba a andar Paseo del Prado arriba, a paso ligero,
cada vez más hambrienta, sin apenas parar a descansar;
llegaba casi corriendo y ahogada de felicidad. Ya no tenía
miedo, ahora cada vez que aparecía le interponía tu precio-
sa voz sin erre dándome instrucciones para llorar, o tu


                             – 43 –
imagen mirándome a los ojos y asegurándome que siempre
estarías ahí:
    “Que sólo tendría que asomarme a esa puerta y sonreirías
sin sorpresa, convencido como yo de que nuestro encuentro casual
era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas
precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que
aprieta desde abajo el tubo del dentífrico.”
   Ahora vago por la noche de Madrid, contenta, a veces
flotando, a veces de charco en estrella, de estrella en charco; y
así, a veces. Porque su espada, a veces, ya no me da miedo.
Porque, a veces, he encontrado una forma de escapar. Porque,
a veces, ya no tengo miedo a mi vida de certera irrealidad.
Porque, a veces, de charco en estrella, de estrella en charco.




                               – 44 –
Una piedra y la punta de un zapato
HAMBRE DE PERROS
                        Adolfo Sastre




   —Basilio, ¿no crees que nos hemos equivocado?
   —Joder, no empieces. Yo también estoy harto y no me
quejo. Sólo pensar que a final de mes voy a poder enviar dine-
ro a mi mujer me alivia de todas las calamidades que estamos
pasando.
   —Ya, pero... desde que llegamos nos levantamos antes de
que amanezca; nos tomamos un café con leche y un pedazo
de pan desmigado, salimos del barracón a la carrera y a las
siete empezamos a trabajar como negros, y no paramos ni
para mear. ¡Coño!, en el pueblo no ganaríamos dinero, pero
por lo menos, no sé...
   —Tranquilo, Félix, yo también me agobio a veces.
Además, este frío me tiene encogido. Lo que daría por un
trozo de pan con chorizo y un buen vaso de vino. ¡Eso sí que
me calentaría!
   —Vamos, que... te pasa como a mí, que a estas horas tienes
un hambre de perros. ¿Y qué es lo que podemos comer? Este
pan negruzco y carne de lata, y fría.
   —Sí, tenemos que encontrar otro sitio para comer. Si
pudiéramos hablar con alguien, a lo mejor nos indica algún


                            – 47 –
lugar donde poder sentarnos y calentar estas latas, que cada
día me saben peor. Aquí entre las máquinas, el día menos
pensado nos van a descubrir y nos van a echar a la calle.
    —Me parece que no te das cuenta que estamos en
Alemania, que los únicos españoles de la fábrica somos tú y
yo, que aquí no habla español ni dios y que los otros extran-
jeros deben ser turcos; ni siquiera hay italianos.
    —Basilio, por lo menos podríamos cambiar de latas, por
variar un poco.
    —Ya, pero es que éstas son las más baratas del mercado y
ya sabemos lo que comemos. Ves: BREKKIES – Köstilches.
¿Está claro, no? Anda, anímate; imagina que después de
comer pudiéramos echar una partidita con su carajillo y su
farias.
    —Mira, llevamos veintisiete días y parece que hace una
eternidad que llegamos.
    —Qué me vas a contar. Por la noche saco de la maleta la
foto de mi mujer y de mi hijo, y los miro, los miro, los miro...
    —Vale, no empieces tú ahora. Te vas a reír, pero, ¿sabes lo
que me ronda por la cabeza? La cantidad de latas diferentes
que tienen estos tíos. Yo, las únicas que había visto eran las de
sardinas y jurelillos.
     —Mira, como no entendemos lo que ponen, cuánto más
baratas mejor.
    —Basilio, ¿te has dado cuenta de que cuando suena la sire-
na, se van todos al restaurante, hasta los extranjeros?
    —Será que llevan más tiempo y ganan más que nosotros.
    —Tenemos que ahorrar todo lo que podamos para estar
aquí lo menos posible y, cuando volvamos, montar un
negocio.
    —Yo pienso montar un bar. Mi mujer cocina muy bien y,
entre los dos, seguro que lo hacemos funcionar de puta
madre.


                             – 48 –
—Mi ilusión es reabrir la tienda de mis padres. Ahora está
medio hundida, pero con un buen arreglo...
   —¡Calla!... calla... Parece que viene alguien. ¡Pégate contra
la pared!
   —¡Hostias! Parece un encargado. Cómo nos vea nos jode.
Se acerca..., se acerca...
   —¿Espagnoles?
   —Sí... Sí...
   —¿Pero qué hacer aquí y no comer?
   —Estábamos comiendo estas latas, señor, pero no mancha-
mos nada, después lo limpiamos todo.
   —Pero, ¿por qué no comer con trabajadores en comedor?
   —Es que no tenemos dinero para el comedor, queremos
ahorrar.
   El encargado sonrió y nos dijo con cierta lástima:
   —Pero hombres en comedor de empresa no pagar, ser
gratis.
    —Nos miramos atónitos sin poder creer lo que oíamos. El
encargado cogió una de las latas, la observó y soltó una carca-
jada:
   —Pero ser carne para perros.
   Ahora ya comemos choucroute y patatas que aquí las
llaman “Karttofen”.




                             – 49 –
HAMBURGUESA DOBLE
                       Andrés Portillo




Lo reconozco, odio el binomio perfecto casi tanto como el
conjunto vacío. Sin ir más lejos, aborrezco el país de la doble
E y la doble U por su doble moral. No soporto los dobles que
protegen a presidentes y reyes con doble fondo, ni a los tipos
con doble personalidad que sueñan con matarlos. Me revuel-
ven las tripas las habitaciones dobles con doble cama, los
güisquis dobles con sólo dos cubitos de hielo, doblar las rodi-
llas, que doblen las campanas. Desprecio a los actores medio-
cres y a los dobles que doblan sus escenas de riesgo. Detesto
las películas dobladas. Las lenguas de doble filo. La gente que
me dobla el sueldo. El pito doble, la doble v, las novelas
doblemente negras y, por supuesto, el pasodoble.
    Me doblego porque doblo una esquina y me tropiezo con
una chica preciosa a la que seguro doblo la edad. Me doble-
go porque nunca se sabe... Me disculpo, le sonrío, y me
devuelve una sonrisa doblemente luminosa. Le digo que es
la chica más bonita de todas con las que me he tropezado en
la vida, que me gusta, sobre todo, porque tiene un par de
tetas estupendas. Dice que no me engañe, que en realidad
lleva un sujetador de “Doble Push-up”. Dice que yo también


                             – 51 –
le gusto, por duplicado, porque hablo sin dobleces y porque
a simple vista parezco un tío bastante interesante. Nos
presentamos. Nos damos un beso a cada lado del rostro. Le
confieso que me revientan los besos dobles, que prefiero mil
veces los de tornillo, aunque, de momento, me doblego.
Charlamos. Entre otras cosas me cuenta que es actriz de
doblaje. Le cuento que yo me dedico a desdoblar bajos de
pantalón en El Corte Inglés para luego volver a doblarlos. A
ella le hace gracia mi profesión, a mí la suya me repatea
pero me callo y me doblego, como ya dije, porque nunca se
sabe.
    La invito a cenar y acepta con un doble sí. Apuesta por un
burguer. Me viene una arcada. Apuesta por una hamburguesa
doble con doble de ketchup y mostaza. ¡Vomitivo! Le digo que
elija por mí y dobla su apuesta. Me viene una nausea. Pido
dos cervezas dobles porque en estos sitios inmundos no hay
tercios ni quintos de cerveza.
    La chica es una almendrita garrapiñada, veintidós prima-
veras, labios reventones como claveles rosas y ojos poten-
cialmente traicioneros de color azul turquesa. Coqueta y
picarona en la pose y en el verbo. Abusa sin pudor de mis
cuarenta y cuatro años que van tirando a verde y yo me dejo
hacer. Como y hablo con la boca llena de carne y pan, con las
retinas llenas de carne y pan, con la cabeza llena de carne y
pan. A los postres, le comento que estoy hambriento. Ella
saca el teléfono móvil del bolso y dice que no me preocupe,
que tiene pensado llamar a su gemela, a su doble. Noto que
llegan a un acuerdo sin necesidad de mucha negociación.
Cuelga y me propone hacer un trío esta misma noche, en su
piso dúplex, en su cama doble. No lo dudo, acepto con un
triple sí y me froto las manos por triplicado sin que ella me
vea. Elemental, nunca hay dos sin tres en esta vida tridi-
mensional, pienso.


                            – 52 –
Hamburguesa doble
Y TÚ ESTABAS ALLÍ
                        Óscar Muñoz




   —Hola, ¿dónde estás?
   —Estoy en un taxi. Vuelvo para casa. ¿Qué quieres?
   —Necesito verte.
   —No empieces Miguel, no podemos vernos.
   —¡Tranquila! Marta está trabajando, me acaba de llamar,
tiene que doblar turno, porque una compañera…
   —Vale, vale, para.
   El taxista soltó el pie del acelerador y miró por el espejo a
los ojos de Verónica.
   —No, no. Continúe, no es a usted… ¿Qué quieres ahora Miguel?
   —Quiero que pasemos unos días juntos, salir de la ciudad,
pasar un fin de semana en la sierra, desconectar de todo.
   —Ahora no puedo hablar; luego te llamo.
   Verónica siempre acepta mi invitación, la utilizaba de la
misma manera que ella me utilizaba a mí. Sin tiempo para
preparativos, el viernes a mediodía salimos hacia un aparta-
do hotel. Solíamos ir a otro, mucho más económico y más
cercano, pero el lunes era festivo y todo estaba completo.
   Las citas de un adúltero son una sobredosis de adrenalina
y Verónica renovaba mis hormonas con el mismo deseo que
yo devoro una raja de sandía en verano.

                             – 55 –
En la habitación del hotel, un enorme cojín blanco apura-
ba su inerte postura sobre la cama, hasta que Vero, mientras
me besaba, con la mano derecha y de espaldas, lo arrojó sin
piedad al hueco que había entre la pared y el lecho.
   El roce de nuestros cuerpos evaporó el aire que había a
nuestro alrededor. Durante un minuto el espacio entre los dos
no existía, la unión de nuestros labios hambrientos convertía
en hermético nuestro secreto. Desnudos sobre la cama, la
envoltura de su boca y la cascada de su cabello rizado acari-
ciando mis ingles, amenazaban con terminar de forma prema-
tura mi gozo. A base de imaginación levanté un dique para
contener el oleaje de placer que se avecinaba, y cambié a una
postura más clásica para que continuase erguido. La holgura
entre el cabecero y la pared acompasaba con su ruido el ritmo
de mis caderas, pero fueron sus gemidos, sus trémulos senos
y el calor de sus muslos los que terminaron haciendo brecha,
provocando una marea de satisfacción desbordada.
   Después de hacer el amor, abrí el grifo del lavabo buscado
un trago de agua fresca. Sólo aguanté unos segundos frente al
espejo, el esfuerzo mermó la resistencia de mis piernas y
busqué asiento en el retrete. Desde esta postura y en silencio,
comencé a escuchar los murmullos de una conversación.
Acerqué mi oído a la pared, pero el ruido de las cañerías
distorsionaba las palabras. Al volver a sentarme retomé mi
curiosidad por saber de la conversación.
   Como un perro que olisquea su presa, fui arrimando mi
oreja a cada rincón de aquella caja de resonancia con funcio-
nes de cuarto de baño. Para entonces Verónica se había
quedado dormida. En mi búsqueda me tropecé con un espe-
jo de aumento. Mi cara multiplicada por tres. Me asusté. Con
forma de gusano, un secador de pelo con tres posiciones y
dos velocidades parecía una lapa sobre el azulejo blanco.
   A modo de auricular descolgué su manguera y acerqué su
extremo a mi oreja. Al otro lado una pareja discutía. No sé de

                             – 56 –
qué. Las voces me eran familiares lo que hizo que me queda-
ra un tiempo escuchando.
   Rebasando los limites de lo absurdo y hasta donde me
permitía mi sentido común intenté la comunicación con el
otro lado. Recordé entonces, cuando una mañana volviendo
de comprar el pan, subí en el ascensor y escuché una voz
que salía de entre un puñado de orificios. En esta ocasión,
una voz masculina me preguntaba si estaba hablando con
Telepizza.

   —No. Se ha equivocado, esto es un ascensor. Respondí yo.
   Con este antecedente, daba por sentada cualquier posibili-
dad. Tal vez estaba ante un secador de pelo tribanda, de terce-
ra generación y varias funciones. La categoría del hotel se
podría permitir tal excentricidad. Pero mi intento de comuni-
cación fue en vano, mis palabras se las llevaba el viento.
Pensé que quizás mi secador no sintonizaba con el suyo, y, a
su vez, el mío era sintonizado por otro. Probé a cambiar de
posición con el selector de velocidad:
   Palanca hacia abajo, velocidad 2, posición 3.
   La cálida voz de un hombre en actitud cariñosa se escu-
chaba al otro lado. Con él una mujer, y ahora no dudé, era la
voz de Marta, era ella con otro hombre.
   Debía encontrarse muy cerca de nuestra habitación para
que la escuchara tan clara. Pensé en despertar a Verónica y
decírselo, teníamos que salir y volver a Madrid cuanto antes.
Que ella estuviera con otro hombre no me importaba tanto
como que me viera con otra mujer. Pero antes de devolver el
secador a su sitio probé a cambiar de velocidad:
   Palanca hacia arriba, velocidad 1, posición 2.
   En el otro canal, la pareja había dejado de discutir. Ahora
era ella la que hablaba sin parar, hablaba sobre la reparación
de unos zapatos o algo así. A pesar de lo desconcertante de
la situación, identifiqué la voz del otro lado. Era mi madre.

                             – 57 –
La sorpresa provocó que me resbalara y me diera con el
mármol del lavabo en la frente. Supongo que fue el golpe lo
que despertó a Verónica.
    —¿Qué haces? –gritó cuando entró en el baño.
    Y ahí estaba yo, tendido entre el retrete y el lavabo, con un
secador de pelo en la mano, que había arrancado de cuajo
sujetándome a él para evitar la caída.
    Ante la mirada perpleja de Verónica, me acerqué al oído el
dichoso aparato. Antes de intentar una explicación mediana-
mente coherente, debía asegurarme de que los protagonistas
de mi paranoia seguían ahí.
    —¿Se puede saber qué coño haces? Llevas más de diez
minutos con el secador funcionando.
    Entonces me llevé las manos a la cabeza, la izquierda, a la
frente y la derecha, a la oreja, que estaba tan caliente como
una patata asada. Coloqué mi cabeza bajo el grifo para aliviar
la temperatura, y como pude, volví a acoplar el artilugio a su
sitio. No había lugar para una explicación. Estaba confuso e
inquieto, habíamos bebido y esnifado más de la cuenta y no
iba a compartir mi locura con Verónica.
    Supuse que el conducto del aire acondicionado coincidía
con el entramado de cables que recorre el edificio, cualquier
cosa antes de reconocer mi alucinación.
    Mientras Vero se daba una ducha, intenté distraerme con
las imágenes del televisor y probé a secarme con delicados
golpecitos la oreja con la toalla.
    Al cabo de un rato, volví a escuchar el maldito cacharro,
subí el volumen del televisor, necesitaba pensar e intentaba
procesar un plan de escape que fuera convincente para
Verónica, pero no hizo falta.
    —Tenemos que irnos Miguel –dijo con voz temblorosa
cuando salió del cuarto de baño.



                             – 58 –
LOS MUERTOS HAMBRIENTOS
                          Luis Serna




Sabemos cómo mover las manos para enfatizar mejor nues-
tras opiniones, caminar con pasos vacilantes si nos dirigimos,
distraídos, a recoger unos papeles en la impresora comparti-
da. Los leemos, con el paso algo más apresurado en el cami-
no de vuelta, sin entender su contenido, con un gesto
reflexivo y misterioso entre los ojos y las arrugas de la frente,
como si en esos papeles estuvieran las claves de nuestra vida.
Un gesto que es mezcla de escepticismo, concentración y
contenido hastío. A veces, nos juntamos dos o tres y hablamos
de la crisis, de la última película o de la fiesta interrumpida
por la lluvia en el cumpleaños de nuestra hija Sara. Raras
veces entramos en temas políticos o íntimos. Si es íntimo,
buscamos que sea intranscendente. Son pequeños trucos
dignos de maestros en el oficio, nadie puede notar la diferen-
cia, nadie diría que no estamos vivos. Hace tiempo que deci-
dimos que es mejor morirse de hambre que no pasarse la vida
como hambrientos. Esta mañana ha ocurrido un suceso
espantoso: Ramiro, el gordito de las gafas, ha dicho: “No
aguanto más”, y ha comenzado a golpear el auricular del telé-
fono. Nos hemos acercado a su mesa con la desaprobación en


                             – 59 –
nuestras caras: a los muertos no nos gustan estas sobreactua-
ciones. Las palabras se le quedaban entrecortadas entre sollo-
zos: “Paula, me acaba de dejar, la vida es una mierda... y me
lo dice así, a distancia, sin mirarme a los ojos, desde la frial-
dad del teléfono”. La desaprobación de nuestras caras se iba
convirtiendo en reproche, aún así le hemos llevado al rellano
de la escalera, donde está la zona de descanso. Le hemos invi-
tado a un café con avellanas y luego, entre los ruidos metáli-
cos que produce el molinillo de la máquina, Daniel, le ha
contado un trozo similar de su vida, profundizando exquisi-
tamente en los detalles, pausando los momentos anteriores al
desenlace que ha sido impactante, ingenioso. La carcajada
ha sido unánime, hasta a Ramiro se le han caído dos lágrimas
de tanto forzar los ojos con la risa, y ha tenido que sujetarse
el costado con la mano.
    Hemos vuelto a nuestras mesas, con la satisfacción en las
caras. Daniel tiene mucha experiencia, eso se nota; en cambio
Ramiro... es verdad que empieza ahora, murió el verano pasa-
do nada más acabar Económicas. Nos gustó desde el princi-
pio su audacia. Su inteligencia. No fue necesario explicarle
nada, se nos murió a los pocos días. “Sólo se puede vivir si
estás muerto”, nos confesó con toda naturalidad, un lunes de
enero, cuando tomábamos el primer café. Quizás por eso me
fastidia más la escena de esta mañana: hay quien no se adap-
ta a estar muerto. Espero que no sea este el caso de Ramiro.
¡Me duele mucho la gente que no sabe ser profesional!




                             – 60 –
Los muertos hambrientos
LO VIO VENIR
                        Tomás Alegre




Lo vio venir directo al corazón, pero fue incapaz de apartar su
destino de la trayectoria del cuchillo. ¿Qué podía perder?
Estaba hambriento, muy hambriento; hambriento de amor, de
compañía, de pan..., hambriento de terminar con lo que un
día empezó mal, muy mal.
    Luis Prada se levantaba con el ruido del tráfico, apenas
abría las persianas de los ojos y ya estaba allí, sumergido en
el atasco, con los coches rodando sobre el puente y el ruido de
sus bocinas quemándole los oídos. La hora punta era su
despertador automático.
    Echó a un lado el cobertor y se levantó acartonado.
Necesitaba desentumecer el cuerpo y comenzó los estira-
mientos: primero piernas y brazos, y luego los músculos de la
mandíbula, por si ese día encontraba algo que comer. Antes
de abandonar su hogar se abrigaba un poco, porque su sensa-
ción de hipotermia era permanente durante todo el año, y
caminaba hacía su restaurante favorito.
    En el Ketutín guisaban tan bien los conejos que, aún humean-
do en la fuente, conservaban intacta la esencia de cuando
corrían en las jaulas. A las nueve de la mañana el restaurante


                             – 63 –
llevaba dos horas abierto y no tendría problemas para desa-
yunar con las sobras.
    Luis pasó una noche inquieta. El culpable de su desasosie-
go fue su compañero de alojamiento que había llegado de
madrugada, borracho, murmurando canciones propias con
letras incomprensibles. A él se le metió el runrún en la cabeza
y no pudo pegar ojo. Al principio, intentó calmar el espíritu
cantarín de su vecino con palabras subidas de tono, palabras
de censura que insuflaron en el espíritu rebelde de Alejandro
la vitalidad de lo prohibido, y todavía elevó más su voz
quebrada de tenor. La pared de la borrachera le impedía escu-
char las recriminaciones de un Luis desesperado que se dio la
vuelta intentando conciliar el sueño, y lo dejó solo con sus
tragos y con la mala leche embotellada que su socio había
acumulado con el tiempo. Por la mañana, Alejandro dormiría
la mona mientras él tendría que buscarse la vida, como había
hecho durante los últimos seis años.
    —Mañana hablaremos –acabó de sermonear.
    —Sí, mañana ajustamos cuentas –advirtió Alejandro, a la
vez que perdía el equilibrio y golpeaba su frente contra el
tabique de cemento.
    Su colega sólo llevaba tres años en el negocio y ya se había
corrompido. Su carácter irascible y su falta de dominio sobre
el alcohol le habían convertido en una persona inestable. En
su interior sólo conservaba un odio permanente contra la
sociedad, a la que culpaba de su derrota; un rencor que
desplegaba con su presencia y que afectaba a todo lo que se
movía a su alrededor. Aunque compartían habitación y traba-
jo, Luis procuraba no mezclarse con él en su tiempo libre, y
huía de su compañía con la misma rapidez que el tinto trepa-
ba hasta la cima de su cabeza
    Vivían junto a otros “sintecho” bajo el puente que enlaza-
ba la M40 con la Nacional I; dormían pegados a los pilares de


                             – 64 –
hormigón, y las estaciones del año se sucedían entre camas de
cartón y mantas desgastadas. Los dos trabajaban pidiendo
limosna en la Iglesia del Salvador, en el barrio próximo de
Valdeaguas. Ahí fue donde empezaron sus problemas, a las
puertas del paraíso prometido.
    A diario se colocaban recostados en el pórtico, adaptados a
la forma como esculturas románicas, como dos postes simé-
tricos. La única diferencia era que el vaso de plástico con el
que recaudaban los donativos, siempre se vencía con el peso
del lado de Luis, como si él fuera el mendigo bueno y a
Alejandro, que así bautizaron al asesino, le hubieran asigna-
do en el reparto el papel de ladrón malo.
    No importaba el lado que ocuparan en el umbral, las mone-
das llenaban el cazo de Luis mientras que el de su vecino hacía
aguas. Su rostro amable, su sonrisa, abrir la puerta y el saludo
que regalaba al pueblo cuando entraba y salía de escuchar el
oficio divino, eran notas que inclinaban la balanza a su favor.
Mientras que el plato de Alejandro se llenaba de resentimiento,
con el delirio de saberse apartado del mundo y con la idea de
estar perdonando la vida a los afortunados, a los que creía obli-
gados por caridad cristiana a sufragar sus vicios con dinero.
    El juez, basándose en el dictamen de los psiquiatras,
sentenciaría que el homicida sufría un desequilibrio mental
que le producía trastornos de personalidad, hasta el punto de
envidiar a la víctima por sus beneficios con la mendicidad.
“Estaba ofuscado”, dirían los testigos, cuando los agentes le
detuvieron durmiendo, con el cuchillo ensangrentado entre
sus ropas; y también dirían: “y un poco borracho”. Al criminal
también le concederían atenuantes por su borrachera; porque
el estado de embriaguez de Alejandro aumentaba en el inte-
rrogatorio, conforme las palabras salían de las bocas indigen-
tes que compartían con ellos la sombra del puente, hasta el
punto de que, al final del relato, el asesino se tambaleaba.


                             – 65 –
Incluso algunos compañeros que presenciaron el altercado
achacarían a Luis mala fe durante la pelea y en el momento
justo de la agresión. Informaron que él estaba sereno, y que se
empeñaba en seguir las convulsiones producidas por la ira
borracha de su agresor. El hoy cadáver imitaba los movi-
mientos de su adversario como en un espejo, y se mantuvo
firme frente a Alejandro cuando éste intentaba herirle, sin
huir, sin intentar defenderse; hasta que consiguió colocarse en
su punto de mira, esperando a que el filo del cuchillo se clava-
ra en la diana de su corazón.
   Ambos se conocieron bajo el mismo techo, ya de mayores,
con su indumentaria ajada e idénticos problemas, pero su
vida anterior había transcurrido por distintos caminos.
Alejandro, o El Segis, era directivo de una multinacional,
vestía trajes caros de diseño, pululaba por las esferas del dine-
ro, manejando, y vivía a lo grande. Era de los tipos que tras
una noche de sexo, se acicalaba el pelo con la mano y se ajus-
taba el nudo de la corbata frente al espejo, antes de abando-
nar un domicilio desconocido.
   El juego también llamó a sus puertas y se enganchó. En
cualquier lugar donde se apostara, allí estaba el futuro Segis,
lo mismo daba una maquina tragaperras que el Gran Casino
de Madrid. Caminaba luciendo su metro ochenta y cinco;
almibarado con su don de gentes, su palabra embaucadora y
su bolsillo generoso. Un día quebró la multinacional, la perdi-
ción se apoderó por completo de su persona y acabó
durmiendo a la intemperie, en un solar del ayuntamiento,
junto a otros orillados del río social. Con el tiempo, bajo aquel
puente sin agua, fue donde sacó a flote su mal vino y comen-
zó a beber peleón.
   Luis nunca consiguió un apodo. Fue un personaje sin
extremos, hasta que una noche maldita acabó con su matri-
monio. La noche que encontró su casa vacía y se sintió sólo.


                             – 66 –
Ni siquiera consiguió comprender la nota manuscrita que
encontró sobre la mesilla de su habitación. Se quedó sin fuer-
zas para continuar y más tarde llegaron las depresiones que
le arrastrarían fuera del trabajo. Luego se dejó llevar por la
corriente de la marginación y bajo aquel puente conoció la
otra cara del bienestar: una vida sin horario, sin prisa, sin
futuro, sin nada. Él también había vestido traje y corbata, y
vendía en Roldán, una empresa de electrodomésticos. Tenía,
como El Segis, el don de la palabra y las formas necesarias
para convencer.
    Mientras se iban conociendo hablaron de las cosas que
tenían en común: desde soñar con el cielo, hasta como perdie-
ron el trabajo; desde la circunstancia que les había arrastrado
a limosnear, hasta donde encontrar los mejores contenedores
de los restaurantes; y, al final, acabaron pidiendo el pan en la
puerta de la misma iglesia.
    Aquella tarde llegó una pequeña diferencia, camuflada
entre los cuentos antiguos, pudriéndose en las palabras que
nunca fueron dichas, y en su casa, bajo la cubierta del puen-
te, llegó el enfrentamiento, cuando ya el ruido de los motores
amainaba bajo la persiana irregular de la puesta de sol, cuan-
do la hora punta estaba declinando. Entonces, cuando comen-
zaba a amanecer el silencio, empezó la tragedia.
    Lo vio venir directo al corazón, pero fue incapaz de apar-
tar su destino de la trayectoria del cuchillo. ¿Qué podía
perder? Estaba hambriento, muy hambriento; hambriento de
amor, de compañía, de pan..., hambriento de acabar con lo
que una noche había empezado mal, muy mal.




                             – 67 –
EL PASEO DE LOS GRANADOS
                    Miguel Àngel Martín




Los cuervos pisotean los granados al caer la tarde. Por el
camino de grava, frutos destrozados muestran sus tripas rojas
y podridas en el calor aún salvaje de octubre.
    Los pajarracos se muestran hambrientos, sus negras
lenguas acarician las semillas esféricas de las granadas como
si fueran los ojos de sus hermanos.
    Caminar por aquel alejado paraje es un riesgo, la causa
segura de volver al hogar con los zapatos pringosos y el alma
seca, endurecida como la piel cuarteada de los frutales.
    Amanda rechaza aquel paseo, día tras día, contemplando
de lejos los granos pisoteados que le parecen proyectiles
inútiles aún con restos de vísceras.
    Nunca se atrevió a cruzar ese atajo, a pesar del rodeo que
ello suponía. Hasta aquella tarde en la que él le quitó los
libros del brazo y sonriendo, sin pedir su opinión, caminó
seguro destrozando granadas y corazones aún tibios.
Amanda, en su caminar lento y nervioso, arrastra con sus
zapatillas un reguero de sangre.




                            – 69 –
El paseo de los granados
COUSCOUS
                       Soledad Davia




   —Toma este plato de latón.
   —Mujer... Gracias, es muy bonito y, ¡qué grande!
   —Pues… aquí están las patas, es una mesa bandeja. Pon
esta tetera y estos vasos encima. Delante estos pufs de cuero
repujado y, debajo, esta alfombra. Y –ya de paso– en el techo
cruzas estas telas.
   —¡Bueno! ¡Con esto decoro medio salón! Te has pasado,
Julia.
   —Tengo muchas más cosas. Mañana te las traigo.
   Mi mejor amiga volvía de su aventura argelina. Ha estado
trabajando ocho años en la Embajada y, aunque me invitó
muchas veces, nunca encontré el momento de ir a visitarla.
No es que no me interesara, que me apetecía mucho, pero
siempre surgía algo a última hora que lo impedía: el naci-
miento de mis adorables hijos, el atentado de las torres geme-
las, un contrato temporal por aquí, otro que parecía fijo por
allá, una operación de apendicitis mía y otra de menisco de
Pedro…, ¡qué se yo! Fue absolutamente imposible.
   Pero siempre hemos estado en contacto y, cuando vino para
lo de su padre, estuvo en mi casa y la ayudé en el tanatorio,


                            – 73 –
ya que su madre –la pobre– no se entera de nada. En este
tiempo he recibido mucha correspondencia gráfica de Julia:
vestida de berebere, comprando en el mercado; con los
tuareg, rodeada de niñas sonrientes y mujeres veladas.
    Y ahora ha vuelto con un equipaje que parece como si hubie-
ra trabajado con Alí Babá. Cada vez que nos vemos me regala
algún cachivache y, la verdad, la casa me está cogiendo un
aspecto de jaima… que tiene a mi marido un poco harto. No nos
falta nada: alfombras, cojines, pufs, la famosa mesa bandeja, tete-
ra de alpaca, vasos de té, perfumes de benjuí y almizcle, y una
enorme cachimba. Podemos incluso disfrazarnos todos porque
me ha regalado también un baúl taraceado lleno de trajes, braza-
letes, babuchas, checchias para ellos y velos para ellas.

   —¿Qué es eso?
   —Te va a encantar, tú que eres tan buena cocinera.
   —No habrás traído un cordero…
   —No, pero lo podrías meter dentro junto con garbanzos,
verduras y couscous.
   —¡Anda!, una de esas ollas para preparar couscous.
   —Exacto, un alcuzcucero que habrá que estrenar un día de
éstos.
   —Yo había pensado que nos reuniéramos este sábado que
viene mi hija.
   Dicho y hecho. Un reto de esa índole me pone. Aún están
mis primos celebrando aquella “Auténtica Olla Podrida” del
noventa y seis, que nos tuvo tres días en proceso de digestión
y casi lleva a urgencias al tío Sebas.
   El alcuzcucero tenía capacidad para alimentar a una tribu
nómada del desierto durante el ramadán, pero siempre se me
han dado mejor las grandes cantidades que la escueta cocina
de autor: “Uña de ventresca de chanquete con crujiente hoja
de rúcula y dedal de balsámicos en reducción”.


                              – 74 –
Conseguir la receta no planteó ningún problema. La pues-
ta en escena, tampoco; es más, para motivarnos pusimos un
mix de música para la danza del vientre. Encontrar comensa-
les dispuestos a la cata fue lo más fácil, no en vano me he
ganado el “Delantal de oro” por votación familiar. Lo más
complicado fue limpiar aquel artilugio tan enorme. Tuvimos
que fregarlo con la manguera del jardín y tanto la tapa como
el keskés, al ser agujereados, nos mojaron los pies de tal mane-
ra que terminamos la limpieza con botas de agua.
    Como fuente calorífica utilizamos ese paellero de gas buta-
no que sacamos todos los años para el aniversario y, desde
primera hora del sábado, comencé a preparar el couscous.
Pedro se encargó de la sémola porque era duro trabajar esa
cantidad con aceite y sal, y luego con agua para que se
desprendieran los granos. Mientras se cocían los garbanzos
en la cocina, estuve limpiando y cortando zanahorias, calaba-
cines, ajos, cebollas, nabos, apio, alcachofas, tomates, pimien-
tos, pollo y cordero; y puse a calentar el caldo.
    Los efluvios olorosos se enroscaban y danzaban voluptuo-
samente por el jardín, se filtraban cautivadores con su aromá-
tica melodía por los patios de los vecinos que, como pitones
enamoradas, subían persianas y se deslizaban por las venta-
nas, hechizados por aquel culinario prodigio.
    La fascinación se hacía mayor, así que cuando quité la
sémola del keskés y vacié la marmita para rehogar en ella las
verduras y las carnes, con aceite de oliva de Jaén, ya empeza-
ba a entrar gente. Al echar cilantro, jengibre, comino, canela,
pimentón y clavo sobre las viandas de la marmita, vinieron
los que faltaban. Puse entonces carnes y verduras en el keskés
y el caldo dentro de la marmita, comenzando la segunda
cocción al vapor, y era tan grande la legión de vecinos
hambrientos que sólo pusimos la condición de que se trajeran
su propio almohadón.


                             – 75 –
Unos mezclaban el couscous con mantequilla, lo rodeaban
con los garbanzos calientes y repartían pasas remojadas por
encima; otros disponían los trozos de carne caliente en gran-
des fuentes, y yo di el toque final espolvoreando pimienta de
cayena sobre las salseras con el jugo de cocción.
    Montada la jaima en el jardín, todos disfrutamos mucho.
La mayor recompensa fueron los lagrimones de Julia cuando
todos los comensales prorrumpieron en sonoros eructos, que
yo recibí como un cumplido.




                            – 76 –
LAS VOCALES
                       Susana Obrero


                                                       Ahora vale la pena
                                                  vivir / aunque haga frío
                                      aunque la tarde vuele. / O no vuele.
                                                             Es lo mismo.

                                                  MARIO BENEDETTI



                          Amanece


Anochecía. Hablaba aturdida a la almohada, a la cama, a las
paredes, a nadie... Ansiaba la hazaña, saludar a algún amigo...
  Asomó Adrián. La alegría abandonó la habitación.
Aparecieron las palizas amontonadas, las calumnias, las
malas horas hambrientas de ayuda…
  Manos ásperas aprietan la cara asustada, amnésica...
  Adrián arañaba las palabras:

   —¡Calladita, Ana, calladita! –amenazó.
   Ahora aclaro la cabeza. Añoro largas caricias, canciones,
amor... Aguanté las lágrimas. Hablé alto, angustiada, aburrida,
harta, hastiada...


                             – 77 –
—Adiós Adrián, lárgate. ¡Al carajo Adrián! –más alto–
¡Aléjate! —aullé.
   Acaba la amnesia. Aumenta la claridad. Amanece.



                         Mequetrefe


Ernesto, ¡mequetrefe! Eres ese estúpido egoísta que me repe-
le. Desecho de estercolero, extracto de excremento...
    Te esperé en el estudio, me dejé seducir, engañar... Me
engatusaste, te encanta experimentar. Me rendí en ese deve-
nir extraño ¡Estúpida...! ¿Crees que me dejaste?
    Eres el peor personaje que he tenido enfrente. Me embara-
zaste, ¿entiendes? Este embrión enano que me crece es
Ernesto en esencia. Sé que crecerá en ese extraño espacio, será
el recuerdo eterno de este error.
    Me encantaría que te encogiera ese pene enano del que
presumes. ¡Me espanta ese recuerdo!
    Ernesto, ¡mequetrefe! Me embarazaste veloz, en segundos,
ni me enteré. ¡Eyaculación precoz Ernesto! Tres segundos es
precoz. Deberías entenderlo. Te dejo veloz, precoz Ernesto.
Eyaculo este eterno deseo de dejarteeeeeeeeeee.



                        I Mayúscula


Estaba en bañador, nervioso. Me examinaba para conseguir el
título de socorrista. La monitora llegó sonriente, nos explicó
que sacaría una letra y comenzaría a examinar a partir de ahí.


                             – 78 –
Metió la mano en un saquito y enseñó sonriente una I mayús-
cula. Quizá fue su sonrisa o la casualidad de esa I mayúscula
partiendo su escote, no sé… pero cuando dijo Ignacio Iniesta
no pude dar ni un paso.
   Mi instrumento invertebrado invadió mi bañador.
Irrumpió inexorable, inesperado, indómito, incisivo... Intenté
disimular mi inflamación inquebrantable. Interpuse imáge-
nes, ideas inofensivas. Inútil...
   Irreductible, irrefrenable, ingrávido e inoportuno. Inclinado,
indecente, inconmensurable. Mi irritación insistía inextinguible,
infalible, incontrolable...
   Imaginé iglesias, iguanas, infiernos... Inútil. Sin igual mi
instrumento imperaba incauto, insurrecto, inmenso, impo-
nente...
   —¿Ignacio Iniesta? –insistió.
   —Sí –dije impotente...



                         o minúscula


Óscar me regaló un anillo sin envolver en el bar de su calle.
Pidió dos cañas, se lo sacó del bolsillo y me lo dio. Era como
una o minúscula en mi mano.
   Una o odiosa y ocurrente que me prometía orillas con
lodo, orgías ordenadas, oleajes oprimidos, orgasmos oscuros,
otoños con ojeras, ochocientos obstáculos, olvidar otros ojos,
no otear océanos locos, todos los ocasos organizados, ocultar
opiniones opuestas, oliendo ortigas no orquídeas. Ofrecía
obligaciones…
   Yo cogí oxígeno, le devolví su anillo sin odio, sin amor.
Miré la o en su mano y puse delante una N con tres palillos.


                             – 79 –
Salí a la calle, miré a la luna y grité:
—No, coño, no.



                        Ultimátum


  Umbral umbrío del universo,
  murmullo gutural de burbuja.
  Hurón subjuntivo y truculento, furúnculo lujurioso.
  Su dulzura pulula por el subsuelo.
  Usurero, puñetero,
  pústula urbanizable.

  Huye, es humano huir.
  Hurga en tu ruptura y sutura.

  Busca utopías urgentes.
  Ukeleles zulús ululando unánimes.
  Unicornios supurando humor,
  utilizando cucuruchos vudús,
  ungiendo untuosos ungüentos.
  Cúpulas con huellas de culturas.
  Turbulencias purpurinas.

  Tu futuro.
  Huracán de murmullos para huir de tu runrún.




                            – 80 –
Las vocales
DÍAS DE CINE
                      Esther Rodríguez




La vida en los valles se detiene como viento entretenido en los
rincones. En este valle, la vida parecía detenerse ante los ojos
de un muchacho, que trataba de espantarla a manotazos, sin
poder evitar golpearse en sus propias narices. Nilo creció
muy despacio, a la sombra de una familia curtida, como los
baúles de piel que duermen en los desvanes de los antiguos
caserones, repletos de secretos inconfesables y ocultos, bajo
capas y capas de polvo de difuntos. Creció con noches amora-
tadas bajo sus pequeños ojos. Creció engrasando la piel violá-
cea de aquellos cuerpos inertes y destripados que su padre
desollaba en el granero. A veces él mismo le ayudaba. Se fija-
ba con atención en cómo su padre soplaba con delicadeza la
piel del animal para apartar el pelo, y después, en cómo hacía
y con qué precisión, un corte en aquella pequeña isla de piel
desnuda, para después, tirar cada uno de un lado y arrancar
la piel sin apenas dificultad. Luego, el animal, desnudito, se
asaba a fuego lento durante horas, en esa caverna que palpi-
taba al fondo de la posada. Nilo hacía bailar la brocha dorada
en un sumiso oleaje, acariciando al animal asesinado, embal-
samándolo con aquella delicia extraída de las olivas más


                             – 83 –
verdes, mientras a sus espaldas y en la más espeluznante
oscuridad, chisporroteaba el fuego del infierno. Su mirada se
concentraba en el vaivén resplandeciente como si fuera un
importante asunto, y tan sólo se permitía algún viaje imagi-
nario hacia las piernas de la última mujer que hubiera entra-
do por la puerta.
    Ponía todo su empeño en hacer bien su trabajo, que había
pasado de generación en generación con enfermizo entusias-
mo. Pues eso mismo que él hacía, lo había hecho su padre, su
abuelo, su tatarabuelo, su tataratatarabuelo y así repetidamen-
te; por ello, tenía plena conciencia de que ése sería el trabajo
de sus futuros hijos y de sus nietos, y de los hijos de sus
nietos, y de los hijos de los hijos de sus nietos. Porque él
tendría hijos, de eso estaba tan seguro como de que el corde-
ro que dormitaba entre cuajarones de sangre estaba muerto.
Un día se abriría la puerta y entraría la mujer de su vida con
pelo ondulado y pechos tiernos en donde perderse para
siempre, con olor a bosque entre las piernas y con grandes
caderas.
    Para saciar ese desconsuelo, Nilo acudía a la Merche, una
muchacha que cada mañana traía a la posada calabacines,
tomates, lechugas, pimientos y cebollas en un cajón desvenci-
jado y fregaba las cacerolas de la posada. Se arremangaba la
blusa hasta los codos y frotaba los restos secos de la comida
que se quedaba adherida a los bordes del perol. Frotaba con
tal fruición que sus pechos bailaban trastornados bajo la
blusa. Nilo miraba el baile de aquellos pechos y pensaba que
rozaba la belleza. Tenía caderas para acoger a todos los hijos
del pueblo, del vecino y de toda la comarca del valle, y unos
pechos que ahogarían a cualquiera que quisiera comerlos. No
era bonita, ni sabía hablar bien. Le faltaban dientes y de la
nariz le salían pelos como alambres, y aunque su aliento apes-
taba a cebolla, era tanta la carne que ostentaba, que Nilo no


                             – 84 –
podía evitar volverse loco entre heno, mugidos y piel, y la
tiraba entre los puercos y le subía la falda mientras su boca se
perdía en ese inagotable escote con el que saciaba el hambre
voraz de la adolescencia. Nilo cerraba los ojos para no ver
cómo aquella boca mellada gemía mientras la embestía con
furia. En ese instante, justo cuando el río se desbordaba por
dentro, todo era dulce. Después de derramarse, volvía a su
inmunda realidad. Se levantaba dando un pequeño salto y se
ataba el pantalón con prisa, para después dejarla sola, con las
bragas sucias, bajadas hasta los tobillos, la mirada perdida en
el vacío y con alguna lágrima resbalando por la mejilla.
Después Nilo volvía a aceitar corderos muertos y a fijar su
mirada en aquella puerta que tanto tardaba en abrirse. Ya
aliviado, retornaba a sus viajes imaginarios.
    Cierta mañana llegó al valle un equipo de cineastas que se
habían establecido allí para grabar una película sobre la
posguerra. En el pueblo se armó un gran revuelo porque
buscaban gente del valle, con una sola ceja, capaz de dar a la
película el tono; pues en el valle, el tiempo parecía haberse
detenido en los años cuarenta. No es que Nilo pensara acudir
a la entrevista. Él sólo pensaba en las actrices. Seguro que
había alguna gran actriz entre el reparto. Y seguro que come-
ría en su posada. Tendría que estar preparado entonces. Así
que sus ojos, de vez en cuando, escapaban de la piel brillante
a la madera seca. Esa misma mañana alguien encargó una
mesa para cuatro personas. Nilo pensaba que una de ellas
fuera el director, otra el realizador, el productor, el guionista
y, poco a poco, comenzaba a desanimarse. Tal vez no apare-
ciera ninguna mujer. Tendría paciencia y la esperaría. A
media mañana, tuvo un pálpito y asegurándose de que no le
observaban, dejó de acariciar al último cordero degollado y
fue al baño de señoras. Escondido en el portarrollos, abando-
nó su teléfono móvil con la videocámara grabando y con un


                             – 85 –
extraño anhelo empequeñeciendo su estómago. Aquél minús-
culo espacio de luz palpitante tenía ahora un pequeño cora-
zón a la espera de un milagro. La mesa fue ocupada por tres
hombres y una mujer.
   Pandora Quintás era la mujer más bella que jamás hubiese
visto Nilo. No tenía ondas en el cabello, ni unas grandes cade-
ras, ni ese olor a musgo que tanto añoraba. Pidieron cordero
asado con patatas y ajo, aderezado con miel y vinagre, y bien
churruscadito en el infierno, que Nilo sirvió luciendo asta
firme entre las piernas. Pero algo sucedió en aquella mesa que
hizo que Pandora se levantara y saliera en dirección al grane-
ro. El vaivén de sus caderas hacía bailar su falda, mientras
clavaba los tacones en el suelo a golpe de tango. Llevaba un
pequeño celular pegado a la oreja, y unas lágrimas negras le
resbalaban por la cara. En el granero, Pandora Quintás iba y
venía nerviosa. Ya no hablaba por teléfono, simplemente
paseaba perturbada. Se asustó cuando, en uno de sus giros
vio a Nilo a sus espaldas. Y más aún cuando la arrojó al heno,
entre puercos y vacas. El espanto se asomó a los ojos de la
actriz impidiéndole articular palabra alguna, aunque sí que
intentaba zafarse de aquel indeseable que le arrancaba las
bragas. Y Pandora Quintás le golpeaba en el pecho con los
puños cerrados; comenzó a gritar ridículamente, hasta que la
mano de Nilo le tapó la boca. Pandora Quintás comenzó a
desorbitar sus ojos, como queriendo decir, hasta que quedó
como un andrajo salpicado de semen y desamparado entre
mugidos y estiércol. Así, Nilo, no la quería. Cuando la Merche
llegó al granero, alertada por esa agitación entre los animales
que ella bien conocía, no pudo más que ayudar a Nilo a
desplazar el cuerpo hasta la parte trasera. No sin antes hacer-
le prometer que la haría suya para siempre, pues de lo contra-
rio, hablaría, y una vez hablara, no pararía jamás. Que sólo
ella tendría esos hijos que tanto él deseaba. Y allí, Nilo y la


                             – 86 –
Merche cavaron un hondo agujero, mano con mano, muy
profundo, donde depositaron a la muñeca rota y la cubrieron
con capas y capas de arena, estiércol y silencio; y allí mismo
plantaron tomates, apio y acelgas.
   Después hubo más revuelo en el valle. La policía pregun-
taba y preguntaba, pero Nilo no dejaba de aceitar corderos, y
la Merche, de fregar cacerolas. Registraron la posada de cabo
a rabo, y por fin, se marcharon. Se marcharon todos. También
los actores y el director y el productor y el guionista, y jamás
grabaron película alguna en aquel profundo y perdido valle.
El país se volcó tras la búsqueda de Pandora Quintás, menos
en aquella posada, que sólo parecía importarles no perder la
huerta con las lluvias de invierno. Y como las intervenciones
divinas no piensan en asuntos baladíes, como lo son los trase-
ros de las señoras, por muy bellos y famosos que sean, Nilo
sólo pudo conseguir una hermosa defecación de la Merche,
grabada en la videocámara de su móvil el día de autos, y una
mujer estéril que jamás le daría hijo alguno que continuara
con tan bella empresa como es aceitar corderos degollados,
pero que le tenía a sus pies, hincado de rodillas, como se tiene
a los pajarillos en vías de extinción.




                             – 87 –
EL SUEÑO DE WEAN
                       Michel Cedenilla




Ella no dice nada. Duerme. La vigilo.
    Me siento como un mirón espiando el sueño de una donce-
lla. De tanto en tanto, deja escapar un resoplido de dragón o
hipa haciendo temblar su cuerpo de sirena.
    Hace rato que Wean se ha abandonado a su sueño. La
contemplo con envidia, alternando el juego de la vista entre
su contorno gris y el azul ultramar del Atlántico. Por fin estoy
ante el océano después de tanto tiempo de añoranza. Amigo
entrañable y, a la vez, traicionero. El mismo océano que devo-
ra insaciable a los hambrientos del mundo, a los hambrientos
de oportunidades. Es como su hermano, el Sáhara, puro en su
inmensidad, afable en la belleza, acogedor en la calma; pero
hostil, atemorizador e impío cuando se enoja y suelta su furia
sobre cuantos cobija.
    He vuelto a sus playas vírgenes.

   —Intentas alimentarme con promesas que no cumples,
pero yo sigo pasando hambre, hambre de tener a alguien
verdaderamente conmigo. Nunca estás cuando te necesito.



                             – 89 –
Hoy, tanto el mar como el desierto han puesto sus manos
juntas haciendo cuenca. Invitan a refugiarse en ellos, a disfrutar
en soledad de su compañía.
   Wean se rasca el costado con sus uñas largas, con un
ademán de coquetería, pero sin llegar a despertarse. Rueda
medio giro y continúa en la placidez de su sueño sobre el
lecho cálido de arena.

    —¿Por qué no haces el favor de dejarme en paz? Parece
que sólo vengo a casa para discutir contigo. Me exiges mucho
para lo poco que me das. Yo también estoy hambriento de
cariño, pero en vez de entregarnos, siempre nos peleamos.
    Decido bañarme en la inmediatez de la playa, ahora que la
marea baja deja un dédalo de canales y pozas en la platafor-
ma que separa la arena de la rompiente de las olas.
    ¡Qué gozo de baño en silencio! Tan sólo escucho el rumor
del oleaje. Me abandono al vaivén de la resaca, entre rociones
de espuma. El aire huele a yodo y mi nariz se dilata cuanto
puede para inspirar todo su aroma. Olor a brisa marina, a
asperjes de agua salada. Estoy desnudo, en un intento de
sentirme liberado, como esta costa prístina, ajeno a las impo-
siciones humanas. Libre, liviano, natural, puro, sencillo. Sólo
en la compañía de Wean y de un grupo de pagazas y gaviotas
que observan mi desnudez tan blanca como sus plumajes; mi
débil piel de nieve que pronto se tornará rosada a medida que
el sol la posea. Cernida en el aire, un águila pescadora me
observa, sigue mis torpes movimientos de pez extraño y
grande. Demasiado bocado para saciar su hambre, decide
tirarse contra una presa que abarque con sus garras. El agua
fría estimula mi cuerpo adormecido y fatigado. Soy una
medusa dejándome mecer por el mar. Relajado, floto sobre las
ondulaciones que propicia el oleaje. Por un momento, he
perdido el control.


                              – 90 –
Mi cerebro se ha sumado a la danza del cuerpo y se ha
olvidado de lo único que sabe hacer: pensar. ¡Qué alivio!
Necesitaba tanto satisfacer esta hambre que vagaba a gritos
por los pasillos de mi conciencia. Hambre de serenidad, de
equilibrio, de paz; hambre de un tiempo lento, masticado
minuto a minuto. De reencontrarme con el otro que también
soy, mi mejor amigo, siempre abandonado y depuesto por
nada realmente importante.

   —¡Se acabó! Cuando vuelvas ya no estaré para recibirte.
   Wean duerme y yo la miro y me adormece tanta placidez;
y acompaño su sueño. Me convierto en una parte del mar y
del desierto. Virginal e inocente, desearía que salvaje. Ser a la
vez mar, ola, planta, arena, viento, gaviota, pez o foca, y no
ser nada al mismo tiempo. No soy nada, y lo soy todo a la vez.
Me regocijo en la grandiosidad de reconocer mi insignifican-
cia. Y así, y ahí, me hago grande, me hincho de conciencia de
mí mismo. El sentido de la existencia se esclarece en un breve
instante como éste.
   Y Wean sigue dormida.




                             – 91 –
El sueño de Wean
EL DÍA DE LA COMUNIÓN
                       Nieves Sánchez




La débil claridad del amanecer se filtró por la persiana entrea-
bierta. Verónica suspiró con alivio. ‘’¡Por fin es de día!’’, se
dijo.
    Al lado, su marido roncaba ligeramente como lo había
estado haciendo casi toda la noche mientras ella no podía
conciliar el sueño.
    Vivían en el tercer piso de uno de los edificios de nueve
plantas que formaban el conjunto. Un populoso barrio más de
los que se habían construido en la periferia de Madrid. En
realidad, era una ciudad dormitorio a veinte kilómetros de la
capital. Surgieron muchas en la década de los setenta. En
algunas provincias, el pueblo llano empezó a estar hambrien-
to de trabajo y también de comida. La agricultura y ganade-
ría minifundista no proporcionaban alimento suficiente para
las familias numerosas y los más jóvenes se vieron obligados
a viajar hacia las zonas industriales de reciente creación.
    Verónica y Damián se conocieron poco después de llegar
de sus respectivos pueblos, cuando vivían en unas chabolas
improvisadas. Con el trabajo de ambos, consiguieron reunir
lo suficiente para dar la entrada del piso donde ahora estaban


                             – 95 –
felices. Se casaron muy ilusionados y poco después nació
Nuria. Era una niña sana, preciosa, muy tranquila. Más tarde,
María, que fue como una muñequita a la que su hermana (que
para entonces ya contaba cuatro años) se empeñaba en cuidar
como tal. Y tres veranos después, vino al mundo el niño que
deseaban y que sería el último; le llamaron Víctor. La causa
del insomnio de Verónica era la excitación que sentía porque
ese día que estaba amaneciendo sería especial. Su hija mayor
iba a hacer la Primera Comunión. ¡Estaría tan bonita como
una novia! Esto le recordó que pronto sería su aniversario de
bodas; habían transcurrido once años y estaban tan enamora-
dos como al principio.
    En estos pensamientos estaba sumergida cuando decidió
levantarse.
    Se fue a la cocina. Desde la ventana, contempló la salida
del sol de aquel precioso día de mayo. Los pájaros de la cerca-
na alameda le regalaron un maravilloso concierto. Se sirvió
café con leche y, ¡qué demonios!, hoy se permitiría el lujo de
acompañarlo con unas riquísimas magdalenas que su madre
había hecho para la celebración.
    Llevaban unas semanas muy atareadas con los preparati-
vos de la Comunión: comprando el vestido de Nuria, la
limosnera, los guantes blancos, el misalito con cantos dora-
dos, los recordatorios con la foto de la niña y la ropa para
todos. Por suerte, habían contado con la eficaz ayuda de su
amiga Raquel que vivía con Marcos, su marido, en el piso
contiguo. Ella también la ayudó el día anterior a preparar la
comida y la mesa en el salón-comedor para la familia más
cercana. Celebrarlo en un restaurante les hubiera resultado
muy caro y había que reservar dinero para la letra del piso.
    Verónica terminó el desayuno y se sintió culpable, como
siempre que comía dulces. Cuando se casó estaba muy delga-
dita pero con los embarazos había ido acumulando peso.


                             – 96 –
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  • 6. Diseño de portada e ilustraciones: Adolfo Gilaberte Edita: Sol de invierno Depósito Legal: M-18383-2009 Realiza: REPROFOT, S.L. Celeste, 2 - 28043 Madrid comercial@reprofot.com Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo de los autores.
  • 8.
  • 9. Es duro comenzar a ser creador, hacerte consciente de tus virtudes y limitaciones, aprender a hacer callar a tu orgullo y escuchar al maestro. Son duras las primeras correcciones, es difícil asumir que después de tanto esfuerzo, tu creación no es todo lo buena que debería ser. Sólo la constancia, el traba- jo, las ganas de aprender a decir lo que uno necesita decir puede dar lugar a un libro como este. Muchas horas después, muchos años después de la inten- ción, del primer cuento “correcto”, muchas letras y papeles rotos después aflora el talento. Es entonces cuando uno se convierte en creador. Pero es duro ser creador, construir desde la nada, derra- marte en manos de otro, estrujarte el ingenio y la piel para decir algo distinto, para aportar algo siempre nuevo. Y hay que seguir trabajando, aprendiendo siempre, y enseñando. Ahora es el momento de mostrar el talento y esta colección de cuentos no sólo quita el hambre, sino que alimenta. Todos y cada uno de los relatos que habitan en este libro son un auténtico regalo y un ejemplo a seguir por muchos otros grupos de creadores que piensan que nunca verán editados sus trabajos. Esta es la muestra de que con trabajo, con ilusión y con ganas, uno puede hacer que su voz y su palabra dejen constancia de su valía para siempre. Leyendo este libro me siento como una de esas orgullosas madres que aplauden con lágrimas en los ojos al ver cómo a –9–
  • 10. su pequeño le entregan una medalla. No importa si la meda- lla es al más rápido, al más alto o al más lento. La medalla que le cuelgan lleva en realidad todo el amor, la ternura y la satis- facción que siente su madre sólo por el hecho de existir, porque no nos confundamos, cuando se es madre son los hijos los que nos dan la vida, y no al contrario. Son nuestra razón de ser, nuestro sentido. Este grupo de narradores ha tallado un cofre lleno de trofeos, de tesoros de los que me siento parte. Y me emociona tremendamente pensar que tal vez yo haya podido tener algo que ver en que este milagro que para mi representa dar a luz un libro. Ojalá este libro llegue muy lejos, atraviese fronteras, pupi- las, puertas y manos, ojalá alguien reconozca toda la valía que hay encerrada entre las tapas de este libro. Yo hablo en nombre de la poesía, en nombre de José Hierro, de Margarita Hierro, en nombre de los que amamos la literatura y nos emocionamos ante un trabajo bien hecho donde conviven alumnos y maestros, todos alumnos y maestros del resto. Yo hablo en nombre de los que leemos y apreciamos el trabajo y no necesitamos que el título venga acompañado de un premio, ni de una etiqueta. Hablo en nombre de los que creen en vosotros, narradores con mayúsculas, cuando digo gracias por dar sentido a nues- tras manos cuando lean vuestro libro. Tacha Romero – 10 –
  • 11. HAMBRE p@labra Sobre el fondo gris de una fachada sin encalar, sentado al sol en una silla demasiado breve, el inglés ladea el sombrero sobre los ojos y dormita. A su lado, las sábanas restallan y se azotan desde las cuerdas cuando una ráfaga de aire les infla la panza blanca. En ese escenario escueto, la figura excesiva del durmiente se sale por los márgenes. El gato que se ovillaba a sus pies arquea el lomo y se marcha un segundo antes de que se alce el paño verde que cubre el vano de la puerta. —Señor. ¿Se ha dormido? Mire que en junio dormirse al sol no es cosa buena. La comida está. Si quiere se la pongo y se echa usted un ratito. Mercedes desplaza –hacia la ropa tendida– el peso enorme de sus caderas. El hombre sentado se cala el sombrero y la mira, pero no la ve. En la reja de la ventana se enmaraña, vertical, un fandango de Marchena. La noche que el inglés conoció a la niña, los patios de Granada se desangraban en Cruces de Mayo. Cientos de claveles, miles, saturaban de olores el aire y el sentido común. – 11 –
  • 12. Cerca del Generalife, una peña había montado una barra larga, coronada de luces, donde se vendían cerveza y pinchos morunos. Frente a ella, entre el humo de la fritada y los gritos de los chiquillos, un grupo de mujeres bailaban en corro una rueda sevillana. Allí se acodó, extravagante y desproporcio- nado, junto a una caña de Mahou y a un borracho abotarga- do que apestaba a sudor viejo. Las manos de ellas se elevaban por encima de sus cabezas enredando el aire. Encaradas con su pareja, cimbraban las espaldas, el pecho desafiante, cara- coles con las muñecas y... plante. Un “voy y vengo”, un “sí pero no”, un juego de amor entre hembras para seducir al macho que mira. En uno de esos requiebros, la niña gira, choca con el inglés y cae, agarrándose el tobillo. Y al caer, le regala –durante un segundo– un vacío de pupilas negras que lo envenenan. Esos ojos turbios del dolor que atenaza se le antojaron al inglés semejantes a los del placer satisfecho y eso le bastó para anhelar ser él la fuente y el instrumento de ese deseo saciado. Mercedes ha preparado un guiso de cordero. Sentado a la mesa, come en silencio asintiendo al palabreo de la mujer que va y viene, trasteando por la cocina. La cuchara llega a la boca, y –junto al pedazo de carne mechada– los dientes desgarran una guindilla que desgrana sus semillas obscenas. El inglés se deleita con la punzada. —A la procesión de mañana se viene usted conmigo. A la misa, yo ya no me meto, si no quiere, no pase. Me espera usted fuera y, de la que salga, ya nos vamos juntos. Hale, ¿qué me dice? Si quiera por ver cómo adornan las calles. —Y, en la última frase, Mercedes engalana el mantel con una fuente de gachas dulces. La mañana de Corpus se despierta carnal y soleada. Aún es temprano y baja de la sierra un aire suave que eriza los poros de las pieles blancas que celan las mantillas y provoca – 12 –
  • 13. un oleaje manso en los toldos y marquesinas colocados para cubrir a los fieles del sol del mediodía. Por la puerta del Perdón, desde la calle Cárcel, entran Mercedes y el inglés en la Catedral. Bajo la luz filtrada de colores que baña la Capilla Real, la busca. Deja vagar, azules y ávidos, los ojos sobre aquel mar de cuerpos apretados, irguiendo o sentando el suyo de forma mecánica, según le arrastre la marea del templo. Hasta que, con el sonido de la campana que anuncia la Consagración de la Forma, la ve. Una ola que se repliega sobre si misma, arro- dillada y sumisa, obediente a la atracción de la luna redonda y blanca que el sacerdote eleva sobre su cabeza. —“Tomad y comed, porque éste es mi cuerpo.” La mira al levantarse, clara, traslúcida; una gota de agua en un océano que –transformado en río– discurre, ahora lento, por el pasillo central de la nave. En el altar, el oficiante satisface de infinito las bocas abiertas. —El cuerpo de Cristo. —Amén. Fuera, en la calle, ya hace calor. Siguiendo al palio que cobija la Custodia, van las hermandades de penitencia y gloria. Detrás, una banda de cornetas y tambores y el resto de congregaciones y cofradías. La calle Mesones está alfombrada de flores y hierbas aromáticas que crujen bajo el peso de los peregrinos. Sus pies quiebran las ramas y levantan al aire olores de juncia y de mastranzo. El inglés sabe que ya lo ha visto. De cuando en cuando, ella vuelve la cabeza y sus ojos le lanzan sogas para que él se agarre. Al torcer por Reyes Católicos la niña ve una mujer que, desde la plaza de Santa Ana, ofrece a los caminantes naranjas y alfajores. Se acerca al puesto, compra un cuartillo de gajos y se aleja a solas hacia el – 13 –
  • 14. Real. Unos pasos más allá, camina tras ella la presa que se cree león. El inglés le da alcance en el puente Cabrera. La coge de la muñeca que trenzaba caracoles y la arrincona con las caderas contra el pretil. A un centímetro de su boca susurra en caste- llano, para que ella le entienda: —Si supieras el hambre que tengo de ti, te asustarías. Y la niña se ríe para ofrecerle los dientes blancos. La boca le huele a naranja. Es joven, pero sabe que no hay mejor agui- jón para el deseo que verlo dibujado en los ojos del otro y le ofrece de nuevo en los suyos, doblados y suplicantes, esa mirada que emponzoña. Y sobre el río, bajo la sombra formi- dable de La Alhambra, mientras resuenan cerca del Sacromonte los tambores de la Hermandad del Cristo del Consuelo, el inglés hambriento de colmillos afilados, se come su cintura. —Es lo que tiene el cordero, que está mejor de un día para otro. Gachas no me quedan, pero tengo pestiños de miel. –Mercedes reti- ra de la mesa el plato colmado de huesos. El hombre niega, agradecido, con la mano y se desabrocha la hebilla del cintu- rón de cuero. Recostado sobre la silla de la cocina, saciado de luz, mira por la ventana con el convencimiento de que en unas horas, esta noche a lo sumo, volverá a tener hambre. – 14 –
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  • 17. LA PLANTA DE MI PIE Lourdes García Mi marido dice que soy una mujer muy rara. Por ejemplo, no entiende el bulto de mi pie. Cuando he caminado durante horas o me preocupa algo, se erige una pequeña inflamación justo en el inicio del puente. —Que sea porque has andado mucho, pase. Pero que te salga por alguna preocupación, francamente, Marga, no lo entiendo. Mira que eres rara, hija. Y, sí. Tal vez, Adolfo tenga razón; tal vez, sea una rareza mía, pero el caso es que la planta de mi pie es como una maquinaria extraña compuesta de muchas piececitas. No falla: cuando algo no funciona, alguna de ellas se estropea y ahí está el molesto bulto. A veces, a mí también me cuesta entenderlo. A veces, no comprendo qué me pasa: sólo sé que estoy como rara, como tonta, y de ahí al bulto, hay un solo paso. Al principio, es una pequeña molestia, tiene la forma de un minúsculo chichón, pero no se queda ahí la cosa: crece y crece. Cuando se hace fuerte, el dolor puede llegar a ser insoportable. – 17 –
  • 18. —Pero, vamos a ver, Marga, hija, ¿qué es lo que te preocu- pa ahora? Si no te falta de nada. No me digas que tienes estrés: no tenemos hijos, vivimos desahogadamente... De lo único que te tienes que ocupar es de la casa y de la perra. Marga, de verdad que no te entiendo. —Me inquiere mi mari- do cuando me ve cojear por la casa. Bueno, si es que me ve. A veces me imagino ante sus ojos como una mancha borrosa que se va difuminando poco a poco. Y, no sé, a lo mejor es eso, que no tenemos hijos. Como Adolfo siempre está tan ocupado, todo el día trabajando, metido en la oficina, nunca encontramos el momento. Bueno, él nunca encuentra el momento: dice que no tiene tiempo para “eso”. Y, claro, a veces, me da por pensar cosas raras, por dar demasiadas vueltas a la cabeza. Mi madre dice que me preocupo demasiado, que los problemas si no se piensan, se acaban esfumando. Puede que esté en lo cierto. Esta mañana me ha costado levantarme. Y es que lo que era estos días un bultito, se ha convertido en un chichón, y lo que era un chichón se ha transformado en una infla- mación en toda regla, pero acabará desapareciendo. Transcurridos unos días, se disuelve y en su lugar aparece un sarpullido, unos cuantos granitos, que también se acaban diluyendo sin dejar rastro, como si nada, como los problemas si no se piensan. Voy a la cocina a prepararme el desayuno y sobre la enci- mera encuentro una nota de Adolfo. A él le gusta mucho eso: dejarme mensajitos por la casa, recordándome esto o lo otro. “No me esperes para comer. Tengo mucho trabajo en la ofici- na. No te olvides de llevar la perra al veterinario. Un beso.” Es verdad, lo había olvidado: Kuka también está muy rara estos días. Siempre está hambrienta, y lo que es peor: ayer mismo vomitó en el parque. Antes de hacer la compra, la llevo a que la examinen. – 18 –
  • 19. —Esta perra no está enferma. Lo que le pasa es que está embarazada –me dice Don Lucas, el veterinario. Ay dios mío, qué alegría. No me lo puedo creer, mi Kuka va a ser mamá. ¿Y cuántos cachorros vienen? No sé, eso no impor- ta. Me da igual el gesto reprobatorio de Adolfo y su dedo índi- ce levantado para señalar lo que él califica “mis ideas de bombero”. Pienso quedarme con todos. En cuanto llegue a casa, le llamo para contárselo. Verás la cara de tonto que se le va a quedar. No creo que se enfade porque le llame al trabajo. Es muy “tiquismiquis” con sus cosas: “Marga, a la oficina no me llames a no ser que sea una emergencia. Ni siquiera al móvil. No me parece serio atender llamadas personales en el trabajo”. Pero esto es una emergencia. Qué digo, esto es un notición. Intento correr para llegar cuanto antes a casa, pero no es tan fácil. Como la hinchazón del pie no me permite pisar bien el suelo, se me acaba inflamando también la rodilla, pero no impor- ta, hoy nada importa. Qué alegría, mi Kuka va a ser mamá. Ya en casa, dejo las bolsas de la compra desparramadas por el pasillo. Kuka no deja de darme lametones, excitada, mientras marco apresuradamente el número de la oficina. —¿Adolfo? No te lo vas a creer. —No, disculpe, no soy Adolfo. ¿Quién es? –contesta alguien desde el otro lado de la línea. —¿Quién eres? ¿Eres Carlos? —No, soy Alberto: su asistente nuevo. ¿Puedo ayudarla? —Sí, digo, no, tú no, quiero decir que necesito hablar con Adolfo. Es urgente –respondo yo, nerviosa. —Lo siento señora, pero Adolfo no está: se ha cogido el día libre. Si es muy urgente, puedo llamarle al móvil: déjeme su número de teléfono y, en un momento, se pondrá en contacto con usted. ¿De qué empresa llama? —No, no es necesario. Gracias. –Y cuelgo. – 19 –
  • 20. Recojo las bolsas del suelo. Kuka está ahora tumbada sobre la alfombra del salón, muy quieta. Voy cojeando hasta la coci- na como una mancha borrosa que se va difuminando poco a poco. Y es que el dolor del bulto de mi pie, a veces, puede llegar a ser insoportable. Pero se acabará diluyendo y en su lugar quedará un rastro de granitos, que también desaparece- rá, como los problemas si no se piensan. – 20 –
  • 21. EL TRAPECISTA Adolfo Gilaberte —Es como Vila-Matas, ¿sabes? ¿Lo conoces? Desde el suelo, el hombre me mira con ojos de pájaro indefenso. A pesar de la oscuridad del callejón, percibo un leve movimiento de cabeza. —¡¿No?! Es todo un personaje. Con él nunca sabes dónde acaba la ficción y dónde comienza la realidad… A él le debo estar aquí ahora, contemplando tu muerte… Te lo voy a contar. Supongo que eso te lo debo yo. El hombre no se mueve, su respiración se arrastra por el suelo en un vaivén desacompasado de ida y vuelta. Desde una de las venta- nas encendidas nos llega un ruido de sartenes y cacerolas con su inoportuna musicalidad. La realidad cotidiana impregna el callejón sosegando mis sentidos y mi conciencia. Sacudo la cabeza. Escupo al suelo. Respiro hondo repetidas veces. Pasados unos segundos, la realidad desaparece de nuevo. —Todo está conectado. Es terriblemente sencillo. Vila-Matas escribió hace años un artículo sobre una lectura que de un cuento de Hemingway hizo ante estudiantes, El gato bajo la – 21 –
  • 22. lluvia, del que García Márquez había dicho que era el mejor cuento que había leído nunca. Mucha tela es eso, claro. Y Vila- Matas, hambriento de literatura siempre, lo buscó, el cuento, y lo leyó; pero no entendió nada, dice en el artículo y también lo dijo tras aquella lectura pública… Los ojos del hombre van perdiendo luz. La noche avanza por el callejón mostrando su boca de dientes negros. —Entonces, en aquella charla, pidió a los estudiantes que le ayudaran a entender aquel cuento. El cuento, ¿sabes?, en principio no es nada del otro mundo, pero bueno… —¿Qué cojones me estás contando, chiflado hijo de puta? El hombre escupe estas palabras sin levantar la cabeza; la sangre y la saliva caen por su barbilla, gotean hasta el suelo; luego me mira retador con un puño en el aire. —Te estoy contando una historia. Soy escritor. ¿Aún no te has dado cuenta? Una historia, nada más. Sobre las conexio- nes, sobre el flujo de corrientes invisibles que nos conecta a las personas entre sí. Sobre el hilo de palabras que nos ha unido hoy. A ti y a mí… —Me duele. Me duele mucho el pecho, joder. Su voz, rota por el golpe en la nuez que acabo de darle hace unos minutos, suena débil, como la emisión de un programa de radio desaparecido hace años, del que sólo queda una vaga y fantasmal estela en el aire del presente. —Calla, no te esfuerces o te vas a quedar sin voz. Tú escu- cha, luego hablas si quieres. El hombre se retuerce en el suelo y avanza unos centímetros, intenta alcanzarme con las manos. Se detiene; un gemido brota de su garganta. Sus brazos caen a los lados de su cabeza como dos fríos tentáculos. – 22 –
  • 23. —Ahora viene lo interesante. Escucha. Yo quería escribir un cuento, y buscando inspiración, que es como ese destello que brilla con más fuerza que el resto, recordé lo que había leído días atrás sobre un cuento de Hemingway, las palabras de García Márquez encumbrándolo, y, al igual que había hecho Vila-Matas (aunque en aquel momento yo eso lo desco- nocía; el enlace entre Vila-Matas y el cuento El gato bajo la lluvia apareció como una búsqueda más en la pantalla de mi orde- nador), emprendí la caza del cuento para comprobar por mí mismo las cualidades de aquella maravilla. Lo importante, amigo, igual que decía Hemingway que lo importante en sus historias era justo lo que no se contaba en ellas, a donde real- mente quiero llegar, es a la aparición de Vila- Matas en todo esto. El malabarista de la realidad. El trapecista sobre el abis- mo, como han dicho de él. Y entonces surgió el milagro. Las conexiones se establecieron libremente, como dos gotas de agua que al caer se unen en un punto del cristal. En mi cabeza se unieron el juego de la realidad y la ficción y tu muerte. El hombre está llorando. La herida del pecho le supura de lágri- mas de un rojo sangre. Sus manos están teñidas del mismo rojo sangre. Sus manos titilan como dos estrellas agonizantes. En sus ojos se mezcla el miedo y la muerte, a partes iguales. Sus ojos pare- cen un reloj de arena. —La idea de un escritor que fuerza o manipula la realidad para sus fines artísticos, ya me rondaba por la cabeza hace tiempo. Y me dije: “¿Y si existiese una especie de taller litera- rio, una empresa de ocio como la de la película The Game, en el que la gente pagara para que ellos les proporcionasen expe- riencias únicas, oscuras o primarias? Experiencias que les acercarían a la realidad como el ojo de un microscopio. Sensaciones de primera mano”. Vila-Matas cuenta que, para él, convertirse en otro ha sido a menudo el mejor modo de – 23 –
  • 24. escribir algunas de sus historias. Pero, ¿y convertirse en la muerte? ¡Ser la muerte que mira a los ojos del que muere, instalarse tras sus pupilas…! ¿Cómo ser capaces de describir los segundos finales de alguien que agoniza sin faltar a la simple y pura verdad? Para describir una puesta de sol no tienes más que salir a contemplar una, pero, si quieres escri- bir sobre la muerte de alguien, describir un asesinato, un hecho cruel, ¿cómo te las ingenias…? Una leve brisa cruza el callejón aleteando nuestra ropa, lleván- dose mis palabras tras las vallas de madera del fondo. En una venta- na de los pisos de arriba se escucha a una pareja en la cama. Él resopla como un caballo viejo. Ella sólo deja caer algún gritito como una lluvia desganada por el canalón del edificio. El hombre apenas se mueve. Me acerco a él; en sus ojos hay una distancia de miles de kilómetros. Su cuerpo está rígido, las piernas estiradas hacia atrás como un nadador sin agua. Me acerco más, le miro a los ojos, perci- bo las débiles corrientes subterráneas que aún mueven los músculos de su cara, el más mínimo cambio de expresión de su rostro se me muestra con una asombrosa nitidez. Con una inexplicable vida. Sus ojos se van cubriendo de un suave velo que parece empañar su conciencia. —Ya casi estamos acabando. Ya queda poco para concluir lo que tenía que contarte. En realidad, ¿qué voy a contarte ya que tú no sepas? Es evidente que la historia que quería escri- bir ha tomado un rumbo diferente, ha traspasado la frontera de la ficción. Lo siento. Ha sido algo superior a mis fuerzas. Como un embudo enorme por el que ya es imposible ascen- der. Lo siento, de verdad, la casualidad es aterradora, y tú estabas esta noche aquí. No hay más motivos. Te lo juro. No pude resistir la tentación de llevar yo mismo a cabo lo que estaba imaginando para mi personaje. Decidí ser mi persona- je, y ser yo quien, sin necesidad de apuntarme a ese ficticio y – 24 –
  • 25. macabro taller literario, experimentara la sensación de matar a alguien. Sentirlo de verdad. Verlo con mis propios ojos. Y escribirlo después. ¿Qué te parece…? He tenido que tomar notas, ¿lo comprendes, no?, eso es lo que he estado escri- biendo en esta libreta mientras charlábamos, nada de mal gusto, no te preocupes, sólo he apuntado cómo has reaccio- nado, el primer gesto que han hecho tus labios cuando has sentido la primera puñalada, tu cara de sorpresa y luego de alarma, las manos llenas de sangre, el miedo que reflejaban tus ojos, cosas así. Luego lo retocaré en casa. Le daré más profundidad, más… Es curioso, ni siquiera sé tu nombre. Yo me llamo Enrique, Enrique Vila-Matas. Soy escritor, aunque últimamente ando un poco desorientado… ¡Oye! ¡Eh! ¿Me oyes…? ¡Eh…! Me quedo contemplando al hombre unos segundos, fija- mente, aguzo la mirada para no perderme ningún detalle. En sus pupilas no hay luz, no hay sombras. No hay nada. Ni siquiera está él. Es como asomarse al vacío, a un abismo neutro pero a un tiempo desolador, un lugar donde sólo reina la indiferencia ante la muerte. Donde alguien ha instalado un cable en lo alto para que un trapecista lo cruce con los ojos vendados. Sus dedos, los de la mano derecha del hombre, tiemblan ligeramente y se quedan inmóviles. En mi libreta apunto: Sus dedos, los de la mano derecha del hombre, tiemblan ligeramente y se quedan inmóviles, me recuerdan a los gusanos de seda que tenía de niño. Cuando la muerte aún era un misterio. – 25 –
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  • 29. LA VIUDA Carlos Ollero Cuando lo vio allí, dentro del ataúd, no pudo reprimir la sensación casi física de un golpe en el estómago. Aquel muer- to, todavía joven, apenas tenía sesenta años, era aquel por el que había convertido su vida en una trama de opereta, en un juego del escondite en el que siempre los que se escondían eran ellos y el resto del mundo se la ligaba. Le habían puesto una especie de túnica blanca que le ocultaba todo el cuerpo excepto la cara, los ojos cerrados y una expresión todavía de sorpresa. Su aspecto era bueno, porque la rapidez y lo impre- visible del ataque al corazón no había dejado lugar al dete- rioro que una larga enfermedad podía producir en un cuerpo. Pensó egoístamente que mejor así, quizá no hubiese soporta- do verle apagarse paulatinamente, y sin esperanza por efecto de una larga enfermedad. Siempre había sabido que algo en sí mismo era distinto al resto de sus compañeros. No era algo físico: no estaba enfermo, ni siquiera pensaba que estuviera loco. Al principio, de niño, sólo le parecía una cuestión de gustos; al elegir los juegos, prefería aquellos que no involucrasen el uso de la violencia o un esfuerzo por el cual acabase sudando y jadeando como un – 29 –
  • 30. gorrino. De hecho, envidiaba a las niñas y sus juegos tan origi- nales y entretenidos: las veía crear historias e inventar situacio- nes para sus muñecas, intercambiar vestidos; jugaban a vivir. Mientras, los chicos se ocupaban en jugar al fútbol, a las cani- cas, siempre compitiendo y siempre intentando quedar por encima de los demás. Todo eso le resultaba agotador, jugaba por seguir la corriente y porque no tenía demasiadas alternativas, ya le recriminaba bastantes veces su padre la flojera, como le gusta- ba decirle: ‘’Álvaro, eres un flojo, si no fueses hijo mío pensa- ría cosas raras de ti que prefiero ni imaginarme’’. Cómo para encima darle motivos para que dirigiese sobre él sus regañi- nas porque no era lo bastante machote. El conflicto vino después, en la pubertad y en la adoles- cencia, cuando, primero se opuso radicalmente a seguir haciendo aquello que no le gustaba, y en segundo lugar empezó a sentir que realmente no le atraían las chicas nada más que como compañeras o confidentes. Aún así, decidió seguir fingiendo; se convirtió en el rarito del grupo, no salía con ninguna chica y tampoco se unía al coro de voces juveniles cuando pasaba alguna cerca de ellos. Después vino la mili, no podía recordar una época más inútil en toda su vida. Ya después de cumplir con la sociedad y, una vez lejos de los cuarteles, fue cuando decidió que ya estaba bien de negarse la evidencia, y comenzó a explorar aquello que sentía y que había decidido que ni le avergonzaría ni le arruinaría la vida. Fue manteniendo una serie de más o menos fugaces y discre- tas relaciones a lo largo de los siguientes diez años. Fugaces porque el amor, a veces, tarda en llegar y discretas porque la época era poco proclive a que se aireasen ciertas conductas; existir, existían, pero por favor que no se entere nadie. Se querían desde hacía tiempo, fue algo lento, arduo, como un parto difícil. Llevaba trabajando en aquella oficina desde – 30 –
  • 31. hacía tres años cuando llegó Eduardo. Era toda una promesa de la abogacía y estaba destinado a terminar siendo socio del bufete. Con menos de treinta años, felizmente bien casado con la hija de uno de los socios y con una corta pero brillante trayectoria como abogado. Álvaro se fijó en él: su figura espi- gada y sus manos largas, blancas, con uñas exquisitamente cuidadas, le llamaron rápidamente la atención. Cuando inter- cambió las primeras palabras, pudo ver que los ojos de Eduardo parecían estar pidiendo algo más a la vida, a pesar de su previsible éxito; aquella mirada le estaba pidiendo ayuda, pero solo alguien como él podía interpretar correcta- mente su gesto, ni siquiera el propio Eduardo sabía lo que querían decir sus ojos. Al principio, se veían en la sala del café, en grupos distin- tos. Las miradas de curiosidad de Álvaro hacían que Eduardo se sintiese observado, extrañamente observado. Después vinieron cenas de empresa en Navidad, roces mezclados con champán y por fin un volcán desatado en el servicio del hotel donde aquel año se celebraba lo bien que le había ido al bufe- te. Siguieron citas después del trabajo, encubiertas como reuniones inaplazables. Viajes a destinos convenientemente amañados para que la distancia fuese su aliada. Noches pasa- das soñando con otra vida, juntos, sin tener que dar explica- ciones a nadie. Años de relación tapada, sospechas y rumores en la oficina donde había más de uno que aseguraba ciertas cosas que realmente no había visto. Por fin se habían decidido, Eduardo dejaría a su mujer, sus hijos eran mayores, su posición en la empresa le importaba un “carajo” y los años que les quedasen los querían disfrutar juntos; por eso cuando aquella señorita ataviada con el uniforme del tanatorio entró en la sala preguntando por la viuda, torció el gesto y tuvo que reprimirse para no adelantar la mano extendida diciendo: ‘’Yo, yo soy la viuda’’. – 31 –
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  • 33. REGRESO A LOS PRAZERES Carmen Guzmán A mi madre, que también vive en el cielo. Después de veinticinco años apilando pálidos legajos en el sótano, distraerme del color negro de la tinta, del tacto áspe- ro de las carpetas polvorientas, o del frío acero de las anillas para mirar el cielo era como volver a sentir hambre. Apenas había pasado una semana desde que trasladaron el archivo de la Compañía de Seguros a la decimoséptima planta, cuando una mañana salí de casa con la intención de no ir al trabajo; sin despedidas, sin explicaciones, quizá sin retorno. Nadie me esperaría. A la salida del aeropuerto, tomé un taxi, un anacrónico Mercedes con el que me identifiqué al primer golpe de vista. “Por favor, a la plaza Marqués de Pombal”, le dije al conduc- tor. “¿No trae equipaje?”, me preguntó algo extrañado. “No, sólo esta vieja mochila y mi gabardina.” El cielo de Lisboa, desde la ventanilla del taxi, irradiaba una luz de estaño claro que despertó en mi estómago vacío las esquirlas de un sueño nunca enterrado. Unos metros antes de llegar al hotel, le pedí al taxista que parara. Me apetecía caminar un poco antes de subir a la habi- tación. Es más… no tenía prisa por alojarme. Desde la acera – 33 –
  • 34. de enfrente vi el cartel: “Hotel Flamingo”. Las letras conser- vaban el apagado brillo de un esplendor varado en la memo- ria. Una pátina de pasado se aferraba al parpadeo de los neones y al eco de mis pasos hambrientos. Me senté en una pequeña terraza de la rua Castello. “Un café con leche y un pastel de crema con canela”, le pedí al camarero con una sonrisa de burla en mi boca: Blázquez, ahora mismo quiero en mi mesa el expediente número 2548/90. ¡Hacía tanto tiempo que no me sentía tan bien! El primer bocado evocó en mi paladar la emoción de un viaje que parecía venir de muy lejos en el tiem- po. Entre mis dedos se deshacía en migajas aquel delicioso bizcocho. “En busca del sueño perdido”, me dije; en tanto mi mente trataba de encontrar aquellas palabras y gestos que después de tantos años me decían que quizá nunca existieron. O, por el contrario, tal vez ahora encontraría las señales que no supe reconocer, agarrado a esa seguridad que siempre nos espera en casa, y nos protege de los sueños. Creo que pasé bastante tiempo sumido en mis ensoñaciones, pero lo cierto era que no conseguía destapar lo que me había llevado hasta aquel cielo de estaño, después de una vida sin recuerdos. Me colgué la mochila a la espalda y comencé a vagar por la avenida de la Liberdade, deteniéndome en las esquinas de azulejos blancos y azules, frente a los edificios de arquitectu- ra decadente y nostálgica; mientras mi mirada escudriñaba los rostros que se cruzaban en mi camino. Quería perderme en el cielo de Lisboa para vislumbrar un gesto, una voz, un color ocre que me devolviera un sueño perdido en el pasado. Pasé por la Estación del Ferrocarril, atravesé la Plaza del Rossio hasta la Plaza de los Restauradores, y llegué al Cais de Sodré. En un restaurante del puerto estaban asando sardinas, y entre aquel olor de mar y brea, mi cuerpo comenzó a resu- citar de una larga muerte. Ocupé una mesa en la terraza; no quería renunciar ni a un sólo instante de cielo. Y tras saborear – 34 –
  • 35. un arroz con gambas y cilantro, y casi una botella de vino verde, me senté en una roca. Encendí un cigarrillo, lanzando el humo hacia el cielo roto por el gritar de las gaviotas, mien- tras me abandonaba al bamboleo de las barcas amarradas al muelle. No sé cuánto tiempo estuve allí, sólo sé que debí regresar sobre mis pasos hasta el café Martinho da Arcada donde me tomé una copa de Oporto y unas croquetas de bacalao. “Aquí ao leme sou mais do que eu: sou um Povo que quer o mar que é teu”, decían los versos del poeta, escritos sobre la bruma de la tarde. El silencio apagó su voz y el chirrido de los tranvías; y yo sentí el frío tacto de una mano deslizándose sobre la mía como una vaga ilusión. Sé que en ese momento mis ojos brilla- ron y dos lágrimas como dos perfectos diamantes brotaron de las cuencas de sus ojos. Y los recuerdos comenzaron a revolo- tear en mi pensamiento como un susurro de hojas de cerezo al caer al suelo, lentamente, con la cadencia de lo efímero. En el centro, un círculo de velas se quemaba en una parrilla, a los pies de un cerezo. Piedras impregnadas del aura de todas las almas que yacían entre los macizos de flores moradas. Visibles ataú- des cubiertos por una voluptuosa seda aferrándose a la vida. A esa vida que, a veces, imaginamos más allá de la muerte. Condesa Albertina da Silva Alves (1907 – 1937), un busto entre dos cirios sobre soportes de hierro herrumbroso y obstinado. Permanecí mucho tiempo frente a aquel busto, petrificado ante su sepulcro, hasta que el tiempo se detuvo en los latidos de mis venas: la vida se disolvió en la muerte y la muerte se hizo sangre. Bajo mi mirada, la fría piedra pareció cobrar vida y los rasgos de aquella mujer, todavía jóvenes, mostraban una expresión de extraña viveza. Las cuencas vacías de sus ojos se llenaron del brillo de mis ojos y los vértices abultados de su boca se estremecieron en una mueca de delirio. Y la sombra de la Condesa abandonó el cementerio dos Prazeres, envuelta en una luz de estaño claro, con un vaporoso vestido de satén y un camafeo – 35 –
  • 36. granate en su blanco cuello. Regresó a las calles de adoquines, a las terrazas de los restaurantes, a los locales de fados, en busca del enamorado ausente. Regresó a la tarde lejana en que en este mismo café me contó la historia de su vida: una vida de placeres que aban- donó para morir de amor. Comenzó a llover con una lluvia fina y muda. Me puse la gabardina, y entre los destellos de las luces navideñas y el humo de castañas asadas llegué al barrio de Alfhama. Acordes de saudade se escapaban por las rendijas de las puertas entre- abiertas, cruzaban las estrechas calles hasta las grietas de los corazones melancólicos. Me tomé otro oporto y una bifana en una pequeña taberna, mientras miraba el salpicar de las gotas de lluvia sobre los adoquines, mientras con mi pañuelo seca- ba dos lágrimas y unos grandes ojos verdes llenaban unas cuencas vacías. Mientras caminaba despierto por un sueño enterrado en el que ya no era más que un fantasma de un tiempo pasado. En la radio suena una canción de Jacques Brell. La lluvia golpea con dulzura el techo del taxi. Imagino el cielo de París y viajo hasta una humeante sopa de cebolla y unos carnosos moules, regados con un bermejo borgoña, en la orilla del Sena soñando labios encendidos. Pero dónde está Blázquez, ¿se puede saber dónde se ha metido? En el bolsillo de mi gabardina, dos perfectos diamantes brillan en la noche hambrienta. – 36 –
  • 37. Regreso a los Prazeres
  • 38.
  • 39. DESCENSO Marta del Río 10 de agosto, las cuatro, cuarenta grados en el reloj de Moncloa. Comienza nuestro viaje. Mi maleta ocupa el maletero, en el asiento de atrás la que Miguel arrojó antes de salir, la suya. Al girar la cabeza me despide un Madrid adormecido por el sopor de la siesta. El coche avanza por la autovía, conduce Miguel. Habla poco. De vez en cuando protesta, no funciona el aire acondi- cionado. Enciende el CD, Madonna canta Like a virgin. A ratos me mira, creo que sonríe. Le paso un After-Eight. Lo mete ente- ro en la boca, le observo, lo saborea, despacio, achica los ojos y se le pone “esa” mirada, la de lobo hambriento, no sé descri- birla de otra manera. Me pide otro. Lo miro de reojo mientras simulo centrar mi atención en el paisaje. El sol me quema, se cuela por la ventanilla derecha, la mía, me hace cosquillas en los ojos, juega al escondite entre mi falda, se desliza por mis piernas, envuelve mi cuello con su bufanda de fuego y se instala en mi regazo como un pequeño pasajero. A Miguel ni lo toca. El sudor comienza a resbalar por mi espalda, me rodea el cuello y desciende por mi pecho empapando el sujetador. Madonna canta. – 39 –
  • 40. Me lo quito, desabrocho los botones del escote y me retiro el pelo hacia arriba con la mano derecha mientras deslizo la izquierda por el cuello. Reto a Miguel con la mirada, busco en la suya “ésa”, la de lobo. Me pide otro After-Eight, no ha movido una pestaña. Pisa el acelerador y el motor despide un chorro de aire frío, el CD se detiene. El horizonte dibuja un pentagrama de nubes en el que pequeños destellos garabatean unas notas aún silenciosas. El sol hace rato que se apeó del coche. Miguel habla cada vez menos, sube el volumen del CD, escucho un blues que no sé reconocer. Bajo la ventanilla y el aire húmedo me seca la piel, huele a otoño. Paramos a hacer noche en una pequeña ciudad de casas pequeñas. Recojo mi maleta, el peso me encorva la espalda, la arrastro hasta el hostal, un edificio gris de muros descosidos por la humedad que se asoma con propósito suicida al borde del río. Comienza a llover. Durante la cena Miguel juguetea con el móvil, conversa- mos a ratos, lo miro, parece sonreír. Subimos a la habitación. Me desnudo despojándome con delicadeza del envoltorio y busco en él “esa” mirada, ni rastro. El viento azota los cristales, un relámpago ilumina la habi- tación mientras Miguel me acomete por detrás. La tormenta descarga y se aleja. Las cuatro, ha cesado de llover. Estoy tiritando. Me levanto buscando algo de abrigo, Miguel duerme profundamente, desnudo, boca abajo. Descubro la caja de After-Eight junto a su maleta, la atrapo y esparzo las chocolatinas a su lado, sobre mi almohada toda- vía húmeda. 11 de agosto, las seis, diecisiete grados. Amanece sobre la terminal de autobuses. No llevo maleta. – 40 –
  • 41. UNA PIEDRA Y LA PUNTA DE UN ZAPATO Ana Cubas Para Tomás siempre, por los charcos y por las estrellas. A veces la vida comenzaba a ser insoportable. Cada día era más difícil inventarse nuevos sueños, los de siempre se iban alejando. Esa noche el dolor también creció. Decidí salir a pasear por las calles solitarias y oscuras de Madrid. Eso no solía fallar. Además, llevaba días sintiendo su hambrienta llamada. Al principio, eran sólo susurros, pero esa noche, a la altura del Ateneo, la voz se hizo más fuerte y de repente se abrió, muy despacio para no asustarme, la puer- ta se abrió. Desde dentro me llegó una luz cegadora, caliente: era el sol. Y allí, delante de mí, apareció: guapo, alto, triste. —Ven –me dijo–, esta noche la Cacharrería será sólo para nosotros. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, no podía hablar, me costaba tanto respirar; pero algo me impedía echar a correr. Nunca supe si fue el brillo de sus ojos o esa mano enorme tendida hacía mí, lo único que sé es que deci- dí entrar. – 41 –
  • 42. A pesar de todo, seguía sin poder hablar; al principio trate de preguntar: —¿Pero?, ¿eres tú? En ese momento sólo fui capaz de ajustar el cuello de mi abrigo a la nuca – dio igual– el frío seguía subiendo por mis pies, no era capaz de dejar de tiritar; las manos no paraban de atar y desatar el cinturón de mi abrigo. En mi cabeza se agol- paban mil preguntas, pero seguí allí, parada, sin ser capaz de hablar: durante mucho rato, sólo fui capaz de abarcar aque- llos dos metros de genialidad. Él, al principio, sólo sonreía; entre sus dientes dejaba esca- par toda la luz del mar: irradiaba vida esa boca, grande y dulce. Esa boca acostumbrada a embelesar sonrío mucho rato hasta que por fin me dijo: —Pasa, te estaba esperando. —¿A mi?, ¿estás seguro?, pero… —Tranquila, pasa, no pienses; pasa y déjate llevar, deja que te acompañe esta noche, una vez más. “Vamos –me dije– respira hondo”, y me decidí a entrar. Un pie, luego otro, y de pronto, sonando un maravilloso y nocturno Chopin, subí la escalera agarrada de su mano.” “¡Qué alto eras de cerca!” Estuvimos toda la noche hablando sin parar: yo te conté que mi vida se estaba desintegrando, que el Tiempo con su tiránica presencia estaba empezando a marcarlo todo, amenazándome constantemente; te conté cómo cada noche cerraba los ojos tratando inútilmente de ignorarlo y cómo él seguía; cómo utilizaba su espantosa voz para decirme al oído: ”Es inútil, hagas lo que hagas ya siempre serás mía, no tienes forma de escapar. Puedes dibujar habitaciones mara- villosas en hoteles llenos de estrellas, puedes amar miles de – 42 –
  • 43. rostros en sueños, puedes dejarte acariciar por todos ellos o podrías dejarte vencer; da igual, ya sólo yo, siempre, estaré contigo”. Te conté cómo últimamente aparecía también a plena luz del día, te conté cómo estaba consiguiendo volverme loca con su risa sarcástica, irrumpiendo con sus palabras en los mejo- res momentos: “No te hagas ilusiones, aún en la vida del deseo nuevo, cuando todo sabe a tripas, cuando nada es ausencia, cuando todo son huecos donde poder alcanzar la verdad, cuando el hambre es absolutamente voraz…, en algún momento se encontrarán otra vez nuestros ojos y sabrás que sigo allí y que, en ese preciso instante, ya no serás la misma: otra vez habrás perdido, aunque la memoria te diga lo contrario, otra vez te habré ganado”. Cómo insistía cuando veía que ya no podía más: “Aún en el absurdo sufrimiento, o quizá más, es ridícula tu existencia: no existe, aunque dé miedo, la certeza. Eres sola, eres sola y sin sentido, aunque construyas, sueñes o te inventes miles, sólo yo estoy aquí; para siempre, contigo”. Aquella fue una noche muy larga, tú también me hablaste de tus imposibles sueños de ficción, de cómo aún llorabas por París, de tu mundo, triste y libre, de qué se yo; así, seguimos soñando bajo las lámparas de tulipa verde. Estábamos rendi- dos cuando entraron los primeros rayos de sol y me dijiste muy bajito al oído: “Recuerda siempre que para llegar al cielo sólo hace falta una piedra y la punta de un zapato.” Desde entonces algo en mi vida cambió, ya no tenía siem- pre ganas de llorar. Cada noche, nada más ponerse el sol, empezaba a andar Paseo del Prado arriba, a paso ligero, cada vez más hambrienta, sin apenas parar a descansar; llegaba casi corriendo y ahogada de felicidad. Ya no tenía miedo, ahora cada vez que aparecía le interponía tu precio- sa voz sin erre dándome instrucciones para llorar, o tu – 43 –
  • 44. imagen mirándome a los ojos y asegurándome que siempre estarías ahí: “Que sólo tendría que asomarme a esa puerta y sonreirías sin sorpresa, convencido como yo de que nuestro encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico.” Ahora vago por la noche de Madrid, contenta, a veces flotando, a veces de charco en estrella, de estrella en charco; y así, a veces. Porque su espada, a veces, ya no me da miedo. Porque, a veces, he encontrado una forma de escapar. Porque, a veces, ya no tengo miedo a mi vida de certera irrealidad. Porque, a veces, de charco en estrella, de estrella en charco. – 44 –
  • 45. Una piedra y la punta de un zapato
  • 46.
  • 47. HAMBRE DE PERROS Adolfo Sastre —Basilio, ¿no crees que nos hemos equivocado? —Joder, no empieces. Yo también estoy harto y no me quejo. Sólo pensar que a final de mes voy a poder enviar dine- ro a mi mujer me alivia de todas las calamidades que estamos pasando. —Ya, pero... desde que llegamos nos levantamos antes de que amanezca; nos tomamos un café con leche y un pedazo de pan desmigado, salimos del barracón a la carrera y a las siete empezamos a trabajar como negros, y no paramos ni para mear. ¡Coño!, en el pueblo no ganaríamos dinero, pero por lo menos, no sé... —Tranquilo, Félix, yo también me agobio a veces. Además, este frío me tiene encogido. Lo que daría por un trozo de pan con chorizo y un buen vaso de vino. ¡Eso sí que me calentaría! —Vamos, que... te pasa como a mí, que a estas horas tienes un hambre de perros. ¿Y qué es lo que podemos comer? Este pan negruzco y carne de lata, y fría. —Sí, tenemos que encontrar otro sitio para comer. Si pudiéramos hablar con alguien, a lo mejor nos indica algún – 47 –
  • 48. lugar donde poder sentarnos y calentar estas latas, que cada día me saben peor. Aquí entre las máquinas, el día menos pensado nos van a descubrir y nos van a echar a la calle. —Me parece que no te das cuenta que estamos en Alemania, que los únicos españoles de la fábrica somos tú y yo, que aquí no habla español ni dios y que los otros extran- jeros deben ser turcos; ni siquiera hay italianos. —Basilio, por lo menos podríamos cambiar de latas, por variar un poco. —Ya, pero es que éstas son las más baratas del mercado y ya sabemos lo que comemos. Ves: BREKKIES – Köstilches. ¿Está claro, no? Anda, anímate; imagina que después de comer pudiéramos echar una partidita con su carajillo y su farias. —Mira, llevamos veintisiete días y parece que hace una eternidad que llegamos. —Qué me vas a contar. Por la noche saco de la maleta la foto de mi mujer y de mi hijo, y los miro, los miro, los miro... —Vale, no empieces tú ahora. Te vas a reír, pero, ¿sabes lo que me ronda por la cabeza? La cantidad de latas diferentes que tienen estos tíos. Yo, las únicas que había visto eran las de sardinas y jurelillos. —Mira, como no entendemos lo que ponen, cuánto más baratas mejor. —Basilio, ¿te has dado cuenta de que cuando suena la sire- na, se van todos al restaurante, hasta los extranjeros? —Será que llevan más tiempo y ganan más que nosotros. —Tenemos que ahorrar todo lo que podamos para estar aquí lo menos posible y, cuando volvamos, montar un negocio. —Yo pienso montar un bar. Mi mujer cocina muy bien y, entre los dos, seguro que lo hacemos funcionar de puta madre. – 48 –
  • 49. —Mi ilusión es reabrir la tienda de mis padres. Ahora está medio hundida, pero con un buen arreglo... —¡Calla!... calla... Parece que viene alguien. ¡Pégate contra la pared! —¡Hostias! Parece un encargado. Cómo nos vea nos jode. Se acerca..., se acerca... —¿Espagnoles? —Sí... Sí... —¿Pero qué hacer aquí y no comer? —Estábamos comiendo estas latas, señor, pero no mancha- mos nada, después lo limpiamos todo. —Pero, ¿por qué no comer con trabajadores en comedor? —Es que no tenemos dinero para el comedor, queremos ahorrar. El encargado sonrió y nos dijo con cierta lástima: —Pero hombres en comedor de empresa no pagar, ser gratis. —Nos miramos atónitos sin poder creer lo que oíamos. El encargado cogió una de las latas, la observó y soltó una carca- jada: —Pero ser carne para perros. Ahora ya comemos choucroute y patatas que aquí las llaman “Karttofen”. – 49 –
  • 50.
  • 51. HAMBURGUESA DOBLE Andrés Portillo Lo reconozco, odio el binomio perfecto casi tanto como el conjunto vacío. Sin ir más lejos, aborrezco el país de la doble E y la doble U por su doble moral. No soporto los dobles que protegen a presidentes y reyes con doble fondo, ni a los tipos con doble personalidad que sueñan con matarlos. Me revuel- ven las tripas las habitaciones dobles con doble cama, los güisquis dobles con sólo dos cubitos de hielo, doblar las rodi- llas, que doblen las campanas. Desprecio a los actores medio- cres y a los dobles que doblan sus escenas de riesgo. Detesto las películas dobladas. Las lenguas de doble filo. La gente que me dobla el sueldo. El pito doble, la doble v, las novelas doblemente negras y, por supuesto, el pasodoble. Me doblego porque doblo una esquina y me tropiezo con una chica preciosa a la que seguro doblo la edad. Me doble- go porque nunca se sabe... Me disculpo, le sonrío, y me devuelve una sonrisa doblemente luminosa. Le digo que es la chica más bonita de todas con las que me he tropezado en la vida, que me gusta, sobre todo, porque tiene un par de tetas estupendas. Dice que no me engañe, que en realidad lleva un sujetador de “Doble Push-up”. Dice que yo también – 51 –
  • 52. le gusto, por duplicado, porque hablo sin dobleces y porque a simple vista parezco un tío bastante interesante. Nos presentamos. Nos damos un beso a cada lado del rostro. Le confieso que me revientan los besos dobles, que prefiero mil veces los de tornillo, aunque, de momento, me doblego. Charlamos. Entre otras cosas me cuenta que es actriz de doblaje. Le cuento que yo me dedico a desdoblar bajos de pantalón en El Corte Inglés para luego volver a doblarlos. A ella le hace gracia mi profesión, a mí la suya me repatea pero me callo y me doblego, como ya dije, porque nunca se sabe. La invito a cenar y acepta con un doble sí. Apuesta por un burguer. Me viene una arcada. Apuesta por una hamburguesa doble con doble de ketchup y mostaza. ¡Vomitivo! Le digo que elija por mí y dobla su apuesta. Me viene una nausea. Pido dos cervezas dobles porque en estos sitios inmundos no hay tercios ni quintos de cerveza. La chica es una almendrita garrapiñada, veintidós prima- veras, labios reventones como claveles rosas y ojos poten- cialmente traicioneros de color azul turquesa. Coqueta y picarona en la pose y en el verbo. Abusa sin pudor de mis cuarenta y cuatro años que van tirando a verde y yo me dejo hacer. Como y hablo con la boca llena de carne y pan, con las retinas llenas de carne y pan, con la cabeza llena de carne y pan. A los postres, le comento que estoy hambriento. Ella saca el teléfono móvil del bolso y dice que no me preocupe, que tiene pensado llamar a su gemela, a su doble. Noto que llegan a un acuerdo sin necesidad de mucha negociación. Cuelga y me propone hacer un trío esta misma noche, en su piso dúplex, en su cama doble. No lo dudo, acepto con un triple sí y me froto las manos por triplicado sin que ella me vea. Elemental, nunca hay dos sin tres en esta vida tridi- mensional, pienso. – 52 –
  • 54.
  • 55. Y TÚ ESTABAS ALLÍ Óscar Muñoz —Hola, ¿dónde estás? —Estoy en un taxi. Vuelvo para casa. ¿Qué quieres? —Necesito verte. —No empieces Miguel, no podemos vernos. —¡Tranquila! Marta está trabajando, me acaba de llamar, tiene que doblar turno, porque una compañera… —Vale, vale, para. El taxista soltó el pie del acelerador y miró por el espejo a los ojos de Verónica. —No, no. Continúe, no es a usted… ¿Qué quieres ahora Miguel? —Quiero que pasemos unos días juntos, salir de la ciudad, pasar un fin de semana en la sierra, desconectar de todo. —Ahora no puedo hablar; luego te llamo. Verónica siempre acepta mi invitación, la utilizaba de la misma manera que ella me utilizaba a mí. Sin tiempo para preparativos, el viernes a mediodía salimos hacia un aparta- do hotel. Solíamos ir a otro, mucho más económico y más cercano, pero el lunes era festivo y todo estaba completo. Las citas de un adúltero son una sobredosis de adrenalina y Verónica renovaba mis hormonas con el mismo deseo que yo devoro una raja de sandía en verano. – 55 –
  • 56. En la habitación del hotel, un enorme cojín blanco apura- ba su inerte postura sobre la cama, hasta que Vero, mientras me besaba, con la mano derecha y de espaldas, lo arrojó sin piedad al hueco que había entre la pared y el lecho. El roce de nuestros cuerpos evaporó el aire que había a nuestro alrededor. Durante un minuto el espacio entre los dos no existía, la unión de nuestros labios hambrientos convertía en hermético nuestro secreto. Desnudos sobre la cama, la envoltura de su boca y la cascada de su cabello rizado acari- ciando mis ingles, amenazaban con terminar de forma prema- tura mi gozo. A base de imaginación levanté un dique para contener el oleaje de placer que se avecinaba, y cambié a una postura más clásica para que continuase erguido. La holgura entre el cabecero y la pared acompasaba con su ruido el ritmo de mis caderas, pero fueron sus gemidos, sus trémulos senos y el calor de sus muslos los que terminaron haciendo brecha, provocando una marea de satisfacción desbordada. Después de hacer el amor, abrí el grifo del lavabo buscado un trago de agua fresca. Sólo aguanté unos segundos frente al espejo, el esfuerzo mermó la resistencia de mis piernas y busqué asiento en el retrete. Desde esta postura y en silencio, comencé a escuchar los murmullos de una conversación. Acerqué mi oído a la pared, pero el ruido de las cañerías distorsionaba las palabras. Al volver a sentarme retomé mi curiosidad por saber de la conversación. Como un perro que olisquea su presa, fui arrimando mi oreja a cada rincón de aquella caja de resonancia con funcio- nes de cuarto de baño. Para entonces Verónica se había quedado dormida. En mi búsqueda me tropecé con un espe- jo de aumento. Mi cara multiplicada por tres. Me asusté. Con forma de gusano, un secador de pelo con tres posiciones y dos velocidades parecía una lapa sobre el azulejo blanco. A modo de auricular descolgué su manguera y acerqué su extremo a mi oreja. Al otro lado una pareja discutía. No sé de – 56 –
  • 57. qué. Las voces me eran familiares lo que hizo que me queda- ra un tiempo escuchando. Rebasando los limites de lo absurdo y hasta donde me permitía mi sentido común intenté la comunicación con el otro lado. Recordé entonces, cuando una mañana volviendo de comprar el pan, subí en el ascensor y escuché una voz que salía de entre un puñado de orificios. En esta ocasión, una voz masculina me preguntaba si estaba hablando con Telepizza. —No. Se ha equivocado, esto es un ascensor. Respondí yo. Con este antecedente, daba por sentada cualquier posibili- dad. Tal vez estaba ante un secador de pelo tribanda, de terce- ra generación y varias funciones. La categoría del hotel se podría permitir tal excentricidad. Pero mi intento de comuni- cación fue en vano, mis palabras se las llevaba el viento. Pensé que quizás mi secador no sintonizaba con el suyo, y, a su vez, el mío era sintonizado por otro. Probé a cambiar de posición con el selector de velocidad: Palanca hacia abajo, velocidad 2, posición 3. La cálida voz de un hombre en actitud cariñosa se escu- chaba al otro lado. Con él una mujer, y ahora no dudé, era la voz de Marta, era ella con otro hombre. Debía encontrarse muy cerca de nuestra habitación para que la escuchara tan clara. Pensé en despertar a Verónica y decírselo, teníamos que salir y volver a Madrid cuanto antes. Que ella estuviera con otro hombre no me importaba tanto como que me viera con otra mujer. Pero antes de devolver el secador a su sitio probé a cambiar de velocidad: Palanca hacia arriba, velocidad 1, posición 2. En el otro canal, la pareja había dejado de discutir. Ahora era ella la que hablaba sin parar, hablaba sobre la reparación de unos zapatos o algo así. A pesar de lo desconcertante de la situación, identifiqué la voz del otro lado. Era mi madre. – 57 –
  • 58. La sorpresa provocó que me resbalara y me diera con el mármol del lavabo en la frente. Supongo que fue el golpe lo que despertó a Verónica. —¿Qué haces? –gritó cuando entró en el baño. Y ahí estaba yo, tendido entre el retrete y el lavabo, con un secador de pelo en la mano, que había arrancado de cuajo sujetándome a él para evitar la caída. Ante la mirada perpleja de Verónica, me acerqué al oído el dichoso aparato. Antes de intentar una explicación mediana- mente coherente, debía asegurarme de que los protagonistas de mi paranoia seguían ahí. —¿Se puede saber qué coño haces? Llevas más de diez minutos con el secador funcionando. Entonces me llevé las manos a la cabeza, la izquierda, a la frente y la derecha, a la oreja, que estaba tan caliente como una patata asada. Coloqué mi cabeza bajo el grifo para aliviar la temperatura, y como pude, volví a acoplar el artilugio a su sitio. No había lugar para una explicación. Estaba confuso e inquieto, habíamos bebido y esnifado más de la cuenta y no iba a compartir mi locura con Verónica. Supuse que el conducto del aire acondicionado coincidía con el entramado de cables que recorre el edificio, cualquier cosa antes de reconocer mi alucinación. Mientras Vero se daba una ducha, intenté distraerme con las imágenes del televisor y probé a secarme con delicados golpecitos la oreja con la toalla. Al cabo de un rato, volví a escuchar el maldito cacharro, subí el volumen del televisor, necesitaba pensar e intentaba procesar un plan de escape que fuera convincente para Verónica, pero no hizo falta. —Tenemos que irnos Miguel –dijo con voz temblorosa cuando salió del cuarto de baño. – 58 –
  • 59. LOS MUERTOS HAMBRIENTOS Luis Serna Sabemos cómo mover las manos para enfatizar mejor nues- tras opiniones, caminar con pasos vacilantes si nos dirigimos, distraídos, a recoger unos papeles en la impresora comparti- da. Los leemos, con el paso algo más apresurado en el cami- no de vuelta, sin entender su contenido, con un gesto reflexivo y misterioso entre los ojos y las arrugas de la frente, como si en esos papeles estuvieran las claves de nuestra vida. Un gesto que es mezcla de escepticismo, concentración y contenido hastío. A veces, nos juntamos dos o tres y hablamos de la crisis, de la última película o de la fiesta interrumpida por la lluvia en el cumpleaños de nuestra hija Sara. Raras veces entramos en temas políticos o íntimos. Si es íntimo, buscamos que sea intranscendente. Son pequeños trucos dignos de maestros en el oficio, nadie puede notar la diferen- cia, nadie diría que no estamos vivos. Hace tiempo que deci- dimos que es mejor morirse de hambre que no pasarse la vida como hambrientos. Esta mañana ha ocurrido un suceso espantoso: Ramiro, el gordito de las gafas, ha dicho: “No aguanto más”, y ha comenzado a golpear el auricular del telé- fono. Nos hemos acercado a su mesa con la desaprobación en – 59 –
  • 60. nuestras caras: a los muertos no nos gustan estas sobreactua- ciones. Las palabras se le quedaban entrecortadas entre sollo- zos: “Paula, me acaba de dejar, la vida es una mierda... y me lo dice así, a distancia, sin mirarme a los ojos, desde la frial- dad del teléfono”. La desaprobación de nuestras caras se iba convirtiendo en reproche, aún así le hemos llevado al rellano de la escalera, donde está la zona de descanso. Le hemos invi- tado a un café con avellanas y luego, entre los ruidos metáli- cos que produce el molinillo de la máquina, Daniel, le ha contado un trozo similar de su vida, profundizando exquisi- tamente en los detalles, pausando los momentos anteriores al desenlace que ha sido impactante, ingenioso. La carcajada ha sido unánime, hasta a Ramiro se le han caído dos lágrimas de tanto forzar los ojos con la risa, y ha tenido que sujetarse el costado con la mano. Hemos vuelto a nuestras mesas, con la satisfacción en las caras. Daniel tiene mucha experiencia, eso se nota; en cambio Ramiro... es verdad que empieza ahora, murió el verano pasa- do nada más acabar Económicas. Nos gustó desde el princi- pio su audacia. Su inteligencia. No fue necesario explicarle nada, se nos murió a los pocos días. “Sólo se puede vivir si estás muerto”, nos confesó con toda naturalidad, un lunes de enero, cuando tomábamos el primer café. Quizás por eso me fastidia más la escena de esta mañana: hay quien no se adap- ta a estar muerto. Espero que no sea este el caso de Ramiro. ¡Me duele mucho la gente que no sabe ser profesional! – 60 –
  • 62.
  • 63. LO VIO VENIR Tomás Alegre Lo vio venir directo al corazón, pero fue incapaz de apartar su destino de la trayectoria del cuchillo. ¿Qué podía perder? Estaba hambriento, muy hambriento; hambriento de amor, de compañía, de pan..., hambriento de terminar con lo que un día empezó mal, muy mal. Luis Prada se levantaba con el ruido del tráfico, apenas abría las persianas de los ojos y ya estaba allí, sumergido en el atasco, con los coches rodando sobre el puente y el ruido de sus bocinas quemándole los oídos. La hora punta era su despertador automático. Echó a un lado el cobertor y se levantó acartonado. Necesitaba desentumecer el cuerpo y comenzó los estira- mientos: primero piernas y brazos, y luego los músculos de la mandíbula, por si ese día encontraba algo que comer. Antes de abandonar su hogar se abrigaba un poco, porque su sensa- ción de hipotermia era permanente durante todo el año, y caminaba hacía su restaurante favorito. En el Ketutín guisaban tan bien los conejos que, aún humean- do en la fuente, conservaban intacta la esencia de cuando corrían en las jaulas. A las nueve de la mañana el restaurante – 63 –
  • 64. llevaba dos horas abierto y no tendría problemas para desa- yunar con las sobras. Luis pasó una noche inquieta. El culpable de su desasosie- go fue su compañero de alojamiento que había llegado de madrugada, borracho, murmurando canciones propias con letras incomprensibles. A él se le metió el runrún en la cabeza y no pudo pegar ojo. Al principio, intentó calmar el espíritu cantarín de su vecino con palabras subidas de tono, palabras de censura que insuflaron en el espíritu rebelde de Alejandro la vitalidad de lo prohibido, y todavía elevó más su voz quebrada de tenor. La pared de la borrachera le impedía escu- char las recriminaciones de un Luis desesperado que se dio la vuelta intentando conciliar el sueño, y lo dejó solo con sus tragos y con la mala leche embotellada que su socio había acumulado con el tiempo. Por la mañana, Alejandro dormiría la mona mientras él tendría que buscarse la vida, como había hecho durante los últimos seis años. —Mañana hablaremos –acabó de sermonear. —Sí, mañana ajustamos cuentas –advirtió Alejandro, a la vez que perdía el equilibrio y golpeaba su frente contra el tabique de cemento. Su colega sólo llevaba tres años en el negocio y ya se había corrompido. Su carácter irascible y su falta de dominio sobre el alcohol le habían convertido en una persona inestable. En su interior sólo conservaba un odio permanente contra la sociedad, a la que culpaba de su derrota; un rencor que desplegaba con su presencia y que afectaba a todo lo que se movía a su alrededor. Aunque compartían habitación y traba- jo, Luis procuraba no mezclarse con él en su tiempo libre, y huía de su compañía con la misma rapidez que el tinto trepa- ba hasta la cima de su cabeza Vivían junto a otros “sintecho” bajo el puente que enlaza- ba la M40 con la Nacional I; dormían pegados a los pilares de – 64 –
  • 65. hormigón, y las estaciones del año se sucedían entre camas de cartón y mantas desgastadas. Los dos trabajaban pidiendo limosna en la Iglesia del Salvador, en el barrio próximo de Valdeaguas. Ahí fue donde empezaron sus problemas, a las puertas del paraíso prometido. A diario se colocaban recostados en el pórtico, adaptados a la forma como esculturas románicas, como dos postes simé- tricos. La única diferencia era que el vaso de plástico con el que recaudaban los donativos, siempre se vencía con el peso del lado de Luis, como si él fuera el mendigo bueno y a Alejandro, que así bautizaron al asesino, le hubieran asigna- do en el reparto el papel de ladrón malo. No importaba el lado que ocuparan en el umbral, las mone- das llenaban el cazo de Luis mientras que el de su vecino hacía aguas. Su rostro amable, su sonrisa, abrir la puerta y el saludo que regalaba al pueblo cuando entraba y salía de escuchar el oficio divino, eran notas que inclinaban la balanza a su favor. Mientras que el plato de Alejandro se llenaba de resentimiento, con el delirio de saberse apartado del mundo y con la idea de estar perdonando la vida a los afortunados, a los que creía obli- gados por caridad cristiana a sufragar sus vicios con dinero. El juez, basándose en el dictamen de los psiquiatras, sentenciaría que el homicida sufría un desequilibrio mental que le producía trastornos de personalidad, hasta el punto de envidiar a la víctima por sus beneficios con la mendicidad. “Estaba ofuscado”, dirían los testigos, cuando los agentes le detuvieron durmiendo, con el cuchillo ensangrentado entre sus ropas; y también dirían: “y un poco borracho”. Al criminal también le concederían atenuantes por su borrachera; porque el estado de embriaguez de Alejandro aumentaba en el inte- rrogatorio, conforme las palabras salían de las bocas indigen- tes que compartían con ellos la sombra del puente, hasta el punto de que, al final del relato, el asesino se tambaleaba. – 65 –
  • 66. Incluso algunos compañeros que presenciaron el altercado achacarían a Luis mala fe durante la pelea y en el momento justo de la agresión. Informaron que él estaba sereno, y que se empeñaba en seguir las convulsiones producidas por la ira borracha de su agresor. El hoy cadáver imitaba los movi- mientos de su adversario como en un espejo, y se mantuvo firme frente a Alejandro cuando éste intentaba herirle, sin huir, sin intentar defenderse; hasta que consiguió colocarse en su punto de mira, esperando a que el filo del cuchillo se clava- ra en la diana de su corazón. Ambos se conocieron bajo el mismo techo, ya de mayores, con su indumentaria ajada e idénticos problemas, pero su vida anterior había transcurrido por distintos caminos. Alejandro, o El Segis, era directivo de una multinacional, vestía trajes caros de diseño, pululaba por las esferas del dine- ro, manejando, y vivía a lo grande. Era de los tipos que tras una noche de sexo, se acicalaba el pelo con la mano y se ajus- taba el nudo de la corbata frente al espejo, antes de abando- nar un domicilio desconocido. El juego también llamó a sus puertas y se enganchó. En cualquier lugar donde se apostara, allí estaba el futuro Segis, lo mismo daba una maquina tragaperras que el Gran Casino de Madrid. Caminaba luciendo su metro ochenta y cinco; almibarado con su don de gentes, su palabra embaucadora y su bolsillo generoso. Un día quebró la multinacional, la perdi- ción se apoderó por completo de su persona y acabó durmiendo a la intemperie, en un solar del ayuntamiento, junto a otros orillados del río social. Con el tiempo, bajo aquel puente sin agua, fue donde sacó a flote su mal vino y comen- zó a beber peleón. Luis nunca consiguió un apodo. Fue un personaje sin extremos, hasta que una noche maldita acabó con su matri- monio. La noche que encontró su casa vacía y se sintió sólo. – 66 –
  • 67. Ni siquiera consiguió comprender la nota manuscrita que encontró sobre la mesilla de su habitación. Se quedó sin fuer- zas para continuar y más tarde llegaron las depresiones que le arrastrarían fuera del trabajo. Luego se dejó llevar por la corriente de la marginación y bajo aquel puente conoció la otra cara del bienestar: una vida sin horario, sin prisa, sin futuro, sin nada. Él también había vestido traje y corbata, y vendía en Roldán, una empresa de electrodomésticos. Tenía, como El Segis, el don de la palabra y las formas necesarias para convencer. Mientras se iban conociendo hablaron de las cosas que tenían en común: desde soñar con el cielo, hasta como perdie- ron el trabajo; desde la circunstancia que les había arrastrado a limosnear, hasta donde encontrar los mejores contenedores de los restaurantes; y, al final, acabaron pidiendo el pan en la puerta de la misma iglesia. Aquella tarde llegó una pequeña diferencia, camuflada entre los cuentos antiguos, pudriéndose en las palabras que nunca fueron dichas, y en su casa, bajo la cubierta del puen- te, llegó el enfrentamiento, cuando ya el ruido de los motores amainaba bajo la persiana irregular de la puesta de sol, cuan- do la hora punta estaba declinando. Entonces, cuando comen- zaba a amanecer el silencio, empezó la tragedia. Lo vio venir directo al corazón, pero fue incapaz de apar- tar su destino de la trayectoria del cuchillo. ¿Qué podía perder? Estaba hambriento, muy hambriento; hambriento de amor, de compañía, de pan..., hambriento de acabar con lo que una noche había empezado mal, muy mal. – 67 –
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  • 69. EL PASEO DE LOS GRANADOS Miguel Àngel Martín Los cuervos pisotean los granados al caer la tarde. Por el camino de grava, frutos destrozados muestran sus tripas rojas y podridas en el calor aún salvaje de octubre. Los pajarracos se muestran hambrientos, sus negras lenguas acarician las semillas esféricas de las granadas como si fueran los ojos de sus hermanos. Caminar por aquel alejado paraje es un riesgo, la causa segura de volver al hogar con los zapatos pringosos y el alma seca, endurecida como la piel cuarteada de los frutales. Amanda rechaza aquel paseo, día tras día, contemplando de lejos los granos pisoteados que le parecen proyectiles inútiles aún con restos de vísceras. Nunca se atrevió a cruzar ese atajo, a pesar del rodeo que ello suponía. Hasta aquella tarde en la que él le quitó los libros del brazo y sonriendo, sin pedir su opinión, caminó seguro destrozando granadas y corazones aún tibios. Amanda, en su caminar lento y nervioso, arrastra con sus zapatillas un reguero de sangre. – 69 –
  • 70.
  • 71. El paseo de los granados
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  • 73. COUSCOUS Soledad Davia —Toma este plato de latón. —Mujer... Gracias, es muy bonito y, ¡qué grande! —Pues… aquí están las patas, es una mesa bandeja. Pon esta tetera y estos vasos encima. Delante estos pufs de cuero repujado y, debajo, esta alfombra. Y –ya de paso– en el techo cruzas estas telas. —¡Bueno! ¡Con esto decoro medio salón! Te has pasado, Julia. —Tengo muchas más cosas. Mañana te las traigo. Mi mejor amiga volvía de su aventura argelina. Ha estado trabajando ocho años en la Embajada y, aunque me invitó muchas veces, nunca encontré el momento de ir a visitarla. No es que no me interesara, que me apetecía mucho, pero siempre surgía algo a última hora que lo impedía: el naci- miento de mis adorables hijos, el atentado de las torres geme- las, un contrato temporal por aquí, otro que parecía fijo por allá, una operación de apendicitis mía y otra de menisco de Pedro…, ¡qué se yo! Fue absolutamente imposible. Pero siempre hemos estado en contacto y, cuando vino para lo de su padre, estuvo en mi casa y la ayudé en el tanatorio, – 73 –
  • 74. ya que su madre –la pobre– no se entera de nada. En este tiempo he recibido mucha correspondencia gráfica de Julia: vestida de berebere, comprando en el mercado; con los tuareg, rodeada de niñas sonrientes y mujeres veladas. Y ahora ha vuelto con un equipaje que parece como si hubie- ra trabajado con Alí Babá. Cada vez que nos vemos me regala algún cachivache y, la verdad, la casa me está cogiendo un aspecto de jaima… que tiene a mi marido un poco harto. No nos falta nada: alfombras, cojines, pufs, la famosa mesa bandeja, tete- ra de alpaca, vasos de té, perfumes de benjuí y almizcle, y una enorme cachimba. Podemos incluso disfrazarnos todos porque me ha regalado también un baúl taraceado lleno de trajes, braza- letes, babuchas, checchias para ellos y velos para ellas. —¿Qué es eso? —Te va a encantar, tú que eres tan buena cocinera. —No habrás traído un cordero… —No, pero lo podrías meter dentro junto con garbanzos, verduras y couscous. —¡Anda!, una de esas ollas para preparar couscous. —Exacto, un alcuzcucero que habrá que estrenar un día de éstos. —Yo había pensado que nos reuniéramos este sábado que viene mi hija. Dicho y hecho. Un reto de esa índole me pone. Aún están mis primos celebrando aquella “Auténtica Olla Podrida” del noventa y seis, que nos tuvo tres días en proceso de digestión y casi lleva a urgencias al tío Sebas. El alcuzcucero tenía capacidad para alimentar a una tribu nómada del desierto durante el ramadán, pero siempre se me han dado mejor las grandes cantidades que la escueta cocina de autor: “Uña de ventresca de chanquete con crujiente hoja de rúcula y dedal de balsámicos en reducción”. – 74 –
  • 75. Conseguir la receta no planteó ningún problema. La pues- ta en escena, tampoco; es más, para motivarnos pusimos un mix de música para la danza del vientre. Encontrar comensa- les dispuestos a la cata fue lo más fácil, no en vano me he ganado el “Delantal de oro” por votación familiar. Lo más complicado fue limpiar aquel artilugio tan enorme. Tuvimos que fregarlo con la manguera del jardín y tanto la tapa como el keskés, al ser agujereados, nos mojaron los pies de tal mane- ra que terminamos la limpieza con botas de agua. Como fuente calorífica utilizamos ese paellero de gas buta- no que sacamos todos los años para el aniversario y, desde primera hora del sábado, comencé a preparar el couscous. Pedro se encargó de la sémola porque era duro trabajar esa cantidad con aceite y sal, y luego con agua para que se desprendieran los granos. Mientras se cocían los garbanzos en la cocina, estuve limpiando y cortando zanahorias, calaba- cines, ajos, cebollas, nabos, apio, alcachofas, tomates, pimien- tos, pollo y cordero; y puse a calentar el caldo. Los efluvios olorosos se enroscaban y danzaban voluptuo- samente por el jardín, se filtraban cautivadores con su aromá- tica melodía por los patios de los vecinos que, como pitones enamoradas, subían persianas y se deslizaban por las venta- nas, hechizados por aquel culinario prodigio. La fascinación se hacía mayor, así que cuando quité la sémola del keskés y vacié la marmita para rehogar en ella las verduras y las carnes, con aceite de oliva de Jaén, ya empeza- ba a entrar gente. Al echar cilantro, jengibre, comino, canela, pimentón y clavo sobre las viandas de la marmita, vinieron los que faltaban. Puse entonces carnes y verduras en el keskés y el caldo dentro de la marmita, comenzando la segunda cocción al vapor, y era tan grande la legión de vecinos hambrientos que sólo pusimos la condición de que se trajeran su propio almohadón. – 75 –
  • 76. Unos mezclaban el couscous con mantequilla, lo rodeaban con los garbanzos calientes y repartían pasas remojadas por encima; otros disponían los trozos de carne caliente en gran- des fuentes, y yo di el toque final espolvoreando pimienta de cayena sobre las salseras con el jugo de cocción. Montada la jaima en el jardín, todos disfrutamos mucho. La mayor recompensa fueron los lagrimones de Julia cuando todos los comensales prorrumpieron en sonoros eructos, que yo recibí como un cumplido. – 76 –
  • 77. LAS VOCALES Susana Obrero Ahora vale la pena vivir / aunque haga frío aunque la tarde vuele. / O no vuele. Es lo mismo. MARIO BENEDETTI Amanece Anochecía. Hablaba aturdida a la almohada, a la cama, a las paredes, a nadie... Ansiaba la hazaña, saludar a algún amigo... Asomó Adrián. La alegría abandonó la habitación. Aparecieron las palizas amontonadas, las calumnias, las malas horas hambrientas de ayuda… Manos ásperas aprietan la cara asustada, amnésica... Adrián arañaba las palabras: —¡Calladita, Ana, calladita! –amenazó. Ahora aclaro la cabeza. Añoro largas caricias, canciones, amor... Aguanté las lágrimas. Hablé alto, angustiada, aburrida, harta, hastiada... – 77 –
  • 78. —Adiós Adrián, lárgate. ¡Al carajo Adrián! –más alto– ¡Aléjate! —aullé. Acaba la amnesia. Aumenta la claridad. Amanece. Mequetrefe Ernesto, ¡mequetrefe! Eres ese estúpido egoísta que me repe- le. Desecho de estercolero, extracto de excremento... Te esperé en el estudio, me dejé seducir, engañar... Me engatusaste, te encanta experimentar. Me rendí en ese deve- nir extraño ¡Estúpida...! ¿Crees que me dejaste? Eres el peor personaje que he tenido enfrente. Me embara- zaste, ¿entiendes? Este embrión enano que me crece es Ernesto en esencia. Sé que crecerá en ese extraño espacio, será el recuerdo eterno de este error. Me encantaría que te encogiera ese pene enano del que presumes. ¡Me espanta ese recuerdo! Ernesto, ¡mequetrefe! Me embarazaste veloz, en segundos, ni me enteré. ¡Eyaculación precoz Ernesto! Tres segundos es precoz. Deberías entenderlo. Te dejo veloz, precoz Ernesto. Eyaculo este eterno deseo de dejarteeeeeeeeeee. I Mayúscula Estaba en bañador, nervioso. Me examinaba para conseguir el título de socorrista. La monitora llegó sonriente, nos explicó que sacaría una letra y comenzaría a examinar a partir de ahí. – 78 –
  • 79. Metió la mano en un saquito y enseñó sonriente una I mayús- cula. Quizá fue su sonrisa o la casualidad de esa I mayúscula partiendo su escote, no sé… pero cuando dijo Ignacio Iniesta no pude dar ni un paso. Mi instrumento invertebrado invadió mi bañador. Irrumpió inexorable, inesperado, indómito, incisivo... Intenté disimular mi inflamación inquebrantable. Interpuse imáge- nes, ideas inofensivas. Inútil... Irreductible, irrefrenable, ingrávido e inoportuno. Inclinado, indecente, inconmensurable. Mi irritación insistía inextinguible, infalible, incontrolable... Imaginé iglesias, iguanas, infiernos... Inútil. Sin igual mi instrumento imperaba incauto, insurrecto, inmenso, impo- nente... —¿Ignacio Iniesta? –insistió. —Sí –dije impotente... o minúscula Óscar me regaló un anillo sin envolver en el bar de su calle. Pidió dos cañas, se lo sacó del bolsillo y me lo dio. Era como una o minúscula en mi mano. Una o odiosa y ocurrente que me prometía orillas con lodo, orgías ordenadas, oleajes oprimidos, orgasmos oscuros, otoños con ojeras, ochocientos obstáculos, olvidar otros ojos, no otear océanos locos, todos los ocasos organizados, ocultar opiniones opuestas, oliendo ortigas no orquídeas. Ofrecía obligaciones… Yo cogí oxígeno, le devolví su anillo sin odio, sin amor. Miré la o en su mano y puse delante una N con tres palillos. – 79 –
  • 80. Salí a la calle, miré a la luna y grité: —No, coño, no. Ultimátum Umbral umbrío del universo, murmullo gutural de burbuja. Hurón subjuntivo y truculento, furúnculo lujurioso. Su dulzura pulula por el subsuelo. Usurero, puñetero, pústula urbanizable. Huye, es humano huir. Hurga en tu ruptura y sutura. Busca utopías urgentes. Ukeleles zulús ululando unánimes. Unicornios supurando humor, utilizando cucuruchos vudús, ungiendo untuosos ungüentos. Cúpulas con huellas de culturas. Turbulencias purpurinas. Tu futuro. Huracán de murmullos para huir de tu runrún. – 80 –
  • 82.
  • 83. DÍAS DE CINE Esther Rodríguez La vida en los valles se detiene como viento entretenido en los rincones. En este valle, la vida parecía detenerse ante los ojos de un muchacho, que trataba de espantarla a manotazos, sin poder evitar golpearse en sus propias narices. Nilo creció muy despacio, a la sombra de una familia curtida, como los baúles de piel que duermen en los desvanes de los antiguos caserones, repletos de secretos inconfesables y ocultos, bajo capas y capas de polvo de difuntos. Creció con noches amora- tadas bajo sus pequeños ojos. Creció engrasando la piel violá- cea de aquellos cuerpos inertes y destripados que su padre desollaba en el granero. A veces él mismo le ayudaba. Se fija- ba con atención en cómo su padre soplaba con delicadeza la piel del animal para apartar el pelo, y después, en cómo hacía y con qué precisión, un corte en aquella pequeña isla de piel desnuda, para después, tirar cada uno de un lado y arrancar la piel sin apenas dificultad. Luego, el animal, desnudito, se asaba a fuego lento durante horas, en esa caverna que palpi- taba al fondo de la posada. Nilo hacía bailar la brocha dorada en un sumiso oleaje, acariciando al animal asesinado, embal- samándolo con aquella delicia extraída de las olivas más – 83 –
  • 84. verdes, mientras a sus espaldas y en la más espeluznante oscuridad, chisporroteaba el fuego del infierno. Su mirada se concentraba en el vaivén resplandeciente como si fuera un importante asunto, y tan sólo se permitía algún viaje imagi- nario hacia las piernas de la última mujer que hubiera entra- do por la puerta. Ponía todo su empeño en hacer bien su trabajo, que había pasado de generación en generación con enfermizo entusias- mo. Pues eso mismo que él hacía, lo había hecho su padre, su abuelo, su tatarabuelo, su tataratatarabuelo y así repetidamen- te; por ello, tenía plena conciencia de que ése sería el trabajo de sus futuros hijos y de sus nietos, y de los hijos de sus nietos, y de los hijos de los hijos de sus nietos. Porque él tendría hijos, de eso estaba tan seguro como de que el corde- ro que dormitaba entre cuajarones de sangre estaba muerto. Un día se abriría la puerta y entraría la mujer de su vida con pelo ondulado y pechos tiernos en donde perderse para siempre, con olor a bosque entre las piernas y con grandes caderas. Para saciar ese desconsuelo, Nilo acudía a la Merche, una muchacha que cada mañana traía a la posada calabacines, tomates, lechugas, pimientos y cebollas en un cajón desvenci- jado y fregaba las cacerolas de la posada. Se arremangaba la blusa hasta los codos y frotaba los restos secos de la comida que se quedaba adherida a los bordes del perol. Frotaba con tal fruición que sus pechos bailaban trastornados bajo la blusa. Nilo miraba el baile de aquellos pechos y pensaba que rozaba la belleza. Tenía caderas para acoger a todos los hijos del pueblo, del vecino y de toda la comarca del valle, y unos pechos que ahogarían a cualquiera que quisiera comerlos. No era bonita, ni sabía hablar bien. Le faltaban dientes y de la nariz le salían pelos como alambres, y aunque su aliento apes- taba a cebolla, era tanta la carne que ostentaba, que Nilo no – 84 –
  • 85. podía evitar volverse loco entre heno, mugidos y piel, y la tiraba entre los puercos y le subía la falda mientras su boca se perdía en ese inagotable escote con el que saciaba el hambre voraz de la adolescencia. Nilo cerraba los ojos para no ver cómo aquella boca mellada gemía mientras la embestía con furia. En ese instante, justo cuando el río se desbordaba por dentro, todo era dulce. Después de derramarse, volvía a su inmunda realidad. Se levantaba dando un pequeño salto y se ataba el pantalón con prisa, para después dejarla sola, con las bragas sucias, bajadas hasta los tobillos, la mirada perdida en el vacío y con alguna lágrima resbalando por la mejilla. Después Nilo volvía a aceitar corderos muertos y a fijar su mirada en aquella puerta que tanto tardaba en abrirse. Ya aliviado, retornaba a sus viajes imaginarios. Cierta mañana llegó al valle un equipo de cineastas que se habían establecido allí para grabar una película sobre la posguerra. En el pueblo se armó un gran revuelo porque buscaban gente del valle, con una sola ceja, capaz de dar a la película el tono; pues en el valle, el tiempo parecía haberse detenido en los años cuarenta. No es que Nilo pensara acudir a la entrevista. Él sólo pensaba en las actrices. Seguro que había alguna gran actriz entre el reparto. Y seguro que come- ría en su posada. Tendría que estar preparado entonces. Así que sus ojos, de vez en cuando, escapaban de la piel brillante a la madera seca. Esa misma mañana alguien encargó una mesa para cuatro personas. Nilo pensaba que una de ellas fuera el director, otra el realizador, el productor, el guionista y, poco a poco, comenzaba a desanimarse. Tal vez no apare- ciera ninguna mujer. Tendría paciencia y la esperaría. A media mañana, tuvo un pálpito y asegurándose de que no le observaban, dejó de acariciar al último cordero degollado y fue al baño de señoras. Escondido en el portarrollos, abando- nó su teléfono móvil con la videocámara grabando y con un – 85 –
  • 86. extraño anhelo empequeñeciendo su estómago. Aquél minús- culo espacio de luz palpitante tenía ahora un pequeño cora- zón a la espera de un milagro. La mesa fue ocupada por tres hombres y una mujer. Pandora Quintás era la mujer más bella que jamás hubiese visto Nilo. No tenía ondas en el cabello, ni unas grandes cade- ras, ni ese olor a musgo que tanto añoraba. Pidieron cordero asado con patatas y ajo, aderezado con miel y vinagre, y bien churruscadito en el infierno, que Nilo sirvió luciendo asta firme entre las piernas. Pero algo sucedió en aquella mesa que hizo que Pandora se levantara y saliera en dirección al grane- ro. El vaivén de sus caderas hacía bailar su falda, mientras clavaba los tacones en el suelo a golpe de tango. Llevaba un pequeño celular pegado a la oreja, y unas lágrimas negras le resbalaban por la cara. En el granero, Pandora Quintás iba y venía nerviosa. Ya no hablaba por teléfono, simplemente paseaba perturbada. Se asustó cuando, en uno de sus giros vio a Nilo a sus espaldas. Y más aún cuando la arrojó al heno, entre puercos y vacas. El espanto se asomó a los ojos de la actriz impidiéndole articular palabra alguna, aunque sí que intentaba zafarse de aquel indeseable que le arrancaba las bragas. Y Pandora Quintás le golpeaba en el pecho con los puños cerrados; comenzó a gritar ridículamente, hasta que la mano de Nilo le tapó la boca. Pandora Quintás comenzó a desorbitar sus ojos, como queriendo decir, hasta que quedó como un andrajo salpicado de semen y desamparado entre mugidos y estiércol. Así, Nilo, no la quería. Cuando la Merche llegó al granero, alertada por esa agitación entre los animales que ella bien conocía, no pudo más que ayudar a Nilo a desplazar el cuerpo hasta la parte trasera. No sin antes hacer- le prometer que la haría suya para siempre, pues de lo contra- rio, hablaría, y una vez hablara, no pararía jamás. Que sólo ella tendría esos hijos que tanto él deseaba. Y allí, Nilo y la – 86 –
  • 87. Merche cavaron un hondo agujero, mano con mano, muy profundo, donde depositaron a la muñeca rota y la cubrieron con capas y capas de arena, estiércol y silencio; y allí mismo plantaron tomates, apio y acelgas. Después hubo más revuelo en el valle. La policía pregun- taba y preguntaba, pero Nilo no dejaba de aceitar corderos, y la Merche, de fregar cacerolas. Registraron la posada de cabo a rabo, y por fin, se marcharon. Se marcharon todos. También los actores y el director y el productor y el guionista, y jamás grabaron película alguna en aquel profundo y perdido valle. El país se volcó tras la búsqueda de Pandora Quintás, menos en aquella posada, que sólo parecía importarles no perder la huerta con las lluvias de invierno. Y como las intervenciones divinas no piensan en asuntos baladíes, como lo son los trase- ros de las señoras, por muy bellos y famosos que sean, Nilo sólo pudo conseguir una hermosa defecación de la Merche, grabada en la videocámara de su móvil el día de autos, y una mujer estéril que jamás le daría hijo alguno que continuara con tan bella empresa como es aceitar corderos degollados, pero que le tenía a sus pies, hincado de rodillas, como se tiene a los pajarillos en vías de extinción. – 87 –
  • 88.
  • 89. EL SUEÑO DE WEAN Michel Cedenilla Ella no dice nada. Duerme. La vigilo. Me siento como un mirón espiando el sueño de una donce- lla. De tanto en tanto, deja escapar un resoplido de dragón o hipa haciendo temblar su cuerpo de sirena. Hace rato que Wean se ha abandonado a su sueño. La contemplo con envidia, alternando el juego de la vista entre su contorno gris y el azul ultramar del Atlántico. Por fin estoy ante el océano después de tanto tiempo de añoranza. Amigo entrañable y, a la vez, traicionero. El mismo océano que devo- ra insaciable a los hambrientos del mundo, a los hambrientos de oportunidades. Es como su hermano, el Sáhara, puro en su inmensidad, afable en la belleza, acogedor en la calma; pero hostil, atemorizador e impío cuando se enoja y suelta su furia sobre cuantos cobija. He vuelto a sus playas vírgenes. —Intentas alimentarme con promesas que no cumples, pero yo sigo pasando hambre, hambre de tener a alguien verdaderamente conmigo. Nunca estás cuando te necesito. – 89 –
  • 90. Hoy, tanto el mar como el desierto han puesto sus manos juntas haciendo cuenca. Invitan a refugiarse en ellos, a disfrutar en soledad de su compañía. Wean se rasca el costado con sus uñas largas, con un ademán de coquetería, pero sin llegar a despertarse. Rueda medio giro y continúa en la placidez de su sueño sobre el lecho cálido de arena. —¿Por qué no haces el favor de dejarme en paz? Parece que sólo vengo a casa para discutir contigo. Me exiges mucho para lo poco que me das. Yo también estoy hambriento de cariño, pero en vez de entregarnos, siempre nos peleamos. Decido bañarme en la inmediatez de la playa, ahora que la marea baja deja un dédalo de canales y pozas en la platafor- ma que separa la arena de la rompiente de las olas. ¡Qué gozo de baño en silencio! Tan sólo escucho el rumor del oleaje. Me abandono al vaivén de la resaca, entre rociones de espuma. El aire huele a yodo y mi nariz se dilata cuanto puede para inspirar todo su aroma. Olor a brisa marina, a asperjes de agua salada. Estoy desnudo, en un intento de sentirme liberado, como esta costa prístina, ajeno a las impo- siciones humanas. Libre, liviano, natural, puro, sencillo. Sólo en la compañía de Wean y de un grupo de pagazas y gaviotas que observan mi desnudez tan blanca como sus plumajes; mi débil piel de nieve que pronto se tornará rosada a medida que el sol la posea. Cernida en el aire, un águila pescadora me observa, sigue mis torpes movimientos de pez extraño y grande. Demasiado bocado para saciar su hambre, decide tirarse contra una presa que abarque con sus garras. El agua fría estimula mi cuerpo adormecido y fatigado. Soy una medusa dejándome mecer por el mar. Relajado, floto sobre las ondulaciones que propicia el oleaje. Por un momento, he perdido el control. – 90 –
  • 91. Mi cerebro se ha sumado a la danza del cuerpo y se ha olvidado de lo único que sabe hacer: pensar. ¡Qué alivio! Necesitaba tanto satisfacer esta hambre que vagaba a gritos por los pasillos de mi conciencia. Hambre de serenidad, de equilibrio, de paz; hambre de un tiempo lento, masticado minuto a minuto. De reencontrarme con el otro que también soy, mi mejor amigo, siempre abandonado y depuesto por nada realmente importante. —¡Se acabó! Cuando vuelvas ya no estaré para recibirte. Wean duerme y yo la miro y me adormece tanta placidez; y acompaño su sueño. Me convierto en una parte del mar y del desierto. Virginal e inocente, desearía que salvaje. Ser a la vez mar, ola, planta, arena, viento, gaviota, pez o foca, y no ser nada al mismo tiempo. No soy nada, y lo soy todo a la vez. Me regocijo en la grandiosidad de reconocer mi insignifican- cia. Y así, y ahí, me hago grande, me hincho de conciencia de mí mismo. El sentido de la existencia se esclarece en un breve instante como éste. Y Wean sigue dormida. – 91 –
  • 92.
  • 93. El sueño de Wean
  • 94.
  • 95. EL DÍA DE LA COMUNIÓN Nieves Sánchez La débil claridad del amanecer se filtró por la persiana entrea- bierta. Verónica suspiró con alivio. ‘’¡Por fin es de día!’’, se dijo. Al lado, su marido roncaba ligeramente como lo había estado haciendo casi toda la noche mientras ella no podía conciliar el sueño. Vivían en el tercer piso de uno de los edificios de nueve plantas que formaban el conjunto. Un populoso barrio más de los que se habían construido en la periferia de Madrid. En realidad, era una ciudad dormitorio a veinte kilómetros de la capital. Surgieron muchas en la década de los setenta. En algunas provincias, el pueblo llano empezó a estar hambrien- to de trabajo y también de comida. La agricultura y ganade- ría minifundista no proporcionaban alimento suficiente para las familias numerosas y los más jóvenes se vieron obligados a viajar hacia las zonas industriales de reciente creación. Verónica y Damián se conocieron poco después de llegar de sus respectivos pueblos, cuando vivían en unas chabolas improvisadas. Con el trabajo de ambos, consiguieron reunir lo suficiente para dar la entrada del piso donde ahora estaban – 95 –
  • 96. felices. Se casaron muy ilusionados y poco después nació Nuria. Era una niña sana, preciosa, muy tranquila. Más tarde, María, que fue como una muñequita a la que su hermana (que para entonces ya contaba cuatro años) se empeñaba en cuidar como tal. Y tres veranos después, vino al mundo el niño que deseaban y que sería el último; le llamaron Víctor. La causa del insomnio de Verónica era la excitación que sentía porque ese día que estaba amaneciendo sería especial. Su hija mayor iba a hacer la Primera Comunión. ¡Estaría tan bonita como una novia! Esto le recordó que pronto sería su aniversario de bodas; habían transcurrido once años y estaban tan enamora- dos como al principio. En estos pensamientos estaba sumergida cuando decidió levantarse. Se fue a la cocina. Desde la ventana, contempló la salida del sol de aquel precioso día de mayo. Los pájaros de la cerca- na alameda le regalaron un maravilloso concierto. Se sirvió café con leche y, ¡qué demonios!, hoy se permitiría el lujo de acompañarlo con unas riquísimas magdalenas que su madre había hecho para la celebración. Llevaban unas semanas muy atareadas con los preparati- vos de la Comunión: comprando el vestido de Nuria, la limosnera, los guantes blancos, el misalito con cantos dora- dos, los recordatorios con la foto de la niña y la ropa para todos. Por suerte, habían contado con la eficaz ayuda de su amiga Raquel que vivía con Marcos, su marido, en el piso contiguo. Ella también la ayudó el día anterior a preparar la comida y la mesa en el salón-comedor para la familia más cercana. Celebrarlo en un restaurante les hubiera resultado muy caro y había que reservar dinero para la letra del piso. Verónica terminó el desayuno y se sintió culpable, como siempre que comía dulces. Cuando se casó estaba muy delga- dita pero con los embarazos había ido acumulando peso. – 96 –